23
Había llegado al Infierno débil como un cachorrillo. Fue rescatado de manos de los tratantes de esclavos babilonios que lo habían atrapado, y los leales soldados macedonios que le precedieron en el Infierno cuidaron de él. Después de recuperar su legendaria fuerza, regresó a su tierra natal en el Egeo.
Durante los veintitrés siglos que llevaba en el Infierno el joven guerrero había luchado contra todo tipo de enemigos, había conquistado territorios, perdido territorios y los había reconquistado de nuevo. Pero por encima de todo, había tenido que combatir la terrible rutina y el aburrimiento del tiempo sin fin.
—Mejor ser rey que esclavo —les solía decir a sus camaradas—, pero todavía sería mejor ser liberado de esta prisión sin barrotes de la que es más difícil escapar que de cualquier cárcel.
No había liberación posible, y no le quedaba otro remedio que sobrellevar esa existencia de inacabables ciclos de violencia atacando y defendiéndose.
Al rey Alejandro de Macedonia muchos hombres que llegaron después de él al Infierno le habían contado el nombre que la historia le había dado: Alejandro Magno. Ese nombre le llenaba de orgullo. Desde luego que había sido magno, ¿o no? Había creado el mayor imperio del mundo antiguo, que se extendía desde Grecia hasta Egipto y llegaba hasta el subcontinente indio. Jamás había sido derrotado en el campo de batalla.
Pero en el Infierno sus éxitos militares habían sido mucho más limitados. Sus soldados no eran tan valientes y disciplinados como los que comandaba en vida. Aquí no combatían por la gloria de los dioses, porque ya nadie creía en ellos. Muchos de sus mejores hombres no aparecieron jamás en el Infierno, lo cual era para él la prueba de que las matanzas en plena batalla no eran motivo de condena universal. Solo aquellos soldados que habían cometido atrocidades con civiles, con prisioneros o con inocentes volvieron a cruzarse con Alejandro después de morir. Y esos hombres eran una pandilla de indisciplinados y díscolos. En cuanto a los macedonios y griegos de épocas más modernas que llegaban a su reino del Egeo, estos no eran tan buenos combatientes como los antiguos guerreros. Esos sí eran hombres de verdad, se lamentaba siempre el rey.
Hacía mucho que ya no se preguntaba por qué había acabado en el Infierno. ¿Fue por el general tracio al que mató porque osó mirarle a los ojos en lugar de bajar la mirada como un prisionero obediente? ¿O al chico indio al que había estrangulado en su lecho? ¿O por los soldados de su propio ejército a los que ejecutó por orinar en la tumba de Ciro el Grande? Hacía mucho que ya no pensaba en esas cosas.
Montado sobre su caballo blanco, los músculos de los hombros se tensaron bajo la piel bronceada cuando tiró de las riendas para que el animal se detuviese. Iba en la vanguardia, al frente de una columna de combatientes macedonios y eslavos. Algunos de esos hombres llevaban dos milenios a su lado, aunque la mayoría de sus camaradas de los primeros tiempos estaban pudriéndose en zanjas o bajo el agua. Los más afortunados, que habían caído en la batalla o por enfermedad, descansaban en pudrideros. Él ya se había preparado su propio pudridero real para acoger sus restos si un día eso llegaba a ser necesario.
A sus pies se extendía la bahía de Nápoles; la concurrida y mugrienta ciudad se desparramaba desde los altos acantilados hasta el borde del mar.
—¿Ves eso, Clito? —le dijo al joven general que tenía a su lado, un antiguo amigo al que había matado en la Tierra después de una pelea de borrachos—. Tienen que saber que estamos aquí. Tienen que saber que hemos marchado desde el sur. Y, sin embargo, ¿dónde está su ejército? ¿Dónde están sus defensas?
Clito se rio y comentó:
—Ese nuevo rey debe ser un asno. Sale por la puerta principal de su casa para perseguir a sus enemigos del norte y deja la puerta trasera sin vigilancia.
—Vamos allá —suspiró Alejandro—. Esta ciudad es pobre y fea. Cuanto antes la conquistemos, antes llegaremos a Roma.
Dos vehículos a vapor franceses avanzaban entre estruendosos resoplidos por el camino lleno de baches, ahuyentado a toda la fauna de los alrededores. John conducía el primer coche, con Emily a su lado y Alice, Tracy y Tony apretados en el asiento trasero. Charlie, cuya proclama de que era capaz de conducir cualquier vehículo fabricado a lo largo de la historia resultó ser cierta, iba al volante del segundo, con Martin como copiloto y tres soldados franceses armados elegidos por Forneau en el asiento de atrás.
Forneau tenía muy clara la ruta que habían tomado Garibaldi y el ejército italiano.
—Irán hacia el sur hasta Toulouse —les había explicado Forneau— y después hacia el oeste hasta la costa para evitar la ruta por las montañas. Desde allí entrarán en Iberia por Irún y bajarán hasta Burgos.
