12
El primero en hablar en la improvisada sala de control fue Anthony Trotter. Pese a que le habían informado de lo que era previsible que sucediese, ver cómo pasaba a través de los monitores lo había desconcertado. Soltó una palabrota en voz alta y acto seguido recordó que la audiencia conectada con la sala incluía al primer ministro y al presidente de Estados Unidos, así que añadió un débil «perdón».
Ben Wellington miró rápidamente las imágenes de las otras pantallas. La cafetería para los empleados de la que habían desaparecido Arabel Loughty, sus hijos y Delia May estaba vacía. En la planta del subsuelo donde se ubicaba la sala de control, los pasillos y salas de almacenaje estaban igualmente vacíos.
Se volvió hacia los monitores de la sala de control.
John, Emily, Trevor y Brian habían desaparecido y no había nadie en su lugar.
—Apagado automático iniciado —informó Matthew con voz ansiosa y aguda—. Ya han partido.
Leroy Bitterman, que había asumido con discreción el papel de Henry Quint como director científico del MAAC, le dio las gracias con tono tranquilo a Matthew y le pidió que le informase cuando llegasen a los cero TeV. Quint se mantenía apartado de los demás, apoyado contra la pared, abriendo y cerrando su bolígrafo con aire impotente.
—Todos los equipos de seguridad. —Ben llamó por radio a los agentes del MI5 desplegados por el campus del MAAC—. Por favor, informen de cualquier actividad inusual y de la presencia de intrusos.
Fueron llegando informes negativos.
—¿Podemos ver las imágenes de todas las cámaras de South Ockendon en la pantalla central? —pidió Ben.
La urbanización había sido evacuada y acordonada, se habían instalado videocámaras que cubrían todos los jardines y calles y había cámaras de captura de movimiento en el interior de todas las casas vacías.
No detectaron ninguna actividad inusual.
—Hemos llegado a energía cero —anunció Matthew—. Concluido el apagado completo.
Por los altavoces de la sala de control se oyó una voz con marcado acento americano.
—Les habla el presidente Jackson. Por favor, ¿alguien me puede explicar lo que está pasando?
—Señor presidente, soy Leroy Bitterman. Como puede ver, el equipo de exploradores ha desaparecido, damos por hecho que con destino a la otra dimensión. Eso era lo previsto. Lo que no preveíamos es la ausencia de intercambio. Esperábamos que se produjese una sustitución de uno por uno, como en las ocasiones anteriores. Cuatro individuos por cuatro individuos.
—¿Y esto no ha ocurrido? —preguntó el presidente.
—No sé muy bien qué ha sucedido esta vez —admitió Bitterman.
De pronto, una de las cámaras de captura de movimiento de South Ockendon se encendió y en una de las pantallas apareció una sala de estar iluminada por el sol.
—¿Qué casa es? —preguntó Ben.
—La número catorce, la vivienda de Hardcastle y Krause —informó uno de los agentes a las órdenes de Ben.
—Ponedla en la pantalla central —ordenó este—. ¿Veis eso, junto a la vitrina de la porcelana?
—¿Qué cojones es esto, Jason? ¿Qué putos cojones?
Murphy estaba hiperventilando.
Hacía un instante estaban en mitad de un prado de hierba ondulante y un momento después se encontraban en la sala de estar de una residencia de los extrarradios.
Rix se protegió los ojos del resplandor del sol. Hacía treinta años que no veía la luz solar y se sentía hipnotizado. Siguiendo el haz de luz que entraba por la ventana con las cortinas abiertas distinguió su propia sombra, algo que había olvidado que existiese. Sus alargadas piernas casi le hicieron reírse en voz alta.
Se percató de que tenía las manos vacías. El mosquetón había desaparecido y el zurrón que llevaba colgado era muy liviano. Lo apretó y se dio cuenta de que los perdigones del mosquetón también se habían esfumado.
Escudriñó la habitación. Había demasiada información que absorber. Cientos de objetos, la mayoría de ellos lo suficientemente familiares como para despertar ciertas emociones, otros del todo desconocidos, como el iPhone o la llave digital de un coche que había en una esquina de la mesa. Se fijó en las fotografías enmarcadas que colgaban de una de las paredes.
—Colin, mira esto —dijo.
Murphy avanzó sobre la gruesa alfombra como si fuese un pantano a punto de tragarle. Observó con detenimiento las fotos y exclamó:
—Son esos tíos. Martin y Tony.
—Estamos en la Tierra —farfulló Rix antes de caer de rodillas con los ojos llenos de lágrimas—. Hemos vuelto a la puta Tierra.
Murphy fue dando traspiés por la sala y se metió en la cocina. Cuando Rix se unió a él, ya tenía la cabeza metida en la nevera.
—¿Quieres ver esto? —Murphy sostenía una lata de cerveza—. ¿Has visto alguna vez algo tan hermoso?
Abrió la lata y bebió. Rix dejó que disfrutase de su éxtasis mientras empezaba a registrar la casa.
—¿Molly? —llamó—. Molly, ¿estás aquí? ¿Christine?
