24
El hambre les hizo salir de la autopista y parar en la tienda de un pequeño pueblo. Christine se embadurnó de colonia antes de entrar y llenó una cesta con cosas para picar. Pagó rápido a la aburrida adolescente de la caja, se sentó en el coche junto a Molly al borde de la carretera y ambas se hincharon de pringosos snacks y chucherías.
Atravesaron el tranquilo pueblo. Era ya media tarde y al pasar junto al colegio Molly ralentizó la marcha y señaló a un niño que estaba solo en un banco junto a la verja.
—¿Está llorando? —preguntó.
—Creo que sí —respondió Christine—. Párate.
—¿Qué?
—Párate. Bajo un momento y compruebo si le pasa algo.
—No deberíamos...
Pero Christine insistió y se apeó del coche. En el momento en que se acuclillaba junto a él, un coche patrulla se detuvo unos metros por detrás de su Mini y el agente que lo conducía empezó a teclear en el ordenador del tablero de mandos.
Molly lo vio por el retrovisor e, inquieta, intentó decidir qué hacer. Pero antes de que pudiese avisar a Christine, el joven agente bajó de su vehículo, se acercó a Molly y golpeó con los nudillos en el cristal de la ventanilla.
—¿Puede bajar el cristal, por favor? —le pidió.
Ella obedeció y preguntó lo más tranquila que pudo:
—¿Qué sucede, agente?
—Señora, ¿este coche es suyo?
—Es de una amiga. Me lo ha prestado.
—Me temo que me aparece como robado. ¿Le importaría apearse para que podamos aclararlo?
Molly cerró los ojos, desesperada, y cuando los volvió a abrir el policía ya no estaba junto a la ventanilla.
En su lugar había aparecido Christine.
Molly intentó abrir la puerta, pero el cuerpo del agente la bloqueaba. Pasó al asiento del copiloto y salió por la otra puerta, dio la vuelta al coche y vio que su amiga sostenía una piedra en la mano.
—¿Lo has matado?
—No, no le he golpeado tan fuerte. Vamos, ayúdame a meterlo en su coche.
Molly echó un vistazo a su alrededor. El único testigo del ataque era el niño, que había dejado de llorar. Contemplaba fascinado cómo aquellas dos mujeres arrastraban el cuerpo del policía y lo metían en el asiento del conductor del coche patrulla.
—Jesús, María y José, larguémonos de aquí —masculló Molly, justo en el momento en que otro coche dio un bandazo hacia la acera y frenó en seco.
Se bajó una chica rubia que empezó a hacer señas al niño.
—¿Dónde coño te habías metido? —le gritó.
—He estado todo el rato aquí, mami, esperándote —respondió él con una vocecilla lastimera.
—Métete en el puto coche.
En el rostro de Christine apareció una mueca de indignación.
—No —susurró Molly, pero ya era demasiado tarde.
Christine se acercó a la mujer, que había agarrado con fuerza a su hijo y estaba a punto de zarandearlo.
—Quítale las manos de encima.
La rubia se volvió y replicó:
—¿Quién coño eres tú para decirme lo que tengo que hacer con mi hijo?
—Soy la que te va a dar dos hostias, borracha de mierda.
—¿Tú y quién más?
Tiró del brazo del niño y este lanzó un grito.
Christine le dio un empujón a la mujer y la tiró al suelo de culo.
—¿Sabes qué? —dijo la mujer—. Voy a hablar con ese poli. Voy a hacer que te empapelen.
Logró ponerse en pie sobre sus tambaleantes piernas, pero Christine le dio un puñetazo en la mandíbula y la noqueó.
—¿Mami se va a poner bien? —preguntó el niño.
—Solo está echándose una siesta —le respondió Christine—. Vamos, Molly, ayúdame a meter a esta otra en su coche.
Dejaron a la rubia estirada en el asiento trasero. El niño respondió a la pregunta que le hizo Christine: no vivía nadie más con ellos en su casa. Se puso al volante del coche de la madre y Molly los siguió con el Mini. El muchacho, un niño de siete años llamado Roger, supo guiarla hasta una casa aislada con un descuidado jardín a las afueras del pueblo. Molly dejó el coche en el camino de acceso y aparcó el Mini detrás de un seto, de modo que no fuese visible desde la calle, y ayudó a Christine a meter a la mujer en la casa.
—Está más borracha que noqueada —comentó Christine.
El niño ya estaba viendo la tele cuando la ataron con el cable de una lámpara a un sofá de dos plazas en el porche que daba al jardín trasero.
Roger las miró y preguntó:
—¿Puedo merendar?
—Claro que sí —respondió Christine—. ¿Qué sueles tomar?
