En lo que se refiere a ser o no sodomita, podría negarlo en redondo, pero no voy a hacerlo. Entre otras cosas, porque creo que, si Dios nos puso esa vía placentera, no la ceñiría a tener hijos y abstenerse en los demás casos. Eso es como si, dándonos la posibilidad de saborear y paladear los alimentos, la Iglesia nos obligara a no tomar más que pan duro y agua por la simple razón de que eso nos bastaría para sobrevivir. La acusación que se hizo de tal afición mía a la Inquisición vino de varias fuentes. Entre otras, la de algunos inquisidores, sodomitas ellos también y conocedores de esa compañía. Una compañía que el Renacimiento, de artes y costumbres, había resucitado claramente en Italia, donde tuvo abundantes y señalados miembros en todos los sentidos, y que había llegado, entre aplausos y loores, a las tierras de España. En ella, se afanaban muchos Grandes por formar grupos entre los que se intercambiaban la mercancía, y abundaban extraordinariamente los mozos de buen talle y anca espléndida.

Mi casa en Madrid he dicho ya que era una Corte, donde no sólo se jugaba a los naipes, sino donde se conversaba, se leía, se paseaba, se contemplaban hermosas obras de arte, no todas esculpidas o pintadas: algunas eran vivas y bien vivas, candentes, libres, tentadoras y tentadas. A mi servicio, aparte de figuras de mayor entidad, de las cuales, si dijera el nombre causaría no ya asombros sino hasta muertes repentinas, tenía una turbamulta de mozos de servicio o de cuadra, rufianes para mi guarda personal o para casos especiales, como el del Verdinegro, que requería contratos distintos y secretos. No hay que insistir en que casi siempre se elegían pajes jóvenes, de buena facha y de disposición lucida. Si esto daba lugar a murmuraciones, sería porque los murmuradores me envidiaban; siempre se ha dicho que a nadie amarga un dulce. De estos pajes, bastantes eran extranjeros: mis negocios personales o los que tenía en común con la Princesa, fuesen o no a espaldas del Estado, se desarrollaban fueran de nuestras fronteras, a través de los Virreyes, de los embajadores, de los banqueros de Alemania o de Génova, de espías, dobles o no, y de confidentes que preferían, por tener mayor libertad, vivir en otras partes. De tales muchachos, algunos eran ya casi familiares míos; nuestros primeros contactos habían sido quizá algo carnales, pero después, por fidelidad, habían permanecido junto a mí.

Nadie puede decir, y menos ella, que no fui cumplidor, en cualquier aspecto, con mi esposa, doña Juana de Coello, a la que hice ocho hijos. Pero quiero recoger aquí las confidencias que le hice a aquel ejercitador de latín y griego, Juan de Basante, que acortaba mis días trabajando en la Cárcel de los Manifestados de Zaragoza. Si me hubiese apetecido -es lo primero que quiero decir-, lo habría tenido quizá más veces de las que me apeteciera. No fue así. Yo vi el terreno apropiado, y me gustó escandalizarlo por ver cómo fingía escandalizarse, mientras el deseo de probar esos bocados, no los del veneno, se le salían por los ojos. Todo comenzó porque un muchachillo, Antón de Añón, el que me traía la comida que me guisaba su padre para mayor seguridad de que siguiera vivo, se había ido a Madrid en busca de fortuna. Lo hizo ante mis relatos de la vida allí y de la mayor libertad de costumbres y de la facilidad para hacerse de dineros un jovencito así como él, tan lascivo, tan dado a la carne y destilador de amores como él era. Se lo conté a Basante, en latín, que era la lengua que de común hablábamos: para eso estaba él. Y no tardé en saber que había sido tomado el jovencillo por el inquisidor Pacheco, muy enemigo mío. Dos cosas podrían suceder: que le apretaran las cuerdas para que cantara contra mí, o que le apretaran otras partes del cuerpo para gozo del inquisidor. Sucedió una tercera, que consistía en la unión de las otras dos. Pero eso tardó algo. De momento, lo que sucedió fue que Basante me preguntó si hubo vías carnales entre Antoñico y yo:

–Eso se sobreentiende -respondí, y me divirtió que sus ojos se pusieran como platos que deseasen ser llenados-. El muchachito es dado a la molicie y muy aparejado para todo.

Basante se hacía el bobo o quizá es que lo era.

–¿Qué queréis decir? – preguntó con un hilo de voz.

Y como escandalizar es siempre una manera de ejercer magisterio, ejercí el mío frente al suyo de griego y de latín.

–Mira cómo se hace el ignorante… ¿No ha sido su merced teatino? ¿Y por allí no se usaban esas cosas? Tan mala presencia no le veo como para no suscitar ardientes pensamientos. – Él sonrió apenas bajando los párpados, ufanado sin duda y bien dispuesto-. No me venda ahora hipocresías.

–Puedo decirle que no sé una palabra de lo que me habla su merced. Soy ignorantísimo en eso.

–Pues es una moneda que en la Corte corre que se las pela. La estrella que amaneció en Italia alumbra Madrid con fulgores titilantes y crecientes. Ya no hay casa en que no brille alguna. En Italia me eduqué, pero aquí hay cosas que nunca eché de menos. Y ya sabe el apocado que los españoles, si se apasionan, no tienen rival en cosa alguna. Todo el señorío de Madrid y la Grandeza de España que conozco han probado a calmar la soledad con esta bebida, más fuerte que el vinillo aguado que los matrimonios proporcionan. Mis pajes son celados y celosos, y se me arrebatan con frecuencia con mejores ofertas, y hasta hay quienes se han apretado a cuchilladas por ellos, dados la competencia y el calor que despiertan. Por eso me preocupa qué será de Antoñico en Madrid; si no se hará una buena subasta con su cuerpo, dado que se niega a volver con sus padres… Ay, si fuese su merced de verdad sacerdote, si hubiese concluido su vía crucis de teatino, ya le confesaría cosas que lo enloquecerían.

–Él, yo creo que se habría hecho sacerdote allí mismo con tal de oír lo que le prometía, que le ponía ya orejas de soplillo.

–Pero su merced… -comenzó.

–Ni puto ni bujarrón he sido. Un poco como las putas sí debo de ser. Porque ellas, cuando no son de provecho para sí, se hacen alcahuetas de otros como último entretenimiento, que es lo que cumplo ahora -agregué con malicia-: Pero sí soy pecador. Eso gracias a Dios. Y amigo de mis gustos.

–Pero ¿qué es lo que llama sus gustos su merced? Que no logro entenderlo. – Yo me eché a reír.

–No finja, señor maestro, que ni los griegos ni los latinos fueron tan estrechos de alma. El ver una hermosa mano joven y un delicado rostro de color sano; el ver una piel suave y luminosa, unos ojos calientes, y todo sin afeites ni alcohol, es de tanta satisfacción a todos los sentidos, que allá se van, unos detrás de otros, a conseguir su amorosa cacería. Y van sin la aprensión del engaño, como de ordinario sucede con las hembras, que piensa uno tocar una mano o una mejilla y toca una pomada o un afeite; piensa uno besar unos párpados o una frente, y roza con los labios una máscara de tocados y grasa.

Algo así, y algo más, fue lo que testimonió el insatisfecho al tribunal de la Inquisición, menos insatisfecho que él. Y no tardamos en enterarnos, por desgracia, de qué fue de Antoñico de Añón, al que acusaron de los mismos delitos, infeliz criatura. Vivía, como dije, en casa del inquisidor Pacheco: la peor posada que encontrarse pueda, con el que sin duda tenía, creo que a su pesar, tratos carnales. Cinco declaraciones hizo sobre mí. En ninguna habló de delitos del sexo, entre otras cosas porque supongo que él no los consideraba de tal fuste. Tampoco le preguntaron nada. Es natural que el inquisidor le hubiera puesto a los interrogantes su mordaza, no fuese a volver la pregunta contra sí…

Contaba quince años. Sonreía sin pausa cuando ponía sobre mi mesa la comida en la cárcel. Su madre y su padre, familiar éste, ay, de la Inquisición, la guisaban y la disponían. Días hubo en que Antoñico me acompañó en comer, y lo hacía sin cesar de sonreír. Se quedaba en la cárcel conmigo, y dormía, mientras estuvo allí, en mi aposento. Y hasta me ayudaba en las tareas de escritura, porque era bien dispuesto el mancebito. Yo, procurando su bien, le di unos dineros y lo hice mirar a Madrid, a que volara; pero algún pajarraco se interpuso. Dijeron después que se había presentado en el Tribunal de Pacheco, como si fuera tonto para meterse solo en la boca del lobo. O quizá lo hizo en nombre de su padre, sepan Dios y la Virgen. Y para decir lo que dijeron: que, sin que su padre lo supiera, se había ido a la Corte por no servirme más a mí. Y que, de parte de su madre, habían ido a buscarle para que volviese, pero que le pareció que iban de mi parte fingiendo y no quiso volver… Ángel de Dios. Lo torturaron tanto, que acabó diciendo que yo tenía cómplices, y que el inquisidor Morejón era uno de ellos. Qué más hubiera deseado yo. Todo mentira… Y aseguraron que, en la última o penúltima declaración, había caído enfermo gravísimo. Y que in articulo mortis, ya con la extremaunción administrada, le hicieron declarar de nuevo, y se ratificó en todo lo dicho. Cuánta crueldad. Tenía quince años, o quizá dieciséis ya. Luego he sabido la verdad. No fui yo quien lo convenció para que, en Madrid, buscase vuelos propios. Fue el imbécil marqués de Almenara quien buscó otros mozuelos para que lo empujasen con tentaciones de fortuna. Y luego lo prendieron los alguaciles con el fin de que me acusara de lo que ellos querían. Y Pacheco, en la cama, seguro que lo persuadió a lo mismo… Y el chiquillo, tan lleno de gusto por la vida, viéndose en una trampa, callaba, y se metía dentro de sí una vez y otra. Y, como si se tratase de mí, lo descoyuntaron con tormentos, y así murió de ellos. Y se supo en Zaragoza y en su casa. Y lo supe yo en la cárcel, y lloré. Y no perdió con este feo relato nada mi causa. Perdió la del Rey y la de los infames sayones de la Corte y la del Santo Oficio que, por ser sólo aragonés y conocerme, asesinó a una flor llena de vida y de ansias de gozar. Una inocente criatura que yo puedo jurar que era oro puro.

Pero la acusación más grave que con estos motivos de la carne se hizo contra mí, la hizo alguien que yo no conocía y no llegué a conocer. Un hombre honrado y bien nacido, según aseguraba, administrador de las Salinas de Galicia, llamado Luis Arias Becerra. Un hijo de perra, delator por dinero, de los muchos que vivían a costa del Santo Oficio, que se necesitan agallas para seguir llamándolo así. Alejado de la gracia real, quería recuperarla y encontró esa manera. Declaró aquel vil pájaro que conocía a un hombre, algo pariente mío y criado en mi casa, que le había contado relaciones carnales ocurridas entre su señor y él, y otros criados y pajes. Aludía, por lo visto, a Juan Tobar. Ese estaba en la cárcel, acusado como testigo falso mío, y lo era, en el proceso de Madrid por el envenenamiento de Pedro de La Hera. Y había sido además condenado a galeras. Fue llamado, y al principio me defendió, porque sabía que así se defendía; pero, cuando le propusieron liberarlo del remo si cantaba, cantó y vaya si su voz llegó muy alto. Como, al principio de todo, dijo que él fue violentado, cuanto sucediera después cayó sobre mi espalda. Y no ahorró detalles, que él conocía mejor que yo la mayor parte de las veces, porque era más joven y más deseoso y deseado. Salió toda una lista de nombres compañeros, unos tan sólo de la carne; otros de carne y de pescado. Y ya, lanzados, otros de pescado tan sólo: espías, negociantes, recaderos, de profesión valientes y enterados.

Un italiano, llamado Luis de Busatto, milanés, que cuando le venía el cosquilleo y el trallazo invocaba a alaridos a toda la corte celestial, y a mí me daba risa. Otro, llamado Pedro de Cárdenas, que estaba, en el momento de la declaración, sirviendo al Almirante de Castilla, amigo mío y duque de Medina de Rioseco: los almirantes de Castilla no han visto nunca el mar, ni siquiera en los cuadros, pero han visto otras cosas. Unos cuantos flamencos, como Guillermo Staes, a quien quise y me acompañó cuando no se vio obligado a irse porque me detenían: nuestra historia fue un largo coitus interruptus. Cuando tenía trece años vino a mi casa; me sirvió ocho meses hasta que me prendieron; luego me acompañó en Turégano, hasta mi salida de allí, cuando él se fue con el embajador de Florencia. Al tiempo que me aliviaron de las cadenas y me permitieron un criado, Guillermo retornó, hasta que le dieron en Malinas, fue Granvela, una canonjía, de la que acabó hartándose y cediéndola a un hermano suyo, y tornó en busca mía: traía recuerdos y recados y ofrecimientos de Flandes, y quedóse conmigo, ya preso, en las casas de Cisneros. Cuando huí, se colocó con el embajador de Venecia; pero Hans Bloch, que saldrá ahora enseguida y estaba conmigo aún en Zaragoza, le dijo que ese oficio de repostero allí era peligroso, que volviese conmigo, y con él por descontado: yo le había pedido a Hans que así lo hiciera: me alegraba tener a esos dos pajes a mi lado, como si todo siguiera igual que antes y yo no hubiera envejecido; y vino, pero a los ocho meses me prohibieron tener más de dos criados, y Guillermo, con cartas mías, se largó a Barcelona con aquellos amigos genoveses a quienes antes aludí: el dueño de una huerta cerca de Zaragoza… Todo estaba relacionado, como siempre, en mi vida: dar puntada sin hilo no me gusta… Yo deseaba que Guillermo pasase luego a Italia para ir después a Flandes con recados políticos y financieros míos. En Madrid sospechaban que Guillermo, sin saber con certeza que era protestante, podría dar argumentos que avalasen mi herejía. De ahí que lo detuviesen en Igualada, cerca de Barcelona, sin dejarlo llegar a ella. Registraron sus papeles y no encontraron nada. Vázquez de Arce, aquel malvado juez, pidió que se lo enviasen por Valencia a Madrid, en manos ya del Santo Oficio. Guillermo declaró ante él. Nada dijo en mi contra. Se le dio tormento: se le apretó como ellos dicen. Resistió heroicamente. Veintiocho meses se le tuvo preso. No dijo nada, en ningún sentido, perjudicial a mí. No actuó como tantos españoles miedicas. En Cataluña, enterados del arresto secreto, se produjo un movimiento popular de rebeldía por ir contra los Fueros del Reino, creyendo que en Madrid habían matado al preso. Los inquisidores, asustados por servir a fines políticos del Rey, escogieron la devolución de Guillermo; hubo el Rey de acceder y lo mostraron vivo y salvo. Salió de España y no supe más de él. Supongo que se curó de su afán de aventuras y de tener amigos tan peligrosos como yo. Y acaso se volvió a Malinas en busca de aquella canonjía, que no sé por qué razones le daría Granvela.

De su otro amigo fiel, Hans Bloch, poco que decir tengo. Llegó de Amberes estando yo preso ya en Madrid; me acompañó en Turégano y luego en Zaragoza. Llevaba mis billetes a Mayorín, que, supongo, si le fue posible, gozaría con él. Hans, en aquella época, era blanco y muy rubio. De firme cintura, espigado, y ya hombre con espada. Lo quería mucho yo, y peleaba con él frecuentemente por fuerza del cariño. Su declaración ante el Santo Oficio demostró que era simple o se lo hacía. Nada obtuvieron de él en mi disfavor.

