20
El almirante de la flota del rey Enrique, el duque de Suffolk, parecía poco dotado para el cargo. Norfolk, el anterior comandante en jefe naval, al que John había mandado a las profundidades del océano, capitaneaba un barco con una arrogancia innata. Suffolk se mareaba en alta mar y se pasó toda la travesía en su camarote, sin aparecer ni una sola vez por la mesa del capitán durante el trayecto hasta Francia.
John le preguntó al capitán del Tornado acerca de ese hombre.
—Norfolk era un bastardo —respondió este—, pero un bastardo capacitado. Suffolk es un inepto, pero parece que el rey le tiene aprecio. Y ante esto, nada más cuenta.
Cuando llegaron a Dover, Suffolk ya les había hecho perder varios días vitales con su insistencia en que el Tornado se cargase de una cantidad desmesurada de provisiones para una travesía tan corta como cruzar el canal. John le había preguntado con insistencia para qué necesitaban tantos barriles de vino y cerveza y tanta comida para un viaje hasta la costa francesa, pero Suffolk había hecho oídos sordos a sus preguntas y había enviado a varios destacamentos de soldados a vaciar las despensas y bodegas de los pueblos de los alrededores.
Al alba, todos los hombres y mujeres vivos estaban en la cubierta contemplando la brumosa costa francesa. John hizo una marca en una hoja de papel que llevaba en el bolsillo. Siete marcas, su séptima jornada en el Infierno. Los días pasaban demasiado rápido y habían hecho pocos progresos. No había modo de rescatar de una vez a Arabel, Delia y los niños. No tenían manera de saber cómo les iba a Brian y Trevor en su viaje hacia Iberia. Pero cuando vio los rostros inquietos pero agradecidos de Martin, Tony, Charlie, Alice y Tracy sintió cierto consuelo. Ya habían rescatado a esta gente, ¿no les habían dado esperanza y, al menos de momento, los habían puesto a salvo?
Suffolk apareció en cubierta y se dirigió hacia ellos tambaleándose. John no tenía claro si estaba borracho, mareado o ambas cosas, pero cuando llegó hasta él comprobó que el aliento no le olía a alcohol.
—Ah, bien, capitán —le dijo al oficial al mando del barco—, veo que ha izado la bandera blanca.
—No queremos que esos cañones nos agujereen, ¿verdad que no, señor? —replicó el capitán.
—¿Dónde hay cañones? —preguntó Suffolk, alarmado.
John señaló hacia dos fortificaciones que destacaban en los acantilados. Estaban en Calais. Él ya había estado allí hacía unas semanas, cuando trataba de rescatar a Emily. En aquella ocasión, al desembarcar les habían disparado desde lo alto de los acantilados y no tenía ninguna gana de que la historia se repitiese.
—¿Cree que respetarán la bandera blanca? —preguntó Suffolk.
—Solo hay un modo de averiguarlo —respondió John.
El Tornado echó el ancla a unos centenares de metros de la costa. Según los cálculos del capitán se podrían haber acercado más, pero a Suffolk le inquietaba demasiado la artillería francesa. Una barca de remos llevó a los que desembarcaban hasta la costa, con uno de los marineros sosteniendo en alto bien visible una bandera blanca.
En la playa los esperaban los soldados franceses con los mosquetones cargados.
John y Emily ayudaron a desembarcar a Alice y Charlie le echó una mano a Tracy para avanzar por el agua hasta la orilla. Una vez en la arena, el bote dio media vuelta a toda prisa y los marineros ingleses remaron de regreso hacia el barco.
El jefe del comité de bienvenida les preguntó en un francés pronunciado con arrogancia quiénes eran y qué les hacía pensar que podían desembarcar cuando les diese la gana en territorio de soberanía francesa. Durante su parlamento no dejó de mirar a las mujeres.
John empezó a preguntar si alguno de los soldados hablaba inglés, pero Tony lo interrumpió y se ofreció a hacerle de traductor.
—¿Por qué no me habías dicho que hablas francés?
—No se me pasó por la cabeza. En cualquier caso, me alegro de poder ser útil —respondió Tony.
—Dile que venimos de muy lejos —le pidió John que tradujese—, del mundo de los vivos. Dile que el rey Maximilien nos conoce y que somos amigos del ministro Forneau. Explícale que ayudamos a Francia a derrotar a los ingleses, alemanes y rusos, que vamos de camino a París y necesitamos su ayuda.
Los soldados se quedaron perplejos al escuchar lo que Tony les decía. Se acercaron con prudencia a ellos y los olfatearon. Un tipo desdentado se aproximó demasiado a Tracy y estiró el brazo para tocarla, provocando que ella se encogiese y gimotease. Desde que William Joyce había abusado de ella, Tracy se había mostrado más frágil que antes, así que Emily se interpuso en actitud protectora y con una llave de artes marciales golpeó al soldado en una pierna y lo derribó.
En lugar de verlo como una provocación, a los soldados la maniobra les pareció hilarante. Cuando dejaron de reírse y el tipo caído se puso en pie, el jefe de la tropa les invitó a seguirles, no sin antes pedirle a John que le entregase su espada y su pistola y registrarles las mochilas. La de John iba llena con el resto de los libros, que habían recuperado de camino entre Hampton Court y Dover, pero a los soldados no parecieron despertarles interés alguno.
—La llave que has hecho ha sido alucinante —le dijo Alice a Emily mientras avanzaban dificultosamente por la arena de la playa hacia el sendero que llevaba a la cima de los acantilados.
—John me ha enseñado este arte marcial —le explicó—. Se llama Krav Maga.
—Emily es mi mejor discípula —añadió John.
