Ignoro si me habría gustado formar parte del grupo de electores cuando vieron, por primera vez, al hombre que habían elegido, entre sobornos y regateos, Emperador. Su apariencia era desastrosa: bajo, de piernas estevadas, con un prognatismo que le mantenía la boca abierta permanentemente, y hablando un alemán mínimo y titubeante. Por supuesto, Tiziano, al que Carlos respetaba y admiraba hasta darle el título de conde, dignificó por lo menos, y aun embelleció cuanto pudo, a aquel hombre. En el caso de Mühlberg no sólo hizo eso, sino que lo trasladó de la litera donde reposaba lleno de gota y almorranas a un piafante caballo. En cierta ocasión, cuando sus cortesanos le reprocharon que recogiera del suelo un pincel que Tiziano había dejado caer, él los recriminó como lo hubiera hecho Olivier de La Marche, su autor predilecto y casi único:
–Tiziano merece ser servido por mí, porque existen muchos príncipes, pero sólo un Tiziano.
Y quizá si aquellos electores hubiesen conocido su caprichosa vida privada, se habrían sorprendido más aún. ¿Se trataba de un príncipe en el que tener confianza? Su glotonería, pese a la gran enfermedad que le produjo, sus aflicciones y altibajos mentales, su actitud ante las perspectivas de una batalla: temblores, escupitajos, palabras mayores, etcétera, dificultarían la confianza aquella. Quizá era un buen hombre, cargado de buenos deseos y de buena voluntad, pero no un gran hombre. Y a los vicios privados, ellos tampoco grandes, se unían sus limitaciones políticas, éstas sí mayores. Carecía de toda imaginación que excediese el mecanismo de armar y desarmar relojes, y su capacidad de comprensión -no siempre debida a la variedad de los idiomas- era bastante escasa. Adquirió tierras que carecía de capacidad para mantener; contrajo obligaciones que estaba por encima de sus posibilidades satisfacer; y se resistió con demasiada frecuencia a aceptar la invencible secuencia de los hechos. A pesar de haberme dejado llevar por cierta simpatía, deseo ser más veraz. Pienso, por lo que he leído y he tenido en mis manos, que su mérito único, desde un punto de vista político, fue la sinceridad con que utilizó sus mediocres talentos. En cualquier caso, se nos aparece como un enorme anacronismo: alguien que no se ha enterado de lo que significa la América recién descubierta; que no comprende el significado inamovible de la Reforma protestante, y que permanece lleno de obsesiones medievales, cuando el mundo ya va por otros caminos y hacia destinos diferentes. En esto, la claridad no es meridiana, porque su hijo siguió sus mismos pasos. Ni uno ni otro miraron hacia el Atlántico a no ser como una fuente de ingresos; miraron más bien a África, donde, al Non Plus Ultra, había sustituido ya el Plus Ultra, porque era ella la que les competía; era ella la que les evocaba su último fin reconocido, la lucha contra los turcos y su quehacer virtuoso de cruzados.
Y, en cuanto a sus procedimientos, también supuso una anticipación al método papelero y mecanizante de su hijo, rodeado de secretarios mejores o peores, que apenas utilizaba. ¿De veras quiso Carlos instituir una estructura de Estado moderna cuando dirigió sus esfuerzos a unificar los Países Bajos? ¿No se vio, desde España, su trabajo como una continuación del trabajo de unidad iniciado por sus abuelos, tan costoso como equivocado? Y en cuanto a su necesidad permanente de dinero, dinero, dinero, a pesar de América, de los banqueros y de los saqueos, ¿no denota una ignorancia grave e imperdonable de las prácticas financieras de su época? De alguien que se casó, con una princesa a quien desconocía, no por amor sino por las dimensiones de su dote, ¿se puede esperar mucho? ¿O, por lo menos, se puede esperar más de lo que sucedió: que se enamorara realmente de ella? Quizá no, aunque no fuese del todo correspondido, y su idilio no fuese tan largo ni indiscutible como se cree. Quizá a mí se me califica de malpensado porque miro con ojos limpios, quiero decir no dirigidos ni influenciados, hacia donde deseo mirar, que es lo que me ha sucedido con el Emperador hasta ahora en esta historia de pedestales. Y a la Emperatriz no le fue del todo indiferente Francisco de Borja, que la amó por encima del Emperador, tanto que le debió a su muerte su conversión y su santidad. Y tanto que la propia Emperatriz tuvo que rogarle a su padre que permitiera a su hijo casarse con su dama más devota, en aquella corte de amor castellana, bastante pudibunda y algo cateta, para tenerlo públicamente colocado, pero al alcance de su mano.
De todas maneras hay que reconocer que el siglo pasado, el XVI, no asistió a la muerte repentina de una idea imperial y al nacimiento de una ideal nacional. Carlos explica, en sí mismo, la continuada asociación de España y el Imperio (ya diremos a costa de qué), aunque sólo fuese en términos de tropas y de rentas, o acaso de ideas más escondidas que a una mente fuera de ese paisaje le sería difícil admitir. A mí no me extraña que un hombre tan escaso de casi todo como Carlos se rompiese, en cierta forma, como lo hizo, asumiendo la contradicción de la Monarquía Universal que le insuflaban Alba o Gattinara o el obispo de Badajoz, con la modernidad que ya estaba en el resto de Europa en marcha. La suya fue una época de transición, que asumió también a Isabel de Inglaterra, o a los Valois franceses. Acaso algo menos que a él. No tardaremos en comprobar sus fracasos, en lo imperial tanto como en lo religioso. Una buena prueba de su desfase cronológico la da el soneto de Hernando de Acuña, que dirige Al Rey Nuestro Señor. En él se dice:
Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
la edad gloriosa en que promete el cielo
una grey y un pastor solo en el suelo
por suerte a vuestros tiempos reservadas.
Ya tan alto principio en tal jornada
os muestra el fin de vuestro santo celo
y anuncia al mundo, para más consuelo,
un monarca, un imperio y una espada.
Ya el orbe de la tierra siente en parte
y espera en todo vuestra monarquía,
conquistado por vos en justa guerra.
Que a quien ha dado Cristo su estandarte
dará el segundo más dichoso día
en que, vencido el mar, venza la tierra.
Hay dos conceptos que Carlos cree, o alguien le hace creer, que son o pueden ser universales: la paz y la monarquía. La paz la busca desde el primer momento sin el menor éxito: su vida es la mejor prueba de una vida guerrera. En cuanto a la monarquía, en julio de 1529, después de una estancia de bastantes años en España, Carlos parte para Italia con el fin de ser coronado, aparatosamente en Bolonia, Sacro Romano Emperador. Fue el último. Allí se erigió todo en símbolo, todo en recuerdo de las obligaciones y de la mitología de la monarquía medieval que ostentaron Constantino, Carlomagno y Segismundo: precisamente los tres ejemplos erigidos en efigie para indicar su camino al nuevo monarca, mientras la sociedad formada por el poder temporal y el espiritual atiborraba el resto del templo y de las calles con otros lemas y pinturas. Pero en todo esto primaba la mano papal. ¿Qué es lo que pensaba Carlos, él, de lo que literalmente se le venía encima? Era un Rey de muchos Estados, pero se limitó a actuar como Rey de cada uno de ellos, asumiendo por tanto las características de una monarquía nacional que se multiplicaba, pendiente de las necesidades particulares de cada uno de sus dominios. (Recordamos que entra en Barcelona como conde de ella y no como Rey de España.) Por lo cual, desde luego, viajaba por lo menos; no como su hijo, que se enclaustró, como una oscura araña, en El Escorial, mientras en su tela bien apretadamente tejida retenía al mundo casi entero.
¿Alguien habría sido entonces capaz de discernir cuál era el concepto de Carlos sobre su oficio imperial? ¿Y el de sus obligaciones? Yo creo que nadie, ni él mismo por supuesto. En gran parte de sus cartas, que yo he leído con detenimiento, habla y habla de la paz universal y de la paz entre cristianos. Precisamente porque, por entonces, todo se volvía guerra. Los humanistas que llenaban la Corte española, no sé si conscientemente o por ignorancia, copiaban las tesis de Erasmo, a la vez que los antiguos temas gibelinos del Dante: un imperio mundial con un solo rector que mantuviera la paz y el orden. Pero eso se dice demasiado fácilmente. El que lo tuvo más claro fue Mercurino Gattinara, desde los primeros años junto al Emperador, mucho antes de serlo. Le escribe, en 1519, nada más serlo, lo siguiente:
«Dios ha decidido por su Gracia elevaros sobre todos los Reyes y príncipes, haciéndoos el más grande Emperador desde Carlomagno, y poniéndoos sobre la senda de la monarquía universal.» Y agrega que, sin esto, no podrá conseguirse la paz también universal. El principal fundamento de su imperio.
Y, tras el saco de Roma, momento en que, preso el Papa en Sant.Angelo, se están celebrando en España las fiestas por el primogénito, Gattinara le escribe:
«Vuestra Majestad debe considerar bien que, encontrándoos victorioso en Italia y con tan poderoso ejército, Dios os ha puesto en el camino de la monarquía universal.»
El Papa, preso; Roma, saqueada; los soldados, llenándose los bolsillos y los estómagos en cobranza por lo que les era debido… El Emperador, en Valladolid, declara luto en la Corte y pide por la libertad del Sumo Pontífice. Pero no la ordena. Ése es el momento en que me parece Carlos más hábil y más grande.
Alfonso de Valdés le escribe tras la batalla de Pavía:
«Parece como que Dios ha dado milagrosamente su victoria al Emperador no sólo porque está presto a defender la Cristiandad y resistir a los turcos si atacaran, sino también, ahora que las guerras civiles han terminado (las guerras entre cristianos sólo pueden llamarse así), porque puede atacar a turcos y moros en sus propias tierras y, ensalzando nuestra santa fe católica, recuperar el imperio de Constantinopla y los Santos Lugares de Jerusalén, que se encuentran en manos infieles por castigo a nuestros pecados.»
Lo importante es que el concepto de Carlos no fue estático ni giró en torno a una sola idea: se amoldó a las circunstancias, si bien sus consejeros siempre hablaron de monarquía universal, que es un término y una idea muy esquivos. No se trataba de invadir y vencer y unificar los Estados existentes; más todavía, dentro de los que ya eran suyos, el Emperador preservó las costumbres y las instituciones de cada uno. No trató de unificar las estructuras. La monarquía universal se basaba en el monarca único y no en la unicidad de organizaciones y gobiernos: ya había un precedente en España: primero, los reinos separados de los Reyes Católicos; luego, las Comunidades y las Germanías fueron vencidas, pero no se instaló aquí un absolutismo que hubiera sido tan explicable como temible: se respetaron los Fueros y las Cortes más que nunca (cosa que a mí me vino muy bien luego). Lo que se construye es una especie de dinastía gobernante: un entresijo de matrimonios que convierta, o tienda a convertir, Europa en una gran familia, y la familia en un mecanismo de poder. Carlos recomendó a Felipe, su hijo, sin suerte alguna, que tuviera muchos hijos: ellos eran la mejor vía para unir los reinos. En eso tuvo muchísima más suerte su hermano Fernando. Lo que a mí no me sorprende, aunque pudiera hacerlo, es que todo sucede, en ese momento y luego, como si, con Europa y un poco más, se terminara el mundo. Quizá por pensar, como yo, que América destruye los ideales y nunca debió descubrirse, así como quizá nunca debió conquistarse Granada. Nadie habla ni piensa aquí en América, ni siquiera los más abundantes pensadores.
Pero he hablado de la familia Habsburgo como tentáculo de poder, de los hijos y de Fernando, el único hermano varón de Carlos. Cuando se encontraron por primera vez al llegar Carlos a España con diecisiete años, éste no hablaba castellano. Mientras Fernando, mimado por todos, no hablaba otro idioma. Bien aconsejado, Carlos no tardó en mandarlo a Bruselas: en Castilla habría sido un peligro. En todo caso, el destino de Fernando no concluyó aquí. El abuelo común, Maximiliano, pactó con el Rey Ladislao de Bohemia y Hungría que uno de sus nietos contraería matrimonio con la princesa de esa dinastía, Ana Jagellón. Pero Ladislao no quería un Habsburgo pobre: el pretendiente de una Jagellón necesitaba un patrimonio familiar. Y quiso la casualidad que Carlos, ya Emperador pero sin coronar, tuviese prisa relativa en llegar de retorno a una España alterada. (En estas semanas de ausencia he tenido ocasión de reflexionar sobre este momento.) Carlos había de dejar, durante su ausencia, un miembro de su familia en el Imperio. Fue Fernando; pero tendría poder propio si se le nombraba regente. En el reencuentro de los dos hermanos, en 1519, en los Países Bajos, comienzan las discusiones sobre la concesión de territorios al hermano menor, al que hay que casar con dote. Las discusiones terminan en Bruselas en 1527: los dos hermanos no se llevaban tan bien como pudiese parecer. Se eleva a Fernando al rango de archiduque con autoridad sobre las propiedades de los Habsburgo. Y, por una cláusula secreta, se acuerda que será nombrado Rey de Romanos cuando Carlos sea ya Emperador coronado por el Papa. Entonces recibiría, de hecho, los derechos hereditarios completos… Este acuerdo de Bruselas trajo muchas, y no todas buenas, consecuencias. Pero, por el momento, las consecuencias políticas fueron enormes. La primera, la renuncia de Carlos, en un representante, a tener una base de poder territorial en el Imperio; la segunda, el acuerdo matrimonial de Fernando y la adquisición de las coronas de Hungría y Bohemia; y la tercera, la que más nos importa, la división del imperio Habsburgo en la rama española y la austriaca. Es por esto por lo que advertí que Carlos se arrepentiría: tales cláusulas no podían anularse sin el consentimiento de su hermano, que no estuvo nunca dispuesto a concederlo.
El intento de solucionar este atasco fue uno de los momentos más graves del reinado: para mí, sin duda, el más grave, porque nadie lo vio ni previó lo que sucedería. Y, en efecto, no se solucionó. La autoridad de los Habsburgo disminuyó de manera notable a través de la regencia de Fernando, con Carlos en Castilla o galopando. El Consejo de Regencia, según se estableció en la Dieta de Worms, y luego en Bruselas, era ambiguo: ¿representaba al Emperador o a los Estados? Los príncipes debían asistir a sus sesiones; pero, por comodidad o economía, mandaban a unos representantes que ratificaban las órdenes de Carlos o Fernando. Es decir, el carácter oponente del Consejo desapareció. Hasta tal punto, que muy pronto se trasladaba de Núremberg a Esslingen, en el corazón del Württemberg de los Habsburgo. Y ni siquiera podía obligar el Consejo al cumplimiento de sus órdenes, salvo la de mandar correos. (Lo grave de este tema es que ni siquiera es inteligible para una mente española, ni nadie se ha tomado el trabajo de que lo sea…) Poco después las Ligas del sur de Alemania prestaron al regente su apoyo militar. Primero, contra los caballeros sublevados; después, contra los campesinos; triunfó el centralismo de los príncipes y se preparó el camino del Estado territorial absolutista posterior…
Pero lo que de verdad transformó las relaciones de poder en Alemania fue el avance del luteranismo entre los príncipes, usado únicamente como arma política y no religiosa, cosa que no distinguió nunca bien del todo Carlos. Su consecuencia inmediata fue la consolidación de los Estados territoriales de Alemania, que yo creo que a Carlos nunca le importaron gran cosa. Y, cuando se extendió al Sur, se desmoronó la estructura de alianzas familiares que usaban los Habsburgo. A la vez que otros canales de su influencia fueron obstruidos también: las Dietas, las Ligas, los edictos, las treguas, todo se alteró hasta conseguir que el Consejo de Regencia cayese en el desprecio y en el olvido. Y toda la fuerza que pudo utilizarse contra los herejes hubo de utilizarse contra los turcos, que tocaban la frontera oriental. Hasta que Hungría fue invadida, su ejército derrotado y muerto su Rey, Luis Jagellón. Bohemia y Hungría, entonces, aspiraban a ser monarquías electivas. Los bohemios estaban dispuestos a aceptar a Fernando, pero los húngaros eligieron al señor de Transilvania, Juan Zápolya. Así el hermano del Emperador se encontró, entre las manos, un reino lleno de guerras civiles y amenazado de otra invasión. Zápolya se alió con los turcos; Fernando miró a los príncipes alemanes. Pero éstos decidieron resolver las diferencias religiosas, incluso dieron algunos pasos hacia Zápolya. ¿Se ha preguntado alguien en España qué actitud tomaría Fernando? ¿Y Carlos?
Al segundo no se le puede exculpar del todo. Las fuerzas políticas alemanas habían alcanzado una cota política muy alta dentro del Imperio. Un hombre solo, así fuese el Emperador, poco podía hacer; pero algo sí. Y, en lugar de responder a las llamadas de su hermano, Carlos permaneció en Castilla, ajeno y distante, mientras anunciaba en sus cartas que regresaría en breve para visitar el Imperio, con lo cual le daba a entender que no tomara ninguna decisión personal, mientras que tampoco la tomaba él. ¿Era Carlos un Emperador de broma? ¿Por qué no se conformó con España y sus posesiones? Éste es un momento oscuro, desleal e incomprensible en la vida política no inteligente, pero tampoco traidora, de Carlos. Por eso me refiero a él ahora. Porque ni siquiera cabe la interpretación de que Fernando disimulara en sus correos la gravedad de la situación: habla -yo lo he visto- de las crisis entre señores y campesinos, de la escasez de apoyos a la dinastía, de la expansión de la herejía y del incremento de la amenaza turca. Y Carlos parece ignorar, o no comprender, o no valorar, estos datos. Y permanece en Castilla, dedicado a su matrimonio y a sus cacerías, hablando de la Universitas Christiana y de la paz universal y confiando en que Fernando le sacaría las castañas del fuego mientras él se preocupaba sólo por un obsesivo Concilio general de la Iglesia, que no podía ser convocado en esos momentos ni ser sustituido por un sínodo nacional, y al que además se había recurrido demasiado tarde.
Ni siquiera bastaba que a Fernando se le otorgase el título de Rey de Romanos. Un Rey que veía cómo Italia se anteponía, en la mente de Carlos, a Alemania, a la que se le insinuaba además que debía o tendría que proveer pronto de tropas al Emperador. Esta incomprensible actitud de Carlos hizo que Fernando se ocupase cada vez menos de Alemania, repartiendo su tiempo entre Viena, Buda y Praga. Hasta el punto de que, ante tanto desorden, el regente resume su postura en un ruego: que el Emperador regrese, convoque una Dieta y resuelva la crisis del Imperio por sí mismo.
Éste es el más extraño comportamiento, el más injustificable, el menos comprensible y el más erróneo de Carlos en toda su vida: no responder, por desentendimiento, a las angustiadas peticiones de ayuda de su hermano Fernando. Todos los demás comportamientos son más excusables: primero, por su tendencia a dejarse llevar por los hechos en lugar de anticiparse a ellos; segundo, porque en él se solapaban dos épocas: una, la de las Cruzadas, la caballería, el universalismo cristiano y el Imperio universal; otra, la de la Cristiandad dividida y la de los Estados nacionales. Carlos quiso trazar sobre ese abismo el puente de la dinastía; pero acabamos de ver que era un puente muy débil y no bastó ni muchísimo menos. La hendidura entre dos épocas que tendría que cubrir era demasiado para Carlos, y además nunca tuvo conciencia de esa transición. Más: en cuanto la olfateó se retiró -inútil ya en lo espiritual y en lo físico, y sobrepasado- de la vida pública a la privada en Yuste. Sencillamente porque, a pesar de que él ni siquiera se dio cuenta, la vida pública se había retirado, con bastante anticipación y sin vuelta atrás, de él. Antes de eso, se empapó, sin percibirlo, de los pretextos de ambas épocas, y se plantó, despatarrado, incómodo en las dos, creyendo ser la Espada y el Cruzado y el Imperio y el Monarca universales. Es decir, la cagó. De ahí -y eso explica sin explicárselo él mismo su defección frente a su hermano- que fuese inevitable que sus energías se dispersasen y se malograse su empeño, y que su reinado, en definitiva, pareciera, si se analiza, un despropósito. Al abdicar, procuró aclararlo como supo, aunque no supo demasiado bien.
–Hice lo que pude, y siento que no pudiera hacerlo mejor.
Fue un buen hombre que, desplazado y equivocado, no supo gobernar. En realidad, sólo habría sido un bastante buen marido y un mediano buen padre.
No con la intención de malherirlo sino de investigar sus razones, conviene insistir, y así lo creo yo, en que muy raras veces fue el Emperador dueño de los acontecimientos, o los promovió. Se conformó con seguirlos, una vez producidos, y con sacar la mejor tajada de ellos. Aunque en muy pocas ocasiones le fue posible. Y es que hasta su propia historia le vino grande. Y así lega a su sucesor no una asociación de Estados independientes, que formaban su herencia personal, sino un Imperio que, tanto en lo territorial como en su organización, estaba dominado y dirigido por España: por una España insuficiente. Y no lo hace a través de una decisión personal y premeditada sino por el modo en que los hechos fueron acaeciendo, forzados más por las circunstancias que por un plan previsto. El Emperador siempre fue, con su boca abierta y la lengua fuera, detrás de los acontecimientos. Al final de su reinado explicó que todas las expediciones y empresas en las que tomó parte en su vida habían sido realizadas «más por necesidad que por inclinación». No se percibe un proyecto que va realizándose (tampoco sucede en el reinado de su hijo, salvo cuando se equivoca de un modo palmario y sangriento, con la Armada Invencible) sino como una serie de improvisaciones a las que se ve empujado. (Esto mismo le sucede a su hijo, por ejemplo, en el caso de Portugal.) Es lo que se comprueba tanto en su correspondencia diaria como en su autobiografía, por lacónica que sea ésta, y por lo poco de convicciones que dejan traslucir sus cartas.
Yo me he planteado, leyendo sus escritos, un ejemplo. El año 1529, cuando abandona España, es crucial en su vida. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué deja sus tierras de Granada o Toledo, su mujer y sus hijos a los que reconoce amar sobre todas las cosas? Pudo haber renunciado a la Coronación imperial: bastaría que el Papa le hubiese enviado un documento reconociéndolo como Emperador -con la antipatía que le caracterizaba le hubiese encantado no verlo- o que se hubiese coronado por poderes. A partir de entonces su movimiento fue incesante, y su esfuerzo, creciente. Y, sin embargo, las causas con las que justifica esa salida de España son distintas según a quién quiere explicárselas. Ante el Consejo de Castilla, expone un motivo religioso: la reforma de la Iglesia y la eliminación de la herejía: algo que, con tan escasa fortuna, dejó de conseguir. En otras cartas habla de la defensa de Italia y de las obligaciones de un buen gobernante; pero se saca la conclusión de que ni él mismo se lo cree. A ello alude en una carta escrita a su hermana María, la más lista de la casa, donde vuelve a mencionar, casi sin pensarlo, la paz universal entre cristianos. (Todos estos papeles los tengo yo copiados.) En el documento dirigido a su representante en Roma, añade otra razón: la lucha contra los turcos; pero como una lección que se repite mecánicamente. Cuando les escribe a Gerard de Rya y a Filiberto de Orange, menciona, porque se trata de caballeros del Toisón de Oro, la búsqueda de honor y reputación, objetos que se consiguen en Italia sobre todo. Y, cuando va a hacerse ya a la mar, en el verano de ese 29, publica un manifiesto, a una especie de audiencia internacional de príncipes, en el que se refiere a proseguir sus esfuerzos en defensa de la fe y el establecimiento de la paz cristiana; pero ya transformados en lugares comunes y en tópicos de su pluma dirigidos a la diplomacia cortesana: los escribe de memoria. Todo es, pues, el recitado de una lección aprendida desde su adolescencia, y expresada como un discípulo relativamente aprovechado, pero poco razonador y de memoria cansina y repetitiva.
Hay otro ejemplo de persona que se deja superar por las circunstancias cuando éstas le son favorables. Un monarca le estuvo dando la vara durante toda su vida, Francisco de Francia. A él, me parece ya haberlo dicho, Carlos en tres ocasiones lo desafió personalmente a duelo, como hubiese hecho un simple caballero medieval. Pero el francés siempre acaba por escapársele y casi siempre le gana la contienda. Se trata de una prueba meridiana y extremada. A finales de 1524, el Rey francés se encuentra listo y con poderes para emprender la acción personalmente después de un vaivén de traiciones, escabullidas, ataques y retiradas. Entonces baja al Sur, atraviesa Lombardía, recupera su viejo sueño de Milán y sitia Pavía. Y allí, en sus arrabales, el día del veinticinco cumpleaños de Carlos lo derrotan, lo cogen preso y organizan la matanza de la nobleza francesa mayor desde Agincourt y Enrique V de Inglaterra. Así se las ponían a Carlos V. Pues bien, él desaprovecha la que pudo haber sido su mayor victoria. (Por otra parte, es curioso que reproche, ya en Yuste, a su hijo Felipe, no haber estado en persona en la victoria de San Quintín, cuando él no estuvo, en persona, ni en Pavía ni en Mühlberg, los dos más cantados triunfos suyos.)
En Madrid, con el Rey Francisco en la Torre de los Lujanes, la Corte se divide en dos grupos: el de Loaysa, que pide la inmediata libertad del francés opinando que, a tal generosidad, responderá la colaboración posterior de Francia (menuda imbecilidad de miope) y, del otro lado, el duque de Alba y Gattinara, que defienden la exigencia al francés de abandonar sus reclamaciones sobre Italia y los Países Bajos, y la cesión de Borgoña, siempre querida, como origen suyo, por los Habsburgo.