Subió la escalera y miró en los dormitorios y en los dos baños. Volvió a la planta baja y estaba a punto de anunciar que la casa se hallaba vacía cuando la puerta de la calle se abrió violentamente y varios hombres armados vestidos con trajes antidisturbios de pies a cabeza entraron en tromba y les ordenaron que se tirasen al suelo boca abajo y con las manos estiradas por delante.
Rix obedeció, pero Murphy se mostró desafiante.
—Todavía no me he terminado la cerveza —se quejó, y permaneció de pie hasta que dos policías lo obligaron a tirarse al suelo sin contemplaciones, le colocaron unas esposas de plástico y lo levantaron.
El oficial al mando del escuadrón táctico del MI5 se mantenía en contacto por radio con Ben Wellington.
—Pregúnteles quiénes son —le pidió Ben.
—Decidnos vuestros nombres —les ordenó el oficial.
En la sala de control de Dartford, en el Consejo de Ministros de Downing Street y en el gabinete de crisis de la Casa Blanca, los reunidos vieron y escucharon las respuestas de los dos individuos con acento londinense: Jason Rix y Colin Murphy.
—¿Desprenden un olor peculiar? —preguntó Ben.
—Huelen fatal —fue la respuesta—. A podrido.
—Pregúnteles cuándo murieron.
—Por favor, repítamelo. ¿Me ha dicho que les pregunte cuándo murieron?
—Afirmativo. Limítese a preguntárselo, por favor.
—¿Cuándo fallecisteis? —les preguntó el oficial con tono dubitativo.
Rix pareció entender que alguien les observaba desde el exterior y dirigía el interrogatorio. Escudriñó la habitación y descubrió una lente fijada a la pared.
—¿Eso es una cámara?
—Dígale que está en lo cierto —ordenó Ben.
—Sí, es una cámara.
Rix miró hacia la lente y sonrió.
—Los dos, Murphy y yo, dejamos este mundo en 1984.
Murphy intervino y se dirigió a la pared:
—Pórtate como un caballero y deja que me acabe la cerveza.
—¿Dónde estamos? —preguntó Rix.
El oficial recibió el permiso para responder y les dijo que estaban en South Ockendon.
—¿Tenéis a nuestras chicas? —insistió Rix—. Christine y Molly.
Les pidieron sus nombres completos.
—Christine Rix y Molly Murphy —recitó Rix—. Son nuestras esposas.
En la sala de control se generó un murmullo general.
Ben pidió a todo el mundo que guardase silencio y dirigió la respuesta. A Rix y Murphy les dijeron que de momento no las tenían localizadas y que, en cuanto a ellos, los iban a trasladar de inmediato para interrogarlos.
—De acuerdo —aceptó Rix dirigiéndose a la cámara—. Conocemos el procedimiento. En nuestra época éramos polis.
Las autoridades salieron de Dartford con destino a Londres en sus coches oficiales y Ben Wellington empezó a prepararlo todo para el interrogatorio de Rix y Murphy. Ya se había habilitado una habitación para este propósito. Ordenó que revisasen a fondo los dispositivos de grabación, que el equipo médico estuviese dispuesto para hacer una revisión preliminar a los detenidos en cuanto llegasen y que les preparasen algo de comer en la cafetería. Estaba a punto de telefonear a su mujer para decirle que no contase con él para la cena cuando le sonó el móvil. Era un número del MI5, de la sede central junto al Támesis. Una de las oficiales subalternas de la Policía Metropolitana asignadas para monitorizar el tráfico de comunicaciones por radio se presentó y se disculpó de antemano por la llamada.
—No es necesario —la tranquilizó Ben—. Dejé instrucciones muy claras para que se me avisase si se detectaba algo inusual.
—Creo que esto cumple el criterio —respondió ella con un tono envarado, como si alucinase por la cantidad de filtros que se había saltado para hablar directamente con Ben—. La policía de Buckinghamshire ha recibido una llamada de la planta depuradora de aguas de Iver North denunciando una entrada no autorizada en sus instalaciones.
Mientras la oficial hablaba, Ben activó el altavoz para abrir un mapa en su móvil.
—Siga —le pidió.
—La policía va de camino hacia allí, pero los servicios de emergencia tienen a la persona que ha efectuado la llamada en línea y yo estoy monitorizando la llamada.
—¿Qué detalles tenemos? —preguntó Ben.
—Dos intrusos, ambos varones, que se han metido en uno de los edificios de las instalaciones. El denunciante ha dicho que parecían, y cito textualmente, «aturdidos».
—De acuerdo, ¿algo más?
—Se dirigió a ellos para preguntarles quiénes eran y les amenazó con llamar al 091. Le alarmó su olor al acercarse.
—¿Ha dicho olor?
—Sí, señor, olor. Ha dicho que era repulsivo.
Ben consultó el mapa. Iver, Buckinghamshire, estaba al oeste de Londres, a unos sesenta kilómetros en línea recta desde Dartford. La planta depuradora se ubicaba junto a la M25.
«Los túneles del MAAC pasan justo por debajo.»
—Escúcheme con mucha atención —le pidió Ben, quitando el altavoz— y haga exactamente lo que le digo. Es un asunto de seguridad nacional y dependo de usted para controlar la situación.