La única vez que he visto un cadáver fue en South Beach, en el corazón del distrito Art Déco. Es posible que haber visto un cadáver allí haya influido en mi visión del art déco; pero también es posible que el art déco haya influido en mi visión del cadáver. Ambas cosas están relacionadas, creo.
Llegamos en avión a Miami desde el aburrido Nassau y cogimos un autobús a South Beach. Era domingo, las aceras estaban abarrotadas de visitantes, pero no nos costó encontrar hotel porque era domingo y los visitantes que habían ido de fin de semana ya se habían marchado de sus hoteles. Nos alojamos en el Beachcomber, un bonito establecimiento de Collins, en el corazón del barrio Art Déco. Es un comentario bastante irrelevante, lo sé. Al fin y al cabo, art déco significa bonito o, más exactamente, no tan bonito como parece. Nuestra habitación del Beachcomber, por ejemplo, no era tan bonita como la fachada del hotel, pero no obstante era bastante mona. Una lámpara art déco bañaba las sábanas art déco con un destello ámbar art déco. Cuando descorrimos las cortinas se rompió el hechizo art déco. La ventana estaba rota, mugrienta, y la oleada de sol polvoriento reveló una mancha de humedad que se extendía por la moqueta desde la pared del cuarto de baño hasta casi el centro de la habitación. Luego un ratón cruzó corriendo la pantanosa moqueta y se coló, con dificultades, bajo el zócalo del baño mohoso y angosto. Dazed se subió a una silla y, sin la menor emoción, gritó:
–¡Aaah! ¡Un ratón!
–Yo me encargo –dije.
–O sea que ¿intentarás conseguir un descuento en el precio de la habitación?
–Exacto.
Fui a hablar con el tipo con coleta de la recepción y le pedí un cambio de habitación porque en la nuestra, en la que ocupábamos en ese momento, había un ratón y preferíamos una habitación sin ratón o, en caso de no haber ninguna disponible…
–Bienvenido al trópico –dijo.
No se encogió de hombros. No hacía falta. Su voz se encogió de hombros por él.
Resultaba que acabábamos de llegar del trópico, donde no habíamos visto ni un solo ratón, y por tanto le dije:
–Esto no es el trópico.
Aunque a mí el animal no me molestaba, proseguí, mi novia estaba «histérica por culpa del ratón».
–¿Histérica?
–Sí, histérica. Histéric-¡aaah!
–En fin –dijo, y me entregó la llave de una habitación de la primera planta–. Eche un vistazo a esta.
Estaba bien, dije cuando regresé abajo, pero no estaba preparada. A continuación me ofreció trasladarnos a una habitación más grande, la número 15, si no recuerdo mal. Tampoco estaba mal, pero alguien había fumado dentro, le expliqué, y olía a tabaco.
–Pruebe la trece –me propuso entregándome otra llave.
Empezaba a preguntarme si había alguna habitación ocupada. Resultó que la 13: por una francesa, creo, sentada en la taza del váter. Eso desconcertó al recepcionista. Según el ordenador la 13 estaba vacía, pero me propuso que probase con la 6. La 6 estaba vacía, no contenía ratones, no olía a humo, la cama estaba hecha y, de hecho, era más bonita que la nuestra. Una mejora de habitación equivalía a un descuento. Bien, dije. Mientras, el recepcionista había mandando a alguien a la 13 y no había encontrado a nadie.
–Se habrá equivocado de habitación –dijo.
–Y entonces, ¿cómo he abierto la puerta? –repliqué.
–Algunas llaves abren más de una habitación.
–Ah.
En cuanto trasladamos el equipaje a la 6, salimos a dar una vuelta, a comprar batidos, a vivir en carne propia la experiencia art déco. Aunque acabábamos de instalarnos en un hotel art déco, nos parábamos todo el rato en otros hoteles art déco por si nos gustaban más. Comparábamos precio y calidad (la «relación calidad-precio», por así decir). Habríamos estado mejor en otros hoteles, pero en conjunto no habíamos hecho mal trato.
–Podríamos haber conseguido algo mejor –resumí–. Pero no hemos hecho el peor trato posible. Obviamente, podíamos haber pagado más y habernos quedado en un sitio mejor.
–O pagar menos y quedarnos en un sitio peor.
–Pero no hemos encontrado un lugar más caro pero peor.
–¿Y eso es lo que buscamos?
–En cierto sentido, sí. Por quedarnos tranquilos.
–Pero siempre cabe de la posibilidad de que buscando un lugar más caro y peor encontremos uno mejor y más barato.
–Lo que acabaría con la posibilidad de quedarse tranquilos.
–Pues entonces quizá no deberíamos mirar más hoteles.
