¡Oh, Ubud, encantador, aburrido Ubud! Ubud era de lo más encantador, pero estuvimos allí demasiado tiempo, mucho, y disponer de tanto tiempo nos desmoralizó. Gran parte de dicho tiempo lo dilapidamos en los bungalows Munut, al oeste del centro de la ciudad, donde di una paliza al ping-pong a todos los empleados. La mayor parte del día los empleados –ocho adolescentes– se marchitaban sin hacer nada; por la noche se reunían en torno al televisor a ver estallar cosas. Si entraba en la recepción y hacía la señal del ping-pong –una gran sonrisa y el gesto de un golpe del derecho y uno del revés– se activaban de un salto, sacaban la mesa y se turnaban para ser derrotados por su huésped favorito, que además era (aparte de su novia) el único del establecimiento. Salvo Madi, el encargado. Madi y yo nos enfrentamos en la que a todos los efectos fue la final del Munut Open. Fue una final muy igualada, pero perdí porque ansiaba tanto ganar que estaba destinado a perder. Alterné una defensa excesivamente cauta con ataques de agresividad desmedida. Mi fiel golpe del derecho (fiel en el sentido de que nunca es de fiar) me falló porque solo puedo relajarme en esa clase de juego agresivo cuando voy algo por delante, cuando estoy confiado, cuando tengo un colchón de cinco o seis puntos de ventaja, pero en esa ocasión empecé con mal pie, quedé un poco rezagado y me encontré con una desventaja de cinco o seis puntos, es decir, en el lado equivocado del colchón, por así decir. Perdí ese juego y, a partir de ese momento, incluso cuando –por pura fuerza de voluntad– conseguí igualar las cosas a un 2-2, sabía que estaba destinado a perder porque tenía demasiadas ganas de ganar. Circle estaba mirando, de modo que todavía tenía más ganas de ganar, y cuanto más quería ganar, más me acercaba a la derrota. La cosa empezó a torcerse en las primeras fases del primer juego cuando di un golpe del derecho demasiado prematuro que me colocó bajo una presión inmediata e innecesaria. Conseguí algunos éxitos espectaculares, pero lancé demasiado a menudo la pelota contra la red o más allá del borde de la mesa, y poco a poco la distancia entre los dos fue aumentando y tuve que limitarme a devolver la pelota asegurando el golpe, con la esperanza de que Madi cometiera un error (cosa que rara vez ocurría, porque a esas alturas Madi sentía suficiente autoconfianza para castigar mi creciente timidez devolviéndome la pelota más o menos a placer).
Estas partidas de ping-pong dieron cierto sentido a nuestra estancia en Ubud, que de otro modo no hubiera tenido ninguno. Pese a su encanto, la ciudad ha sido invadida por el turismo, aunque durante nuestra visita en realidad apenas había turistas. La inestabilidad política en el resto de Indonesia implicaba que incluso en esa época, en plena temporada alta, la mayoría de los hoteles estuvieran tan desesperados por conseguir clientes que podían negociarse descuentos tan grandes por las habitaciones que sumados equivalían a una forma de sanción económica. Ubud ya tenía la mayor concentración de hotelitos con encanto del mundo y, no obstante, a pesar de que la mayoría se hallaban vacíos, estaban construyéndose más hotelitos con encanto. («¡Y siguen construyendo!», dijo Circle, sorprendida y admirada.) No podías alejarte de los hotelitos con encanto ni de los vendedores de sarongs y «transporte». Cada vez que salíamos nos topábamos con montones de personas ofreciendo alojamiento, sarongs y «transporte». Era un mercado favorable al comprador en el que nadie compraba nada. A algunos turistas les irritaban las inevitables ofertas de «transporte», pero la omnipresencia de la oferta –y el bajo nivel de expectativa que la acompañaba– nos invitó a verla con otros ojos. Decidimos que decir «¿Transporte?» llevándose los dos puños a la altura del pecho y subiéndolos y bajándolos ligeramente como si asieran un volante invisible era el equivalente balinés de saludar y decir «Hola, ¿qué tal?»: un saludo en forma de oferta.
Rara vez necesitábamos algún medio de transporte puesto que preferíamos pasear por los arrozales cercanos a los diversos hotelitos con encanto, pensiones y losmen en los que nos alojamos durante las largas semanas que desperdiciamos en el bello y aburrido Ubud.
