30
Con Ian en el trabajo, Giles reunió todo su valor y se aventuró a salir por primera vez desde que llegó a Eaton Mews. Después de sacudirse la paranoia de que todas las personas con las que se cruzaba lo miraban, se sintió más relajado y casi disfrutó del hecho de estar en el exterior, bajo la luz del sol. Sin embargo, lo que tenía que hacer resultó más complicado de lo que parecía. No quería estar mucho rato fuera de casa, pero dar con una tienda que vendiese móviles con tarjeta prepago en un vecindario elegante como Belgravia era todo un reto. Tuvo que andar un kilómetro y medio por King’s Road hasta encontrar una tienda de telefonía.
En cuanto regresó al apartamento sacó el móvil del plástico y lo cargó. Cuando tuvo suficiente batería, tecleó el teléfono de un hombre llamado Dan Wiggins. No necesitó una gran pericia detectivesca para dar con él. Su nombre había salido en los periódicos. Y aparecía en LinkedIn, incluido su cargo actual.
Giles comunicó con la centralita del banco y pidió hablar con Dan Wiggins, del departamento de tecnología de la información.
—Hola, Wiggins al habla.
—Señor Wiggins, soy Giles Farmer. Soy periodista. Me gustaría hablar con usted sobre su esposa, Tracy.
Se produjo un silencio en la línea hasta que su interlocutor dijo:
—No quiero hablar con usted.
—Por favor, señor Wiggins, no cuelgue. Creo que usted sabe lo que le ha sucedido a su mujer.
—Lo que le ha pasado es que está muerta.
—¿Por qué dice eso? No se ha dado esa información.
—No sé qué información han dado. He dejado de leer los periódicos y ver la televisión. Lo único que sé es que me entregaron sus cenizas. Ni siquiera pude ver el cadáver por la contaminación. Y me dijeron que no hablase con personas como usted, de modo que si...
—No, espere. No sucedió lo que ellos dicen. No fue bioterrorismo, fue otra cosa. Y pese a lo que le contaron, es posible que no esté muerta.
—¿Qué ha dicho?
—Que puede que no esté muerta.
—Váyase a la mierda.
La comunicación se cortó.
Giles tomó nota de los datos de la llamada y abrió el portátil que Ian le había prestado. Era uno de sus ordenadores antiguos, un modelo obsoleto que su amigo había encontrado al fondo de un armario. Giles eliminó de forma metódica cualquier software que pudiese conectar el ordenador con internet, de manera que funcionase solo como procesador de textos. Era con este ordenador a prueba de fisgones con el que había empezado a trabajar en el artículo definitivo sobre los recientes sucesos relacionados con el MAAC en Dartford, South Ockendon e Iver, hilándolo todo en una inquietante revelación informativa.
Aunque tenía que admitir que no era exactamente una revelación, porque no disponía de ninguna prueba concreta de lo que denunciaba. Era algo más parecido a una elaborada suposición, una explicación coherente que conectaba múltiples hechos en apariencia desconectados en un relato que poseía una lógica interna. Eso no probaba que lo que planteaba fuese cierto, pero era el tipo de artículo que podía obligar al gobierno a revelar la verdad.
Lo etiquetarían de chiflado, de aficionado a las teorías de la conspiración. Desde los estamentos oficiales lo ridiculizarían, pero nada de eso importaba y, de todos modos, ya estaba acostumbrado a ello. Lo esencial era que lo que planteaba tenía sentido. Llevaba tiempo denunciando que el MAAC era potencialmente peligroso. Y estaba seguro de tener razón. Solo que no tenía ni idea de qué tipo de riesgo acabaría materializándose.
Tecleó.
Cuando conseguí hablar por teléfono con Dan Wiggins, ese padre de dos hijos me dijo algo de lo que no se ha informado públicamente, en concreto que miembros de la administración pública le habían comunicado que su esposa, Tracy Wiggins, había fallecido víctima de una supuesta exposición a un agente biológico no especificado de uso terrorista. Le habían entregado las cenizas. Tengo el convencimiento de que esto forma parte de una operación de encubrimiento de mayor magnitud por parte del gobierno.
Trabajó sin descanso en ese texto durante el resto del día. Ian tenía una cena de trabajo, por lo que volvió a casa tarde y no se vieron. Giles se despertó de nuevo solo en el apartamento y reemprendió su tarea. Acabó de pulir el texto antes de la hora de comer.
Marcó otro número en su teléfono prepago. Era el del periódico The Guardian.