—Me gustaría aprender —pidió Alice—. Parece una habilidad muy útil para sobrevivir en este jodido lugar.
—Yo también debería tomar lecciones —reconoció Charlie con tono triste—. Mis hermanos sabían defenderse, pero yo siempre fui un enclenque.
—De acuerdo —aceptó John—. Os enseñaremos los movimientos básicos en cuanto podamos.
—Conmigo no contéis —intervino Tony—. Aborrezco la violencia.
—Yo tampoco me apunto —dijo Martin—. Tony y yo somos tal para cual.
Cuando llegaron a la cima del acantilado el jefe de los soldados señaló una torre a lo lejos y les explicó que pertenecía al conde de Calais. Los separaban de ella tres kilómetros de camino a través de una marisma y cuando llegaron, los soldados montaron guardia en el exterior del castillo mientras su capitán entraba por el puente levadizo.
Emily distinguió algo a lo lejos y se lo señaló a John.
—¿Ves eso? —le preguntó.
—Postes de telégrafo. Había oído que los franceses poseían la tecnología. Probablemente la utilizarán para avisar a París de las invasiones.
Un individuo manco salió del castillo abotonándose con torpeza la arrugada guerrera y repeinándose para resultar presentable.
—¿Es cierto? —murmuró al ver a los llegados de la Tierra—. ¿Es posible que sea cierto?
Tony dio un paso adelante para traducir, pero el conde se pasó a un inglés tosco para dirigirse a ellos.
—Soy el conde de Calais. Mis ojos no dan crédito a lo que ven. ¿Cómo es posible?
—Se lo explicaremos más tarde —respondió John—. Pero primero necesito su ayuda para llegar a París. Nos hacen falta caballos y carros. Tenemos un asunto urgente con el rey Maximilien y el ministro Forneau.
—Pero ese rey ya no gobierna. —El conde hizo el gesto de cortarse la garganta—. El telégrafo ha traído la noticia. Maximilien ha sido destronado.
—¿Eso es malo? —le preguntó Martin a John.
—Depende.
John le preguntó al conde quién era el nuevo rey.
—Es increíble —respondió el conde—. Ni siquiera es francés.
John sonrió y preguntó:
—¿No será Giuseppe Garibaldi, por un casual?
—¿Cómo puede estar usted informado de esto?
—Era solo una suposición, pero creo que he acertado.
—¿Conoce a ese hombre?
—Me atrevería a decir que Garibaldi es un muy buen amigo mío —dijo John.
El conde vio eso como una oportunidad para él.
—¿Le transmitirá al rey Giuseppe que el conde de Calais es un buen hombre que ayudó a sus extraños amigos a llegar a París?
John asintió con ímpetu.
—Le diremos que es usted un tío estupendo y si nos proporciona una guardia armada para acompañaros hasta París, le diremos además que es usted el mejor conde de toda Francia.
Había fallecido siendo joven, un hombre robusto de treinta y cinco años, asesinado por su hermano bastardo. Pedro de Castilla, que pasaría a la historia como Pedro el Cruel por su repertorio de monstruosidades, dejó el mundo de los vivos en 1369, siendo rey de Castilla y León, para convertirse en un monarca mucho más poderoso y despiadado en el Infierno. Evidentemente, muchos otros íberos sanguinarios también acabaron Abajo y hubo muchos intentos de arrebatarle las riendas del poder que ejercía con puño de hierro, pero Pedro era fuerte y astuto. En toda Europa, solo el rey Federico de Germania llevaba más tiempo en el trono.
Había elegido como capital de su reino la región que mejor había conocido en vida y se hizo construir un gran castillo en Burgos, la árida ciudad en la que había nacido. Desde allí, a lo largo de los siglos, había emprendido constantes campañas militares contra sus perpetuos enemigos europeos, atacando y defendiéndose, atacando y defendiéndose. Su última aventura, golpeando a los ingleses con su armada, había acabado en una ignominiosa derrota que le había provocado una monumental rabieta de la que todavía no se había recuperado.
Después de la debacle marítima, había convocado al duque de Medina Sidonia, su comandante naval, a Burgos para que le diese explicaciones. El rey escuchó con paciencia los inacabables relatos sobre balas de cañón que alcanzaban unas distancias increíbles desde las baterías inglesas que las disparaban, hasta que al final se llevó un largo dedo a sus gruesos labios.
—No soporto seguir escuchando vuestra voz —masculló Pedro.
Obedeciendo sus órdenes, los guardias de palacio agarraron al duque y lo inmovilizaron para que Pedro pudiera sacarle la lengua de la boca y cortársela, y después le ordenó a su cocinero que se la friese en aceite para la cena.
El castillo se alzaba en el punto más alto de la ribera del río Arlanzón y permitía dominar toda la planicie central íbera. Estaba considerada la fortaleza más impenetrable de toda Europa. Desde la miserable ciudad, un ejército enemigo primero tendría que superar la muralla exterior, vigilada por arqueros y soldados provistos de piedras y aceite hirviendo para lanzar sobre las cabezas de los asaltantes. Después, ese ejército invasor tendría que bajar el puente levadizo para sortear un profundo foso. El puente, haciendo de embudo, conduciría a esos enemigos a un estrecho pasaje en el que soldados armados con ballestas y picas los esperarían en una segunda muralla exterior. Otro puente levadizo conducía a la muralla intermedia, y un tercer puente levadizo daba acceso al muro del corazón del castillo, el recinto en el que residían el monarca y su corte en los aposentos reales.
Este fue el recorrido que tuvo que hacer Arabel Loughty para llegar hasta el interior del castillo.