Nunca habíamos visto nada tan verde como aquellos arrozales. No se trataba solo de los arrozales: la vegetación circundante –de un follaje tan denso que los árboles no sabían a cuál de ellos pertenecían las hojas– formaba una coalición irisada de un solo color: verde. Había una infinidad de verdes, cuyo verdor intensificaban las manchas de hibiscos rojos y las garzas que pasaban flotando, tan blancas y enormes que parecían sábanas colgadas a secar que de pronto hubieran desplegado las alas. Todos los demás colores –incluso el violeta y el negro– eran tonos de verde. La luz y la sombra eran grados de verde. El verdor, allí, no era tanto un color como un impulso colonizador. Todo era verde –como una serpiente, brillante como una brizna de hierba, cruzando el sendero– o estaba volviéndose verde. Las estatuas de Buda estaban cubiertas de musgo, forradas de verde. La piedra había devenido planta, lo inanimado se había convertido en orgánico. «Reduciendo todo lo que existe / a un verde pensar bajo una sombra verde.» No, hasta el pensar había sido aniquilado. Aquel era un verde enteramente sensual, uno que convertía el pensamiento no solo en imposible, sino también en inconcebible.
Por verde que fuera la vegetación del entorno, el verde más brillante de todos seguía encontrándose en los arrozales. Para ser arroz, el arroz debía estar rodeado de los verdes más intensos, más exuberantes, y por tanto obligaba al arrozal a alcanzar ese grado extra de verdor del que solo él era capaz. Solo había un posible ganador. En términos comparativos solo el arrozal era verde de verdad. Solo el arrozal bullía de verdor.
Así que nosotros nos fijamos en el verde: en el verde y en la asombrosa fertilidad de todo, en lo deseoso y ansioso que estaba todo por crecer, por crecer lo máximo por el mero placer de crecer.
–Todo el ser del árbol consiste en crecer –dijo Circle en el transcurso de uno de nuestros paseos.
–Discrepo.
–Y yo.
–Mecer las hojas al viento. Proveer a los pájaros de un lugar donde posarse, ser algo que el cielo pueda circundar. Ser algo que trepar. Todo ello forma parte del ser del árbol.
–Y aún hay más, creo.
–Ser visto. Poner su granito de arena en el turismo.
Miré a Circle. Creí haber dicho la última palabra. Luego me di cuenta de que Circle se había guardado un as en la manga, pero no esperaba que fuera en francés.
–Arbre, toujours au milieu de tout ce qui l’entoure… Adivina de quién es.
–Dudo entre Baudelaire y Jonny ’Alliday.
–Muy gracioso.
–Pero me decanto por Rilke –repuse, satisfecho de captar el destello de alicaída admiración que cruzó su mirada.
Caminábamos entre los arrozales mientras conversábamos, intentado superarnos y ayudarnos. El paisaje era tan fértil que parecía silvestre, pero no lo era en absoluto: todo estaba cultivado. Los árboles que crecían azarosamente en los márgenes de los campos cumplían una función en la economía vegetal. Nada era totalmente decorativo, pero la extravagante escala de la decoración –hojas del tamaño de árboles– nos impedía verlo. El paisaje tenía algo de inevitable. Era tan armonioso que parecía cultivarse solo. Los bancales de arroz se apilaban en contornos geométricos de forma que tenías la impresión de que el lugar estaba trazando su propio mapa en todo momento.
–En las fases más tempranas los brotes verdes de arroz crecen en un espejo –dije–. Efectivamente, crecen en una parcela muy cuidada de cielo.
–Perdona. No estaba escuchando.
–Decía que «El constante emerger y aterrizar de insectos consigue que el arrozal inundado siempre parezca salpicado por la lluvia. Incluso en un día despejado. Lo cual crea la impresión de una enorme dilación en la capacidad reflectora del espejo; eso o, lo que vendría a ser lo mismo, un don para la profecía. En última instancia el espejo desaparece, pero para entonces el arroz…».
–Que ya ha absorbido el agua donde se refleja el cielo…
–«Se ha convertido en una representación ideal de sí mismo.» Exacto.
–No estabas diciendo eso –replicó Circle.
Costaba caminar por un arrozal sin guía. No estábamos seguros de cuándo un paseo se convertía en entrar en una propiedad privada sin permiso, la contemplación en invasión. Como íbamos a pie, pensé más tarde, de vuelta en el Padma Indah (donde nos instalamos tras dejar los bungalows Munut), no vimos gran cosa porque teníamos que concentrarnos en dónde pisábamos.
