21
Rix y Murphy, encantados de estar fuera de sus celdas de Dartford, bebían café y miraban por las ventanillas del helicóptero. Ben estaba sentado un poco apartado de ellos, rememorando de manera intermitente la trifulca que había tenido con su mujer durante el desayuno. Ella era una mujer tolerante, sufrida, que sabía sobrellevar la presión de ser la esposa de un miembro del MI5, pero ninguna misión anterior había tensado la vida familiar de un modo tan desmesurado. Ella ya estaba acostumbrada a que él no pudiese hablar de su trabajo, pero no a sus actuales cambios de humor y reacciones agresivas contra ella y sus hijas. La discusión se había producido mientras él se vestía a toda prisa después de recibir una llamada del cuartel general. Ben se iba a perder el espectáculo escolar en el que participaban sus hijas esa tarde.
—Ya es la segunda vez consecutiva —se había lamentado ella.
—Ya ves, parece que los malos no están dispuestos a amoldarse al calendario escolar.
—Escucha, querido, estoy segura de que estás luchando contra los malos para salvar al país —había contraatacado ella con un tono cáustico—, pero tus hijas están creciendo sin ti.
—No tienes ni idea —replicó él mientras se calzaba—. No tienes ni puta idea.
—Tienes razón. No tengo ni idea, no sé nada de nada. No soy más que un ama de casa con la cabeza hueca. Y no te molestes en llamar más tarde. Ya sé que volverás a casa cuando ya nos hayamos acostado. Siempre es así.
Aterrizaron frente a un hangar del aeropuerto de Southampton, donde los recogió un coche con el que recorrieron los ochenta kilómetros que los separaban de Southsea. La policía de Hampshire había preparado una sala de interrogatorios en la comisaría de la localidad. Harto de tener que bregar con agentes entrometidos, Ben había organizado un acceso directo a la sala de interrogatorios desde la puerta de un muelle de descarga; ningún policía iba a participar en los interrogatorios y no los grabarían en vídeo. Los abogados del MI5 se habían ocupado de las formalidades.
Murphy y Rix estaban sentados a solas detrás de un espejo polarizado; dadas las circunstancias, Ben había decidido que solo él estaría presente en el interrogatorio.
—Hola, Gavin —saludó Ben al entrar en la sala—. Me llamo Wellington.
Gavin West levantó la cabeza. Parecía agotado.
—¿Es usted la persona a la que tenía que esperar?
—Creo que sí.
—No sé por qué no me dejan marcharme a casa. Me están tratando como si fuese un delincuente.
—Lo entiendo.
—¿Sabe cuánto rato llevo aquí metido?
—Tengo entendido que desde antes de la medianoche.
—Exacto. Toda la puta noche y la mitad de la puta mañana.
—Cuando acabemos te podrás ir a casa.
—Será mejor que así sea, porque si no voy a montar un auténtico cristo.
Ben torció el gesto de un modo casi imperceptible.
—¿Por qué no empiezas por el principio?
—¿Qué principio?
—Cuando encontraste a tu padre.
Gavin negó con la cabeza, enojado.
—Ya se lo he contado a todos y cada uno de los policías que me han interrogado en la casa y aquí. Llamé por teléfono a mi padre la noche pasada después de cenar y él no me cogía el teléfono. Pensé que quizá había ido al pub.
—¿Lo hacía a menudo? Lo de ir al pub.
—No, no muy a menudo. Por eso estaba intranquilo. No me podía acostar sin saber dónde estaba, así que cogí el coche y fui a su casa desde Portsmouth. Entonces yo...
Se le atragantaron las palabras.
—Lo siento. Sé que es difícil.
La desolación se transformó en rabia.
—¿Difícil? Qué cojones sabrá usted. ¿Difícil? ¿Ver a tu padre atado a una silla, con la cabeza reventada, con sangre por todas partes? Fue horrible.
—Sí, seguro que sí. No necesito importunarte con los procedimientos policiales rutinarios, de manera que no te voy a preguntar sobre el estado de la casa, sobre objetos desaparecidos, etc. Lo que quiero es contrastar una declaración que hiciste a los oficiales de policía anoche sobre que pasaste por casa de tu padre hace unos días y te encontraste allí con una mujer que pretendía ser tu madre, Christine. Por favor, ¿puedes repetirme lo que les contaste?
Al otro lado del espejo, Rix y Murphy se inclinaron hacia delante.
—Mi padre me telefoneó. Me dijo que quería que pasase a verlo, pero no me explicó para qué. Cuando llegué me lo encontré acompañado de dos mujeres, una de las cuales quería verme. Dijo que se llamaba Jane y que era amiga de papá.
—¿La otra mujer dio su nombre?
—No.
—De acuerdo, sigue.
—Esa mujer que se presentó como Jane dijo que antes vivía por la zona y que me había conocido cuando yo era niño. Pero eso no tenía ningún sentido.
—¿Por qué no?
—Porque no era mayor que yo. Tengo cuarenta y un años. Ella parecía más o menos de la misma edad. Se la veía más demacrada, como cuando uno duerme poco, ya sabe, pero no podía ser mucho mayor que yo.