Los cálculos de John, considerando la partida anticipada de los italianos y la velocidad de cada una de las expediciones, le llevaron a concluir que los automóviles darían alcance al ejército antes de que este entrase en territorio íbero.
El primer día y la primera noche transcurrieron sin incidentes. Avanzaron a toda velocidad por la campiña y John logró esquivar las poblaciones. Cuando no tenían otro remedio que atravesar un pueblo, los aldeanos reaccionaban igual que los de la vez anterior, cuando cruzaron Europa con estas máquinas: se escondían en las casas y cerraban los postigos de las ventanas, aterrorizados por el estruendo y el poder imperial que las máquinas representaban.
Los soldados franceses, temerosos de los vagabundos, quisieron detenerse cuando cayó la noche, pero el camino estaba en condiciones razonables y lo bastante iluminado por los faros como para que John decidiese seguir adelante. Solo aceptó detenerse cuando se hizo evidente que los pasajeros necesitaban descansar y los motores a vapor, una recarga de agua. Por suerte, en cuanto apagaron los motores, oyeron el agradable ruido de una corriente de agua y dieron con un buen arroyo cerca del camino.
Durmieron encima de mantas y pieles, envueltos por el cálido aire nocturno, algo inquietos pero cómodos a pesar de los insectos que zumbaban a su alrededor. John y los soldados hicieron turnos de guardia, y en cuanto despuntó el alba Charlie preparó las máquinas de vapor para el largo día que tenían por delante.
—Voy un momento con las chicas al bosque —anunció Emily mientras cargaba las mantas en el coche.
—¿Quieres que haga guardia? —le preguntó John.
—No nos pasará nada.
Se sacó del cinturón la pistola de chispa, colocó pólvora y se la tendió a Emily.
—Toma.
Ella la cogió y replicó:
—Volveremos en un segundo.
John se hallaba tan cerca de las estruendosas máquinas de vapor que se estaban calentando entre resoplidos que casi no oyó el disparo.
Cuando los soldados franceses vieron que salía corriendo lo siguieron blandiendo las espadas.
—¿Los demás esperamos aquí? —gritó Tony, pero ya habían desaparecido entre los matorrales.
John vio el cuerpo en el suelo, junto a un árbol caído.
Era un hombre esquelético vestido con harapos, que todavía agarraba un cuchillo curvo de los que usaban los vagabundos y presentaba un agujero redondo y negro en la frente.
Emily permanecía en actitud protectora ante Alice y Tracy y la pistola todavía humeaba en su mano. Alice intentaba tranquilizar a la histérica Tracy.
—¿Iba solo? —preguntó John.
—Había más —respondió Emily, sorprendentemente tranquila—. Avanzaban con sigilo hacia nosotras. Los otros han huido.
Al ver a John, Alice dio un paso hacia delante.
—¿Está muerto?
—Muerto no, ¿recuerdas? —John le quitó de una patada el cuchillo de la mano al agresor—. Pero sus días de vagabundo se han terminado.
Emily soltó la pistola y empezó a temblar como si tiritase de frío. John la abrazó y la acarició hasta que ella estuvo en condiciones de volver a los coches.
—Buen tiro —le susurró John.
—Creo que he cerrado los ojos.
—Lo dudo. Eres muy valiente, ¿lo sabes?
Ella apoyó la cara en su hombro.
—Lo único que quiero es encontrar a Arabel y los niños y volver a casa.
—Entonces pongámonos en marcha.
La tercera mañana del viaje, con la humareda de miles de chimeneas de la cercana ciudad de Toulouse deslizándose sobre ellos, vieron los caballos y carros de la retaguardia de la columna italiana.
—¿Crees que son ellos? —le preguntó Emily a John.
—Si nos topamos con el ejército equivocado tendremos un problema.
Tony se incorporó en su asiento y llamó la atención de Martin, que iba en el segundo vehículo. No tenía sentido darles la noticia a gritos en medio de todo aquel estruendo, pero señaló el camino y Martin pareció entender el mensaje y alzó el pulgar.
Los primeros soldados italianos que oyeron acercarse a los coches se volvieron y prepararon las armas. Se corrió la voz entre la columna. John aminoró la velocidad y se acercó del modo menos amenazante posible, saludando con la mano libre.
Cuando llegó a unos cincuenta metros de la columna frenó, obligando a Charlie a hacer lo mismo.
Un tirador los apuntaba con su rifle.
—¡Al suelo! —gritó John, empujando a Emily por debajo del parabrisas.
Pero antes de que el tirador pudiese apretar el gatillo, otro soldado italiano le dijo que bajase el arma. Ese hombre corrió hasta el coche, agitando los brazos y gritando el nombre de John: «¡Signore Camp! ¡Signore Camp!». John lo reconoció: era uno de los miembros del pelotón con el que había cargado contra los ingleses, lanzándoles granadas, en aquel ataque clave para que la balanza de la victoria se inclinase hacia las fuerzas de Garibaldi.
