13
Todo resultaba demasiado familiar.
La triste y pequeña aldea de Dartford estaba tal como John y Emily la habían dejado una semana antes: apestosa, mortecina y destartalada. Aparecieron en mitad del camino, en el mismo lugar en el que se habían colocado para su regreso a casa. Al dar los primeros pasos, sintieron otra vez cómo se les hundían las botas en el barro. Las chozas permanecían cerradas a cal y canto y el camino desierto.
Trevor y Brian miraban a su alrededor en silencio.
—¿Hemos aterrizado en el sitio previsto, jefe? —preguntó al final Trevor.
—Tal como os anuncié —respondió John mientras se quitaba la mochila. Seguía pesando, lo cual era buena señal. Revisó el contenido. Todo seguía en su sitio. Los libros también habían pasado.
Brian despertó de su trance y echó a correr, luchando contra el barro hasta que pudo coger el garrote de madera que había apoyado contra una de las chozas. Estaba toscamente tallado a partir de la rama de un árbol. Lo agarró con ambas manos y se reunió con los otros.
—Muy listo —le felicitó John.
—Es por esto por lo que me pagas ese dineral —respondió Brian—. Nos servirá hasta que encontremos algo afilado.
—No me puedo creer que hayamos vuelto —murmuró Emily.
—Ya sabíamos en qué consistía la misión —replicó John—. En cuatro semanas tenemos que estar de vuelta en este lugar para regresar a casa. Con los demás.
—Eso espero.
—Lo conseguiremos.
La firmeza de John le hizo sonreír.
—Tu talante americano es muy práctico para situaciones como esta.
John les indicó a todos con un gesto que lo siguiesen y cruzó el camino en dirección a la choza de Dirk. No se molestó en llamar. La construcción era chapucera y había agujeros alrededor del marco de la puerta, de modo que anunció su presencia sin necesidad de gritar.
—Dirk, ¿estás ahí? Lo creas o no, soy John Camp.
El interior de la choza se recorría en apenas unos pasos, de modo que a John no le sorprendió que la puerta se abriese de inmediato.
Dirk se le quedó mirando, con las pupilas contrayéndose por la luz matinal. Duck lo observaba por encima del hombro de su hermano.
Duck fue el primero en hablar.
—Ya te dije que vendrían a buscarlos —sentenció—. ¡Te lo dije!
—¿Qué tal si nos invitáis a pasar? —preguntó John.
—Por supuesto. —Dirk se echó a un lado para dejarles entrar—. Veo que nos echabais mucho de menos.
—Sí, como a una resaca de primera.
Emily había mantenido la ingenua esperanza de que Arabel y los niños estuviesen todavía allí. Cuando comprobó que no era así, se desinfló como un suflé mal horneado. También Trevor se mostró decepcionado.
Dirk miró con suspicacia a los dos nuevos viajeros, pero siguió conversando con John.
—Tienes mejor aspecto que la última vez que te vimos.
—Estoy mucho mejor, gracias. Son los milagros de la medicina moderna.
—¿Y quiénes son tus amigos?
—Él es Trevor y él es Brian. Han venido para ayudarnos.
—Vas a necesitar mucha ayuda —le aseguró Duck con premura.
—¿Dónde están? —preguntó Emily—. Mi hermana y los niños.
—Estuvieron aquí —confirmó Duck—. Y Delia también. Pero se los han llevado. Os juro que mi hermano y yo no pudimos hacer nada por evitarlo.
—¿Sabes dónde están? —continuó Emily.
—Sí, lo sabemos. Y os ayudaremos a rescatarlos. Eres un hombre de palabra, John Camp. Dijiste que traerías de vuelta a mi hermano y lo hiciste. Sentaos, tomad una cerveza y os contaremos lo que sabemos.
La mañana iba avanzando. Los seis mostraban ya las cicatrices emocionales de siete días encerrados en esa choza. No es que Rix y Murphy los tuviesen prisioneros, pero no les dejaban salir de esa estrecha vivienda por miedo a que alguien los descubriese. Incluso el uso de la letrina exterior implicaba inspeccionar primero el entorno entreabriendo la puerta trasera para comprobar que no hubiese nadie en los campos, correr hasta allí y volver adentro a toda prisa. A Tony aquello le parecía peor que una prisión, porque al menos en la cárcel sabes cuál es la sentencia que te ha caído y entiendes tu situación. En cambio, Martin lo comparaba con la aventura de los presos a los que enviaban a Australia en el siglo XIX. Cuando aquellos pobres desdichados llegaban a la vasta colonia penitenciaria también eran extraños en una tierra extraña y su esperanza de regresar algún día a casa no era más que una llamita a punto de extinguirse.