Las otras acusaciones de sodomía fueron con Requesens, de muy buena familia, que murió luego con la Armada Invencible: en ella se perdió casi todo, hasta mucha hermosura. Con Juan de Arritia, hijo de Gaspar de Arritia, un buen criado de Su Majestad. Con un muchachito apodado Varguitas, hijo de un huésped de la casa donde vivió y murió el pánfilo de Pedro de La Hera, un chico guapo que me miraba y sonreía. Con Gabriel Ángel, sobrino de un buen tratante de sedas de Toledo; a mí no me importaba nada el tío, sino la hermosura del sobrino. Con Antonio González, criado de un González Espinosa, que tenía a su madre en la portería de San Felipe, pero sobre todo un cuerpo esbelto, de hombros altos y cadera escurrida, y un rostro de tierna picardía. Con un hijo, Pedro, de María Mirabel, lavandera de la señora infanta, que merecía el título más que ella… A todos interrogó la Inquisición: algunos aguantaron, por no descubrirse ellos mismos, el tormento; otros dijeron lo menos que podían. Ellos, cariñosos mozuelos, se quedaron cortos, y mi medio pariente, Juan Tobar, también se quedó corto, porque la lista era mucho más larga. Fue en lo único en que se quedó corto mi pariente, porque era bien dotado.

Había en Pau un médico navarro, que hacía méritos, para volver al sitio del que estaba desterrado, contando cuanto creía de interés al Virrey de su tierra, un majadero marqués llamado don Martín de Córdoba. Ése decía que Mayorín y yo teníamos allí opinión de sodomitas, y contaba lo que asegura que se contaba en Pau: que buscábamos muchachos de buen parecer y que no nos gustaban los barbados; que les dábamos mucho dinero y los vestíamos bien; que los muchachos hablaban de nosotros entre dientes, y sus padres aseguraban que debían quemarnos… Y añadía alguna que otra mentira más. Pongo por caso, que una mujer que lavaba en su casa había contado, en presencia de gente, que tuvimos en cierta ocasión un muchacho aguador echado en una cama, y que, como dio voces, lo dejamos ir y tapamos su boca con dinero. Y también que de esto se había hablado en el palacio de Catalina de Bearn… Cuánta calumnia, y qué poco conocimiento del poder de la plata y de lo fácil que es convencer a un chiquillo aguador de que se desnude pensando en otra cosa. Salvo que él prefiera dejarse desnudar. Y pensar en lo que hace.

De esta dulce epidemia inofensiva se convencieron todos cuando, muerto Felipe II, el marqués de Denia, amigo mío antes de transformarse en duque de Lerma, mandó hacer una relación de los papeles más delicados del reinado anterior al secretario Antonio Navarro de Arrategui. Y más vale que no lo hiciese nunca. Se descubrieron círculos secretos, focos que se extendían, complicidades sotto voce expresadas, asociaciones de gente que pensaba que ni la belleza ni el amor tiene aquel o este sexo… Y a algunos que formaban estos grupos hubo que condenarlos. Entre ellos, al Príncipe de Áscoli, hijo de doña Eufrasia de Guzmán, dama de doña Juana, la hermana de Felipe II. Cuando se supo de aquel embarazo, el Rey la casó con don Antonio de Leiva, hijo del héroe de Pavía. Así, el tercer príncipe de Áscoli era hijo de Felipe II. Pero no tenía en común ni el numeral. El muchacho era atrevido, valiente como su abuelo paterno y con un rostro hermoso, sacado -no hay que decirlo- de su madre.

El Rey supongo que algún día perdió el habla y alguna noche el sueño. Sabía, por alto que él estuviese, que yo era ya definitivamente libre de sus rehalas, y que tenía conmigo los secretos de Estado que podía vender o pregonar. Los secretos escritos en los papeles que Antoñico de Añón, al que violaron y mataron, les había contado que estaban en un arca, escondidos por el fundidor Molinos. Su casa la allanaron sin encontrar ni rastro. Ni que yo fuera idiota. Lo único que ya me contendría era la vida de mi mujer y de mis hijos. Y, además, el Rey sabía que mis secretos lo eran de verdad absoluta, no los que sabía él por los espías dobles y los contraespías que llenaban Europa. Mis pruebas eran las que formaban la gran policía interior y la vida misma del Rey: aun los que él había ya olvidado o querido olvidar. Los que le dolían no tanto porque desacreditaran a su persona, sino porque ella representaba a Dios.

Yo tenía cincuenta y dos años cuando llegué a Pau, todavía disfrazado con un traje grosero y pastoril: reconozco que ahí estuve teatral en exceso. A la entrada de la villa, un capitán de la guardia me detuvo. No podía imaginar que yo era aquel a quien representaba mi embajador Gil de Mesa, y el portador del beneplácito de Catalina de Borbón. Ella, Madama, había mandado prevenir caballos para mí. Y a caballo entré yo en la Corte bearnesa; pero vestido de pastor. No estoy seguro de haber acertado con una actitud tan lastimosa. De ahí que, enseguida, le regalara a la señora un caballo espléndido, bayo y con cola y cabos negros, casi engatado, que me trajeron de Sallent. Al principio se nos alojó a Gil de Mesa, a Cristóbal Frontín, a Mayorín y a mí en la casa del capitán Violet, soldado y diplomático de confianza, encargado de llevar las noticias a Enrique IV, el hermano de Madama Catalina. Su Corte no era muy rica; pero su población era llana y pacífica, con una aristocracia bastante refinada y caballeresca, y sin el rigor de la española. Yo me sentí a mis anchas. Al menos, al principio. Creo que, si no hubiese sido por los atentados de los que hablaré, me habría quedado allí. Sus calvinistas no eran intransigentes: como Sully, proclamaban que Dios era igual de honrado con la religión romana que con la protestante. Y que el Rey se dejaba llevar, hasta el final, por esa convicción, lo sabe toda Europa. También, en justa reciprocidad, los católicos allí eran más comprensivos que otros europeos. De los españoles, ni hablo.

Pero, por encima de todo, en Pau, estaba la Regente, Madama, a la que desde el primer día veneré. Tenía todo lo mejor de su abuela Margarita de Valois y de su madre Juana de Albret. Gozaba, como su hermano, de una enorme atracción personal, que te envolvía desde el primer momento. Calculo que emanaba de su generosidad. Una generosidad que se ganaba, de forma misteriosa, la inmediata simpatía de quienes los tratasen y que los llevaba a ellos mismos a ser algo enamoradizos. Por sentimentales, por poéticos y también por dadivosos de sí, por entregados. Entonces Catalina amaba a Carlos de Borbón, su primo, conde de Soissons, voluble en religión, en política y, pobre Madama, también en el amor. Ella sufría por él. Pero sufría de una manera tan auténtica como literaria, tan sincera como artificiosa, y que la hizo volcarse en mi confianza, puesto que yo iba precedido de la fama de haber luchado con Felipe II por el amor de la Princesa de Éboli, cosa que no era cierta, pero que no me convenía desmentir. Por Catalina sentí un respeto, una gratitud y una fascinación humana que jamás había sentido antes. Ésa fue la razón de que cuando, disgustada de Bearn por cuanto había sufrido su corazón en él, viajó a Saumur, la acompañara yo. Y de que siempre que le escribí, floreciesen como una primavera los extremos de mi pluma sin el menor esfuerzo.

Pero volvamos al principio. Lo cierto es que yo no me encontraba seguro en sitio alguno, porque los brazos del Rey Felipe eran muy largos. Pero en la casa del capitán Violet, menos aún: me veía rodeado de sombras enemigas. De ahí que, en diciembre, se me trasladara a la Torre de la Moneda, adosada al Castillo, con muy buen aposento, buen fuego y buen lecho con sábanas de seda. Fue en medio de aquella comodidad donde planeé, como por agradecimiento más que por venganza, la infortunada conquista de Aragón.

Por la situación de aquel territorio, casi a caballo entre España y Francia, y por ser tan propicio a todas las maquinaciones y favorecedor de todos los proyectos, así como por su gobierno liberal, al que me habría gustado tanto complacer, tuve esa idea de la invasión de las tierras que yo acababa de dejar. Hablé primero con el presidente del Consejo, señor de Robinneau, tan en contacto con espías como sus ministros y funcionarios. Y luego con un franciscano español apóstata, fray Alonso de Coello, que entonces se llamaba Fugier. Ambos me animaban y confiaban en mí, y no hacían oídos sordos a una leyenda que corría en torno mío: el atentado que planeaba contra Felipe II. Yo hablaba con naturalidad de la real familia, quizá alardeando demasiado de mi confianza, para que así su traición resultase más cruel. Y me manifestaba muy partidario de la Princesa Isabel Clara, mucho más que del heredero, producto de un matrimonio de veras ilegítimo por casi incestuoso. Me ofrecí, ante Madama Catalina, a gestionar el matrimonio de Isabel Clara, quejosa porque no la casaban, con Enrique IV. Y, movidos por impulsos acaso exagerados (no, decididamente sin acaso), prometía media España a la posesión del Rey francés, y un gran número de señores y Grandes de Castilla a su disposición. Quizá la libertad, ganada con tanto esfuerzo, me hacía desmesurarlo todo. Y el afecto y cariño que sentía por la familia del Bearn, que fue al principio como una borrachera. Y, desde luego, confundir lo que era un movimiento local zaragozano, en pro de la libertad, con lo que se pensaba en el resto de Aragón y en otras muchas partes de su entorno.

Yo creía contar, y mis acompañantes, con los montañeses y con la gente del llano: olvidábamos que la mayoría deseaba hacer méritos, después de la revuelta a que asistimos, con los poseedores de la fuerza. Y asimismo confiábamos, como ingenuos, en el alzamiento de los moriscos, tan vejados y asediados por la Inquisición, sin percibir que los de Valencia eran bastante más rebeldes que los de Aragón. Y que el alzamiento de Cataluña, con el que soñábamos, era una entelequia. Y ya una loca quimera que se uniera a tal propuesta Castilla… Cuando me quedaba a solas, recordaba aquella, todavía no lejana, profecía del duque de Alba y en su fracaso. El corazón, cuando se calienta, olvida cuanto desea olvidar. Y yo fui testigo, en las revueltas de Zaragoza, de que no se había contado con ayuda ninguna: yo mismo lo preví. Así fue, recordando el propósito de Escobedo el Verdinegro, de invadir desde la Montaña la Península, como acabé planeando invadirla desde Bearn. Aunque en él ya se tenía idea, porque la publicación de dos opúsculos por mí escritos, en casa de mi amigo Martín de Lanuza: Un pedazo de Historia de lo sucedido en Zaragoza, y Un sumario del Discurso de las aventuras de Antonio Pérez, había sido realizada allí después de impresos ambos, y acababan de salir a la luz. Fue mi querida amiga la Princesa quien pagó la impresión.

El doctor Arbizu, aquel navarro ya citado, se oponía a todo movimiento que precediese a la muerte del Rey Felipe. Pero Enrique IV, desde Chartres, dio su consentimiento a mi plan, que en todo caso le favorecería, porque Felipe habría de detraer parte de su ejército para atender el ataque a Aragón, con lo que desatendería su ayuda a la Liga, contra la que Enrique luchaba. Él, hugonote todavía, tenía como enemiga acérrima a la Liga católica: Francia se encontraba en guerra civil. De modo que el organizador de todo mi plan, entre los míos, fue Martín de Lanuza. El resto estaba indeciso por tener que aliarse con herejes. De ahí que, aleccionado por mí, don Martín argüía:

–Cuando se trata de defender la patria es lícito incluso contar con herejes. Además, la mayoría de los bearneses que nos acompañarán son católicos, y los que no, se abstendrán de cometer cualquier desmán u ofensa contra las cosas sagradas, cosa que los aragoneses no tolerarían.

Hubo, de todas formas, quienes se abstuvieron. Hablo de entre los nuestros. Y el propio don Diego de Heredia intervino, sin mando y con tibieza. Quiero decir que el entusiasmo no era indescriptible. Tanto es así, que la Princesa tuvo que mandar a Gil de Mesa con órdenes precisas de que obedeciesen a Lanuza. Por si fuera poco, Arbizu, espía del Virrey de Navarra, para hacer méritos ya había contado toda la trama. Incluso exagerando: se trataría, primero, de asesinar al Rey, y de aprovechar luego el desconcierto para entrar por los tres reinos de Navarra, Aragón y Cataluña, donde Enrique sería recibido como Señor. El general Vand4me había ordenado que ningún francés figurase como capitán, para mayor soltura de los españoles.

El día 5 de febrero de 1592 llegó la orden de partida enviada por Enrique IV. El mariscal Mantignon también se puso en marcha, muy a regañadientes, porque él habría preferido un ejército, por lo menos de treinta mil hombres y cuatro mil caballos. Se hizo, pues, la expedición al camino el día en que yo recibí la noticia de la muerte de la Princesa de Éboli, la persona más viva que jamás pudo haber. No hay, sin embargo, mal que por bien no venga: tanto había sufrido desde que la vi por última vez, que más de cien veces parecía que, ella tanto como yo, habíamos muerto ya. Y su recuerdo era aliado mío.

Miguel Donlope, el hermano de mi amigo Manuel, arropó el puente de Taradel, por donde a los dos días irrumpió Martín de Lanuza. A pesar de estar allí su casa y sus vasallos, fue recibido con muy poca adhesión y bastante frialdad. Y en Sallent se descubrió un celo felipista que llevó, cuando los invasores fuimos derrotados (hablo como si yo hubiese ido con ellos), a cruzar la frontera perseguidos, y a apresar a don Diego de Heredia, tan poco partidario de esa briega. Los nuestros, no obstante, ocuparon el valle de Tena, con salida por el paso de Santa Elena, al sur, conducidos por Gil de Mesa y Manuel Donlope, que capturaron a los capitanes enemigos. Unos días después, Gil se apoderó de Biescas, en el camino de Huesca y Jaca. Pero los aragoneses reaccionaron: primero, porque eran extranjeros los invasores; segundo, porque eran luteranos, y cometieron, contra lo prometido, más por codicia que por odio, tropelías, robos y sacrilegios. En las ciudades sin duda mandarían más los Fueros; pero en el campo lo que predominaba era la rebeldía contra los señores, que ahora venían mandando. Jaca y Huesca se alzaron con ímpetu. Y todo vino abajo. Madrid recompensó a los vencedores. Bearn se consternó y reaccionó contra los emigrados y los huidos que los habían llevado, con engaño, al degolladero.

Madama ordenó que yo no saliese de la Torre. Convencido estoy de que no como prisionero, sino para precaverme de cualquier ataque mientras se sosegaba el ánimo de sus súbditos. El espía Pascual de Santisteban, que volveré a mencionar, nos comunicó que un cuñado suyo, criado de la Princesa, me acusaba de mal hombre, traidor a mi Rey natural, que había causado todas las rebeldías y muertes ocasionadas, con falsas promesas y planes equivocados, que salieron al revés de como se prometieran. Y, por si fuese poco, lo que más se lamentaba era el acabamiento del comercio entre Bearn y Aragón, del que se mantenía la mitad de la zona, es decir, que preferían matarme a mí, tan malo y bellaco, a comer faisanes. Si eso fuese posible, porque de ahora en adelante iba a morir de hambre mucha gente. Con lo cual se exacerbó la manía de acusarnos a Mayorín y a mí, que no asistimos a la invasión, de sodomitas.

No fue del todo este desastre el que me hizo abandonar Pau, sino una larga serie de amenazas unidas al traslado, con encierro, a la Torre ordenada por la Princesa Catalina y a mi deseo de conocer al Rey Enrique.

Respecto al primer punto, ya había tenido algunas experiencias en la cárcel de Zaragoza, aunque la voluntad del Rey no pareciese muy decidida, porque de ser así hubiese conseguido asesinarme. Pero, ¿cómo encontrar entonces, asesinado ya, y dónde y en qué situación, mi principal defensa: los papeles?