John se puso en pie tras el volante y gritó «¡Ciao, Mario!».
—No pasa nada —les aseguró a sus compañeros—, conozco a este hombre.
Mario llegó hasta el coche y habló en un inglés tosco:
—¿Es usted? ¿No ha vuelto a casa?
—Volví a casa. Pero ahora he regresado aquí. Ella es mi amiga Emily.
Ella estiró el brazo, pero Mario dio la vuelta al coche, se colocó a su lado y le plantó dos besos en las mejillas.
—Esperen, esperen —pidió Mario—. Voy a buscar al re Giuseppe.
La columna italiana ocupaba un largo tramo de camino y Garibaldi tardó un rato en aparecer a lomos de un caballo, flanqueado por Caravaggio y Simon Wright y acompañado por una guardia personal formada por sus soldados más leales.
John y los demás salieron de los vehículos y los soldados franceses se estiraron sobre la hierba del borde del camino.
Garibaldi desmontó, vestido con el mismo uniforme de soldado y la misma camisa roja que llevaba la última vez que se vieron. Sin ninguna gala especial ni ningún ornamento real, un simple soldado con un rostro surcado de arrugas y una barba casi cana. Se acercó a ellos cojeando de forma ostensible.
—John y Emily —saludó Garibaldi, cogiendo a su amigo por los hombros con sus artríticas manos y dedicándole a Emily una cálida sonrisa—. Siento emociones contradictorias. Es maravilloso volver a ver a los camaradas, sobre todo a los que les debo tanto. Pero por otro lado me duele que no hayáis logrado regresar a casa.
—Sí que lo logramos —le corrigió John—. Pero hemos vuelto.
—¿Por qué?
—Para llevarnos de vuelta a esta gente —explicó John, señalando a las demás personas de la Tierra—. Y para encontrar a otros.
—Mi hermana y sus hijos se han visto atrapados en este lío. Los estamos buscando.
Garibaldi negó con la cabeza y estaba a punto de decir algo cuando Caravaggio se aproximó y dedicó toda su atención a Emily.
—De nuevo tengo el privilegio de ver tu rostro —susurró—. ¿Puedo besarte?
—Puedes —aceptó ella riendo.
—John, no me vas a disparar, ¿verdad? —preguntó Caravaggio.
—Un beso lo acepto, dos y tendrás un problema.
Simon le estrechó la mano con fuerza.
—Me alegro de verte, amigo. ¿Qué tal tira este viejo cacharro francés?
—Le cuesta un poco. Tal vez le podrías echar un vistazo.
—Lo haré encantado. —Simon se fijó en Alice—. No te comportes como un bruto. Preséntame a tus amigos.
John señaló a Charlie y Martin y los dos saludaron con un hola cuando dijo sus nombres.
—Escuchad todos —anunció John—. Él es Giuseppe Garibaldi, rey de Italia y ahora también de Francia. Es un gran hombre y me alegro de poder considerarlo mi amigo. Y estos caballeros también son grandes personas. Él es Simon Wright, soldado y constructor de máquinas de vapor, y él es Michelangelo Caravaggio, uno de los mejores pintores de todos los tiempos.
John ya les había hablado a Martin y Tony de la posibilidad de un encuentro con Caravaggio, pero ese par de amantes del arte se mostraron obnubilados y balbuceantes en su presencia, lo cual complació al artista, pero al mismo tiempo resultó embarazoso porque lo adularon más a él que al rey.
Simon se acercó a Charlie, Tracy y Alice y empezó a conversar con ellos, preguntándoles de dónde eran y cómo habían acabado metidos en ese tremendo lío.
—No lo sé —reconoció Alice—. Tendrás que preguntárselo a Emily.
—¿Así que fabricas máquinas de vapor? —se interesó Charlie—. Yo construyo casas. Alice es electricista, y muy buena, por cierto.
—¿En serio? —dijo Simon, asintiendo y sonriendo—. Una mujer que domina la electricidad. Tenemos a Emily, que es científica, y ahora a ti, electricista. Las mujeres de vuestra época hacen el trabajo de los hombres. ¿Y tú, querida?
Tracy alzó la cabeza.
—¿Yo? Yo no soy más que una madre.
—¡No es un trabajo sencillo! —añadió Simon con tono jovial—. ¿Puedo preguntarte por tus hijos?
—Estarán con su padre, o eso espero. Estaban en el colegio cuando...
Rompió a llorar antes de acabar la frase y Alice le acarició la espalda con un gesto maternal.
—Tranquila, tranquila —le pidió Simon—. Estoy seguro de que el señor Camp te llevará de vuelta con ellos. Es alguien a quien vale la pena tener de tu lado.