—¿Y le preguntaste sobre eso?
—Lo hice. Me respondió que era mayor de lo que parecía.
—¿Y tú la creíste?
—No, era evidente que mentía.
—¿Y se lo echaste en cara?
—Hice algo más que eso. Tuve una especie de intuición. Había algo en ella que me resultaba familiar. Cuando yo era niño sucedió algo que todo el mundo me ocultó. Pero los niños saben averiguar las cosas, ¿no cree?
—¿Qué sucedió?
—Asesinaron a mi madre. Junto con el cabronazo con el que se había fugado, un poli. Nos abandonó a mi padre y a mí y se largó con ese fulano que era una manzana podrida. Secuestraron a una niña y la mataron, y después los mataron a ellos por haberlo hecho. Recibieron su merecido. En cualquier caso, mi padre guardaba un álbum de fotos de cuando yo era crío, cuando todavía éramos una familia. En mi adolescencia solía echar un vistazo de vez en cuando a esas fotos. Y esa mujer, esa Jane... Estaba seguro de que su cara me recordaba a alguien, así que fui a buscar el álbum de fotos y vi que era clavada.
—A tu madre.
—Exacto.
Ben tenía una copia de la foto, que la policía había enviado al MI5.
—¿Esta es la foto?
—Sí, es esta.
—Y esa mujer, Jane, ¿tenía exactamente este aspecto?
—Muy parecido.
—¿Le mostraste la foto a ella?
—Sí, lo hice.
—¿Y qué dijo?
—Me dijo que era mi madre. Empezó a llorar, y mi padre también.
—¿Y qué hiciste tú?
—Bueno, yo no lloré, si eso es lo que me pregunta. Me indigné. Escuche, señor Wellington, no soy Albert Einstein, pero tampoco Forest Gump. Todo era una gran mentira. Algún tipo de intento de estafar a un anciano como mi padre.
—¿Le dijiste a ella que creías que estaba intentando estafar a tu padre?
—Sí, se lo dije.
—¿Y ella qué respondió?
—Me dijo que había cosas en este mundo que no somos capaces de entender. Yo le respondí que era una zorra que o bien se había puesto algún tipo de maquillaje de actriz de Hollywood, o bien se había retocado la cara con cirugía estética para engañarnos.
—¿Ella lo negó?
—Claro que lo negó.
—Y entonces ¿qué sucedió?
—Le dije que no le íbamos a comprar lo que fuese que estuviera vendiendo y le pedí que se largase y dejase en paz a mi padre.
—¿Y ella y la otra mujer se marcharon?
—Tuvieron que hacerlo, ¿no le parece?
—¿Dijeron adónde iban?
—No. Y yo tampoco se lo pregunté.
—¿Llamaron a un taxi? ¿O tenían coche?
—La otra mujer sacó las llaves de un coche de su bolso.
—¿Podrías saber la marca del coche por las llaves? ¿Las viste subir al vehículo?
—No a ambas preguntas.
—De acuerdo. ¿Tu padre creía que Jane era tu madre?
—Sí, pero más bien diría que quería creérselo. Era la mente de un anciano engañándose a sí mismo.
—¿Crees que esas mujeres volvieron y mataron a tu padre?
—Claro que sí. ¿Quién si no? Tiene que atraparlas, señor Wellington, y llevarlas ante la justicia por asesinar a un anciano que era un buen hombre.
—Me has sido de gran ayuda, Gavin. ¿Hay algo más que no me hayas comentado y quieras decirme?
—No, esto es todo.
—¿Algo acerca de cómo olían esas mujeres? ¿Del olor que desprendían?
—Sí, es cierto. Las dos apestaban a perfume. Era casi insoportable estar en la misma habitación que ellas. ¿Por qué olían así?
Ben se dirigió a la sala de observación y se sentó con Murphy y Rix.
La habitación apestaba a tabaco de liar.
—No creo que esté permitido fumar aquí —masculló Ben.
Murphy encendió otro cigarrillo.
—¿Creéis que Christine y Molly han matado al anciano?
—¿Tú qué crees, Ben? —respondió Rix con tono burlón.
—No, creo que no. Además de las huellas dactilares de la víctima, de Gavin y de vuestras esposas, había al menos huellas de otras cuatro personas sin identificar en el interior de la casa. ¿Cómo sabían los vagabundos dónde encontrar a Gareth West?
—Tiene que haber sido cosa de Hathaway —afirmó Murphy—. Christine debió de mencionarle a su ex. Todo lo que ha necesitado él es el nombre y la ciudad.
—Claro que ha sido cosa de Hathaway —corroboró Rix—. Ese pedazo de mierda solía venir por nuestro apartamento, trayendo y llevándose bolsas de marihuana.
—¿Por qué creéis que están persiguiendo a las mujeres? —les planteó Ben—. ¿Por qué no se olvidan de ellas?
—Son unos cabrones retorcidos, ¿no? —dijo Murphy—. Las deben culpar de haber saltado a este mundo. Se querrán vengar de ellas. Esos tipos funcionan así.
