28
La forja real de Burgos era un edificio bajo de ladrillo visto con un horno en forma de colmena y una chimenea que se alzaba hasta la altura de las murallas de la ciudad. El maestro herrero se llamaba Eduardo y era un hombre delgado y nervudo que no parecía tener la fuerza necesaria para manejar las pesadas herramientas de esta profesión, pero lo que le faltaba en musculatura lo compensaba con la rapidez, moviéndose entre sus trabajadores y exhortándolos a trabajar más deprisa.
Por primera vez desde que llegaron al Infierno, John perdió de vista a Emily para visitar la forja mientras ella se quedaba con Arabel en el palacio. La urgencia de la situación los obligó a separarse. Tony, Charlie y Caravaggio se dirigieron a las murallas de la ciudad y empezaron a trabajar con un pequeño ejército de carpinteros. Trevor, Garibaldi y Simon subieron a las murallas con Aragón y sus oficiales y otearon la llanura. Tal como les había informado el mensajero, había una multitud desperdigada por los prados alrededor de la ciudad, y al mirar por el catalejo Garibaldi distinguió cientos de tiendas de campaña, fuegos de campamento y piezas de artillería en movimiento para colocarlas en posición. Martin se quedó en el palacio trabajando con Alice, Tracy y los médicos reales, reuniendo y mejorando los instrumentos quirúrgicos y confeccionando vendajes. Emily y Arabel empezaron a crear lo que acabaría siendo una enorme remesa de infusión de penicilina para las inevitables heridas infectadas que se avecinaban.
En la forja, John contó con el apoyo de Brian para llevar a cabo los planes que tenía en la cabeza. Con la ayuda de un intérprete, le pidieron a Eduardo, un hombre del siglo XVIII, que les enseñase sus mejores rifles y él les trajo un fusil de chispa muy bien acabado que pertenecía a la armería real de Pedro.
John y Brian inspeccionaron el cañón y lo descartaron por demasiado liso.
—Tienes también cañones estriados, ¿no? —le preguntó John.
—Claro que tengo cañones estriados —refunfuñó Eduardo—. Me habéis pedido el rifle de más calidad, no el más preciso.
John y Brian se mostraron de acuerdo en que la técnica de fabricación de rifles de Eduardo era buena, pero las balas de mosquetón que elaboraba eran de plomo y demasiado lisas.
—Este es el problema —le explicó John—. El mismo con el que me encontré en la forja de Britania. Con vuestros rifles y estas balas solo conseguís un alcance efectivo de unos cincuenta metros.
—No más —se mostró de acuerdo Brian.
—¿Los que han llegado aquí en tiempos más recientes no os han hablado del diseño moderno de balas? —preguntó John.
—Los hombres modernos son idiotas —se quejó Eduardo—. No saben nada sobre cómo funciona una forja. Me preguntan por qué no tengo esto o aquello, pero no tienen ni idea de cómo fabricar sus extraños inventos. Así que los saco de aquí a patadas.
La noche anterior, John había usado los materiales de Caravaggio para hacer algunos dibujos y él y Brian le mostraron a Eduardo lo que querían conseguir. El herrero los escuchó, les hizo varias preguntas, gruñó y al final asintió entusiasmado.
—Esto sí lo puedo hacer —aseguró el hombre.
—Pues pongámonos manos a la obra —propuso Brian—. Necesitamos miles de estas, una docena de estas otras y unos centenares de esas.
—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó el herrero.
—Si no puedes distribuir estas por las murallas de la ciudad mañana, tendrás que aprender a hablar árabe —le dijo Brian.
—Es bereber —le corrigió el traductor—. Estos moros hablan bereber.
—En ese caso tenemos que empezar por fabricar los moldes —le cortó Eduardo, alejándose apresuradamente con los dibujos de John.
Durante todo el día Burgos fue un hervidero de actividad frenética. Se bloquearon todas las puertas de la ciudad y los ciudadanos, aterrorizados, se escondieron tras los postigos cerrados de sus casas. Los soldados de Pedro fueron puerta a puerta requisando pan y cerveza, y obligando a los hombres en buenas condiciones físicas a servir al rey recargando mosquetones y, en caso de que las murallas cedieran, como carne de cañón.
Avanzada la jornada, Pedro salió del palacio rodeado por su guardia real para dirigirse en carroza hasta la muralla. Subió a ella con García Manrique apresurándose detrás como un perrito faldero y le molestó ver que Garibaldi ya estaba allí, paseándose por la fortificación con aires de ser él quien daba las órdenes.
—Buenos días, Giuseppe —saludó Pedro—. ¿Qué tenemos aquí?
—Tenemos una enorme batalla en ciernes. Permíteme que te muestre dónde van a concentrar sus cañonazos. Nos tienen cogidos por el cuello y a punto de ahorcarnos.
Pedro trató a Garibaldi como si fuese un comandante de su ejército en lugar de un monarca como él, pero si esa actitud irritó al italiano, no lo evidenció, pese a que Simon estaba lívido. Más tarde, Garibaldi le explicó que había sido soldado mucho más tiempo que rey y se sentía cómodo en ese papel.
Completada la visita, Pedro volvió la vista hacia la ciudad, sorprendido por el ruido de martillazos.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Uno de los hombres vivos es arquitecto —respondió Garibaldi—. Ha diseñado una torre con cabestrantes para poder subir nuestro pesado y muy especial cañón a la muralla, donde será vital para la batalla.
—Muy bien —concedió Pedro—. Te dejo con los preparativos. Debo regresar al palacio para el almuerzo.
Garibaldi sonrió.
—Te mantendré informado si la situación cambia.
