16

 

 

 

 

Thomas Cromwell era un individuo de estatura media, pero la fuerza de su presencia lo había parecer más alto.

—¿Por qué está esta gente en el calabozo? —preguntó.

El de los botones elegantes se encogió ante el semblante serio de Cromwell y respondió con tono sumiso:

—Por orden del consejero Joyce.

—¿Él lo ha ordenado? Bueno, ya hablaré con él más tarde. Señor Camp, parece que la puerta que comunica nuestros mundos se ha abierto de par en par. Todos vosotros, seres humanos vivos, sois huéspedes de su majestad, el rey Enrique. Os proporcionaremos un alojamiento adecuado y comida y bebida en abundancia. Y ahora, señor Camp, por favor, acompañadme. El rey acaba de regresar con su séquito de nuestra derrota en Francia. Aunque está indispuesto, querrá oír vuestras explicaciones sobre su actuación en la batalla.

—Le acompaño —accedió John—, pero no pienso perder de vista a esta mujer. Señor Cromwell, le presento a Emily Loughty.

—Ah, la mujer por la que suspirabais con tanto ardor. Por fin os habéis podido reunir. Ahora veo el porqué de tanta insistencia. A vuestro servicio, señora.

—Es un honor conocerlo, señor.

—Un momento —intervino Tony—. ¿Es el auténtico Thomas Cromwell?

—El mismo en carne y hueso, o al menos en una versión infernal de carne y hueso —respondió Cromwell.

—Acabo de leer un libro muy interesante sobre usted —explicó Tony con efusión—. Esto es increíble.

Cromwell miró a Tony y dijo:

—Es la época del asombro, mi querido amigo.

Al entrar en el dormitorio del rey Enrique les asaltó un olor más fuerte que el hedor habitual de los moradores del Infierno; la habitación estaba impregnada del pegajoso aroma dulzón de las heridas infectadas. Enrique permanecía sentado en la cama, apoyado en almohadones, con una mueca de dolor y las mejillas hundidas.

Se las apañó para alzar una mano y señalar a John.

—Te vi en el campo de batalla. Le dije a Cromwell que eras tú. —Señaló entonces al nada contento duque de Oxford, su mutilado mariscal de campo, y le dijo—: Tú no me creías, Oxford, ¿verdad que no? Insistías en que se había hundido con el Fuego del Infierno. Pero no te habías ahogado en el mar, ¿verdad que no, John Camp?

—No, majestad. No me ahogué —respondió con una sonrisa—. El Fuego del Infierno sobrevivió, aunque al final lo hundieron los íberos cuando regresábamos a Inglaterra.

—¿Y qué fue de mi almirante? ¿Qué le pasó a Norfolk?

Los detalles del fallecimiento del duque de Norfolk no hubieran sido bien recibidos, de modo que John se limitó a comentar:

—Me temo que reposa en el fondo del mar. —Y cambiando rápidamente de tema, añadió—: Le presento a Emily Loughty, la mujer a la que buscaba.

Hasta ahora John nunca había visto a Emily quedarse sin palabras, pero aquí, en presencia del más ilustre monarca de la historia de Inglaterra, pasó apuros para mantener la compostura. Se las apañó para hacer la primera reverencia de su vida.

—Encantada de conocerle, majestad.

—Desde luego es una belleza —reconoció Enrique—. En comparación, la pérdida de navíos y almirantes es una nimiedad. Pero en cambio veo que no habéis logrado regresar a vuestro mundo y vuestro tiempo.

—Sí lo logramos —le corrigió John—. Pero hemos regresado.

Tanto el rey como Cromwell mostraron su sorpresa y Enrique le preguntó el motivo.

Al final fue Emily quien respondió.

—Majestad, el pasadizo entre nuestros dos mundos se ha ensanchado. Mi hermana y sus dos hijos, entre otras personas, han sido transportados hasta aquí. John y yo hemos regresado para rescatarlos.

—Qué extraordinario. —El rey hizo una nueva mueca de dolor—. Si mis soldados tuviesen vuestro coraje, bueno...

—Solomon Wisdom le ha vendido los niños a su esposa —le interrumpió John.

—¿A mi esposa? ¿A la emperatriz? —preguntó Enrique—. Acabo de regresar, así que no me he enterado. Todavía no la he visto. Cromwell, tal vez puedas hacer algunas averiguaciones.

—Las haré, majestad.

—Ahora debo visitar a mis médicos —gruñó Enrique—. Estoy muy mal. Volveremos a hablar en breve. Estoy disgustado por tus acciones contra la corona, John Camp. Muy disgustado. Vas a tener que rendir cuentas.

John asintió y añadió:

—Uno de los hombres vivos que acaba de ser liberado de los calabozos es médico. Creo que sería recomendable que echase un vistazo a su herida.

—¿Cómo sabes que estoy herido?

—Lo huelo.

El rey pareció ofenderse, pero acto seguido soltó una carcajada.

—Tu sinceridad te convierte en alguien muy singular, John Camp. Tráeme a ese médico.

 

 

Martin retiró los vendajes y dejó a la vista una pierna hinchada hasta lo grotesco. Durante el trayecto hasta el dormitorio del rey desde las cómodas habitaciones que les habían asignado a los viajeros de South Ockendon, Martin comentó que le imponía mucho ver, y no digamos ya tratar, al rey Enrique VIII. Pero cuando llegó el momento, John comprobó que Martin adoptaba una actitud profesional y levantaba con gesto amable pero impasible la camisa de dormir del rey para dejar a la vista un muslo purpúreo e hinchado y una herida profunda que supuraba pus sanguinolento.

Emily se estremeció y apartó la mirada.

—Necesitaría un cuenco de agua caliente —pidió Martin, mirando al grupo de sirvientes que rodeaban el lecho—. Y jabón, si tenéis.

—¿Para qué necesitas eso? —preguntó Enrique.

—Me gustaría lavarme las manos antes de inspeccionar la herida.

—¿Por qué?

—Para limpiarlas de gérmenes. No quiero empeorar las cosas.

—¿Y por qué vosotros no os laváis las manos antes de tocarme? —les preguntó el rey a sus médicos, unos individuos de aspecto arcaico con largas vestimentas y frondosas barbas.

—Si su majestad lo desea, así lo haremos —respondió uno de ellos con diplomacia.