A media tarde empezaron a inquietarse.
—¿Por qué no han regresado todavía? —preguntó Eddie.
—Los estamos dejando sin provisiones —respondió Martin—. Lo más probable es que hayan ido de caza después de buscar a sus esposas.
—Quizá han sido succionados en dirección a la Tierra —sugirió Charlie.
Al oír esa idea, su hermano resopló y Charlie le preguntó por qué era tan despectivo.
—Sí, perdóname por dudar de ti —respondió Eddie con sarcasmo—. Supongo que habrán encontrado un armario mágico y ahora estarán en Narnia.
—Esto no me gusta —admitió Tony—. Nunca nos han dejado solos tanto tiempo. ¿Qué se supone que debemos hacer si no vuelven?
Tracy empezó a gimotear y Alice regañó a Tony por ponerla nerviosa, pero él ya estaba harto de tener que actuar con tanta cautela ante esa frágil mujer.
—Tienes razón —dijo irritado—, debería haber dicho qué se supone que debemos hacer incluso en el caso de que vuelvan. Estamos jodidos en cualquiera de los dos casos.
Con el telón de fondo de los lamentos de Tracy, el grupo se enzarzó en una discusión durante un rato, hasta que Martin alzó la mano y les indicó que se callasen.
—Escuchad —ordenó.
Al principio les pareció la irregular vibración de un suelo de listones de madera mal clavados, pero luego se transformó en un retumbo lejano y a continuación en el inequívoco sonido de caballos al galope que se acercaban. Martin entreabrió el postigo de la ventana que daba al camino y vio a varios hombres señalando la choza.
Maldijo y miró las toscas armas que Rix y Murphy les habían dejado.
—Nos van a hacer prisioneros —murmuró.
—¿Deberíamos luchar? —preguntó Eddie.
—Creo que no. Ya sé lo que nos dijeron, pero si lo hacemos acabaremos heridos o algo peor.
—¿Qué nos sucederá si no peleamos? —inquirió Alice mientras cogía la maza de hierro—. Eso es lo que de verdad me preocupa.
—No quiero salir de aquí. No dejéis que me cojan —suplicó Tracy entre lágrimas.
—Alice, suelta esa maza —pidió Martin—. Lo único que conseguirás es que nos maten a todos.
—¿Dónde están? ¿Se están acercando? —preguntó desesperado Tony.
Martin localizó a los jinetes. Eran al menos diez soldados con rifles colgados del hombro y espadas en el cinturón que golpeaban contra el costado de sus caballos.
El capitán de la partida desmontó y habló con el tipo flacucho con el que antes Murphy había intercambiado unas palabras.
Unos segundos después se oyó una voz que gritaba:
—Los que estáis ahí dentro. Salid con las manos en alto o tendremos que entrar y sacaros arrastrándoos por los pelos.
Martin y Tony se miraron asustados y desesperados, pero Eddie tenía otro plan. Abrió la puerta trasera y salió corriendo. Charlie no necesitó que nadie lo animase a hacer lo mismo. Los dos pasaron a toda velocidad junto a la letrina y se metieron en el campo contiguo.
Un soldado al que habían enviado a vigilar la parte trasera de la casa avisó a gritos de que dos hombres habían huido. Salió en su persecución a caballo y enseguida se le unieron más jinetes.
Al mismo tiempo, el capitán de la guardia ordenó asaltar la casa; varios soldados entraron por las puertas delantera y trasera empuñando sus espadas.
Martin levantó las manos, gritó por encima de los chillidos de Tracy que se rendían y les rogó que no les hiciesen daño. Alice dejó caer la maza de hierro.
El capitán, un joven que lucía una melena suelta, se plantó ante ellos y le ordenó a Tracy que dejase de chillar porque le estaba perforando los tímpanos. Los observó con atención y sonrió de oreja a oreja.