Había muchas cosas de que hablar, pero Garibaldi no quería perder un día de marcha. Después de darles a los soldados franceses caballos para que pudiesen volver a París, reemprendieron el camino hacia el este, en dirección a la costa, con John al volante de un coche y el otro conducido por Simon, que se ofreció voluntario. Charlie fue relegado al asiento trasero con Tracy. Y ante la insistencia de Simon, Alice ocupó el del copiloto.
Esa noche Garibaldi ordenó a sus cocineros que preparasen un festín para celebrar el reencuentro, pero de festín tuvo solo el nombre, porque las provisiones escaseaban. Comieron el mismo menú de pan duro, carne en conserva y guiso de verduras que la tropa, pero Caravaggio aseguró a bombo y platillo que al menos el vino, de barricas liberadas de las bodegas de Robespierre, era especial.
Garibaldi se sentó en un banco entre John y Emily y los escuchó mientras ellos le contaban su encuentro con el rey Enrique, el viaje a París y sus impresiones sobre la Francia post-Robespierre.
—Has hecho bien en incorporar a Francia a tu reino —reconoció John.
Garibaldi respondió con una tenue sonrisa.
—Como soldado sé que conquistar un territorio es una cosa, pero conservarlo es algo muy diferente y en ocasiones más difícil.
—Forneau es la persona adecuada para mantener la casa en orden —comentó John, y Emily se mostró de acuerdo.
—Lo es —admitió Garibaldi—, pero hay ambiciosos nobles franceses maniobrando en la sombra y la posibilidad de un contraataque de alemanes y rusos es muy real. Además, tenemos problemas en casa, porque nos han llegado noticias sobre la presencia de una fuerza invasora macedonia. Antonio se ha llevado un millar de hombres de vuelta a Italia para afrontar la amenaza. No era el momento ideal para dejar París. El nuevo orden que quiero instaurar debe basar su fuerza en el apoyo del pueblo, explotando cualquier resto de bondad que haya quedado en sus almas. No he tenido tiempo para transmitir a esa gente mis propósitos. Ni a los italianos ni a los franceses. Incluso los que ya saben que tienen un nuevo rey, desconocen que trato de establecer un nuevo modo de vivir en el Infierno, que busco un nuevo escenario en el que cada hombre y cada mujer de este miserable mundo pueda dejar atrás la desolación y la desesperanza. Me hubiese gustado poder recorrer mi nuevo reino para explicar mis intenciones, pero no he podido hacerlo. Primero debo fortalecer nuestra posición mediante una alianza con los íberos, y este es el motivo por el que nos dirigimos a Burgos, para pedir audiencia con el rey Pedro.
—¿Qué crees que dirá? —preguntó John.
—La verdad es que no lo sé, y por eso ha sido necesario viajar con una fuerza militar considerable, por si prefiere la guerra. Es famoso por su arrogancia e intransigencia. Pero bueno, amigos míos, estos son mis problemas. Ahora contadme los vuestros —añadió, dándole una palmadita en la mano a Emily.
—Mi hermana y sus hijos, un niño y una niña, estaban esperando mi regreso en el laboratorio. Cuando John y yo volvimos, ellos fueron transportados aquí junto con otra mujer.
—¿Aquí? ¿Quieres decir que han llegado niños a este lugar? —exclamó Garibaldi afligido—. Qué horror. Qué crueldad. ¿Y dónde están?
—Guy nos dijo que estaban en Marksburg —comentó John.
—Entonces ¿están en poder de Barbarroja?
—¿No te han llegado las noticias?
—¿Qué noticias?
—Stalin lo ha derrocado y ha ocupado su lugar.
Garibaldi inclinó la cabeza.
—Una combinación de Germania y Rusia. Mi empeño en crear un nuevo mundo topa cada vez con más dificultades.
—No nos atrevimos a cabalgar hasta Marksburg y pedirle a Stalin sin más que nos los entregase —explicó Emily—. Necesitamos tu ayuda.
Garibaldi asintió.
—Y os la daré, con lo cual la alianza con los íberos es todavía más urgente. Seguro que preferiríais que diésemos media vuelta de inmediato y nos dirigiésemos hacia Germania, pero estamos ya muy cerca de Burgos.
John y Emily se miraron. Ambos empezaron a decir algo, pero John le cedió la palabra a ella.
—Creo que lo que los dos íbamos a decir es que como estamos tan cerca, lo mejor será llegar primero a Burgos. A mi hermana la separaron de sus hijos. Ellos han quedado al cuidado de una mujer llamada Delia. Pedro ha comprado a Arabel.
—Tenemos dos amigos —añadió John— que han venido a este mundo con nosotros, que están intentando llegar a Burgos para rescatarla. De modo que este es nuestro plan: intentaremos encontrarlos a los tres, viajaremos juntos a Marksburg y después regresaremos todos a Inglaterra.