–Con todo –dijo Circle, que durante un paseo anterior había resbalado en una acequia y se había hecho un pequeño esguince en el tobillo– mejor pasear por ellos que trabajar en ellos.
–Sí –convine–. Mucho mejor limitarse a disfrutar de las vistas.
Habíamos contemplado infinidad de vistas similares en Bali y Lombok. El paisaje dignificaba y compensaba la casita más humilde (y no es que nuestra habitación en Waka di Ume, donde pernoctamos antes de trasladarnos a los bungalows Munut, tuviera nada de humilde: Circle, con mucha astucia, nos había pasado de una estancia básica a una villa de lujo). Cualquiera con una habitación para alquilar sabía lo que querían los turistas: vistas. Investigamos toda clase de alojamientos antes de decidir pasar una noche de lujo en Waka di Ume previa a instalarnos en el templo del ping-pong, los Munut. Los dueños, mientras recogían los postigos para desvelar el resplandor verde, sonreían y decían «Bonita vista», pero siempre sonaba a noción importada, a algo con lo que se habían familiarizado mediante el contacto con los turistas. Circle decía que era como si conocieran las palabras pero no compartieran el espacio mental que nos capacitaba –a Circle, a mí y al resto de los turistas, que eran cuatro gatos– para pensar en términos de «las vistas».
–Si no –continuó Circle– ¿cómo iban a ensuciarlo todo? Tirar porquerías por ahí y disfrutar de las vistas son dos cosas incompatibles.
–Cuando conoces mucho algo, a menudo dejas de prestarle atención –repuse.
Estábamos sentados disfrutando de las vistas, prestándoles toda nuestra atención. Unos metros más adelante el viento movía un espantapájaros larguirucho. Decidimos que lo recrearíamos como una escultura primitivista en el desierto, en Black Rock City, pero Circle no llevaba la cámara, y aunque yo tenía el cuaderno, no llevaba lápiz ni bolígrafo, así que tuvimos que intentar memorizar aquella construcción. Consistía en… Desgraciadamente no recordábamos cómo estaba hecha y, por tanto, huelga decir que no la reprodujimos en Black Rock City (ni el espantapájaros ni nada que se le pareciera). Concluido el examen del espantapájaros, quedamos libres para reflexionar, en un tono más general, acerca de lo que habíamos aprendido durante el paseo.
–La vista, estrictamente hablando, es el producto de separar placer y trabajo –dije. No tenía ni idea de si lo que decía era cierto (iba inventando sobre la marcha), pero de todos modos me dejé llevar–. No sorprende, por lo tanto, que esta vista mejore gracias a la imagen de personas ensuciándola entre la niebla, enfrascadas en su creación y preservación (de hecho, casi la exige). Es como ese fragmento de Jean de Florette o Manon des Sources cuando Gérard Depardieu le pregunta a un campesino si le gusta la vista. El campesino no sabe de qué le habla. Tienes que ser ajeno al paisaje para considerarlo una vista. Esta idea de vista (o panorama) fue en otro tiempo el dominio exclusivo de una pequeña élite gobernante, luego devino un derecho burgués; ahora que el viajar se ha democratizado, las vistas están al alcance de todos… salvo de la gente que trabaja en su mantenimiento.
–Al hilo de lo cual –apuntó Circle– el lugar desde el que disfrutas de las vistas a menudo malogra la vista de la gente a la que estás contemplando.
–Veo las vistas. Veo las vistas pero no puedo participar en el acto de verlas.
–Es el pacto del arrozal. La separación es el precio que pagas por no tener que trabajarlo.
–También lo siento en otras clases de paisajes. En los miradores del Cañón del Colorado, por ejemplo.
–Quizá la separación sea más fundamental. La alienación del hombre urbano (o la tuya) del mundo natural.
–Me pasa solo cuando voy colocado, me siento parte del paisaje, lo veo como lo verían un pájaro o un árbol, disfruto de las vistas… y, claro, en ese mismo momento las vistas dejan de ser vistas.