Durante su penoso viaje por mar y tierra, la habían acompañado en persona el conde Navarro, embajador íbero en la corte inglesa, y sus dos leales oficiales, De Zurita y Manrique. La disentería de Navarro se había agravado durante el viaje y cuando llegaron a Burgos jadeaba y se mostraba apático. El rey Pedro no mostró ningún interés por su estado. Los embajadores eran fácilmente reemplazables.
Al ser informado de la llegada del valioso envío, el rey Pedro al principio se mofó de la posibilidad de que le hubieran conseguido una mujer viva, pero De Zurita y Manrique, aunque incapaces de ofrecerle una explicación sobre cómo había llegado a su mundo, le juraron, aceptando la tortura eterna si mentían, que Arabel no era una habitante del Infierno y que además era de una belleza cautivadora. Al oír eso, siglos de aburrimiento quedaron de lado y Pedro se dejó llevar por el frenesí de la excitación. Ordenó a sus costureras que le preparasen nuevos trajes para él y para esa mujer tan especial, a sus cocineros que organizasen un banquete y al encargado de su bodega que decantase los mejores vinos y oportos. La recibiría esa misma noche.
Arabel se había pasado todo el viaje llorando, desconsolada por haber sido separada de sus hijos y aterrada ante la idea de que tal vez no volviese a verlos ni pudiese regresar a casa. Si había conseguido sobrevivir al periplo fue gracias a las amables atenciones y ánimos de García Manrique, un granuja que, con su escasa estatura y rostro travieso, se dedicó a entretenerla lo mejor que pudo durante el trayecto.
—Señorita Arabel, le ruego que no llore —le repetía en su excelente inglés cada vez que le traía comida y agua—. Si lograse verla sonreír, mi miserable existencia será mucho más agradable.
Al final, por hacerle feliz, Arabel se las había apañado para esbozar una fugaz sonrisa.
—Si lograse oírla reír, todas mis penas me parecerían mucho más livianas —le dijo él entonces.
Y al final ella le regaló una breve risa.
—Si me contase usted historias de su feliz vida en la Tierra, me convertiría para siempre en su más fiel servidor —le pidió él a continuación.
Para cuando llegaron a Burgos, se habían hecho amigos y lo único que lograba secar las lágrimas de Arabel era la malévola sonrisa y la voz cadenciosa de aquel hombrecillo. El señor De Zurita, un hombre más educado e inteligente que el frívolo García Manrique, carecía por completo de humor, pero sabía reconocer el efecto balsámico que ese granuja ejercía sobre la mujer. De modo que cuando llegaron al castillo, insistió en que el pequeño hombrecillo ocupase una habitación contigua a la de ella para mantenerla lo más animada posible ante su primera cita con el rey.
En lo alto del torreón, Arabel se despertó de una siesta la tarde de su primer día en Burgos y vio a García Manrique balanceando sus cortas piernas al borde de la cómoda cama que ella ocupaba.
—¿Qué tal ha dormido, lady Arabel?
A ella le tembló el labio inferior.
—He soñado que estaba en casa con mis hijos. Pero no estoy allí.
—Pero yo también soy su bebé, ¿o no? —dijo él chupándose un dedo y esbozando una sonrisa—. Mientras usted tenía sus dulces sueños, las criadas han estado trabajando con hilo y aguja y le han bordado un precioso vestido nuevo para su encuentro con el rey.
—No quiero ver al rey.
—Pero debe hacerlo. Él es el soberano y así lo ha ordenado. Los sirvientes de la corte me han contado que está alborotado como un cachorro.
Arabel suspiró sonoramente.
—Cuéntame cosas sobre él.
—He estado intentándolo durante todo el viaje, pero usted no me escuchaba.
—Supongo que ahora será mejor que lo haga.
—Bueno, es un hombre apuesto, joven y robusto. Llevo viéndolo con mis propios ojos desde hace, oh madre mía, doscientos años o más, desde que llegué aquí, y rara vez lo he visto enfermo. Es fuerte de cuerpo y alma, tiene aptitudes para la caza y la guerra, y sabe gobernar.
—¿Qué era cuando vivía?
—Era rey. Un antiguo rey, que gobernó mucho antes de mi época.
—¿Cómo de antiguo?
—Oh, madre mía. De hace cientos y cientos y cientos de años. Ni lo sé.
—¿Tiene esposa, una mujer? García, no sé ni qué preguntar.
—Tiene una reina, la reina Mencía. En vida era una noble portuguesa, no tan antigua como el rey, pero sí más que su humilde servidor. La verdad es que no sé mucho de ella, porque ha decidido vivir en un palacio en Bilbao. Tiene un carácter muy fuerte y creo que al rey no le gusta tenerla cerca. En cuanto a las demás mujeres, bueno, evidentemente él es un hombre y además rey, y los reyes deben disponer de mujeres. Él consigue a cualquier mujer que desee.
—¿Él va a...? —Arabel fue incapaz de terminar la frase.
—¿Él va a qué?
Ella negó con la cabeza.
—¿Él va a violarme?
—Oh, madre mía, lady Arabel, yo no puedo hablar sobre este tema. Vamos. Levántese y aséese un poco. Enseguida vendrán las mujeres que se encargarán de atender sus necesidades. La bañarán, la empolvarán, le traerán pastelitos y vino dulce, y cuando llegue la hora, la vestirán y la acompañarán hasta el rey, que está preparando una fiesta en su honor. ¿Le he dicho ya que está excitado como un cachorro?