La reina Mencía hizo llamar a su hombre de confianza y le pidió que le contase cómo iban los preparativos militares, pero cuando Guomez resultó demasiado difuso con los detalles, ella convocó a Brian. Guomez regresó para decirle que Brian había abandonado el palacio y estaba trabajando en la forja real, y la reina dejó perplejos a los miembros de su séquito al pedirles que la llevasen allí.
El horno llevaba horas rugiendo y el ambiente era más que sofocante. Todos los hombres iban sin camisa, incluidos Brian y John, que trabajaban codo con codo con los habitantes del Infierno vertiendo el plomo y hierro líquidos en los moldes recién fabricados.
La presencia de alguien de la realeza en ese lugar era algo del todo inusual, y la de una reina no tenía precedente. Los trabajadores de la forja mostraban más incredulidad por la presencia de la reina Mencía de la que ya habían mostrado esa mañana al ver entrar a John y Brian. Muchos hicieron una reverencia hincando una rodilla en el suelo. La reina empezó a respirar con dificultad en aquella atmósfera tóxica y pidió un abanico, pero a nadie de su séquito se le había ocurrido traer uno. Guomez se acercó con paso rápido a Brian y le informó de que la soberana había venido a verlo. Él puso los ojos en blanco, cogió la camisa y la acompañó afuera para que respirara aire fresco.
—No consigo información fiable sobre los preparativos bélicos —le dijo a Brian mientras una de sus damas le secaba el sudor de la frente y el escote con un pañuelo.
—Vos sois un militar, señor Brian, informadme.
—Bueno, majestad, se lo explicaré a mi modo —le propuso, con una sonrisa difusa—. Primero los vamos a aturullar, después los vamos a cegar y por último los vamos a echar a patadas de este bonito país.
Guomez lo miró perplejo y pidió ayuda con la traducción. Brian se disculpó, admitió que estaba un poco mareado por el calor, entró y en un minuto volvió a salir de la forja con una bandeja con varias piezas de reciente fabricación.
Cuando acabó su explicación sobre el uso de cada uno de aquellos artilugios, la reina llamó a uno de sus sirvientes y le pidió que le trajese una pequeña caja de madera. La abrió y sacó un grueso anillo de oro con incrustaciones de cornalina.
—Sois un caballero extraordinario, señor Brian. Por favor, aceptad este detalle como muestra de mi profundo afecto.
Tal vez fuese porque todavía estaba un poco mareado por culpa de la deshidratación, pero después de admirar el anillo y deslizárselo en uno de los dedos, Brian dio un paso adelante y sin ningún tipo de pudor le plantó un beso en los labios a la reina. El séquito en pleno lanzó un suspiro horrorizado y Guomez parecía a punto de desmayarse, pero la reina estaba encantada y se alejó de la forja con alegres andares juveniles.
Con las primeras luces del día siguiente, Yugurta ordenó que se iniciase el bombardeo de Burgos. El libio Tariq, protegido por la oscuridad, había cabalgado en persona hasta las murallas de la ciudad para inspeccionarlas y localizar posibles partes débiles, y al regresar había informado de que eran muy sólidas y no lograrían derrumbarlas a cañonazos. Sin embargo, Yugurta sabía que valía la pena bombardear para someter a los íberos a una campaña de terror, y si conseguía acercar lo suficiente algunas piezas de artillería lograría lanzar los proyectiles por encima del muro y les infligiría daños reales.
John y Brian oyeron los cañonazos desde la forja, donde se habían pasado la noche trabajando. Garibaldi, sus comandantes italianos y Trevor habían dormido en el palacio, pero ya estaban en lo alto de la muralla con Aragón desde antes del alba. Bajaron la cabeza al ver los fogonazos de la artillería, pero las primeras salvas impactaron lejos de los muros.
—El cañón que tienen colocado más cerca está a quinientos metros y aun así yerran el tiro —comentó Aragón a Garibaldi—. Tratarán de avanzar, pero todavía no quiero responder a su fuego, porque entonces sabrán que nosotros tampoco tenemos potencia para alcanzarlos a ellos.
—Estoy de acuerdo —dijo Garibaldi.
—¿Cuándo nos traerán los hombres vivos las nuevas armas?
—Ayer por la noche me informaron de que estaban haciendo grandes progresos. Lo más probable es que no tardemos en ver las primeras remesas. Creo que tendremos que esperar un poco más para el cañón. La torre elevadora todavía está a medio construir.
Los dos hombres dieron un pequeño paseo por la muralla, miraron hacia abajo para comprobar los progresos de construcción de la torre y Garibaldi saludó a gritos:
—¡Buenos días, caballeros!
Tony, Charlie y Caravaggio levantaron la cabeza. El enorme cañón reposaba sobre el carro, con las cuerdas para subirlo ya preparadas. Le aseguraron que por la tarde ya podrían empezar a izarlo.
En el palacio, las mujeres se despertaron al oír los cañonazos. Emily y Arabel dormían apretadas en la misma cama por decisión propia. Alice y Tracy habían pasado la noche en camas separadas, pero en la misma habitación.
—Ya ha empezado —murmuró Emily.
Alice se incorporó de inmediato.
—Será mejor que nos pongamos manos a la obra. Espero que los hombres estén a salvo.
—Quieres decir que esperas que Simon esté a salvo —matizó Tracy.
Alice se estaba lavando la cara con agua de la jofaina que compartían.
—¡Oh, basta! —dijo riéndose.
—Hemos visto cómo os miráis —comentó Emily mientras se calzaba las botas.
—Por el amor de Dios —refunfuñó Alice—. ¿Os habéis percatado de que está muerto?
—Cuesta encontrar hombres buenos, vivos o muertos —reflexionó Tracy—. Espero que mi marido me esté esperando cuando regrese.
—Pongámonos en marcha —las animó Arabel, que ya había salido de la cama—. Tenemos que ir a Alemania y después volvemos a casa.