Solo que es para lo que se va a South Beach: se va a ver hoteles. Los hoteles –hoteles art déco– son la atracción. Efectivamente, la experiencia art déco es la experiencia hotelera. Quedarse en un hotel es el efecto secundario de querer ver los hoteles. En un lugar con tantos hoteles, los turistas son los residentes, aunque no estén en casa. De modo que continuamos visitando hoteles pero nos abstuvimos de preguntar si tenían habitaciones disponibles y cuánto costaban. Excepto en el Mermaid Guest House, que era un pelín más caro que el Beachcomber pero muchísimo más cuco. Gran parte de la arquitectura art déco de South Beach en realidad pertenece a una rama o variante del art déco conocida como déco tropical; el Mermaid lleva esa tendencia un poco más allá, alejándola del déco y acercándola más al tropical. Los dos deseamos habernos alojado allí –como veníamos de unos trópicos sin ratones, habría dado sensación de continuidad al viaje–, pero puesto que ya estábamos instalados en el Beachcomber, dijo Dazed, a lo hecho pecho.
Después del Mermaid ya no preguntamos en más hoteles si tenían habitaciones libres ni cuánto costaban. No preguntamos en el Victor de Ocean Drive porque aquel vasto inmueble blanco reluciente estaba vacío: absolutamente desocupado, de hecho era un edificio abandonado, a menos que la oferta de alojamiento se considere un efecto secundario del art déco, en cuyo caso era un edificio purificado. Según Dazed, el hotel, con las ventanas tapiadas con maderas pintadas, parecía «una secuela art déco de la Casa de Rachel Whiteread».
Un poco más adelante, todavía en Ocean Drive, un chico con gafas de motorista le preguntó a Dazed dónde se había hecho las trenzas del pelo. Dazed le respondió que en Cat Island. En realidad el chico preguntaba de parte de su novia, que era rubia y rusa. Él era negro y cubano. Formaban una pareja muy moderna, pero a la vez eran producto de una larga alianza política. Nos pidieron que les sacáramos una foto delante de la casa –una mansión, en realidad– que teníamos enfrente.
–¿Sabéis de quién es la casa? –preguntó el cubano.
–No.
–Es la casa de Versace –dijo–. Aquí es donde le dispararon.
Dazed les devolvió la cámara y se marcharon. Yo escudriñé la acera sin restos de sangre.
–Aquí es donde le dispararon –dijo Dazed.
–Sí –dije–. Aquí es donde le dispararon.
–¿Recuerdas qué estabas haciendo la noche que le dispararon?
–No paran de disparar a gente. No. ¿Tú qué hacías?
–¿Cuándo?
–La noche que le dispararon.
–¿A quién?
–En concreto, a Versace, pero en realidad a cualquiera. A cualquiera que muriera a tiros.
–También dispararon a Malcom X, ¿verdad, cielo?
–Sí, aunque no era tan famoso como un diseñador de moda.
–Pero las gafas que llevaba se han puesto muy de moda. Las lleva un montón de gente. Tú tienes unas, ¿verdad, cielo?
–Sí. ¿Y sabes qué es lo más raro?
–¿Qué?
–Que las fabrica Versace.
–Qué mal rollo.
Mientras manteníamos esta conversación, un buen puñado de personas se fotografiaron en el lugar donde habían disparado a Versace. Yo fui una de ellas: Dazed me sacó una foto con una cámara de usar y tirar que habíamos comprado en Nassau. Hasta que no lo hicimos nos costó alejarnos de allí, del lugar donde la gente se fotografiaba, del lugar donde habían disparado a Versace.
Era hora de refrescarse con un batido, propuso Dazed. Sorbimos los batidos con pajita –el mío, con un suplemento vitamínico– sentados en una tapia junto a la playa y tomé notas para un ensayo sobre el art déco.
No es exacto decir que el desgaste acecha tras la fachada del art déco: el art déco es la fachada. El art déco es el más visible de los estilos arquitectónicos, organizado solo para complacer a la vista –¡es en color!– y no para ser habitado. Los edificios art déco se habitan, por supuesto, pero mientras que por fuera tienen un aspecto extraordinario, por dentro la experiencia es de lo más ordinaria. Por eso el estilo art déco atrae tanto.
El bloque de pisos donde vivo desde principios de los años ochenta en Brixton, Londres, es en esencia una versión utilitaria, propia de una época de austeridad, del art déco sin el boato del art déco: sin los elementos que lo hacen art déco. Tales elementos podrían añadirse sin ningún esfuerzo y con un coste mínimo y el edificio se transformaría en un bloque art déco, con lo cual esa zona de pisos sería tan agradable a la vista como South Beach. Los pisos en sí no cambiarían, pero qué placer sentir que vivimos en la zona art déco de Brixton en lugar de en un cochambroso bloque de pisos. Hasta podríamos llamarla South Beach, Brixton.