—Derek Hannaford.
—Hola, señor Hannaford, soy Giles Farmer. Escribo un blog titulado Bad Collisions.
—Oh, sí, lo he visto.
—¿En serio?
—Va de alternativo, ¿no?
—Bueno, no lo sé, la verdad. Escuche, el motivo de mi llamada es que poseo pruebas tangibles de una conspiración del gobierno para tapar el desaguisado del MAAC en Dartford inventándose una historia de bioterrorismo para explicar lo sucedido en South Ockendon.
—¿Y qué cree que sucedió en realidad?
—No quiero explicarlo por teléfono.
—Escuche, en estos momentos estoy muy ocupado.
—A Dan Wiggins, el marido de una de las víctimas de South Ockendon, le entregaron lo que le aseguraron que eran las cenizas de su mujer, Tracy, y le dieron instrucciones de no hablar con nadie del asunto.
De inmediato, el periodista pareció más interesado.
—¿Cómo sabe eso? Es la primera noticia que tengo al respecto.
—Lo sé porque él me lo contó.
—Giles, ¿puedo citar su nombre en relación con esta información?
—No, no puede.
—Entonces ¿por qué me llama?
—Quiero mostrarle un artículo que he escrito. Me gustaría que lo publicase The Guardian.
—¿Por qué no me lo manda por correo electrónico y le echo un vistazo?
—No puedo hacerlo. Uno del servicio de seguridad me ha puesto micrófonos en el apartamento y ha borrado archivos de mi ordenador de manera remota. Le estoy llamando con un móvil prepago. Me estoy escondiendo. Puede que le suene a paranoia, pero para mí es muy real.
—Entonces ¿qué me sugiere?
—Podemos encontrarnos mañana a las siete de la tarde delante del Marks and Spencer de Covent Garden. Le daré el artículo.
—Es todo muy de película de espías.
—Lo siento.
Siguió un silencio.
—De acuerdo —accedió pasados unos instantes—. ¿Cómo lo reconoceré?
—Yo lo reconoceré a usted por la foto del periódico.
Giles se sintió eufórico por primera vez en muchos días. Conectó el ordenador con la impresora de Ian y contempló cómo iban saliendo las hojas.
El ayudante de Trotter le dijo que había venido una de las analistas para hablar con él.
—Hazla pasar.
—He pensado que querría oír esto de inmediato —le anunció la joven.
Abrió su portátil y activó un archivo de audio que Trotter escuchó inmutable hasta que llegó una parte que le hizo reír.
«No puedo hacerlo. Uno del servicio de seguridad me ha puesto micrófonos en el apartamento y ha borrado archivos de mi ordenador de manera remota. Le estoy llamando con un móvil prepago. Me estoy escondiendo. Puede que le suene a paranoia, pero para mí es muy real.»
—¿No os dije que monitorizar a los periódicos podría ser productivo? —comentó Trotter cuando terminó la grabación.
—Sí que lo dijo, señor.
—¿Y no os dije también que si Farmer intentaba contactar con alguno, lo más probable es que fuese The Guardian?
—Otra vez en el clavo, señor.
—Gracias. Eso es todo.
En cuanto la chica salió, Trotter llamó a uno de sus hombres de confianza en el departamento de operaciones especiales.
—Mark, soy Anthony Trotter. Quiero que vengas a verme de inmediato. Tengo un trabajillo delicado para mañana por la tarde en Londres. Exacto. Fuera del circuito oficial.
Giles estaba plantado en una isleta peatonal de Gloucester Road, en South Kensington. Estaba esperando ante la academia de inglés en la que su colega Lenny Moore trabajaba como administrador. Giles conocía bien las costumbres de Lenny. No se entretendría en la oficina. A las cinco en punto estaría en la puerta, y así fue.
Lenny salió tan rápido que Giles tuvo que correr tras él y llamarlo a gritos.
El joven se volvió y lo miró bastante sorprendido.
—¿Qué haces aquí?
—Quería hablar contigo.
—¿Has oído hablar de un invento llamado teléfono?
—No podía arriesgarme a usarlo. Lo más probable es que sepan que somos amigos por nuestras llamadas. Y deben haber pinchado nuestros teléfonos.
—¿Quién está pinchando mis llamadas? ¿En qué te has metido?
—Me limito a hacer mi trabajo. Han sucedido muchas cosas desde la última vez que nos vimos. ¿Podemos hablar en algún sitio? Te invito a una cerveza.