—¡Es cierto! Sin duda son diferentes. Fletcher —llamó a través de la puerta—, no hay ningún peligro. Puede entrar sin miedo.
Fletcher, un individuo grueso y con andares de pato, cara rolliza y redonda y labios gruesos, se asomó para echar un vistazo. Una vez dentro, aspiró hondó y mostró su asombro.
—¡Por Júpiter, es cierto! No son como nosotros. ¡Desde luego que no! Me parece que los rumores que circulaban eran ciertos. Esta gente no son muertos, ¿verdad que no, capitán?
—No sé lo que son, señor Fletcher.
—Bueno, ¿estáis muertos? —les preguntó Fletcher directamente.
—Soy médico —respondió Martin— y puedo asegurarle que estamos muy vivos.
—¡Un médico! —exclamó Fletcher—. Y además vivo. Qué valioso. ¿Cómo habéis llegado aquí si no estáis muertos?
—No tengo ni idea de qué ha sucedido —le aseguró Martin—. Estábamos tan tranquilos en nuestras casas y de repente aparecimos aquí.
—Por lo visto no sois los únicos —murmuró Fletcher, paseándose entre ellos para valorar sus nuevas propiedades.
—¿Han llegado más? —interrumpió Tony.
—¿Y tú a qué te dedicas? —le preguntó Fletcher.
—Soy arquitecto.
—¿En serio? ¿Construyes edificios?
—Los diseño. Los dos que se han escapado los construyen.
Llegaron gritos procedentes del campo de atrás. Al parecer los dos hermanos no habían logrado escapar.
—Un arquitecto, vaya. Otra profesión valiosa. Y en respuesta a tu pregunta, sí, nos han llegado rumores de que un colega mío, Solomon Wisdom, de la zona de Greenwich, puso a la venta a personas vivas recién llegadas y ganó un montón de dinero con la transacción. La verdad es que al principio no me creí esas historias, pero resulta que son ciertas. Y ahora, por Júpiter, yo también voy a ganar un montón de dinero.
—Y yo también —apostilló el capitán.
—Sí, capitán. Recibirá su porcentaje habitual. Todos vamos a sacar tajada. Un médico, un arquitecto, una moza atractiva y, bueno, otra moza.
—Vete a la mierda —escupió Alice.
—Una moza deslenguada —matizó Fletcher riéndose—. Valdrá algunas coronas más por ser tan animada.
El capitán completó la inspección de la choza.
—¿Dónde están los dueños de esta vivienda?
—No lo sabemos —respondió Martin—. Salieron esta mañana y no han vuelto.
—Serán castigados con severidad por no informar de vuestra llegada —dijo el capitán—. Con los rastreadores no se juega.
Se abrió la puerta trasera y empujaron dentro a los dos hermanos. Los habían maniatado. Los soldados que los traían dijeron que había algo diferente en esos prisioneros, y entonces se dieron cuenta de que dentro de la casa había otras cuatro personas diferentes. El capitán les ordenó que se ocupasen de sus asuntos y les mandó salir para mantener el orden entre los aldeanos que se habían reunido en el camino.
—¿Por qué habéis salido corriendo? —les preguntó el capitán a los dos hermanos.
—No lo sé. ¿Por qué apestáis todos? —inquirió Eddie con la mirada cargada de odio.
—¿Qué precio tienen dos constructores, señor Fletcher? —quiso saber el capitán.
—Lo normal sería un par de coronas. Pero espero sacar más por lo que tienen de novedad.
—Pues réstemelo de mi porcentaje —pidió; levantó la espada y atravesó con ella el pecho de Eddie.
—¡No! —gritó Charlie mientras su hermano caía de rodillas.
Martin se precipitó en su ayuda, pero la sangre salía a borbotones de su corazón desgarrado y falleció en cuestión de segundos.
Tracy empezó a dar alaridos histéricos y los hombres del capitán tuvieron que retener al furioso Charlie. El capitán apartó a Martin e inspeccionó el cuerpo sin vida de Eddie.
—Parece que en efecto estaba vivo y ahora sin duda está muerto —sentenció—. En unos pocos segundos he visto dos cosas que no había presenciado ni una sola vez desde que estoy en el Infierno: hombres vivos y un hombre al que se puede matar.