—Cereales.
—¿Cómo? ¿De merienda? La tía Christine te puede preparar algo más apetitoso.
Se pasó la siguiente media hora recordando cómo se preparaba una buena merienda mientras Molly veía con Roger dibujos animados en la tele; los dos parecían pasárselo estupendamente. Christine apareció por fin con una bandeja en la que había tostadas con queso fundido y un vaso de leche con cacao.
—¿Y para mí no hay nada? —preguntó Molly.
—Tú prepárate lo que quieras. ¿Estás bien, cariño?
El niño asintió y empezó a comer.
—¿Os vais a quedar? —les preguntó.
—No creo que a tu madre le gustase la idea —respondió Christine.
—Le va a dar igual.
—¿Y qué haríamos nosotras mientras tú estás en el colegio?
—Tenemos vacaciones toda la semana.
En la cocina, Molly le comentó a Christine que el niño le había dicho que su padre ya no vivía con ellos y que su madre se pasaba la mayor parte del tiempo enfadada con él.
—En el armario de la cocina hay más alcohol que comida —dijo Christine—. Es un niño encantador que se merece algo mucho mejor que una madre borracha.
Molly se encogió de hombros y se sirvió un poco de ese alcohol.
—Bueno, soltémosle un poco las ataduras para que pueda liberarse ella sola y volvamos a la carretera.
—No quiero marcharme.
—¿Y qué se supone que significa esto?
—Lo que parece. Estoy harta de huir. Quiero quedarme tranquila en algún sitio durante un tiempo. Esta casa es bonita. Roger es un encanto. ¿No echas de menos estar rodeada de niños?
—Disculpa, querida, pero ¿no te estás olvidando de un pequeño problema?
—¿De la mamá monstruo? No, no me he olvidado de ella —aseguró Christine—. Creo que la querida mamá necesita una cura de desintoxicación etílica de una semana. Le irá de maravilla.
Murphy se acabó la cena y apartó la bandeja. Se levantó y empezó a pasear arriba y abajo junto a las literas.
—¿Agobiado? —preguntó Rix desde la cama de arriba.
—Podríamos expresarlo así.
—Colega, estamos en una jaula dorada.
Murphy se apoyó contra la puerta cerrada de su celda en Dartford.
—¿Sabes cuántas veces he soñado con buena comida, un lavabo en el que se puede tirar de la cadena y una tele? —Rix no tenía una respuesta—. Pero te diré una cosa, lo cambiaría todo por saber que nuestras chicas están a salvo.
En la celda contigua, alguien puso la televisión a todo volumen.
Murphy aporreó la puerta. Le había llevado su tiempo, pero al final Alfred, el patán del siglo XVI de la celda de al lado, había aprendido a manejar el televisor y resulta que estaba sordo como una tapia. Le habían dado unos auriculares, pero siempre se olvidaba de utilizarlos.
—¡Guardias! —gritó Murphy—. Decidle que se ponga los cascos.
Los guardias del pasillo hicieron su trabajo y al poco rato volvió a reinar la tranquilidad.
Rix sacó los pies del catre.
—Imagino que se las apañan. Estarán huyendo, refugiándose en casas vacías, comiendo como posesas, durmiendo en camas mullidas y, con suerte, encontrando alguna que otra botella de buen vino por el camino.
—Lo que me preocupa es la presencia de Hathaway.
Murphy pronunció su nombre como si fuese una palabrota.
Durante treinta años, cada uno de los días de Murphy y Rix en el Infierno había estado dominado por su odio hacia ese tipo. Era Hathaway quien los había asesinado, pero eso no era lo peor. Él y la horda de vagabundos a la que se había unido habían convertido en una misión aterrorizarlos a ellos y a los habitantes de la aldea de Ockendon, y volvían una y otra vez para sembrar el caos y secuestrar a sus vecinos uno a uno.
Rix saltó de la litera y cogió un refresco del pequeño frigorífico del que disponían.
—Algún día le arrancaré la cabeza y, cuando lo haga, la conservaré en una caja y de vez en cuando la sacaré para jugar al fútbol con ella.
—Siempre dices lo mismo.
Rix agarró a Murphy por el cuello de la camisa y lo aplastó contra la pared, dejando caer la lata de refresco al suelo.
—En ese caso, hablemos de tus éxitos, Murphy. ¿Qué has hecho tú por solucionar el jodido problema?
Murphy no se revolvió. De hecho, aceptó compungido que había metido la pata y Rix lo soltó y acto seguido saludó a la cámara para dejar claro a los guardias que no era necesario que interviniesen.
—Hathaway no las encontrará —aseguró Murphy.
Rix encendió el televisor y subió el volumen para poder hablar sin que los micrófonos de la celda registrasen la conversación.