Se habían realizado diversos intentos de salvar esta separación entre el espectador y la vista. El mejor ejemplo era la piscina rebosante, que se había convertido en elemento característico de los complejos vacacionales de alto nivel en Bali, como el Sayan Terrace, donde nos alojamos cuando regresamos a Ubud tras cancelar el viaje a Lovina con nuestro amigo Gregor, de Munich, al que habíamos conocido en las cascadas de Kuang Si, cerca de Luang Praband, en Laos. En lugar de permanecer a unos aburridos diez o doce centímetros por debajo del borde de la piscina, el agua se desborda hacia un canal circundante desde donde se bombea de vuelta a la piscina. Al lanzarte a la piscina desplazas más agua y aumenta la cantidad que se desborda. flotas en la piscina, el agua se derrama y da la impresión de que nada te separa de las vistas del cañón, el valle, los arrozales. Se abole la distancia, el espacio.
Mientras estábamos sentados en la piscina desbordante de Sayan Terrace lo que veía me recordó algo –las cascadas de Kuang Si– y cuando lo recordé comprendí lo que debería haberme resultado obvio: que la piscina de borde infinito era obra del hombre, un equivalente arquitectónico del efecto que a menudo se da en las cascadas, como en las de Kuang Si, donde conocimos a Gregor.
Vista desde abajo, el agua se precipita a una velocidad feroz, ensordecedora, pero puedes sentarte sin peligro al borde de la cascada mientras el agua lo rebosa delicadamente sin riesgo de que te arrastre con ella. Ya habíamos visitado bastantes cascadas –tristes meaditas de nada– y fuimos a Kuang Si sin demasiadas ganas. El agua caía a una laguna de color turquesa. En las rocas de detrás de la cortina de agua se abrían resbaladizas cuevas donde podías sentarte como una forma primitiva de vida y contemplar a través de la pared de agua a los evolucionadísimos humanos. Uno de esos humanos, un israelí con rastas, trepó hasta una de las cuevas y desapareció. A través de la cortina cristalina vimos sus pies enfundados en Teva buscando apoyo en la piedra resbaladiza del lateral de la cueva. Esperábamos verlo aparecer de nuevo, pero no lo hizo.
Resultaba bastante agradable estar en la cascada: valía la pena ir hasta allí, pero poco más. Después descubrimos que había otro nivel más arriba, en el punto desde el que se precipitaba el agua que nos caía encima. Subimos penosamente a lo Aguirre por un sendero lateral de la cascada, sombrío y moteado de luz dorada, trepando, aferrándonos a las raíces de los árboles. De camino nos encontramos con un australiano de cabeza rapada y Gregor (que también llevaba la cabeza afeitada), con el que después trabamos amistad. El ascenso era difícil, pero, por supuesto, yo llevaba las Teva, muy fiables. Mis Teva pudieron con todo. Hacía meses que las usaba a diario. Había devenido uno con mis Teva.
Las vistas desde lo alto de las cascadas no se parecían a nada que hubiera visto antes. El cielo era de ese azul que solo se da en grandes altitudes y un musgo impenetrable de jungla prehistórica cubría las montañas. Todo lo cual contemplábamos desde una laguna –a los pies de unas cascadas todavía más altas– que era la fuente de la que nacían las cascadas inferiores, de donde habíamos partido. Resultaba imposible calcular la distancia: todo quedaba justo al lado y a la vez remoto. Aunque en realidad no he leído a Heidegger ni lo he entendido, me fié de Gregor cuando dijo que estábamos experimentando algo parecido a su definición –la de Heidegger– de pensamiento: alcanzar la cercanía de la distancia. El paisaje convergía en ese punto y se extendía desde él sin fin. Era como el globo ocular transparente del mundo. Nos sentamos a orillas de la vasta laguna rebosante a contemplar el borde infinito. El paisaje era inmenso y microscópico. Nos sentamos junto a la laguna, pero no estábamos admirando las vistas; formábamos parte de todo lo que veíamos.
Nuestro viaje a las cascadas de Kuang Si no tiene sentido salvo en el contexto de una partida de ping-pong que había tenido lugar unos días antes. Era solo mi segunda partida en Luang Praban y llevábamos mucho rato jugando en el jardín tropical de mi oponente. Hacía tal humedad que en un minuto acabé empapado de sudor. Al final vencí a mi oponente 21-19 en un séptimo juego que fue un choque de estilos opuestos (la agresividad inglesa frente a la astucia oriental). Sabía que me había contracturado un músculo de la espalda (posiblemente porque la camiseta estaba sudada), pero seguí jugando de todos modos. Al día siguiente me dolía tanto la espalda que fuimos a un masajista ciego, que hundió tanto los dedos en ella que pensé que me extraería un tumor sanguinolento del interior. En todo caso, el tratamiento sirvió para empeorarme. Para cuando alcanzamos renqueantes lo alto de la cascada, cada paso me desgarraba la espalda.