John y los demás debatieron el mejor modo de viajar hasta Greenwich, pero al final sus compañeros decidieron confiar en su criterio. John consideraba que hacer el trayecto por tierra requeriría al menos dos caballos con arreos y armas suficientes para defenderse de las amenazas con las que podrían toparse al atravesar ciudades y pueblos durante el recorrido. Dirk se mostró de acuerdo, fresca en su cabeza la espantosa cabalgada con John cerca del Támesis. Eso les dejaba una única opción: el río. No estaría exento de peligros, pero si lograban salir airosos, sería más rápida.
—¿Qué opinas? —le preguntó John a Dirk.
—Te diré algo, durante la pasada quincena ha habido un verdadero desfile de barcos que iban o venían del estuario, pero ese no es su destino, ¿verdad que no? Pasan de largo.
—¿Adónde se dirigen?
—Supongo que a Londres o al palacio de Southampton.
—¿Viajan soldados?
—Desde luego que sí. Hombres de Enrique.
John les explicó a los demás que lo más probable era que procediesen de Francia. Evocó su último encuentro con el rey Enrique VIII, furioso a lomos de su caballo negro, arengando a las tropas en plena batalla dominada por el bando italiano.
—¿Sobrevivió? —preguntó Brian.
—No lo sé —reconoció John.
—Me encantaría conocer a ese hombre. ¿Te lo imaginas?
—Es toda una experiencia, pero no creo que le guste nada volver a verme —advirtió John.
—Bueno, ¿y cómo nos las apañamos para hacernos con uno de los barcos que pasan por aquí? —preguntó Trevor.
Barajaron varias opciones tácticas, ninguna de las cuales parecía muy sólida, hasta que Emily, que no había abierto la boca, dijo:
—Sé exactamente cómo podemos hacerlo.
Antes de dirigirse al río se detuvieron en la casa vacía de Alfred Carpenter, al otro lado del camino, enfrente de la de Dirk y Duck. Los dos hermanos montaron guardia en el exterior mientras los demás entraban. Brian enseguida descubrió el objeto de su deseo, una espada oxidada, corta y pesada.
—Esto me servirá —murmuró, sopesándola en la mano—. Es de diseño romano, de gladiador, muy bien equilibrada. Tendré que entrenar un poco para acostumbrarme a ella.
Incorporaron también varios cuchillos y otro garrote a su repertorio de armas y enfilaron hacia el río, que estaba a unos tres kilómetros campo a través. No había ningún barco a la vista, así que Brian se puso manos a la obra: buscó varias piedras planas y le enseñó a Trevor cómo afilar cuchillos, humedeciendo las piedras con saliva. Después ensayó con la espada bajo la sombra de una arboleda.
Dirk y Duck se acuclillaron en la orilla y, como dos críos, empezaron a lanzar piedras al agua enfangada que fluía por el río, mientras Emily y John permanecían sentados contemplando a los halcones que acechaban en el cielo gris claro.
—No te preocupes. Los encontraremos.
—Dios mío, espero que así sea.
—Hemos llegado solo una semana después. Lo conseguiremos.
—Arabel te caerá bien.
—¿Cómo es que no la conozco?
—Todavía no se había presentado la ocasión —respondió Emily—. Tampoco has conocido a mis padres.
—¿Crees que me darán el visto bueno?
—¿Y por qué no iban a hacerlo?
—Mi pedigrí no es el adecuado. En primer lugar, no soy británico. En segundo lugar, no soy científico. En tercer lugar, soy un soldado. Y cuarto...
—Cuarto: estoy enamorada de ti. Eso es todo lo que tienen que saber, y después están todos los delirantes fragmentos heroicos de los que tal vez podamos hablar alguna vez. O tal vez no.
—Trevor también es un soldado. Van a recibir un doble impacto si sigue adelante con Arabel.
—Estarán encantados de daros la bienvenida al clan Loughty.
Dirk silbó para reclamar su atención. Señaló hacia el este. Un barco se aproximaba a gran velocidad, con las velas a pleno rendimiento gracias a la fuerza con la que soplaba la brisa de la tarde.
Brian se les acercó.