Se firma en 1526 el Tratado de Madrid. Recoge ambas propuestas de los grupos, pero no se firma ningún acuerdo para obligar al francés a cumplir tales condiciones de su libertad. Se lo libera con su palabra como única garantía: una cortesía altiva de caballeros medievales, que naturalmente no tiene el menor efecto. Sólo se toma la precaución de quedarse como rehenes con los dos hijos del francés. Éste, astuto y liante, se larga convencido de que, antes o después, recuperará a sus hijos, pero que las tierras han de seguir siendo cosa suya inaplazable. (Bueno, tan disconforme estuvo Gattinara con el acuerdo que se negó a firmar en el documento.)
Por descontado, el triunfo español hace tambalearse la política italiana, que se ve abrumada por los Habsburgo y busca un aliado para su libertad. ¿Cuál? Francisco I. Es decir, lo contrario de lo que se pretendía. En mayo de 1526, se forma la Liga de Cognac, de la que he hablado. La Liga persigue, aunque no se diga, en contra de Carlos, la libertad de Milán y de Italia. Pero Francisco prefiere separarse de ella y seguir sus propias iniciativas, movilidades y traiciones. Después del saco de Roma y la derrota del Papa, Carlos no aprovecha tales ventajas. Tanto, que se vuelve a la Liga de Cognac, el mismo año, en el mes de julio. En agosto, cruza los Alpes el ejército francés contando con el apoyo de Génova. Milán y Lombardía caen en su poder, y Francisco entra hasta Nápoles y sitia la capital. Pero, en uno de los bamboleos tan frecuentes entonces, el almirante Doria se pasa al Emperador, con Génova, y los franceses, sin su apoyo y diezmados por el cólera, se repliegan hacia el Norte. Y, entre pares y nones, la paz (otra paz) entre Carlos y Francisco se firma en Cambrai. Pero se reitera, más o menos, el Tratado de Madrid: no escarmentó Carlos de su empecinamiento y su galantería caballerescos. A favor de la paz, renuncia a Borgoña, la más importante reclamación de su familia, que venía de su bisabuelo Carlos el Temerario. Y libera, ya lo he dicho, por un par de millones, a los hijos del Rey francés. Lo mejor, lo único bueno, es que consigue endilgarle como esposa a su hermana Leonor, que era una pesada. Pero la pelea entre los Habsburgo y los Valois seguirá hasta el final de esta segunda dinastía. Gracias a Dios, fuera de Italia. Se había cumplido la profecía que Ariosto hizo en su Orlando Furioso:
«Saldrán de Italia arrastrando desesperanza y miseria, poco bien y mucho daño. Las lises de Francia no arraigarán en este suelo.»
A partir de 1529 se cumple su previsión. Pero casi contra la voluntad de Carlos: como un destino que se impone.
Los últimos años de Carlos están bajo el convencimiento depresivo de que pertenecía a una época desaparecida. Muertos Francisco I y Enrique VIII se quedó sin enemigos y sin aliados. Se retiraba, por tanto, en pos de la Edad Media. Quien haya querido encontrar grandeza moral o fervor religioso en sus abdicaciones se equivoca. A mí no me puede extrañar: yo mismo lo hice porque dejé en libertad a mi corazón. Quien crea que Carlos se retira a Yuste pobre, humilde, solo, enfermo y olvidado, porque así él lo quiso, para conquistar el cielo, yerra. Quien cante su grandeza universal, sus deseos de triunfos celestiales y su excelencia espiritual se pasa muchos pueblos. Mostrar a Carlos como modelo de fe y virtud para admiración y ejemplo de príncipes y huérfanos es un exceso en todos los sentidos. Los incensarios funcionan hasta con los peores monarcas. Y Carlos fue un hombre corriente y un monarca malo, que achacó sus errores a sus deseos de paz; que se olvidó de América; que fue perezoso y lleno de defectos personales que lo condujeron a enfermedades e impotencias; que si no tuvo más hijos bastardos y más amores fue por pura pereza… Durante sus últimos veinte años sufrió de gota; a los cincuenta, la enfermedad progresó tanto que le llenó el cuerpo de forúnculos. Las indigestiones como consecuencia de sus atracones de comida eran casi diarias y peligrosas. El asma y las almorranas, tan frecuentes, se añadían a sus sufrimientos. Su prognatismo le dificultaba la respiración… Pero tales congojas se veían aminoradas por otra mayor que todas: su falta de vocación profesional, su sensación de fracaso, una especie de indiferencia, de desmayo mental, que ocupó sus últimos años.
Venía de una bisabuela que, en Arévalo, como una cabra, clamaba de noche, durante años, por don Álvaro de Luna. Venía de una abuela invadida por un afán teológico confundido con otro afán, el de utilizar a Dios como vía de su propia ambición. Venía de una madre loca, declarada como tal y encerrada en el castillo en el que moriría muy poco antes de que él abdicase, el 13 de abril de 1555, después de casi medio siglo de absoluta reclusión. Venía de la alegre irresponsabilidad de su abuelo Maximiliano y de la torpe ceguera ambiciosa y frágil de su padre el Hermoso. Los informes que llegaban a su hijo Felipe, de ellos tengo testimonios fehacientes, hablaban de una total falta de interés por los sucesos políticos, un planto constante y ausencia pertinaces, acompañado todo ello por diversiones insólitas. Hay un relato de la época que cuenta cómo el Emperador no desea discutir más asuntos ni firmar más documentos ni escuchar a nadie. Está sólo interesado en su colección de relojes que él pone en hora para que hagan tic tac al unísono. Tal es su única preocupación. Y por eso acabó por llevarse a Yuste sus relojes y a su relojero. Y como no podía dormir por la noche, despertaba a los criados y les hacía desmontar los relojes a la menor impuntualidad y montarlos de nuevo hasta que coincidían. Hacía mucho, nada menos que en 1530, que Carlos había sugerido su abdicación y su reclusión en un monasterio: aún no había muerto la Emperatriz. La buena disposición de su único hijo legítimo le proporcionaba una excusa para hacerlo. Pero la esterilidad de María Tudor, llena de partos inventados como las perras o fingidos, que hizo fracasar sus planes de unión de las coronas española e inglesa, aceleraron, como la Paz de Augsburgo, su decisión. Y en Bruselas, entre octubre de 1555 y enero del 56, se despojó de sus títulos imperiales, reales y principescos. Estaba sencillamente harto de vivir una vida que no le gustaba un pelo.
No quiero dejar al Emperador sin hablar de que, durante sus años de ilusión y malandanza en Alemania, tuvo que reñir una batalla dentro de su propia familia, en parte por su desidia y falta de concreción. La guerra entre él y su hermano Fernando, que no eran como se ha creído uña y carne, fue productora de heridas como cualquiera de las reñidas fuera. Su causa fue la sucesión del imperio. En 1519, Carlos designó a Fernando como sucesor. Lo ratificó en Bruselas en el 22; en el 31 culminó el compromiso con la Coronación de su hermano como Rey de Romanos, paso previo a la Corona imperial y al trono. Fue su regente -acabé de contar los descuidos de ambos, de Carlos sobre todo- en sus ausencias tan continuas. Y, sin embargo, a finales de 1540, la sucesión comienza a intranquilizar a Carlos, al que asedian razones contra el anterior y decidido acuerdo. Primero, porque excluía a su hijo Felipe de toda herencia en Alemania, pasando íntegra a los descendientes de Fernando, alguno de cuyos hijos frecuentaban y se educaban en la Corte española: Maximiliano, Rodolfo, Alberto… Segundo, porque comenzó a valorar y a poner en tela de juicio la idea de partir el Imperio en dos: la parte española y la alemana; entre otras cosas, porque su sucesor en Alemania, presionado por los príncipes, los turcos y los franceses, dependería de armas y tropas españolas. Tercero, su idea de la dinastía como verdadera y única fuerza para la unidad presuponía una casa reinante no dividida. Por mucho que Fernando hablase de las casas de Borgoña y de Austria, Carlos se refería siempre a una sola construcción: la de la casa de Austria. Sin eso, se vendrían abajo los conceptos de Monarquía Universal y Universalismo Cristiano, que eran los dos raíles por los que él, como un burro de noria, había conseguido avanzar sin equivocarse. Aunque, por otra parte, fuesen inventados y anticuadísimos.
En el momento en que, por razones de traición, el Emperador transfirió la dignidad de elector de Sajonia del príncipe Juan Federico al príncipe Mauricio (que lo traicionó luego mucho más aún), Fernando empezó a temer por la seguridad de sus títulos. Se rumoreaba que Carlos, deseando irse ya entonces, planeó anular la elección de 1531 y hacer que los electores votasen a su hijo Felipe como Rey de Romanos. Carlos negó semejante intención; pero sí sacó a colación la cuestión del sucesor de su hermano. Concretamente le advirtió que no diera por hecho que su primogénito Maximiliano le sucedería como Emperador. Tal dignidad podría perfectamente recaer en su hijo Felipe. Incluso era deseable que el Imperio europeo, tras estar dividido por el reinado de Fernando, se reunificase otra vez bajo el cetro de Felipe. Cuando los hermanos se encontraron en Augsburgo, en 1550, se produjo un claro enfrentamiento que, al agriarse, reclamó la intervención de los hijos y de la hermana de ambos, María de Hungría, viuda ya del Rey Luis.
Por fin, y no sin muchas discusiones, se llegó a una solución en marzo del 51. Fernando sucedería en el trono imperial a Carlos, y solicitaría la elección de su hijo Felipe como Rey de Romanos; y Felipe, en tanto fuese coronado Emperador, procuraría la elección de su primo Maximiliano. Por otra parte, Felipe se casaría con la hermana de este último, y se apoyarían mutuamente lo más posible y con toda fidelidad. Así se preservaba la unidad imperial de la dinastía y la promesa de las ayudas del dinero y de las armas españoles. Al mismo tiempo, y con un cierto regateo inesperado en él, Carlos obtuvo de Fernando el consentimiento para que Felipe conservase, a título de vicario imperial, Milán, del que ya había sido nombrado duque, y la Lombardía (lo cual era importante, porque garantizaba la práctica del Camino de los españoles, que conducía desde allí, a través de los Alpes, al Franco Condado y a los Países Bajos; más al Norte, se mantenía abierta la ruta por el favor del duque de Lorena, los cantones suizos católicos y la casa católica de Guisa, cuyo poder era supremo en las zonas de Francia que jalonaban el camino). Este acuerdo dependía en su cumplimiento de la sinceridad de propósito y de la recta voluntad de ambas partes. De ahí que los consejeros de Carlos presionaran para obtener, como garantía, la inmediata elección de Felipe como coadjutor del Rey de Romanos. El rechazo de Fernando fue inmediato, y proclamó su verdadero deseo de elegir a su hijo como sucesor. Su hijo, que, entretanto, negociaba con los electores su nombramiento como Rey de Romanos a la muerte de Carlos.
Por fin, en 1552, Felipe, harto de la familia y olvidando el compromiso nupcial con su prima austriaca, que luego se casó con Alberto de Baviera, fraguaba su boda con alguna otra prima portuguesa, puesto que ya se había casado con María Manuela, la princesa más tragona, que murió al dar a luz al príncipe Carlos, medio idiota a su vez. En 1553, a la muerte de Eduardo Vi, su atención derivó hacia María Tudor, a la que ya había estado prometido su padre. El matrimonio se contrajo por poderes con el conde de Egmont, que, cumpliendo con el protocolo, compartió el lecho con la novia esa noche en presencia de la Corte: por supuesto, ella vestida, y él, cubierto con armadura hasta los dientes. (Nada de lo cual lo libró de morir, no mucho después, a manos del duque de Alba.) Al año siguiente Felipe renuncia al derecho al trono imperial: los Habsburgo se partían en dos a partir de ahí. Y Carlos volvía los ojos a otro proyecto: una unión geográfica y valiosa entre Inglaterra, Holanda y España, paliando su ambición de territorio con el pretexto habitual de convertir protestantes al catolicismo, propósito que sustituía a la unión dinástica.
Mientras esto sucedía, se estaba produciendo una hispanización del imperio europeo de Carlos. En la paz de Crépy, en 1544, Carlos había pactado con Francisco I el matrimonio del segundo hijo de este heredero, el duque de Orleans, título del segundo francés, ya que el primero llevaba el nombre de Delfín, con su hermana o con su sobrina, para contrarrestar en cierta forma el casamiento de quien se había convertido en heredero francés con Catalina de Médicis, sobrina del Papa. Y prometió dar en dote a la novia los Países Bajos o el Milanesado. Carlos, entontecido una vez más con Francia, se había pasado. Buscó consejo entre sus asesores, y la mayoría se inclinaba por conservar Milán: sin él, Nápoles se vería amenazado, y el acceso a Flandes, truncado. Así opinaba Alba. Granvela y el arzobispo de Toledo se inclinaban por la renuncia a Milán, a cambio del valor económico de los Países Bajos y del arraigo del Emperador, nacido en Gante, en ellos. Misericordiosamente, la muerte del duque de Orleans resolvió la cuestión.
El partido español resurgió en Italia. En 1546 se nombró duque de Milán a Felipe y los oficiales castellanos tuvieron preeminencia en el gobierno. En el 55 se organizó, dentro de la gobernación de España, el Consejo de Italia, que tanto apetecí, y en el Norte de Italia se entrenaban los tercios. Por lo que hace a los Países Bajos, su gobernadora María de Hungría consiguió liberarlos del oprobio de sostener allí un ejército extranjero, aunque su economía se regía por el Consejo de Hacienda castellano. Cuando Felipe recibió el poder, todo el personal fue español. Y el ejército que se enfrentó con el francés en la última batalla entre Habsburgo y Valois, es decir, San Quintín, en el 58, era casi totalmente nuestro.
Creo que nadie ha observado, al final del gobierno de Carlos, cómo la Historia comete a veces burlas crueles. Carlos no asistió a la Dieta que se reunía en Augsburgo, en febrero del 55. Las instrucciones que dio a sus representantes y a su hermano explicaban su ausencia. La primera causa fue que su salud empeoraba y no se encontraba en condiciones físicas ni mentales de presidir la reunión. La segunda, que comprendía que en ella habían de hacerse concesiones serias y definitivas a los luteranos, lo cual había de dividir el Imperio en dos religiones reconocidas. La tregua de la paz de Nassau con los príncipes iba a hacerse firme y duradera; el Status de 1552 sería ya inalterable. No se podía evitar. Pero Carlos no quiso que su nombre se asociase con la situación nueva. Dejaba ese encargo a su hermano: que él realizase, en cuestiones de fe, lo que Carlos no se atrevía a hacer; que llegase hasta el punto, en sus concesiones, que le permitiera su conciencia… Pero, en contra de sus deseos, sin que nadie lo previese, la proclamación final de paz y la división confesional inalterable, Fernando la promulgó por orden del Emperador. Es decir, la paz de Augsburgo fue sellada en nombre de Carlos como último acto de su reinado. De una forma oficial nada había servido para nada. La responsabilidad recayó entera sobre él y formó el amargo pedestal de su última estatua.
Quisiera retornar unos años, no demasiados, en el tiempo, para narrar, apoyado en los documentos que tengo o he visto, los días más brillantes y los días más tristes del Emperador. Porque releo lo escrito, y me parece que he sido con él más duro de lo que me había propuesto. Creo, y siempre lo he creído, que fue un hombre noble, y que tuvo razón al decir, en aquella ocasión que lo contemplé por vez primera y única, con el privilegio que obtuve de mi padre, que había hecho en su vida cuanto pudo. Vuelvo, pues, a los días en que se preparaba la expedición a Argel. ¿Qué era lo que sucedió para que se iniciase?
Desde 1515, dos hermanos de Lesbos, Horna y Haradín, éste conocido como Barbarroja, traían a mal traer al Mediterráneo, ya hechos con flotas y ejércitos. Los llamó el Rey de Argel para que expulsaran a los españoles de un fuerte próximo. Pero engañaron a todos, mataron al Rey, y Horna lo sustituyó, y conquistó después Tremecén. El gobernador español de Orán, unido con su Rey, invadió el reino de Tremecén, y mató a Horna. Barbarroja se atrincheró en Argel hasta que vio la falta de reacción española. Entonces volvió al mar y llegó hasta Constantinopla, poniéndose al servicio de Solimán, que lo nombró gran almirante de su escuadra. Con tal refuerzo, Barbarroja conquistó Túnez, cuyo Rey era vasallo de España. Recuperar Túnez, para la ingenua mentalidad de Carlos, era una empresa gloriosa contra el infiel: desde allí a Argel, y luego a la misma Constantinopla. Estaba decidido: una cruzada y un sueño medieval despertado: la idea de la unidad europea.
Entretanto, muerto Clemente VII, fue nombrado Papa Paulo III Farnesio, que acogió la idea con gozo. Junto a Carlos se aliaron los príncipes italianos, que eran vasallos o del Papa o de Carlos, y su cuñado el Rey de Portugal, Juan III, casado con Catalina, su hermana menor. Francisco I, claro, no sólo no se adhiere, sino que denuncia a Barbarroja las intenciones y los planes del Emperador: él tenía un concepto moderno, y por tanto sucio, de la política. Así le dio tiempo a fortificarse y a hacer de La Goleta una isla cortando el istmo que la unía a tierra.
En Barcelona se reúnen los aliados, y se prohíbe embarcar a los jóvenes inexpertos en lides de guerra y a las mujeres expertas en lides de amor: aun así, se hallaron más de cuatro mil embarcadas. La expedición partió con exaltación y alborozo. Era verano de 1535, y el Emperador subió a la galera Bastarda, de Andrea Doria, después de visitar Montserrat y escuchar misa en Santa María del Mar. La Armada de África desembarcó parte de las tropas en Puerto Farina, que antes se llamó Útica y fue donde murió Catón, para mi gusto demasiado serio. El grueso del ejército se instaló en las ruinas de Cartago, a legua y media de La Goleta. Durante semanas sólo se dieron escaramuzas, mientras estudiaba el terreno y se desanimaban los mandos, porque les parecía aquella posición inexpugnable.
Fue entonces cuando apareció el panadero de Barbarroja. El valor del marqués de Mondéjar había rechazado un ataque feroz. Carlos descansaba en su tienda. En ella entraron a un mozo, que debía de ser quien amasaba y cocía el pan del turco. Tenía un buen plan para que los atacantes se apoderaran de Argel sin demasiada lucha.
Plan que, claro está, consistía en envenenar el pan de su amo. El Emperador, incorporándose, exclamó:
–Qué deshonor para un príncipe valerse de la traición y la ponzoña para vencer al enemigo, aunque sea tan aborrecido como lo es tu dueño. Yo quiero vencerlo y castigarlo, pero sólo con la ayuda de Dios y el favor de mis soldados.
Luego, entre santo guerrero e idealista lírico y caballero del medievo, lo despidió con cajas destempladas. Siempre que rememoro esta anécdota pienso qué hubiera decidido mi señor Felipe II de haberse visto en lugar de su padre. Pero por eso sucedió a éste lo que le sucedió. A mediados de julio, un día abrumador, durante seis horas, la artillería imperial cañoneó la fortaleza. Cuando se desplomó la torre principal, eso marcó el asalto.
–Aquí mis leones de España -gritó Carlos.
Eran los mismos de tantas campañas: en Italia, en Francia, en toda Europa. La resistencia de los defensores de la ciudadela fue desesperada en todos los sentidos: nada pudieron hacer frente a la ciega decisión de los asaltantes. A media tarde todo había concluido. Se hallaron dentro más de cuatrocientas piezas de artillería, casi todas marcadas con las lises de Francia: Francisco no le hacía ascos a medio alguno de ir contra el Emperador. Nunca se supo más del panadero de Barbarroja; de éste, sí: abandonó La Goleta y se hizo fuerte en Túnez. Frente a los treinta mil hombres de Carlos, él tenía cien mil. Y la ventaja de defender una posición bien instalada. Y, sobre todo, la costumbre del calor cegador del desierto africano, que producía más bajas que las balas.
El Emperador quería continuar el asalto a Túnez; y sus generales oponían la extenuación y la sed de sus soldados frente a los de Barbarroja. Se llegó a una solución de compromiso. Túnez se atacaría el día 6 de julio, es decir, seis más tarde. Legua y media caminando bajo el infinito sol demoledor, en pleno verano. Con armaduras para defenderse y también para morir sin respiración. Y cien mil hombres esperándolos. Muchos murieron y muchos no llegaron. A las puertas de Túnez, Barbarroja y su ejército:
–¡A más moros, más ganancias! – arengó Carlos a su ejército.
El primer ataque fue contenido por los cristianos. A duras penas, a pesar de su número inferior y su cansancio, pero fue contenido. Barbarroja hubo de refugiarse tras los muros de la ciudad. Y allí fue Troya. Lo recibieron sus propios cañones, manejados por doce mil cristianos cautivos, que habían conseguido, contra una oposición reducida, escapar y convertirse de repente en aliados de su Emperador.
Barbarroja logró huir, a pesar de la persecución, tardía, de Doria en la Bastarda. Carlos quiso continuar la lucha contra Argel; sus generales se cerraron en banda, temerosos del desierto, de las enfermedades y de la fragilidad de sus soldados, nunca ni bien alimentados ni pagados. Era una tontería más que el Emperador soportaba: no tenían por qué ir a pie; para eso estaban los barcos. Quizá el éxito habría coronado el sacrificio; el desconcierto habría acaso otorgado la victoria. Pero el Emperador era considerado con sus tropas y con el parecer de sus jefes. Y no se hizo así. Carlos repuso en el trono de Túnez a Muley Hassan, y con parte de la tropa desembarcó en Sicilia. Acaso es por todo esto por lo que mi simpatía se inclina hacia él. O quizá por lo poquísimo que se le parece su hijo Felipe. En Mesina se le proclamó caudillo de Europa. Era un itinerario que años más tarde seguiría su bastardo don Juan. Fue aclamado, arrodillados los súbditos a su paso como si hubiese vencido para siempre a los turcos. Exactamente como le sucedió a su hijo. Los indescriptibles recibimientos se sucedían. Y, también como a su hijo, en vano. Ni siquiera consiguió de un Papa, que lo abrazaba y lo volvía a abrazar, la convocatoria del Concilio, que, según Carlos, concluiría con la rebelión de Lutero.
Aunque era muy difícil, porque Lutero no era razonable. Solía decir, acaso con razón, que la razón era la ramera del Diablo. Por eso quizá él no usaba la suya, y a Katalina Bora la usaba de ramera.
Pero, al fin y al cabo, en Nápoles, para celebrar la llegada del Emperador, se organizaron corridas de toros. A la hora de agasajar a Carlos, una vez en su sitio, lo español se ponía por delante de todo.
En cualquier caso, el Concilio quedó más o menos citado, en Mantua, para un año después. Europa tenía un caudillo; pero el caudillo, por el momento, no tuvo su ansiado Concilio. Lo que sí tuvo fue la soberbia del vencedor y el deseo de acabar de una vez con el Rey de Francia a través de un buen escarmiento. El marqués de Saluzzo, jefe del ejército francés del Piamonte, se pasó a su bando. Carlos decidió dar un golpe decisivo a su fatigador enemigo. Y Dios estaba naturalmente de su parte. Tenía setenta mil soldados y cien cañones, Antonio de Leiva, el marqués del Vasto, el duque de Alba y un plan: entrar por el Sur, mientras sus hermanos Fernando y María atacaban a la vez por Campaña y por Picardía. Carlos entró, sin resistencia, y llegó hasta las puertas de Marsella; del Vasto sitió Arlés, y Doria ocupó Tolón; Fernando no sirvió para nada, pero María penetró por Picardía hasta amenazar París. Es preciso aclarar que Niza pertenecía a Génova y era neutral. ¿Cómo fue posible alcanzar dichas circunstancias? Porque Francisco, en un plan desesperado, había convertido en tierra arrasada gran parte del territorio que habrían de atravesar los invasores, mientras se fortificaban hasta la inexpugnabilidad Marsella, Aviñón y Arlés.
De ahí que Mauricio de Nassau, frenado su avance, sin víveres y desgastadas sus tropas, volviera a los Países Bajos. Arlés y Marsella resistieron todos los ataques. Carlos perdió muchos hombres, mucho dinero y mucho prestigio. Entre los primeros, dos amigos íntimos: el espléndido capitán, Antonio de Leiva, y el poeta más grande, Garcilaso de la Vega: le dispararon una piedra desde la torre de Nuy, en las proximidades de Frejus; trasladado a Niza, falleció el 14 de octubre de 1536. Quizá hubiera preferido morir de amor por su amada Isabel Freire. Pero habría sido contra la voluntad de la Emperatriz, decidida a mantener su matrimonio con su dama de honor y amiga Elena de Zúñiga.
En cuanto a Francisco, acusó de faltar al vasallaje que Carlos le debía por los condados de Flandes y de Artois, le ordenó comparecer ante el Parlamento francés y le condenó en rebeldía. Después se apresuró a confiscar las tierras en litigio, en una guerra falsa, costosísima en hombres y dinero, y enteramente estéril. Pero el daño para el Emperador estaba hecho. Menos mal que sus hermanas María y Leonor, la esposa de Francisco, firmaron una segunda y oportuna paz de las Damas, en junio de 1537. Para entonces, desde noviembre del 36, Carlos estaba en España.
Su Corte era aburrida. Se dice que Isabel agregó a ella el movimiento que su abuela imprimió a la suya, un importante entorno cultural y mucha alegría. No era cierto ni en este caso ni en el de su abuela, que era Isabel la Católica. No hay más que leer, como yo he hecho estos días, los testimonios de Villalobos, el médico de Isabel, harto de Corte y contradictor de la orden del gasto de la casa de la Emperatriz; o las quejas del obispo Guevara sobre el modo de servirse esas comidas. Era a la portuguesa: la Emperatriz «come lo que come frío y al frío, sola y callada, y la están todos mirando… Hay agregadas a la mesa tres damas puestas de rodillas: una que corta y las dos que sirven… Todas las otras damas están ahí de pie y arrimadas a la pared, no callando sino parlando; no solas sino acompañadas… Autorizado y regocijado es el estilo portugués; aunque a veces ríen tan alto las damas, y hablan tan recio los galanes, que pierde su gravedad y aun se importuna a su Majestad». Tal estilo es sin duda un infierno para la servida.