Se oyó otro cañonazo.
—Vamos a comprobar cómo está nuestra infusión de penicilina —dijo Emily—. Creo que la necesitaremos.
Trevor llegó a la forja para comprobar los progresos que habían hecho. Encontró a Brian y John sucios, sudorosos y agotados, desarmando los moldes e inspeccionando los resultados.
—¿Qué tal va? —les preguntó.
—Tenemos el proceso de producción en marcha —respondió Brian.
—Creo que por ahora vamos bien —añadió John—, pero necesitaremos un día entero más para tener fabricada la cantidad que precisamos. Hemos oído los primeros cañonazos. ¿Están muy cerca?
—A unos quinientos metros y sus tiros se quedan cortos. Pero ya se están reposicionando.
—Deben estar deseando que los cañones íberos de la muralla les disparen para verificar su alcance —meditó Brian—. Es el juego del gato y el ratón. No deberíamos responderles todavía.
—No lo hemos hecho. Estamos a la expectativa.
—Muy buena decisión —le felicitó John. Levantó un pesado cilindro, aún caliente—. ¿Me ayudas a probarlo?
—¿Qué quieres decir con lo de probarlo?
—Quiere decir que si nos ayudas a hacer volar algo por los aires —le aclaró Brian.
—Siempre me apunto a una buena explosión.
—Necesitamos un objetivo en el interior de la ciudad —comentó John—. Algo sólido y que pueda fragmentarse, para comprobar si tiene fuerza suficiente.
—Voy a preguntarle al duque —dijo Trevor.
—No, él nos ofrecerá disparar contra la casa de algún desgraciado —le advirtió John—. Sé cómo piensa este tipo de gente. Intenta encontrar algo por tu cuenta.
Trevor se marchó y regresó tres horas más tarde. Había un edificio de piedra abandonado y parcialmente derruido al final de un largo callejón, no muy lejos de la forja. Las casas más próximas estaban lo bastante apartadas como para que la metralla no fuera un problema. De modo que se dirigieron allí, con Eduardo y un grupo de trabajadores de la forja.
Mientras Brian preparaba la prueba, John le mostró a Trevor cómo se suponía que debía funcionar el sistema.
—Se llama cohete de Hale —dijo—. Lo diseñó William Hale en 1844 como una mejora del cohete de Congreve, que era un artilugio primitivo con una larga cola de madera, como la de un cohete de fuegos artificiales. Este cilindro de hierro mide treinta centímetros y pesa unos cinco kilos. Lleva casi medio kilo de pólvora en la base del propulsor. La activa un detonador, que es este trozo de cuerda incrustado en el agujero del propulsor. Lo que le proporciona precisión y longitud de recorrido son estos tres salientes que lo hacen girar y, si lo hemos construido bien, le dan un alcance de doscientos metros o un poco más.
—¿Se llegó a utilizar? —preguntó Trevor.
—Desde luego que sí, en la guerra civil, en la de México, en la de Crimea, en África y en un montón de sitios más. Se usaba para romper las posiciones defensivas enemigas. Quedó obsoleto en poco tiempo por la aparición de la artillería moderna, motivo probable por el que no lo hemos visto por aquí, pero si funciona, podrán contar con él.
—Les estamos enseñando a estos capullos cómo liquidarse entre ellos —meditó Trevor.
John se encogió de hombros.
—Supongo que esto nos descalifica para un futuro Nobel de la Paz.
Brian anunció que estaba preparado. El otro componente del cohete de Hale era la lanzadera, un tubo hueco de hierro, cerrado por un lado, instalado sobre un bípode y con un agujero para poner la mecha y encenderla. En lugar de colocarlo en el ángulo de disparo habitual de cuarenta y cinco grados, para la prueba Brian retiró el bípode y colocó el tubo en horizontal sobre una caja de madera.
John cogió el cohete, lo deslizó con suavidad por el tubo de lanzamiento y sacó la mecha a través del agujero de encendido. El objetivo estaba a unos cien metros, al final del callejón. Después de apuntar y asegurarse de que no había ningún íbero despistado que pudiese pasar por delante, John le pidió a Eduardo que acercase la antorcha al detonador.
La mecha ardió varios segundos y el cohete salió disparado, chisporroteando, lanzando llamas y con un estridente zumbido, y un instante después impactó en la estructura de piedra y provocó una enorme explosión.
Salieron disparados por todos lados fragmentos de piedras, mortero y hierro convertidos en metralla.
—¡Joder, sí! —gritó Brian.
John chocó la mano con Trevor y exclamó:
—Ahora tenemos que fabricar un montón más. Volvamos a la forja y te enseñaré las balas que hemos hecho.
Varios íberos del vecindario acudieron corriendo para contemplar la escena.
—¿Son los moros? —gritaban.
—No, no —los tranquilizó Eduardo—. Es un invento nuestro. Tenemos una nueva arma fabulosa para derrotarlos.
De vuelta en la forja, John llevó a Trevor hasta un barril lleno de pequeños conos de plomo.
—¿Habías visto antes una cosa así? —le preguntó, cogiendo uno y ofreciéndoselo.
—No.
—Se llama bala de Minié. La inventó un francés del mismo nombre a mediados del siglo XIX, pero los americanos durante la guerra civil las llamaban Minnies, como Minnie Mouse. La idea era mejorar la precisión y el alcance de los viejos proyectiles de plomo de los mosquetones, que es el tipo de arma que más usa esta gente. Saben disparar, pero las balas de plomo redondas son poco precisas. Estas balas huecas se expanden por los gases de la pólvora y las muescas que llevan fijan la trayectoria. Las hemos hecho un poco más pequeñas que el cilindro de sus mosquetones.
—¿Las habéis probado?
—Anoche. Funcionan. No las pude probar disparando a larga distancia, pero servirán.