Por el contrario, al refugiarme en el extranjero, se multiplicaron los atentados, alguno de los cuales me hirió hondo en el alma. No tanto el de Miguel Donlope, que, cuando se produjo el desastre, se separó de nosotros y volvió a Zaragoza, donde fue preso, y donde se comprometió a volver a Francia y regresar con Lanuza y conmigo. No hablo de ése, sino de una traición del mismo Lanuza, que conocí a través de mis propios espías en la Corte. Un doctor Cortés, a través de una carta, ofrecía al Consejo de Madrid la entrega de mi persona por Martín de Lanuza. El Rey contestó aceptando con ciertas condiciones no muy fáciles. Tal respuesta enfrió la intención de ser perdonado, a costa mía, de mi íntimo amigo, y ya permaneció siempre a mi lado. Quizá el empestillamiento de ese echacuervos de la Inquisición fue lo que me salvó.

Otro caso fue el del señor de Pinilla, que, después de presentárseme con trescientos soldados en mi huida, compareció ante el Santo Oficio de Toledo, donde estaba su amigo Morejón; pero fue encarcelado, hasta que propuso cambiar su libertad a costa de mi muerte. Tan meticuloso se había vuelto el Rey, que le obligó a dejar en rehenes a un cuñado del caballero, por llamarlo de una manera exagerada. Ignoro lo que sucedería con esa familia tan unida.

Mucho antes, recién llegado yo al Bearn, colaboró conmigo y fue hecho prisionero en la invasión aragonesa un tal Tomás de Rueda. Conducido a la cárcel de la Inquisición, para hacer mérito a sus ojos, me escribió una larga y falsa epístola, tratando, por mi bien por supuesto, de que me reintegrase a las manos del Santo Oficio. Mi contestación fue tal que a Rueda, sin más protocolos, se le entregó al brazo secular para su ejecución. Donde las dan las toman.

Sin embargo, éste resultó sólo el comienzo. Fue llegar yo a Pau, y empezar a sembrarse por doquiera dineros, dones, dádivas, caballos, ámbares y propinas para comprar voluntades en mi contra. Qué curioso que haya algún canon por el que, para matar a un cristiano perseguido, se pueda tratar con luteranos, y no haya ninguno que, para salvarse, lo permita. Un tal Bustamante, mercader de guantes y olores, debía apoderarse de mí para entregarme en Sallent a un caballero, si es que lo hubiera sido, que sospecho fuese el mismo Pinilla. Ofrecía, con muchas más promesas, tres mil ducados a quien le ayudase en mi captura. Yo conseguí que nadie me entregara. Pero por el momento.

Porque hasta el propio Mayorín estuvo complicado en una intriga infame contra mí. Tan novelero era, que verme convertido en un problema nacional le entusiasmaba, habiendo en lontananza sustanciosas prebendas. Él pasó, de animarme hablando de astros protectores o pedriscos, y de jugar al naipe con presos de la cárcel zaragozana y dejarlos sin blanca, hasta hacerlos creer que era nigromante, al extremo de que, llegados a Pau, se distanció de mí y comenzó a sufrir las tentaciones que el doctor Arbizu tramó a mi costa. Mayorín había soñado con los tesoros del Rey de Francia. No se prestó la cosa. Y cuando el cochino navarro le habló de parte de Reyes y Virreyes para que, en contra mía, hiciese lo que Felipe ansiaba, a cambio de mercedes, de rentas, de perdón e indulgencias plenarias, vio el cielo de par en par abierto y se comprometió. No por mucho tiempo, ésa es la verdad. Porque pronto me envió una carta confesándome todo: se había propuesto envenenarme, pero al doctor navarro no le pareció castigo suficiente; entonces se puso a disposición del otro, llorando por mi comportamiento con mi Rey. (Es preciso aclarar que Mayorín, pese a su gran apariencia era muy blando de ojos; y pese a sus escarceos amorosos con mujeres, sobre todo con una, manejada por Arbizu, y que dio con sus huesos en la cárcel, era más sodomita que cualquiera.) Arbizu lo consoló y lo reconquistó sugiriéndole aquello en que él podía servir al Rey de España dejando de servirme a mí y entregándome a él. Y de esta forma se comprometió. Hasta que, llorando de nuevo otro día, nos lo contó todo a mí y a mis amigos, y fue en busca de su cómplice, que jugaba absorto al ajedrez, y le tiró dos veces de la capa, le preguntó qué noticias había, y, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, le arreó un puñetazo que le tuvo mucho tiempo en el suelo sin conocimiento. Fueron los dos prendidos y juzgados. Se consultó con Madama que, algo escandalizada, nos mandó salir a todos de la Torre y que tuviésemos nuestras casas por cárceles, con fianza. Tras de mis explicaciones -esta vez me tocó llorar a mí para que no hubiese duda de mi sinceridad-, la Princesa desterró a Arbizu y a Mayorín. No volví a saber más de ninguno de los dos.

No sé si os acordaréis, lectores, del Burcesico de Zaragoza. Pues su padre, un zapatero que colaboró en el motín del pueblo con denuedo, cayó luego bajo la influencia y sugestión de Martín de Córdoba, el Virrey de Navarra, que me odiaba. Prometíale en sus cartas el oro y el moro, y le recomendaba prisa, mucha prisa. Y este emigrado, lejos de su casa, entre el hambre y la persecución, se dio ya por comprado. Gracias a Dios fue detenido, y se le encontraron los materiales que iba a utilizar para envenenarme. Burces fue condenado a muerte. Pero, por entonces, o aquel mismo día, regresó de Burdeos Catalina, y en un banquete de recepción le contaron la historia. Ella, alterada, se volvió hacia mí mientras a sus pies se arrodillaba Burces, a quien desde la cárcel habían traído. Yo le pedí el perdón para él y le fue concedido. La Princesa, magnánima, lo desterró, dándole, por si fuera poco, unos dineros.

Arbizu, antes de ser a su vez desterrado, intentó que me prendiese un flamenco medio loco, Juan Ronnius. Era humanista y alquimista, persona nada desdeñable. El plan previsto era doble. Uno primero consistía en que, como muchas tardes yo destilaba en las retortas de su laboratorio mis esencias, y después paseábamos hasta media legua de Pau, no muy lejos de España, hacia Juranson, famoso por sus vinos, podría haber allí siete u ocho soldados que se apoderasen de mí, cruzaran el río y diesen conmigo en Aragón. El segundo plan, por si las moscas, era que los soldados entrasen en la casa de Ronnius mientras comíamos y bebíamos, y me llevasen hacia Tarbes, donde algunos miembros de la Liga católica se harían cargo de mí para entregarme a los españoles.

Todo esto, una vez descubrieron, ya por confesiones, ya por fracasos, ya por arrepentimientos, me desanimaba y me tenía en vilo. Y no es que fuera fácil asaltarme: sólo salía de la Torre al Castillo, y la Torre era fuerte, con puente levadizo, seis soldados de guardia y la centinela de ronda. A veces iba hasta los jardines, donde había mucha gente, y aun así siempre andaba acompañado de mis aragoneses. A pesar de todo, hubo un señor de Garro, que se ofreció a matarme, ante el gobernador de Pamplona, don Pedro de Navarra. Para eso trató de utilizar al citado Santisteban, pariente del hombre que me tenía a su cargo en la Torre. Tal plan no tuvo éxito y me lo contaron a posteriori. Pero el Garro, tozudo, intervino otra vez: ésta, a través de un tal Peyrac, que, en unión del capitán Danguin, resolvió capturarme. El precio de este servicio era grande, tres mil ducados. Pero el camino hasta España quizá fuese más grande aún: la violencia del rapto y tres ríos que cruzar con un hombre viejo ya, cansado y probablemente muerto por tanto sobresalto.

Otro que fue detenido, por sospechoso de atentado, fue un tudelano llamado Artez, pariente del señor de Mora y de los caseríos de Sangüesa, prófugo en Aragón del ejército de Castilla, que aspiraba a redimirse con mi muerte. Yo creo que era gente alocada, sin otro sentido que el de la propia supervivencia. Como aquel Galeote aragonés, carretero de oficio, que había hecho una muerte en la Masilla, en Navarra, condenado a la horca, conmutada por galeras a perpetuidad. En La Rochela se fugó, y decidió usarme a mí para salvarse.

En realidad, para ser sincero, yo no tenía buen ambiente en el país, por otra parte demasiado próximo a España. Toda esta suma de hechos tiró mi ánimo a tierra. En el mes de julio caí en la cama. La Princesa se preocupaba por mí, y yo, bien educado, le decía que no me pesaba la muerte sino por la falta que podía caber al servicio de su alteza. Total: entre los atentados y la invasión absurda y fracasada, todo me daba prisa para organizar un viaje a Inglaterra, más lejana y segura. Y porque los proyectos de agresión a España serían desde allí más fáciles y más grandiosos, dado su potestad marina. Sin contar con los favores y la amistad que, de joven, había tenido mi padre con la futura Reina Isabel, a espaldas de su hermana María Tudor. Qué errado estuve confiando en la firmeza de la memoria humana.

Nada más llegar a Pau, el espía Marban me avisó de que un residente de Bayona, llamado Chateau Martin, negociante a favor de Isabel de Inglaterra y de Antonio de Crato (el cual me enviaba, en nombre de su hija, unos guantes de ámbar), quería hablar conmigo para convencerme de que hiciese una visita a Londres. En mi nombre mandé a alguien que acababa de conocer y que hablaba francés; se trataba del doctor Arbizu, que luego me daría tanta guerra. El hecho era que, si yo quería servir a la Reina inglesa, haría que me diesen buen entretenimiento y un navío seguro. Yo respondí, con cautela, que estaba en Bearn por la fuerza de las circunstancias y no por mi gusto, pues no esperé más de aquella tierra que lo que había visto y hallado. La verdad es que de agradecido no pequé, pero qué iba a hacer si, en aquel lugar, de siete personas que te tropezases por la calle, eran espías nueve. En la primavera de 1592 volvió a insistir Chateau Martin, y yo mandé a Inglaterra con él a mi rodamonte Gil de Mesa, con una misiva para la Reina, que me temo que me saliera algo conceptuosa: equivocación que suele acontecerme cuando escribo en latín y quiero quedar bien.

Pasaron los días y en junio todavía estaba en Pau. Me enteré, por un contraespía, de que un espía había escrito a Madrid «que la Princesa me tenía entretenido dándome muchas esperanzas de parte de su hermano, y comunicándome que, si el Rey de España me había quitado la hacienda, el de Francia me la retornaría». A mí me pareció una exageración, porque estaba convencido de que Enrique IV, aunque quisiera, no daba dinero a nadie: entre otras razones, porque no lo tenía… Eran ya los finales de noviembre, y ni Gil de Mesa había vuelto ni había cambiado mi angustioso panorama.

Pasado el invierno, y con la primavera del 93 llegó Gil de Mesa de Inglaterra con noticias muy gratas. Había yo ya considerado la posibilidad de irme a Holanda para imprimir allí mi Apología contra Su Majestad. Pero sucedió que entonces mi viaje hacia Isabel le interesaba más que nunca a Enrique IV, y también mis confidencias para organizar una acción conjunta franco-inglesa contra las costas españolas, dirigida por mí y por Antonio de Grato, al que yo entonces consideraba poderoso y no vacuo, como cuando luego lo conocí. Y sucedió entonces que el Rey francés escribió a su hermana, sumida en lacerantes crisis de amor, para que fuese a Tours a encontrarse con él y me llevase a mí. Y emprendimos el viaje.

Primero nos detuvimos en Burdeos, y de allí fuimos a Saumur, donde nos esperaba Enrique el Rey. Recuerdo que me miró de pies a cabeza, me sopesó, me sentí casi tocado por él, traspasado por él, y, al fin, se sonrió. En una de las primeras conversaciones que tuvimos, no sé cómo, llegamos al tema de los moriscos, que él quería manejar en su provecho, como también lo había intentado yo con resultados negativos. Recuerdo que, por entonces, habló el Rey, sin saber que era espía doble, con Gaspar del Castillo, y no fue prudente al rebelarle la cuestión que yo pintaba de rebelión dentro del Reino de España y del número aproximado de moriscos que en Aragón se alzarían, en Valencia y en Fraga, camino de Barcelona, con agentes previamente preparados y coadyuvantes en Sevilla y Madrid. Don Martín de Lanuza afirmaba en silencio, presente en la conversación. Y en el proyecto entraba, aunque ausente, Isabel de Inglaterra. Cuando tuvimos noticia, no mucho después, del desarme de los moriscos aragoneses, fue cuando caímos en la cuenta de que Gaspar del Castillo lo había contado todo, bien y deprisa, a Felipe II. Y nada pudo hacerse.

Pasado un poco, con una carta del Rey de Francia muy cariñosa, partí para Inglaterra. Decía la carta:

«Una de las alegrías que he tenido en mi viaje a Tours ha sido ver al señor Antonio Pérez… personaje no menos capaz del lugar que ha ocupado que indigno de las persecuciones que sufre. Tenía decidido retenerlo a mi servicio, pero estimando que Vuestra Majestad tendrá interés en verlo, lo dejo ir, seguro de que oiréis de él cosas que os serán útiles… Después os ruego que me lo devolváis no tarde, para emplearlo, tanto en lo que concierne a vuestro servicio como al mío, poniendo los dos en la misma consideración, y con vuestra satisfacción por encima de todas las cosas.»

He sabido después -estas cosas siempre se saben después- que nunca le caí bien a Enrique IV: quién lo diría. Por lo visto, mi deferencia y mis servicios los malinterpretó como una falsa cortesía de exiliado. Se dice de él que tenía un espíritu de muchacho fresco y jovial, y que en eso residía el secreto de su eficacia. Quizá yo no supe ver tanto esa eficacia, y cuando lo conocí tenía él ya cuarenta años y yo cincuenta y tres.

En mi viaje a Inglaterra me acompañó el Vidamo de Chartres, es decir, el señor encargado de defender y cuidar las tierras de esa Abadía, ahora encargado sólo de cuidar de mi vida y regalo. Yo disfrutaba con ilusión pensando en el efecto que mi viaje causaría en España, donde la personificación de la herejía era justamente Isabel. Y tanto efecto fue que, siempre en su propia guerra, el Rey arreció sus prisiones a Juana de Coello y a mis hijos.

Según tengo entendido alguien ha contado que Isabel me recibió mal y fríamente. No fue así. Tardó en recibirme porque tenía entre manos un problema político en el que yo sería decisivo; pero de ninguna manera por antipatía o repulsión. Al contrario, ella solía decir que no se maravillase nadie de que me tratara con tanta honra, porque se hallaba muy obligada a mi padre, en el tiempo de sus prisiones, cuando en aquel reino gobernaba su hermana María y mi «traicionado» Rey Felipe. Lo de mi traición lo subrayaba siempre, pero siempre sonriendo.

Al revés de lo que se piense, sobre todas las cosas tengo que agradecerle su tardanza en concederme audiencias. De ahí que mandara al conde de Essex, Robert Devereux, que me tuviese en su casa, con permiso de vivir en la religión de mis padres y abuelos, con mil favores personales, grandes siempre para una hormiga como era mi persona… Aquí se detiene mi voz ya que no mi pluma. Nunca creí que la vida me reservara para el fin su mayor dulzura.

Nunca creí que ningún muchacho de veinticinco años pudiera ser tan hermoso, tan grande, tan sublime, tan regio como el Conde. Caí rendido a sus pies nada más verlo. Perdí mi norte, yo que jamás había imaginado perderlo. Balbuceé, lloré, reí, parecía un tonto, cosa que nunca me ocurrió antes. Nunca… Él me acariciaba la espalda, sonreía, me animaba con sus ojos de color verde oscuro, rozaba con sus largas manos delgadas el temblor de las mías. No era yo consciente de lo que me sucedía, por el sencillo motivo de que nunca me había sucedido. Sólo después, cuando me quedé a solas, pude, azogado, ponerle un nombre a mi descabalado comportamiento. Era amor. Quien a sus cincuenta y tres años lo haya conocido por primera vez, quien hasta esa edad haya sido egoísta, carnal, superior -o así lo haya creído- a todo lo demás, quien se haya colocado sobre los otros seres y las cosas, y se mire caer de repente ante una leve risa apenas o un contacto o un simple roce o una casual mirada, sólo alguien así podrá comprenderme. Me cogió tan desprevenido que de nada me sirvieron mi experiencia y mi labia. Fue como alguien que se extravía en una selva oscura, igual que Dante pero con más edad. Y tendí mi cuello al dulce sufrimiento de ser martirizado por aquel ángel que se encarnó en un palacio de Londres, donde yo debía, por orden de la Reina, cohabitar con él. El, que se dio cuenta de lo que por mí estaba pasando, porque, de una manera suntuosa y a un tiempo fraternal, se inclinó con toda la gracia de los cielos y rozó mi mejilla con la suya. Yo cerré los ojos y deseé que mi vida terminara en ese instante, mientras sentía cómo dos lágrimas, sin causa conocida, resbalaban por mis mejillas, y que una mano, desnuda de su guante, las deshacía con piedad.