Y agregar que Carlos era un gran melómano, curioso inquisidor de todo lo relacionado con la ciencia, especialmente la mecánica y la astronomía, salvo si se exceptúan los relojes, es pintar como querer. Aparte de dar cuenta, en lo posible, de sus enemigos, sus aficiones eran comer, beber, justar, cazar y leer con tal de que se tratase de su único libro, Le chévalier deliberée, de Olivier de La Marche, que llevó siempre consigo. Ya dije que, para recompensar el afán embellecedor de Tiziano, le nombró conde del Palacio de Letrán y Consejero Áulico y del Consistorio como conde Palatino, y otorgó a sus hijos la categoría de nobles del Imperio. Está claro que veneraba los oficios manuales.
Pero Francisco I no paraba jamás de maquinar. Se alió con Barbarroja para atacar al Imperio, él por el Norte y el otro por el Sur. El primer objetivo fue Italia. El Papa levantó un ejército; el virrey de Nápoles rechazó los ataques; y Andrea Doria los derrotó en el mar. Francisco no movió un solo hombre. Paulo III, cansado, firmó un pacto contra Solimán con Carlos, su hermano Fernando y Venecia. Y se propuso que firmaran la paz Francisco y Carlos. El primero, desacreditado ante los príncipes europeos, aceptó. Y Carlos, con una no sé si admirable ingenuidad, también. La reunión se realizaría en Niza, ciudad neutral. Durante un mes, Leonor llevó y trajo de uno a otro para acercar posiciones. El resultado fue una tregua de diez años que no resolvió los contenciosos existentes. Después, el Emperador acompañó al Papa a Génova, donde tuvo su séptimo gran ataque de gota: la historia de Carlos podría contarse utilizando esos ataques como índice de capítulos. Pero se había acordado una entrevista personal entre el Emperador y el Rey. Tuvo lugar, a su regreso a España, en el puerto de Aigües Mortes. No se veían desde la prisión de Francisco en Madrid. Carlos estaba alegre, porque creía en la bondad política y en la verdad de la mano tendida. Y porque no aprendía nada en absoluto. Francisco fue a verlo a su galera; para corresponderle, Carlos fue a visitarlo a la ciudad. Durmió allí y fue agasajado. Francisco le devolvió la visita a su barco. El Emperador lo ayudó a subir. Se abrazaron. Se besaron. Se reunieron con su hábiles negociadores en Niza: Cobos y Granvela por un lado; el cardenal de Lorena y el Condestable de Montmorency, por otro. Carlos, con un gesto, señaló a Andrea Doria, que se había desnaturado, como el Condestable de Borbón, de Francisco. Éste, murmurando unas ininteligibles palabras, le alargó su mano. El Emperador ardía de gozo. La visita duró dos horas. Francisco pidió al Emperador que lo visitase en tierra para darles una gran alegría a él, a su hermana y a todos los príncipes. ¿Estaría tramando una traición? El tercer duque de Alba, «cotejando el peligro con la honra», le aseguró que no. El Emperador, vestido con jubón y zaragüelles carmesíes, borceguíes blancos, camisa blanca, revueltas las bocamangas a las muñecas, gorra de terciopelo negro con oro batido en las cuchilladas, una saltambarca de carmesí ceñida, y en la cinta una daga bien alhajada, aunque se puso además una turquesa en tierra, desembarcó. Iba cargado de regalos para Margarita, la hija del Rey: unas preciosísimas piedras que valían más de cincuenta mil ducados y unas perlas inestimables. Francisco le regalo a él un anillo con un diamante en forma de ojo: algo de no muy buen gusto. Es decir, una reunión familiar en que se propuso que ambas partes tendrían dos enemigos en común: cómo no, Lutero y los turcos. Fueron dos horas en que Carlos no fue Emperador sino hermano, cuñado y tío, y lo más ingenuo que le fue posible. Ambos países tuvieron noticia de la agradable velada. Y esperaban vivir siglos dorados como prósperos y pacíficos, gobernados por los dos mejores príncipes de la historia. Pero, por desgracia, no fue así. No lo fue de ninguna manera.
Carlos volvió a Toledo, a la Corte de Isabel. Con Francisco de Borja, de la familia que siempre tuvo a su cuidado, con toda severidad, a la Reina loca en Tordesillas. El primer duque de Gandía fue Pedro Luis, hijo del que luego fue Papa Alejandro VI, nacido en España y titulado por Fernando el Católico en 1485. A su muerte lo heredó su hermano Juan, el asesinado no se sabe bien por qué ni por quién, aunque casi seguramente por su hermano César, cerca de San Pietro in Vincoli en Roma. Francisco había sido menino de Catalina, la hermana pequeña de Carlos, que vivía con su madre: había recorrido, pues, toda la escala social. Y entonces estaba enamorado, quizá metafísicamente, no quiero calumniarlo, de la Emperatriz… Frente a esa actitud, Carlos podía hablar poco de amor. Se debían demasiadas soldadas a sus tropas de Italia, y ahora tenía que encarar grandes gastos de guerra contra el Turco y la vuelta al redil de los protestantes y pagar algo de las cantidades astronómicas (no en vano se había aficionado a la astronomía) que adeudaba a sus banqueros. Frente a eso, ¿qué significaba el derroche en regalos que acababa de hacer a lo tonto y en vano? Tampoco confiaban en él los banqueros… Los Fugger se habían construido un palacio en Almagro para cobrar a pie de tajo en las minas de Almadén, antes de que se difuminara el beneficio. Y Jacob escribió una carta sobrecogedora al Emperador. Dice entre otras cosas:
«Si me hubiese apartado de la casa de Austria y preferido apoyar a Francia, hubiese logrado grandes propiedades y mucho oro: ambas cosas me fueron ofrecidas. La desventaja que hubiese significado para Vuestra Majestad puede ser fácilmente comprendida a poco que lo reflexione debidamente… En consecuencia, suplico con humildad a Vuestra Majestad que se digne recordar mis leales y humildes servicios, destinados al bienestar de Vuestra Majestad y dé órdenes para que la elevada suma de dinero que se me debe, junto con los intereses de la misma, queden satisfechos sin mayor demora.»
Todo, o casi todo cuanto se adeudaba, tendría que salir, como siempre, de Castilla.
Se convocaron, por tanto, las Cortes en Toledo. El Emperador no hizo sólo su petición, sino que estableció un nuevo impuesto: el de la sisa, que disminuía la medida o el peso de algunos comestibles sin disminuir su precio. El clero aceptó, siempre con moderaciones y limitación de tiempo, como era su costumbre. La nobleza, que no pagaba ningún impuesto, se negó a éste que sí habría de sufrirlo. El arzobispo de Toledo, esta vez llamado Juan Tavera, confesor de la Emperatriz, habló a los nobles de parte de Carlos: tenían que servirle, y la sisa era la mejor manera de hacerlo. El Condestable de Castilla se levantó y dijo:
–Ninguna cosa puede haber más contra el servicio de Dios y de Su Majestad y contra el bien de estos reinos de Castilla, de donde somos naturales, y contra nuestras propias honras, que la sisa.
Y agregó algunas lindezas como éstas: que era un pecado que no se perdonaría sin la restitución, como todos los robos; que se reproduciría el levantamiento comunero, tan malo para todos; que no respetaba los usos y costumbres del reino; que sometía a la nobleza a hacerse pechera, cuando estaba exenta de impuestos… Y aconsejaba al Emperador que hiciese la paz con todo el mundo, incluidos los infieles, a imitación de los Reyes sus predecesores; que moderase sus gastos; y que residiese de una vez en estos reinos.
Carlos se salió tanto de sus casillas que amenazó al Condestable con tirarlo por la ventana.
–Mirarlo ha mejor Su Majestad -le contestó éste- que, si bien soy pequeño, peso mucho.
El Emperador, humillado, dispuso que nunca más fuesen convocados los nobles a las Cortes. Y mientras Cobos y Granvela enviaban en su nombre cartas a las ciudades pidiendo dinero, él se fue a cazar a los Montes del Pardo. Allí, para tranquilizar sus nervios, se alejó de la comitiva persiguiendo un venado. Lo mató, pero no sabía cómo acarrearlo. Pasó al poco un viejo labriego con un burro y Carlos le pidió que le llevase el venado.
–El asno no aguantaría esa carga.
Llévelo mejor el cazador, que es joven y recio.
Rió el Emperador, y le preguntó cuál era el mejor Rey y cuál el peor que recordaba en su larga vida.
–El mejor, Fernando el Católico. Y el peor, éste de ahora, que se va a Alemania, a Italia o a Flandes, y deja aquí a su mujer y a sus hijos, pero se lleva a la vez todo el dinero de España. Y no se contenta con sus rentas ni con los tesoros de las Indias, sino que deja caer nuevos impuestos sobre los pobres leñadores, que los tienen destruidos.
Cuando llegó la comitiva, que buscaba a Carlos, y se lo llevó, alguien dijo al viejo quién era.
–De haberlo sabido -comento él-, le habría hablado muchísimo más claro, que eso saldría ganando.
La alegría de un nuevo embarazo de la Reina la obligó a largas horas de reposo. A finales de abril, de un parto prematuro, nacía un niño muerto. Una infección arrebató la vida de la Reina. Tenía treinta y seis años, y había estado casada algo menos de trece. Carlos, que no la vio porque estaba en Madrid, se negó a hacerlo. Y se encerró en el monasterio de La Sisla, al lado de Toledo. Francisco de Borja veló el cuerpo sin separarse un minuto de él. Acompañado del príncipe Felipe, fue encargado por el Emperador de transportar el cuerpo hasta Granada, donde yacen los Reyes de Castilla, desde Isabel. La marcha fue lenta por los campos. Al llegar a Granada, Borja, portador de la llave, hubo de abrir con ella el ataúd. Dentro, un amasijo de gusanos. Borja, horrorizado, retrocedió llorando.
–No puedo jurar que esto sea la Emperatriz, pero sí que fue su cuerpo lo que aquí se puso… No serviré a más señor que se me pueda morir.
No tardó en profesar en la reciente Compañía de Jesús, fundada por otro enamoradizo, de la que llegaría a ser Prepósito General. Carlos volvió a sus luchas y al Imperio. No contaba más que treinta y nueve años. No volvió a casarse nunca. Aunque sí tuvo un hijo con una lavandera o servidora de Ratisbona. Se llamó Jeromín, y luego, Juan de Austria.
De su retiro sale Carlos con la decisión de conquistar Constantinopla. Hay una carta escrita por una mujer de treinta y cuatro años, su hermana María, sagaz y precavida como siempre, regente entonces de los Países Bajos, que lo detiene. La carta dice entre otras cosas:
«Vuestra Majestad es el primer soberano de la Cristiandad, pero vuestra obligación es emprender una guerra por ella cuando lo pueda hacer con medios suficientes y con la perspectiva de una victoria… El camino de Levante es largo y lejano, y para él hay que estar doblemente pertrechado; es muy distinto a lo de Túnez, tan cerca de los puertos de Sicilia. El Turco, muy distinto a Barbarroja, puede esquivar el combate dejando tierras devastadas y sin víveres. Los éxitos se alcanzan en años, no en golpes rápidos, y ésos cuestan enormes cantidades. ¿Con cuánto contribuyen los otros: el Papa, Venecia o el Rey de Francia? No debe uno fiarse de esta reciente amistad, aún no puesta a prueba, pues lo que él ansía aún está en nuestras manos… Las fianzas de estos reinos están mal; todos los países, España, Nápoles y Flandes, necesitan tranquilidad y paz durante algunos años. Los Países Bajos, sin el Emperador, están perdidos, especialmente si el duque de Cléves entra mientras tanto en posición de Güeldres. Y no hay nada más cierto que Vuestra Majestad es responsable ante Dios, en primer lugar, de los territorios propios y de sus súbditos.»
La carta hace reflexionar a Carlos, hombre corto y de ímpetus, y le hace volver la cara a lo que pasa en su ciudad de Gante. Absorbida su riqueza por Amberes, se estremece de desórdenes políticos, se niega a pagar contribuciones y admite hasta entregar hombres para ejércitos pero nunca dineros. Llega, en su rebelión, a pedir auxilio a Francisco I. Carlos cayó en la cuenta de que la cosa no estaba para Constantinoplas. Sobre todo, dejando de regente en España a un niño, su hijo, de apenas doce años.
Sale de España hacia Flandes. El camino más corto es Francia; pero ¿quién puede estar tranquilo con Francisco? Su respuesta es entusiasta e inmediata. Carlos se despide de la Reina, su madre, en Tordesillas, y llega a Loches, donde lo recibe Francisco, ya enfermo. Y juntos, uno en litera y otro a caballo, van hacia París. Allí estuvieron una semana de pura fiesta, no sin alguna alarma de conspiraciones. Desfiles, arcos de triunfo, comilonas, bailes, cacerías… Y, entre estas desmesuras, dos propuestas de Francisco: casar a su segundo hijo, el duque de Orleans actual, con una hija del Emperador y dotarlo con el ducado de Milán; y casar a la hija del francés, Margarita, con la que se había negado a casarse Felipe, con el propio Carlos. Sin embargo, el Emperador no estaba para segundas nupcias ni tampoco para entregar Milán. Quizá se satisfacía admirando el retrato póstumo y de memoria que de la Emperatriz había pintado Tiziano.
Por fin, en Valenciennes se encontró con María, que le informó de cuanto pasaba en Flandes.
Acabaron las fiestas y comenzaron de nuevo los problemas. La rebelión de Gante era general: saqueos, persecuciones, ejecuciones… La constitución municipal, rota materialmente en pedazos que se prendían en solapas y sombreros. Carlos entró con un cortejo cuyo desfile duró seis horas, para impresionar a la ciudad. Los miembros del Consejo, poco impresionados sin embargo, se negaron a dar explicaciones. Se atormentó a los cabecillas, se arrasó un barrio entero para construir una fortaleza, el Emperador dio su fallo: Gante perdía sus derechos y sus libertades, su escudo, sus armas, su campana más grande llamada Rolando. La retractación fue una impresionante procesión con representantes de los gremios que portaban dogales al cuello. El nuevo estatuto se hizo público al día siguiente. Sin más apelaciones. Aún en Gante, contestó Carlos a Francisco I respecto a sus propuestas de política matrimonial: nada de Milán; cesión de los Países Bajos; para el Imperio, el ducado de Güeldres y la entrega de Charolais, Saint Paul y Hesdin. Y una nota:
«Todo esto se hace por la paz del mundo. Por ella estoy contento de conceder al Rey más de lo que nunca él pensó pedirme ni yo tampoco pensé darle.»
La contestación de Francisco cerraba cualquier puerta:
«Agradézcole mucho que me quiera tanto que haga por mí más de lo que yo nunca supe desear. No quiera Dios que yo sea tan descomedido que le pudiera quitar sus bienes y lo que de sus padres heredó. Buen provecho le hagan los Estados de Flandes, que son suyos, que yo no quiero ni deseo quitárselos. Y pues no quiere darme Milán, que tan reconocidamente es mía, ni vendérmela cuando más nos sea, no curemos de tratar ya más de paz.»
Se habían ido a paseo Aigües Mortes y París.
El Emperador entró en Alemania. En Worms, un encuentro de teólogos con Granvela dejó las cosas como estaban aunque con mejor temperatura. Para la Dieta de Ratisbona, se habían suspendido los procesos contra los reformados. Carlos se hacía la ilusión de que la unión de los cristianos todos marginaría por fin a Francia, y concentraría todas las fuerzas contra Barbarroja y el Gran Turco. Nombró tres mantenedores por cada parte y apareció un documento base para las discusiones. Parecía haber un espíritu de concordia. Pero todo naufragó por la obcecación de Lutero, ya demasiado engreído. Cuando fue a hacer público el Libro de Ratisbona, rechazó toda la redacción conjunta. Carlos comenzó a pensar -ya era hora- que sólo por las armas se reducirían a los príncipes protestantes. El duque de Brunswick y el de Baviera llevaban diciéndoselo muchísimo tiempo y, de repente, Solimán en persona marcha sobre Hungría. Viena está en peligro. Es necesario contar con los hombres y la ayuda de los príncipes protestantes. El punto en que se consigue su consentimiento fue demasiado favorable para ellos: se incluía el permiso de predicar la Reforma en lugares católicos. El Emperador, para contentar a los príncipes, tuvo que firmar documentos secretos invalidando parte de los públicos. Ratisbona concluía con una acidez de fracaso. Carlos fue a entrevistarse con el Papa. Quería su apoyo activo en la lucha que emprendía; la convocatoria del dichoso Concilio en territorio alemán; y ponerlo de su parte ante el posible ataque de Francisco I, encolerizado por el asesinato en Pavía de dos emisarios suyos, que se dirigían a Constantinopla para entrevistarse con el Magnífico… Todo estaba, como siempre, mal. O quizá peor.
El reproche de sus hombres contra Carlos era el largo tiempo que se tomaba para reflexionar sus decisiones. Ay, Felipe: de casta le viene al galgo ser rabilargo… No obstante, en esta ocasión debía haber reflexionado más aún. Pero no para hacer las cosas, sino para no hacerlas. Sus asesores se equivocaban: Carlos iba empujado por los hechos que no lo dejaban resolver. En su abdicación dijo:
–He hecho frecuentes viajes: nueve a Alemania, seis a España, siete a Italia, diez a los Países Bajos, cuatro a Francia, tanto en paz como en guerra, dos a Inglaterra y dos a África. En total, cuarenta.
Ahora tenía tres frentes: los protestantes, Solimán y Francia. Para el segundo no estaba preparado; creyó que sí estaba para dar un golpe en Argel, al que tenía entre ceja y ceja. Pero Paulo III no lo apoyaba ahí. Los Fugger no ampliaban sus créditos, la espada de Francisco I pendía sobre su cabeza, y Flandes y Alemania miraban de reojo. De ahí que el golpe de Argel fuese prematuro para todos menos para él. Para él, que buscaba, dándolo, lo que necesitaba para darlo: afirmar su situación, alianzas más sólidas, un ejército digno contra los otomanos que sirviese asimismo para disuadir a Francisco I… Su estrella, si la tuvo alguna vez, declinaba: enemigos fuertes e invariables, cansancio en todos sus súbditos, falta de ilusión por doquiera, la muerte de Isabel y sus enfermedades que no lo abandonaban…
Y así se lanzó al Mediterráneo. Sabiendo, además, en el momento de arrojarse, que Solimán se había retirado sin dar la batalla temida y renunciando a Viena. Su ejército y su flota eran mediocres. Sus generales, variopintos: uno era Hernán Cortés, del que he sabido que, antes de México, había sido amante del gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar. Y fue Cortés el que le preguntó quién sería el jefe de las fuerzas. Carlos respondió como un catecismo infantil:
–El Comandante en jefe será Dios. Yo soy sólo su alférez.
Y allá fueron. En cuanto lograron poner pie a tierra, Carlos quiso negociar la rendición con el virrey de Barbarroja, un renegado eunuco. Aun con menos ejército, Hassán Agá le recordó la suerte que muchos valientes capitanes españoles habían corrido allí. Ante esa insolencia, Carlos mandó tomar los cerros, emplazar las baterías y que las tropas todas rodearan la plaza. No era mal plan, dada la superioridad de su ejército. Pero, ay, no se contaba con los elementos. Parece que eso era cosa de familia.
Una tormenta, era el 4 de octubre de 1541, duró toda una tarde y una noche completas. Al amanecer, el eunuco mandó sus tropas frescas y descansadas. Las armas de fuego de Carlos estaban prácticamente inútiles. A lanzazos, los imperiales contuvieron y rechazaron el ataque. Pero otra tormenta, mayor que la anterior, aliada con un furioso levante, arrancó las anclas y destruyó unas contra otras las naves. Enloquecidas, las aguas vomitaban ya hombres, ya cañones, ya víveres. Los marineros morían ahogados o caían en poder de los moros si es que llegaban a alcanzar la costa… Por fin, el 26, en relativa calma, se reagruparon las fuerzas que quedaban. Breves horas después, una nueva borrasca, los hizo reembarcar cómo y los que pudieron.
–Fiat voluntas Dei -repetía el Emperador sin cesar.
Hernán Cortés lo animaba a reatacar: quizá habría sido aún todo posible. Pero el Emperador, una vez más llevado por los hechos, mantuvo firme la decisión de retirarse. Se trataba de su sabor a fracaso habitual, de su descorazonamiento cuando se ponían mal las cosas. Se llevó lo poco que quedaba. Y aun escribió a Granvela:
«Hay que dar las gracias a Dios por todo, y esperar de su bondad divina que, después de este desastre, nos otorgue mayor felicidad.»
Una monjita, vamos.
Aquí viene un intermedio español. Novena vez que navegó por el Mediterráneo, sexta que entró en la Península. En Ocaña se reunió con el príncipe y las infantas. A comienzos de 1542 se dirigió a Valladolid para convocar Cortes, y mandó a Alba a Navarra, cuyo mayor problema estribaba en que el Emperador no dirigía allí ningún aspecto de la administración, ni económica ni política ni militar: como otras provincias no castellanas de España, Navarra era un reino autónomo, que formaba parte de la estructura española, pero conservaba una estructura interna y unas leyes propias. El Emperador, mientras, sufre su noveno ataque de gota: por vez primera en casi todos sus miembros. Y después concierta dos matrimonios: el de su hijo con la infanta María Manuela de Portugal, la gorda, y el del príncipe Juan de Portugal con la infanta doña Juana, segunda hija de Carlos.
Cuando concluyen las Cortes de Valladolid convoca las de Aragón, en Monzón, para volver lo antes posible a Alemania. Los hechos confirmarían que nada era lo mismo que antes de Argel: el desastre había sido bien aprovechado por sus enemigos, que ahora eran todos. La prueba es que, con el ataque de gota que lo tunde y lo acalambra, escribe a su hermana María que no hay nada que lo asemeje a un «héroe arrogante»: nada absolutamente. Se ha despedido de su madre. Necesito aclarar que el hecho de que la visitase al volver a España y antes de salir de ella, no quiere decir que no autorizase a golpearla y azotarla hasta la sumisión por el noble que estuviese a su cargo: Gandía, por ejemplo. La de la Reina no fue una vida fácil: eso se ve a la legua. El Emperador embarca en Palamós para Génova, no sin dejar al regente, por segunda vez Felipe, unas instrucciones muy sabrosas. De ellas extraigo lo que considero más útil. El Emperador sabía mejor aconsejar que decidir:
«…Os escribo esta carta, hijo mío, en la confianza de que Dios me dictará la pauta. Sed devoto y continuad con el temor de Dios y amadle sobre todas las cosas… Quiero que seáis amigo de la justicia. Ordenad a sus servidores que no se dejen llevar de la simpatía ni de la pasión y aun mucho menos de las dádivas… Siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor, habéis de aparejar la justicia a la caridad. Vuestra actitud personal ha de ser tranquila y comedida. No hagáis nunca nada bajo el impulso de la ira. Sed afable y amable en el trato, escuchad los buenos consejos, pero guardaos de los aduladores como del fuego… Os dejo todos los colegios que comprenden los Consejos reales, provistos de instrucciones especiales, que os envío por manos de Cobos… Como jefe militar, confiad en el duque de Alba. Por lo demás, emplazaos con el Consejo de Estado, el Consejo de Indias, el de Hacienda y el de las Órdenes, así como la Inquisición, según mis instrucciones. Y como los asuntos de Hacienda son para el Estado los más importantes y trascendentales, debéis dedicarles el máximo interés… No os mezcléis nunca en asuntos privados y no hagáis jamás promesas verbales ni escritas… Tratad al Consejo de Aragón como yo he ordenado, pero aún con más prudencia, porque las pasiones de los aragoneses son todavía más indómitas que las de los demás (yo supe aprovechar este consejo)… Y ahora, hijo mío, unas palabras acerca de vuestra conducta personal… Por vuestro prematuro matrimonio y vuestro nombramiento a la regencia, os habéis adelantado mucho al tiempo de vuestra madurez. No supongáis que el estudio es una prolongación de la niñez. Al contrario, os hará aumentar en honor y en aprecio.
La prematura virilidad no estriba en que uno se lo imagine, sino en que se posea criterio y conocimientos para ejecutar hechos de hombre… El estudio y buenas compañías… El valor de los idiomas… Hasta ahora vuestra compañía la constituían muchos; ahora seréis para ellos el soberano y tendréis que acompañaros de hombres sesudos… Sería muy conveniente que los graciosos os fueran menos simpáticos.
»Hijo mío, pronto os casaréis si Dios quiere. Que Dios tenga a bien concederos la gracia de que viváis según este estado y que os dé hijos. Estoy seguro de que me habéis dicho la verdad al confiarme vuestra vida pasada, y que seguiréis así hasta vuestro matrimonio. [No le había dicho, de ninguna manera, la verdad, porque había sido y era amante de Isabel Ossorio.] Mas debo aconsejaros para el tiempo después, ya que aún sois joven de edad y delicado, y yo no tengo otro hijo varón ni quiero tenerlo; por lo tanto, mucho depende de que os cuidéis y no os entreguéis enseguida y sin medida. No sólo lesionaríais vuestra salud, sino que os produciría tal debilidad que perjudicaría a la descendencia y os costaría la vida, como sucedió con vuestro tío el príncipe don Juan, por cuya muerte llegué a poseer estos reinos. [Se refiere a su tío abuelo, al que debilitó el abuso del lecho. Poco tiempo después el Emperador tuvo que pedirle a su hijo lo contrario de lo que le pedía ahora: no le interesaba nada la gorda portuguesa. Y los padres de ella insistían en lo mismo que el Emperador.] Pensad en el gran mal que se originaría si debieran heredaros vuestras hermanas y sus maridos. Así que os ruego y suplico que, poco después de haber tenido lugar el matrimonio, os separéis de vuestra esposa bajo cualquier pretexto y no regreséis tan pronto, y entonces sea siempre por poco tiempo. En este punto ha de ser don Juan de Zúñiga vuestro consejero… Y he encargado a los cortesanos de vuestra esposa, el duque y la duquesa de Gandía, que velen estas instrucciones… Y si, como me habéis confiado, aún no habéis tenido contacto con mujer alguna antes de la vuestra, no hagáis tampoco de casado alguna necedad, pues ante Dios sería pecaminoso, y ante vuestra esposa y el mundo, indigno… Tened en todos los casos a don Juan de Zúñiga como vuestro reloj y despertador [qué obsesión la del Emperador por estos artilugios].»