—Me temo que volvemos a ir contrarreloj —explicó Emily—. Solo disponemos de veinte días para llevar a todos de vuelta a Inglaterra y desde allí regresar a casa.
—En ese caso —declaró Garibaldi—, debemos ponernos en marcha con la primera luz del alba y llegar a Burgos lo antes posible.
El rey empezó a incorporarse, pero hizo una mueca de dolor y se llevó la mano al muslo.
—¿Cómo va tu herida, Giuseppe? —le preguntó John.
—Ya estaba bien, pero se ha vuelto a enrojecer y han vuelto los dolores.
—Ese hombre que ves allí, Martin, es médico. El rey Enrique tenía una infección. Él le fabricó una medicina que lo ha curado. ¿Me permites que le pida que te eche un vistazo?
—Mándalo a mi tienda —pidió Garibaldi—. Un anciano ansía su cama con el mismo ímpetu que un joven desea a una mujer.
El fuego del campamento se avivó y crepitó cuando Simon echó más madera seca. Caravaggio se había adjudicado a sí mismo la misión de intentar animar a Tracy, y le aseguró que no había cosa peor en el Infierno que ver a una mujer llorando.
Un rato antes, Tracy había insistido en que no tenía ni idea de quién era Caravaggio.
—En el colegio no escogí arte como optativa.
—De acuerdo —había replicado Tony, poniendo los ojos en blanco—, pero por el amor de Dios, ¡estamos hablando de Caravaggio!
—Déjala en paz —lo había regañado Martin—. Eres un esnob. No todo el mundo sabe quién es.
—Bueno, pues hasta ahora no me había encontrado con nadie que no lo conociese y lo adorase. Esto hace que todo este asunto del Infierno sea un poco más soportable. ¿Te imaginas cómo vamos a chulear cuando volvamos?
—Sí volvemos —le había susurrado Martin al oído.
—Háblame de tus hijos —le pidió Caravaggio a Tracy mientras sacaba su cuaderno de bocetos de su mochila.
—Bueno, Louis es un niño muy listo. Es capaz de...
—No, no este tipo de cosas. Dime qué aspecto tienen. Dame hasta los más pequeños detalles y yo te los dibujaré para que puedas ver sus caras.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó ella, y de pronto la mirada se le iluminó.
—Puedo hacerlo.
Tracy describió a sus dos hijos con todo lujo de detalles. La forma de sus caras, de las narices, los labios y las mejillas, de los ojos, las orejas y el cabello. A la luz de la hoguera, Caravaggio hizo el boceto de un rostro con carboncillo en una hoja de papel y cuando ella le dio la aprobación, lo reprodujo en otra de mejor calidad. Poco a poco, pero con pulso firme, fueron apareciendo los rostros de los dos hijos de Tracy, un niño y una niña cuyas mejillas casi se tocaban. Durante todo ese tiempo, Tony permaneció de pie detrás de Caravaggio, contemplando cómo trabajaba el maestro. El arquitecto mantenía los brazos cruzados muy apretados contra el pecho, como para evitar que se le escapase un jadeo. Cuando Caravaggio terminó, le ofreció la hoja a Tracy, que reaccionó con lágrimas de pesar y alegría. Su descarga de emociones resultó ser contagiosa y a Tony también se le humedecieron los ojos.
—Es asombroso —murmuró Tony.
—¿Te gusta? —le preguntó el artista.
—No me puedo creer que haya visto a Caravaggio, perdón, que te haya visto a ti dibujando. Me siento como si hubiera muerto y estuviese en...
—Lo siendo —le interrumpió el pintor—. No es el Cielo.
Tony sonrió.
—Tienes razón. Pero aun así... Yo también dibujo.
—¿Eres un artista?
—En realidad no. Soy arquitecto.
—Construyes edificios.
—Sí.
Caravaggio le ofreció el cuaderno y un lápiz de carboncillo.
—Dibújame un edificio que hayas construido.
Tony se sonrojó y cogió el material. Se sentó en el suelo, dando la espalda a la hoguera, y comenzó a dibujar uno de los rascacielos londinenses que había diseñado. Era una torre altísima con la fachada curva, y cuando se lo enseñó al artista, este lo elogió efusivamente.
—¿Puedo darte un abrazo? —le preguntó Tony.
—¿Un abrazo? ¿Quieres decir con los brazos? —preguntó Caravaggio—. Sí.
Martin salió de la tienda de Garibaldi justo a tiempo de ver a los dos hombres abrazados.
—¿Perdón? —masculló Martin.
Tony lo miró avergonzado y se apartó. Martin le indicó moviendo el índice que se acercase.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Le ha gustado mi dibujo —le explicó Tony.
—¿Por un casual te has fijado en lo guapo que es?
Tony fingió sorpresa.
—¿En serio? —Eso apaciguó la irritación de Martin y añadió—: En cualquier caso, tú hueles mejor que él. ¿Cómo está tu paciente?