Al cabo de un rato acercaron una jofaina y una mujer trajo un trapo con pastillas de jabón de formas irregulares. Martin las olisqueó, hundió el pulgar en una y dijo que podían servir. El jabón no produjo mucha espuma. Los médicos del rey observaron el proceder de Martin con una mezcla de fascinación y júbilo mientras se lavaba escrupulosamente las manos. Le pasaron un paño limpio para secárselas y, después de pedir permiso, empezó a inspeccionar y palpar las piernas reales.

Ambas pantorrillas y muslos presentaban varices y cicatrices debidas a las ulceraciones crónicas que Enrique había padecido en vida. El Enrique de ahora, aunque seguía siendo un hombre corpulento, pesaba la mitad que el gigante que era en el momento de su muerte, a los cincuenta y cinco años. Durante sus últimos años de vida en la Tierra lo trasladaban de un sitio a otro en un carrito y cargaban con él para subir las escaleras. El Enrique del Infierno era, en muchos aspectos, más robusto y sin duda tenía mucha más movilidad.

La herida estaba en el muslo izquierdo, pero en la pantorrilla de esa pierna había rastros de una herida más antigua. En su juventud, Enrique se la había fracturado en una justa y casi perdió la vida. Durante el resto de su existencia sufrió una infección en la pierna que le supuraba de manera intermitente. Mientras inspeccionaba la retorcida extremidad, Martin murmuró para sí mismo que había detectado una posible osteomielitis crónica, un problema menor comparado con el actual, que era una infección aguda.

Cuando pasó a la palpación y presionó el muslo herido, Enrique aulló de dolor y Martin se disculpó mecánicamente.

—¿Sabe qué ha provocado la herida? —le preguntó—. ¿Madera? ¿Metal?

—Fue un fragmento de hierro —explicó Enrique, mientras utilizaba un pedazo de tela para secarse el sudor de la frente—. Explotaron un montón de bombas alrededor de mi persona. Sentí dolor y vi que una esquirla me había rasgado los pantalones y se me había clavado en el muslo. Me la arranqué con los dedos y continué con la contienda. Después de retirarnos del campo de batalla, la herida se había cerrado y yo estaba bien. La hinchazón y el dolor empezaron pasados unos días y la cosa fue a peor mientras atravesábamos el canal.

Al escuchar estas palabras, John se preguntó si esa granada que hirió al rey la pudo lanzar él mismo.

—Bueno, la herida está infectada —concluyó Martin—, y tiene un profundo absceso en el músculo. Hay que drenarlo cuanto antes. Si desea que lo haga yo, necesitaré instrumental médico esterilizado. ¿Disponen de instrumental médico?

Uno de los doctores se inclinó hacia delante y dijo:

—Tenemos todo tipo de cuchillos y escalpelos. ¿Qué es esterilizado?

—Tráiganme el instrumental y le echaré un vistazo. Tendremos que hervirlo durante diez minutos largos y después depositarlo sobre un trapo previamente hervido para que se enfríe. Eso matará todos los gérmenes. ¿Lo entienden?

—Haz lo que te dice —le ordenó el rey al aturdido médico.

—¿Disponéis de algún tipo de anestesia? ¿Tal vez éter? —inquirió Martin.

Ante las miradas atónitas, Martin se explicó y los médicos del rey le dijeron que podían ofrecerle al monarca un licor potente y un trozo de cuero para morder. Martin negó con la cabeza y preguntó a los galenos de qué época provenían. Uno de ellos era del siglo XV, el otro del XVII. Sin esperar gran cosa, les preguntó por antibióticos. Le dijeron que no disponían de tal medicina y él se interesó por cómo trataban entonces ese tipo de supuraciones.

Uno de los médicos, el más moderno de los dos, respondió:

—Tenemos un montón de curas para las heridas fétidas y supurantes que por supuesto hemos aplicado en el pasado al rey. Utilizamos ajo empastado en los vendajes. La miel también es muy efectiva. La semilla de lino en leche es otro remedio que usamos.

—Yo considero que una pasta de pan masticado y sal aplicada a una herida —añadió el más antiguo— es un medicamento excelente y es lo que recomendaría ahora.

Martin intercambió una mirada con John y Emily para transmitirles lo que pensaba sobre los remedios de esos tíos.

—De acuerdo —dijo—, tenemos un montón de trabajo por delante para salvar esta pierna y a este hombre.

Martin se llevó a John y Emily a un rincón y les preguntó si le podían ayudar.

—Tony no soporta la sangre. Charlie no está muy centrado. Alice parece dura como una roca, pero creo que es mejor que se quede con Tracy.

—Claro que te ayudaremos —afirmó Emily—. ¿Qué tenemos que hacer?

—John, estoy seguro de que habrás tenido que bregar con muchas heridas en el campo de batalla. Quiero que me ayudes con la cirugía. A ti, Emily, te voy a necesitar para fabricar penicilina.

—Estás de broma, ¿no? —respondió ella.

—No, hablo muy en serio. Incluso drenando el absceso, nos vamos a enfrentar a una infección del tejido que si no trato acabará llegando al torrente sanguíneo y le provocará la muerte.

—Doc, aquí esta gente no muere —le aclaró John.

—Bueno, pues en ese caso le provocará algo horrible próximo a la muerte. Tenemos que encontrar o pan enmohecido, lo cual nos ahorraría un par de días, o a falta de eso, tenemos que dejar pan en un lugar caliente y húmedo para favorecer la formación rápida de moho. Tenemos que reproducir el trabajo que Alexander Fleming hizo en su tiempo. Recuerdo vagamente un artículo sobre medicina de supervivencia que explicaba cómo crear una infusión de penicilina. Supongo que podemos dar por hecho que, en un mundo sin antibióticos, las bacterias de esa herida serán muy sensibles a la penicilina. Eso jugará a nuestro favor. Emily, te explicaré lo que recuerdo del proceso y a partir de ahí lo dejo en tus manos. No se trata de física de partículas, pero estoy seguro de que podrás hacerlo.

—Marchando una remesa de infusión de penicilina —musitó ella, esforzándose por sonreír—. Tenemos que salvarlo. Tenemos que lograr que convenza a su esposa de que nos entregue a los niños.