En estas Instrucciones de Palamós se incluía un segundo documento, del que exigía a su hijo absoluto secreto, incluyendo a su futura esposa. Es una valiente y paternal y valiosa serie de consejos:
«Me preocupa y alarma mucho dejaros mis reinos en tal estado de penuria e internamente debilitados… El viaje que ahora emprendo es en el que más peligra mi honor y mi prestigio, así como mi vida y mis medios… Lo hago por mi honor y buen nombre, y nadie sabe lo que de ello puede resultar. El tiempo ha avanzado mucho. Y el dinero es escaso y el enemigo al acecho. De ello se derivan peligros para la vida y naturalmente para los recursos con que cuento… En cuanto a la vida, Dios lo dispondrá: cábeme el consuelo de haberla perdido por aquello que de veras creí deber hacer. En cuanto a las finanzas, aún tendréis que pasar apuros, pues veréis que las disposiciones son escasas y lo muy gravadas que están… No quiero volver sobre el asunto de la sisa porque he prometido no removerlo más. Pero indudablemente no habría mejor medio, para vos como para mí, con que sacarnos de nuestros apuros.
»Tengo que repetiros aquí lo que os dije sobre las personas y los antagonismos en mi Corte y en mi gobierno… El cardenal de Toledo es intachable… Pero tened cuidado de no entregaros incondicionalmente en sus manos: que nadie pueda decir que el gobernado sois vos. El duque de Alba se unirá al partido que le aporte beneficios… Es ambicioso, aunque se presenta muy modesto. Creo que no fuera de bando sino del que le conviniera. En el gobierno del reino, donde no es bien que entren Grandes, no lo quise admitir, de lo que no quedó poco agraviado. Él pretende grandes cosas y crecer todo lo que pudiere, aunque entró santiguándose muy humilde y recogido. Mirad, hijo, qué haréis si cabe vos que sois más mozo. De ponerle a él ni a otro más grande muy adentro en la gobernación os habéis de guardar. En lo demás yo lo empleo en lo de Estado y lo de la guerra; servíos de él y honradle y favorecedle pues es el mejor que ahora tenemos en estos reinos.
»Cobos se ha hecho viejo y comodón, pero es fiel. El peligro que con él se corre es la ambición de su mujer… Juan de Zúñiga es de carácter áspero, pero completamente adicto y sólo desea vuestro bien… Tiene celos de Cobos y del duque de Alba; es más bien del partido del cardenal de Toledo y del conde de Osorno. Zúñiga y Cobos proceden de muy distintas clases, y también Zúñiga desearía para sus muchos hijos más ingresos. Cada uno a su manera serán los que mejor os sirvan. Al obispo de Cartagena [el que fue su ayo, Martínez Silíceo] ya lo conocéis: es hombre excelente, quizá no fue el más apropiado para vuestra enseñanza porque era demasiado condescendiente. Ahora es vuestro capellán y con él os confesáis. Espero que en cuestiones de conciencia no sea tan blando con vos como en el estudio… Para asuntos de la gran política internacional no tendréis mejor consejero que Granvela.
»Aún tendría mucho que deciros, hijo mío. Pero lo que tuviera que decir de importancia está tan oscurecido y lleno de dudas que no podría aconsejaros, pues yo mismo estoy indeciso y aún no lo veo claro. Como que uno de los motivos principales de mi viaje es tener certeza de lo que debo hacer. Conservaos en la voluntad de Dios y dejad correr lo demás, lo mismo que yo procuro cumplir mi deber y ponerme en las manos de Aquel que os conceda vuestra bienaventuranza, después de que en su servicio hayáis cumplido vuestros días. Yo, el Rey.»
¿A qué volvía el Emperador a Europa? Buscaba, antes que todo, el apoyo del Papa para ir contra el duque de Cléves que le reclamaba Güeldres, y contra cualquier añagaza de Francisco I. Pero Paulo III era un Papa renacentista, avaro y deseoso de gloria como buen Farnesio. (La hija natural de Carlos, Margarita, estaba casada, en segundas nupcias, con su nieto Octavio, padre del mejor general de su época, Alejandro. Lo he dictado una vez y lo vuelvo a dictar: ay, si en Juan de Austria y en este Farnesio no hubiera habido sangre ilegítima…) El Papa quería engrandecer a su familia. Y, deseaba, sobre todo, el ducado de Milán. Y, como buen táctico, dio largas a la entrevista con el Emperador, engreído porque lo solicitaban a la vez él y su enemigo francés, con el pretexto de que Carlos había firmado un pacto secreto con su tío, el excomulgado Enrique VIII. Cuando ya la paciencia de Carlos se agotaba, lo citó el Papa en Busetto, con el propósito de comprar el Milanesado con la sangre de Cristo. Carlos pedía por Milán dos millones de ducados, cantidad excesiva para el Papa, ya que el Emperador quería conservar los castillos de Milán y Cremona, y el Papa no quería lo uno sin lo otro. Pero el aprieto era tan grande que Carlos claudicó. Pero quizá, como él creía, Dios se cuidaba de él. Recibe, de pronto, la carta de Diego de Mendoza, embajador en Venecia. En ella le hace reflexionar una vez más. Le escribe:
«¿Qué príncipe ni hombre os ha ofendido más que ese Papa? Hasta los ciegos han visto que todo el daño que os procuró el francés fue por su persuasión y traza, y todo el mal que esperáis del Turco nace y nacerá de esta causa… ¿Qué obra buena jamás os hizo que no fuese por su necesidad e interés? Si el Rey de Francia tiene tres flores de lis en sus armas, éste trae seis en las suyas y seis mil en su ánimo. Con la gran opinión que nuestros enemigos han mantenido de vos, los habéis vencido y sujetado… Tened grande cuidado de conservaros en aquella buena opinión, porque a mi ver ninguna otra cosa os sustenta… Milán sigue siendo la puerta de entrada de Italia. Si llegara a caer en manos de franceses, os abandonarían todos vuestros amigos de esta nación.»
Milán no fue vendida. Y Mendoza fue nombrado representante imperial ante el Concilio de Trento, y defensor de la política del Imperio ante la Santa Sede.
De Italia fue Carlos a Alemania para resolver el problema planteado por el duque de Cléves. Iba bien pertrechado y triunfó sobre el duque como quien pasea su grandeza. Y le arrebató Güeldres, pero fue generoso: le aseguró sus derechos sobre su propio ducado y le dio en matrimonio a Margarita de Austria, hija de su hermano Fernando. A cambio, le quitó un aliado a Francisco de Francia, y ganó un territorio limítrofe con ella. El francés estaba peor que nunca, si es que eso era posible. Había ocupado Luxemburgo y se jactaba de su alianza con Solimán, mientras Barbarroja saqueaba Reggio, amenazaba Roma, atacaba ciudades costeras italianas, cañoneaba Niza, y todo esto de la mano con la escuadra francesa del duque de Enghien. Carlos decidió que era el momento de acabar con Francia. (¿Cuántas veces lo había decidido?) Con la ayuda secreta de Enrique VII sitió a Landrey. Se disponía a asaltarla cuando supo que el Rey venía en socorro de la ciudad dispuesto a darle batalla y a acabar con él «persiguiéndolo hasta el fin del mundo»… Fue cuando Carlos le retó personalmente, por tercera vez, con su mejor armadura: medievo puro. El francés dio la callada por respuesta: la modernidad. Toda Europa contuvo el aliento. Inútilmente. Los franceses extendieron una humareda y detrás de ella desaparecieron. Quedó claro que Mendoza tenía razón: ni Solimán ni Francisco se atrevían contra Carlos. Los más grandes triunfos del Emperador fueron siempre los que seguían a una batalla que no se daba.
Acto seguido compareció en la Dieta de Spira, a la que asistían los principales príncipes electores y los prelados. También Fernando de Austria, y, como delegado papal, Alejandro Farnesio (no el joven, sino su tío). A éste se le escapó, o no, que para esa verdadera paz entre Francia y el Imperio, Carlos debía entregar al Rey francés Milán o, por lo menos, Saboya. Carlos recordó Busetto, y exclamó con una violencia no muy suya:
–Monseñor, vos habéis recibido de nos el arzobispado de Monreal; vuestro padre, Navarra; vuestro hermano Octavio, nuestra hija, con una renta de veinte mil ducados. A Su Santidad, vuestro abuelo, he sacrificado dos amigos: Urbino y Colonna, y ahora tengo que presenciar cómo el representante de Cristo se une al Rey de Francia, mejor dicho, al Turco.
Y siguió el discurso amenazando incluso con emprender él mismo la reforma eclesiástica si el Papa no la emprendía ni comenzaba el dichoso Concilio general para acabar con las diferencias dogmáticas y unir a todos frente al Turco. Y alardeó de que, por estar pendientes de la indignidad del Rey de Francia, no podía liberar Hungría ni acabar para siempre con Barbarroja y Solimán. Cuando los representantes del Valois quisieron justificarlo, nadie los escuchó. Mientras tanto, del Vasto, Enghien y Ferrante de Gonzaga se coronaban de victorias en Niza y Carignano, en el Norte de Italia y en Luxemburgo respectivamente.
En Metz se detuvo Carlos, recibido entre clamores, para preparar la batalla decisiva contra Francisco: una más. Y añadió un codicilo a su testamento, buena prueba de la importancia que daba a ese momento. Enrique VIII avanzaba, situándose entre Normandía y Picardía, el Emperador tenía a París como destino final. Ante su empuje caían las plazas fortificadas. Mientras Enrique sitiaba Montreuil, el Emperador sitiaba Saint Dizier, bien defendida y abastecida. El señor de Lolande murió defendiéndola, ante el ataque de Orange. Por fin se rindió, y el Emperador vio libre su camino hacia París, donde comenzó a reinar el pánico, a falta de otro rey. El Delfín mandaba un buen ejército, pero el Rey estaba postrado y enfermo. Nadie en Europa dudaba de que Carlos entraría vencedor en la capital del que durante casi treinta años no había cesado de incordiarlo y de agraviarlo… Y de repente, como siempre, el Emperador se sentó a negociar con un tal fray Gabriel de Guzmán, dominico español: uno de tantos enviados para implorar la paz, un cualquiera al que nadie con dos dedos de frente habría escuchado. Y el mismo día que Enrique VIII tomaba Boulogne, Carlos firmaba la paz de Crépy, paz imbécil en la que Francisco asintió a cuanto se le pedía, como era lógico. Tan extraño fue todo, que la mayoría de los soldados españoles se afiliaron al ejército del Rey inglés para seguir combatiendo. Ni la proximidad del invierno ni la falta de salud ni la dificultad de mantener el ejército explican nada. Estaba a una veintena de leguas de París. La extraña cobardía piadosa, tan suya, se le cayó encima. No quiso entrar ni coronarse ni acabar de una vez con los Valois ni imponerse al Papado. No quiso hacer nada de lo que se pasó la vida diciendo que quería hacer. Una cabeza que nunca acabó de funcionar como era debido.
A finales de 1544, su hermana Leonor, con su hijo el duque de Orleans, visitó a Carlos en Bruselas: un gesto de buena voluntad de su marido Francisco I. Todo el ambiente era pacífico y convaleciente. Asuntos estúpidos protagonizaban todas las noches, como la discusión de dos damas para ver quién entraba antes en la iglesia. El Consejo Supremo se abstuvo de decidir. Lo hizo el propio Emperador:
–Que la más loca entre la primera.
¿Qué es lo que quiso decir si es que quiso decir algo? ¿Que la Iglesia iba por delante del poder civil, o que el más discreto se reservó el puesto último? ¿O quería justificar lo injustificable que acababa de hacer? No; no quiso decir más que lo que dijo. Y como eso hay que tomar todas las excentricidades y las sandeces que cometió el pobre Carlos V. Naturalmente, una vez más, atormentado por la gota. A la cama le llegó la convocatoria, en Trento, del Concilio ecuménico por fin: el 15 de marzo del 45. Pero él tenía mucho que hacer en la cuestión religiosa alemana. Y convocó otra Dieta en Worms, porque parecía darle suerte esa ciudad. Allí comunicó al Farnesio representante y nieto del Papa su deseo de terminar incluso por las armas. El Vaticano, de acuerdo, ofreció jinetes, infantes y dinero. ¿No se daba cuenta nadie de que una guerra religiosa estaba erizada de peligros definitivos, y además arrebataba su razón de ser al Concilio, que podría evitarse, recayendo la autoridad absoluta en el Sumo Pontífice, sin la merma que entonces el Emperador significaba? ¿Era torpeza o indiferencia o ignorancia lo que representaba esa actitud? Porque Carlos estaba decidido: Francia callada por fin, Italia en paz, el Papado de acuerdo, Enrique VIII más o menos aliado y los turcos, tranquilos. El momento ideal para darle la guerra a los protestantes. Mientras, en Trento, unos cuantos delegados esperaban que empezase de una vez el Concilio, Carlos se esforzaba desmayadamente en Worms por encontrar una fórmula de entendimiento… No se encontró nada. Ni en una nueva reunión, el 30 de noviembre, en Ratisbona como siempre. Lo cual significó un nuevo reconocimiento del protestantismo, que la Curia aceptó en silencio. Siempre se ha dicho que la Historia se repite; pero no tantas veces.
En ese mismo año nació en España el desgraciado primogénito de Felipe II, el príncipe Carlos. Murió su madre, la insaciable y tragona adolescente María Manuela. Murió el duque de Orleans que debía casarse no me acuerdo ya con quién ni me importa. Su tío Carlos recibió Milán según la paz de Crépy. Margarita, la hija natural del Emperador, luego llamada de Parma, dio a luz gemelos del nieto del Papa, Octavio. Uno de los cuales sería el famoso general Alejandro. Y en Ratisbona, de una cochambrosa de palacio, Bárbara Blomberg, nació un niño, engendrado por Carlos y su gota, que acabaría luego por ser el galán que a Europa enamoró, llamado don Juan de Austria.
Lo de Trento continuó como había comenzado: solicitado diez años antes, aplazado tres veces, nueve meses después de la fecha señalada… O sea, a trancas y barrancas. Y, por si fuera poco, los protestantes no comparecieron y negaron legitimidad al consistorio. Murió Lutero. Se estancó el Concilio… ¿Hubiera servido para algo que no se estancara? Probablemente no. Aunque representaba la única autoridad competente, ¿quién estaba dispuesto a aceptarla? Carlos escribió una carta a su hermana María muy significativa:
«Mis esfuerzos de Ratisbona han fracasado… Sólo nos queda la fuerza, con los príncipes electores y soberanos, para obligarlos a aceptar condiciones razonables… Después de reflexionarlo mucho, me decido a emprender la guerra contra Hesse y Sajonia, como violadores de la paz de la nación, yendo contra el duque de Brunswick y sus territorios. Y aunque este pretexto no engañará por mucho tiempo, se sabrá que se trata de la religión.»
Pocos textos contienen tanta confusión entre lo personal y lo colectivo, la opinión y la acción, la política y el hecho religioso.
El 4 de julio de 1546 fue decisivo. Mientras se casa a Ana de Austria, la hija de Fernando, con el príncipe Alberto de Baviera, el Papa reiteraba a su nieto Octavio como jefe de sus tropas de ayuda al Emperador, y los príncipes de la Liga de Smalcalda se reunían en Ichtershausen para formar un ejército común. Era la guerra. Todos ellos estaban decididos, poco más o menos, más bien menos, a morir por Cristo. Y, por muchas simpatías que la Reforma tuviese, nadie quería enfrentarse al invencible, aunque raro, Carlos V. Él mismo confiaba más en el miedo que inspiraba a sus enemigos que en sus decaídas fuerzas.
Sitiaron los príncipes el campamento del Emperador en Ingolstadt y le lanzaron una lluvia de fuego. Carlos dejó orden de aguantar sin responder. Desconcertados por el absoluto silencio, los sitiadores levantaron el sitio. Los lansquenetes confiaban en Carlos; todos los demás desconfiaban. A pesar de eso, o por eso, pasó por fin a la ofensiva. Fueron cayendo en sus manos las principales ciudades de la cuenca del Danubio. Mauricio de Sajonia, el futuro traidor, príncipe protestante que luchaba por sus intereses del lado de Carlos, ocupa Sajonia, tierra de su primo Juan Federico, uno de los jefes de la Liga de Smalcalda. Suabia entera estaba en manos de los imperiales. Cuando Carlos tenía en su haber el triunfo definitivo, asustados de su poder, los aliados del Emperador lo abandonaron. El Papa ordenó retirar a su nieto Alejandro Farnesio; cerró su bolsa y mandó regresar a Italia a sus tropas y trasladar el Concilio de Trento a Bolonia. Los hombres del conde Büren también abandonaron Alemania.
En Inglaterra murió Enrique VIII en enero. Francisco I, no menos alarmado por el poder de Carlos, ofreció a Juan Federico de Sajonia y al landgrave de Hesse la ayuda que antes les negara, y provocó a los turcos para que invadieran Hungría, según su costumbre. En esta ocasión no le sirvió de nada: murió el 30 de marzo. Las muertes de Enrique y de Francisco dieron a Carlos la impresión de que él moría también en cierto modo. Aplazado por seis meses el Concilio, de todas formas, Carlos, con las tropas de Fernando, Rey de Romanos, su hermano, y de Mauricio de Sajonia, marchó contra el elector Juan Federico, que tenía bajo su mando lo que quedaba de la Liga de Smalcalda. A orillas del Elba, considerado como barrera segura, se refugió el príncipe en la fortificada ciudad de Mühlberg. En abril llegaron los del Emperador que dio la orden de ataque. Abrumado por una nueva crisis de gota, iba conducido en una litera. Lo cierto es que a los soldados los arengó el duque de Alba a su manera:
–¿Qué importan los que caigamos?
¿Qué importan las vidas, los huérfanos, el albur de sobrevivir o no? No importa ni siquiera ganar; pero hay que hacerlo para que no ganen los otros. Siempre fue un soberbio, que se apuntaba los éxitos y se sacudía las equivocaciones: nunca lo pude ver. El fue quien hizo correr la voz de que, en Mühlberg, como Josué ante Jericó, hizo parar el sol para tener tiempo de vencer. Y aun a Enrique II de Francia, que le preguntó más tarde cómo pudieron cruzar el Elba las tropas imperiales en tan poco tiempo, en lugar de hablarle de quién le señaló el vado, respondió:
–Aquella tarde yo andaba demasiado ocupado con lo que estaba ocurriendo aquí en la tierra como para prestar atención a las evoluciones de los cuerpos celestes.
El caso es que los españoles entraron en el Elba con el agua a la cintura y la espada en la boca; los jinetes ofrecían un blanco demasiado peligroso. La situación era insostenible hasta que un anciano indicó al duque de Alba un vado fácil de cruzar, como si hubiese sido un emisario de Santiago Apóstol. Por allí se lanzó el ejército en tromba dejando a su general impedido, y no a la cabeza de ellos como se asegura. Y encontraron un ejército deshecho y disperso. En realidad no se trató de una batalla verdadera. El príncipe elector se refugió en un bosque cercano, donde fue descubierto y hecho prisionero. La batalla había concluido. Al elector se le condujo ante el Emperador.
–Benignísimo señor Emperador…
–comenzó a decir.
–Más vale que vos nos hubierais considerado como tal hace tiempo -le cortó el Emperador.
La Liga de Smalcalda se había derrumbado. Mühlberg fue una victoria definitiva, pero no una batalla. Con razón Carlos la resumió diciendo una frase célebre, de las que siempre se ponían en su boca, las dijera él o no:
–Vine, vi y Dios venció.
La entrada en Wittenberg, la capital de Sajonia, fue difícil por la resistencia que opuso la condesa de Cléves, que tenía no mala memoria. La amenaza de matar a Juan Federico apagó sus humos. El landgrave de Hesse se entregó a su vez. En la capilla del elector estaba enterrado Lutero. Los soldados quisieron profanar su tumba y esparcir sus cenizas. Cerró Carlos tal propósito con otra inventada frase célebre:
–Ya ha encontrado su juez. Yo hago la guerra a los vivos, no a los muertos.
El testimonio más famoso de esta batalla lo dio Tiziano montando a un caballo brioso al Emperador, que estuvo sólo postrado en su camilla. A pesar de todo, se encontraba de nuevo en el pináculo de la gloria. El Turco no era más que una vaga amenaza; Dragut, que pretendía heredar a Barbarroja, no podía contender con Andrea Doria en la mar; Enrique II, el hijo de Francisco I, no osaba enfrentarse al Emperador. Sólo quedaba, al menos de palabra, Paulo III. El traslado del Concilio y las renovadas peticiones para su familia lo oponían a Carlos. Y hubo un suceso que acabó de enfrentarlos. La muerte de Pedro Luis Farnesio, asesinado en unas circunstancias misteriosas. ¿Dio la orden el Emperador, contra quien el hijo del Papa conjuraba? Es algo que parece improbable. ¿O fue cosa de Andrea Doria o del gobernador de Milán, fieles ambos a su jefe? El caso es que el corazón de Paulo III se llenó de odio y deseos de venganza. Y se alió con Francia y con Venecia. Tampoco Carlos acertó dejándose llevar por el orgullo del vencedor resentido, y quiso legislar sobre asuntos de la religión. Convocó la Dieta de Augsburgo, único tipo de dietas que el Emperador se permitía, no las alimenticias. En ella consiguió que los representantes de las ciudades se sometieran a los dictámenes del Concilio. Pero, cuando pidió a Paulo que éste retornase a Trento, el Papa se negó. Carlos, enfurecido, asumió el papel de Vicario, y convocó una junta de teólogos, católicos y protestantes, para redactar un reglamento de doctrina. Su consecuencia fue el llamado Interim de Augsburgo. Reflejaba casi íntegra la doctrina católica, excepto en dos puntos: la comunión bajo las dos especies y el matrimonio permitido a los clérigos. En Roma se habló de Emperador cismático, y el Interim no satisfizo ni a amigos ni a enemigos, y tuvo, en consecuencia, corta vida. El 10 de noviembre murió el anciano Papa, gracias a Dios. Lo sustituyó Juan María del Monte, con el nombre de Julio III, que terminó siendo amigo del Emperador.
El Emperador volvió a enfermar. Tenía sólo cuarenta y siete años, pero estaba gastado y desilusionado: a cualquiera le hubiera sucedido lo mismo. Y no lograba firmar un armisticio con la gota. Pensó en su sucesión como siempre que atravesaba un trance semejante, y escribió un testamento político, el 18 de enero 1548, para su hijo y heredero. Después de decidir la boda de su hija mayor María con el hijo mayor de su hermano Fernando, futuro Emperador; después de recomendar a su hijo que procurase siempre el consejo de su tío, dice en este documento principalmente que no puede darle una norma general, «a no ser la confianza en la ayuda del Todopoderoso, que ganaréis defendiendo sus santas creencias». Insiste en el Concilio como medio único de volver a los descarriados de Alemania al seno de la Iglesia, y en que continúe con la consideración debida a la sede apostólica.
«Obrad con prudencia en cuanto a los abusos de la Curia a costa de vuestros Estados, y elegid para la Iglesia y prebendas a hombres dignos y educados… Que residan junto a su sede y cumplan sus deberes… Las dificultades con los Papas serán constantes en Nápoles, Sicilia, y a causa de la pragmática de Castilla: velad por ello y estad en buena inteligencia con los venecianos… Francia no cumplió jamás sus tratados; no dejéis que se os escape lo más mínimo de vuestros derechos… Defended Milán con buena artillería, Nápoles con la superioridad de vuestra flota, y recordad que los franceses fácilmente se descorazonan cuando no logran su deseo en la primera embestida…»
Y, por fin, se refiere, un tanto de pasada, a las Indias. Le recomienda a Felipe que se interese por el mejoramiento de la flota, tanto para defenderse de los piratas del Mediterráneo como para alejar a los franceses de las Nuevas Indias (no habla de los ingleses), mientras que la amistad con Portugal justamente por eso habría de fomentarla.
«No dejéis de informaros sobre estas lejanas tierras para gloria de Dios, para el mantenimiento de la justicia y para combatir los abusos que allí se han introducido. – Y por fin le advierte-: No podéis estar en todas partes. Procuraos buenos virreyes y vigiladlos de forma que no rebasen vuestras instrucciones… Pero lo mejor es unir los reinos por los propios hijos. Por eso debierais tener mayor descendencia, y contraer nuevo matrimonio.» Y, a pesar de todo, le recomienda por esposa a la hija del Rey de Francia como ayuda para la paz y de los tratados y también como reposición de Saboya por vía pacífica.