—¿Qué alcance tienen?
—Con precisión, unos trescientos metros; alcance máximo, casi un kilómetro. Multiplican por cinco la eficacia de las balas de plomo.
—¿Cuántas habéis fabricado?
—Todavía no las suficientes. Dile a Giuseppe que lo tendremos todo listo mañana por la mañana.
Al anochecer, Yugurta por fin había adelantado sus cañones lo suficiente como para alcanzar la muralla de la ciudad, pero los íberos no respondían al fuego enemigo, lo que los animaba a acercarse todavía más. Y la muralla resistía. Mientras tomaban un té, Yugurta y Tariq decidieron aprovechar la oscuridad para avanzar otros trescientos metros. Al alba lanzarían un intenso bombardeo para comprobar si desde esa distancia lograban abrir un boquete en el muro. Si conseguían dañarlo lo suficiente, podrían introducir a sus tropas en la ciudad. De lo contrario, pasarían a la táctica del asedio. No tenían prisa. El premio era demasiado grande como para precipitarse.
Esa noche, Trevor acompañó a Emily y Arabel a la forja para llevar comida a Brian y John. Se sentaron fuera, donde el aire era más fresco, y comieron pan, huevos duros y queso. Emily les explicó lo que hacían en palacio. La infusión de penicilina fermentaba según lo previsto, ya tenían cortadas y enrolladas las vendas y el instrumental de quirófano esterilizado. Trevor les puso al día de los progresos de Tony y Charlie con el elevador para el cañón. La torre ya había superado la altura del muro y la polea movida por caballos empezaría a funcionar enseguida. Cuando acabaron de comer, John les enseñó los barriles llenos de balas Minié, las pilas de lanzadores de cohetes y las cajas repletas de cohetes de Hale. Por la mañana ya habrían terminado.
Cuando llegó el momento de regresar al palacio, Emily le rogó a John que descansase un poco. Por la puerta de la forja emergía el resplandor anaranjado del horno, pero encontraron un rincón oscuro en el que poder abrazarse con intimidad.
—Quédate mañana en el palacio —le pidió John—. No salgas bajo ninguna circunstancia a menos que yo vaya a buscarte. Deja que sean los heridos los que te busquen a ti.
—¿Y tú dónde estarás?
—En la muralla, con los demás.
—Oh, Dios mío, John, estoy muy asustada.
—No nos pasará nada. La tecnología más avanzada siempre sale victoriosa.
—No siempre —le rectificó ella—. Mi tecnología avanzada es la que nos ha metido en este lío.
—Deja de culparte. Mantén a Arabel animada. Tiene que confiar en que llevaremos de vuelta a casa a Sam y Belle.
El resplandor anaranjado iluminaba a Trevor y Arabel. Tenían las manos entrelazadas.
—¿Te lo puedes creer? —preguntó Emily.
—Claro que sí. No somos los únicos a los que nos han clavado el aguijón del amor. Y ahora vete. Nos veremos en cuanto pueda.
Emily le besó.
—Échate una siesta —le pidió—, ¿de acuerdo?
Cuando se marcharon, John hizo caso de la sugerencia y le dijo a Brian que lo relevaría en una hora. Encontró un lugar con hierba mullida junto a la forja, se sentó con la espalda pegada al cálido ladrillo de la pared y cerró los ojos.
El Black Hawk se elevó, sacando de la zona de combate a Stankiewicz y Knebel. John respiró aliviado cuando comprobó que no recibía el impacto del proyectil de un lanzagranadas o de armas de pequeño calibre disparadas desde la granja. Con los heridos evacuados, volvió a concentrarse en la misión. Rastreó el complejo con las gafas de visión nocturna. El muro de barro que protegía el perímetro estaba muy dañado por los impactos de las granadas y las imágenes térmicas no detectaban a nadie con vida. Los talibanes que les habían estado disparando desde allí o bien estaban muertos o se habían refugiado en la casa. Las cabras estaban calcinadas.
—Muy bien, escuchad —dijo por el micrófono del casco—. Stank y Doc sobrevivirán. El escuadrón de Mike avanzará desde el norte, el mío desde el sur. Colocaos las máscaras. Cuando estemos lo bastante cerca, a mi orden machacamos la casa con granadas aturdidoras y gas y entramos. Si responden de manera hostil, los freímos. Que pongan las manos donde podamos verlas, nos aseguramos de que no lleven explosivos y los esposamos muñecas y tobillos. T-Baum identifica a nuestro objetivo. Lo cogemos y lo evacuamos. A los demás los dejamos. Vivos. Dejaremos que se los coman las ratas. ¿Entendido?
Oyó una sucesión de «afirmativo».
—T-Baum, ¿te he oído?
—Sí, sí, estoy bien.
—OK, avanza por el flanco izquierdo. Yo iré por el derecho. Los de mi escuadrón, todos detrás de mí. De acuerdo, muchachos, en marcha.
Avanzaron reptando por el suelo rocoso con las rodilleras. Cuando John llegó a unos quince metros de la puerta delantera de la granja, Entwistle informó por radio de que estaba en posición para disparar las granadas aturdidoras a través de las ventanas de la parte trasera.
—T-Baum, ¿listo para lanzar el gas por la ventana a la izquierda de la puerta? —dijo John por radio.
—Sí, preparado —respondió el aludido.
—De acuerdo. A mi señal, Mike dispara las granadas aturdidoras y T-Baum lanza el gas. Los demás, en cuanto se produzcan las detonaciones, nos vemos dentro.
John se preparó para dar la orden. Por el flanco vio a Tannenbaum, silueteado con un resplandor verde, arrodillándose y colocando un proyectil de gas en el lanzagranadas.