John se negó a perder de vista a Emily, de modo que los condujeron a los dos a las cocinas, situadas en los sótanos del palacio. Emanaba un calor intenso de los hornos. Los sudorosos cocineros y panaderos los olfatearon y los observaron largamente, pero enseguida les ordenaron que siguieran trabajando. Cuando les mostraron los estantes en los que se guardaba el pan quedó claro al instante que el auténtico reto habría sido encontrar hogazas que no tuviesen moho. Emily eligió una del fondo de un estante, cubierta de un polvillo entre verde y azulado, y mientras la contemplaba uno de los criados que los había acompañado hasta allí se ofreció a limpiársela.

—No, tal como está es perfecta —repuso ella—. Por favor, tráeme un cazo con agua caliente y una tapa.

Emily partió la hogaza en tres trozos, los metió en el cazo y removió el contenido con un cucharón de madera. Encontró un rincón cálido junto a un horno y anunció al receloso personal de la cocina que, por orden del rey, nadie debía tocar aquel cazo.

John acompañó a Emily a los aposentos que ahora ocupaban Tony, Alice y los demás y regresó al dormitorio del rey. Enrique se estaba sumergiendo ya en el sopor alcohólico después de haberse echado al gaznate una botella entera de oporto.

—¿Eres tú, John Camp? —preguntó vocalizando con torpeza.

—Sí, soy yo.

—Maldito seas. Maldito seas. Conspiraste contra mí. ¿Sabes lo que hago con los conspiradores?

—Me lo puedo imaginar.

—Echa un trago conmigo y te lo contaré. O quizá te cante una canción. ¿Dónde está mi laúd? ¡Que alguien me traiga mi laúd!

Mientras John le seguía la corriente a Enrique y alzaba su copa, Martin inspeccionó el instrumental esterilizado que se enfriaba sobre el paño. El único material de sutura era un hilo de coser corriente que Martin dudaba que aguantase bien. Eligió uno de los cuchillos pequeños y un escalpelo que parecía más bien una aguja de coser y volvió a lavarse las manos.

—Estoy listo para empezar —anunció, después de comprobar que el cuchillo estuviese lo bastante frío para proceder—. John, ¿puedes anudarme este pañuelo en la cara para taparme la nariz y la boca, por favor?

—Te escondes de mí, ¿eh? —murmuró el rey—. Nadie se esconde del rey.

—¿Para qué haces todo esto? —le preguntó a Martin uno de los médicos.

—Para evitar los gérmenes —repitió él una vez más.

—Sigues insistiendo en que hay unas criaturas llamadas «gérmenes» que no podemos ver —exclamó el galeno—. Me pregunto si nos tomas por tontos.

—Seguro que en vuestra época erais los mejores del oficio —se defendió Martin—, pero os aseguro que los gérmenes existen.

Levantó la camisa de dormir del rey Enrique y le explicó que primero le iba a limpiar la herida con agua y jabón, para lo cual utilizó un paño limpio.

—Parece borracho y relajado —comentó Martin en voz baja—. John, ¿puedes colocarle el pedazo de cuero entre los dientes para protegerle la lengua? Le va a doler un montón, aunque dudo que después lo recuerde.

—Muerda esto —le pidió John al rey.

—Morder o ser mordido —murmuró Enrique antes de apretar los dientes.

—Estoy preparado para proceder, señor —le informó Martin—. Le pido disculpas por adelantado por el daño que le voy a hacer. Acabaré lo más rápido que pueda. —Bajó la voz y le dijo a John que también se anudase un pañuelo para tapar nariz y boca y que estuviese preparado para pasarle el escalpelo y paños de lino.

Con la excepción de una fístula abierta y supurante, la herida se había ido cerrando por sí misma. Martin utilizó el cuchillo para abrirla y liberó un chorro de pus verdoso mezclado con sangre. La prieta boca de Enrique emitió un gemido sordo.

—Por favor, agarradle bien la pierna —pidió Martin a los fornidos sirvientes asignados a la tarea—. John, ¿puedes limpiar la herida para poder ver lo que estoy haciendo?

John empapó varios trozos de tela con los pútridos fluidos. El joven sirviente encargado de sostener un cubo en el que se tiraban los trapos ya utilizados se desmayó y hubo que sustituirlo.

—Muy bien —continuó el doctor—, ahora llega la parte más delicada. Pásame el escalpelo. Sin ecografías vamos a ir a ciegas. Dando por hecho que no tenga una anatomía muy singular, debería ser capaz de no tocar ninguna vena importante.

La primera embestida del escalpelo no consiguió otra cosa que provocar que Enrique se retorciese de dolor. Con la segunda se oyó un audible plaf y el pus que salió a chorro salpicó la mascarilla de Martin.

—¿Puedes quitarme el pañuelo y sustituírmelo por otro? —pidió sin perder la calma—. E intenta absorber toda la secreción que puedas mientras yo presiono alrededor para que supure todo el absceso.

Enrique quedó inconsciente, lo que facilitó el resto del proceso. Martin cerró la profunda herida con una buena cantidad de hilo y dejó unos centímetros sobresaliendo de la piel.

—Bueno, esto es todo lo que podemos hacer de momento. Espero que mañana tengamos ya un poco de penicilina para administrarle. Lo has hecho muy bien, John, pero tienes que hacerme un último favor.

—Desde luego, lo que quieras.

—Un vasito de ese oporto me sentaría de maravilla.

Esa noche, cada pocas horas, Martin dejaba a los demás para ir a echar un vistazo a su paciente, que se hallaba en un estado febril y deliraba. Los otros permanecían recostados en cómodas camas y disfrutaban de una comida y bebida que no estaba nada mal, todos excepto Emily, que se mostraba enojada y nada satisfecha con la noticia transmitida por Cromwell de que la emperatriz Matilde se había negado a recibirle y aseguraba no saber nada de la presencia de niños en el palacio.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó a John.

—El pasillo está lleno de soldados. Podríamos intentar abrirnos paso entre ellos combatiendo para llegar a los aposentos de la emperatriz, pero no creo que tuviésemos éxito. Esperemos que Enrique se recupere y la obligue a cooperar. De momento es lo mejor que podemos hacer.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Emily.

—¿Yo? ¿Por qué me lo preguntas?

—Has pasado por el quirófano no hace mucho. ¿Lo recuerdas?

—Vagamente.

—Al menos tenemos a Martin para que te quite los puntos —comentó Emily—. No me gustaba la idea de tener que hacerlo yo. Y en caso de que la necesites, tendremos una estupenda infusión de penicilina.