—Lo está intentando. Encontró al ex de Christine.
—Sí, pero eso le ha llevado a un callejón sin salida.
Rix recogió la lata de refresco de debajo de la cama y al abrirla lo roció todo de cola.
—Para el viejo Gareth sí que fue un auténtico callejón sin salida.
—¿Crees que Christine intentará localizar a su madre? —preguntó Murphy, acercando los labios a la oreja de Rix.
—Tal vez sí, tal vez no.
—Bueno, quizá deberíamos contárselo a Ben.
—Hablemos claro, Murphy. Queremos encontrar a nuestras chicas. Están huyendo y estoy seguro de que están asustadas. Las echamos tanto de menos que nos duele. Pero si Ben da con ellas, nos van a mandar a todos de vuelta al Infierno. Esa es su intención, ¿no? Las queremos demasiado para permitir que regresen al Infierno.
—Mala cosa si las encontramos y mala cosa si no las encontramos —sentenció Murphy.
Rix asintió.
—Estamos bien jodidos.
Trotter mantenía los ojos clavados en el secante de su escritorio. Era habitual que bajase la mirada cuando escuchaba algo que no le gustaba. Esperó a que sus ayudantes acabasen de hablar antes de levantar la cabeza y lanzarles una mirada fulminante.
—Así que ni rastro —masculló.
—Sí, señor —respondió uno de los analistas—. Así es. No hay huellas digitales de ningún tipo.
—¿Y qué me decís de huellas dactilares de las de toda la vida?
—¿Perdón?
—Giles Farmer tiene dedos de verdad, ¿no? Y dedos de los pies de verdad, y piernas de verdad, y un rostro de verdad. Si hubieseis hecho lo que os dije y hubierais colocado a operativos de verdad con ojos de verdad vigilándolo, no habría logrado escabullirse como por arte de magia.
—Los abogados... —El analista parecía excusarse por tener que pronunciar esa palabra y Trotter se lo hizo pagar lanzándosele a la yugular.
Cuando acabó la reprimenda, todos permanecieron sentados en silencio hasta que Trotter se calmó.
—Dejadme ver la lista de todas las personas a las que Farmer ha telefoneado —pidió—, ha enviado algún mensaje de texto, ha contactado por Facebook, con tuits o emails o por cualquier otro medio durante el último mes.
Miró el dosier y fue pasando páginas.
—Hay un montón de gente —se lamentó Trotter.
—Está muy bien conectado —explicó uno de los analistas—. Dicho esto, hemos aplicado ciertos filtros para sopesar y ordenar sus contactos según la relevancia, basándonos en el grado de cercanía y en la duración de sus relaciones anteriores a las vinculadas con sus teorías de la conspiración. Y hemos reducido el abanico a poco más de una docena de personas como potenciales encubridores que puedan estar escondiéndolo. Está en la última página del dosier.
Trotter consultó el listado alfabético. El primer nombre era Melissa Abelard y el último, Chris Tabor. Todos menos tres vivían en Londres. Ian Strindberg no figuraba en la lista.
—¿Puedo dar por hecho que, conociendo mi opinión sobre los seguimientos, todas estas direcciones están ya bajo vigilancia?
Los analistas asintieron.
—¿Y la vigilancia electrónica?
—Teléfonos e internet están controlados —le aseguró uno de los analistas—. Colocar dispositivos de escucha en esas casas y apartamentos sería, si me lo permite, desafiar a la ley y tendría que hacerse por lo tanto de un modo extrajudicial y asumiendo el riesgo de que fuesen detectados. Pero si usted...
—No, de momento seguiremos como hasta ahora. —Trotter consultó el reloj—. Mantenedme informado. Llego tarde a otra reunión.
Se conectó por videoconferencia a una sesión que ya había comenzado en unas dependencias seguras de Whitehall. Trotter no pensaba quedarse toda la reunión, porque estaba seguro de que dado el nivel de palabrería científica sería una pérdida de tiempo para él. Hacía un rato ya había escuchado las consideraciones iniciales de Leroy Bitterman y ahora quería oír las conclusiones. A juzgar por los comentarios de Bitterman, la reunión estaba llegando al final.
Trotter utilizó su ratón táctil para ir moviendo las cámaras por todos los ángulos de la mesa de conferencias. Previamente había revisado todas las autorizaciones de seguridad de los físicos que participaban y había dejado clara su preocupación con respecto a si, pese a haber firmado el acuerdo de confidencialidad, podían confiar en que no divulgasen nada de lo que allí se hablase. Ahora, estudiando la evidente tensión en sus rostros, seguía preocupándole que fuesen capaces de mantener el pico cerrado. Bitterman había insistido en que todos ellos eran científicos de primerísimo nivel con una trayectoria impecable como asesores del gobierno y, además, ¿qué otra opción les quedaba? Necesitaban expertos ajenos al MAAC.