Caía la noche. La arena iba apagándose. Pusimos rumbo de regreso al hotel. Pálido a la luz del atardecer, el neón –violeta, brillante, verde– empezaba a cobrar cuerpo. El cielo se oscureció como la tinta.
De vuelta en el Beachcomber descubrimos que no éramos los únicos que habían cambiado de habitación. El ratón se había mudado con nosotros. Estaba en la papelera, cenando. Preferimos pensar que era el mismo ratón porque era mejor, dije, que admitir que, en efecto, el hotel era «un agujero infestado de ratas».
–No puedes decir eso –dijo Dazed.
–¿Por qué no?
–Porque un ratón no es una rata.
–Pero es una infestación, ¿no?
–No sé qué es una infestación.
–Las ratas y los ratones son una infestación.
–¿Y tú también lo eres, cielo?
–Y puesto que las ratas y los ratones son una infestación, un ratón es, en cierto sentido, una especie de rata.
–¿Yo soy una infestación, cielo?
–Por tanto, lógicamente resultaba bastante preciso llamar a este agujero infestado una ratonera.
–Es una ratonera, ¿verdad, cielo?
Esa noche me desperté varias veces porque oía correteos y frufrús. Por la mañana había cagadas de ratón en la cama vacía y el ratón había mordisqueado el neceser de Dazed.
–Mira –me dijo Dazed, levantando el ejemplar algo roído de nuestra guía de las Bahamas–. Ha intentado abarcar más de lo que puede.
–¿Crees que se me habrá comido el ordenador?
–Me preocupa más que se nos coma a nosotros.
Antes de salir guardamos nuestras pertenencias en los estantes más altos del armario, a buen recaudo, para que al ratón le costara más comérselas.
–El ratón nos tiene aterrorizados, ¿verdad? –dijo Dazed mientras cerrábamos la puerta con una llave que probablemente también abría otras habitaciones.
–Pues sí.
–Nos devora la autoestima.
Cuando terminamos de desayunar ya hacía un calor abrasador. El cielo era de un azul vivo. Por siete dólares, me corté el pelo en un barbero cubano que cantaba mientras trabajaba sin prestar atención a la tarea –cortarme el pelo– que se traía entre manos. En una librería con aire acondicionado de Lincoln, Dazed se compró un libro de Joan Didion titulado Miami, una elección muy sensata. El sol rebota en las paredes y la acera. Aunque a ninguno de los dos nos interesaban los coches, había montones de coches interesantes para mirar. Dazed, sin previo aviso, me preguntó qué haría si se tirase delante de uno de ellos. Le dije que no lo sabía, pero mi política general es la de no inmiscuirme. Fuimos a tiendas de discos y de ropa y recogimos folletos para fiestas trance que se habían celebrado la vigilia de nuestra llegada. En todas las tiendas de ropa ponían trance, pero no encontramos ropa que nos gustara ni fiestas a las que pudiéramos ir. Así que en realidad estuvimos paseando, mirando hoteles y folletos, comprando batidos, viviendo la vida art déco. Luego nos abordó un chapero de pelo díscolo y ojos legañosos.
–¿Habláis inglés? –quiso saber.
–Considerablemente bien –contesté.
–¿Podríais hacerme un favor?
–Casi seguro que no –respondí.
Por un momento pareció completamente abatido. Luego continuó su camino sin ni siquiera dedicarnos un «Que os jodan». A su modo, fue uno de los intercambios más satisfactorios de mi vida. Por nosotros, como si hubiese sido el Cristo resucitado.
¿Qué más? Vimos un rato de voleibol playero y luego Dazed cogió prestados los patines de un tipo –Dazed tiene los pies bastante grandes– y estuvo patinando un rato. Ni siquiera tuvo que pedirlos. Él se los ofreció. Yo me senté a charlar con el tipo sobre banalidades mientras se bebía un cartón de leche desnatada y contemplábamos juntos cómo Dazed se deslizaba y giraba sobre los patines. Después de patinar quiso regresar al hotel porque hacía calor y estaba sofocada. La acompañé al Beachcomber y seguí de largo.
Durante el paseo me convencí de que Gap, en la calle Collins, había sido diseñado para parecer una ballena art déco o al menos algún tipo de pez. Un escaparate hacía las veces de ojo y los otros tres de dientes. Tenía incluso aletas y agallas. Me quedé un rato mirando, incapaz de decidir si todo era efecto del calor. Hablando de todo, ojalá Dazed hubiera estado conmigo, porque habríamos mantenido una de nuestras supuestas conversaciones acerca de la ballena, sobre si era un pez o no.