Arabel no se resistió a las atenciones de las sirvientas que la rodearon, mujeres anodinas de mirada abúlica que estaban en los huesos y no hablaban inglés. Notaba que sabían que ella era diferente, pero o bien porque la temían o temían al rey, evitaban en todo momento mirarla a los ojos. Se sumergió en un barreño de madera, pero cuando cerró los ojos sucumbiendo al placer del agua caliente y jabonosa, le vino a la memoria la imagen de Sam y Belle dormidos en casa de Solomon Wisdom. Dio una sacudida y se mordió el labio con fuerza para sentir dolor.
Las sirvientas se apartaron cuando rompió a llorar, pero de pronto se le pasó por la cabeza algo que la hizo detener en seco las lágrimas.
¿Qué haría Emily en esta situación?, pensó.
¿Qué haría Emily?
Desde que era niña, siempre había visto a su hermana mayor como la más lista de las dos, la más ambiciosa y con diferencia la más capaz para afrontar retos. Mientras Emily conseguía títulos académicos en física, ella se dedicaba a ligar en Londres y a ir de copas. Mientras Emily construía el MAAC, ella estaba en Australia trabajando de camarera en Bond Beach. Mientras a Emily la nombraban directora de investigación del proyecto Hércules, ella estaba pariendo a sus hijos, y mientras Emily corría medias maratones y aprendía artes marciales, ella se había convertido en una madre sola que se pasaba horas mirando la tele para superar el prematuro fallecimiento de su marido.
Pero ahora la estaban poniendo a prueba con lo mismo por lo que había pasado Emily.
Emily había sobrevivido.
Emily había sobrevivido y había logrado regresar a casa. Ella tenía que hacer acopio de fuerzas y conseguirlo también. Por sus hijos. Por ella misma. Tenía que ser fuerte.
Tenía que sobrevivir.
Tal vez no fuese tan lista como Emily. Tal vez no estuviese tan en forma como su hermana. Tal vez no supiese cómo defenderse. Pero era una Loughty y los Loughty eran escoceses de armas tomar.
Iba a sobrevivir.
Las sirvientas parecieron notar que algo había cambiado en su actitud y susurraron entre ellas en su lengua.
Arabel salió de la bañera y cuando una de las criadas se acercó para secarla, ella agarró la toalla y se secó sola.
Señaló el vestido de seda rojo desplegado sobre la cama para que la entendieran.
—Estoy preparada para ver al rey.
Cuando entró en el enorme y abovedado salón de banquetes, con el borde del vestido rojo arrastrándose por el suelo, Arabel sintió cientos de ojos posados sobre ella. Hombres y mujeres se pusieron en pie, no porque lo mandase el protocolo, sino para verla mejor. Ella trató de controlar la respiración y con cada profunda aspiración el pecho se le hinchaba y amenazaba con reventar el escotado vestido.
De pronto se percató de que García Manrique estaba a su lado. Iba vestido con un elegante chaleco y una levita, que le daban el aire de una de esas figurillas que se colocan en los jardines. Él debió interpretar su sonrisa como una muestra de felicidad y le dijo que se alegraba de verla alegre.
Le ofreció su pequeña mano y le dijo:
—Voy a acompañar a lady Arabel hasta la mesa del rey. Está alborotado...
—Ya lo sé, como un cachorro.
—Exacto.
Los nobles de más rango de la corte estaban situados en la parte frontal del salón, en una mesa elevada sobre una tarima a la que se accedía por una corta escalera. Un hombre arrogante, vestido como un pavo real con un colorido jubón lleno de volantes, se levantó de la silla y se les acercó.
—¿Es él? —preguntó Arabel.
—Oh, no —dijo García—. Este es el duque de Aragón.
Cuanto estuvieron cara a cara con el duque, este la olfateó con tal abandono que Arabel se preguntó dónde iba a terminar aquello, pero su acompañante rompió el hechizo al presentársela en castellano.
Aragón respondió con gran pompa y García Manrique tradujo:
—Dice que es usted como una preciosa flor, señora. Cree que el rey estará encantado. La van a sentar entre su majestad y el duque.
—¿Y tú? —preguntó Arabel—. Ya sabes que solo sé decir «hola», «adiós» y «buenas noches».
—No tema. Yo estaré revoloteando detrás de usted, como un colibrí.
En el centro de la mesa había una silla vacía que García le indicó que era para ella. Al lado había otra tallada con grandes florituras, de respaldo alto y con un cojín de terciopelo a juego con su vestido. Arabel se preguntó si no sería de la misma tela.
El comedor estaba tan silencioso que el simple roce de madera contra madera cuando el duque le retiró la silla para ayudarla a sentarse pareció un estruendoso chirrido. Arabel ocupó su sitio y paseó la mirada por el salón repleto de hombres barbudos y unas cuantas mujeres, y se sintió como una actriz en el escenario, una actriz que no solo había olvidado su texto, sino incluso el argumento de la obra.
De pronto todas las miradas se alejaron de ella y se volvieron hacia una esquina del fondo de la sala. Arabel descubrió allí a un hombre moreno bastante joven que entraba a través de una cortina. Tenía la cara ovalada, la barba bien recortada y negra, y una melena rizada que se desparramaba desde debajo de un sombrero flexible de ala ancha. No era muy alto, posiblemente mediría lo mismo que Arabel. Como el duque de Aragón, Pedro lucía un vestuario más propio del siglo XVII que de su época y resplandecía con su jubón verde y plata y una faja de terciopelo, amplio cuello de encaje, bombachos de un verde brillante y botas negras.
Pedro la divisó en la otra punta de la sala y dio la sensación de no prestar atención a nadie más mientras avanzaba hacia ella. Arabel no reaccionó a la aparición del monarca, no sonrió ni frunció el ceño. Cuando se plantó ante Arabel, primero contempló su rostro y después el escote. Al final, oyó que García Manrique pronunciaba su nombre a modo de presentación formal.