—No sé cómo cerrar el portal que hemos creado, señor Trotter —le había confesado Bitterman—. ¿Usted sí?
El FBI y el MI5 habían dado el visto bueno a la reunión, y al final Trotter y el MI6 tuvieron que aceptarla de mala gana.
Anton Meissner, profesor de altas energías del MIT, levantó la mano educadamente y Bitterman le cedió el turno de palabra.
—La mayoría de los aquí reunidos hemos formado parte del proyecto Hércules de un modo u otro a lo largo de los años —explicó— y no creo que hubiese ninguna voz discrepante sobre los protocolos que planteaban aumentar la energía del colisionador de una manera gradual y controlada. Todos estábamos de acuerdo en que lo correcto era empezar con niveles bajos de energía antes de alcanzar los treinta TeV, no porque estuviésemos preocupados por la producción de strangelets, sino porque simplemente nos parecía prudente. —Señaló indignado a Henry Quint, sentado al fondo de la sala porque no le habían reservado un sitio privilegiado en la mesa. Al verse señalado, Quint bajó la cabeza—. Henry, no sé qué se te pasó por la cabeza para saltar de golpe a los treinta, pero resulta que ahora tenemos un lío de cojones al que hay que buscarle una solución. El problema es que ninguno de nosotros sabe cómo arreglarlo. Hemos tenido oleadas de campos de energía cuántica cargados de gravitones-strangelets desconocidos para nosotros que se autopropagan y cuyos mecanismos de funcionamiento apenas entendemos. Esto está claro, pero me temo que no disponemos de ningún aparato experimental con el que poder probar formas de cerrar estos campos. No nos va a quedar otro remedio que fiarnos de lo que nos indiquen los modelos teóricos.
Marcel DuBois, del CERN de Ginebra, se mostró de acuerdo y añadió:
—Creo que vamos a tener que poner a trabajar en esto a los supercomputadores. Leroy, sería de gran ayuda ampliar el grupo consultivo más allá de los físicos hoy presentes. Cada uno de nosotros puede sugerir a algunas personas más.
Bitterman negó con la cabeza.
—Nuestros gobiernos están muy preocupados por las posibles filtraciones. El Reino Unido en particular está obsesionado con no permitir que la inquietud y el pánico se extiendan entre la población. Me temo que vamos a tener que restringir el flujo de información a este grupo.
—Creo que es una mala idea —rebatió Evan Kirkman, de Oxford.
—Podemos reconsiderar la decisión más adelante —zanjó Bitterman—, pero de momento esto es lo que hay.
Greta Velling, de la Universidad de Berlín, intervino:
—Escuchad, alguien tiene que decirlo, así que voy a ser yo. Tenéis planeado volver a poner en marcha el colisionador dentro de diecinueve días. No creo que sea una buena idea. No estoy diciendo que sepamos a ciencia cierta que vaya a empeorar las cosas, pero no veo cómo puede mejorarlas. Todo indica que los aberrantes campos de energía cuántica tenderán a propagarse más, aunque apaguemos el colisionador en cuanto nuestra gente haya regresado.
—Y entonces ¿qué propones? —preguntó Bitterman.
—Yo sugeriría no reiniciar el colisionador —explicó Velling—. Encontrad a los individuos extradimensionales que todavía andan sueltos, encerradlos con los que ya tenéis a buen recaudo y pensad qué hacer con ellos. Con suerte no tendremos más transferencias entre ambos mundos.
—¿Y abandonamos a su suerte a la gente que tenemos al otro lado? —insistió Bitterman.
—Sí —respondió Velling al mismo tiempo que Trotter decía lo mismo en voz alta en la sala de videoconferencias.
—Pues yo digo que no —afirmó con contundencia Marcel DuBois, dando un golpe en la mesa—. Emily Loughty ha trabajado para mí. La conozco muy bien. Todos la conocemos y apreciamos. Es más valiente que todos nosotros juntos y le debemos todo nuestro apoyo a ella, a los también valerosos hombres que se ofrecieron voluntarios para la misión de rescate y a la pobre gente que ha acabado siendo víctima de este desastre. Sugiero que volvamos a casa, saquemos punta a nuestros lápices y pongamos a trabajar a nuestros cerebros para resolver este problema.
Trotter recorrió con la cámara los rostros de los científicos y cuando vio que Velling tenía pocos o ningún apoyo apagó la pantalla y lanzó un bolígrafo a la otra punta de la sala.