—¿Invitas tú?
—Bueno, la verdad es que últimamente voy muy justo.
El pub estaba lleno, pero encontraron una pequeña mesa. Sentados juntos casi parecían hermanos, ambos delgados y con la melena despeinada. Giles le contó con detalle todo lo sucedido y cuando le explicó que había huido de su apartamento después de descubrir una cámara escondida, Lenny empezó a observar a los clientes del pub por encima del hombro de Giles. No era un escéptico. Por lo general creía en las teorías conspirativas de su amigo.
—¿Estás seguro de que nadie te ha seguido? —le preguntó.
—Todo controlado. No he dejado ningún rastro.
—¿Y qué vas a hacer?
—Seguiré manteniendo un perfil bajo. Estoy alojado en casa de un amigo del colegio, tú no lo conoces. Él cree que estoy chiflado, pero me deja quedarme en su apartamento. Lo único que puede garantizar mi seguridad es publicar mi historia en algún medio creíble.
—¿Y tu blog?
—He dicho creíble.
—Tienes razón.
—La cosa es que he concertado una cita con el jefe de la sección de ciencia de The Guardian mañana por la tarde en Covent Garden.
—Eso es una buena noticia, ¿no?
—Sí, la verdad es que es algo positivo. Pero me preocupa que se lo pueda contar a alguien que a su vez se lo cuente a alguien. Ya sabes a qué me refiero. Por eso quería pedirte que tú te vieses con él.
—¿Yo? ¿Y qué le voy a decir yo?
—Nada. Tan solo le entregas esto.
Le pasó un sobre cerrado.
—¿Aquí está tu historia?
—No, le informa de dónde nos vamos a encontrar de verdad. No muy lejos, en el Strand. Él irá caminando hasta allí y yo lo seguiré para comprobar si alguien lo vigila. Eso es todo lo que tienes que hacer. Entregarle el sobre.
—¿Cómo lo reconoceré?
Giles le pasó un ejemplar de The Guardian abierto por las páginas de ciencia. La foto de Derek Hannaford estaba marcada con un círculo.
—Mañana a las siete. Delante de Marks and Spencer.
—Pero Giles —se quejó Lenny—, mañana hay fútbol por la tele.
—Será muy rápido. Llegarás a casa a tiempo. Por favor.
Lenny metió el periódico y el sobre en su macuto y le dio a Giles dinero para que pidiera otra ronda.
Era una tarde cálida y las calles alrededor de Covent Garden estaban a rebosar. Giles llegó caminando a las siete menos diez y encontró un buen punto de observación en una tienda de la cadena Sunglass Hut al otro lado de la calle que estaba abierta hasta las ocho. Nadie le molestó mientras se probaba gafas sin perder de vista la entrada frente a la que estaba el Marks and Spencer.
—Buen chico —murmuró cuando vio que justo antes de las siete Lenny llegaba al establecimiento y, nervioso, observaba las caras de los transeúntes.
El periodista se retrasó, pero solo cinco minutos. Se plantó allí y consultó su móvil, pero Lenny, que estaba a tan solo tres metros de él, no pareció verlo.
—Vamos, Lenny, vamos —murmuró Giles—. ¿Qué tengo que hacer, agarrarte por la nariz para que gires la cabeza?
Por fin sucedió. Giles vio cómo Lenny identificaba al periodista y lo comparaba con la foto del periódico.
Se acercó y empezaron a hablar.
En la calle, una mujer gritó.
Giles dejó caer unas gafas al suelo.
Lenny y el reportero estaban tendidos en el suelo. Les salía sangre de la cabeza.
No se habían oído disparos. Ningún sonido inusual aparte del bullicio de las calles de Londres.
Giles no se podía mover.
Uno de los dependientes de la tienda preguntó qué había sucedido y corrió hacia la ventana para mirar.
Giles vio que dos hombres trajeados corrían hacia los cuerpos tendidos en el suelo y se acuclillaban junto a ellos. Uno de los hombres gritó que alguien llamara a emergencias y en un instante los dos habían desaparecido.
—Oh, Dios mío. Hay sangre —dijo el dependiente—. Creo que están muertos.
Giles obligó a sus piernas a moverse. Pisó las gafas al dar el primer paso. El siguiente lo llevó hasta la puerta. Antes de darse cuenta, estaba corriendo. La gente, los coches, todo le resultaba borroso, y siguió corriendo hasta que sus pulmones parecían a punto de arder.