Además de este testamento, llamaba a Felipe para que visitase con él los Reinos que habría de gobernar. Para ello concertó que el casamiento de su hija María y Maximiliano se realizara en España, con el fin de que la pareja la gobernara en regencia durante la ausencia de Felipe. Y así se hizo. La visita del heredero a Italia y a Borgoña fue triunfal. Los otros súbditos, muy en especial los flamencos, no quedaron demasiado bien impresionados. Quiero decir que les cayó igual que un tiro. Era español; poco adicto al alcohol y al ruido; no hablaba más que castellano y un latín relativo; era introvertido y aquellos súbditos confundían timidez y silencio con soberbia y desdén… El resultado era previsible.
El Concilio por fin se reanudó en Trento. La división ya estaba consumada. No acudieron los protestantes, y el Rey de Francia le negó representatividad. Se vio reducido a la reforma de las estructuras y a las costumbres eclesiásticas. La intervención española fue decisiva: Laynez, Salmerón, Torres, Montano… Y cierto es que abrió el camino a una espiritualidad más honda. Pero, fuese como fuese, ya para Carlos empezaban los años de derrota. Los vencidos de Mühlberg, con el apoyo del traidor Mauricio de Sajonia, que sucedió a Juan Federico, se entrevistaban ya con el representante de Francia y sellaban el acuerdo que llevaría a Carlos a abdicar. En cumplimiento de ese pacto, el Rey Cristianísimo de Francia ocupó Metz, Toul y Verdún, mientras Mauricio ocupaba Augsburgo. Carlos quiso pasar a los Países Bajos, pero el Rin estaba en manos enemigas. Pidió ayuda a su hermano Fernando, que guerreaba con los turcos. Lo único que Fernando pudo hacer fue entrevistarse con delegados de Mauricio en Linz para acordar otra entrevista en Passau. A esta última pensaba acudir Mauricio con el Emperador prisionero. Y casi lo logró. Cuando le preguntaron el porqué de no hacerse con Carlos, respondió:
–Porque no tenía jaula suficientemente grande para albergar a tal pájaro.
La verdad es que hubiera carecido de sentido: no le habría servido ni como chantaje ni como rehén. Carlos tuvo que huir de Innsbruck, con las tropas sajonas a tiro de arcabuz: era el hombre más poderoso de la tierra el que huía a pie casi. En una silla de manos porque no podía montar a caballo. Sin escolta de prelados ni de príncipes; con un puñadito de criados y fieles y unos cuantos soldados, entre antorchas, en su noche más triste, el Emperador del mundo entero. ¿Quién puede imaginarlo? A huir, el corazón no se acostumbra.
De haber querido, es cierto que Mauricio lo hubiese apresado, pero habría sido inútil. Al Sur de Austria, en el refugio de Villach, resurgió Carlos de sus cenizas otra vez. Porque todos comenzaron a percibir qué sería de ellos con su derrota, y cuál era el significado que el mundo le había concedido a aquel hombre tan pobre. De manera interesada se disputaron todos la honra de acudir en su ayuda: Nápoles, el banquero Fugger, el margrave Juan, partidario de Mauricio el traidor, su hermano Fernando, las tropas italianas y españolas, el duque de Alba que corrió desde España… Todos se concentraron en Villach.
Mientras, en Passau, Mauricio era despreciado. Sus aspiraciones políticas fueron rechazadas, y hubo de contentarse con defender las religiosas: Fernando se avino a reconocer el protestantismo, por lo menos hasta la Dieta siguiente. No se pudo actuar de otra manera: los turcos estaban en Hungría y los franceses en Lorena.
En Europa, eso es cierto, las fronteras todavía vigentes del catolicismo son aquellas que entonces señaló el Emperador Carlos. A pesar de que, como dijimos, por no se sabe qué amor fraternal, Fernando firmó con el nombre de Carlos los contenidos de la última Dieta de Augsburgo, que recogía, ya en permanencia, estos preceptos de Passau.
En paz Alemania, con Mauricio luchando en Hungría, al lado de Fernando contra los turcos, Carlos, como un tic nervioso, giró sus ojos tan cansados a Francia. Enrique II era menos alborotador que su padre, pero más eficaz: se había convertido en «protector» de Siena, que era ciudad imperial; hostigaba a los Países Bajos; y, aliado con Dragut, ataca Nápoles. De todos los objetivos, el de momento resucitado Emperador eligió primero Metz, por razones geográficas y estratégicas y logísticas. Su hermana María, más rápida que un rayo y muchísimo más que el Emperador, le advirtió de que el duque de Guisa había realizado obras de fortificación que le obligarían a un sitio prolongado que el invierno agravaba. Metz, en una lengua de tierra entre dos anchos brazos del Mosela, con las obras de Guisa, era una ciudad inexpugnable.
El 20 de noviembre del 52 se reunió Carlos con sus tropas ante ella. A la vista de su jefe se recrudeció el asedio. Hicieron un boquete en la muralla; tras el muro derruido, había otro intacto: eran las obras del duque de Guisa. Comenzaron las borrascas de nieve y frío; los soldados de regiones cálidas morían a centenas. Se habla de que llegaron a morir treinta mil: muchos parecen. El Emperador habló con Granvela padre de abandonarlo todo y marchar a España: nada nuevo. El día de Reyes de 1553, el Emperador tomó la imprescindible decisión de levantar el sitio. Un mes después, en Bruselas comentaba, o eso se le atribuye:
–La fortuna es mujer: prodiga sus favores a los jóvenes y los niega a los viejos.
Desde allí contemplaba cómo los príncipes alemanes se disputaban los jirones del Imperio. Alberto de Brandeburgo fue vencido por Mauricio de Sajonia, pero éste murió por las heridas recibidas en la batalla. Murió Julio III. Murió Marcelo II y llegó Paulo IV, que llamaba a los españoles «negros engendros de moros y judíos», mientras a los franceses llegó a ofrecerles Nápoles. Fue el más acérrimo enemigo de España. Carlos tuvo que mandarle al duque de Alba para decirle que o se dejaba de estupideces, o tendría que vérselas con los ejércitos imperiales. Pocos ejércitos quedaban, pero la amenaza surtió efecto.
Una esperanza se abrió entre la tempestad: el matrimonio de Felipe con María Tudor. La esperanza de un Imperio ensanchado por otro sitio renacía con un catolicismo reinstalado en Inglaterra. Pero la realidad era mayor que los propósitos, y María Tudor, la menos indicada mujer para tener descendencia. Tal boda fue, como casi todas, un proyecto ajeno al amor, salvo el de María, que cayó rendida ante un príncipe meridional, alto y rubio, once años menor que ella. Cuatro más tarde, la muerte de la Reina cerró toda esperanza. Entre eso y la aceptación en la Dieta de Augsburgo del cuius regio eius religio, o sea, a cada príncipe su religión, todo había concluido. Ya estaban dados por Carlos algunos pasos más que el primero para su retirada.
La escena estaba bien dispuesta: el Papa conspiraba contra él, los príncipes alemanes lo desacataban, la enfermedad lo mantenía inmóvil, María Tudor era estéril… Con las primeras oscuridades del otoño flamenco, decidió abdicar Carlos.
El 22 de octubre renunció a la soberanía de la Orden del Toisón de Oro. Tres días más tarde entregó el gobierno de los Países Bajos a Felipe, en una solemne ceremonia celebrada dentro de la gran sala del palacio de Bruselas. Ante Felipe, Fernando, María, Leonor, los caballeros del Toisón, nobles, generales, gobernadores y un adolescente escondido, que es quien esto dicta. Mi padre, como un ejercicio de humildad y formación del espíritu, consiguió introducirme allí. Confieso que lloré todo el tiempo detrás de un cortinaje.
Tras el anuncio de la renuncia hecho por Filiberto, consejero de Bruselas, Carlos se puso en pie con esfuerzo y, medio leyendo en un papel, hizo una reseña de su vida. Cuarenta años antes, en esa misma sala, se anunció su mayoría de edad y allí mismo comenzó su vida pública. Encontró, gobernando, una Cristiandad partida por la mitad: para intentar unirla luchó desde el principio hasta ese instante. Había viajado mucho. Ahora preparaba su último viaje, a España. Lamentaba no dejar a sus herederos ni a su súbditos un Imperio en paz, que había sido su mayor ideal. A ella había sacrificado todo: la tranquilidad, la vida y las disponibilidades de su Imperio. Ahora le faltaban la salud y las fuerzas. No había sido cogido prisionero, pero el frío y la nieve habían impedido que recuperase Metz. Elevaba gracias a Dios por cuanto le había dado. Ahora estaba demasiado cansado para seguir luchando, y quería entregar sus naciones a Felipe, y el imperio a Fernando. Miró hacia Felipe, y le dijo:
–Sé fiel a las creencias de tus antepasados y vela siempre por la paz y la justicia. He cometido errores a los que me llevó tal vez mi juventud, mi terquedad o mi debilidad, pero nunca hice mal intencionadamente a nadie. Y si a alguien, presente o ausente, alguna vez falté, le ruego ahora su perdón.
La gente sollozaba. El Emperador, que se desplomó en su sillón, se disculpó por dos lágrimas que mojaron su rostro.
El 16 de enero del 56, en sus habitaciones particulares, abdicó a favor de Felipe de todos sus derechos sobre Castilla, Aragón, Sicilia y las Nuevas Indias. Quería acercarse a Dios en los días que le quedaran de vida. O eso dijo. Después entregó a su hijo una arqueta con su testamento y codicilos, incluido uno secreto -e innecesario- en que le advertía que, en caso de caer él prisionero, Felipe no debía pagar ni un maravedí por su rescate… Ahora Carlos era un hombre de vejez prematura que intentaba conseguir, para él solo, la paz que no había conseguido para el mundo. Le faltaban muy pocos días para cumplir cincuenta y seis años.
Cuando fue anunciada su decisión inamovible de retirarse a Yuste, comenzaron en Bruselas, en la primavera de 1556, febriles gestiones con las que conseguir el dinero necesario para el viaje allí. Dinero, dinero, dinero hasta el final.
Ahora me gustaría dictar unas notas sobres tres o cuatro personas (quizá debería llamarlas mejor personajes) entre las que se desenvolvió mi vida, mi trabajo, y el principio de toda mi felicidad y todas mis fatigas.
Es el primero Gonzalo Pérez, mi padre. Nació en 1506 en Segovia. Estudió en Salamanca, en el colegio de Oviedo. Allí aprendió las lenguas griega y latina. Yo conservo escritos de él anteriores al año 27. Y ya entonces se empeñó en un relato del Saco de Roma, desde donde escribía informes para el Emperador Carlos, con un tinte, como es lógico si estaba pagado por él, un tanto antipapal. El Emperador le concedió la patente de caballería, donde se enumeran sus viajes y servicios, donde no ahorró esfuerzos ni personales ni económicos. En el favor del Emperador lo introdujo, según él mismo dice, su tío Jerónimo Pérez, caballero de Santiago muy influyente. Lo cierto es que he oído decir también que no fue él, sino un Pérez de Almazán, secretario, aragonés, favorito del Rey Católico, judío, gran hacendista en consecuencia, perspicaz en el trato con los Reyes y con muy buena disposición para los negocios. Quizá sean estos últimos los que tengan razón. A mí me agradaría.
Mi padre Gonzalo era culto, inteligente y ambicioso. No necesitó mucha ayuda, aunque al principio tuvo la de Alfonso Valdés, y luego, la de Francisco de los Cobos, secretario de Carlos V. Cuando en 1543 sale de aquí el Emperador, mi padre fue nombrado secretario de Estado para las cosas de España al lado del príncipe Felipe, encargado de la regencia. Antes de esto, mi padre ya había elegido la carrera eclesiástica, que tanto ayudaba en estos menesteres, aunque no creo yo que tuviera vocación ninguna. Él compartía tales beneficios con algunos negocios participados por otros funcionarios, como el del monopolio para construir grúas y emplearlas en la carga y descarga de naves en los puertos de Nápoles. En 1533 ya le nombró el Emperador canónigo de San Nicolás de Bari; en el 38, arcediano de Villena; en el 42, me parece, de Sepúlveda, con una canonjía anexa; y en el 44, canónigo de Cuenca. Después de la abdicación, le obsequió la abadía de San Isidro en León. Y luego tuvo, ya con Felipe, una pieza eclesiástica en Vallecas y una encomienda en la abadía de Burgohondo, en la diócesis de Ávila. Pero se murió sin haber conseguido su máxima aspiración, el capelo cardenalicio; a pesar de que en ella lo apoyaron la hermana del Rey Margarita de Parma y el cardenal Granvela. En eso -tanto en la aspiración como en la decepción- yo me he parecido en todo a él. El Rey le negó el capelo, aunque no explícitamente, por no haber olvidado -bueno era Felipe para olvidar- su origen judío, o por no creer merecedor de tal dignidad a un clérigo que había tenido amores de los que yo nací. Como si no estuviese Roma llena de hijos de Papas. En cuanto a su paternidad respecto a mí…
Quiero insistir en que los humanistas italianos sentían admiración por mi padre Gonzalo y que con muchos de ellos tenía relaciones epistolares. Yo conservo cartas de Bernardo Tasso, Nicolo Secchi, Francesco Vinta y otros. Tradujo al castellano La Ulyxea de Homero, por probar si en nuestra lengua podía hacerse lo que en la italiana y francesa. Ingresó en Salamanca en 1550, y en Amberes poco después. En el 56 dedicó la versión completa de los veinticuatro libros de su traducción a Felipe II, ya Rey. Fue generoso, cosa poco frecuente, con otros hombres de letras, y protegió, por ejemplo, a Blasco de Garay, a Gutierre de Cetina, a Jerónimo Zurita, a Juan Berzosa y a otros, entre ellos al secretario Gabriel de Zayas, que tanto alardeó luego de protegerme a mí: mientras le convino, claro. Su fama la canta Fernando de Hoces, que lo cita entre los maestros del verso italiano, y otros críticos posteriores. Y fue un gran amigo de los libros, de los que reunió una biblioteca tan numerosa como esmerada y selecta, célebre y rara. Tanto que el Rey me la pidió, muerto mi padre, para San Lorenzo el Real. Yo no quise entrar en compra ni venta con mi Rey, el cual me hizo merced de una Maestredatia de leche, en el reino de Nápoles, que valía más de dos mil escudos de renta, y mandó que se declarase que era en parte de pago; pero allá se quedó la biblioteca y la parte de pago y todo. Luego me han asegurado que se ha dicho que yo regateé con el Rey cada uno de los volúmenes, obteniendo sólo por ciento setenta y nueve, que se apartaron y fueron a El Escorial, veinticinco mil ducados y la Maestredatia de leche, que estaba en la torre de Otranto, y rentaba tres mil ducados y no dos mil escudos. Y se ha añadido que le exigí al monarca el dinero que me debía. Quizá lo hice -no lo recuerdo bien porque habría de ser empleado para sufragios por el alma de mi padre. O eso creo.
El Rey debía de haberlo comprendido, porque desde 1543, mi padre no lo abandonó. Lo acompañó a la recepción de su primera novia portuguesa y estuvo con él en su larga excursión por Italia, Francia y Alemania como secretario, con una consideración intelectual y política extraordinaria. Debió mi padre de disfrutar mucho en ese viaje, tan ávido como era de conocer costumbres y gentes. Y admiro qué oportunamente pasó del lado declinante del Emperador al ascendente del príncipe, en cuyas cartas a su padre se nota el pulso y la firmeza de un experimentado secretario como mi padre fue. Tal sucedió en el viaje de bodas a Inglaterra, como secretario de Milán y de Nápoles, que eran los títulos del príncipe, y allí le llevaba los memoriales de Isabel, la futura Reina. En recuerdo de él, me recibió a mí con tan buena voluntad mucho más tarde: si es que llegó a buena, que ahora ya de todo dudo.
Una vez Rey Felipe, recibió mi padre el título de secretario para los negocios que se ofreciesen fuera de España, y tuvo como ayudante a Gabriel Zayas. Conservo un documento con instrucciones del Rey:
«… No tomaréis de persona alguna dinero, oro ni plata, ni joyas ni caballos ni otra cosa ni persona alguna… Tendréis secreto de todo lo que se trate en el Consejo… Y mucho recato en vuestra escritura señaladamente en la cifra, mirando que en ninguna manera pase por otras manos que las vuestras.»
Reconozco que en todo esto mi padre fue más cumplidor que yo. En el resto, el Rey y yo tuvimos a mi padre como principal maestro.
Cuando en 1559 regresó el Rey a España, mi padre dejó de ser secretario único: estuve yo a su lado, aunque todavía le ayudaba en privado, con veinte años apenas. Y recuerdo bien la correspondencia con Granvela, primer ministro en Flandes, durante las iniciales revueltas. Tanto la recuerdo, como que mi padre no me utilizó para descifrar los documentos confidenciales. Y tanto también como la lectura de la donación del Rey, que mi padre escribió, a la catedral de Toledo de la momia de san Eugenio. A la intervención del cual se atribuyó el primer embarazo de la Reina Isabel de Valois, de la que luego fue Isabel Clara Eugenia, la persona más querida por Felipe. Hasta entonces la momia se conservaba en Saint Denis, donde luego, en mi decadencia, me ha tocado a mí vivir. Y en ese mismo año 59 recibió mi padre una prueba de confianza, que lo enorgulleció y a mí me sirvió de mucho: ordenar los montones de papeles recogidos en Simancas, para organizar el Archivo. Mi padre, ya muy mayor, delegó en Diego de Ayala y en mí la ordenación de tan valioso material, del que yo obtuve numerosos datos que aparecen en estas páginas. Aunque no todos.
El duque de Alba, celoso del mundo entero y más del ascendiente real, odió a mi padre. Odio al que yo sí que correspondí de la manera más visible que me fue dada. Cuando lo nombraron gobernador de Flandes, trató de que mi padre fuese sustituido por Zayas, pero él supo desviar el golpe que me hubiese inutilizado a mí también. Debo decir que mi padre a mí siempre me llamó sobrino; yo a él, padre y maestro. Aunque supe, yo creo que siempre, en mi interior lo que poco después de su muerte, el 26 de abril de 1566, se me hizo saber con claridad: que yo era hijo verdadero de don Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli.
Yo me crié en Val de Concha, aldea de la tierra de Pastrana, en el señorío de Éboli, aunque nací en Madrid. A los doce años, mi padre Gonzalo, supongo que impulsado por mi padre natural, incluso algo más que impulsado, me envió a instruirme a las mejores universidades de España, Flandes e Italia: Alcalá, Lovaina, Venecia, Padua y, más tarde, Salamanca. Aún recuerdo cómo, a tan tierna edad, apenas abandonada físicamente la infancia, me sorprendió la grandeza de los Alpes, tan desproporcionada para una criatura tan pequeña, que hube de atravesar para llegar al que considero mi mundo verdadero. Tuve por maestros desde Gaspar Carrillo de Villalpando, en Alcalá, a León de Castro en Salamanca, y en Italia aprendí su gran escuela de política y de vida, su luminosidad, su alegría y su apertura de ideas y costumbres, que tanto tardaron, si es que alguna vez lo hicieron, en impregnar a España. Estuve rodeado siempre por lo mejor y más granado de las Cortes y provincias en las que anduve. Mi carácter y mi natural simpatía, tan diferentes de la rectitud exigente y rigurosa de mi padre Gonzalo, me granjearon toda clase de amigos, más o menos cercanos a mi corazón, ya que estaba en una edad en que éste es como una gran esponja que gusta de empaparse del gozo y hasta del amor de los amigos en un dulce contagio.
No puedo olvidar a maestros, como Antonio Mureto y Carlo Signio de Italia, o a Pedro Nenio en Lovaina. Pero mi principal maestro fue mi padre Gonzalo, experimentado en tratar con los poderosos y en no darles nunca más de lo que merecían o de lo que era de esperar que nos dieran… Sin embargo, Ruy Gómez, al que en la Corte española se le llamaba ya Rey Gómez -tanta importancia tenía y tan alto estaba colocado-, me hizo volver para introducirme en esa misma Corte, campo adecuado en el que un muchacho brillante luciera su capacidad diplomática y las virtudes, por qué no decirlo, para la intriga, que había ido no adquiriendo porque nací con ellas, pero sí perfeccionando en tan distintos escenarios y escuelas. Mi talle, mi figura y mi humor me pregonaban como hijo natural de Ruy Gómez de Silva, que secretamente se sentía orgulloso de mí, más quizá que de sus hijos -muchos- reconocidos. Ese gran señor era nieto de Ruy Gómez de Meneses, mayordomo mayor de la Emperatriz doña Isabel de Portugal. Cuando la acompañó a España, lo trajo su abuelo aquí. Tenía nueve años, y desde entonces fue menino de la gran señora, que lo adoraba, y luego paje del primogénito Felipe, del que llegó a ser servidor y consejero hasta su final. Pero, más que nada, se convirtió en su amigo íntimo, ya que sólo se diferenciaban en diez años. En una ocasión me contó que, a los diecinueve, tuvo una pendencia con otro paje, Juan de Avellaneda, en presencia del príncipe Felipe que, por entrometerse a separarlos, resultó con un rasguño en la cara, cerca de un ojo, que probablemente le hizo algún cabo de oro de los vestidos de uno de los contrincantes. En palacio el hecho produjo una gran conmoción, por su inoportunidad y por la importancia de los implicados. El Consejo quiso castigar con la expulsión el desacato. Pero la Emperatriz evitó que intervinieran alcaldes y consejeros, echó tierra sobre al asunto y se comprometió a castigarlos a su modo, que fue suave y casi maternal.
En 1545, Felipe, con dieciocho años, casó en Salamanca con la infanta María Manuela de Portugal. En su acompañamiento iban, con mi padre Gonzalo, el tercer duque de Alba y Ruy Gómez, que ya eran enemigos políticos y velados opuestos en la Corte: ambos, cabezas bien visibles de las dos facciones que se disputaban los favores del príncipe. La amistad de Ruy Gómez con el Rey duró hasta la muerte del súbdito, y el Rey la premió con oficios cada vez más elevados: sumiller de Cortes, Consejero de estado y de guerra, mayordomo y contador mayor del príncipe don Carlos, la mayor desgracia del Rey… Y lo hizo príncipe y duque y Grande de España y Clavero de Calatrava y le concedió el muy especial honor de apadrinarlo en su boda. (Incluso parece que también el de ejercer, en su matrimonio preparado por el príncipe, el antiguo derecho de pernada.) E, igual que tal amistad, la enemistad con el duque de Alba no terminó sino con la muerte de Éboli, en 1573. Y aun entonces, quiso continuarla su viuda, Ana Mendoza de la Cerda. Era ésta hija única de Mendoza, príncipe de Melito y duque de Francavilla, y de Catalina de Silva, hermana del conde de Cifuentes, donde ella se crió. Su bisabuelo fue el gran cardenal Mendoza, naturalmente arzobispo de Toledo y Tercer Rey de España con los Reyes Católicos, de quien heredó Ana su soberbia y algo de sus malos modales. Había nacido el mismo año que yo, y cuando tenía doce, el Rey concertó su matrimonio con Ruy Gómez, ya de treinta y seis, al que Felipe había nombrado príncipe de Éboli y, a raíz de su bodas, duque de Pastrana. La boda, por cierto, no pudo consumarse hasta siete años más tarde, ya siendo Rey Felipe, que la había proyectado. Si antes hice suponer que intervino de una manera más íntima es porque siempre se dijo que el segundo duque de Pastrana, primogénito de los Éboli, Rodrigo, era hijo del Rey, aunque por su carácter a quien se parecía era a su padre legal. Exactamente lo contrario que yo. Los Éboli tuvieron, en doce años, diez hijos, entre hembras y varones: unos, turbulentos como los Medinaceli, y otros, discretos y sensatos como Ruy Gómez.
En esa pugna entre Éboli y Alba que produjo dos facciones, los albistas y los ebolistas, venció el príncipe al duque. Su secreto fue siempre saber mantenerse en la penumbra: el mejor procedimiento para tratar a un Rey que siempre quiso utilizarla. Yo, que ya dije que me parecía mucho a Éboli, conseguí mantenerme en ese papel principal quizá con otros procedimientos. No alcancé acaso el grado de intimidad del príncipe, pero pude lo bastante para, llegado el momento, certificar el relevo del antipático duque de Alba que, a su vez, contaba con un partidario, también secretario del Rey, el blando y repugnante Mateo Vázquez: un sacerdote beato e hipócrita del que tendré por desgracia abundante ocasión de hablar. Mal, en todo caso.
Esta confrontación entre los dos grandes de la Corte empezó cuando yo era un recién nacido. Al principio, el triunfador era Alba, al que se reconocía una capacidad de caudillaje y un infalible instinto militar, mientras que Éboli aún no era más que un amigo del príncipe heredero, aunque con una influencia muy grande sobre él. Es en los años 42 y 43 cuando se descubren las cartas, porque el Emperador deja como regente a Felipe y le escribe cartas en Palamós, de las que he hablado, antes de embarcarse para salir de España mucho tiempo: una, confidencial, y la otra, secreta. Yo, que he tenido ocasión de leer las dos y de tomar notas de ellas, y he aludido en estos escritos a sus textos, no creo necesario repetir las referencias de Carlos V al duque. Pero es curioso que, antes de que el Emperador partiera, como un recordatorio, Alba tomó la precaución de entregarle una solicitud de pago por sus servicios. Porque la alta nobleza se comportaba de forma que sufragaba los gastos de sus deberes, diplomáticos o militares, y luego la Corona se los compensaba. Y lo hacía en forma de títulos, propiedades o dinero, o de las tres cosas juntas. Alba, en ese momento, quería dinero en efectivo y así se lo decía al Emperador:
«La necesidad es de manera que debo doscientos mil ducados. En doce años que sirvo a Su Majestad me ha hecho merced de muchas mercedes, pero éstas no han sido para entretener nada los gastos que yo en este tiempo he hecho.»