Hubo un fogonazo en la ventana delantera. Durante una fracción de segundo creyó que estaban estallando las granadas aturdidoras, pero de inmediato distinguió una bruma verdosa emergiendo de la cabeza de Tannenbaum.
—¡Dos-cero-tres! ¡Dos-cero-tres! —gritó John pidiendo fuego de cuarenta milímetros—. ¡Enviadlos a todos al Infierno!
Mucho antes del alba, la muralla de Burgos estaba repleta de íberos y de sus aliados italianos. El grueso del ejército de Yugurta se había concentrado al sur de la ciudad, donde habían colocado los cañones después de decidir que en ese flanco los muros eran más débiles.
John y Garibaldi se iban pasando el catalejo para intentar averiguar qué movimientos de tropas se habían producido durante la noche y, cuando la completa oscuridad nocturna empezó a disiparse, tuvieron su respuesta.
—¿A qué distancia calculas que están sus cañones? —preguntó Garibaldi.
—A no más de trescientos metros —respondió John.
—¿Y su infantería?
—Otros cien metros más atrás.
Se movieron por la muralla comprobando la posición de las fuerzas de asedio. Había varios cañones situados en cada uno de los puntos cardinales y un fino anillo de tropas rodeaba toda la ciudad.
—Quieren estar preparados para una salida masiva por las otras puertas, pero han concentrado el grueso de sus fuerzas en la parte sur —comentó John.
De vuelta a ese lado de la muralla encontraron a Aragón, que les informó de que sus tropas estaban ya formadas y preparadas en la puerta sur y las calles que llevaban a ella.
—¿Dónde está Pedro? —preguntó Garibaldi.
—En el palacio. No le gusta mucho madrugar.
Garibaldi mostró una sonrisa desdeñosa.
—Bueno, espero que pueda seguir durmiendo. Va a haber mucho ruido.
John encontró a Brian, Trevor y Charlie junto al cañón. Brian estaba revisando las cuerdas de la plataforma.
—¿Qué te parece? —le preguntó John.
—El ángulo es el correcto, pero me preocupa un poco el retroceso —respondió Brian.
—Haces bien en preocuparte. Sin nada que lo frene, el retroceso es de seis metros. Era todo un problema en las cubiertas de artillería de los galeones.
—Tenemos que sujetarlo mejor apretando las cuerdas —propuso Charlie—. Si choca contra el murete posterior y lo rompe, la caída va a ser sonada.
—Encárgate de eso —le pidió John.
En ese momento los cañones de Yugurta abrieron fuego y la muralla tembló con cada impacto. Las explosiones provocaron una lluvia de piedras.
—¿He mencionado que lo hagas a toda velocidad? —añadió John.
La mayoría de los cañones moros apuntaban contra la puerta sur, con sus portalones de roble construidos con varias capas de madera entrecruzadas para aumentar la resistencia. Los paneles estaban fijados fuertemente con enormes clavos de hierro y las puertas bien protegidas por una barbacana de piedra conectada con la muralla a través de pasarelas. La diana era relativamente pequeña y los primeros lanzamientos impactaron muy lejos.
—¿Estamos preparados? —le preguntó Garibaldi a John.
—Danos unos minutos para fijar mejor el cañón.
Poco después llegó Charlie, agachando la cabeza bajo las almenas.
—Ya lo hemos afianzado —informó.
John le estrechó la mano.
—Quiero comentarte una cosa —le dijo. Charlie pareció prepararse para una regañina, pero quedó sorprendido—. Sé que te has estado culpando de lo que les ha sucedido a tus familiares. Sé que piensas que tal vez podrías haber hecho esto o aquello para salvarlos. Todo eso es absurdo. Tú estás aquí porque eres el más fuerte, rápido y valiente de todo el grupo. Eres un buen hombre, Charlie, y me siento orgulloso de tenerte a mi lado en esta batalla.
—¿Lo dices en serio? —preguntó el joven, estupefacto por esas palabras.
—No lo diría si no lo pensase. Buena suerte hoy, y mantén la cabeza gacha.
Garibaldi se acercó a Aragón.
—Estamos preparados. Será un honor ver cómo das la orden de disparar a tus hombres. Yo haré lo mismo con los italianos y dará comienzo la batalla.
Aragón sonrió y respondió:
—Ya tenía ganas de ver cómo funcionan vuestras nuevas armas.
—Yo también —reconoció Garibaldi—. Nuestro éxito depende en gran parte de ellas.
Aragón alzó el brazo y gritó:
—¡Abran fuego!
Garibaldi hizo lo mismo.
En la llanura que se extendía alrededor de la ciudad, justo detrás de su hilera de cañones, Yugurta vio cómo de la muralla emergían cientos de puntos de fuego anaranjado. Una de las llamaradas era enorme, y su caballo retrocedió asustado cuando el proyectil del cañón les pasó por encima con un zumbido e impactó a sus espaldas. Cayó en el punto en que se concentraban las tropas de infantería y los arqueros moros, y la tierra quedó cubierta de sangre.
Casi al mismo tiempo, los cohetes de Hale caían silbando sobre las posiciones de la artillería enemiga y provocaban docenas de bajas. Y las balas de Minié disparadas por los tiradores españoles e italianos no hacían más que aumentar el número.
Yugurta requirió a gritos la presencia de su comandante, Tariq, para ordenarle que hiciera recular los cañones, pero el libio estaba en el suelo, tapándose con las manos un agujero del tamaño de un melón en el pecho, donde le había impactado de lleno un cohete.
El fuego de balas y cohetes no cesó y cayeron cientos de soldados de primera línea. En la muralla, los recargadores y los tiradores habían cogido el ritmo y mantenían una permanente lluvia de acero y plomo sobre el enemigo. Simon y Brian se habían tapado los oídos con algodón y manejaban el cañón. Un nuevo proyectil destrozó las filas enemigas.