Es fácil deducir que el mejor tiempo de mi emigración fue aquel en el que, sin esperar nada, habría dado no sólo todo lo que sabía, sino todo lo que esperaba (y no esperaba más que me dejasen adorarlo) y mi vida también. Nunca conocí a nadie tan viril y tan tierno, tan bello y complaciente, tan seguro de que a su alrededor giraba el mundo. Era tan deslumbrante como el Luzbel caído unos segundos antes de caer. Yo me sentía arrastrado por su oleaje imprevisible, su seriedad casi infantil y sus repentinas carcajadas. Me era difícil razonar ante sus largos cabellos y sus orejas enjoyadas, ante sus dedos llenos de sortijas que, en un instante, arrojaba sobre un cofre dejando sus manos limpias, netas, con la simple hermosura de su delicadeza y de su fuerza, con sus uñas cuidadas, de grandes lunas más claras que el resto.

Él fue quien, para cuando había de ausentarse de mi lado provocándome una sed irresistible, me presentó a los hermanos Bacon, unos gemelos llenos de encanto, que se dedicaban uno, Anthony, a la política, y otro, Francis, a la filosofía. Eran dulces y cálidos. Muy diferentes a su madre que siempre me tuvo entre ojos, como si yo los embrujara. Lady Bacon era una vieja erudita y puritana que sospechaba mala influencia de cualquiera para sus hijos. La alarmaba sobre todo mi entendimiento con Francis, cuya amistad con un paje de buen ver y de malas costumbres, llamado Percy, y que según se decía era su compañero de coche y de cama, la hacía tener la certeza de que la divina cólera se desencadenaría sobre toda su casa. La decrépita señora imaginó que yo había seducido a Robert «por lo que representaba, y para vivir a sus expensas»: ésa era su expresión. Cuando me di cuenta de lo que pensaba me eché a llorar: ojalá hubiese sido verdad ese disparate. Nada mejor habría podido desear en mi vida: ni la vuelta a la gracia del Rey de España… Seducido… Entonces, en aquel tiempo, me di cuenta de que había voces que yo no había vislumbrado siquiera, estados de ánimo de una tensión y al mismo tiempo de una placidez edénicas e insufribles; paradojas del alma que estiraban o encogían el corazón al antojo de algo que no estaba, ni puede ni podrá estar nunca en nuestro propio dominio.

Viví (¿viví? ¿soñé? ¿morí?) primero en el palacio de Essex, donde hice amistad con lord Cliford, con lord Riche, hermano de Robert, con lord Harris, con lord Burke, con lord Southampton (que tuvo una maravillosa relación con el dramaturgo Marlowe -los dos, heterodoxos en la religión y en el sexo- y también, a la muerte de ese escritor, con otro, Shakespeare -que le escribió sonetos admirables por los que me habría encantado saber el inglés-, con quien guardó un tiempo una relación matrimonial). También conocí a sir Unton, al que más tarde reencontraría, y a sir Robert Sidney. Y en todas estas grandes casas se me recibía y agasajaba, y se me requería en las sobremesas a que relatara mis amores, mis persecuciones y mis aventuras. Yo reconozco que, fuera de mí, quizá exageraba, pero sólo para no defraudar a mis interesados interlocutores, pendientes de mis labios que, como Lady Russell, ponderaba la facilidad y la gracia con que narraba mis penalidades y mis triunfos. No obstante, yo reconozco que sólo me excedía en verdad cuando los ojos verdes del conde Robert estaban fijos en mí, y su boca, en la que a mí me gustaría beber un instante y morirme después, se plegaba con ligereza apuntando una sonrisa.

De la Reina, ¿qué voy a decir? Que hablaba como una gallina. Se parecía bastante a Felipe; como se parecen, yo creo, unos reyes a otros. Era irresoluta y lenta. Y tenía dos influencias contrapuestas entonces: la del viejo William Cecil, secretario de Estado y Gran Tesorero, y la de mi dulce Robert Devereux, favorito de la vieja solterona. El barón Cecil era un ministro antiguo, apaciguado, sedentario, buen administrador y firme. Mi amado era un joven impetuoso, lanzadísimo, elegante y guapo, que hacía y recomendaba hacer una política parecida a él, que enamoraba a la vieja estantigua: ella ya había cumplido los sesenta y tenía determinadas malformaciones, según supe, que la impedían practicar el amor. Su madre, Ana Bolena, había tenido bocio y seis dedos en una mano: ella, los defectos los tenía dos o tres cuartas más abajo. Los dos Consejeros se oponían, sobre todo, en cuanto a la política exterior. Essex defendía una ayuda total, tanto diplomática cuanto bélica, a Francia contra España, para todo lo cual yo le venía de perlas y yacía como un podenco a sus pies. Cecil, sobre todo después de la conversión de Enrique IV al catolicismo, desconfiaba de Francia, y aconsejaba que Isabel actuase por sí sola contra Felipe, del que por cierto había estado un poco enamorada hacía treinta y cinco o cuarenta años, cuando se habló de bodas… Y ella, indecisa, tardaba en recibirme, porque quería saber cómo hablarme y qué pedirme de una forma más clara…

Yo traía cartas de Enrique en que se solicitaba aquello de que Cecil recomendaba abstenerse. Y este juego político, por primera vez en mi vida, me aburría porque no podía dejar de ver, en lo más hondo de mi alma, la efigie esbelta, erguida y todopoderosa de Essex aconsejando a la Reina y dejándose aconsejar por mí que, de cuando en cuando, perdía el hilo de la conversación y balbuceaba como un niño, y tardaba en recuperar el camino, mirando con ojos vidriosos a mi alrededor por ver si un mueble, una joya, un cuadro, una ventana, me ayudaban a salvarme de mi naufragio total bajo los ojos verde mar de Essex.

Cuando la Reina me concedió la audiencia, la interesé de un modo intuitivo. Le hablé de lo que a las viejas zorras estériles les gusta: anécdotas de carne y sexo en que quienes lo ejercen salen muy mal parados. Yo le contaba relatos verdes, sucedidos procaces que a veces había oído contar a mi padre o a algún cortesano, de la estancia de un año y pocos meses de Felipe en Inglaterra. De las dificultades de penetrar a su hermana, por la cerrazón de ella, y la escasez de entusiasmo del Rey, cuyas piernas y cuyos muslos de treinta y dos años, de demonio del mediodía, ella adoraba enmudecida, sin saber hacer otra cosa que ofrecerse con las manos entrelazadas y los ojos en blanco, quizá rezando pero no del todo… Le hablaba de sus embarazos sicológicos, que ella creía verdaderos como las perras sin macho. Le hablaba del estado actual de Felipe, achacoso, débil y cojeante, mientras ella, erguida a fuerza de sostenes y añadidos en los trajes, cubierta de pelucas y de alhajas, jadeaba al reírse como una demente escandalizada.

–Traidor -me llamaba como en broma-. Traidor, cuéntame otra vez cómo está el Rey Felipe.

El Rey, a quien sin duda antaño deseó, y de ello brotaba aún un rescoldo brusco si la empujaba yo a aquella lejanía sentimental, cuando ambos pensaron en casarse uno con otro… y la Historia, igual que un ancho río, ahogó en el mar toda huella, por mínima que fuese, de corazón y de verdad…

Con el pretexto de que me sirviera de intérprete, me pusieron al lado a un judío, que había vivido por destierro en Indias y, de regreso, lo apresaron los ingleses y lo trajeron a Londres, donde se hizo amigo del doctor López, médico de la Reina, que lo relacionó con Cecil y su hijo. Saltaba a la vista que su misión no era traducirme sino espiarme. Y no sólo en servicio de la Reina, también del conde de Fuentes, entonces en los Países Bajos. Fue por aquellos días cuando yo conseguí la copia de una carta, que ojalá no hubiera leído nunca. Procedía de la casa de Essex; yo casi había olvidado que un día fui político, que había traicionado a mi Rey, que había salvado la vida con el destierro, que quizá se sospechaba de mí como espía francés… Sólo sabía que amaba, o algo así; que todo dependía del hilo de una mirada; que la felicidad era una brisa que iba y que venía, que estaba lejos o cerca, o ahí, al alcance de la mano si yo conseguía dominar su temblor… Una brizna de aroma pasajera… La nota, digo, venía de la casa de Essex. La había ordenado Robert. Era de junio de 1593, y decía textualmente:

«El informador debe tener mucho cuidado en obtener todas las noticias que pueda de Antonio Pérez: cuál es el fin de su venida aquí, y con quién ha tratado. Podrá advertir que Pérez no vino a ver a la Reina ni la primera ni la segunda vez en que el Vidamo de Chartres tuvo audiencias; y que, cuando la tuvo, él vino privadamente y besó la mano a la Reina, pero no habló mucho con ella; y que ha tenido después dos conferencias privadas con Su Majestad. No viene nunca públicamente a la Corte cuando está el embajador inglés, excepto en la fiesta de San Jorge, y quiere hablar aquí con muchos, y la Reina no quiere oírle. Y ha hablado al Lord Tesorero en una sola ocasión, privadamente, y en una o dos veces con el conde de Essex; pero ha sido muy honrado por éste, que aprecia mucho su saber. Se ignora si se quedará aún o volverá a Francia; nadie más tendrá ocasión, probablemente, de hablar con él. El Lord Tesorero sólo desea comparar sus opiniones con su propia experiencia, ya que el conde de Essex sólo busca utilizarlo para saber sobre cómo iniciar alguna empresa en el extranjero, porque sus designios son hacer la guerra ofensiva más bien que quedar a la defensiva. Es, pues, preciso utilizarle sin fiarse de él…»

Cuando terminé, entre sollozos, de leerla, supe, necesité saber, que Essex me quería. O me necesitaba. Pero todo era duelo y lejanía y sospechas de mí… Me propuse ayudarlo. Pero me trasladé de su casa a la de Mister Harrison, Maestrescuelas de San Pablo, porque no podía soportar ya más el fuego tan cerca sin quemarme, el agua tan cerca sin beber. No había nacido para Tántalo. Y, por si fuera poco, no podía correr el riesgo de traicionarme yo a mí mismo. Tenía que procurar transformar en amistad el amor. O sea, no era yo tan distinto del basilisco llamado Isabel como creía. Y, para alejarme más, volví a ejercer mi oficio, y me trasladé al Colegio de Eton, donde vivía ya el antiguo prior de Crato. A su lado comprendí que, poco más o menos, era como él. Y fue entonces cuando vertí mis más amargas lágrimas.

Desde que salí de España había deseado entrar en contacto con él. Me sorprendió agradablemente que él deseara lo mismo de mi persona. No sé dónde extravié sus guantes de ámbar; lo cierto y lo más grave es que me desilusionó. Yo lo había engrandecido en mi imaginación. A fuerza de ser manipulado por ingleses y franceses para sus propósitos contra el Rey de España, no pesaba ya nada en la política europea. Era un personaje gastado e inservible. Buscaba utilizarme a mí como yo había pensado hacer con él. Vivía desentendido y pobre. Y admiraba mi forma de vestir, de gesticular y de alternar con los Grandes de la Corte. Me enteré, para mi desgracia, de que Ronnius, que también era espía doble, había contado en España lo que yo le dije un poco a la ligera: que quería ir a Inglaterra, entre otras cosas, para pedirle algo de dinero a don Antonio de Crato. Una de las razones era que yo no podía aceptar pensión ninguna, a causa de los daños que señalan las leyes a los que mueren pensionados por Príncipes supremos, sin licencia del suyo natural… Y ahora me encontraba no sólo pobre sino lerdo e ignorante: el timador timado. Ganas me daban de gritar lo que Chateau Martin le gritó a Ronnius cuando le contó mi aspiración estúpida:

Me desnudum non potest cooperire: desnudar a un desnudo es cosa muy difícil.

El presunto Rey de Portugal vivía de limosnas, ya inútil para las intrigas trascendentales. Ni siquiera mínimamente importantes. Los emigrados dejan el oropel en su frontera, y se quedan en lo que son. Me miré en su espejo y me avergoncé. Necesitaba olvidar cuanto antes la historia del hijo de la Pelicana, tan semejante a la mía: los nacionalistas necesitan inventarse a sus héroes como quien reviste a un muñeco. A mí me había sucedido en Zaragoza; a Crato, en Portugal o en la isla Terceira. Fuera de allí, se pone de relieve siempre la desnudez… Y así fue: el desgraciado no tardó en morir. Yo he durado un poco más, pero del mismo modo.

En Eton convivía con nosotros el misterioso doctor López. Portugués, de origen judío y convertido al protestantismo, debía de tener un revoltillo en su cabeza. En ciertas ocasiones nos habló a los emigrados, faltando a su secreto profesional, de algunas -dijo- vergonzosas anomalías del instinto que padecía el conde de Essex. «Anomalías benditas», pensé yo, porque mi cabeza y mi alma persistían fijas en ese instinto que lo acercaba a mí. De cualquier forma, creí conveniente que Robert supiera de quién debía desconfiar. Y se lo conté. Se encolerizó; me besó en la sien izquierda mientras yo cerraba los ojos, y juró que se vengaría. Así lo hizo. Y yo me arrepentí, porque el doctor era un hombre acaso descuidado pero muy bondadoso.

Poco a poco y con tales ejemplos, fui dándome cuenta de la desconfianza que me rodeaba, y que yo atribuía al ensañamiento de los españoles. Así se lo hacía saber a Essex, en una especie de lenguaje cifrado que habíamos concebido inventado, como dos niños chicos, para escribirnos. Y yo lo hacía sin cesar. Mi vida era estar ante él o pensando en él, porque cuando estaba ante él no era siquiera capaz de hablar ni de pensar: de contemplar tan sólo.

–Las maquinaciones de los Faraones de Egipto quieren hacerme sospechoso ante la Reina -le decía en un cuidado latín, que él contestaba con el más delicado del mundo.

Llamábamos Faraones a Felipe y su gente. Y era cierto. Habían hecho correr la voz de que Idiáquez llamó a un joven inglés proponiéndole, a fuerza de dinero, llevarme una carta del Rey en la que me proponía su perdón y el de mi familia si contaba cuanto viese y oyese en la corte inglesa. El joven, después, enseñaría mi respuesta, que se suponía aprobatoria, a la Reina Isabel. Con las consecuencias que también se suponían. Pero, para dejar bien a esa nación, se agregaba que el joven se negó, y que a mi cabeza se le había señalado un precio de veinte mil ducados. Una vez más, lo intentó el señor de Pinilla, aquel aragonés tan obcecado como cabezón, compañero de Concas, barón de Bardají.

Por entonces sucedió que el conde de Fuentes, que seguía de general en los Países Bajos, y Esteban de Ibarra, secretario del Consejo de Guerra de España en Francia, captaron al judío doctor Ruy López, mi amigo, para que envenenase a la Reina con una recompensa de cincuenta mil ducados. Y con un peculiar añadido: que el Rey de España se encargaría de casar a sus hijas (las de Ruy López por descontado, porque la Reina era árida como un páramo y el Rey, andropáusico). La trama fue descubierta. En el proceso se leyeron cartas de Fuentes e Ibarra animándole a apresurar el crimen. El doctor fue ejecutado con sus cómplices, Manuel Luis Tinaco y Esteban Ferreiro de Gama, que tenían el compromiso de llevárseme también a mí por delante. En relación con ellos estaban dos irlandeses, que eran quienes recibían órdenes respecto a mí. Al menos, eso comentaron en el tormento. La Reina, a partir de esa desgraciada conjunción, me miró con mejores ojos.