 

 

Emily levantó con impaciencia la tapa del cazo con el pan empapado. Se había formado una infusión oscura, de tonalidad marrón y apestosa, tal como Martin había predicho. Siguiendo sus instrucciones, lo coló con un trapo limpio y lo pasó a otro cazo, desechando los trozos de pan. Después, con John abriendo camino, trasladó con cuidado el recipiente con el líquido marrón a los aposentos reales, donde los esperaba Martin.

El rey Enrique estaba traspuesto y bañado en sudor. Martin y John lo incorporaron sobre unos almohadones y Emily vertió el hediondo brebaje en un vaso.

—¿Es suficiente? —preguntó.

Martin se encogió de hombros.

—Espero que sí. En la actual situación, esto no es una ciencia exacta. Le daremos un vaso cada cuatro horas. Tenemos suficiente para unos días, pero será mejor que pongas en marcha otra remesa para cubrirnos las espaldas.

Le hicieron ingerir el líquido a Enrique poco a poco, animándolo a reprimir las arcadas hasta que vació el vaso.

—Ahora habrá que esperar —dijo Martin.

Emily fue a buscar a Cromwell, que conversaba con el duque de Suffolk en una esquina.

—¿Y bien? —le preguntó Emily.

Cromwell le lanzó una mirada de desaliento.

—No tengo ninguna noticia, señora.

—¿Ha podido verla?

—No. No quiere recibir a nadie.

—Sin duda sabrá usted lo que está sucediendo en su propio palacio.

—No es mi palacio.

—Entonces quiero verla yo en persona —porfió Emily.

—Haré saber vuestra petición.

—Tiene que insistir.

—Señora, estamos hablando de la emperatriz.

 

 

El cambio era espectacular. Cuando Martin, John y Emily fueron a verlo a la mañana siguiente, el rey estaba sentado muy recto en la cama, devorando con estruendo un cuenco de sopa.

—No me vais a hacer beber más de esa infusión repugnante, ¿verdad? —quiso saber Enrique.

—Es importante que siga tomándola durante al menos una semana —dijo Martin, levantando las sábanas para examinarle la pierna—. Tiene mucho mejor aspecto. Voy a retirar una parte del vendaje para ayudar a que la herida se acabe de cerrar. No le dolerá demasiado.

Enrique apenas levantó la mirada del cuenco de sopa mientras Martin le toqueteaba la pierna. Mientras su nuevo médico se lavaba las manos en una jofaina, Enrique pidió a Cromwell que se acercase y le susurró algo al oído.

Cromwell adoptó una actitud solemne y anunció:

—Ahora que el rey ya se encuentra mucho mejor, considera que ha llegado el momento de que John Camp le explique su toma del navío real Fuego del Infierno y su apoyo a los enemigos del rey en Francia.

Emily estaba demasiado impaciente como para adaptarse al orden del día del rey.

—Discúlpeme —interrumpió—. Quiero ver a los niños ahora mismo. Insisto en que la emperatriz nos permita verlos.

—¿Dónde está Matilde? —preguntó Enrique, mirando a su alrededor en la habitación como si hubiese olvidado su existencia—. ¿Ha hecho acto de presencia junto a mi cama?

—No, majestad —respondió Cromwell.

—¿Por qué no? ¿No le has dicho que su querido marido estaba enfermo?

—He intentado hablar con ella, pero se me ha hecho saber que no desea recibir a nadie ni admite que se le entreguen mensajes.

—¿No se encuentra bien? Tal vez este médico moderno debería visitarla.

—Intentaré de nuevo hablar con ella. Y le transmitiré vuestra petición de contar con su compañía.

—No es una petición, es una orden. Y no quiero esperar ni un minuto más —gritó Enrique, que había recuperado su mal humor—. Y ahora, John Camp, exijo una explicación sobre tus infracciones. Deberías saber que ni mi enfermedad ni mi rápida recuperación te permitirán escabullirte de mi ira. Quienes me traicionan, lo hacen una única vez. Explícate para que dicte tu castigo.

John le indicó a Emily con una mueca y un gesto de la cabeza que, de momento, ya habían alcanzado el límite de la presión que podían ejercer sobre Enrique. Había llegado el momento de hacer uso de las indicaciones que le había dado Malcolm Gough. Confiaba en que la enorme reputación del profesor como experto en Enrique VIII estuviese justificada; estaba a punto de comprobarlo.

«¿Qué haría yo si estuviese cara a cara con el Enrique vivo y tuviese que convencerlo de que tenía un buen motivo para traicionarlo? —había preguntado retóricamente el profesor con expresión desconcertada—. Bueno, primero, con toda probabilidad pondría mis asuntos en orden antes de ser recibido en audiencia, porque Enrique VIII no era dado ni a perdonar ni a olvidar cuando creía que alguien le había engañado o traicionado. El legado de su férrea voluntad fueron decenas de miles de condenas a muerte. No solo era un ferviente defensor de las ejecuciones, sino que era partidario de lo que llamaba “ejecuciones terribles”, es decir, de métodos lentos y dolorosos cuya finalidad era servir de advertencia contra cualquier futura interferencia en sus decisiones religiosas y seculares.

»Pero si intentase salvar el pellejo, supongo que apelaría a su vanidad. Le recordaría la grandeza de sus logros como rey y, siguiendo el juego de esta fantasiosa petición que se me hace, describiría al reencarnado Enrique la perdurabilidad de su legado. Y si tuviese indicios claros de que esta táctica me fallaba (y lo más probable es que en efecto fallase), me esforzaría por utilizar cualquier as en la manga que pudiese tener para llegar a algún tipo de pacto. Porque Enrique VIII fue, ante todo, un hombre pragmático. Era un megalómano, pero un megalómano pragmático.»

John adoptó una actitud penitente, con los dedos entrelazados a la altura de la cintura y la cabeza ligeramente inclinada.

—En primer lugar, majestad, creo que no he sabido expresar de un modo adecuado el temor reverencial que me produjo el encuentro con usted hace un mes. Yo era un extraño en tierra extraña y me resultó muy difícil valorar en toda su magnitud la increíble oportunidad de conocer al más grande rey que Inglaterra ha conocido.

Enrique asintió y pidió un poco de vino rebajado con agua.