No tardó en recibir noticias del Emperador, que le daba instrucciones de dirigirse a Valladolid y hacerse cargo de nuevos asuntos de gobierno. Era el principio de la que iba a ser la segunda gran etapa como servidor de la Corona. Se convertiría en el principal consejero de Felipe, tanto en la guerra como en la paz. Es decir, que el príncipe fue quien lo introdujo en los asuntos de gobierno. Todo se consultaba con el duque y con el Comendador Mayor de León, que era Francisco de los Cobos. El duque iba a sostener su posición dominante durante los veinticinco años siguientes, mantenido, en buena parte, por las guerras de Flandes. Pero era muy difícil hacer compatibles los intereses de los muchos y orgullosos gestores del país con la altivez y el carácter del duque. Su mayor flaqueza era la incapacidad para comprender y confraternizar con nadie. Todos la atribuían con razón a un exceso de arrogancia que le movía a mirar al mundo por encima del hombro. En su primera etapa chocó, por ejemplo, con el duque de Gandía, Francisco de Borja, virrey de Cataluña. Sencillamente no lo podía ver, en el más estricto sentido de la palabra. Ni acertaba tampoco a disimularlo. Hasta con Ruy Gómez mantenía relaciones, si no cordiales, soportables. Pero no con el duque de Gandía, del que llegó a decir que mejor hubiese hecho quedándose en su pueblo a cocer su azúcar. Y no cambió su actitud ni cuando Borja renunció a todo y se hizo jesuita. La forma de opinar de Alba era siempre la misma:
–Si se hace tal cosa, mi honor quedará a salvo; si no se hace, presentaré la dimisión de todos mis cargos y me retiraré a mis propiedades.
Ése era su dilema y su permanente amenaza. Se trataba de una persona demasiado dominante como para ser consejero. Por ejemplo, el príncipe, como en todas las siguientes ocasiones matrimoniales, quiso conocer, de vista por lo menos, a la portuguesa que iba a ser su mujer al día siguiente. Pues hubo de hacerlo en una de las localidades del duque, en La Abadía, entre Cáceres y Salamanca, en donde tuvo que ser la boda, porque el duque lo decidió. Y con igual altanería se condujo al firmarse la paz de Crépy, en que se fraguaba una unión matrimonial, como quien canjea una cosa por otra, entre el duque de Orleans y la infanta María, hija de Carlos, o su sobrina Ana de Hungría. En el primer caso, heredaría la esposa los Países Bajos para aportarlos al matrimonio; y en el segundo, un año después del matrimonio, el Emperador le otorgaría Milán. El Emperador consultó con sus consejeros: unos se inclinaban por una cosa y otros por la otra. El duque nunca cambió de opinión respecto a los contactos de España con el Mediterráneo y los que tenía con el resto de Europa. Su permanente lema era «Paz con Inglaterra y guerra con el resto de la Tierra», que él pronunciaba con las erres más rotundas. Hubo otro debate en relación con las Américas, por poner otro ejemplo: una rebelión en Perú, protagonizada por Gonzalo Pizarro, que el virrey no pudo sofocar. Alba defendió el uso inmediato de la fuerza que aplastase a los rebeldes. Sin pensar en un ejército ni en una flota que atravesase el océano ni en el costo ni en la imposibilidad de la propuesta. El resto de consejeros, claro, consideraron su solución irrealizable. Él amenazó con retirarse a sus propiedades, y los otros resolvieron el caso mandando a un hombre solo, Pedro de la Gasca.
Alba siempre elegía las soluciones militares, taxativas, definitivas; un exceso de diálogo, según él, alargaba la resolución y los resultados; por el contrario, la acción resolvía cualquier asunto de inmediato. Y, a pesar de su poder y su influencia, en el fondo, siempre se vio obligado a realizar estrategias políticas decididas por otros, con las que él naturalmente se hallaba en desacuerdo. Yo estoy seguro de que era -y quizá por eso lo odiaba- el perfecto ejemplo de un soldado perdido en el mundo de la política. Y así le fue. Y por desgracia, por culpa de él, así nos fue a todos. A Felipe, por poner el modelo más alto, nunca le agradaron sus falsas maneras condescendientes, su falta de tacto en las relaciones personales, su actitud amenazadora de soldado eminente, ni su estatura, ni su edad, veinte años superior a la de él. Menos mal que la situación se resolvió, o se aplazó, cuando en 1545 lo llamó el Emperador para hacer la campaña contra los príncipes protestantes de la Liga de Smalcalda. La verdad, si bien se mira, es que tenía derecho a creerse indispensable.
Frente a toda esta actitud continuada, el grupo de Éboli se formó en 1552. Ya entonces Eraso, el secretario de Carlos, se inclinó hacia la órbita de Ruy Gómez, y en recompensa recibió cargos en el Tesoro y los Consejos de Indias y de Estado. En 1563, Eraso era el hombre más importante de la Administración: un nuevo Francisco de los Cobos. En realidad, el grupo se formó en torno a Felipe durante los tres años de estancia y viajes en Países Bajos, Italia y Alemania. Sus partidarios se encontraban entre los cortesanos de esos tres territorios, y aparecían unidos tanto por intereses como por una perspectiva compartida de la situación. Mientras que el grupo de Alba era dinástico y lo componían miembros principales de la familia Toledo, situados en puestos diversos, ya en el interior, ya en el extranjero. Cuando el grupo de Éboli volvió, emprendió un cambio radical en la Administración.
–Los negocios -decía Ruy Gómezvan a la española: despacio y mal entendidos.
Alba tuvo la impresión de que se le relevaba, y, como consecuencia, cumplió la amenaza de retirarse a sus tierras, como si fuera víctima de un agresor. Porque, si no lo tenía todo, no estaba satisfecho.
Hay que reconocer, sin embargo, y aunque me pese, que la rigidez y el hieratismo con que se comportaba hacia fuera también lo ejercía consigo y con su familia. En 1548, se decidió que, como salía Felipe en busca de Carlos, se quedasen de regentes en España, tras casarse, el archiduque Maximiliano y María, la primogénita del Emperador. Después de la boda partieron, con el duque a la cabeza, los acompañantes de Felipe hacia Europa. Salían de Valladolid a Barcelona el día 2 de octubre. En la comitiva iban tanto mi padre Gonzalo como Ruy Gómez. Al salir de Valladolid, el duque recibió la noticia de la muerte de su heredero don García en Alba de Tormes. Era imposible que abandonara a su familia en un momento así. Pero antepuso el deber y continuó el viaje.
Así estaban las cosas cuando murió, muy achacoso, mi padre Gonzalo. De él heredé, aparte de un dinero que no era para celebrar fiestas de cañas, la habilidad en el manejo de los papeles, un buen repertorio de secretos de Estado, y la posibilidad de urdir y dar brillo a mis conocimientos universitarios y humanos. De Éboli aprendí, o mejor, heredé, los pulidos modales, la amabilidad y buena cortesía, la tolerancia y la sonrisa que abren tantos caminos. Bien es verdad que lo que más me atraía en ese momento, de juventud algo madura, era el licor embriagante de la vida, llena de dulces tentaciones, caer en los brazos de las cuales es siempre lo más atractivo. En casa de Éboli se me reprochaba tal desmedido gusto por vivir, que siempre me ha acompañado; tal certeza de que la felicidad escrita con letras mayúsculas no existe ni hay que aspirar a ella, pero su camino está lleno de menudas y espléndidas felicidades que nos ayudarán a soportar, y hasta a olvidar, la ausencia de la grande. Los amoríos y el juego, en todos los sentidos, me entusiasmaban y ocupaban lo mayor y mejor de mi tiempo. En abril de 1556, al morir mi padre Gonzalo, Éboli y el marqués de los Vélez, con cuya amistad conté siempre de una manera continua y generosa, me empujaron para ocupar su secretaría vacante. Pero se opuso el Rey, que siempre deseaba recogimiento y virtud en quienes lo rodeaban, y más cuanto más inmediatos. No creo que hubiese llegado a oídos reales, acaso a ningunos otros que me importasen, mi afición a los jóvenes esbeltos y dadivosos de su propia hermosura, pero sí quizá que había embarazado y tenido un hijo con doña Juana de Coello, en una aventura alocada de la que yo no hubiese esperado ninguna consecuencia, y que se había producido más por insistencia de ella, que no era una beldad, que por la mía. Ni era una mujer rica, ni muy rica era su familia, pero sí de sangre noble y nobles apellidos. El Rey, ya que no el puesto de mi padre, con cierto encogimiento, nos dio a Gabriel de Zayas y a mí el oficio de secretarios de Estado, quedando la negociación de Flandes y Alemania para Zayas, y la de Italia, como era natural, para mí. Me halagó saber que en ese mismo Consejo caducó en realidad la buena estrella de Alba, porque su gestión en Flandes, como diré más adelante, había sido opaca, y la futura de Portugal, exitosa pero casi inexistente. Empezó, pues, entonces, el triunfo de Éboli y los nuestros.
De ahí que el príncipe insistiera en mi inmediata boda con Juana, a fin de hacer méritos a los ojos del Rey. Yo insistía en que la demora en ascenderme se debía sólo a las circunstancias regias: la cautividad y la muerte del príncipe don Carlos y la muerte de la Reina Isabel. Sin embargo, ante el serio enfado que me manifestó Éboli, y ante la mediación del marqués de los Vélez, me resigné a contraer matrimonio. La realidad era otra: el marqués fue el que me dijo, entonces precisamente, cuando Éboli, enfadado, dejó de hablarme, que el príncipe era mi verdadero padre, cosa que yo ya suponía y me halagaba. Gracias al cielo, no se me ocurrió decirle -sí, pero no lo hice- por qué no se había casado él con mi madre si tan partidario era de los matrimonios por obligación moral. Y si no lo hice, fue porque me hubiese respondido que mi madre no tenía las condiciones que, a pesar de no ser rica, me ofrecía una boda de conveniencia. Juana de Coello contaba casi diez años menos que yo, su padre era el mayorazgo Alonso de Coello y su madre, María Vozmediano, también de alto linaje. En estos tejemanejes, recuerdo que intervino también otro hombre de la casa de Éboli, llamado Juan de Escobedo, entonces muy próximo mío, y que luego fue causa de todas mis desdichas. O de casi todas. Y yo, de la más grande de las suyas. En fin, el caso es que me casé con mi hijo Gonzalo entre los brazos.
Entré así en un porvenir abierto y claro. Mi esposa era fea, delgada, y me amaba sobre todas las cosas. Así fue hasta el final. El mío, quiero decir. Tuve ocho hijos con ella, y durante mi matrimonio, que aún dura, he amado a muchas otras personas, de todo sexo y condición. Tenía dotes naturales para vivir en la sociedad que me había tocado. Y tenía importantes impulsadores que me enaltecían, ¿qué más podía pedir? Quizá no demasiados escrúpulos, que nos amargan la vida si nos invaden, y la aclaración total de mis orígenes, que debería guardar secreta, aunque acaso no totalmente. En una palabra, el 17 de noviembre de 1578, tomé posesión de la secretaría de Castilla. Hechizar al Rey era ya cosa mía. Pero contaba con un factor a mi favor: que mi padre igual que Zayas, igual que Alba e igual que muchos otros, había servido a su padre, a quien el Rey adoraba con la veneración con que un inferior débil procura poner sus pies en las huellas del predecesor a quien admira y a quien querría parecerse.
Lo cierto es que pronto pensé que lo había hechizado. A mí me llamaban, tanto en palacio como en sus alrededores, el Pimpollo. Era proporcionado y atractivo, lo digo sin presunción. Poseía, y estaba seguro de ello, una sonrisa cautivadora y contagiosa: me daba cuenta porque, cuando sonreía yo, sin que mis interlocutores lo percibieran, solían sonreír ellos también. Es decir, se producía en torno mío un halo de simpatía, entendida en su sentido etimológico. No voy a ocultar que me cuidaba de mi atuendo, de mis maneras, de ponerme en valor como dicen los franceses, y de mostrar siempre mi mejor lado, mi atención a lo que se me decía, una atención devota e interesada como si lo que se me estuviese diciendo fuese para mí lo más importante de este mundo, y más cuanta menos confianza tenía con la persona que me hablaba o a quien hablaba yo, o mejor impresión quería proporcionarle de mí mismo.
La amabilidad del Rey conmigo -un Rey lejano e incomprensible para todos en general- era tan patente que llegué a pensar si no lo habría enamorado. La Grandeza de España estaba invadida por las maneras y las libertades italianas. Se practicaban, sotto voce, pero se practicaban. Y los nobles, podría enumerar aquí sus títulos, numerosos nobles, tenían relaciones carnales con sus pajes y con los de los otros, formando camarillas sigilosas entre las que se intercambiaban sabrosos donativos carnales. El Rey me atendía cuando, con agitación al principio, respondía a sus preguntas u opinaba si era procedente. Aprobaba con la cabeza y, no digo yo que sonriera, pero se percibía un franco asentimiento. Me pedía que despachase con él a deshora (luego comprendí que para él no había deshoras), permanecíamos a solas, y no depositaba los papeles sobre la mesa para que yo los tomara, sino que me los tendía y, en ocasiones, yo creo que él buscaba que nuestros dedos se rozaran con intención.
Sucedía, entre el Rey y yo, algo curioso. Para mí no había nada más imposible de resistir que el pequeño sudor que un joven ostenta a veces, por diferentes causas, en su labio superior, ocupando el lugar de un futuro bigote. Yo caía rendido a sus pies, porque casi lo huelo, o lo huelo sin darme cuenta, y no hay nada más atractivo para mí. Pues bien, levantaba de tarde en tarde sus ojos fríos, y miraba mi labio superior, que yo sabía sudado por la tensión y, por qué no decirlo, también por el temor a equivocarme. Durante algún tiempo entendí que le gustaba por algo más que por mi exacta palabrería, mi desenvoltura, mi atención y mi precisión en entender lo que quería y acertar a resolverlo. Me equivocaba absolutamente. Si el Rey me atendía era por ser hijo de mi padre, se tratase de Gonzalo o Ruy Gómez, a quien debía consejos trascendentales y opiniones liberadoras. En mí atendía a mi progenie, y por mi progenie me consideraba. Y, si me miraba el bigote, era por su incapacidad de mirar a los ojos a nadie.
Felipe era severo y receloso. Desconfiaba de cualquiera porque desconfiaba de sí mismo. Exigía a los demás lo que él se exigía. Era un trabajador infatigable. En apariencia al menos. Pero tenía una inseguridad grande en él mismo y en su trabajo. Inseguridad saludable porque, cuando no daba su brazo a torcer, como en el caso de la Armada Invencible, siempre le salía lo contrario de lo que buscaba. Era lento, poco imaginativo y sin ninguna gracia. Vivía en un esfuerzo continuo, a pesar de no gozar de excelente salud, porque la suya era quebradiza de forma repentina y casi continua, con dolores de ojos o de cabeza o de miembros o de gota, que parecía haber heredado como si eso fuese posible. Salvo con sus dos hijas primeras, de la Reina Isabel de Valois, era poco expresivo. Y aun con ellas, más expresivo por carta que en persona. Cuando vivía en Lisboa, las hijas le mandaban fruta del huerto de Madrid, y él les contestaba comentando qué buena y qué sabrosa y qué sana la había recibido, siendo así que llegaba a sus manos hecha una plasta putrefacta. Y les exigía que les mandaran la cuerdecilla marcada en la que dejaban constancia verdadera de los centímetros que aumentaba su estatura. En persona, era incapaz de demostrar amor o alegría o ternura. Cuando despidió a su hija Catalina Micaela, que se iba de su lado para casarse con el duque de Saboya, subió a una torre para verla alejarse en su galera durante más tiempo, y lloró porque desaparecía de su vida (incluso sin saber que era para siempre), y sintió agitarse su corazón de padre, a pesar de que a Isabel Clara la quería más que a ella… Pero nada de esto apareció en la realidad, sino que, en el instante que dejó de ver el polvo de su carroza, se lo contó con detalle en una carta. Escribir le privaba; hasta la prosa oficinesca y pedestre: que de todo quedase constancia sobre un papel. De ahí que yo posea arcones de papeles y sea, a causa de tal manía, posible que yo haya logrado defenderme de él, porque estaba al corriente de que en mis baúles se guardaba documentación de todo, absolutamente de todo lo que él había declarado, ordenado, sugerido o apenas señalado, siempre por escrito.
Gracias a su exigente costumbre de leerlo todo, anotarlo todo, dejar constancia de todo, llenar los márgenes de los pliegos propios o ajenos con sus observaciones; gracias a que exigía que las opiniones y los consejos, de cualquier calibre que fueran, se le enviaran siempre por escrito; gracias a que, por sus indecisiones, fue capaz de mantener los documentos de dos grupos de políticos opuestos para observar, con detenimiento, sus pareceres por escrito… De ahí que yo tenga pruebas incontestables, en estos papeles, de lo que sucedió en su reinado, y sobre su confianza en mí, y sobre la persecución en que intentó acabar conmigo y mi ralea y mi esposa y mis hijos. Porque así podía terminar con un testigo y tachar a los ojos de todos a este testigo y a lo que sus pruebas podían testificar contra mí o contra él. Nunca he conocido a nadie menos soñador (y mira que su hermano don Juan tampoco lo era mucho): de ahí que todo lo que se le ocurría, o todo lo que se le ocurría que iba a ocurrírsele a sus secretarios, era susceptible de ser transcrito sobre un papel con tinta. No imaginó jamás que lo más hermoso de cualquier proyecto, de cualquier amor, de cualquier sentimiento sea justamente lo imposible de concretar en letras.
No me propongo contar la historia de su reinado. Y menos aún de lo sucedido antes de mi llegada y sin que yo estuviera presente. Pero conservo los documentos de cuanto sucedió en la época en que yo era un muchacho irresponsable todavía, y a algunos episodios he de hacer alusión, para que quede clara la materia de que estaba construido ese contradictorio y poco atractivo personaje.
Lo que iba a ser su reinado quedó claro -aunque no todo el mundo supo advertirlo- en el problema de los Países Bajos. Felipe era mucho más español que flamenco, a diferencia de su padre, que hubo de violentarse para resultar Rey de España además de Emperador. Y que no unificó nada, ni se tomó el trabajo de acercar a sus reinos unos a otros ni siquiera por la cocina o el lenguaje o las costumbres. Salvo la religión, que era lo más difícil. Felipe, desde el primer momento, desde que no fue bien recibido allí cuando visitó los Países Bajos, decidió tomar, y tomó luego, una serie de medidas que conducirían a un solo fin: sometimiento o insurrección. De lo que no tengo la certeza es de si él se daba cuenta. Desde Madrid, desde El Escorial, como alguien sombrío y ajeno que teje la historia con paciencia incesante, quiso introducir en Flandes el régimen político y religioso de España. Introducir allí un lazo más numeroso y apretado que el que existía desde tiempos remotos; establecer la Inquisición; imponer una soberana autoridad sin el concurso de sus acostumbrados Estados Generales; erigir ciudadelas que mantuviesen en el temor a los ciudadanos… O sea, alterar seriamente su constitución y sus maneras políticas y consagrar obispos indiferentes al interés público, elegidos por el Rey, instituidos por el Papa y entregados a la dominación y el servicio de España. No puedo evitar creer que se encontró lo que esperaba, él no era tonto: la resistencia de la nobleza, del clero y de las ciudades.
Allí había mandado a su hermana natural Margarita de Parma, y al borgoñón Granvela, nombrado cardenal y arzobispo de Malinas, como consejero supremo. La alta nobleza no lo soportaba, ni el príncipe de Orange a cuya cabeza acabó poniendo precio Felipe, ni el conde Egmont, al que terminó por decapitar el duque de Alba a pesar de debérsele las victorias de San Quintín y Gravelinas, ni el conde de Horn, también ejecutado por Alba.
Se quejaron de Granvela a Felipe, que les contestó que nunca retiraba a sus ministros sin haberlos oído defenderse. Pero, pasado un año, Granvela, con el pretexto de visitar a su madre, se retiró al Franco-Condado y no volvió más. En cambio, el Rey hizo proclamar los decretos del Concilio de Trento, y encargó a la Inquisición que los aplicara en todo su rigor. Tanto que se le olvidó una tolerancia análoga a la que el Emperador acordó con los luteranos en Alemania, bien a su pesar, y Carlos IX, con los calvinistas en Francia.
Egmont llegó a la Corte para negociar con el soberano. La misión fracasó. Voy a contar cómo, para demostrar la hipocresía, la cobardía y la duplicidad de Felipe. Todavía vivía mi padre, y tengo los documentos de primera mano. Al Rey se le proporcionó su primera prueba de habilidad política, y lo que hizo significó su fracaso para retener el dominio de los Países Bajos, su mayor lacra como estadista: nunca lo fue de veras, porque tomaba las decisiones como un aseado y minucioso amo de casa. Tan minucioso como diminuto, siendo así que era el Rey del reino más extenso que ha habido desde los mogoles.
Hasta la llegada de Egmont, el Rey podía engañarse pensando que el desgaste de su autoridad en Flandes no era tan serio, o que podía encogerse de hombros con cierta indiferencia. Con Egmont, a quien conocía bien, en Madrid, no. Venía a algo que para Felipe era más que imposible: negociar en materia religiosa. Pero también era más que imposible para él decirlo así de claro. Su ánimo oscilaba entre ataques de furia por la insolencia de sus súbditos, y ataques de confusión por no saber qué hacer ni qué decir. Y las situaciones en el Mediterráneo eran cada hora peor: los turcos estaban mirando hacia Malta, la isla que había donado el Emperador a los caballeros del Hospital de San Juan de Jerusalén, cuando fueron expulsados, por los mismos turcos, de Rodas. Por tanto era esencial deshacerse, como fuera, del conde: no se le podía mantener contento en la Corte después de seis semanas. El Rey informó a su secretario, que era mi padre:
–Ya tendréis entendida mi intención: no resolver ahora las cosas que el conde pretende, ni desengañarlo de ellas, porque nos mataría -una expresión que utilizaba para significar el máximo agobio- y nunca acabaríamos con él.
Se trataba de ceder en apariencia a sus deseos, pero sin hacer ninguna concesión clara: respecto a la peticiones políticas, primero tendría que consultar con su regente Margarita de Parma; en cuanto a lo religioso, se podría establecer una Junta de teólogos -no numerosa como la solicitada, sino pequeña «que es más eficaz»- que opinase sobre la tolerancia y el cambio de las leyes para herejes.
–No quiero yo que en ninguna manera se dejen de castigar, sino que se miren las formas… Plegue a Dios que el conde se contente con ello y se vaya… Si en la instrucción se me olvida algo, añadidlo y avisadme de ello. Es la una y me estoy durmiendo todo.
Había que convencer, en una audiencia personal de despedida, a Egmont de que sus propuestas habían sido en realidad aceptadas. Fue el 4 de abril. Hacía una tarde clara. El Rey comenzó con unas concesiones personales: confirmó el derecho del conde al señorío de dos ciudades de Brabante, Ninove y Enghien, y también el de aceptar unos honorarios ofrecidos por la provincia de Flandes, unos cincuenta mil ducados. Suavizada así la situación, el Rey entró en materia sobre las pautas escritas por mi padre: la necesidad de mantener la religión católica, sí, pero prometiendo grandes concesiones por la Junta de teólogos. El 6 de abril se fue el conde. Era el hombre más feliz del mundo; Felipe, el más agotado. Esos encuentros personales era lo que él más detestaba: tenía que dar la cara, no la firma… Y tres días después, confesó que estaba harto, que merecía un descanso, que todos los embajadores permanecieran en Madrid y que él se iba a El Bosque, cerca de Segovia, porque se lo tenía merecido.
Cuando Egmont llegó a Bruselas, orgulloso dio parte al Consejo de Estado: el consentimiento verbal de Rey a una relajación de la ley para los herejes y la supremacía del Consejo. El Rey no iría ese año a verse con ellos: estaba el asedio de Malta. El Consejo creyó que podría obrar con entera libertad, y se convocó la Junta de teólogos, suavizadora de las leyes (exactamente lo que el Rey no deseaba). En eso estaban cuando, a mediados de junio, llegaron cartas del 13 de mayo, que demostraban que Egmont había tergiversado por completo la voluntad real. Una de las cartas desestimaba los recursos de seis herejes arrepentidos: se insistía en que fuesen quemados. Egmont quedó en ridículo, el Consejo dejó de cooperar con la regente, y un grupo de nobles menores se planteó el camino que debería tomarse si el Rey se mantenía en tal tesitura. Las notas del Rey a mi padre parecían demostrar que él no había querido ni provocado semejante caos. Lo sucedido era que las cartas del día 13 de mayo fueron redactadas no por mi padre, cómplice del Rey, sino por otro secretario que lo sabía implacable con los herejes, y que ignoraba la falacia y las simulaciones con Egmont. El Rey, pensando en Malta, había firmado unas quemas habituales de herejes. La situación era muy crítica, por la doblez del Rey. La regente pedía aclaraciones. Esta petición llegó a la Corte a primeros de agosto; la respuesta, que era complicada, tardó en firmarse dos meses. No porque se ignorase su contenido; no porque mi padre no la hubiera preparado, sino porque el Rey trataba de retrasar la decisión final, la moderaba o la radicalizaba según los días y sus dolores de cabeza, es decir, según su cobardía transformada en excusa oportuna. Él odiaba la fatídica hora de cualquier decisión. Siempre que recibía noticias malas, siempre que tenía que expresar su voluntad contraria a algo, se sentía enfermo y le daban diarreas, como a una oveja o a un conejo. Que es lo que, en definitiva, era.