—Culpar a las víctimas —repitió Ben—. Genial. Bien, la buena noticia es que no han encontrado a vuestras esposas. La mala es que nosotros no estamos más cerca de dar con ninguno de ellos y el reguero de cadáveres va en aumento.
Christine y Molly daban vueltas con el coche por Londres sin rumbo fijo. El itinerario que seguían era tan azaroso e indiferente como sus emociones. Gareth les había dado todo el dinero que tenía en casa y las había conminado a marcharse. Lo habían dejado confuso y nervioso.
Molly distinguió ante ellas la cúpula de la catedral de Saint Paul.
—¿Te apetece ir al oficio? —preguntó.
—Vete a la mierda —respondió Christine—. No tiene gracia.
—Pero tenemos que meternos en algún lado, cariño. ¿Qué te parece entonces un cine? ¿Sentarse en la oscuridad, comer helados y palomitas?
—Necesitamos un plan.
—Sé lo que podemos hacer. Podemos venderle nuestra historia al News of the World y después ir a la tele y ganar millones. ¿Cómo crees que nos llamarían? ¿Las tías infernales?
Eso casi hizo reír a Christine. Casi.
—¿Has visto cuánto me odiaba Gavin?
—No te odiaba. No creo que su actitud tenga nada que ver con el odio.
—Si se hubiera creído que era yo, me habría odiado. Lo abandoné. ¿Qué clase de madre abandona a su hijo pequeño?
—Una madre que estaba colada hasta las trancas por Jason. No olvides que Gareth West era un cabrón dominante y absorbente. Estabas desquiciada, querida. Necesitabas empezar de cero y aprovechaste la oportunidad. Eso te daba más libertad. Y Jason no iba a ser una figura paterna para tu hijo. Eso no iba con él. Gavin estaba mucho mejor creciendo con su padre. Y con lo que nos pasó después, bueno, pues se ahorró todo eso.
Christine digirió los comentarios de Molly. Una pareja en la acera captó su atención. Estaban tonteando y divirtiéndose.
—No andas desencaminada —murmuró con tono melancólico.
—Claro que no. Tal vez yo podría conseguirme mi propio programa en la tele. Consejos sobre la vida y el amor por la doctora infernal. Bueno, ¿qué decides?
—¿Sobre qué?
—Sobre lo de hacer una visita a tu hermana. No estamos lejos de Stoke Newington.
—Cuando éramos jóvenes no me caía nada bien. Era una arpía. Y ahora sería una vieja arpía.
—Bueno, yo no tengo a nadie en este mundo ni en el siguiente salvo a Colin.
—Vale, de acuerdo —accedió Christine—. No quería hacerlo, pero iremos a visitar a mi madre.
La dirección era la de una casita victoriana en una calle arbolada de Stoke Newington. Hathaway pasó por delante con el coche varias veces y al final encontró un hueco para aparcar en un pequeño callejón sin salida cerca de un taller mecánico. Talley se puso la mano a modo de visera para proteger sus sensibles ojos de la intensa luz del sol. Disponían de dos botellas de licor de Gareth West para entretener la espera, que se prolongó hasta la noche.
Se despertaron cuando ya había oscurecido y hacía ya mucho rato que se les había acabado el alcohol; salieron del coche y orinaron en la calle desierta. Hathaway pulsó el timbre. Cuando nadie respondió, dio la vuelta a la casa hasta la parte trasera, rompió una ventana con una piedra y abrió la puerta a los demás.
—Será mejor que mantengamos las luces apagadas.
—Yo encantado —contestó Talley—. En este mundo todo brilla demasiado para mi gusto.
Hathaway avanzó a tientas buscando un par de velas en la repisa sobre la chimenea y las encendió en un fogón de la cocina. En la nevera había una caja con una sorprendente etiqueta que indicaba que contenía vino. Hathaway dedujo cómo se abría la boquilla de plástico y lo probó.
—Vaya mundo —masculló—. Vino en una puta caja.
Les pasó a sus compinches la caja de vino para mantenerlos entretenidos mientras él iba a echar un vistazo por la casa.
Los armarios de los dormitorios estaban llenos de ropa de mujer mayor. En la sala de estar había un extraño televisor muy plano, pero en una de las habitaciones descubrió otro como los de su época y pensó que ese sería capaz de hacerlo funcionar. En el suelo, junto a la rendija de la puerta de entrada, había un montón de correo acumulado. Todas las cartas estaban dirigidas a Helen Mandeville.
La cocina y los estantes de la despensa estaban repletos de latas, productos no perecederos y montones de papel higiénico. Parecía que la hermana de Christine era una acaparadora de comida. En la sala de estar había un mueble con las vitrinas llenas de piezas de porcelana barata floreada. Abrió las puertas de la parte inferior y lanzó un silbido. Al parecer también era una acumuladora de bebidas alcohólicas.
—Creo que nos podríamos quedar aquí algún tiempo —les anunció a los demás, repartiendo botellas de licor ante el entusiasmo general.