—Imagino que los recién llegados a su reino durante todos estos años —continuó John— le habrán contado que su legado no tiene rival en relación al de los otros monarcas. Usted solo fue capaz de rehacer el panorama religioso de su imperio y establecer una Iglesia de Inglaterra, que no era sierva ni de Roma ni de Lutero. Usted solo dotó a la monarquía inglesa de una nueva dignidad y unificó el país como nunca antes se había logrado, haciendo que su pueblo se sintiese orgulloso de ser inglés. Su singular visión convirtió a Inglaterra en una fuerza respetada en toda Europa. Sus campañas en Francia siguen siendo admiradas por los estrategas militares. Usted, con la diligente ayuda de Thomas Cromwell, estableció una estructura legal y administrativa centralizada para gobernar todos los confines de su reino, lo cual trajo paz y estabilidad a lo que antes habían sido enormes zonas sumidas en la anarquía y la violencia.

Hizo una pausa para observar las reacciones de los presentes en la habitación. Enrique escuchaba con deleite cada palabra y Cromwell parecía muy satisfecho porque se le hubiese mencionado. Siguió lanzando incienso, de acuerdo con el consejo del profesor.

—Convirtió usted a la armada británica en la fuerza más poderosa en alta mar, y esa supremacía naval fue crucial para forjar la historia de Inglaterra durante los siglos posteriores. Fue usted el más talentoso arquitecto de todos los reyes y reinas de Inglaterra, sus palacios y fortificaciones continúan en pie en nuestros días. Y, de un modo increíble, al mismo tiempo fue usted un erudito, un escritor y un artista. Sus libros siguen leyéndose quinientos años después y su música se sigue cantando. Fue usted un rey que, ejerciendo su maestría en todos los asuntos del Estado y del alma, fue no solo temido por su poderío, sino también amado por sus súbditos por la energía y orgullo que emanaba.

Se detuvo el tiempo necesario para que el rey digiriese todas las alabanzas.

Enrique le ordenó con un gesto a un sirviente que le llenase la copa y dio unos cuantos sorbos.

—Bonitas palabras, John Camp, elegidas, supongo, para limar los colmillos a la bestia. Llevo toda mi larga estancia en este mundo absurdo escuchando este tipo de loas, y en líneas generales no puedo ni debo discutir la intrínseca veracidad de lo que dices. Aunque, sin embargo, también he escuchado valoraciones deplorables de mi persona. Tirano. Traidor. Usurpador. Incluso me han dicho que se me conoce más, no por los méritos que has mencionado, sino por haber tenido seis esposas y haber decapitado a dos de ellas. Pero diré lo siguiente en mi defensa frente a los severos juicios a los que se somete mi reputación. ¿Fui cruel? ¡Sí! ¿Esa crueldad me condenó al Infierno? Sí de nuevo, aunque lo injusto e irracional de esta condena me ha llevado a abandonar la fe por la que luché en mi vida terrenal. Mi crueldad, señor mío, tenía un propósito. Un propósito bueno y noble. Mover un país es una tarea tan ardua como mover una montaña. El amor puede mover un país, pero solo un poco. El miedo puede arrastrarlo mucho más lejos y de un modo mucho más rápido. No habría conseguido los logros que pretendía alcanzar de no ser por una voluntad de hierro y un puño de acero.

—Supongo que aquí esta filosofía le sigue siendo útil.

—Así es, John Camp, aunque en el Infierno no es necesario preocuparse por el amor, que carece por completo de sentido. El miedo es la emoción que gobierna este reino.

Cromwell pidió permiso para hablar al rey y este se lo concedió.

—El señor Camp ha expuesto su admiración por el carácter y los hechos de su majestad, pero sin embargo no ha explicado el porqué de su participación en acciones que han dañado a la corona. ¿Cómo reconcilia sus palabras y sus actos?

John estaba preparado para sacar una segunda flecha del carcaj.

—Para sobrevivir y lograr mis objetivos tuve que aprender a toda velocidad cómo funcionaba vuestro mundo. Solo disponía de un mes para localizar a esta mujer y llevarla de vuelta a casa. La puerta que conectaba nuestros dos mundos se iba a abrir durante un lapso de tiempo muy breve y yo tenía que llegar cuanto antes a Francia. Necesitaba un barco.

—Creo recordar que te prometí un pasaje si me fabricabas esos cañones —replicó Enrique elevando cada vez más el tono.

—Ambos sabemos que el duque de Norfolk no iba a permitir que eso sucediese. En cuanto acabase la batalla con los íberos, iba a hacerme prisionero o a matarme.

—De haberlo hecho, no habría cumplido con lo que yo había prometido.

—Tal vez no, pero es lo que iba a suceder —insistió John.

—Pero una vez en Francia, os aliasteis con los franceses y los italianos para luchar contra el rey Enrique —intervino Cromwell—. Eso no lo podéis negar. Se os vio en el campo de batalla de Argenteuil combatiendo contra nuestras tropas. Como resultado de ello, Britania ha quedado debilitada y nuestros enemigos se han fortalecido. Nos han llegado noticias de que el Gran Oso Ruso, el zar Iósif, huele nuestra debilidad tras la derrota y está urdiendo planes para llegar hasta nuestras costas con sus ejércitos. Vos habéis herido a Britania como si hubierais provocado con vuestras propias manos la herida en el muslo del rey. ¿Cómo justificáis vuestra traición?

La analogía resultaba irónica, pero sonreír no hubiese contribuido a arreglar la situación.

—Como he dicho —protestó John—, tenía que aprender a sobrevivir en este mundo. Necesitaba ayuda para rescatar a Emily. Los italianos y su nuevo rey me la proporcionaron.

—El nuevo monarca —gruñó Enrique—, ese individuo llamado Garibaldi. No es noble por nacimiento. Es un plebeyo, y sin embargo se ha convertido en rey. Me traicionaste poniéndote al servicio de un criminal del populacho y debes pagar por ello. Te tengo cierto aprecio, John Camp, pero no puedo permitir que eso interfiera con la decisión que tengo que tomar y el mensaje que debo enviar a quienes pretendan oponerse a la corona. Apreciaba a Tomás Moro. Apreciaba a Ana Bolena. Incluso apreciaba a nuestro buen amigo Cromwell, pero a ellos les apliqué el mismo castigo que debo aplicarte a ti.

Emily parecía muy inquieta y estaba a punto de intervenir, pero John alzó una mano para indicarle que siguiese callada. No le había sorprendido que sus dos primeras flechas no diesen en la diana. Sin perder la calma, se dispuso a lanzar la tercera.