—Se le ha infectado la herida. Vamos a tener que preparar otra infusión de penicilina. Dejaré pan a la intemperie para que se enmohezca. ¿Qué les pasa a estos dos? —Señaló a Alice y Simon, que estaban sentados muy pegados junto al fuego.
—El amor está en el aire —susurró Tony.
Simon alimentó la hoguera con más ramas secas.
—Así que tienes un oficio —se interesó.
Alice asintió y respondió:
—Como ya te he dicho, soy electricista.
—¿Hay muchas mujeres en tu profesión?
—No, no muchas. Pero no iba a dejar que eso se convirtiese en un obstáculo, ¿no crees? ¿Aquí un fabricante de máquinas de vapor tiene mucho trabajo?
—No demasiado. Las únicas máquinas de vapor que hay por aquí son las de pequeño tamaño para los coches, y dudo que haya más de una veintena en toda Europa.
—¿Y se necesitan electricistas? —preguntó ella.
—Bueno, la verdad es que no. Quiero decir que disponemos de baterías básicas para hacer funcionar el telégrafo, pero que yo sepa nada más. Ojalá tuviésemos luz eléctrica. Aquí las noches son muy oscuras. —Hizo una pausa y pasado un rato añadió—: ¿Puedo preguntarte una cosa, Alice?
—Adelante.
—¿En casa, tienes...? Bueno, ¿hay un hombre en tu vida? ¿Un marido? ¿Un amante?
Ella negó con la cabeza.
—Tuve un marido, pero nos divorciamos hace ya diez años, cuando yo tenía treinta. No me he vuelto a casar y desde entonces estoy soltera.
—¿Ningún amante?
Alice se rio.
—No. Me río porque algunas de mis amigas hace poco trataron de animarme a intentar una cosa llamada «citas por internet».
Simon repitió esas palabras como si perteneciesen a una lengua extranjera.
—No me pidas que te explique en qué consiste, pero es un modo de relacionarse las personas que se usa hoy en día.
—¿Hiciste aquello? ¿Cómo se llama? Lo de las citas por internet…
—No. ¿Para qué necesito a un hombre?
—Yo diría que algunos usos tenemos.
—Algunos tal vez. ¿Te gustan los gatos?
—Sí, me gustan. Aquí solo los tienen los ricos, para cazar ratones y ratas. El resto de la gente se los come.
—¡Dios mío! Si veo a alguien intentando matar a un gato, lo muelo a palos —aseguró Alice.
—Aquí no se ve a mucha gente haciéndolo, pero si pillo a alguien tratando de matar a un gato, me uniré a ti en lo de los palos.
—¿Estabas casado? —le preguntó ella.
—No. En una época de mi vida pensé en ello, pero nunca llegó a ocurrir. Tal vez si no hubiese hecho lo que hice...
—¿Qué hiciste?
—Te lo voy a contar, aunque no estoy orgulloso de ello. Fue en 1901. Yo tenía treinta y seis años y estaba lleno de energía. Cuando bebía me animaba más de la cuenta, como les pasa a muchos hombres. Ese día me hallaba en una taberna y con otro tipo, un hombre al que conocía vagamente, bueno, empezamos a pelearnos y una cosa llevó a la otra. Primero volaron objetos, después usamos sillas y le di una buena tunda con una que resultó ser de una solidez inusual. Lo maté. Me arrestaron, juzgaron y condenaron, y la corona aplicó la sentencia. Me ahorcaron. Y aquí estoy, el pobre Simon Wright, fabricante de calderas y habitante del Infierno.
—Nunca imaginé que en el Infierno pudiera haber personas tan encantadoras como tú —murmuró Alice.
A él se le iluminó la cara.
—¿Crees que soy encantador?
—Sí, lo creo.
—Y no huelo tan mal. Me han dicho que desprendemos un olor peculiar. Por eso me he restregado todo lo que he podido y me he frotado unas flores del prado por todo el cuerpo antes de sentarme a tu lado.
Alice le sonrió.
—La verdad es que apenas había reparado en ello.
Garibaldi salió cojeando de su tienda y encontró a John y Emily sentados sobre un tronco frente al fuego.
—Tu médico me ha dicho que no es grave. Me quiere dar una infusión curativa. Gracias por enviármelo.
—Me alegro de que no sea nada serio —le aseguró John—. Siéntate con nosotros.
Garibaldi se acomodó sobre el tronco.
John cogió su mochila y le dijo que tenía algo para él.
—¿De verdad? —preguntó, intrigado, el anciano.
—Nos las hemos ingeniado para traerte algunas cosas desde la Tierra.
—Te van a gustar —añadió Emily.
—Me muero de curiosidad.
John los sacó y se los mostró.
—Son libros, Giuseppe. Te hemos traído libros.
Garibaldi dejó escapar un suspiro y estiró los brazos para sostener contra el pecho el pesado lote, que acunó como si se tratase de un bebé.