El soberano permaneció en silencio, pero las palabras de Manrique la desconcertaron:
—El rey le da la bienvenida y desea saber más cosas sobre usted.
Mientras Pedro tomaba asiento en su ornamentada silla, Arabel susurró:
—Pero si no ha abierto la boca.
—Él no tiene por qué hablar —le respondió enigmáticamente su menudo acompañante—. Ahora ya se puede sentar.
Pedro asintió sin dirigirse a nadie en particular y desde las cuatro esquinas del salón aparecieron sirvientes con bandejas de carne y pasteles de caza. Un criado llenó la copa del rey y después la de Arabel y la del duque.
El rey comenzó a hablar muy serio con Aragón como si Arabel no estuviese sentada entre ellos. Bebió un poco de vino y probó la carne asada, que estaba dura pero deliciosa. Los dos hombres se inclinaron por delante de ella para seguir conversando. El duque apestaba como todos los moradores del Infierno, pero el hedor del rey quedaba enmascarado por un aromático perfume.
Al final, exasperada, Arabel se volvió hacia García Manrique.
—¿De qué están hablando?
—De los moros. Están haciendo una incursión en el sur. Siempre que nos mostramos débiles, nos invaden.
Durante el viaje, Manrique y De Zurita habían hablado de la reciente derrota de la armada íbera frente a los ingleses.
—¿Ahora estáis debilitados por los ingleses? —preguntó Arabel.
—Sí, seguro que es por eso.
—¿Sabe el rey que soy británica?
—Creo que no le importa.
Al cabo de un rato los dos hombres interrumpieron su charla. Pedro le dedicó a Arabel una amplia sonrisa y le dijo algo, un comentario que requirió varias frases.
García Manrique se inclinó sobre el hombro de Arabel y se lo tradujo:
—El rey dice que tiene mucho interés en saber cómo ha llegado al Infierno una mujer viva. Dice que el precio por usted no ha sido muy alto, ya que es muy guapa. Dice que también tiene unos pechos preciosos.
—¿Lo ha dicho ahora? —preguntó ella.
—Sí, es lo que ha dicho.
—Primero dile que me siento halagada. Después dile que no me pienso acostar con él. Y por último dile que, si intenta forzarme, me mataré.
García torció el gesto.
—¿Quiere que le diga todo esto?
—Exactamente lo que he dicho.
—Espero sobrevivir a esta noche —suspiró el hombrecillo.
Después de escuchar la traducción, Pedro permaneció en silencio durante unos instantes y después empezó a reírse a carcajadas.
En las otras mesas se interrumpieron todas las conversaciones.
Pedro respondió al improvisado traductor, que pareció visiblemente aliviado.
—El rey dice que es un hombre paciente, que lleva mucho tiempo en el Infierno y que su destino es permanecer aquí para siempre. No forzará a la dama. Dice que esperará el tiempo que haga falta hasta que la dama decida entregarse a él.
Con su metro sesenta sin zapatos, Iósif Stalin siempre había confiado en la fuerza de su personalidad para parecer mucho más alto de lo que era, y ahora, furioso y colorado, parecía enorme.
Él y su estado mayor se habían instalado en un elegante edificio apartado del patio central en el castillo de Marksburg del rey Federico desde el que se dominaba el Rin, pero Stalin se quejaba de sentirse como un oso enjaulado.
—Los osos necesitan moverse con libertad —rugió en georgiano—. Necesito poder moverme con libertad.
Solo un reducido número de sus generales y asesores hablaban su lengua natal. Pasha, un inglés, se inclinó hacia el general Kutuzov y le preguntó, en su precario ruso, qué había dicho el zar.
El militar, un hombre panzudo y de labios gruesos con lacio cabello cano, le susurró:
—Creo que algo sobre osos.
Stalin cambió al ruso para continuar su diatriba.
—Este alemán, este bárbaro medieval con cara de ciruela pasa, este puto Barbarroja no hace otra cosa que aprovechar para fortalecer su posición mientras me mantiene a la espera en este horrible castillo.
—Me han asegurado que celebraremos la prometida reunión de estrategia esta misma noche —dijo Kutuzov.
—¿Quién te lo ha asegurado? —preguntó Stalin.
—El duque de Turingia.
—¿Él? ¿Turingia? Es tan antiguo y ridículo como su señor.
—Cree que está bien situado para ser nombrado canciller y reemplazar a...
—No te atrevas a pronunciar el nombre de ese miserable.
—Bueno, pues para ser nombrado nuevo canciller.
Habían abandonado a Heinrich Himmler en el barro después de que John Camp le rompiese el cuello el día que los alemanes y los rusos fueron obligados a batirse en retirada. Era la única buena noticia que recibió Stalin tras la ignominiosa derrota. Esperaba que los lobos hubiesen despedazado el cuerpo de Himmler. Cualquier cosa más leve le sabría a poco.
—¿El rey no dispone de alguien más capacitado que ese viejo chiflado de Turingia?
—Himmler se cargó a todos sus posibles rivales —le recordó Kutuzov—. Lo siento. Ya sé que no tenía que mencionar su nombre.
Stalin fulminó con la mirada a su presuntuoso mariscal de campo, cuya gesta militar más ilustre en vida fue repeler la invasión napoleónica de Rusia en 1812.
—Reinaldo de Dassel era el último consejero eficaz del que disponía el rey —continuó Kutuzov—. Himmler, perdón, hizo purgas entre los cortesanos de su rango y cuando consiguió la cabeza de Reinaldo el mes pasado, ya no quedaba nadie más que él que pudiese ser considerado como un canciller creíble. Ahora escasean los candidatos entre los que puede elegir el rey Federico.