A lo largo de nuestra relación le había contado a Circle a menudo que me encanta saltar al agua desde grandes alturas, y allí, en la cascada, tenía la ocasión de hacerlo, pero no pude porque el impacto de la zambullida combinado con el frío del agua sin duda me habría provocado un espasmo muscular todavía peor, que fácilmente habría derivado en un pinzamiento o una hernia discal.
Años antes, en el Caribe, unos amigos y yo habíamos viajado en barco desde Anguila hasta Sombrero, un pedrusco en medio del océano. En aquella roca-isla no había nada salvo mierda de pájaro y un faro, y una vez cada quince días arribaba un barco con provisiones y un nuevo turno –quizá el término correcto sea «cuadrilla» o «equipo»– de fareros. Cuando llegamos a Sombrero caminamos menos de un kilómetro hasta el otro lado de la isla, donde había una ensenada. El mar entraba por un paso muy estrecho de unos tres metros. Luego se ensanchaba formando un círculo, casi una laguna. Podías saltar al agua desde el acantilado (de la altura del trampolín más alto en una piscina municipal). Luego, si rebasabas a nado el estrecho paso en la roca, salías al océano azul. Las aguas estaban infestadas de tiburones, y aunque me preocupaba su presencia, disfrutaba zambulléndome en la laguna. Al principio saltamos con cautela, acercándonos poco a poco al borde. Luego empezamos a coger carrerilla y a saltar de dos en dos, cogidos de la mano, agitando brazos y piernas y chillando como vaqueros en un rodeo. Me gustaba saltar desde las rocas, pero también me gustaba bucear y ver cómo la gente se zambullía en el agua azul rodeada de una nube de burbujas blancas. Un par de veces atravesé a nado el estrecho paso hacia lo insondable. Solo había azul en todas direcciones. Una delicia, pero te sentías tan absolutamente perdido que era fácil asustarse. Estábamos en el mar y en el mar había tiburones. En cuanto me acordaba de los tiburones nadaba de vuelta, pero luego, como era tan bonito, regresaba otra vez. Después volvía y contemplaba saltar a los otros desde las rocas y trepaba y saltaba con ellos.
A su modo, el salto de Kuang Si exigía más valor que el de Sombrero porque tenías que proyectarte un buen trozo para esquivar una roca que sobresalía casi dos metros más abajo. El peligro, aunque pequeño, existía, era pequeño pero real. Si te golpeabas con la roca podías tener problemas graves, aunque resultaba relativamente sencillo evitarla y aterrizar en las aguas profundas de la laguna que se derramaban por el borde infinito y formaban la cascada que caía en la laguna inferior desde la que acabábamos de subir. El australiano rapado y Gregor saltaron, pero yo no. Gregor incluso se atrevió con un salto todavía más arriesgado desde un árbol que crecía peligrosamente por encima de la laguna, pero yo tampoco salté desde el árbol. No salté desde ningún sitio: resbalé como un palo hasta la laguna. Eran más jóvenes que yo, Gregor y el australiano de cabeza rapada tenían veinte años menos que yo, la mitad de mi edad, más o menos la que tenía cuando me pasé una tarde saltando a las aguas azules de Sombrero. Ahora, transcurridas dos décadas, no me sentía cuarentón, me sentía como si tuviera el doble de años, como un viejo. La virilidad, de una u otra clase, es fundamental para sentirse un hombre. Tienes que ser capaz de alguna proeza. Tienes que ser capaz de alardear delante de tu mujer, de hacer cosas que te suplica que no hagas porque parecen peligrosas. Me encanta saltar, me encanta alardear, pero no pude saltar porque me había contracturado un músculo de la espalda jugando al ping-pong, que me gusta incluso más que saltar. Me moría de ganas de saltar pero no podía, de modo que Circle y yo descendimos pasito a pasito por la resbaladiza piedra y nos sentamos en las aguas heladas de la laguna, rodeados por un paisaje que te permitía creer que, incluso en esta tardía época, el mundo es un lugar salvaje e inexplorado, vasto, imposible de reproducir en un mapa, preñado de maravillas: un Edén cuyo tamaño basta para garantizar que no puedan expulsarte de él.