—Poseo una biblioteca muy reducida en Roma. Cada libro es un tesoro, escrito a mano por alguien capaz de recordar de manera imprecisa algún texto leído en vida. No me puedo creer que por fin tenga en mis manos auténticos libros. ¿Cuáles habéis elegido?
—Echa un vistazo —le propuso John.
Garibaldi dejó con cuidado los seis libros en el suelo reseco y los examinó uno a uno.
Empezó por Máquinas de vapor, motores y turbinas, pasó a La construcción de altos hornos en América, El acero Bessemer. Minerales y métodos y después al libro que el rey Enrique no había recibido: La química de la pólvora y los explosivos, de Tenney L. Davis.
Garibaldi levantó la mirada, emocionado.
—¿Tenéis idea de hasta qué punto estos libros, si caen en las manos adecuadas, pueden cambiar la faz de este mundo? Cambiarla para bien. O para mal.
—Lo sabemos —respondió John—. Debo decirte que hemos tenido que darle cinco de estos libros al rey Enrique para que nos dejase libres y nos cediese un barco para llegar hasta aquí.
—¿Cuál es el que no le habéis dado?
—El libro sobre explosivos.
—Ah, bien —suspiró el anciano—. Ese puede causar un daño inmediato si cae en las manos inadecuadas.
—Pero le entregamos el segundo ejemplar a nuestros amigos para que lo utilizasen como canje en España —le explicó Emily.
—Eso es inquietante. Esperemos que no tengan que entregarlo. Dejadme echar un vistazo a los otros.
Levantó la vista del ejemplar de la Biblia y les guiñó un ojo.
—¿Sabéis?, yo no era una persona muy religiosa, pero aquí muchos hombres lo son, o al menos lo eran. Este libro puede tener un efecto embriagante que puedo usar en beneficio de nuestro gran plan. ¿Y el último?
—El mejor para el final —sonrió John.
A Garibaldi se le humedecieron los ojos cuando tuvo en sus manos las Obras completas de William Shakespeare.
—Ahora sí que de verdad habéis hecho feliz a este viejo. Acercaos los dos para que pueda daros un beso en la mejilla. Me voy a retirar a mi tienda, pero no pienso dormir. Me voy a pasar toda la noche acariciando este maravilloso libro con los ojos.
A las afueras de Bilbao, el príncipe Diego de Anera señaló el palacio de la reina Mencía en el centro de la ciudad, una fortaleza de piedra amarilla con una impresionante fortificación. A la reina, según les explicó, le interesaría el libro y les pagaría con generosidad por obtener una ventaja sobre su marido, el rey Pedro.
—No están en guerra, pero tampoco en paz —les contó el príncipe.
—¿Ella nos ayudará a llegar a Burgos? —preguntó Trevor.
—Creo que sí.
La residencia del príncipe, a kilómetro y medio del palacio, era mucho más modesta, una construcción baja de ladrillo con un muro exterior para protegerla, aunque era enorme en comparación con la casi totalidad del resto de los edificios de la ciudad. Pero en cuanto entraron en el patio, el príncipe mostró su verdadera faz al ordenar que los prendiesen y esposasen.
—¿Y nuestro trato? —gritó Trevor.
El príncipe se limitó a encogerse de hombros y desapareció por la puerta con el libro.
Los llevaron, tirando de las esposas que les oprimían las muñecas, hasta una entrada lateral donde, tras un rápido intercambio de palabras, fueron entregados a otro grupo de guardias que los olisquearon como perros hambrientos y los hicieron bajar por una escalera hasta un sótano frío y oscuro. Los cinco guardias parloteaban en español mientras los conducían a un pasillo con celdas de las que surgían los lamentos de otros prisioneros.
Mientras uno de los soldados abría una de las celdas, Trevor le susurró a Brian:
—Si nos encierran aquí estamos jodidos.
—No puedo estar más de acuerdo.
—¿Cómo se te da el combate cuerpo a cuerpo? —le preguntó Trevor.
—Al único hombre al que le he arreado un puñetazo fue al abogado de mi segunda esposa durante el divorcio. Me hice daño en la mano. Prefiero las armas.
—Entonces vamos a encontrarte una.
—De acuerdo. Sígueme el juego —dijo Brian.
Los empujaron dentro de la celda. Estaba vacía y apestaba por culpa de un cubo rebosante de mierda y unas hediondas pilas de paja. Los guardias soltaron una carcajada y ya estaban a punto de encerrarlos cuando Brian hizo algo extraordinario que los obligó a volverse para mirar.
Empezó a cantar una canción de un viejo espectáculo musical victoriano y a dar unos pasos de claqué.
Soy una seductora, como ya descubrirás,
puedo flirtear con cualquiera.
Cuando estoy con mi amante,
no me gusta que me coja de la mano con suavidad.
Cuando te pasan el brazo por la cintura,
oh, te estremeces de la cabeza a los pies.