—Tal vez podríamos aprovecharnos de esta situación —meditó Stalin.
—¿Cómo? —preguntó Kutuzov.
—No voy a hablar más —replicó el zar atusándose el bigote y guiñando un ojo—. Y ahora, Pasha, dime lo que has averiguado sobre ese nuevo cañón inglés.
Los rusos se habían apuntado una única victoria en medio de la monumental derrota a manos de los italianos y los franceses. A uno de los carros que transportaba el cañón de Garibaldi se le había roto un eje y lo habían tenido que abandonar. Una patrulla de soldados rusos se había topado con él y habían logrado, a fuerza de músculo, trasladarlo hasta otro carro más sólido. Durante la retirada de Francia trasladaron la pieza de artillería hasta Germania, donde Pasha capitaneó a un grupo de militares y herreros que lo examinaron a fondo. Acababa de regresar a Marksburg para informar al zar.
A Pasha no le gustaba hablar en ruso. Antes de morir había adquirido un buen nivel como lector de ruso, sobre todo de artículos científicos, pero en los siete años que llevaba en el Infierno, casi todo el tiempo en Rusia, se había visto obligado a utilizar esa lengua como el ganso al que alimentan a la fuerza para hacer paté.
—Empezaré diciendo lo que siempre digo —arrancó—. No soy un experto en armamento y no soy un metalúrgico.
Stalin le ordenó ir al grano con un gesto.
—Y yo te responderé lo que siempre te respondo. Posees una brillante mente técnica. Un cerebro del siglo XXI. Algún día nuestro imperio ruso se pondrá a tu altura. Mientras tanto, tienes que trabajar con las tecnologías disponibles de los siglos XVII, XVIII y XIX. Centrémonos en el cañón, por favor.
Pasha suspiró, respirando con dificultad debido a sus pulmones dolorosamente pequeños y apartándose los rizos canos de los ojos. En vida fue un hombre escuálido y con pecho de pajarito y en el Infierno había perdido todavía más peso. Stalin, su ferviente protector y benefactor, se había asegurado de que siempre tuviese generosas raciones de comida y se le proporcionase un alojamiento confortable, pero su depresión crónica lo mantenía hundido como un ancla que han lanzado por la borda. Lo único que lo impulsaba a comer era el miedo a acabar en un pudridero.
—El cañón tiene un diseño simple, pero inteligente. No sé mucho sobre la historia de la fabricación de cañones, pero los militares me han comentado que es probable que este sea una invención de finales del siglo XIX que duró poco tiempo porque quedó eclipsado por los nuevos diseños más avanzados que permitían fabricar los altos hornos.
Stalin asintió con su enorme y pétrea cabeza.
—Tenemos que encontrar ingenieros que nos puedan construir altos hornos. Debemos ser los primeros en conseguirlo en este apestoso mundo. Pero hasta que lo logremos, debemos ir incorporando innovaciones más modestas.
—Estoy de acuerdo, por supuesto —reconoció Pasha—. Podemos aplicar fácilmente las innovaciones del arma italiana. El cañón en sí es convencional, pero se le han realizado unas estrías en espiral en el interior. Las balas incorporan unas pequeñas aristas soldadas que encajan a la perfección en las hendiduras del cañón. Al disparar, las balas salen propulsadas a la vez que giran y con eso se logra que su trayectoria sea más recta y lleguen más lejos. Son esos giros los que producen el silbido característico que todos oímos ese día.
—Colocaron esos cañones en un punto elevado desde el que se dominaba nuestro campamento —continuó Kutuzov— y causaron estragos desde muy lejos.
—¿Por qué nosotros no disponíamos hasta ahora de este diseño? —preguntó Stalin.
Pasha se encogió de hombros.
—Como ya he explicado muchas veces —respondió—, este tipo de tecnología tuvo poco tiempo de vigencia. Es un azar impredecible que llegue al Infierno alguien que conozca esa tecnología en concreto, se mantenga intacto el tiempo suficiente como para transmitir la información y además caiga en el lugar y momento justo en el que se disponga de la capacidad para desarrollar ese invento.
—Y resulta que a los italianos les han confluido todas esas circunstancias —comentó Stalin enojado.
—Parece que sí. La buena noticia es que nosotros estamos capacitados para producir un número ilimitado de cañones en cuanto llevemos a las forjas de nuestro territorio el que hemos capturado para que sirva de muestra.
—Debemos hacerlo de inmediato —urgió Stalin—. Este armamento ha sido clave en la victoria de nuestro enemigo. Nadie hubiera imaginado que la suma de fuerzas de Rusia y Germania acabase derrotada por Francia e Italia. No debemos esperar a regresar a la madre patria. Los alemanes disponen de excelentes forjas, ¿verdad?
Kutuzov negó con la cabeza, provocando la sacudida de sus carrillos.
—No podemos permitir que ellos tengan acceso a esta tecnología. Hoy son nuestros aliados, pero mañana pueden ser nuestros enemigos.
—Soy consciente de ello —asintió Stalin—. Aun así, no abandonaremos esta idea. Y ahora, repasemos los puntos importantes de la reunión estratégica de esta noche.
—¿Puedo marcharme? —preguntó Pasha.
—No, quédate. Me gusta tenerte cerca. Tu cara de amargado siempre me levanta el ánimo. Lo fundamental esta noche es que seamos nosotros y no los alemanes quienes marquemos la agenda. ¿Qué queremos nosotros que suceda?
—Deberíamos traer tropas de refuerzo y atacar primero a Francia y después a Italia —afirmó Kutuzov—. Maximilien debe recibir su merecido. Y después Borgia.