—Es una gabarra de unos doce metros de eslora —explicó—, apuesto a que de casco plano para poder navegar por los canales. Con palo mayor y palo de mesana. No veo ningún cañón. Se trata de un diseño típico de finales del siglo XVIII y del XIX. No es una embarcación militar, pero resulta perfecta para transportar provisiones.
—¿Hay algo que no sepas? —le preguntó John.
A Brian se le iluminó la cara.
—Entonces ¿te alegras de haberme traído?
—Desde luego que sí.
—Yo también —añadió Emily.
—Ojalá tuviese un catalejo —se lamentó Brian—, aunque no creo que viese a muchos hombres en la cubierta.
—Podrían estar en la bodega —dijo Trevor, incorporándose a la conversación.
—Lo dudo —replicó Brian—. El casco es demasiado plano para eso. Los que veamos en cubierta son los que hay.
—Muy bien. —Emily se puso en pie—. Empieza el espectáculo. Espero no acabar en el Infierno por esto.
—Ya estás en él, corazón —bromeó Brian.
Dirk y Duck miraron atónitos a Emily cuando se quitó la chaqueta tejana y se soltó los botones de madera de la blusa. Empezaron a hablar entre ellos en susurros cuando se quedó tan solo con el sujetador de algodón puesto.
—Lo siento, chicos. Fin del espectáculo.
John pidió a los dos hermanos que les siguiesen para esconderse detrás de unos árboles. Emily, vestida solo con el sujetador y los pantalones militares, se acercó a la orilla del río.
Cuando la gabarra llegó a unos cien metros de ella, comenzó a hacerles señas y a llamarles a gritos. Al principio no hubo ninguna reacción, pero de pronto llegaron voces desde el barco y el timonel viró hacia la orilla.
Emily se mantuvo firme y continuó gesticulando mientras la gabarra se le acercaba.
—Cuento siete hombres —murmuró John.
—Yo también —confirmó Brian.
—¿Eso son lanzas? —preguntó Trevor señalando un par de objetos largos colocados en vertical en la popa.
—Parecen más bien pértigas para maniobrar en aguas poco profundas —le explicó Brian—. Pero al menos un par de tíos llevan una espada en el cinturón. Probablemente sean los guardias encargados de proteger la carga. Dudo que tengamos que vérnoslas con siete soldados.
—De acuerdo. —John giró el torso para comprobar los niveles de dolor y movilidad en el costado de la herida—. Preparados para el combate.
Dirk dio un paso atrás.
—De eso encargaros vosotros. Nosotros vigilaremos a la señorita Emily.
—Mirad todo lo que queráis, pero ni se os ocurra pasar de ahí —les advirtió John.
Mientras la gabarra se acercaba a la orilla, los hombres a bordo se mostraban cada vez más excitados ante la visión de aquella rubia sirena semidesnuda que les hacía señales desde tierra. Emily empezó a retroceder cuando un hombre saltó del barco y avanzó por el agua hacia ella, ansioso por adelantarse a sus camaradas en la consecución del premio. Varios marineros mantuvieron la cabeza fría y bajaron las velas cuando el barco llegó a la orilla. Unos instantes después ya había cinco individuos en el agua. Fue en ese momento cuando Emily salió corriendo. Se dirigió a toda prisa hacia el bosquecillo y se metió entre las altas espadañas.
John vio que Brian se santiguaba y agarraba con fuerza la empuñadura de la espada. Trevor y él tendrían que apañárselas con los garrotes y, si eso fallaba, hacer uso de los cuchillos.
—Brian, nunca te lo he preguntado —susurró John acuclillado y listo para levantarse—. ¿Alguna vez has matado a alguien?
Brian se puso en pie y respondió:
—Jamás he vertido sangre, colega.
—Vaya, así que es la primera vez para todo —comentó Trevor, poniéndose también en pie y aspirando hondo antes del combate.
Cuando los del barco ya estaban muy cerca del bosquecillo, John salió de su escondrijo detrás de un árbol blandiendo el garrote como si fuese un bate de béisbol. Brian lo siguió, con un cuchillo en una mano y la espada en la otra, mientras Trevor daba un rodeo hasta el flanco de la arboleda para atraparlos en un movimiento envolvente.
Uno de los tipos del barco gritó que era una trampa. Se detuvo en seco y él y otros dos hombres desenvainaron las espadas. Los otros dos al parecer iban desarmados y salieron corriendo de vuelta al barco.