Más adelante, un lado de la calle estaba acordonado con cinta negra y amarilla: CORDÓN POLICIAL, NO CRUZAR. Se congregóun gentío, del que yo también formaba parte. Se sabía que había pasado algo porque todo el mundo preguntaba qué había pasado. Había una ambulancia y varios coches patrulla. Un fotógrafo sacaba fotografías de… ¡un cadáver! Digo cadáver pero solo alcancé a verle los pies, unos calcetines blancos asquerosos. El resto quedaba oculto tras unos arbustos.
–¿Qué ha pasado? –le pregunté al tipo que tenía al lado.
Llevaba un tatuaje de una lavadora en el brazo.
–Suicidio.
–Por Dios.
–Una mujer de setenta y dos años. Ha saltado.
–Mierda. Por cierto, bonito tatuaje.
–Gracias.
–¿Alguna lavadora en concreto?
–Bueno, supongo que es un modelo genérico.
–¿De qué piso ha saltado?
–El decimocuarto.
–O sea que aproximadamente estaríamos hablando de entre el decimotercero y el decimoquinto, ¿verdad?
Empecé a contar desde la planta baja, pero me desconté enseguida. La situación se complicaba porque en Estados Unidos el primer piso es, en realidad, la planta baja y el segundo piso es el primer piso y así sucesivamente. El piso catorce estaba a la altura de dos terceras partes del edificio.
–Pasa constantemente –dijo el tipo con el tatuaje de lavadora en el brazo.
–Ah, ¿sí?
–Es el calor.
–¿Cómo?
–Vuelve loca a la gente.
–¿El qué?
–El calor.
–Sí. Imagino que sí –dije, pero también estaba pensando que Roma es igual de calurosa que Miami y la gente no se tira de balcones del piso decimocuarto.
–Vuelve loca a la gente –repitió.
–Quizá el art déco genera cierta desesperación. Es posible, ¿no?
–Todo es posible.
Al otro lado de la calle el fotógrafo sacaba instantáneas del cadáver. De hecho, la escena entera recordaba a una de esas fotografías escenografiadas de la muerte que hace Nick Waplington. Nunca había visto un cadáver, y estaba viendo uno. O viendo un par de calcetines, en cualquier caso. No estaba seguro de si contaba igual. Quizá para ver de verdad un cadáver tenías que ver la cabeza aplastada, la cara ensangrentada, pero yo lo único que veía eran los asquerosos calcetines blancos de la muerta, cuyo cadáver pronto meterían en una bolsa con cremallera.
De vuelta en el hotel, Dazed dormía en la cama y no se la había comido el ratón, que, tuve que admitir, en realidad eran varios, porque se dispersaron en cuanto entré en la habitación. Me di una ducha en el cochambroso baño y luego le conté a Dazed lo de la muerta. Fue muy comprensiva y me aseguró que, aunque solo hubiera visto los calcetines, también contaba: podía decir que había visto un cadáver.
Esa noche cenamos en el mismo restaurante de la noche anterior. Por la mañana llevé a Dazed al sitio, al lugar donde había saltado la mujer. Hay algo en South Beach que te empuja a hacer eso, a visitar los lugares donde han disparado a alguien o alguien se ha tirado por el balcón.
–Es un sitio –apuntó Dazed– con una capacidad notable para generar lugares de peregrinaje instantáneo.
Entendí entonces que la anciana había sido extremadamente considerada al saltar a una entrada, a un recoveco ligeramente apartado de la acera, y evitar así caer encima de alguien. No había manchas ni nada, ninguna marca. Dazed me sacó una foto, pero me inquietaba posar allí por si me caía alguien encima.
–Date prisa –le dije.
–¿Por qué?
–En esta zona del mundo la gente cae del cielo a toda velocidad.
En cuanto Dazed sacó la foto cruzamos la calle y vimos que los balcones de un lado del edificio estaban todos vacíos salvo por las sillas en las que nadie se sentaba. Dazed dijo que el edificio ondeaba a media asta y la entendí.
Visitamos más hoteles, saboreamos más batidos. Ese mismo día algo más tarde vi a una anciana renqueando entre la multitud de cuerpos jóvenes, bronceados y en forma, de los ravers drogados y los patinadores tatuados, de los homosexuales hinchados a fuerza de suplementos proteicos y energizantes, de las mujeres delgadas y con piercings que comían ensaladas y para quienes el art déco era un incentivo para mostrarse y no una fuente de desesperación chapucera que podía conducir al suicidio. Admiré la tenacidad de la anciana, el modo en que seguía adelante, continuaba poniendo un pie artrítico delante del otro. Al pasar por mi lado se inclinó súbitamente hacia delante –debió de fallarle una rodilla– y casi se cae. Me sonrió en cuanto recuperó el equilibrio y me di cuenta de que era la misma mujer que había visto el día antes, tirada en la acera. Me alegró que se hubiera recuperado tan pronto. Supe que era ella por los calcetines, que estaban asquerosos, eran blancos y no tenían manchas de sangre.