El oro español era, en Europa, un mito que excitaba toda clase de tentaciones y de concupiscencias. Yo, sin embargo, no estaba seguro sobre lo que había sucedido. Vi demasiado odio en los verdes ojos de Essex cuando le comenté la confidencia de López. Odio que me dio miedo porque, si no estaban airados, sabían mirar con tal ternura… Yo estoy cierto, porque lo sufrí, de que, sometido al tormento, cualquier hombre puede confesar cualquier cosa.

Sea como fuese, aproveché mi momento de gloria desgraciada y amenazada para hacerme compadecido y célebre entre las damas de la Corte. Recuerdo que a una hermana de mi amado le recordaba en una carta cómo ella acudió en mi auxilio y consuelo cuando quisieron matarme, y concluía, se da por sabido que para que se lo dijera a su hermano:

«Si el Oriente y el Occidente llevan piedras bezoares, Inglaterra lleva damas, cuyos favores son más poderosos.»

Sea o no verdadero el crimen probable, lo cierto es que a Felipe II no se le iba mi nombre de la memoria. Estuviera unido o separado del nombre del basilisco Isabel.

Se cundió por Londres, una ciudad llena de comentarios sin interés, que yo había gozado de dos pensiones de la Reina a falta de una: la primera, de cien libras, y la segunda, de treinta. Tanto me irritó que yo, que había renunciado a la de Enrique IV de Francia, le escribí a él cerciorándolo de que, desde que salí de España, no había gozado ni del socorro de un franco de Rey ni de Reina ni de Príncipe supremo, sino del pan que había comido de él y de su hermana y, en Londres, de la liberalidad de mi lord de Essex. La cosa no era del todo así, pero no podía cerrar la hipotética fuente de Enrique de Borbón, más liberal -eso es por desgracia cierto- de palabra que de obra. También es cierto que la Reina tuvo conmigo algunas atenciones en recuerdo de tiempos pasados. Y el mecenas que pagó la impresión de mis Relaciones, no fue Su Graciosa Majestad, sino la persona que despertó mi corazón y llenó de una desconocida luz mi vida. Y no sólo me emocionó su generosidad, sino el tempestuoso efecto que el libro produjo en el Rey Felipe, sobre todo un poco después, cuando su indignación se multiplicó con la traducción al flamenco, que se repartía profusa y exitosamente por los Países Bajos. No hay nada que cunda tanto y guste más que la literatura denigratoria. Siempre que se tenga razón, por descontado; bueno y, si no se tiene, quizá guste todavía más… La versión inglesa ya me encargué yo de promocionarla con cartas agregadas. Reconozco que la del mecenas Essex era una verdadera carta de amor. Y recuerdo también la primorosa que le escribí a Southampton, tan acostumbrado a primores literarios, aun por vías carnales. Todas estuvieron bien y oportunamente repartidas.

Casi desde mi llegada a Londres, Enrique IV me reclamaba. Yo me excusé al principio notificándole imaginarias enfermedades. Martín de Lanuza me llevó una carta en que se me daba permiso de permanecer allí hasta mi curación. No había mentira en mis afirmaciones, porque mi corazón estaba atravesado. (Debo añadir aquí que a mi amigo Lanuza no volví a verlo más, cosa que siempre me extrañó; aunque menos entonces, pues vivía un momento de intensidad sin igual.) Lo de la enfermedad no era, pues, del todo falso: ¿no es el amor sin duda una indisposición y una dolencia? Me calificaba a mí mismo de «navío viejo, inútil y sin jarcia alguna»; sin embargo, bajo el viento de Essex navegaba como un velero bergantín, lleno de intensidades…

Pero nada hay eterno. En junio del 94 comencé a dejar de ver a Robert, ocupado fuera de Inglaterra, o de Londres al menos, y comencé también a echar de menos Francia. Pero pedía permiso a la Reina y las órdenes no acababan de llegar, porque si los Reyes se asemejan unos a otros, más aún se asemejan los ministros: egoístas, caprichosos y malandrines. Gil de Mesa, que tanto se alegró de mis alegrías, visitaba a los personajes de la Corte francesa y les transmitía mis quejas, jugando yo así con una doble ventaja. Pero el Rey se enfadaba seriamente en Francia por mi retraso, y me reclamó de una manera drástica. Obedecí. Enrique había declarado la guerra a España el 17 de enero de 1595, y precisaba de forma perentoria mis consejos contra mi natural señor. Estaba en su derecho. Obedecí, repito.

La última carta de Enrique fue una gloria. Yo mismo no la habría escrito, para complacerme, de otro modo mejor. Hasta para mis amigos de Inglaterra supuso la ejecutoria de mi importancia política. Por eso la transcribo en su idioma, que es más afectuoso que el nuestro:

«Je désire infinement de vous voir et parler pour affaires qui touchent et importent a mon service; et écris préséntement á la Reine d’Anglaterre, Madame ma bonne soeur et cousine, por prier de vous permettre de faire ce voyage; et á mon cousin le comte d.Essex d’y tenir la main.»

Pero la despedida que me hicieron en Inglaterra no le fue a la zaga a este texto admirable: colmó, que ya es decir, mi vanidad. Me recibió la Reina, más afectuosa que nunca; las malas lenguas dijeron que porque ya me iba. Yo, en cambio, le puse unas letras, que me tradujo Francis Bacon, muerto de risa, ofreciéndome a su servicio, puesto que iba a ser huésped del secretario Villeroy, y procurando aprovechar cualquier circunstancia que pudiera ser útil a Su Graciosa Majestad. Me festejaron los grandes señores que había tratado, a quienes tanto divertí y con quienes tanto me había divertido. Sir Nicolas Clyford estuvo un poco impertinente, aunque en broma, cuando dijo -yo no me di por enterado desde luego-:

–Antonio Pérez no se irá nunca de veras de Inglaterra, porque Essex ha conseguido para su persona el mismo oficio que tienen los eunucos en Turquía.

Cuando se me dio en voz baja la traducción, no conseguí saber quién era mamporrero de quién. Me daba igual en todo caso, porque yo lo amaba y seguiría amándolo, creo, sin la menor compensación. Precisamente eso era lo que le decía a Essex en mi carta de despedida:

«Dejarte es morir porque vivo a tu lado. En nombre de Dios te pido que no me olvides, Robert. Y también que no demores la expedición contra Cádiz, de la que tanto hemos hablado y preparado como una luna de miel.» Miel sobre hojuelas, claro.

Él me dio a mí cartas llenas de halagos y ternezas, pero para el duque de Bouillon y para Monsieur de Beauvoir de Noille, y me puso un secretario intérprete de francés y de inglés, que era de su confianza, el joven Godfrey Aleyn. Intérprete y espía, desde luego. Pero, en aquel clima, era difícil resistir el peso de alguna noticia, fuera de quien fuera, si merecía la pena; mi espía sucumbió mandando notas cifradas al Rey de Escocia. Se conoce que era espía doble, o triple. Y entonces se le ordenó volver a Londres y se le encarceló. Aunque más tarde debió de librarse, porque apareció como Mister Alín, enviando informes a Felipe II desde Suiza. Essex lo sustituyó a mi lado por Edward Yates, en el que confiaba muchísimo. Y con toda razón, porque, cosa algo extraña, sólo me espiaba a mí. Y yo a él, claro. Yo encontraba natural, por oficio y costumbre, que se desconfiase de mí y que se pensara que trataría de comprar, con secretos franceses e ingleses, mi perdón en España. Pero me equivocaba y lo sabía. Incluso algún espía comentó al conde de Fuentes que Lanuza, a quien ya dije que no vi más, y mi fiel Gil de Mesa tramaban hacer la paz con el Rey de Castilla, cansados de su vida en Francia, y no la conseguirían sin prestar un gran servicio a esa Corona, referido a mi humilde persona, por supuesto. Los espías también inventaban. O mejor, inventábamos.

Mi desembarco en Dieppe fue glorioso. Me recibió el Gobernador, que urdía una gran expedición contra las Indias y lampaba por mis opiniones. Luego fui a Ruán, con cincuenta caballos, como los príncipes, y me alojé en casa del duque de Montpensier. Desde ahí escribí cartas de adhesión total al Rey Enrique IV y a Villeroy, el secretario de Estado. Se hallaban en el Franco Condado. El Rey me respondió dándome a elegir entre quedarme donde estaba o ir a París, con tratamiento de gran embajador. No lo dudé: París. Sólo una nube me ensombreció: enterarme de la muerte de Lanuza. Tendría que vivir también en su nombre y por él, envuelto en su amistad más que nunca, y escuchando sus consejos, ahora ya infalibles. Sin embargo, por Antonio de Crato, también fallecido, no sentí nada.

Antes de salir de Ruán cuentan de mí algo injusto e inexacto. El Almirante de Francia me ofreció una fiesta; y en ella me habló de un prisionero español, el sargento Juan Montoya. Yo se lo pedí, por verme acompañado de mi propia lengua. Me lo envió y me lo llevé a París en un carro cargado de grillos y cadenas. Pero lo que cuentan falso es que clavé una argolla en el sótano de mi casa, y atormentaba al infeliz, que era gitano y expresivo, divirtiéndome cuando maldecía al Rey Felipe con variedad interminable de insultos. El gitano consiguió escaparse y se puso en contacto con un espía de España, el Godfrey Aleyn de marras, el cual lo repatrió después de darle dinero para el viaje, que es la primera petición de todos los espías. Y éste concretamente no dejó de aludir a mi sangre judía, pese a haber comido a mi costa, o a la de mis costeadores, no poco tiempo.

En París me alojaron, por seguridad, quiero que quede claro, en la Bastilla. Pero era un lugar demasiado siniestro, y me trasladaron a una buena casa que fue del duque de Moncoeur, que sostenía aún en Bretaña la causa católica frente a Europa: los hay inmarchitablemente tenaces. El edificio estaba entre el palacio de Borgoña y el Hotel de Mendoza, que construyó un hijo del cardenal así llamado, comunero y emigrante, pariente por tanto de la Princesa de Éboli. Allí tenía mi oficina para despachar con Godfrey largas cartas a mi amigo Bacon, hasta que ese secretario fue sustituido por Yates, que no me duró mucho tampoco. Tenía además mis criados, dos suizos de calidad, y mis dos apoyos más queridos y duraderos: Gil de Mesa y Manuel Donlope. Pasé en París una época brillante, desde agosto del 95, cuando regresé de Inglaterra, hasta la paz de Vervins con España, en marzo del 98. Después de las Guerras religiosas, París acabó harto de ellas y convencido de que sin la menor duda valía una misa y acaso un cielo entero. Y renació luminoso y mundano, con ganas de divertirse bajo un Rey, que es el mejor de cuantos ha tenido Francia. Y yo disfruté allí de la exultante, y por desgracia fugaz, ilusión de la moda, tanto de estarlo como de serlo. Yo escribía y hablaba, bromeaba y conversaba con un estilo que sorprendió y sedujo a aquella sociedad que se bebía la vida a grandes sorbos. Estaba como nunca rodeado de amigos y de admiradores. Baste decir que era traidor al Rey contra quien Francia entonces combatía: no hay gusto como ése.

Madama Catalina me llevaba a la Comédie en su carruaje; las damas se disputaban ser destinatarias de mis cartas; Essex había perdido la potestad abrumadora de su presencia; los amigos disputaban los regalos de mis guantes, de mis perfumes, de mis libros dedicados; y se editaban mis cartas, aun sin yo saberlo, por admiradores que las coleccionaban… ¿Tenía acaso yo la culpa de que, a los aforismos que había en ellas, les llamasen Sentencias doradas? No deseo ser presuntuoso, pero si enumerase los poseedores de mis escritos, aparecería una lista completa de la mayor aristocracia. Pero a quien no puedo dejar de mencionar, porque soportó quejas, peticiones y notas casi amorosas fue a Montmorency, al que llené literalmente de guantes, de cremas, de dentífricos y de botas para el vino a la española, cuyo cuero me encargaba yo mismo de adobar con ámbar. Ese Gran Condestable, del que se decía que nunca supo leer ni escribir (y no hablo de escribir literariamente, claro está), me adoraba porque su padre y él fueron vencidos y prisioneros en San Quintín, aquella victoria de Felipe II en la que Felipe II no estuvo. Y porque la duquesa, su segunda mujer, era muy aficionada, igual que yo, a la nigromancia. Si bien sin ningún éxito visible… Debo reconocer que, a pesar de todo, no pude resistir la tentación de comunicar al embajador de España los secretos que mi amistad con Montmorency me confería. Eso era algo superior a mí. No podía evitar contar cuanto yo había llegado a saber a quienes sorprendería saberlo.

Otra amistad muy beneficiosa de que gocé fue la de Sebastián Zamet, un toscano, hijo de un zapatero remendón, que llegó a Francia con Catalina de Médicis, y al que Enrique III, el más sodomita de todos los Reyes, exceptuando a Jacobo I, le tomó afición y fue su espía, su confidente, su tesorero y todo lo demás. Tenía un gran genio financiero y muy pocos escrúpulos. Yo creo que por eso, sobre todo, llegó a Tesorero real. Tal particularidad, unida a una usura rotunda, lo hizo poseedor de una envidiable fortuna. Con Enrique IV gozó de igual influencia: por ser un magnífico alcahuete, oficio tan necesario para un Rey, y por ser un gran prestamista, otro oficio muy regio. En la calle del Cerisaie, cerca del Arsenal, se construyó un gran hotel italianizante, cuyos jardines se prolongaban hasta la calle de Saint Antoine. Todo tenía lugar en ellas: desde la citas de Madama Catalina, con Soissons, su amante entonces, hasta los personajes de moda ya efímera ya duradera como la mía. Yo ponderaba su forma de recibir, sus cenas, sus regalos… Fue mi único amparador en realidad. Años después, en una visita que hizo a Madrid, llevó a mis hijos regalos preciosos, y un retrato que yo, caduco pero retocado, me hice pintar para ellos.

Yo reconozco que soy frágil y mudadizo. El éxito de lo superficial de aquella época acabó por cansarme; sin embargo, tenía que mantener mi imagen ante los eternos curiosos de lo llamativo. Desmesuraba ante ellos, grandes señores o acaso menos grandes, mis penas y mis glorias. Dejaba volar mi fantasía: contaba que Felipe II y yo nos habíamos disputado el amor de la Éboli y batido por él: en París las venganzas de amor son las que mejor se entienden. Mis amigos ricos me enviaban sus carrozas para pasar días de campo… Hasta que una noche, como en un sobresalto, resolví no hablar más en las sobremesas, porque el vino desata demasiado las lenguas, la libertad y la confianza. Naturalmente no tardé en incumplir mi resolución en absoluto: ¿qué habría sido de mis fervorosos admiradores? Y más que nada, ¿qué habría sido de mí?

Casi recién vuelto de Inglaterra fui avisado por Villeroy, muy buen amigo mío a pesar de nuestras rencillas y de nuestras pequeñas o grandes confrontaciones, de que acababa de llegar a París don Rodrigo de Mur, señor de Pinilla, el tipo que llevaba años y años intentando matarme. Acababa de salir de la cárcel de la Inquisición de Toledo para cumplir otra vez el encargo: ésta, acompañado yo en mi muerte por Enrique IV. ¡Hay que tener constancia! Compinchado con él, fray Mateo de Aguirre, un vizcaíno hechura de Idiáquez. El fraile había estado en Francia como agente y confidente del Rey Felipe durante la guerra de la Liga; entraba y salía en sitios de responsabilidad, y se enteraba de todo, no sé cómo. Fue el que, durante aquella guerra, condujo el movimiento de la Sorbona a favor de Felipe II. Ignoro por qué acompañaba en esta ocasión a Pinilla, que era un mastuerzo. En una sola noche, dando tres nombres falsos, trató de hablar conmigo tres veces. Mis suizos lo impidieron. Y ante su homicida insistencia, lo detuvieron y le encontraron dos pistoletes cargados con dos balas cada uno y con cera encajada en ellas. Confesó la traición y, como complemento, confesó también que la cera servía para que la bala, aunque no diese en parte principal, hiriera mortalmente. ¡Qué obsesión con matarme! Y con ponerme, por si fuese poco, la cera al mismo tiempo.