Cuando supo que Malta estaba a salvo, ya no hubo trabas. Ni cambios en las leyes: la Inquisición continuaría su quehacer y se quemaría a los herejes. Las cartas las redactó mi padre el 4 de octubre. Después de otros dolores de cabeza, el Rey las firmó el 20. Constituían un desaire para Egmont y para los ministros que habían sido engañados a través de él. Pero nadie esperaba la reacción que se desencadenó. El grupo de nobles menores reclamaba la abolición del Santo Oficio y la moderación de las leyes contra la herejía. Copias de ese Compromiso de la Nobleza circularon por doquier, uniéndose a él gran parte de la aristocracia de los Países Bajos. Orange dimitió de todos sus cargos; los demás amenazaron con seguirle. En lugar de eso, lanzaron una petición a la regente. En persona, en Bruselas, el 5 de abril de 1566, trescientos confederados armados le expusieron sus demandas. Margarita, sola y sin autoridad suficiente, se vio obligada a aceptar. Los herejes no perdieron tiempo: llegaron exiliados de todas partes: de Francia, Inglaterra, Alemania y Ginebra. Se reunían al aire libre: el clima era excepcionalmente agradable, no había persecuciones, abundaba el desempleo y los dirigentes explotaban tal oportunidad. El control había desaparecido. La masa estaba más exaltada cada día. El 10 de agosto un grupo de protestantes desató la furia iconoclasta y destruyó las imágenes de las iglesias de Flandes occidental. Los calvinistas, secundados por los nobles, pidieron una completa tolerancia. ¿Qué iba a hacer Margarita? El 23 de agosto la concedió. No sin antes y después escribirle a su hermano. Pero éste necesitaba reflexión, tenía que ganar tiempo para reclutar un ejército. Le dolió terriblemente la cabeza, pero permitió en una carta la suspensión de las leyes antiherejes. Inmediatamente después, ante un notario, firmó que la concesión se la habían arrancado a la fuerza, y expidió una orden autorizando a Margarita a levantar un ejército de trece mil soldados alemanes, acompañándola de una carta de crédito por trescientos mil ducados para pagarlo.
Con o sin dolor de cabeza, comprendió que había llegado el momento de imponer a la fuerza su voluntad. El retraso en la ida a los Países Bajos se debió a la duda, como siempre, de a quién enviar. Algunos pensaron en el príncipe don Carlos, pero era demasiado joven y demasiadas otras cosas. El Rey prefería al duque de Medinaceli, Juan de la Cierva, que había sido virrey de Sicilia y de Navarra. O quizá al duque de Parma, marido de la regente, o al de Saboya, marido de la princesa Catalina y una de las personas más testarudas en la faz de la tierra. Pero estos últimos no eran españoles. El Rey se decidió, por fin, por Alba, o sea, el peor. El día 16 de abril, el duque recibió el permiso del Rey, y de don Carlos también, en Aranjuez. Y besó sus manos. Pero el príncipe, enfadado, le retiró la suya e incluso sacó la daga y amenazó al duque, exclamando que era él quien tendría que ir. También estaba allí Juan de Austria. A los dos los convenció el Rey que lo acompañarían a él en su muy próximo viaje.
El duque embarcó en Cartagena, en la flota de Doria y bien acompañado. Iba con él Bernardino de Mendoza, que se dirigía a Roma para pedir la bendición del Papa a la expedición, en la que permanecería los diez años siguientes como soldado y diplomático, a las órdenes de los sucesivos gobernadores, preparando una historia de las revueltas y algaradas que allí se produjeron. También iba un pasajero muy especial: un arzobispo de Toledo, al que la Inquisición había condenado a siete años de arresto, que pasó en Valladolid, y que ahora se dirigía a Roma para ver al Pontífice. Su nombre era fray Bartolomé de Carranza. Como para andarse con tonterías.
Alba tenía sesenta años. Era alto, delgado, erguido, de semblante amarillento y alargado lo mismo que su barba que le caía sobre el pecho. Estaba enfermo y atormentado, cuándo no, por la gota, que había días en que le imposibilitaba para cualquier movimiento, cada vez con más frecuencia. El príncipe de Éboli era muy contrario al nombramiento de Alba, «nada querido en los Países Bajos, donde le temen buenos y malos». Porque, tras sus campañas italianas, tenía mala reputación de brutalidad. Claro que, en principio, se pensaba que sólo iba a allanar el camino del Rey, cuya decisión de viajar era firme, todo lo firme que podía ser, y a restaurar el orden entre algunos súbditos levantiscos.
El duque solía acompañarse de sus hijos, por alguno al menos. Deseaba esta vez llevarse a Fadrique, su heredero después de muerto don García. Pero el a la sazón marqués de Coria y duque de Huéscar (título del heredero de Alba) se vio implicado en un problema de consecuencias sonadas para todos. Era un empedernido mujeriego. Se había casado ya dos veces: con Guiomar, hija de los duques de Aragón y, ya viudo, con María Josefa Pimentel, hija de los condes de Benavente. Cuando ésta murió también sin dejar descendencia, previendo otra campaña en el extranjero, el joven duque hizo promesa de matrimonio a Magdalena de Guzmán, dama de la Reina Isabel, sólo para tener con ella relaciones sexuales. Ella no era una víctima inocente: había estado casada con un hijo de Hernán Cortés. Es sabido que un gesto de compromiso o un intercambio de promesas, llamado «verba de futuro», bastaba para formalizar un matrimonio. Pero había que añadir una segunda parte, «verba de presenti», en que se repetían los votos en presencia de un sacerdote, lo cual completaba el sacramento a ojos de la Iglesia. Fadrique se negó a confirmar esa segunda parte. Magdalena se quejó a la Reina, y la Reina al Rey, y finalmente la convencieron de que se recluyera en un convento de Toledo. Pero Fadrique fue encarcelado en el castillo de La Mota, en Medina. En 1567 el Rey le levantó la condena de prisión estricta, pero lo condenó a tres años de servicio militar en la plaza norteafricana de Orán. Por tanto, no pudo ir con su padre. Cuando Alba suplicó al Rey su presencia, le permitió cumplir su condena en Flandes, pero yendo desde Orán sin pasar por España. En cualquier caso, debo decir que la esterilidad no era debida a ninguna de las mujeres, casadas o no, que tenían relación con él, sino a él mismo. Murió sin hijos, y el quinto duque de Alba fue su sobrino Antonio, hijo de su hermano menor Diego. El duque no tuvo mucha suerte con sus hijos. Quiero decir tampoco con sus hijos.
La situación económica de España había mejorado respecto a la del año anterior: una flota llegó de América con plata valorada en millón y medio de ducados. La situación política en el Mediterráneo se había distendido porque los otomanos miraban al Adriático en lugar de a Córcega o a Túnez, y porque en septiembre murió Solimán I. Y la oposición en los Países Bajos era ahora abierta y ligada al calvinismo. Ningún Rey podía tolerar las rebeldías declaradas por el compromiso de la nobleza o por el furor iconoclasta. Todos los consejeros coincidían esta vez. Lo único discutible era la cantidad de la fuerza requerida y el modo de iniciar y proseguir la represión. La mayoría opinaba que el Rey en persona debía estar a la cabeza del ejército; otros temían un atentado o un exceso de riesgos. Se decidió la movilización de sesenta mil infantes y doce mil jinetes. Era octubre de 1566.
En esa fecha, ya se había hecho, como casi siempre en España, demasiado tarde: la nieve cerraría pronto los pasos alpinos. Se aplazó la expedición hasta la primavera, y el Rey comenzó a hacer sus propios y personales preparativos para el siguiente otoño, y por mar. Los rebeldes no consiguieron reclutar refuerzos ni en Francia ni en Alemania, y en marzo las tropas gubernamentales de Margarita consiguieron derrotar al grueso de los rebeldes. Cayó la ciudad de Oosterweel y el resto de las sublevadas. No sería necesario, pues, movilizar toda la tropa propuesta. Alba sólo llevaría, desde Italia, diez mil veteranos españoles. En abril se despidió del Rey y llegó en agosto a Bruselas. Nada más hacerlo, apresó a Egmont, y a otros adversarios y creó el Tribunal de los Tumultos, que habría de ocuparse de la rebelión y la herejía. Muchos de la oposición, Orange entre ellos, huyeron a Alemania. Alba, temiendo que estuviesen tramando un levantamiento, pidió a Felipe que no viajase hasta que los enemigos fuesen totalmente derrotados. El Rey entretanto se había estado preparando a bombo y platillo: demasiado bombo y demasiado platillo para ser verdaderos. Una gran flota en Santander, estandartes tejidos para la ocasión, provisiones abundantes a bordo, documentos de Simancas que pudieran resultar útiles, nombramiento de la Reina Isabel de Valois como regente… En preparar el viaje se habían gastado doscientos mil ducados. Nada más llegar las cartas de Alba, el viaje se canceló. Nunca se hizo. Nunca el Rey tuvo intención de hacerlo. Por supuesto, su presencia allí era la solución evidente del problema y en eso consistía su deber; pero quienes lo conocían bien comprendieron que tanta ostentación sólo ocultaba la negativa a moverse. No puede ignorarse que, más tarde, sobrevinieron las tragedias personales. No obstante, ninguna era previsible entonces: ni la muerte del príncipe don Carlos, salvo que ya la previese el Rey, ni la de su tercera esposa; pero el error de no ir, que iba a pagar muy caro, al tiempo que el país, fue cosa previa y personalmente decidida.
Tal era su carácter en contra en absoluto al de su padre, que recorrió su Imperio de continuo hasta que se encarceló en Yuste. ¿Cómo de tal viajero pudo salir semejante inmovilista? A su propio hijo y sucesor, en su última carta de 1598, a la hora de la muerte, le escribió:
«Viajar por los reinos no es útil ni decente.»
El lugar correcto para el Rey de España no era otro que España. Doce años antes, cuando su yerno el cabezón duque de Saboya quiso encabezar un ataque contra Ginebra, Felipe le reprendió muy seriamente, y escribió a su hija Catalina, esposa de él:
«Que el duque no se halle presente ni siquiera cerca. Y, aunque me mueve algo a ello que le deseo la vida y que a vos os concierne que la tenga, creed que me mueve mucho más lo que toca a su reputación. Porque, si se sale con el negocio, dará igual hallarse él ausente que presente, y aún sería mejor hallarse ausente. Y si no saliese, sería mucha más desreputación o descrédito hallarse presente, y estando ausente no sería ninguna.»
Para el que ha decidido algo a ojos ciegas, siempre habrá algún razonamiento que lo justifique.
A fin de cuentas, todo lo que sucedió entonces en los Países Bajos fue responsabilidad del Rey: una responsabilidad delegada íntegramente en las manos, encallecidas en las batallas, del duque de Alba. Éste acabó de decidirlo: era mayor y de mala salud, y lo peor es que se notaba. En agosto de 1568, cuando llevaba un par de años ensangrentando Flandes, decidió que estaba muy decaído y necesitaba descansar. Todos pensaban, unos meses después, que estaba viejo y acabado. Contaba con su hijo natural Hernando y con Fadrique, pero su estado físico empezaba a influir en su juicio, de por sí ya bastante trastornado. Albornoz, su secretario, escribió a mi compañero Zayas:
«Es muy fuerte tener a un hombre tan mayor en Flandes por la fuerza, que no se hace sino con los que han delinquido.»
La llegada de Fadrique lo alivió de momento; pero enseguida recayó en su decaimiento, a pesar de la furia y de la crueldad con que luchaba su hijo, como si se estuviese vengando de algo. El duque quiso dejar la dirección militar en aquellas manos, y fue una decisión fatídica: los choques, los arrestos, las represiones, las ejecuciones se combinaron para anular toda oposición y aturdir a los ciudadanos para someterlos. Hasta con impuestos inventados, que planteaban gravísimos problemas. El Diezmo o Décimo Penique, el Vigésimo y el Centésimo Penique provocaron distintas y airadas reacciones.
Alba se tomó un descanso con motivo de viajar al Sur para conocer a la futura cuarta esposa de Felipe, su sobrina Ana de Austria, veintidós años más joven que él. Poco después escribía una carta en que desahogaba con Espinosa, el insensato Inquisidor General, todo su tedio, su cansancio, su mala salud, su mala leche, sus logros y sus interminables motivos de queja. Quería abandonar, abandonar… Luego cambió un tanto el tono de sus cartas; pero ya había sido designado para sustituirle el duque de Medinaceli. Y entonces fue cuando Alba jugó a ser más imprescindible que nunca. Se había llegado a septiembre de 1571.
Felipe, a lo que de verdad aspiraba, si es que había algo en esencia verdadero dentro de él, era a cristianizar, o mejor, a catolizar todos sus dominios. Logró ya que se convocase la tercera sesión de Trento; los sacerdotes y teólogos españoles, más de cien, destacaron en las deliberaciones, que duraron desde septiembre del 62 a diciembre del 63. Felipe quería evangelizar el mundo entero, empezando por el Mundo Nuevo; quería reformar las disciplinas eclesiásticas en España y difundir la palabra de Dios hasta los rincones más oscuros de la tierra, como solía decir: por España, América, Italia y los Países Bajos, pero sin dejar de mirar también a Francia e Inglaterra.
Sin embargo, la finalidad de Alba, prescindiendo de las fantasías religiosas del Rey, consistía en un sometimiento político. Lo que sucedía es que el camino a emplear era mantener a los Países Bajos, en que consistía su jurisdicción, bajo la tutela de la Iglesia romana. Allí se organizaron catorce nuevas diócesis, creadas por decreto papal, a las que se opusieron los nobles aún bajo la regencia de Margarita de Parma. Como consecuencia del Concilio, en cada diócesis se estableció un seminario, y los obispos emprendieron la ardua tarea de enfrentarse con su propio clero y purgar de herejes sus propias sedes. Además Alba logró, y no era poco, aumentar sustancialmente los impuestos, lo cual redujo los gastos españoles en aquella guerra… Pero para el duque todo aquello eran medios simples, en todos los sentidos: sencillos y bobos, para cumplir su fin de ahogar la rebeldía. A nadie se le puede ocultar, por benevolente y patriota que sea, que el llamado Nuevo Orden de Alba suscitó una oposición endemoniada. En 1568 cuatro ejércitos de exiliados, reforzados por mercenarios franceses, ingleses y alemanes, es decir, de toda Europa, invadieron los Países Bajos con la jefatura de Guillermo de Orange. Antes de terminar el año, habían sido derrotados y expulsados. Los que sobrevivieron, por supuesto. Éstos, como Orange, fueron completamente deshonrados; los que cayeron bajo el poder de Alba recibieron rotundos castigos. Se ejecutó a más de mil personas, entre ellas a Egmont y a Horn, hombres ejemplares en los que aquellos países se miraban; muchísimos fueron definitivamente proscritos; y a más de nueve mil se les confiscaron sus propiedades total o parcialmente.
Felipe, desde España, ayudaba a la corona francesa, apoyada por los católicos contra los protestantes, así como a los que conspiraban contra la Reina inglesa en favor de su prima católica María Estuardo, Reina de Escocia. Estos sucesos eran explotados por Orange y los rebeldes neerlandeses, en exilio desde su derrota en el 68. Aspiraban a convencer a los herejes franceses, ingleses y a otros poderosos antiespañoles de que estarían sus intereses mejor protegidos si se aliaban con ellos para provocar una nueva invasión de los Países Bajos, la cual distraería a España de su atención hacia el Norte de Europa, ocupándola en combatir allí. Con tal motivo se previeron cuatro ataques simultáneos: uno, por mar, con la flota protestante francesa y los barcos de Orange (los más conocidos como los Mendigos del Mar); otro, desde Francia, por tierra, a cargo de los hugonotes bajo su jefe Coligny; y por fin dos, desde Alemania, efectuados por los exiliados neerlandeses, bajo el mando de Orange, apoyado por los príncipes alemanes aliados. También se esperó que Inglaterra, si tenían éxito los primeros ataques, colaborara en los siguientes. Y había, no hay que decirlo, otro gran aliado enemigo: la inmensa impopularidad del gobierno de Alba. Las tropas españolas eran feroces; la persecución de los comprometidos, constante; las represalias, terribles; la búsqueda de ingresos para sostener un ejército permanente, empobrecedora y causa de hostilidad continua. Por si fuera poco, el año 1571 fue trágico en desastres naturales: inundaciones, pestes, malas cosechas y el peor invierno en mucho tiempo.
De ahí que 1572 fuese el año ideal para ir contra Alba. Todo comenzó bien: los Mendigos del Mar conquistaron parte de Zelanda, en abril; los franceses tomaron Mons, en mayo; Orange atacó en julio; en agosto se rebelaron extensas zonas del Norte y principiaron a llegar ayudas de Francia, Inglaterra y Alemania. La situación se tornó delicada. Sin embargo, cambió el 24 de agosto. El intento de asesinar a Coligny fracasó en Francia; pero se produjo misteriosamente -¿de verdad misteriosamente? la matanza de la Noche de San Bartolomé. La ayuda francesa cesó, e Inglaterra se abstuvo; Orange fue derrotado y se recuperó Mons; todas las ciudades rebeldes se conquistaron… Pero en diciembre fueron las provincias de Holanda y Zelanda las que desertaron hacia el bando de Orange. Quedaban muy pocas brasas del incendio rebelde del verano.
Y aquí fue cuando contradictoriamente el reinado de Felipe alcanzó un punto de inmensa dificultad. Las provincias rebeldes eran tan difíciles de tomar como las Alpujarras con los moriscos sublevados. Sus ciudades eran pequeñas, mal defendidas, pero muy numerosas. En el verano de 1572, unas cincuenta se habían decantado por Orange. Alba no podía dividir sus fuerzas para tomarlas todas. Optó por la brutalidad bien administrada. La primera ciudad que golpeó fue Malinas. Las fuerzas de su hijo Fadrique acamparon frente a ella en las primeras semanas de octubre. Llevaban tiempo sin cobrar, y en Mons, por las condiciones de la rendición, se había prohibido el saqueo. A Malinas se la consideró traidora por no entregar una guarnición orangista: se permitió el saqueo. Los estragos y las muertes que siguieron provocaron el rechazo de magistrados neerlandeses y españoles. Las atrocidades duraron cuatro días, y los soldados se distrajeron sin pedir su paga: cobrándosela. Las poblaciones orangistas se rindieron, y el propio príncipe de Orange se refugió en Holanda. Alba tuvo que publicar un edicto justificando la acción. Es decir, justificando lo injustificable.
Hubo otros éxitos, por llamarlos así, en la costa. Cristóbal de Mondragón cruzó el estuario del Escalda con la marea baja y liberó la ciudad de Goes. Su gente actuó de noche, con el agua más arriba de los hombros y las armas sostenidas sobre la cabeza; pero avanzaron durante cinco horas hasta alcanzar terreno seco. Todo esto, sin embargo, no detuvo a los Mendigos del Mar, cuya brutalidad era comparable a la de Alba. Alba, que no había cesado de pedir su sustitución. Se le envió al duque de Medinaceli, amigo de Ruy Gómez, el cual llegó después de varios episodios de mala suerte en el viaje, en ese mismo año, al principio de la campaña contra las poblaciones orangistas. El nuevo gobernador no estaba en absoluto de acuerdo con los procedimientos de Alba. Ya cuando Mons se rindió a Alba, éste dijo:
–Hemos conseguido una gran victoria.
Y Medinaceli contestó:
–Hemos perdido una victoria mayor; el corazón de las gentes.
Las diferencias de los dos duques fueron en aumento. Alba se quejaba a Madrid de las intromisiones de Medinaceli, pero cada día contaba con menos apoyos. Se le acusó de actuar al dictado de sus caprichos, y de querer la guerra cuando la Corte entera deseaba la paz. Él aceptó las críticas y se limitó a afirmar que la severidad era imprescindible:
–El único remedio de los alborotos es el rigor… Si al principio no se apaga el incendio, habiendo cobrado fuerzas son menester para apagarlo remedios más violentos y eficaces.
Medinaceli opinaba lo contrario. Como Carlos V, que apaciguó a los comuneros a fuerza de clemencia.
Don Fadrique encontró una ciudad resistente, Zutphen, y llevó a cabo una acción modelo de crueldad selectiva: no dejar hombre con vida e incluso meter fuego a parte de la villa. El informe que le hizo a su padre fue minucioso. Comentaba:
–Hoy he hecho ajusticiar a ciento cincuenta de estos bellacos; para mañana tengo más de trescientos, entre ellos burgueses de Mons y franceses de los que allí juraron no servir cuando se rindió aquella villa…
Medinaceli, que había acompañado a Alba al sitio de Nimega, después de insistir en vano en que «el perdón daría aliento a los inocentes», y de que Alba contestara que «no sabía cuáles fueran los inocentes, y que su señoría se lo dijese», afirmó que carecía de sentido que prosiguieran sus contactos. Al día siguiente abandonó el campo sin despedirse. Resultaba tan gracioso como contradictorio que el duque de Alba, durante tanto tiempo insistente en regresar a España, se aferrara ahora al mando militar y se negase a que su sustituto tomara ninguna decisión, ni siquiera tuviese acceso a información alguna. Y no sólo no abandonó los Países Bajos, sino que siguió con la campaña. Ahora quedaba, de nuevo y como siempre, en tela de juicio qué objetivo era el perseguido, y en qué forma, por Felipe II. Ruy Gómez se distanció del problema: afirmaba que el Rey había elegido a Medinaceli con la ayuda del Condestable de Castilla; en realidad, fue él quien hizo la elección.
Acto seguido llegó la siguiente victoria, en la ciudad de Naarden, donde Fadrique hizo una matanza sistemática de la población, mujeres y niños incluidos, unos diez mil muertos, y se le prendió fuego por dos o tres partes. La ciudad, camino de Amsterdam, tardó mucho en resucitar. Era ya invierno y había que detenerse. Alba eligió para establecerse Amsterdam, la única ciudad que negó la entrada, por temor, a los Mendigos del Mar. Felipe II, a quien nadie conocía de veras porque él mismo se desconocía, felicitó en esta ocasión al duque:
«Fadrique ha demostrado ser un hijo digno de su padre.»
Es verdad que en eso no mentía. A causa de su enfermedad, incapaz de moverse, Alba estuvo en cama desde principios de diciembre. A partir de mediados de enero se levantaba por las tardes, hasta abril; Fadrique siguió, en su lugar, la campaña. En este mes recibió un paquete de limones, que le enviaba desde España la duquesa. Se encontraba mucho mejor: incluso podía caminar para oír misa en una iglesia próxima a su casa. Pero hasta entonces, desde su lecho, estuvo atento a las hazañas de su hijo. Una fue el sitio de Haarlem, desde primeros de diciembre. Contaba con unos treinta mil hombres, y con la desconfianza de los sitiados en la palabra de los españoles: era necesario resistir. Y, para Alba, era necesario dar otra lección especial. La heroica resistencia de la ciudad hizo que los dos bandos la convirtieran en un símbolo. En el sitio murieron dos miembros de la familia Alba, en un ataque repelido un día antes de la Navidad. El 31 de enero, Fadrique ordenó una segunda ofensiva: una segunda muralla se alzaba ante sus soldados. No cabía otro recurso que rendir a la villa por hambre. Los rigores de la campaña y del frío terrible y desacostumbrado hicieron que un capitán español escribiera:
«Ni entiendo esta guerra ni creo que nadie la entienda. Los que la pagan son los pobres soldados que casi ninguno escapa… Acá pasamos un trabajo increíble, porque de más de la terribilidad del tiempo y falta de vituallas, de cuarenta y ocho horas somos de guardia veintiocho, de manera que no nos queda tiempo para sustentarnos. Dios nos ayude… Hace el más fuerte tiempo que de seiscientos años acá se ha visto, que cada credo se sacan soldados de la trinchera medio muertos… Gente, y no poca, matan los enemigos y el tiempo.»
Tanto fue así que Fadrique pensó levantar el campo. Su padre le escribió:
«Si alzáis el campo sin rendir la plaza, no os tendré por hijo; si morís, yo iré en persona a reemplazaros, aunque estoy enfermo y en cama. Y si faltamos los dos, irá de España vuestra madre a hacer en la guerra lo que no ha tenido valor o paciencia para hacer su hijo.»
Granvela era a la sazón virrey de Nápoles, e insistía ante el duque en que mudara de camino y usase la clemencia. Tampoco Luis de Requesens, virrey de Milán, aprobaba aquel comportamiento, y urgía que era muy necesaria la misericordia. Cuando por fin cayó Haarlem, se le amargó la noticia al duque: los tercios victoriosos se habían amotinado. En la rendición se eliminaba el saqueo, por tanto no había nada que celebrar. Durante ocho meses habían muerto miles y pasado todos hambre y frío sin recibir su paga. Alba le escribió al Rey:
«Quedo en el mayor trabajo que tengo desde que nací… No sé qué decirme y qué remedio ponerle, porque sin dinero no veo ninguno. Es la primera vez que españoles han hecho conmigo esta demostración.»
Se ofreció personalmente a los hombres como rehén hasta que recibieran la soldada. Naturalmente lo hacía para obligar al Rey: no lo conocía bien. Gracias al esfuerzo de su lugarteniente Vitelli, consiguió fondos. Acabó el motín en dieciocho días. Pero don Fadrique arrestó a los cabecillas y los ejecutó de veinte en veinte. Acababa de sembrar la semilla de la desconfianza también entre su gente. Y hay que aclarar que la de los españoles civiles, que vivían y se encontraban por la región, ya la había perdido desde el principio, cualquiera que fuesen sus opiniones políticas.