Stalin miró a los congregados y señaló a uno.
—Sal de tu escondrijo, Yagoda, y diles lo que me has dicho a mí.
El coronel Yagoda, el jefe de la policía secreta, emergió de entre las sombras. En vida, Yagoda ya había dirigido la policía secreta, pero fue purgado por Stalin en un juicio amañado tras el cual lo desnudaron, lo golpearon y después le pegó un tiro su sustituto, que acabaría corriendo su misma suerte bajo el mandato de Beria. En el Infierno, Yagoda había logrado sobrevivir como soldado raso del ejército del zar Iván. Cuando el propio Stalin llegó al Infierno, enseguida supo moverse en su nuevo mundo, logró escabullirse de los rastreadores del zar y empezó a buscar y captar para su causa a los viejos camaradas y acólitos que pululaban por Moscú y sus alrededores. Encontró a un buen número de ellos, incluidos a los que él mismo había purgado. El mensaje que les transmitió a esos hombres era muy simple: «Uníos a mí, olvidad el pasado y juntos derrocaremos al mentalmente desequilibrado Iván. Gobernados por el zar Iósif, vuestra vida en el Infierno mejorará mucho». Yagoda se había apuntado.
El coronel era a menudo objeto de mofa, porque su aspecto recordaba al de una rata enorme.
—Aunque necesitamos confirmarlas —explicó Yagoda—, nos han llegado informaciones sobre acontecimientos relevantes tanto en Francia como en Italia. Maximilien y Borgia han sido eliminados, y eso que este último ni siquiera estuvo en Francia. Los dos imperios se han unificado bajo el poder de un nuevo rey.
—¿Quién es? —preguntó un pasmado Kutuzov—. ¿Quién es ese hombre?
—Giuseppe Garibaldi —dijo Yagoda.
—¿Garibaldi? —inquirió el general—. En el mundo de los vivos era una figura de segunda fila, ¿no?
Stalin dio unos golpecitos impacientes en el brazo de la silla.
—Lo que fuese o no fuese en la Tierra aquí carece de importancia. Si Garibaldi ha conseguido llevar a cabo lo que dicen, es un maestro de la manipulación. Yagoda, quiero confirmación de la noticia. Si esto es cierto, creo que será mejor reorientar nuestro ataque contra Enrique de Britania. Según hemos oído, está herido, y nos sería muy útil incorporar su territorio al nuestro.
—Enrique se ha anexionado hace poco Escandinavia —informó el coronel—. Conseguiremos dos territorios por el precio de uno.
Stalin asintió y se puso en pie, una señal que todos reconocieron. La reunión había terminado.
—Venid sobrios a la reunión de esta noche —les pidió Stalin—. Asistiréis a un gran espectáculo y desearéis poder recordarlo.
Al anochecer, la nutrida delegación rusa cruzó la muralla del patio central del castillo y se dirigió al gran salón de banquetes del rey Federico. La estancia estaba iluminada con velas, pero aun así permanecía en penumbra. Las numerosas columnas de considerable grosor que se alzaban desde el suelo daban al lugar de la reunión el aspecto de un bosque. La mesa de banquetes se había desplazado a un lado para dejar espacio al círculo de sillas con respaldos altos.
La delegación alemana se levantó educadamente cuando Stalin y los suyos entraron. En ausencia del rey, que todavía no había aparecido, el duque de Turingia era el miembro de más edad entre los alemanes y asumió el papel de anfitrión para dar la bienvenida a sus aliados. Arrastró sus artríticas caderas y le estrechó la mano a Stalin. Turingia le dio un débil apretón mientras que Stalin casi le rompe los dedos para mostrar su vigor.
Turingia hablaba inglés, un idioma que Stalin entendía.
—Empezaremos en cuanto llegue Barbarroja —anunció, tratando de retirar la mano.
—Podemos empezar ahora mismo —replicó Stalin en ruso elevando el tono. Y le pidió a un miembro de su delegación que hablaba alemán que lo tradujese.
Los germanos parecieron ofenderse, pero de inmediato la atención de todos los presentes se dirigió hacia la entrada, donde los dos guardaespaldas gemelos del rey, los dos corpulentos y musculosos jóvenes que jamás se separaban de su señor, ni siquiera en la cama, acababan de hacer acto de presencia. Hans y Johann cargaban con un gran baúl que cogían por las asas y que depositaron en el centro del círculo de sillas.
—¿Qué es esto? —preguntó Turingia, desconcertado.
—Tengo dos cosas que mostraros —anunció Stalin, que parecía saborear el momento mientras traducían sus palabras—. Caballeros, sacad por favor el primer objeto del baúl.
Los musculosos guardias abrieron la tapa, metieron las manos y sacaron el cuerpo desnudo y decapitado de un anciano. Cuando lo dejaron caer en el suelo, los brazos y las piernas se movieron, como si buscasen su cabeza.
El círculo de asistentes se estrechó en torno al cuerpo y algunos preguntaron en alemán y en ruso de quién se trataba.
—Ahora la segunda cosa —pidió Stalin.
Apareció una cabeza, una testa con una rala barba cana y un cráneo rosáceo y sarroso. Hans la sostuvo en alto. Los apagados ojos parecían escrutar la sala y los labios resecos se abrían y cerraban.
—Hans, Johann, ¿qué habéis hecho? —gritó el duque de Turingia.
Johann escupió sobre la cabeza de Barbarroja y se dirigió a él como si siguiese entero.
—Nos has tratado peor que a perros durante cientos de años, viejo de mierda. El zar Iósif nos trata como seres humanos y nos ha dado más oro en un solo día que el que nos has dado tú durante siglos. Has recibido lo que hace mucho que te merecías.