—Trev, tienes que evitar que partan —le gritó John.
Uno de los soldados, un tipo rubicundo, cargó contra John con la espada en alto, pero Brian se plantó ante él y gritó «acción», como si su único modo de entrar en combate fuese mediante la señal de un director dándole pie a actuar. Los otros dos soldados se mantenían expectantes, lo que permitió a John observar cómo se desenvolvía Brian.
Se oyó un único choque de metales y, de forma inesperada, el soldado dejó de luchar. John pronto descubrió el motivo. La mano con la que Brian empuñaba el cuchillo estaba roja por la sangre que brotaba del pecho del soldado. El tipo boqueó sonoramente varias veces y cayó desplomado.
Brian parecía aturdido.
John les gritó a los otros dos espadachines, que no parecían más mayores que Dirk y Duck:
—Si queréis acabar igual, venid. Si no, soltad las espadas y os dejaré marchar.
Mientras los dos soldados dudaban qué hacer, Trevor dio alcance a los dos hombres desarmados que habían salido corriendo hacia el barco y la emprendió a garrotazos gritándoles que se detuviesen. Aterrorizados, obedecieron y le rogaron que no siguiera golpeándoles.
—Largaos —les ordenó Trevor—. Corred por la orilla en la dirección en la que habéis venido y dejaré de aporrearos, ¿de acuerdo?
Echaron a correr, volviendo inquietos la vista atrás para asegurarse de que no los seguía.
Entretanto, los espadachines también consideraron que era mejor no luchar, dejaron las armas sobre la hierba y salieron corriendo; no tardaron en dar alcance a sus camaradas.
Los dos marineros que quedaban en la gabarra decidieron que había que largarse sin demora. Saltaron al río e intentaron empujar el barco hacia la corriente, pero Trevor les gritó que dejasen de hacerlo. Cuando se acercó a ellos, se asustaron y nadaron a toda prisa río abajo y la corriente les hizo ganar velocidad.
John se arrodilló junto al soldado caído y comprobó su estado. En la Tierra ya estaría muerto, claro, pero aquí no lo estaba; jadeaba y gimoteaba. Brian soltó el cuchillo y la espada y se sentó en la hierba, aturdido.
—¿Estás bien? —le preguntó John.
—Joder, no. Acabo de matar a un hombre.
—No está muerto.
—Le he atravesado el corazón.
—Aquí las cosas funcionan de un modo diferente.
Brian se acercó y negó con la cabeza al ver al tipo.
—Pues parece que tienes razón.
—Eres rápido, ¿sabes?, muy rápido —reconoció John—. Me has dejado impresionado.
Brian se encogió de hombros y trató de limpiarse la sangre de la mano con la hierba.
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó.
—Lo dejaremos aquí. No podemos hacer nada por él.
Brian se aproximó al hombre y le dijo:
—Lo siento, colega. Alguien debería haberte advertido de que no debes vacilarle a un tío que tiene su propio programa en la BBC.
Emily reapareció con Duck y Dirk, ambos claramente decepcionados porque ella se había vuelto a poner la blusa.
Trevor les llamó desde la cubierta de la gabarra.
—Nuestro transporte nos espera —dijo John.
—¿Sabes navegar? —le preguntó Emily.
—Hace mucho que no lo hago, pero creo que me las apañaré.
Brian recogió las armas que habían quedado en el suelo y le quitó el cinturón y la funda de la espada al soldado caído.
—Yo soy un marinero de primera —se ofreció.
—Este hombre es un todoterreno —se asombró John, dándole una palmada en la espalda.
—¿Qué quieres que hagamos nosotros? —preguntó Duck.
John les dijo que volviesen a la aldea.
—En cuanto localicemos a los demás, regresaremos y nos quedaremos con vosotros hasta que hayan pasado las cuatro semanas.
—Dile a Delia que Duck espera volver a verla.
—Lo haré. Seguro que le alegrará saberlo.
—Bueno, pues que tengáis un viaje sin incidentes —les deseó Dirk—. Yo me voy a dedicar a fabricar una buena cantidad de cerveza. Sé lo mucho que te gusta la cerveza, John Camp.
—Dios mío, John —exclamó Emily—. Tu reputación ya ha llegado hasta aquí.