Con el cuidado de mis amigos, se espaciaron las agresiones de España. Un embajador de ella escribió al Rey Felipe una carta cifrada comunicándole que un francés estaría encantado y dispuesto a asesinarme. Felipe, por primera vez, supongo que harto, no contestó. Don Mendo de Ledesma, el embajador, siempre repetía de ahí en adelante que, de no ser por esto, yo estaría ya hecho tierra en la tierra. Claro que no se satisfizo con esa frasecita. Poco después, un tal Cosme de Abreu le comisionó para que le escribiese, como lo hizo, al Rey que dos soldados franceses, por ocho mil escudos, me prenderían, y, en caso de no ser posible, me matarían por la mitad de precio. Comprobé así que disminuía el de mi cabeza, aunque también que seguía valiendo vivo más que muerto. Las cartas de aprobación se retrasaron tanto que se pasó la fecha del Antruejo, en la que el par de soldados pensaban cumplir sus promesas. Yo creo que en algo intervino también el espíritu ahorrativo de don Mendo de Ledesma, que debía de desanimar a los atentadores.

De todas maneras, no todo eran malas noticias. Yo aguardaba al Rey Enrique en París, y él me envió por adelantado el despacho de la pensión de mil escudos que había vacado por la muerte de Crato, sin yo solicitarla. Eso fue hermoso. Me rogó algo más tarde que me alargara a Picardía, y que me hiciese enteramente francés, dándome a entender que me tenía reservado un gran puesto. Eso me enardeció.

La verdad es que a mí me gustó siempre exagerar ante los embajadores italianos. Aunque tenía motivos. Porque Essex me confirmaba la salida de Drake, con sesenta buques hacia el cabo de San Vicente, donde podía caer sobre la Armada de Indias. Y porque los Países Bajos habían cometido el error de no ayudar a Francia contra España, a pesar de mis admoniciones; y es que el poder español era tal que, aunque Enrique los conquistase y los mantuviese veinte años en paz, aun así no podría superar Su Majestad Cristianísima a Su Majestad Católica. Y también me llegaban antes que a nadie noticias de coyunturas peligrosas, y de la derrota de los austriacos por los turcos, que son los únicos capaces de equipararse con España… «En ese sentido -decía- me acaba de hablar la Reina de Inglaterra…» «Oh, el Rey Enrique me confiaba anoche…» No conseguía impedirlo: me encantaba subyugar a los embajadores con estas altas habladurías internacionales. Por eso dije que eran terribles para mí las sobremesas.

El caso es que me fui a Chauny, donde se encontraba Enrique, que pedía con insistencia la ayuda de Inglaterra, y la Reina, entre Cecil y Essex, se debatía sin decidirse. Al final, siempre alegaba que tenía que preparar el ejército contra Irlanda o para las expediciones de Ultramar, que eran además tan productivas a costa de la Armada española. Sólo admitía defender con soldados algunas plazas: Calais, Dieppe o Boulogne, a lo que el Rey francés no se prestaba. Essex, de acuerdo con los Bacon, me escribió ordenándome, entre piropos, que convenciese a Enrique IV de que se dirigiera a Isabel diciéndole, taxativamente, que si no lo ayudaba, firmaría la paz con España. Enrique, a mis instancias, accedió. Contó a la Reina que las propuestas de paz llegaban a París vía Roma. Isabel se encogió de hombros; pero mandó, por si acaso, para tratar con el francés, a un antiguo compañero de armas suyo, sir Henry Unton, al que yo había conocido en mi visita a Londres. Este señor repartía su sumisión entre el gobierno de Isabel y Essex: un doble observador, un doble informador para la Reina y también para su favorito (y el mío). Tenía el encargo de enterarse de si el proyecto de paces con España era serio (la Reina) y, en su caso, animar a Enrique a aliarse con Inglaterra contra España (Essex). Yo escribí a mi amigo, a petición suya, unas cartas, que podrían y deberían enseñarse a la Reina Isabel, declarando que las cosas, después de los oficios de ese buey mudo que era el embajador, estaban peor que antes. Nunca hasta entonces había fingido tan bien la sinceridad. Mi carta era como si le hablara a Robert al oído, que en el fondo era mi mayor deseo. Contaba cómo el Rey me confesó la inutilidad del embajador, salvo que le hubiesen encomendado una misión secreta. Para nada servía. Ni siquiera, si no hubiese sido amigo de armas, le habría dirigido la palabra. Y yo, por si era poco, agregaba:

«Tal vez maquinéis algo, querido Essex, y, presionado por el español con algún beneficio, queráis presionar a éste (me refería a Enrique IV) para que haga antes la paz con él. Vuestro comportamiento no me hace pensar otra cosa. Ni lo comprendo ni veo otra salida. En España estarán frotándose las manos comprobando que Francia e Isabel no se entienden. Claro que, a lo mejor es el espíritu de ahorro de la Reina lo que os hace imposible pactar con Enrique… Si anteponéis la codicia a vuestra propia salvación, daos prisa…»

La Reina leía las cartas y le impresionaban, pero no daba el paso. Tuve que escribir otra más contando los esfuerzos del Papa para llegar a la paz de España y Francia, y la ganancia infinita con los galeones de Indias que, si hubiesen seguido mis instrucciones y consejos, ahora serían suyos. Y concluía:

«Qué harto estoy del letargo de Francia y de la indiferencia inglesa.»

La Reina leyó esta carta también. Y no dijo ni mu, a pesar de su natural alboroto gallináceo.

A Madrid llegaban noticias de mis manejos: los intentos ingleses de ataques contra Indias; el interés mío de lanzar a Inglaterra contra España, un reino desarmado y lleno de soldadesca descontenta… Llegaron a pensar y a pregonar que yo tenía poderes mágicos. Fue cuando don Mendo de Ledesma, el embajador economizante, desplegaba sus malas artes. Y es que primero se desprecia mucho a los desterrados, pero luego se les atribuyen facultades fantásticas para servir de tapadera a las culpas de los torpes y rudos gobernantes. En España se me divinizó y se me satanizó. Se dijo que era yo el que mandaba la Escuadra inglesa, la de Essex, que atacó Cádiz, y también que había ido a Constantinopla para preparar la invasión de España… Pero lo cierto es que lo que empujó de verdad a Isabel fue que los españoles, al mando del archiduque Alberto (el que era cardenal antes de que Felipe lo casara con su hija Isabel Clara), atacaron Calais y lo tomaron en abril del 96.

Siempre se había dicho que Calais era una pistola apuntando contra el corazón de Inglaterra: así que la Reina escuchó por fin a Enrique IV. Éste mandó a Londres a su ministro Harley de Sancy, famoso por dos cosas: un fantástico diamante que llevaba su nombre, y la infinita facilidad con que cambiaba del protestantismo al catolicismo y viceversa. Y más tarde, en mayo, nos envió al duque de Bouillon y a mí para negociar una alianza. Yo, al embarcar, aseguré en público que quería ser el sacerdote que bendijera ese matrimonio anglofrancés, y que luego me retiraría a un lugar sin envidias ni peligros (¿por dónde andará ese lugar, señor?). Pero lo cierto es que en Londres encontramos un frío glacial. Essex no estaba. Estaba en Plymouth, preparando la expedición contra Cádiz y cumpliendo todos mis consejos… Anthony Bacon se encerró en no sé qué granja para no escuchar mis lamentos. Con Francis Bacon sólo podía escribirme. Los Cecil, padre e hijo, me esquivaban. Y el Tratado se firmó sin que yo interviniese apenas. Bueno, para ser más exactos, sin que yo interviniese. A pesar, eso es cierto, de que se hizo lo que yo quería.

¿Qué es lo que quería? Primero, una alianza que amenazara a España. Segundo, un ataque naval inglés contra España, que la hiriera directamente, que impidiera la expedición de Felipe a favor de la Irlanda católica, y que, por tanto, favoreciera a la vez, por distracción de fuerzas, a Enrique IV. En realidad Francis Bacon me escribió que le parecía que nadie se fiaba de mis consejos militares; que sacaban a relucir el fracaso del Bearn y el de la expedición a Puerto Rico y Tierra Firme, también asesorado por mí, y que había costado la vida a Drake. Los memos de los Cecil achacaron a mis sugestiones la responsabilidad de sus derrotas. No hay nada como dar un consejo para que todo lo que suceda caiga sobre él y de todo se le responsabilice: de todo lo mal hecho, quiero decir. Lo que agregaba Francis era más probable: suspicacias en mi contra de orden personal, sospechas de que cabía un doble juego con Francia e Inglaterra, dudas incluso de que estuviese vinculado con Felipe II todavía; y -agregaba- «los evidentes celos que tiene de ti la Reina con motivo de Essex, dado el tono de las cartas que le escribiste a él y que ella había leído…». Pero, Dios mío, estaban precisamente escritas para ella y para eso. Quiere decirse que todo había sido un éxito. Para mí, como escritor, al menos.

La realidad es que yo habría preferido pasar de largo sobre un asunto que ya estaba resuelto. Le escribí a Essex una carta (que no tenía que leer Isabel) con la mayor compenetración en todos los sentidos, en la que preparaba la invasión de Cádiz.

«Estoy lleno de amor por vos -le decía-. Y lleno de temores por volver a Francia, donde está Enrique IV, que me aleja de vos, el único amor mío.»

Lo cierto es que tenía el ánimo caído, una gran acidia que me proporcionaba la desesperación de no ver nunca liberados a mi mujer y a mis hijos, los continuos atentados contra mí y la irresolución de mi vida material… En Inglaterra creían y pregonaban que tenía una pensión de cuatro mil escudos. Una mentira: era sólo de mil, y no siempre pagada con puntualidad y con exactitud; pero nadie debía saber que vivía con tal modestia, salvo que me arriesgase a vivir con más modestia aún. Essex me escribía diciendo que, a través del espía suyo, estaba al tanto de mis malos humores y mis irritaciones. Y era cierto. Sospechaba de todo, además de sospechar de ese secretario, claro: de ministros, de cortesanos, de un antiguo embajador en España, Nicolás de Neuville -me estoy refiriendo a Villeroy, claro-, que propugnaba una unión con ella -lo único que me faltaba- y que era partidario de los Guisa, a los que yo no había podido ver ni un minuto en mi vida: una gente católica, presumiendo siempre de lealtad y de catolicismo y de tener una palabra sólo: como si eso fuese para presumir. Bueno, no digo más que sospeché de quien esto manuscribe, de mi querido Gil de Mesa, que me parecía hasta que me espiaba para Enrique IV… Ah, con cuánto gusto pensaba retirarme a Inglaterra, con Essex, o a Italia o a Holanda, o con los turcos…

Lo cierto, no debo ocultarlo, es que Enrique IV me sostuvo, como un gran amigo, con generosidad contra lo que haya dicho antes o diga después. Al lado de Felipe II y de Isabel de Inglaterra era el Rey Midas: un hombre jocundo que se atrevió a decirme un día que, si simpatizaba conmigo, era por cuanto yo tenía de pícaro:

–Antonio, en ninguna parte estaréis tan seguro como a mi lado. No quiero que os separéis de mí.

Y me prometió hacerme Consejero. Y lo cumplió, con la opinión en contra de Villeroy y de Nancy. Y me otorgó la Orden del Espíritu Santo. Y, lo que más me enorgulleció, accedió al nombramiento de Gil de Mesa como gentilhombre. Total, que me tranquilicé.

Pero volví a exaltarme, bien que en sentido contrario, cuando llegaron las noticias de Essex. Un triunfo completo en Cádiz. Un éxito de mis consejos y mis vaticinios, que acabó de una vez con el fracaso y olvido -espero- de la operación de Bearn. Robert me escribió una carta radiante, que me perfumó las manos. Mi conde podía haber conquistado, si no dirigiera gente tan timorata, a toda Andalucía, incluido el cretino de Medinasidonia. Mi influencia en Francia llegó al cielo. En el fondo, yo creo que más allá. O quizá lo creí, porque le planteé a Enrique un ultimátum que, aún hoy, me atormenta. Y a los otros también les propuse los suyos.

Veamos. A Essex le pedía que acelerase la ayuda de su país a Francia, que era lenta y precaria a pesar de estar firmada; después de Calais, España había tomado Ardres, y amenazaba todo el norte francés, junto a Bassadone, el veneciano, y con el genovés Marengo y algún otro embajador italiano, tramé un plan para apoderarnos del reino de Nápoles, con la ayuda de Inglaterra, para cedérselo después. La expedición, ¿qué pasa?, la dirigiría el conde de Essex, Robert Devereux. Esa base en el Mediterráneo le permitiría a mi conde pactar con el Turco, y alejar a Felipe, de ese modo, de las Islas británicas. A cambio, le pedía a Isabel que se ocupara de mi familia y la instalara en Florencia. Ni que decir tiene que a los ingleses les pareció un plan descabellado. Sospecho que sólo por venir de quien venía. Porque yo lo encontraba irreprochable y, desde luego, muy perspicaz y con visión de futuro.

A Enrique IV lo animé, con todas mis fuerzas, a rechazar las propuestas de paz con España que comenzaban, en serio esta vez, a llegarle a través del General de los franciscanos. Eso o era una trampa o era una locura de los diplomáticos, que jamás se enteran de nada. No se podía dar un consejo más favorable a España. Sólo quien no tuviera juicio podía darlo o quien fuera un notorio enemigo de Francia.

A cambio, al Rey francés le planteé el ultimátum que decía: un empréstito de dos millones, de los que destinaría yo cuarenta mil libras a invadir Aragón con más probabilidades que la otra vez. A esta maquinación se refería Mendo de Ledesma en sus comunicaciones con Madrid. Y yo tenía que espiar a amigos y a enemigos; tenía que intermediar entre Enrique y gente de calidad en España… Y las noticias que recibía como consejero se las trasladaba al embajador inglés, o a Essex a través de un criado, aunque tales cartas se quemaban nada más recibidas.

Por desgracia, las cosas después no fueron bien para mí.

En marzo del 97 los españoles, con riesgo para París, tomaron Amiens. Enrique reclamó a gritos el auxilio de Inglaterra. Isabel respondió con sus habituales demoras y exigencias. De ahí que el francés, con su solo ejército, se decidiese a terminar de un golpe. Y, con extraordinarios valor y suerte, reconquistó Amiens, y, en el siguiente septiembre, Felipe, anciano y harto enfermo, con el país entero deseando la paz, comenzó a tratar de ella en Vervins. A pesar de mis intrigas y manejos para impedir la paz, en marzo se firmó.

Cuando me di cuenta de que era inevitable, quise aprovecharla por lo menos para obtener mi perdón. Me pareció prudente que me ayudara la amante de Enrique, Gabriela d.Estreés, duquesa de Beaufort.

«En las grandes ocasiones -le escribí- se recurre a los grandes santos.»

Exageraba un poco. Pero yo sabía que Felipe iba a pedir el perdón del duque de Aumale, defensor de la Liga, que se había negado a reconocer la conversión de Enrique IV al catolicismo y, por lo tanto, también su ascenso al trono, en vista de lo cual vivía desterrado en Bruselas. Yo pretendía un intercambio de perdones: el de Aumale por el mío. Los plenipotenciarios españoles se negaron. El odio de Felipe II hacia mí era implacable. Por lo cual ni Aumale ni yo quedamos amnistiados. Enrique, algo después, intercedió por mi mujer y mis hijos, muerto ya el tirano; pero su sucesor, algo idiota aunque más bondadoso, los había puesto ya en libertad. Contra mí estaba la espada aún en alto. Lo estuvo hasta el final. Hasta este final mío, quiero decir. Se pidió mi extradición. El Rey francés se negó a ella, según supe más tarde.