—De acuerdo, entiendo que esté enfadado por lo que hice y comprendo que deba cuidar las apariencias. No se logra mantenerse como rey durante quinientos años siendo un blandengue.

—¿Qué significa «blandengue»?

—Indulgente. Afable. Magnánimo. Débil. Todo eso. Pero sé que posee usted otra característica, majestad. Es muy inteligente, muy astuto. Sabe distinguir un buen trato cuando lo ve, y me gustaría ofrecerle uno magnífico.

Enrique le pasó la copa a un sirviente, se acomodó en los almohadones y ordenó que le recolocasen el que tenía debajo de la pierna herida.

—¿Cuál es el trato que me propones?

—Quiero que nos entregue a los niños y a la mujer que la emperatriz compró a Solomon Wisdom. Quiero que nos garantice el regreso sin problemas a Dartford para ellos, Emily, yo mismo y las otras cinco personas vivas que en estos momentos son huéspedes de este palacio. Y a cambio, le daré algo que ningún otro gobernante del Infierno posee, algo que le proporcionará un poder y una superioridad inimaginables.

A Enrique le traicionó una fugaz y ávida sonrisa.

—¿Y puedo saber qué es lo que me ofreces, John Camp?

—Le proporcionaré libros. Le proporcionaré varios libros importantes.

 

 

John y Emily navegaban solos por el río. Enrique les había garantizado que no los seguirían y estaban seguros de que no había nadie más a la vista mientras descendían con la rápida corriente hasta el lugar, a unos seis kilómetros, donde habían escondido los libros.

El punto de referencia que John había elegido para señalar el emplazamiento era un muelle putrefacto que todavía permitía amarrar la barca y podía soportar su peso. Los cimientos de una casa de piedra semiderruida, a unos metros de la orilla del río, era el sitio que habían escogido mientras iban de camino desde Greenwich. John había colocado todos los libros en la mochila de Emily después de arrancar las primeras páginas de varios de ellos. Eran las que le había mostrado al rey en su lecho como prueba de lo que le ofrecía. Un pasmado Enrique las había leído, se las había ido pasando una a una a Cromwell para que las inspeccionara y al final había sentenciado que tenían un trato.

—Tráeme esos libros —declaró— y haré que la emperatriz renuncie a esos niños, si de verdad los tiene en su poder, y os dejaré a todos libres, os permitiré marchar sin ningún tipo de restricción y garantizaré vuestra seguridad hasta que podáis regresar a vuestro reino.

—Primero tenemos que ver a los niños —le exigió John.

Enrique soltó una carcajada.

—Estoy muy versado en el arte de la negociación —le recordó—. Recibirás lo que pides y yo recibiré lo que deseo. Tienes la palabra de este rey y eso es un valor garantizado incluso en el Infierno.

Los libros, envueltos en tela, estaban enterrados en un profundo agujero que John había cavado y que después había cubierto con escombros. Una vez recuperados, los desenvolvió y aparecieron dos ejemplares de seis títulos diferentes, en total once volúmenes, pues faltaba el que se habían llevado Brian y Trevor. Seleccionó los cinco de los que había arrancado páginas.

—Me alegro de que te negases a darle un ejemplar del sexto —afirmó Emily—. De este lote, me preocupa que tres de los cinco pueden utilizarse con propósitos crueles.

—La tecnología siempre ha sido un arma de doble filo —replicó John mientras volvía a esconder el resto de los libros—. Incluso cuando se trata de supercolisionadores.

En cuanto lo dijo, deseó no haber hecho el comentario, pero Emily no se lo recriminó.

—Al menos podemos estar seguros de que de los otros dos solo pueden salir cosas buenas —se limitó a decir.

La brisa del oeste comenzó a soplar con intensidad y empezó a llover. Una bandada de arrendajos que seguía el curso del río en dirección este pareció quedar casi inmóvil, recortada contra el cielo plomizo. Apareció un barco procedente del oeste que avanzaba a buena velocidad, impulsado por las tres velas negras desplegadas y un contingente de hombres que movían una veintena de pares de remos.

—Van a toda pastilla —comentó John mientras el barco desaparecía tras un meandro del río—. Lástima que a nosotros nos toca ir en la dirección contraria.

 

 

El fuerte viento en contra y la intensa corriente les dificultaron la travesía de regreso a Hampton Court. John gritó contra el viento en más de una ocasión que hubiera sido más rápido regresar a pie, y tras varias horas de dura navegación llegaron al palacio calados hasta los huesos.

Cromwell los recibió en el gran vestíbulo y les preguntó si habían logrado su objetivo.

—Nosotros estamos empapados, pero los libros están secos —farfulló John.

—¿Puedo echarles un vistazo? —preguntó el canciller con tono ansioso.

—No perdamos tiempo. Vamos a ver al rey y a los niños.

—¿Usted los ha podido ver? —le preguntó Emily a Cromwell.

—No, pero la emperatriz ha recibido un mensaje del rey y me certifican que los críos están bien —les aseguró Cromwell, dándoles la espalda y avanzando por el vestíbulo—. Seguidme. El rey está impaciente.

Enrique estaba otra vez comiendo. Levantó una mano grasienta y, blandiendo un trozo de carne, les indicó con un gesto que entrasen en el dormitorio.

—Habéis tardado un tiempo intolerable en regresar. ¿Los traéis? —les preguntó mientras se acercaban.

—Los traemos —respondió Emily—. ¿Podemos ver, por favor, a los niños de una vez por todas?

Enrique gritó a la fila de sirvientes formados contra la pared.

—Ya habéis oído a esta mujer. Traed a la emperatriz y a los niños. —Pidió una servilleta para limpiarse las manos y añadió—: Llegarán enseguida. Dejadme ver los libros.

John y Emily seguían empapados, pero Enrique no prestó atención a su estado.

—¿En qué orden le gustaría verlos? —le preguntó John.

Enrique tenía la mirada de un jovencito a punto de recibir un regalo.

—Sorpréndeme. Deléitame.

John echó una ojeada al lote, seleccionó el primer ejemplar y se lo tendió a Enrique.

—¡Excelente! —exclamó el rey—. Estoy volviendo a leer el frontispicio otra vez.