Pese a los gritos y amenazas de Yugurta, las tropas moras rompieron filas y empezaron a huir en desbandada, abandonando los cañones. La infantería, los arqueros y la caballería concentrados en la retaguardia también se dejaron dominar por el pánico ante un inminente tercer disparo del cañón que impactaría entre sus filas. De pronto, una bala de Minié impactó en la vociferante boca abierta de Yugurta, le saltó los dientes y le atravesó la base del cráneo. Solo el estribo impidió que cayese al suelo. El caballo se encabritó y huyó al galope entre los moros que se batían en retirada, arrastrando a Yugurta, cuya cabeza rebotaba en el duro suelo.
Garibaldi divisó la desbandada entre el humo. Dejó el catalejo y le dijo a Aragón que ya podía lanzar a sus tropas al ataque.
El duque dejó caer un pañuelo rojo hacia la parte interior de la muralla y las tropas, lanzando hurras, iniciaron el avance hacia las puertas del lado sur para perseguir a los moros en retirada.
Aragón anunció entonces que se iba al palacio para informar al rey del desarrollo de la batalla.
—Querrá ver el desenlace.
—Esperaré su llegada conteniendo el aliento —respondió Garibaldi con una sonrisa.
En el palacio todo el mundo estaba concentrado alrededor de la enfermería, esperando la llegada de los heridos. Martin y Tony hablaban en voz baja, sentados en un rincón. Alice y Tracy estaban sentadas en un catre y pegaban un bote cada vez que oían un cañonazo, y Arabel y Emily se paseaban de un lado a otro en fila india.
Cuando se abrieron las puertas, esperaban ver llegar a unos camilleros, pero en lugar de eso quienes entraron en la sala fueron guardias íberos armados. Fueron directos hacia las dos hermanas, las agarraron por las muñecas y las arrastraron hacia la puerta.
—¡Soltadnos! —gritó Emily—. ¿Qué estáis haciendo?
Le mordió la mano a un soldado y cuando la soltó, se liberó y puso en práctica sus conocimientos de Krav Maga. Una patada en la ingle y un golpe con el canto de la mano en la nariz bastaron para tumbar de espaldas a su captor.
—¡Dejadlas en paz! —gritó Tony, pero cuando se acercó, uno de los soldados desenfundó la espada y Martin tiró de él para que retrocediese.
Tracy y Alice empezaron a gritar, y cuando Emily se disponía a atacar al soldado que retenía a Arabel, un fuerte brazo la rodeó por el cuello y apretó con tanta fuerza que le cortó la respiración. En cuestión de segundos Emily se quedó inerte. Los soldados arrastraron a las dos hermanas fuera de la sala ante la mirada atónita de los demás, que se quedaron atrapados allí dentro cuando corrieron el pestillo desde el exterior.
No había modo de abrir el cerrojo desde dentro. Tony agarró uno de los cuchillos quirúrgicos de Martin e intentó deslizarlo entre la puerta y el marco.
—Por favor, date prisa —gritó Alice—. Tenemos que ayudarlas.
En la muralla habían dejado de disparar para evitar víctimas del fuego amigo durante la intervención de la infantería. Algunos soldados de élite del ejército de Yugurta se mantuvieron firmes y dispuestos a luchar, pero la mayoría huían en desbandada hacia el sur. A medida que se corría la voz de la derrota, las tropas moras que rodeaban la ciudad abandonaron sus posiciones y también emprendieron la huida.
John felicitó a Caravaggio y Simon y abrazó a Brian y a Trevor.
—La tecnología más avanzada gana cada puta vez —masculló Brian.
—Amén a eso —corroboró Trevor.
—Volvamos al palacio a recoger a los demás —propuso John—. Hablaré con Giuseppe para que me diga cuándo estará listo para partir hacia Marksburg.
En ese momento oyeron los gritos de Tony y lo vieron correr hacia ellos por la muralla.
Llegó jadeando y sin aliento.
—¡Tenéis que venir! —resopló—. ¡Se las han llevado!
—¿A quién? —preguntó John, inquieto.
—A Emily y Arabel. No sé adónde, pero se las han llevado. Martin se ha quedado con Alice y Tracy.
Simon se acercó precipitadamente.
—¿Qué has dicho sobre Alice?
—Ella está bien. Es a Emily y a Arabel a las que se han llevado —repitió Tony.
Trevor ya corría hacia la escalera y John salió detrás de él, seguido por Simon.
Brian gritó que él también iba, pero John se volvió y le pidió que se quedase allí por si la batalla se recrudecía.
Había un par de rifles apoyados contra el muro junto a un barril repleto de balas de Minié. John se detuvo un momento para coger un par de cuernos con pólvora, se llenó los bolsillos de munición y agarró los rifles.
Le pasó uno a Trevor y corrieron por las congestionadas calles de Burgos hasta la entrada principal del palacio, que estaba abierta de par en par y sin guardias a la vista. Simon y Tony fueron directos a la sala en la que se había refugiado Alice mientras John y Trevor atravesaron corriendo los pasillos en busca de explicaciones.
Cerca del salón de banquetes vieron a la reina Mencía que pasaba rápidamente con Guomez y sus sirvientes.
La reina levantó una mano para detener a su cortejo y se acercó a ellos corriendo.
—Su majestad desea saber cómo está el senhor Brian —tradujo Guomez.
—Está bien —respondió John—. ¿Sabe ella qué les ha sucedido a nuestras mujeres, Emily y Arabel?
—Oh, sí, por supuesto que lo sabe.
La reina empezó a responder indignada a la pregunta en cuanto se la tradujeron.
—Dice que Pedro, que ojalá se pudra lentamente en un pudridero, ha secuestrado a las mujeres y ha huido de la ciudad con su guardia real. Parece que ha renegado de todo lo que prometió en su alianza con el rey Giuseppe.