Quién es capaz de describir esa deliciosa sensación.
Lárgate, Johnnie, estoy segura de que hay alguien por aquí.
Lárgate, Johnnie, no intentes besarme.
Lárgate, pícaro, o tendré que patearte.
Bueno, acércate un poco más, si es eso lo que quieres.
No solo los guardias se le quedaron mirando, embobados. También Trevor estaba bastante alucinado y solo al final del número cayó en la cuenta de lo que pretendía.
Brian levantó las manos encadenadas y dijo:
—Por favor, señores, por favor.
Los guardias se rieron y asintieron, y dos de ellos empezaron a abrirles las esposas con sus llavines.
En cuanto Trevor tuvo una mano libre, le arreó un puñetazo al guardia que tenía más cerca con la otra, de la que todavía colgaban las esposas, y le dio con la pesada pieza de hierro en la sien. El soldado retrocedió y cayó al suelo. El guardia que estaba junto a Brian soltó su manojo de llaves antes de terminar el trabajo y empezó a desenvainar la espada, pero Trevor ya estaba encima de él, sacudiéndole un puñetazo en la cara que le partió la mandíbula. El dolor era tan intenso que salió dando tumbos de la celda hacia el pasillo. Los otros tres guardias se dispusieron a atacar, pero Trevor los golpeó con puños, codos y cabezazos antes de que lograsen desenvainar.
Brian se dejó caer de rodillas para recoger el manojo de llaves y buscó a tientas la que abría sus esposas mientras Trevor seguía luchando. En el momento en que logró liberar su muñeca izquierda, recibió una patada en la barbilla de uno de los soldados.
—Coge esto y atrapa al guardia que ha huido de la celda —oyó decir a Trevor cuando se recuperó del aturdimiento.
Brian asintió, cogió la espada y salió a toda velocidad, a tiempo de ver al guardia desaparecer por la esquina.
Trevor siguió peleando contra los tres guardias, recibiendo golpes, pero devolviéndolos de manera implacable, e impidiéndoles que pudiesen desenvainar sus espadas. Al final, uno de los soldados pudo recular y sacar el arma. La alzó y la dirigió hacia el cuello de Trevor.
Lo único que vio fue la espada y el brazo unido a ella cayendo al suelo. Brian estaba detrás del soldado con su espada ensangrentada.
—Tómate un respiro, colega —le dijo, y se lanzó sobre los dos guardias que quedaban en pie, que en cuestión de segundos yacían en el suelo entre un charco de sangre que se iba extendiendo.
—¿Estás bien? —le preguntó Brian a Trevor.
Trevor tenía el labio partido y la mejilla hinchada.
—Sobreviviré. ¿Has podido cazar al otro?
—Sí. Liquidado. Salgamos de este antro.
En el pasillo, los otros prisioneros habían oído el jaleo y chillaban con todas sus fuerzas desde las celdas.
Trevor cogió el manojo de llaves de uno de los guardias desplomados.
—¿Qué te parece si mantenemos al príncipe ocupado?
Las puertas de las celdas no tardaron en abrirse y un grupo de hombres esqueléticos salieron corriendo por el pasillo; algunos estaban tan hambrientos que se abalanzaron sobre los guardias y les arrancaron pedazos de carne con los dientes, mientras otros huían hacia la libertad.
Brian y Trevor iban delante; subieron por las escaleras y llegaron a la planta baja de la casa palaciega.
—Por aquí. —Brian señaló la salida.
—Tenemos que recuperar el libro —le recordó Trevor.
Brian suspiró, pero no discutió. Avanzaron con sigilo por el pasillo.
—¿Qué ha sido eso de antes? —susurró Trevor.
—¿Te refieres a la canción y el baile?
—¿Era eso?
—Es una vieja cancioncilla bufa. Se llama Lárgate, Johnnie. ¿Impresionado?
—La verdad es que no.
Les llegó olor de comida. La cocina se hallaba a su izquierda, de modo que giraron hacia la derecha. Se deslizaron hasta una puerta abierta y asomaron la cabeza en una habitación decorada con elegancia en la que el príncipe permanecía sentado junto a la chimenea, con los pies sobre una otomana. El libro estaba en una mesa cerca de él, junto con la mochila.
Entraron unos criados por otra puerta y, asustados, informaron al príncipe de que se había producido una fuga de prisioneros. El príncipe se levantó de un salto, agarró la espada y salió.
Trevor se deslizó en la habitación, cogió el libro y unos instantes después estaban los dos en un callejón de la parte trasera de la casa, desde el que se veían los muros del palacio de la reina.
—Allí es donde vamos —dijo Trevor.
—Es una pena no darle al príncipe Mierdoso su merecido.
—Es lo mismo que dijiste en el pueblo —comentó Trevor—. No podemos salvar a todos los inocentes. Y tampoco podemos machacar a todos los hijoputas.