Rebuscó entre la ropa de cama las hojas retorcidas y leyó en voz alta:

 

El alto horno es la llave que nos abre la puerta de los almacenes de hierro de la naturaleza para poder utilizarlos. Es un caso excepcional, porque no se ha alterado su funcionamiento básico durante varios siglos y no se le conoce sustituto. Si nos quitasen el alto horno, la civilización se detendría.

 

—¿Lo oyes, Cromwell? «La civilización se detendría.» Bueno, pues yo considero que nuestra civilización en efecto se ha detenido. Debemos mejorar nuestros hornos. Y ahora déjame ver el libro.

El libro que John le tendía era La construcción de altos hornos en América, de Joseph Johnson, escrito en 1917. Enrique lo hojeó con avidez, murmurando y susurrando como un pajarillo cantor feliz.

—¡Mira estos monstruos! Estos hornos hacen que mis forjas más grandes parezcan diminutas. El libro está repleto de excelentes ilustraciones y esquemas de construcción. Cromwell, convoca a mi maestro forjador, William, y haz que se presente en palacio hoy mismo. Quiero que se estudie el texto y que se lo aprenda bien. Quiero que me construya mi propio monstruo. ¡Piensa en el cañón que podemos construir con el hierro escandinavo y un horno gigante!

—No solo puede construir cañones —le interrumpió Emily—. Puede fabricar raíles para vías y locomotoras que circulen por ellas. Puede levantar puentes y edificios más sólidos. Puede mejorar la vida de la gente.

—Mis súbditos tendrán peores vidas si los rusos conquistan nuestra tierra, eso te lo puedo garantizar. Lo que necesitamos con más urgencia y de manera prioritaria son mejores armas. Si las filas de los condenados al Infierno no se nutriesen sobre todo de idiotas y de rufianes, ya habríamos aprendido a construir estos hornos. Lo único para lo que sirven un asesino o un violador es para asesinar o violar. Pásame el siguiente libro.

John sacó de la mochila Máquinas de vapor, motores y turbinas, un libro de 1908 escrito por Sydney Walker.

—Los altos hornos son una pata del banco —explicó John sosteniéndolo en alto—. La segunda es ser capaz de construir grandes motores de vapor y turbinas para alimentarlos y lograr que se calienten lo suficiente. Aquí no habéis llegado más allá de los molinos de agua. En el continente vimos algunos pequeños motores de vapor que movían automóviles, pero los grandes, por lo que sabemos, no existen. Este libro enseña cómo construirlos.

Enrique hojeó el libro y quedó maravillado ante las ilustraciones.

—Enséñame la tercera pata del banco —exigió.

Esa era El acero Bessemer. Minerales y métodos, un libro publicado en 1882 y escrito por Thomas Fitch.

—Querrá producir algo más que grandes cantidades de acero. Querrá acero de alta calidad, que es muy consistente y no se quebrará. ¿Recuerda el cañón que estalló el día que atacaron los íberos?

—Desde luego que sí. Nos dijiste que ese defecto podía evitarse utilizando hierro de las minas escandinavas.

—Sí, ese hierro es el que tiene menos porcentaje de fósforo, y el fósforo es el enemigo del buen acero. En el siglo XIX, un inglés llamado Bessemer inventó un proceso para transformar cualquier tipo de hierro en acero de la mejor calidad y logró que la producción de hierro resultase muy barata. Este libro enseña a fabricar el acero Bessemer. Es la tercera pata de su banco.

Como un chaval ávido, Enrique quería más.

John le pidió a Emily que le presentase el cuarto libro.

—Este libro lo escribió otro inglés —empezó—. No enseña cómo construir armas ni motores, ni de hecho nada que pueda sostener en su mano. Enseña a sostener las cosas en el corazón. Su función es inspirar, provocar risas, llantos. Es un alimento para el espíritu humano, algo que, en mi modesta opinión, resulta muy necesario por aquí. Le entrego las obras completas de William Shakespeare, el mayor poeta de la historia de la humanidad.

Enrique cogió el pesado libro con las dos manos y lo abrió por una página, y después otra hasta dar con un nombre que le resultó familiar.

—¡Mirad! ¡Escribe sobre mi antepasado, el rey Enrique V! —Se calló para leer una página en voz baja y añadió—: Escuchad estas maravillosas palabras, las más maravillosas que he oído nunca:

 

Y desde ese día hasta el fin del mundo la fiesta de San Crispín y Cipriano nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz pequeño ejército, de nuestra banda de hermanos, porque el que vierta hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que resulte, esta jornada ennoblecerá su condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que han combatido con nosotros el día de San Crispín.

 

Una lágrima le recorrió la mejilla.

—Y ahora el último libro —anunció John.

—Me alegro de que lo hayas reservado para el final —aseguró Enrique, buscando las páginas arrugadas que le había entregado antes—. Porque este es el más grande de todos. Aunque haya abandonado a Dios, ya que aquí no hay salvación posible, he intentado a menudo recordar los hermosos pasajes que aprendí en mi juventud. Pero la memoria se desvanece, aunque la carne permanezca.

El quinto libro era la Biblia, y no una edición cualquiera, sino la Biblia inglesa preparada por Myles Coverdale por encargo del rey Enrique para ser utilizada durante su reinado por la Iglesia de Inglaterra.

—Es la Gran Biblia, mi biblia —exclamó el rey mientras la sostenía en sus manos. La cubierta incluía una ilustración que representaba a Enrique sentado en su trono, observado por Dios mientras repartía ejemplares de su biblia entre el clero protestante—. Parece mi propio ejemplar. ¿Ves esto, Cromwell? ¿Lo ves?

—Lo veo, majestad. Recuerdo muy bien la Gran Biblia. Fui yo quien ideó el edicto por el que todas las iglesias del país poseen una copia.

—Este es el libro que voy a empezar a leer de inmediato, dejando de momento de lado los otros —declaró Enrique—. Refrescaré mis recuerdos sobre la palabra de Dios y veré qué uso se puede dar a sus divinas palabras en un mundo como este...

Un criado entró a toda prisa en el dormitorio y al detenerse patinó un poco por el suelo de piedra.

—¿A qué vienen tantas prisas? —preguntó el rey, irritado por la interrupción.

—Se trata de la emperatriz —anunció el sirviente casi gritando—. ¡Ha desaparecido!

John y Emily se miraron alarmados.

—¿Desaparecido? —preguntó John—. ¿Qué quiere decir que ha desaparecido?

