Esto lo dijo muy seria. Después me miró a mí, guiñando su ojo libre, y lanzó una gran carcajada1. Yo estaba a disposición de mi amiga, y ya miraba con mirada atravesada al Rey. Muerto Escobedo, al quinto mes de la muerte de don Sebastián, y antes de un año más tarde, nos encierra Felipe. En esos meses, yo informé a la Princesa de lo que sabía, que era todo, para que ella lo trasladara a los Braganza. La primera noticia que tuve no fue por ella, sino por el grupito del Perro Moro, equivocado ahora. Ella me lo aclaró: era una hija suya la protagonista de la boda con Braganza, aunque yo sospechaba que la Princesa siempre tendría algún hijo de repuesto. Para esta boda, la hija era Ana María, la menor, que luego murió monja. De haber sido un hijo, sería el marqués de la Eliseda, el único soltero, porque a Pastrana, el mayor, lo estábamos casando con la hija Ersilia, de Octavio de Médicis, el príncipe más rico de Italia. Lo sé bien, porque yo gestionaba que Felipe, su padre natural, le diera a Octavio el título de Ilustrísimo, que ambicionaba no sé por qué, y no había conseguido a pesar de sus continuos préstamos a España.

Todo estaba pensado y bien pensado. El duque de Bracelos, el Braganza casadero, cayó también preso en Alcazalquivir. Felipe II trató, a cambio de su rescate, que sus padres se retiraran de la competencia. La duquesa madre se negó. Tenía quien le pagase ese dinero: para eso estábamos la Princesa y yo dispuestos. Y Medinasidonia, su yerno, lo acogió con el lujo que sabía, en su casa andaluza. Pero el Rey se resarció más tarde, descubierta la trama. Medinasidonia gozó siempre, de modo inexplicable, del favor regio, siendo como era el más atún de todos sus atunes, y el duque de Pastrana, lo mismo: el primero organizó la campaña militar portuguesa; y el segundo, fue uno de sus más activos y acreditados capitanes. Hasta en eso se vengó el Rey de Ana de Mendoza. En cuanto al sigilo con que se llevó la campaña contra ella, se explica por su misma gravedad y porque deshonraba a una familia intocable. Los hijos y las familias de la Princesa callan y aceptan: era lo necesario para encubrir una deslealtad sin pregonarla.

Pero todo se había sabido y yo tengo la prueba: don Cristóbal de Moura escribe al Rey pidiendo la indulgencia para doña Ana en nombre del Rey Cardenal portugués. ¿Qué contesta Felipe?

«Me ha hecho mucha merced el Rey de Portugal en querer saber lo que hay en todo esto. Y por todo lo dicho me la hará muy más grande en no tratar más del tema.»

En cuanto a lo mío, llovía sobre mojado. La Visita que se me incoa en Portugal es, porque bajo el nombre y concepto de Visita, se encubrió lo que nadie tenía que saber. La del Rey y yo, no cabía duda, era una guerra secreta. Hasta ese mismo instante.

Tercera parte