Los nobles alemanes estaban en estado de shock. Su rey había sobrevivido en el Infierno durante mil años. Pero antes de que a nadie se le ocurriese sacar un arma, Stalin ya se había subido a una silla y reclamaba la atención de todos.
—Por favor, caballeros, sentaos y escuchadme. —Permitió que su traductor tomase la palabra cada vez que hacía una pausa dramática—. Pese a que el Infierno es perpetuo y no tiene fin, está cambiando ante nuestros ojos. El rey Maximilien ha sido derrocado. El rey Borgia ha sido vencido. Francia e Italia se han unido. La vieja guardia se está derrumbando y un nuevo poder está emergiendo. Esta noche voy a presentar a mis amigos alemanes una nueva visión para nuestro futuro compartido, un futuro en el que una Rusia y una Germania unidas y lideradas por Stalin conquistarán no solo Europa, sino todos los dominios del Infierno. Escuchad mis palabras. Escuchadme con la cabeza fría y pensad en las riquezas y placeres que os esperan a todos los que tengáis la visión de uniros a mí.
Había pasado mucho tiempo desde la última visita de la emperatriz Matilde a la residencia del conde de Estrasburgo. Él decía que se trataba de un castillo, pero a ojos de la emperatriz era un cuchitril, apenas un poco más grande que cualquiera de los muchos pabellones de caza de su esposo. Se alzaba sobre la ciudad a orillas del río Ill y parecía hasta alegre en comparación con las deprimentes casas de la ciudad, porque se había construido con piedra de color rosa.
El conde de Southampton se había adelantado para informar a Estrasburgo de la inminente llegada de la emperatriz. Cuando la fila de carros llegó ante el puente levadizo del castillo, Southampton la estaba esperando.
Se acercó al carruaje y la emperatriz de inmediato se dio cuenta de que había algún problema.
—¿Qué sucede? —preguntó—. Te veo demasiado apesadumbrado para mi gusto.
—Parece que el conde no está en Estrasburgo.
—¿No está? —gritó la emperatriz—. ¿Y cuándo va a volver?
—Está en París, majestad, con un ejército de alsacianos a los que hace algún tiempo se les pidió que contribuyeran a la defensa de Francia.
—¿Me estás diciendo que ha estado luchando contra el rey Enrique? —preguntó Matilde, perpleja.
—Así es.
—¿Y cuándo regresa?
—En el castillo no lo saben. Dicen que es usted bienvenida y que harán todo lo que esté en su mano para que se sienta cómoda.
—Bueno, no tenemos otra alternativa que aceptar. No podemos vagar por la campiña, ¿no te parece?
—No, majestad. Lo único que me preocupa es la fortificación. He visto pocos hombres de guardia y nuestro destacamento es demasiado reducido como para poder organizar una defensa adecuada en un castillo tan grande.
—¿Grande? —preguntó arqueando las cejas—. A mí me parece bastante pequeño.
Cuando cayó la noche, Sam y Belle durmieron juntos en su nueva cama en lo alto del torreón del castillo y Delia permaneció sentada a su lado, sobrellevando en silencio su desolación. Nunca en toda su vida se había sentido tan lejos de casa y tan terriblemente sola. Sus amigos y colegas la consideraban una persona alegre, etiqueta que siempre la irritaba, como si mermase su credibilidad entre los descreídos agentes del servicio secreto. Pero incluso ella tenía que admitir que era todo lo contrario de una persona depresiva. Su carácter había sido puesto a prueba hasta el límite tras la muerte de su marido por un ataque al corazón; Delia mantuvo una actitud positiva en el momento de la tragedia y también en los años de soledad que siguieron.
Pero esta noche no se le pasaba por la cabeza nada que se pareciese ni de lejos a un pensamiento positivo. La jarra de vino tinto que había dejado en la habitación un criado bobalicón y de mirada lasciva era su único consuelo.
Cuando oyó los ruidos a lo lejos lamentó haberse bebido tres copas. Al principio parecían voces distantes enfrascadas en una animada discusión. Pero al aumentar de volumen empezaron a semejarse más a gritos y, después, de un modo inquietante, a alaridos. Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada con un cerrojo. Se abstuvo de aporrearla para no despertar a los niños, pero cuando el barullo subió de tono y se acercó demasiado como para hacer caso omiso, comenzó a golpear la puerta y a pedir socorro en su limitado francés.
—¿Qué pasa, tía Delia? —preguntó Sam, frotándose los ojos.
—Nada, cariño. Vuelve a dormir.
—Pero estabas gritando.
—Lo sé. Siento haberte despertado.
Alguien corrió el cerrojo y la puerta se abrió. Apareció Southampton, empuñando una espada con la mano manchada de sangre.
—Rápido —dijo—. Coge a los niños y sígueme.
Delia no podía apartar los ojos de la sangre que goteaba de la espada.
—¿Qué sucede?
—Nos atacan. Han herido de muerte a la emperatriz. Rápido, o estaremos todos perdidos.
Delia se precipitó sobre la cama y cogió en brazos a Belle, que seguía dormida. Sam estaba sentado en el borde del lecho mirando embelesado la espada del conde.
Apareció ante ellos una segunda espada, esta emergiendo del pecho de Southampton, que lanzó un grito y empezó a escupir sangre por la boca. La patada de una bota lanzó su cuerpo a un lado y un hombre bajo y grueso barrió con la mirada la habitación, sosteniendo una espada en una mano y un hacha en la otra.
Delia se quedó mirando el único ojo de ese bárbaro mientras Clodoveo la estudiaba a ella y después a los niños con la expresión satisfecha de un hombre que estaba a punto de hacerse rico.