—¿Adónde han ido? —gritó Trevor.
—La reina cree que a León. El rey posee allí un palacio fortificado donde disfruta de prostitutas y cacerías.
—¿En qué dirección está? —preguntó John.
—Hacia el oeste.
Mientras salían corriendo, Guomez los llamó:
—La reina dice que espera que destruyáis a ese bastardo.
Encontraron varios caballos ensillados en el patio principal.
—¿Qué tal va lo de montar? —le preguntó a Trevor.
—Me temo que tendré que apañármelas como pueda.
Antes de montar, cargaron con rapidez los rifles, se los colgaron al hombro y salieron del palacio a lomos de los caballos en dirección a la puerta oeste.
Una vez fuera de la ciudad, espolearon a los caballos al galope con John abriendo camino a través de las abandonadas líneas enemigas. La hierba estaba pisoteada y las huellas eran indescifrables hasta que hubieron recorrido unos tres kilómetros. En ese punto los moros habían girado hacia el sur y la hierba ya no estaba aplastada, lo que permitía distinguir las claras marcas de las ruedas de una carroza y los cascos de varios caballos.
Ante ellos, entre la hierba verde y el gris del cielo se vislumbraba una mota marrón.
—Creo que son ellos —gritó John—. Intentemos no perderlos de vista.
Espoleó a su caballo y este respondió. Trevor agarró las riendas con tanta fuerza que las manos le temblaban e hincó los talones en los flancos de su montura. Los dos salieron disparados al galope.
El carruaje real no era muy espacioso. Emily iba apretada junto a Arabel en una banqueta, con las rodillas rozando las del rey Pedro y el duque de Aragón, que empuñaba una refinada pistola. Las dos mujeres miraban con frialdad a sus captores.
—No te preocupes —le dijo Emily a su hermana—. Vendrán a rescatarnos.
—No estoy preocupada. Estoy enfadada. Muy pero que muy enfadada.
En veinte minutos John y Trevor ya estaban a menos de un kilómetro de ellos.
—Voy a disparar cabalgando, tú me tendrás que pasar tu rifle y recargar el mío. ¿Podrás hacerlo?
—¿Cabalgar sin manos? —gritó Trevor—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
Cada vez estaban más cerca.
John vio que ocho jinetes acompañaban a la carroza, cuatro en cada flanco. Cuando creyó que los tenía a tiro, se metió las riendas bajo la entrepierna, cogió el rifle y apuntó.
Emily oyó el disparo y por la ventanilla de la carroza vio caer a un jinete.
Aragón gritó al cochero que acelerase.
—John es muy buen tirador —susurró Emily.
—Espero que Trevor no esté cabalgando —dijo Arabel—. Me contó que odia montar a caballo.
Emily lanzó una mirada asesina al rey.
—Pareces asustado, cabrón.
—¿Qué dice? —le preguntó el rey a Aragón.
—No lo sé, majestad —respondió el duque—. Seguro que no tiene importancia.
Cabalgando en paralelo, John le entregó a Trevor el rifle con el que había disparado y en cuanto Trevor se aseguró de que no se le iba a caer, le pasó el cargado. Mientras John apuntaba, Trevor se enfrascó en la casi imposible tarea de mantenerse en equilibrio en la silla de montar mientras cargaba en el otro rifle la pólvora y la bala. Estuvo a punto de caerse, pero puso todo su empeño y logró cargar la pólvora desde el cuerno mientras John derribaba a otro jinete.
—¡Lo he conseguido! —gritó Trevor.
—¡Eres un campeón! —le animó John mientras volvían a intercambiar los rifles.
Cuando cayó un tercer jinete, los demás parecieron decidir que no estaban dispuestos a seguir dándole la espalda a ese tirador tan eficaz. Pese a la ausencia de órdenes reales, los cinco soldados que quedaban se detuvieron, hicieron dar media vuelta a sus caballos, desenvainaron e iniciaron una carga.
No hubo tiempo para recargar. John le dio la vuelta al rifle y lo agarró por el cañón todavía caliente como si fuese un bate de béisbol. Trevor le imitó, pero al hacerlo perdió el equilibrio, se cayó de la silla y acabó en el suelo.
Cuando se recompuso, dolorido pero sin ningún hueso roto, John estaba muy por delante, golpeando con la culata a un íbero en toda la cara.
Trevor hizo caso omiso del agudo dolor que sentía en la cadera y corrió hacia donde se desarrollaba la acción. John detenía las arremetidas de las espadas con el rifle, pero Trevor vio que uno de los soldados sacaba una pistola del cinturón y la amartillaba.
No iba a llegar a tiempo, de modo que optó por lanzar el rifle con todas sus fuerzas. Voló por los aires, pero no llegó a tocar al pistolero.
Sin embargo, asustó a su caballo.
El animal se encabritó y el jinete se cayó. Trevor se le echó encima y la emprendió a puñetazos, machacándole la cara.
Cuando el tipo quedó inconsciente, Trevor localizó la pistola bajo su cuerpo y se volvió justo cuando otro soldado estaba a punto de clavarle la espada. La bala de plomo le atravesó la garganta.
Emily sacó la cabeza por la ventanilla de la carroza y vio a John y Trevor cada vez más lejos.
Aragón le gritó que se sentase y le apuntó con la pistola, que amartilló furioso. Emily respondió también a gritos que no hablaba castellano y como él continuó gritándole, ella se sentó y le arreó una patada con toda su alma en plena cara.
La pistola cayó al suelo y Emily trató de cogerla. El rey, con torpeza, intentó sacar una daga, pero Arabel imitó el gesto de su hermana y empezó a patearle.