Meses después de la paz de Vervins, la nueva expedición inglesa, mandada por Essex, contra las Azores y contra los galeones de España, fracasó, y estos últimos lograron escapar de los barcos británicos. La oposición inglesa, cómo no, me acusó a mí y a mis informes del descalabro. Mi influencia política descendió hasta darme vértigo. Ni Francia ni Inglaterra ya me necesitaban. Más aún, mi presencia oficial en Francia, firmada la paz con España, era un estorbo; y mis contactos ingleses para impedir la paz de Vervins habían sido descubiertos por Enrique IV, lo cual era muy peligroso para mí. Perdí la gracia real -a lo que debería estar ya acostumbrado-; se me alejó del Consejo; y Enrique IV se negó a recibirme por lo menos temporalmente. Me defendí dirigiéndole una carta en que negaba que yo hubiese escrito ni una sola letra a Inglaterra, y exigiéndole que, si se probaba que la acusación era falsa, se me diesen justas satisfacciones, y licencia para retirarme de reinos y de cortes de príncipes, tan llenos de riesgos mortales y de juicios falsos. Reconozco que también le escribí a Essex contándole mi situación y proponiéndole, para el futuro, mayores garantías con el secreto de nuestra correspondencia si es que había de continuar ésta entre nosotros.

Fue un gesto de dignidad inútil. Todo tomó un sesgo inesperado y trágico. Essex, mi Essex, había sido destinado por Isabel a remediar la subversión de Irlanda, donde, tras fracasar, llegó, intrépido, a pactar con los rebeldes. Eso le hizo perder el favor real. Pero para vengarse, lo que a su soberbia le era imprescindible, conspiró con Jacobo VI de Escocia, llamado luego al trono inglés, pero no todavía. Tal pacto fue descubierto. Y Robert, ejecutado. Mi corazón sufrió como no creí nunca que pudiera sufrirse sin morir. ¿O morí acaso?

Estaba rodeado de grandes congojas. La Inquisición seguía ensangrentándome la vida. Yo había sido condenado por traición, y había huido al extranjero; en el extranjero, por lo visto, seguí traicionando; usaba sin cesar indebidamente los papeles que me negaba a devolver; los españoles de paso por París me miraban con hostilidad… No le era beneficioso a nadie. Mis consejos eran ya no más que garipíos de pájaros. Y la mitad de mi vida, mi íntimo amigo inglés, había muerto decapitado. ¿Qué hacía yo vivo en el mundo? Ni siquiera la muerte del tirano Felipe, que sucedió en 1598, había significado bendición ninguna para mí, aunque sí para mi familia, según tuve noticias, que enseguida fueron reconocidas como falsas y por fin como verdaderas. Fue su hijo, también Felipe, el que tomó tal decisión, a la vez que eliminaba de la Corte al terrible juez Rodrigo Vázquez de Arce, el negro ángel de mi mal. Osé escribirle al padre Renjifo con un soplo de ánimo: confiaba en la natural bondad del joven Rey; confiaba en mi amistad con Francisco de Sandoval y Rojas, su privado, marqués de Denia y futuro duque de Lerma; confiaba en mi propia confianza en que la vida no puede ser eternamente adversa… Pero lo fue. El perdón no dependía, por lo visto, de la voluntad de un Rey nuevo, sino de la calidad de mis viejos pecados. No fui absuelto. El indulto no me llegó jamás.

Tenía cincuenta y ocho años. Mis prisiones, mis idas y venidas, la tensión continua a que estuve sometido, las subidas y bajadas en mis peripecias, me habían convertido en un viejo cadáver. Para sentirme aún con un soplo de vida, y para reconquistar el favor del francés, me vi obligado a informar de asuntos militares españoles. Era una inercia; era una forma de respirar. Revelé el estado de defensa de las Islas Canarias -el saqueo de la Gran Canaria lo estimé en trescientos mil escudos- y también revelé el movimiento de las tropas en Flandes. Pero se supo. Juan de Tassis, conde de Villamediana, que tenía, además de un hijo casi adolescente sodomita, contactos con Inglaterra, se lo confirmó al Rey. Dios mío, es que ya no daba un paso en la buena dirección.

Cada día me encontraba más aislado y más lejos de España. Creía que muerto el perro se acabaría la rabia. Pero no fue así. Uno de mis compañeros emigrados a París murió. En su entierro yo sentí que era el mío. Iban en su ataúd no sólo mis ilusiones, sino también mis desilusiones; no sólo mis esperanzas, sino mi desesperación. Yo estaba con las manos vacías. No gozaba de patria. Porque la patria es el mundo entero si el amor nos rodea. Y todo el mundo es destierro si no hay casa ninguna donde se nos espere ni ojos algunos que se alegren de vernos. Sólo los que mueren en el vientre de su madre pueden decir que mueren en su patria. Y yo ni siquiera supe nunca quién fue mi madre. Me encontré infinitamente solo, con verdín de soledad en las manos, en un París ajeno, que volvía la cara ya para no verme. De ahí que hubiese llamado a las puertas de España con todo lo que me quedaba, lo único: mi deseo de volver. Pero nadie me oyó.

Y de ahí que iniciase mi tercer viaje a Inglaterra cuando, en 1603, se iniciaron las negociaciones de paz con España, a la muerte de Isabel, sucedida por Jacobo I, el hijo de María Estuardo, al que había procurado acercarse mi dulce amigo Essex (cómo tiembla mi voz al pronunciar su nombre), encontrado, por su precipitación, la muerte. El embajador inglés en París, Parry, me animó y me entregó una carta para Cecil junior, huérfano ya de William Cecil, y gran señor en la Gran Bretaña. Yo vi que el cielo se me entreabría de nuevo: mis amistades inglesas podrían facilitarme el camino de regreso a España… No lo sé, quizá era ya demasiado sospechoso.

Para paliarlo y aclarar mi situación, rogué a Enrique IV que me relevase de mis servicios y renuncié a la pensión que me había otorgado: en España se veían con malos ojos mis relaciones con el Rey Cristianísimo. Por entonces llegó, de paso hacia Londres, a París, el Condestable de Castilla, Juan de Velasco, para concluir las paces comenzadas por Juan de Tassis, y el conde d.Aremberg. En cierta forma, ya me desvinculaba de Francia, y salí, con los españoles, hacia Inglaterra. Don Baltasar de Zúñiga, otro embajador que encontré en París, un hombre benévolo y caritativo, me acogió con amor y me llenó de consuelo. O puede que yo ya no pudiese oír ni entender y lo tergiversase todo en favor mío. Me enteré luego de que, en Madrid, en el Consejo, todos los que me habían alentado en París, afirmaron que yo fui a Londres por mi cuenta y riesgo sin que nadie me alentara. El caso es que, en carta al cardenal Aldebrandini, pasándome de misticismo quizá un poco, le pedí un breve secreto de Su Santidad, de dispensación de un religioso que me acompañase, porque no quería moverme sin llevar cerca el viático de mi alma y los santos sacramentos, ya que deseaba vivir y morir en la religión en que siempre había morado, y también deseaba oír misa cada día y llevar a mi lado un sacerdote, que pudiese andar con hábitos clericales. Ahora sí creo que exageré, y no un poco.

Y por si eran escasos mis pasos torpes, precavidos y mal encaminados, me aplastó la noticia de la muerte de Madama Catalina, que era entonces duquesa de Bearn, y había sido testigo de mis primeros pasos luminosos en un exilio que entonces yo pensaba muy corto. Esto debió anticiparme cómo iba a ser mi viaje: un dolor que me traspasó el alma. Los tres países a los que, entre sí, había decidido, con toda mi entrega, ayudar, una vez que hicieron las paces, me despreciaron desconfiando de mí. Los franceses advirtieron a los ingleses y a los españoles de que se protegiesen de mí y de mi influencia, si es que aún me quedaba alguna, que no pienso. Tassis me odiaba. Yo adiviné que con él corría el albur de ser secuestrado y remitido a España.

De momento, temiendo la captación que yo podía hacer de damas y caballeros que aún me admiraban, despachó a lord Montjoy con la orden de que yo no entrase en Inglaterra. Y el Rey Jacobo, advertido en mi contra por Beaumount y el propio Tassis, prohibió que yo desembarcara, por ningún concepto, en su reino. Sin embargo, todavía yo confiaba en la carta del embajador Parry, que me aseguraba una cordial acogida y estaba ilusionado con mi súplica de que me dejaran retirarme a cualquier rincón de Inglaterra, donde había sido tan feliz. Bajo la protección naturalmente del nuevo soberano. Un soberano que, desde niño, había amado a los varones, comenzando por su primo Esmé Stuart, señor de Aubigny, para pasar luego de mano en mano y de cama en cama, hasta llegar a las de James Hay, un joven de ascendencia escocesa y de exquisita educación francesa, a quien, después de un ascenso vertiginoso, nombró vizconde de Doncaster, paso previo al condado de Carlisle. Era, por lo visto, muy agraciado, y no distinto, ni en vocación ni en presencias, a Juan de Villamediana, el poeta hijo de Tassis. En todas partes se cuecen habas: me alegré por él, pero sobre todo por su padre.

Yo no pedía más que lo que a cualquier proscrito o asilado se le otorga. Supongo que el Rey, histérico con su pequeño novio, y amante de Essex en Escocia, me odió mortalmente, hasta tal punto que, al llegar yo, gritaba a quien quisiera oírlo y a quien no, que antes prefería irse él de Inglaterra a que yo permaneciese en ella. Así que, forzado y expulsado, no me quedó otro remedio que volverme a Francia, donde había renunciado a todo. La paz se firmó en agosto de 1604. De estas bodas hispanoinglesas tampoco fui yo el ministro sacramental. No fui ni siquiera un monaguillo, peor, ni un invitado anónimo.

Culpables fueron todos: el embajador español, lord Cecil que me tenía odio por mi amistad con Essex, y Tassis, que ya adivinaba las flaquezas de su hijo. Sólo el Rey francés me abrazó, ya de vuelta, y me restauró la pensión a que tan estúpidamente renunciara, y me devolvió a mis dos suizos como guardaespaldas. Pero, sobre todo, me llenó de palabras amables y se retractó de sus sospechas anteriores. No necesito decir que la actitud del Rey se tomó en España como una trama francesa, dirigida por mí, el desgraciado Pérez, para estropear la paz con Inglaterra.

De todas formas yo no levantaba cabeza ni cedía en mis aspiraciones. Amaba a mi familia: era lo único que me quedaba y que quizá, también para mi muerte, me había olvidado. Me resignaría, tenía que resignarme, con que me enviaran como agente a Briancon o a Constanza: sus climas venían bien a mis achaques, y allí podría reunirme con mi mujer y con mis hijos.

El Condestable de Castilla y Baltasar de Zúñiga enviaron mi petición el Rey Felipe III.

–Subrayamos la prudente conveniencia de sacarlo de Francia por quitar que portugueses, aragoneses y otros forajidos acudiesen a él pidiendo ayuda -añadieron por su parte.

La petición fue rotundamente denegada por el Consejo de Castilla. De otra forma, la opinión de quienes mandaban en España, al margen de la Inquisición, seguía siendo inflexible contra mí. El Comendador Mayor de León expresó su opinión más cruel:

–Antonio Pérez ha sido y es el que se sabe, de ninguna prudencia y consideración. Muchas veces me he maravillado de que, tras tantos trabajos y a su edad, no se haya retirado a pudrirse en un rincón. Y que ahora, que se halla desvalido y desfavorecido y desautorizado en Francia, mueva nuevos planes, y por ventura fingidos, para engañar y poder deservir mejor como lo ha hecho siempre… Es muy dudoso lo que de él se puede esperar aún, aunque se pudiera tener certeza de su fidelidad; pero la que se debe tener ya está bien entendida.

Y el conde de Miranda, en quien yo confiaba, que había intervenido a favor de mi familia, también dijo lo suyo:

–Por ese hombre no se puede interceder siendo el que ha sido y es. Si estuviera en un calabozo, entonces por ventura me dolería de él. Lo que conviene para el ejemplo público y para todo es que, si puede ser habido, se le castigue como obligan las leyes divinas y humanas, pues ha sido infiel a Dios y a su Rey y señor natural. Porque, aunque en los Reyes no ha de haber rencor, han de ser constantes y firmes a favor de la justicia; y así en lo que se ha de poner la mira es en procurar echarle las manos encima porque la misericordia de los Reyes no ha de ser ni para los malos ni para los perversos.

Enrique IV acompañó, con una suya, la petición del Condestable y de Zúñiga. Y parece que el Rey Felipe III estuvo propicio y afecto a hacerle la merced de aquellos nombramientos como agente. Pero, apoyado en el informe del Consejo, no pudo al fin sino negarse. A través suyo me llegaron tan acibarados informes.

Sin embargo, yo no di por extinguidos mis anhelos. Sabía que Zúñiga había nombrado al nuevo embajador español en París, Pedro de Toledo. Y en él me refugié como un perrillo perdido sin collar que busca un amo. A su llegada, él no me dio señales de vida. Pero, al aparecer mi hijo Gonzalo, el mayor, de paso para Roma, donde iba a gestionar una prebenda obtenida, se transformó en puente entre el embajador y yo. De su madre me traía un regalo muy duro:

–Desencántate de tantas esperanzas y promesas, que más son sogas para arrastrarte a la sepultura que camino de acabar y dar fin a tal engaño. La verdad es don Pedro de Toledo el que te la dirá.

Pedí permiso al Rey francés para visitar al embajador. Y me lo trajo, firmado por Villeroy, el sobrino de Ana de San Bartolomé, una compañera de Teresa de Jesús que andaba en Francia. Yo mandé por delante a Gonzalo, a quien el embajador dijo que mis libros y mis publicaciones eran pecado mortal por lo que decían y por lo que dejaban entrever, y porque se fundaban en papeles que aún seguían indebidamente en mi poder. Así es lo que pensaban en la Corte española, pero que él estaba convencido de que yo trataba con respeto a Felipe II.

Sólo acaso don Pedro de Toledo tuvo conmigo alguna palabrita afectuosa. Se la susurró a mi hijo:

–Es justo que personas graves, como el padre de vuestra merced, mueran en su patria y que mi señora doña Juana, madre de su merced, le cierre los ojos, señalándole ocho mil ducados de renta, que los podrá comer en un lugar como Torrelaguna o Talavera, con su mujer e hijos.

Afectuoso, relativamente, porque eso de la muerte no venía a cuento. Y le aconsejó que yo le escribiese al duque de Lerma, y personalmente él se puso a mi disposición si quería verle.

Fui en efecto, y lo primero que hice fue protestar de que desease enviarme a Talavera o Torrelaguna, y me propusiese una limosna, cuando yo tenía hacienda y rentas en Nápoles de diez mil escudos, inconfiscables por la Inquisición, porque en aquel reino no la hay. No sé ni cómo acabé… Había empezado desaforadamente mal. Total, escribí la carta a Lerma, y la corrigió el embajador Toledo. O eso me dijo. Me había aconsejado que fuese desgarradora. Y yo me desgarré:

«Apiádese Vuestra Excelencia… Yo le suplico, de mí y de los míos; que si idolatré, no lo hice sino necesitado e importunado grandemente por este Rey Enrique IV, engañado él de mi propio valor y yo de su mucha piedad… Deseo morir vasallo de quien nací. Que a este cuerpo que está ya hecho tierra, como sin alma, le recoja su naturaleza al acabar sus días.

Vuestra Excelencia ha permitido que mis hijos puedan haber visto el estado miserable en el que estoy; yo le suplico que permita también que la que los parió me cierre los ojos, pues los años que ha que lloran merecen, a lo menos, que vean esto.»