Desde el borde infinito veíamos a los visitantes de las lagunas inferiores, tumbados en las rocas, nadando, muchos de ellos sin imaginar siquiera lo que había más arriba. El que sí lo sabía era el israelí de las rastas que habíamos visto por última vez trepando hacia una cueva. Reapareció desde unas rocas a la izquierda, después de haberse aupado hasta ese nivel superior de la existencia por su propio pie. Allí arriba te sentías como un dios. Salvo que sabíamos que otra gente había subido hasta el siguiente nivel de cascadas y, con toda probabilidad, estaba mirándonos desde otro borde infinito más alto. Lo cual, a su vez, conducía a una conclusión irresistible acerca de los dioses del Olimpo, concretamente a la conclusión de que ellos también tenían sus dioses. Pese a toda su omnisciencia y omnipotencia, casi con total seguridad debían de sentir que por encima del Olimpo existía un nivel de superelevación desde donde observaban sus idas y venidas con divertida y sádica indiferencia; que no eran más que juguetes, las pelotas de tenis de las estrellas, lanzadas aquí y allá. Y de ello se deducía que los dioses perdían al ping-pong, se atascaban en los puntos importantes y sufrían de problemas de espalda y de los otros miles de dolores y achaques –contracturas musculares, esguinces de tobillo, resfriados– propios de la carne.
Esta idea de la cadena de la existencia inspirada por las cascadas también funcionaba en sentido contrario. Nietzsche decía que no podía existir un dios; si existiese, ¿cómo iba él a soportar no serlo? En el borde infinito, me parecía a mí, podías ser dios y en realidad no cambiaba nada; hasta era posible que no supieras que lo eras.
Para cuando llegamos a Sayan Terrace, meses después, mi espalda volvía a estar en perfecta forma. Había recuperado mi virilidad y ya no me sentía un anciano enfermizo ni un viejo dios con dolor de espalda. Gregor y yo nos habíamos inventado un juego. Nos colocábamos al borde de la piscina y nos lanzábamos una pelota de tenis, turnándonos para situarnos en el desbordante borde. Se trataba de una clase nueva de juego, uno que convertía la competición en una forma de cooperación. Lo más importante era no perder la pelota, no dejarla caer, no lanzarla al vacío. Si lanzabas de tal modo que el otro no pudiera atraparla, perdíais los dos. O ganabais los dos o perdíais los dos. Lo cual implicaba que el lanzador tenía que arrojar la pelota con precisión. Al mismo tiempo, el receptor se aburría si el lanzador se lo ponía demasiado fácil. El receptor quería realizar paradas espectaculares. Así que nos lanzábamos la pelota el uno al otro cada vez más fuerte, a veces directamente a la cara del contrario o al límite de su alcance. Cuando te tocaba recibir debías asegurarte de que, además de atrapar la pelota, no te caías hacia atrás, en especial si estabas en el borde infinito. Todo ello lo hacíamos en absoluto silencio para que los otros bañistas y ociosos no tuvieran motivo de queja. De hecho, creo que disfrutaban contemplándonos. Giraban la cabeza a derecha e izquierda como espectadores de Wimbledon. Nos habíamos convertido en parte de las vistas. Circle, por supuesto, también nos miraba. Su hombre no era un viejo con la espalda fastidiada, era un hombretón viril que alardeaba, imperturbable pese a un pellizco muscular en los riñones que no presagiaba nada bueno.
Siempre que podía atrapaba la pelota con una sola mano y la devolvía con fuerza. La idea era conseguir que al otro casi se le cayera la pelota, que estuviera a punto de caer por el borde infinito. Gregor estaba de espaldas al cañón y me devolvió la pelota gritando. La atrapé con la mano derecha. Había algo profundamente satisfactorio en el hecho de notar el golpe de la pelota contra la palma de la mano. La lancé con todas mis fuerzas con la mano izquierda. Gregor la atrapó a escasos milímetros de su cara. La arrojó de vuelta y tuve que estirarme para cazarla –por los pelos– con la mano izquierda. Gregor, que debía de conocer mi debilidad por la gente que cita a Rilke, dijo: «Ach der geworfene, ach der gewagte Ball, füllt er die Hände nicht anders mit Wiederkehr: rein um sein Heimgewicht ist er mehr».*
Detrás de mí estaba el cañón, el borde infinito. La pelota era un planeta amarillo que atravesaba girando el cielo azul. Lanzábamos y atrapábamos en trance. El juego no podía continuar siempre, pero no sabíamos cuándo acabaría y, por tanto, en cada instante, duraba eternamente.