Aragón, sangrando por la nariz, dejó de pelear y le dijo al rey que debían rendirse. Emily les estaba apuntando con la pistola.
—Ordena al cochero que se detenga —exigió Emily.
El rey y el duque se miraron sin comprender lo que les pedía.
Emily lo intentó en francés:
—Arrêt, arrêt!
Aragón le pidió al cochero que parase y la carroza aminoró la velocidad hasta detenerse.
Emily abrió la portezuela e hizo un gesto con la pistola. Aragón bajó primero, seguido por Pedro.
—Espero que John y Trevor estén bien —suspiró Arabel, y se incorporó para apearse, bloqueándole la visión a su hermana.
—¡Espera! —gritó Emily—. Tiene un cuchillo.
Pero ya era demasiado tarde.
Pedro tiró de ella y cuando Emily pudo contemplar la escena completa, Arabel tenía una daga pegada al cuello.
—Calma, calma —pidió Emily dirigiéndose a su hermana, al rey y a sí misma. Bajó de la carroza con cuidado, sin dejar de encañonar al monarca.
—Dios mío, no dispares —suplicó Arabel.
—No lo voy a hacer, pero no se lo vamos a decir a ellos.
Aragón empezó a gritar y a señalar.
Oyeron la voz de John a sus espaldas.
—Tranquilas. Ya estamos aquí.
—Arabel, no muevas ni un músculo —le dijo Trevor.
—¿Puedo respirar?
—Sí, eso sí puedes hacerlo.
Pedro les gritó que no se acercasen. Para escenificar su amenaza, pinchó la piel del cuello de Arabel con el cuchillo.
—De acuerdo, de acuerdo, no nos vamos a acercar —accedió Trevor.
—Emily, quiero que des tres pasos atrás y me entregues la pistola —dijo John.
—¿No tienes tú una? —preguntó ella. Parecía muy asustada.
—Sí, pero no está cargada. ¿La tuya está cargada?
—Es del duque. Él actuaba como si lo estuviese.
Trevor intervino en la conversación:
—Quiero disparar yo. Emily, pásamela a mí.
—¿La quieres tú? —le preguntó John.
—Sí, la quiero yo.
—De acuerdo. Emily, dásela a Trev.
Trevor cogió la pistola apresuradamente. Aragón y Pedro volvieron a gritar y el rey tiró del pelo de Arabel para dejar su cuello bien expuesto a la daga.
Trevor empuñó la pistola con ambas manos y apuntó. Estaba a dos metros y medio y Arabel le tapaba por completo a Pedro, con la única excepción de unos pocos centímetros de la cara.
—Arabel. Ahora quiero que ni respires, ¿de acuerdo?
Ella tomó aire y contuvo el aliento.
Trevor apretó el gatillo.
Arabel cayó al suelo y Emily lanzó un grito.
El ojo derecho de Pedro había desaparecido.
El rey cayó desplomado junto a Arabel y empezó a hacer movimientos espasmódicos.
Emily se acercó a su hermana.
—¿Estás bien? —gritó.
Arabel abrió los ojos.
—Estoy bien —respondió con la mirada perdida—. ¿Qué ha pasado?
—El bueno se ha cargado al malo —dijo John, dándole unas palmadas en el hombro a Trevor.
Aragón aprovechó la situación para huir. Estaba ya a unos seis metros cuando John cogió la daga, la sopesó y la lanzó con fuerza. Voló dando vueltas y se clavó en la espalda del duque.
El cochero seguía en su asiento, tieso como un palo. John le hizo bajar, lo cacheó y le dejó marchar.
—Suban ustedes, damas y caballeros —dijo—. Conduzco yo.
Cuando llegaron al palacio, encontraron a sus amigos en el patio principal, felices de verlos de vuelta. Estaban reunidos alrededor de Simon, que había estado muy ocupado cargando el motor de vapor de uno de los vehículos para salir en su busca. Dejó salir el vapor y el largo suspiro que soltó el motor pareció expresar lo que todos los presentes sentían. Alice se acercó a él y Simon le rodeó el hombro con su fornido brazo.
—Me alegro de que estéis sanos y salvos —afirmó Garibaldi.
—¿La batalla ha terminado? —preguntó John.
—Los moros ya no son una amenaza —respondió el italiano—. ¿Y Pedro?
—Trevor le ha descerrajado un tiro. Ya es historia. Y Aragón tampoco está muy en forma.
Guomez transmitió las noticias a la reina Mencía, que apareció en el patio.
Su exuberante sonrisa hizo innecesarias las palabras.
—La reina está satisfecha —anunció Guomez—. Muy satisfecha.
—Nuestro pacto era con Iberia —le dijo Garibaldi a Guomez—, no con Pedro. Me gustaría saber si la reina tiene intención de acatarlo.
—Cumpliré con lo pactado en nuestra alianza con una condición —replicó ella.
Garibaldi miró a Caravaggio y Simon y frunció el ceño.
—Pregúntale cuál es la condición.
—Es esta: no quiero gobernar Iberia. No tengo ni la cabeza ni el estómago para hacerlo. Tú, rey Giuseppe, pareces un buen hombre y un monarca adecuado. Tú serás el nuevo rey de Iberia. Yo solo deseo regresar a Bilbao y disfrutar del estatus de reina madre.
A medida que Guomez iba traduciendo, el rostro de Garibaldi se iluminaba.
—Dile que acepto su generosa condición. Nosotros deberemos partir mañana con el alba con un importante contingente de vuestros... quiero decir nuestros soldados. Debemos ir a toda prisa a Germania para rescatar a los pobres hijos de esta mujer.
A Arabel se le saltaron las lágrimas al oír esas palabras.
—Tengo una condición más —indicó la reina, señalando a Brian—. Antes de que partáis, quiero cenar esta noche con el senhor Brian.