No llegó respuesta de Lerma, y yo sospeché que el embajador no le había enviado la carta, a pesar de haberme conquistado con la ilusión de que volveríamos juntos a España, y que ahora la Inquisición era distinta, y que había oído hermosas palabras, al despedirse de Lerma, sobre mí. Sentí en aquel momento, escuchándolo, una llamarada en el pecho que me hizo temblar y me convencí de que había dado con mi mejor amigo… No me duró mucho tal quimera. Enseguida me pidió informes sobre las cosas de Francia, y como tardara en contestarle, porque me he ido haciendo cauteloso, me apostrofó:

–Veo que se recata como perro viejo, temiendo que yo quiera el informe para entregarlo a este Rey. Pues no se recate, que yo le daré un descargo para su seguridad.

Yo me había llamado perro a mí mismo muchas veces, pero aquélla me di cuenta de hacia dónde debía girar mi hocico, porque un criado de otro señor me volvía a apalear. Sus violencias verbales no cedieron. Y yo lo visitaba casi todos los días, hasta que me gritó:

–Váyase en buena hora vuestra merced, y no se tome el trabajo de venir, que, si algo me llegase de sus cosas, yo le avisaré.

A pesar de todo, transcurridos unos días, le escribí un billete que le llevó mi hijo. Era un texto pedigüeño en que le recordaba sus promesas y mis pretensiones y mi falta de salud y mi temor a la muerte y mi ansiedad por volver a la patria. A mi hijo Gonzalo le dijo que no tenía respuesta de España y que esperase. Qué fácil es aconsejar la espera para aquel al que nadie hace esperar. Después de un mes, volví a la carga, recordándole sus caritativas palabras, su acogida del principio, sus promesas, y también los medios y documentos que tenía para justificarme a mí mismo y para exigir. Recibió a mi hijo con desabrimiento y le voceó:

–No me traiga más papeles, y dígame lo que contienen.

Y como mi hijo dijera que no lo había leído y que con su licencia lo haría, le volvió la cara gritando que no lo quería oír y que yo tuviese paciencia, que era lo que más falta me hacía… Ésa es una palabra terrible, formada por pan y por ciencia. No había vuelta de hoja: hice almoneda de mi coche, de mi cama, de cuanto tenía, me retiré a la celda de mi confesor, y por medio del Condestable de Francia, pedí otra vez socorro para no morir de hambre a la inagotable bondad de Enrique IV. Estábamos, pues, como estábamos.

Es necesario decir que ese embajador iracundo me había pedido que lo relacionara con banqueros que pudieran ayudarle a aumentar sus dineros. No hay que olvidar que el banquero Teregli era intendente del millonario Zamet, al que también tuve que recomendar los asuntos del embajador maleducado. Por fortuna se le cambió en 1609, ya al final por desgracia. Vino don Íñigo de Cárdenas, con la misión de concluir las negociaciones de las bodas de los dos infantes de España, el heredero Felipe y doña Ana de Austria con los hijos del Rey de Francia, doña Isabel de Borbón y el Delfín Luis, que llegará a ser el XIII. Los tratos no eran fáciles, pero Cárdenas los llevaba con tacto y mucho acierto. Yo me propuse ayudarle por si me venía bien. Porque la princesa, de niña, había sido prometida al Príncipe de Piamonte, hijo del duque de Saboya, y los interesados en estropear la alianza española recordaron esa promesa. Yo me apresuré a comunicárselo a Cárdenas. El Consejo de Estado reaccionó contra mí en un acta previa, pero luego tuvo a bien, un informe más completo, darme la razón. Esto lo supe, y también de una comunicación de Saboya en la que se comprometía a no hacer el matrimonio sin dar cuenta al Rey de España. Tales leves ecos de benevolencia volvieron a esperanzarme y creí que las pruebas las traería el duque de Feria, nombrado embajador extraordinario para ofrecer el pésame por el asesinato de mi protector Enrique IV: el único protector que en realidad había tenido. Pero ni Feria trajo noticias, ni resucitó mi protector.

Y yo seguía acogiéndome a cuantos españoles pasaban por París. Y les regalaba ejemplares de mis libros, inconsciente de que ellos eran mis peores enemigos: mi vanidad me lo impedía y mis afanes de presumir de hombre culto, viajado y entendido y con opiniones propias ante los que creía poderosos… No olvidaré jamás -en verdad poco tiempo me queda de olvidarla reacción de los marqueses de Cerralbo y de Tábara. Le habían pedido mis libros a mi hijo Gonzalo, y yo se los envié con una afectuosa dedicatoria, ignorante de la opinión que iban a merecer de dos aristócratas españoles. Después de todo les decía:

«Señores míos, no quiero respuesta, que me conozco como apestado y, como tal, corto el comercio.»

Así rezaba el final. Pero nunca creí que, tras acusarme recibo con palabras halagüeñas, me devolvieron el envío veinte días después, con unos intolerantes comentarios desagradables escritos en el margen del texto de las Relaciones.

Llegó el momento en que ya sólo pensé en levantar de mis hijos la sentencia infamante de la Inquisición por gracia de la Iglesia española: no de la universal, que nunca me falló. Porque la tacha de hereje significaba una muerte civil. Si mi vida ya no tenía remedio, había de eximir de responsabilidades a quienes no eran culpables de lo mío y eran, sin embargo, lo más mío de todo. De ahí que la pesadumbre más que nunca se fuese haciendo dueña de mis días, y que la emigración fuese un duro traje diario que, como un tormento, me amargara noche y día, y me empujase hacia una sepultura de tristeza. Todos los poquísimos que me trataban se lamentaban de mis cambios de humor, de mis entristecimientos y mis melancolías.

–¿Quién más muerto que el olvidado? ¿Quién más muerto que aquel que en tantos años no se ha visto? – les preguntaba yo.

La causa era evidente: a medida que, en las tierras extrañas, aumentaba la resonancia de mi nombre, más difícil se hacía mi retorno a España.

A quien procuró mi ausencia, los ecos de mi persona imposibilitaban que pudiera volver a recibirme. Y a todo esto se agregaba un cierto remordimiento, muerta la persona en que se concretaba mi odio, de que fuese verdad que hubiese hecho y estuviese haciendo mal a mi patria, de lo que hasta ahora no había tenido una noción tan evidente. Porque, muerto Essex, degollado por la Reina Isabel que tanto lo deseaba, yo comprendí que mis pecados habían sido con mi Rey mucho mayores que los del conde. Y también que Enrique IV me exprimió como un limón y me tuvo a su servicio muchas horas durante tantos años…

–Todos los Reyes se parecen, pero no todos son iguales -me repetía a lo largo del día y de la noche.

Y quizá Felipe II no había sido el peor de todos… ¿Por qué entonces haber cambiado de señor? Se había hecho ya demasiado tarde para todo. O para casi todo, menos para morir.

Mi situación pecuniaria era ruinosa desde hacía mucho tiempo. El Rey de Francia prometía lo que no podía cumplir, siempre con buena voluntad. De continuo tenía una lágrima a punto y una bolsa en la mano; pero la lágrima sólo para su conveniencia y la bolsa siempre vacía. Mi secretario Godfrey transcribía a Francis Bacon mis estados de ánimo y de suerte, toda adversa está claro. El Rey, compadecido ante mi mal estado y un poco acorralado y sofocado por mis súplicas, en las que había perdido toda la vergüenza, me prometió las rentas de la primera abadía que vacase, las insignias de la Orden del Espíritu Santo y un puesto en su Consejo privado. Pero nada de eso llegaba, hasta el punto de que, llamado una vez por él, me negué a ir a la Fére, donde se encontraba, pretextando una caída en el hielo. Por circunstancias, algún representante de Inglaterra me echaba una mano; pero después de cartas tempestuosas en que yo amenazaba con ofrecer mis servicios y mis conocimientos a Bélgica o a Holanda por ejemplo.

Enrique IV, también camino de su muerte, me concedió al fin una pensión mísera. Mis cartas a Montmorency fueron más apremiantes aún. Y él apremió al Rey, quizá en recuerdo de favores pasados. En 1597 se firmó entre el Rey y yo un asiento, aquello que yo llamé mi ultimátum, que me libraría de la miseria. Quizá yo fui cínico en pedir, pero también lo fue el Rey en conceder, porque bien sabía él que no iba a cumplir nada. Un obispado o abadía, transmisible a mis hijos, con doce mil escudos de renta; hasta entonces, cuatro mil al año más dos mil de ayuda de costas y otros dos mil para empezar; algún soldado suizo para guardar mi vida de atentados; y un capelo cardenalicio -la gente de mi casa siempre había aspirado a él- en caso de fallecimiento de mi esposa, y si no, para mi hijo Gonzalo. Yo era muy ducho en cuestiones de Iglesia, y hasta me consultaba Roma de cuando en cuando. Y quería verme envejecer bajo el capelo… Siempre le dije a Enrique que ser gran Rey dependía de tres pes: Papa, Prudencia y Piélago. En otras palabras, entenderse con Roma, que a la larga gana siempre; ser cauto (él lo era, la prueba es que no soltaba los ducados); y el dominio del mar, que lo tenía Inglaterra y España había perdido.

Fue por entonces cuando circuló la noticia de la muerte de Juana de Coello, mi esposa, lo cual despertó decididamente mi ansia por el capelo. Nada de lo prometido llegó. Nada, ni siquiera la defunción de la heroica mujer que me había dado Dios. Desde la paz de Vervins no levanté cabeza. Era ya un trasto viejo al que nadie necesitaba. Tengo que ser sincero en esta ocasión: ya no estaba de moda, ya nadie me invitaba, ya a nadie le caía en gracia, siempre quejándome, siempre rezongando, siempre mirando atrás con la barbilla sobre el hombro. Sin Essex yo me hundí… Pensaba que en Augusta o en otra parte de Alemania podía pasar mejor el escaso resto de mi vida.

Más tarde resultó que no fue tan escaso.

La Corte francesa me decepcionaba. Yo era un espía descubierto e indefenso. Mis huesos necesitaban un clima menos adusto. Me aburría París. Me tentaban las nuevas intrigas de Alemania, que constituían para mí un campo nuevo… Zúñiga me alcanzaba alguna limosnita a cambio de informaciones sobre los ministros franceses, que a su vez me daban alguna limosnita a cambio de informaciones sobre España. Ya no tenía ni los bienes más imprescindibles. Sólo de vez en cuando, una queja afilada mía obtenía un resultado. Un día rogué a Zamet y al gobernador de Borgoña que intercediesen ante el Rey Enrique una vez más, y una vez más el pobre me sacó del apuro con tres mil seiscientas libras. Fue su última dádiva. Luego entregó la vida. Su muerte no me fue útil.

Ya he dicho, y quizá repetido, que mis cartas estaban todas fechadas en una pobre celda, con el confesor al lado por si la muerte me tomaba por hambre. Y era casi verdad. El puñal que cortó la vida del Rey de Francia, cortó también mi último recurso. Desde entonces sólo he vivido de préstamos impagables, de amigos impagables, en la casa que me cedió Zamet, y de la caridad discreta de Teregli, su intendente de oro.

Esta historia de decadencias que sabe de memoria mi gentilhombre Gil de Mesa, el que ahora la escribe, quizá resulte mejor contada por la escalera descendente de mis cambios de domicilio. En la primera caída que tuve, abandoné el hotel próximo al palacio de Borgoña, que ya me era insostenible. Me fui a vivir a Saint Denis, más barato, pretextando consejos de los médicos. Quise que el Rey, aún vivo, escribiera al abad para que me recogiera allí, con la tumba al lado y mi amigo el abad también. Se negó el santo hombre. Procuré acomodarme en los Bernardos, a cuyo provisor conocía, con la recomendación de Maridat, secretario del Condestable. A veces mi mujer, de ninguna manera fenecida, me mandaba una joya salvada de la cruel derrota… Yo ya estaba en la orilla izquierda, lejos de cualquier trabajo. Pero ni aun humillándome conseguí que me admitiesen los Bernardos: se conoce que los monjes no me miraban con los mejores ojos. Fue entonces cuando hube de vender todos mis bienes, e irme a vivir, de santo en santo, a Saint Lazare, cerca de Saint Martin, donde estaba la embajada de España. Pero no resistí tanta proximidad con los recuerdos, y me mudé a la calle del Temple, y de allí, decayendo, a la orilla izquierda, en el Faubourg Saint-Victor. Y después, lentamente, a la casa que me ofreció Zamet, en la calle de Cerisaie, en la que no existía cerezal alguno. Se trataba de unas habitaciones dependientes del palacio ajardinado de ese hombre de costumbres tan parecidas a las mías. Yo creo que por eso tuvo el buen gusto de dejármelo gratis.

Y continuó el descenso. Ni siquiera deprisa, porque estaba ya casi impedido. Meditaciones religiosas, recuerdos amontonados, muy pocos amigos porque los viejos pobres a nadie le apetecen… No más de tres, con los que no tenía que excusarme y a los que no tenía nada que explicar: mi Gil de Mesa infalible, mi buen Manuel Donlope y Cristóbal Frontín. Mi trinidad eterna, los auxiliares de mi soledad, los buenos bastones de mis malos pasos.

En ocasiones, de tarde en tarde, Teregli, con alguna ayuda menor, o Zamet, entre presa y presa, ya de negocios ya de carne. Ay, cuánto lo he envidiado… La vida, que no me quiso místico, me hizo al final asceta por pura obligación. Tengo cerca el convento de los Celestinos cuyos monjes de san Benito guardan conmigo relación muy cordial: no, quizá muy, no. El claustro de su convento es el mentidero de París. Pero no he sido yo nunca buen público, sino mejor protagonista. Y ya no se me da una higa de los chismorreos de la política ni de la sociedad: no formo parte de ellas. Sólo paso, a veces, al jardín donde tienen entrada algunos diplomáticos y algunos extranjeros de calidad. Ellos aún me conocen, y quien tuvo retuvo y guardó para su vejez. Pero no yo…

Sin embargo, no todo es pesimismo. Por la tarde, vienen mis tres amigos a casa y escribo o dicto nuevas cartas, máximas refritas y tratados políticos que no leerá nadie. Y padezco, ay de mí, de insomnio. Velaría noches enteras, pero he de irme a la cama para que los criados puedan irse a la suya: ellos no son insomnes. Bueno, no tengo más que dos; y aun así, siempre les debo sueldo… Leo en la cama lo más largamente que es posible, procurando no gastar demasiado las velas ni los libros, que no abundan tampoco. Hay noches en que me paraliza el frío, se me hiela la mano y no sostiene el libro, que cae al suelo, imposible ya de recoger. Y entra la pobre mano sin hallar acogida para su frío ni en la otra mano ni en parte alguna de mi pobre persona. Y me dedico entonces a pensar en la tumba. Porque bastante tienen mis manos con hacerme de ojos ya que mis ojos no me sirven para lo que sirvieron…

Y así me preparo no sé ya para qué, entre el prior de San Víctor y fray Andrés de Garin, el dominico. Porque le he cogido cierto miedo a Dios. A pesar de que Ana de San Bartolomé pide, en su convento de Tours, santamente cada día por mí, mas no me hago ilusiones. Quiero decir que lo que pide es que tenga una buena muerte, lo cual es ya quizá lo único a que aspiro. A que sea buena, digo, porque lo de la muerte es ya seguro. Por eso durante los días de septiembre y octubre he querido dictar a Gil de Mesa, que es un santo, estas largas páginas incompletas. No siento el amor de Dios; quizá no hay que sentirlo sino serlo. Si él está en algún sitio, ya me recibirá. O eso creo yo al menos… Como creo y creí que este libro debía ser escrito. Si lo dejo ahora mismo de dictar, es porque no quiero decir, y me resisto, lo que de verdad es indecible. Al fin y al cabo, artificial o no, todo debe aparentar un orden. De ahí que haya llegado mi hora de la mudez. Cada caballo tiene su propio freno. Sobre todo aquellos que están encima del pedestal de las estatuas.

Que cada cual saque de estas páginas las consecuencias que pueda sacar, o le convengan. En el fondo, no es otra cosa lo que siempre hacemos.