—Ella y su séquito se han marchado de palacio.

—¿Cuándo ha pasado y por qué no se me ha informado? Cromwell, ¿sabías algo de esto?

—En absoluto, majestad.

—Se han marchado hace unas cuatro horas —informó el criado—. Han partido en el barco de la emperatriz.

—¡Los niños! —gritó Emily—. ¿Se ha llevado a los niños?

—En los aposentos reales no queda nadie —respondió el sirviente—. Han partido todos.

—¿Su barco tiene las velas negras? —preguntó John.

—Así es —respondió Cromwell—. ¿Cómo lo sabéis vos?

—Nos lo cruzamos en el río. Con el viento y la corriente a favor ya estarán lejos. El trato era los libros a cambio de los niños. Usted tiene los libros, nosotros no tenemos a los niños.

—Su majestad no tiene la culpa —contraatacó Cromwell—. La emperatriz ha actuado por su cuenta.

—¿Sabía que tenía que entregar a los niños? —preguntó Emily.

—Se le había informado, sí —reconoció el ministro.

—¿Adónde se los ha llevado?

Emily se esforzó por contener las lágrimas.

—Tal vez a Londres —sugirió Enrique—. Se siente cómoda en mi palacio de Whitehall.

—Disculpad, majestad —interrumpió el criado—. He podido hablar con un guardia de palacio que vigilaba el pasillo de los aposentos de la emperatriz. Ha oído a una de las damas del séquito de la emperatriz quejarse de que tenían que ir a Francia.

—¿A qué lugar de Francia? —preguntó John.

—No lo sé —respondió el lacayo encogiéndose de hombros.

—Probablemente se dirija a Normandía —aventuró Cromwell—. Le gusta esa región y conoce bien al duque de Normandía. Ella murió en Ruán y en el Infierno regresó a Britania.

—También está la posibilidad de Estrasburgo —propuso Enrique—. No descartemos esa opción.

—Es cierto —admitió Cromwell—, podría optar por Estrasburgo. También tiene lazos de parentesco con esa región y hace años, cuando sellamos una alianza con Francia, la recibió el duque de Alsacia, que posee allí un castillo precioso.

—Debemos partir de inmediato —urgió John—. Recogeremos a los nuestros y partiremos, majestad. Cuento con su palabra de dejarnos marchar.

—La cumpliré —prometió Enrique—, aunque quisiera que dejases aquí al médico, para que me cuide hasta que esté del todo curado.

—Nos vamos todos juntos. Haré que le visite de nuevo antes de partir y dejará instrucciones para sus médicos.

—Muy bien —aceptó el rey—. Podéis iros.

—Una cosa más —añadió John—. Si no logramos darle alcance, ¿su barco puede cruzar el canal o necesita cambiar de navío?

—Con ese barco puede atravesar el canal —afirmó Cromwell.

—Pues nuestra gabarra seguro que no. Necesitaremos un barco.

—El duque de Suffolk os acompañará río abajo —propuso Enrique— y os llevará hasta Francia si es necesario. Y ahora marchaos para que pueda leer mi Biblia.

Cromwell tuvo que esforzarse por mantener el paso de John y Emily, y cuando llegaron al ala de invitados, estaba sin aliento.

Al abrir la puerta, John se dio cuenta de inmediato de que algo iba mal. Charlie se toqueteaba el labio partido, Alice estaba llorando y Martin y Tony miraban por las ventanas.

No vio a Tracy.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Unos hombres han venido a llevársela —explicó Charlie—. He intentado impedírselo. Lo he intentado, pero me han arreado un puñetazo.

—¿Adónde se la han llevado?

—A los aposentos de William Joyce.

—Cromwell —gritó John—. Acompáñeme allí.

El ministro asintió, incapaz de hablar porque todavía le faltaba el aire.

—En cuanto vuelva, nos largamos.

—¿Has podido recuperar a tu sobrina y tu sobrino? —le preguntó Alice a Emily.

—La emperatriz ha huido con ellos. Vamos a ir tras ella. John, voy contigo.

Salieron a toda prisa, con Cromwell jadeando y guiándolos por el laberíntico palacio.

Los aposentos de Joyce se hallaban custodiados por guardias, que se dispersaron al ver al canciller.

John intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con pestillo y Cromwell tuvo que reunir el aliento suficiente para anunciar su presencia.

Oyeron cómo descorrían el cerrojo y un Joyce con el torso desnudo abrió la puerta. Intentó volver a cerrarla en cuanto vio quién acompañaba a Cromwell, pero John la empujó con todas sus fuerzas y al abrirla golpeó a Joyce en el pecho y lo tiró al suelo.

Aplastó el cuello de Joyce con la bota y gritó el nombre de Tracy.

Temerosa, la mujer asomó desde otra habitación, tapándose con una blusa rasgada. Emily corrió a ayudarla y Tracy rompió a llorar lastimosamente.

—Tomad, poneos mi capa —le ofreció el canciller, tendiéndole la prenda. John vio entonces que llevaba una daga en el cinturón.

Emily cogió la capa, envolvió con ella a Tracy y cerró la puerta de la habitación.

—¿Puede darme eso? —le preguntó John a Cromwell.

Este asintió y le entregó la daga.

—Podéis utilizarla, John Camp. Si os soy sincero, nunca me ha gustado este individuo ni me ha despertado la menor confianza. El rey tiende a favorecer a los recién llegados porque cree que le da ciertas ventajas, pero este hombre no posee ningún mérito que le haga merecedor del cargo que ocupa. Yo me lavo las manos y lo dejo en las vuestras.

John apartó la bota y Joyce se puso en pie, frotándose el cuello.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—¿Tú qué crees?

—Me he acostado con ella. ¿Y qué? Es lo que hacen los hombres aquí. Siempre que les apetece. Soy miembro del consejo real. No me puedes tocar un pelo.

Con una zancada, John se acercó a Joyce y le hundió la daga de Cromwell entre la tercera y la cuarta costilla, justo a la izquierda del esternón. La sangre empezó a manar de la herida del corazón. Joyce se desplomó jadeando y, ya en el suelo, miró a John y después a Cromwell.

—¿Hay algún pudridero por aquí al que podamos echar a este pedazo de mierda?

—Pues resulta que tenemos uno enorme muy cerca de aquí —respondió Cromwell con una sonrisa.