Alba estaba convencido, por necesidad, de que cualquier cosa que dijera o hiciera, siempre era razonable, lo cual le enajenaba cualquier comprensión o simpatía. A mí siempre me sorprendió, y aún me sorprende, pensar que una persona que tuvo relaciones con el duque fuese Arias Montano. Porque hasta Albornoz, su secretario, escribía a Zayas que los habitantes de los Países Bajos escupían al oír el nombre del duque. Y Arias Montano había ido a Amberes para preparar una edición políglota de la Biblia. Era un intelectual inteligente. Sus relaciones con el duque se basaban sobre las directrices que éste había sido encargado de reformar en algún aspecto, que no le interesaba en absoluto, de la educación y la edición en aquellos países. Y, por lo visto, colaboraron en un nuevo método de censura (de eso sí sabía el duque) y auspiciaron un catálogo de libros prohibidos que el editor Plantin, vinculado con Montano, publicó en 1569 a satisfacción del Rey. Pero lo que me extraña es que el duque mandara hacer una estatua que lo representaba, y lo hiciera con la aprobación -no me atrevo a decir con el entusiasmo- de Arias Montano. Aquella estatua tenía un sólido pedestal. Fue absoluta y unánimemente denostada por Bruselas, por Italia y por Madrid, y un motivo de sátiras, de burlas y de odios. Hasta tal punto que, cuando por fin Requesens sustituyó al duque, lo primero que hizo, por orden del Rey, fue derribar la odiada estatua. De ahí mi extrañeza porque un casi místico y casi heterodoxo muy sutil, uno de los personajes más extraños, atractivos y sorprendentes de una parte tan agria de la historia española, como fue Arias Montano, teólogo de prestigio en Trento, perteneciente a la extraña secta de Familia Charitatis (que se ocupaba, en los Países Bajos, de las relaciones del creyente con el Creador, sin reparar en intereses de otro tipo), un defensor del hebraísmo bíblico, influido hondamente por el esoterismo cabalista, que puedo comprender que se relacionase con El Escorial y su biblioteca, Arias Montano, animase a la construcción de semejante estatua sobre semejante pedestal. Eso demuestra que nadie nunca estará exento de cometer terribles equivocaciones. Y me asombra ésta a mí, tan hecho a ellas. Por fortuna, tal error le duró poco a Arias Montano. Pronto comprendió la equivocación grave, que él vio al principio en los impuestos, sobre los que su opinión, como sobre otros puntos, era muy importante para el Rey. Montano se acabó convenciendo de que los métodos del duque sólo podían conducir a la derrota. A una petición del Rey, le mandó unos informes que contribuyeron de una manera importante al cambio de la política real en los Países Bajos. Pero, entonces, ¿por qué ese afán de estatuas erigidas sobre corrompidos pedestales, que sólo suscitan la abominación?
Al mandar a Medinaceli, el Rey había manifestado quedamente, según su estilo, su voluntad. Pero ni Alba ni sus hijos querían dejar su tarea de opresión y de sangre. Cuando resultó claro que Medinaceli, ni con el duque de Alba ni sin él, de ninguna manera progresaba, el Rey, harto (y para que se hartara, bien lo sé yo, y más aún para que lo dijera, se necesitaba mucha cuerda), decidió relevarlo y asegurar la partida de Alba. Fue cuando nombró a Luis de Requesens, su viejo amigo. Pero eso sucedió ya el 30 de enero de 1573. También delicado de salud, el recién nombrado, vio con horror la tarea que se le encomendaba. El Rey insistió en que la aceptase sin poner trabas. Y lo hizo. Que Haarlem no había servido ni de lección se demostró en Alkmaar, pequeña localidad que, el mismo día de su ultimátum, se negó a abrir sus puertas. Ya se había negado a recibir a los hombres de Orange, para mantener una cautelosa neutralidad; pero, cuando los españoles la retaron, decidió una asamblea recibir a los de Orange. Las tropas españolas, como solía suceder, estaban amotinadas; no pudo iniciarse el asedio hasta agosto de 1573. Alba estaba furioso por el desafio. Escribió al Rey:
«Si se toma por fuerza, estoy resuelto a no dejar criatura con vida, sino hacerlas pasar a todas a cuchillo. Quizá con el ejemplo de la crueldad se avendrán las demás villas.»
No escarmentaba. Ni siquiera cuando, sin darse cuenta, porque le flaqueaba la cabeza, escribió la palabra crueldad.
Fadrique, que, gotoso también, era llevado por los suyos en una silla, se enteró de que los habitantes de la pequeña ciudad habían decidido como último recurso abrir los diques que impedían al mar inundar sus campos. Lo cual se llevaría por delante también a los españoles.
Así, el 8 de octubre levantó el sitio. Aquel pueblo había triunfado sobre los sitiadores. Sólo en siete semanas.
Los reveses en la tierra y en el mar fueron fatales para Alba. Tengo copia de una carta que escribió, desde Amsterdam, a su cuñado, Antonio de Toledo, gran prior de la Orden de San Juan en León:
«Yo soy el hombre de la tierra más mal contento de ver la manera que me han tratado tres años ha, teniéndome por teniente del duque de Medina y del comendador mayor Requesens, para quitarme la autoridad… Ésa es la principal causa para las alteraciones que en el día de hoy hay en estos estados. – Requesens no había llegado aún. Alba estaba sin ayuda y sin dinero-. Por amor de Dios, me quite este gobierno, y cuando no pudiera de otra manera, envíe a alguno que me dé un arcabuzazo que me saque de él.»
Hasta el 17 de diciembre, en que llegó Requesens a Bruselas para relevarlo oficialmente el día 19, no se libró Alba de sus terribles y enfermizas contradicciones. Tantas que al recién llegado le dijo lo que había aconsejado al Rey que hiciera: quemar todo el país que nuestra gente no pudiera ocupar.
El 18 de diciembre abandonó por fin Bruselas. Había concluido el pedestal de su estatua.
Requesens, el pacificador, comprobó que hasta los católicos estaban airados contra el proceder del duque. Él se proponía una política de atracción, diplomática y conciliadora, sin interrumpir las intervenciones militares contra los elementos rebeldes de las provincias del Norte. En este aspecto, el fracaso del sitio de Leyden y la capitulación de Middlesburgo se vieron compensadas en parte por la victoria de Moock. Pero la reticencia y la indisciplina de los tercios, faltos de pagas, provocó el fracaso de Requesens, que había concedido una amplia amnistía, condonado impuestos y disuelto el aterrador Tribunal de los Tumultos. Tampoco tuvo éxito su negociación secreta con Orange. En definitiva, lo único que hizo bien fue morirse de repente en Bruselas, el 5 de marzo del 76. Tras de sí dejó una situación muy tensa. Él era un hombre colérico, pero con un fondo bondadoso y un físico enclenque. Con él terminó ese país, como terminó luego, pronto, con don Juan de Austria. Pero don Juan merece un capítulo aparte.
Durante algún tiempo he tenido una ferviente curiosidad por saber cómo era, en cuestiones de sexo, el Rey Felipe II. (Ahora no la tengo ni por mí.) Cuando iba a casarse, con diecisiete o dieciocho años, con la infanta portuguesa, su padre le escribió una carta llena de temores, a la que ya hemos hecho referencia. Parece que Silíceo le había asegurado que el príncipe no tuvo antes contacto con ninguna mujer. Silíceo, por muy alto que llegara en su carrera eclesiástica, era un imbécil. Por supuesto que el príncipe, entonces atractivo como buena parte de los muchachos de esa edad -con alguna excepción, como precisamente la portuguesa con quien iba a casarse-, atrajo la atención de una Corte llena de mujeres. Había una en especial, llamada Isabel Ossorio, dama de su madre, madura y atractiva, con la que compartió los primeros ardores de su cuerpo, aunque no fuesen realmente incendiarios. La carta de su padre aludía a la contención de los grandes apasionamientos: los que mataron a su tío abuelo, único hijo varón de los Reyes Católicos, y volvieron loca a su abuela doña Juana. Se conoce que los españoles, metidos en su caparazón, cuando tienen la posibilidad de desmandarse, sean varones o hembras, no quieren dejar de seguirla disfrutando.
No pienso que ése fuese el caso de Felipe de Habsburgo. Si lo hubieran casado con la infanta Isabel, portuguesa hija de su tía Leonor, quizá habría sido distinto. Pero las infantas eran propiedad de los reinos, que las utilizaban a su conveniencia. Y, cuando la Reina doña Leonor fue Reina viuda, hubo de volver a España por razones familiares y a nadie se le ocurrió la posibilidad de que su hija la acompañara, en lugar de quedarse con su hermano de padre Juan III. Esa infanta he sabido que tenía cierto interés; pero María Manuela era gorda, tragona e inservible. Y, por descontado, prima varias veces de su pretendiente, razón por la que su hijo fuese como fue el príncipe don Carlos, o sea, tan inservible como ella. La frontera entre los dos países, España y Portugal, adelgazaba con cada matrimonio entre infantas y príncipes. Pero en este caso fue peor. La princesa murió con diecisiete años, al dar a luz, es posible que por las sangrías en las piernas con las que la martirizaron los físicos unos días antes, o por la falta de higiene de las parteras, o también pudo ser por la razón que se dio oficialmente: un empacho de melón. Porque la jovencita comía sin cesar. Sus padres le escribían que no lo hiciera a todas horas. Y el Emperador le escribió a su hijo, en el sentido contrario que de novio, que se esforzara un poquito como marido en acompañar a la princesa obesa. Todos decepcionados.
Parece que la que le enseñó a hacer el amor fue Isabel Ossorio, y con ella, de mayor, fue con quien quizá se realizó íntimamente. Por lo menos al principio. No con la princesa de Éboli, con la que sólo fue ave de paso. Y quizá tampoco con Eufrasia de Guzmán, dama de doña Juana de Austria, su hermana, con la que parece que, como con la Éboli, tuvo un hijo, nieto teórico de Antonio de Leiva, el de Pavía, y por tanto, tercer príncipe de Ascoli, que no estuvo lejos de la sodomía de la que a mí se me acusó: tan lejos como yo. Por lo demás, en el fondo, sus esposas nunca le interesaron. Ni como compañía ni por sus menores o mayores encantos sexuales. Es cierto que no tuvo suerte con sus matrimonios, como sí la tuvo su padre con el único suyo; pero también lo es que un Rey de su amplio espectro habría tenido las mujeres que hubiese deseado, pero las deseó, si es que las deseó, con muy poco empuje. Quizá permaneció siempre, o mucho tiempo al menos, pendiente de la Ossorio, su primera pasión, con la que se inició en el sexo, pese a la vigilancia de su ayo Juan de Zúñiga que, en esto, era o se hacía el estúpido. La dama llegó a serlo de la corte de la princesa Juana. El príncipe se deslumbró ante el atractivo bien cuajado de una hermosa mujer: le habría sucedido a cualquier adolescente; algo normal tenía que tener éste. Y siguió cultivándola aun después de casado con la portuguesa pavisosa. La fascinación de un primer amor no desaparece nunca del todo y, aunque se vaya, se busca en los amores sucesivos.
Isabel de Ossorio formó luego parte de la pequeña corte que la princesa Juana reunió en Toro, junto con don Carlos, el hijo de Felipe. Tales amores acabaron por ser lo suficientemente públicos que la dama no pudo o no quiso casarse, porque de alguna forma se sentía la esposa verdadera del príncipe, o acaso aspiró a serlo: muy vana aspiración en tiempos en que los matrimonios eran pactos y ocasiones de interés y ventajas, y en un lugar en que la política empleaba para su desenvolvimiento armas dinásticas. La Ossorio era rica, y lo fue más cuando Felipe, con un gesto ambiguo, como para poner fin a esa relación sin duda no bien vista, hizo merced desde Bruselas en febrero del 57, de un juro de heredad de dos cuencos de maravedís situados en las rentas y tercios del pan de la ciudad de Córdoba. Luego, en julio del 62, Isabel compró, al real Consejo de Hacienda, las villas de Saldañuela y Castelbarracín, cerca de Burgos, donde fundó un señorío. El príncipe Guillermo de Orange, en su Apología, asegura que el príncipe Felipe se casó secretamente con ella. Es imposible; en plena pubertad, con un padre como Carlos, con una mujer en plenitud, en un lugar como España… Por otra parte, fue el príncipe mismo el que eligió a la portuguesa que iba a ser su esposa, sin conocerla, claro. Y de los tres hijos de que habla Orange, o de los dos que nombra -Pedro y Bernardino- ni los escritos de la época habrían dejado de dar cuenta ni Felipe de hacerse cargo de ellos, aunque con todo sigilo como era la costumbre, y como siempre lo hizo, favoreciéndolos de cualquier manera. A mí desde luego no podrían habérseme ocultado.
De lo que no cabe duda es de su amor por la Ossorio. A verla a ella va, viudo tan joven, cuando se acerca a ver a su hijo de seis años. Como cualquier enamorado, en cuanto le es posible viaja de Madrid a Toro, donde lo esperan sus delicias. En julio de 1551 llega a España, y enseguida acude a Toro, no a dejar todos los asuntos de Estado: la prueba es el despacho al Emperador de 27 de septiembre, porque Francia ha vuelto a romper la paz, y hay que prepararse para la guerra, mientras acecha el Turco. Pero quince días después regresa a Toro. Hay cartas a su primo y cuñado Maximiliano, que demuestran ese amor que tiende a manifestarse con la intensidad de un primer día:
«Ayer vine aquí donde me pienso holgar… -Y, cuando no lo puede hacer, se queja-. Hicimos antier el torneo que te escribí, y yo me encontré tan desalentado que me salí de él… Y otras nuevas, no sé decir, sino que he partido de Toro con grandísima soledad.»
Tales palabras no se escriben, o por lo menos no el príncipe Felipe, por un niño pequeño medio idiota.
Quizá el amor o su fiebre aminoran. En 1554 acepta, sin protesta ni reserva, su matrimonio con María Tudor, quizá de la edad de la Ossorio; pero, Dios mío, qué distintas las dos. Después sus vidas se separan. Isabel habitó en Saldañuela, donde en 1574 fundó un mayorazgo en favor de su sobrino Pedro de Ossorio, hijo de su hermana doña María de Rojas. ¿Sólo eso quedó de aquel amor? ¿Y todo lo que dio que hablar y que escribir en medios cortesanos? No terminó, como se creía, en 1548, cuando el príncipe hace el viaje por Europa acompañando a su padre, que deseaba que conociese sus reinos y fuese conocido por sus futuros súbditos. Y él mismo quizá deseaba que aquella relación tan candente acabase, pero lo quiso en vano. ¿De dónde procedían, si no, aquellas joyas incluidas en la escritura de ratificación del mayorazgo de Pedro Ossorio, cuando éste se casa en 1583? ¿Y el bello palacio de Saldañuela, que siempre fue conocido por un nombre infamante? Doña Isabel Ossorio no muere hasta 1589, y quizá su última palabra fue «Felipe», el nombre que la ensalzó ante sus propios ojos.
Es hermoso contemplar la influencia del sentimiento de amor en el alma de quien ama. Esta década nos enseña un príncipe dócil, generoso, clemente, defensor de su pueblo, cuyas necesidades y tribulaciones le duelen y así se lo señala a veces a su padre. Enamorado al que el amor hace valiente, hasta el punto de que en 1552 quiere ponerse a la cabeza de los tercios y ayudar al Emperador, tan acorralado en esas fechas por los acontecimientos del Imperio, cuando la traición de Mauricio de Sajonia lo cerca y lo deprime. Un Felipe tan distinto del lejano, insensible, frío, incluso temeroso y ensimismado que vendrá después. Si en alguna ocasión sintió deseo, parece haberlo tenido, como todas sus emociones, controlado. Sintió, por supuesto, alguna vez, lo que él denominaría tentaciones, y cayó en ellas. Hay algún incidente, casi cómico, con una dama en Londres, ante la inapetencia por la Tudor; visitas cortas en Flandes u otros lugares a señoras no demasiado difíciles, o bellas con una reputación más o menos dudosa, o mejor, más o menos indudable. Ya vimos lo sucedido los primeros años con Isabel de Valois, y en los previos a la consumación legítima del matrimonio de la Éboli. En las primeras circunstancias, casado y sin poder ejercer todavía sus derechos, tiene su relación con Eufrasia de Guzmán y algo más ligero con Magdalena Girón… Pero nada que pueda compararse a aquella inicial llamada a la que es inútil resistirse o dejar de responder.
Lancemos una mirada fría a su fría vida conyugal. Con María de Portugal, tan niña y tan comilona, no llegó a estar casado ni dos años. Cuando tuvo que cumplir sus deberes conyugales, se destapó con una sarna. Y ya sabemos que, algo después, sus suegros y su padre hubieron de intervenir, cada uno por su lado, para suavizar la frialdad con la que trataba a su esposa, que era una adolescente. Con María Tudor no hubo siquiera lugar a las simulaciones amorosas. Era estéril y sin ningún atractivo, y su matrimonio, sólo político. Alguna apariencia de embarazo lo retuvo. No mucho, porque pasó con ella quince meses de los cuatro años que duró su matrimonio. Quizá a Isabel de Valois, que vio a escondidas por primera vez en el Palacio del Infantado en Guadalajara, sí la vio con agrado, o al menos con incierta ilusión. Porque la conoció niña, aún no núbil, y tuvo que esperar años para poseerla, y aún así la amó cuanto podía amar, que no era demasiado en tales circunstancias. Se decía que, en los primeros años de sus relaciones, Isabel estaba despierta por las noches esperando en vano la visita real. Y también se decía que, en ocasiones, él acudía a la habitación de ella muy tarde, acongojado como siempre por sus tareas de oficina y secretaría, y comprobaba que la Reina dormía y lograba escaparse contento de sí mismo, porque la falta no había sido culpa suya y porque había cumplido el deber de marido con extrema facilidad. Él le llevaba casi veinte años. Llegada en 1560, hasta agosto de un año después no fue púber, y hasta el año siguiente no hizo vida marital con Felipe. En junio del 62 estaba embarazada. Lo celebraron yéndose de caza los dos a El Bosque. Fue una falsa alarma. No se quedaba encinta. Felipe tuvo que ir seis meses a Aragón en el 63. Y Catalina de Médicis, entonces Reina regente de Francia, se impacientaba por la tardanza de su hija en preñarse o en que la preñaran. Le escribió a su embajador para que comunicase al Rey que ella «quería ver hijos» y recordarle «la fama de buen marido que había dejado en Francia». El Rey recibió al diplomático, y le aseguró que trataría de mantener tal fama. Se llevó, en mayo del 64, a su Isabel a Aranjuez, y tuvieron allí una especie de segunda luna de miel. La primera había sido siniestra: el Rey quiso homenajear a la Reina recién casada y niña con un auto de fe en Toledo, donde se quemaron más de cincuenta herejes. El Rey disfrutaba con tales ceremonias, pero la pequeña no estaba acostumbrada a esas grandiosidades, y tuvo una enfermedad rara, quizá unas simples viruelas, que el Rey atribuyó a los malos aires de Toledo. Eso lo empujó a trasladar la Corte a Madrid definitivamente. Pero fue en esa segunda luna de miel de Aranjuez donde no tuvo tiempo para otra cosa que para cabalgar sobre la Reina, cabalgadas que por lo visto la llenaban: no tenía ninguna experiencia. En julio estaba por fin embarazada. Lo celebró toda la ciudad de Madrid iluminada, echando a sus gentes camino del palacio. Al siguiente mes tuvo una hemorragia nasal: purgas, lavativas, sangrías y un aborto. Los médicos españoles la dieron por muerta. Sólo un médico italiano la salvó. En septiembre ya estaba bastante recuperada, pero aún con las cicatrices de torniquetes e incisiones. El Rey se portó como un marido preocupado: en las enfermedades él ofrecía una compañía más constante y atenta que en la salud. Como si fuese un sádico. Una vez que sanó, se largó solo a El Escorial. En noviembre habló con el embajador francés de nuevo. Le consultó si Catalina de Médicis había enfermado durante su primer embarazo. El diplomático le aseguró que no. El Rey delegó entonces en su suegra la dirección de la conducta que, en adelante, debería seguir la joven Reina respecto de aquel tema, que a él le agobiaba no poco.
Hasta febrero de 1576 no se quedó preñada la Valois. Las consecuencias fueron regocijos populares y afectos regios. La pareja se recluyó unas semanas en Segovia. El 1 de agosto se produjo un primer dolor de parto, que provocó la inmediata llegada del Rey. Pero parece que tal alarma se transformó en unos estados febriles solamente. El parto comenzó días después, y el Rey presenció todas las circunstancias, dándole de cuando en cuando una pócima para aliviar el dolor, que había mandado desde París su suegra. El Rey esperaba, está claro, un varón. Fue, como es natural, una niña. Preciosa, o así les pareció a sus padres. Fue a la que más quiso el Rey nunca. Tanto que siempre se propuso hacerla Reina. No pudo serlo de España. Lo intentó con Francia cuando fueron muriendo los hermanos de su madre. O con Inglaterra, en sustitución de la malvada Isabel I, una vez asesinada o ejecutada María Estuardo: casi sólo por eso merecía la pena la muerte de Juan de Austria, que aspiraba a sentarse en aquel trono. Tampoco pudo ser para Isabel Clara Eugenia. Y, en último extremo, la nombró entonces gobernadora de los Países Bajos, a manera de Reina, para lo cual tuvo que casarla, dinásticamente, con su primo Alberto, que ya era cardenal. Pero nada importaba con tal de ver a Isabel Clara, la niña de sus ojos, sentada en algún trono. De momento, al nacer, casi mató a su madre de fiebres puerperales. Sin embargo, se recuperó bajo la mirada exigente del Rey.
En octubre del 67 volvió a parir la Reina: otra niña, Catalina Micaela. Durante el embarazo, Felipe no apareció. Llegó para el parto, quizá sólo para desanimarse porque no fue varón el neonato. Se fue solo a Aranjuez y no volvió ni para el bautizo. Con todo y eso, la Valois era joven y fértil: se hacía necesario insistir. Para mayo de 1568 estaba de nuevo en trance de buena esperanza. Le impusieron una vida tranquila: se jugaba a los naipes, a los tejos, a los dados, se escuchaba las gracias de los bufones o las pequeñas obras de teatro en su cámara privada, porque el Rey no era partidario del teatro en corrales, y porque hacía poco de la muerte en prisión del príncipe don Carlos, buen amigo de ella. Así pasó al caluroso verano. Y entonces, la Reina cayó enferma: se desmayaba, lloraba sin ton ni son pero con frecuencia, tenía tembladeras, no comía, no dormía… Los médicos ignoraban a qué carta quedarse, y se miraban mudos los unos a los otros. Aplicaron, como siempre, sus sangrías y sus torniquetes y sus enemas. Precipitaron así un aborto. Fue durante la mañana del 3 de octubre. Era una niña muerta. La madre murió esa misma tarde. A la avanzada edad de veintidós años. El Rey había pasado con ella las últimas horas: le tomaba la mano mientras oían misa, la confortó con palabras edificantes. Y estuvo presente mientras la amortajaron con un hábito franciscano. Porque había muerto el día de San Francisco.
Felipe se fue al convento de San Jerónimo el Real de Madrid, a considerar la caducidad humana durante dos semanas, en las que oyó continuamente misas por la difunta. No volvió en sí hasta el 21 de octubre. Entonces se fue a El Escorial a recluirse otra vez. No quería ni oír hablar de matrimonios. Cuando le escribió su suegra Catalina proponiéndole otra hija suya como novia, Margot de Valois, ni siquiera contestó. Llevó luto un año antero. Consideraba a Isabel, o eso decía, como irreemplazable. En su lecho de muerte, el de él, dio a Isabel Clara el anillo de boda de su madre, y le pidió que jamás se lo quitara de su dedo.
Pero era necesario buscar un heredero. Entre otras cosas porque el infeliz don Carlos también había muerto en 1568. Decidió casarse con una sobrina suya, Ana de Austria. A la que llevaba veintinueve años. Con ella hizo quizá verdadera vida familiar. De siete hijos, dos nacieron muertos y cuatro se malograron pronto. Sólo quedó el que luego ha sido el espantoso Felipe III. A pesar de todo, había entre ellos, marido y mujer, una frialdad extraña: en general, quiero decir, no en Felipe II. Ella le proporcionó más compañía y durante más tiempo que sus otras mujeres. Este matrimonio estrechó aún más los lazos que unían a las dos ramas de la casa de Austria. El matrimonio se celebró primero por poderes representando al Rey Luis Venegas de Figueroa. Días después embarcó la nueva Reina para trasladarse a España, y el 3 de octubre de 1570, a los dos años justos de morir su antecesora en el trono español y en la cama del Rey, desembarcó en Santander acompañada de sus hermanos, los archiduques Alberto, al que más tarde casaría con Isabel Clara, y Wenceslao. Allí la esperaban don Juan de Zúñiga y el duque de Béjar, que la condujeron, por Burgos y Valladolid, hasta Segovia, donde la esperaba el Rey con su hermana doña Juana. En Segovia se ratificó suntuosamente el matrimonio el 12 de noviembre.
Ana imprimió a la Corte un aire sencillo y noble a la vez. Llano y encantador y aburrido: familiar, en una palabra, lejos de la rigidez y el ceremonial borgoñón. El matrimonio duró diez años, y yo diría que fueron los más felices de la vida del Rey Felipe, que tendía, por gusto y por edad, a ocuparse de sus asuntos como un buen burgués negociante y a cuidar sus fincas de recreo, rodeado de una familia lo más numerosa posible. Parece que la muerte de los pequeños sucesores fue uniendo más las ataduras que todo matrimonio supone. Las cartas que, desde Portugal, escribió el Rey a sus hijas Isabel y Catalina, tienen, mezclados con olvidos y confusión de nombres, un tono paternal muy claro, si bien delega con excesiva intensidad en las muchachas, fruto de su anterior matrimonio, mientras se equivoca en los cumpleaños y en los gustos de unos de sus hijos con otros. Sólo el cuarto aseguró la sucesión. Empleo el verbo asegurar en un sentido amplísimo…
Cuando llegó el momento de anexionarse Portugal, la presencia de Felipe se hizo imprescindible en la frontera extremeña. Ana de Austria decidió acompañar al Rey a Badajoz. Fue entonces cuando se instaló la Corte en la ciudad, a principios de 1580, y cuando una epidemia de gripe arriesgó la vida del monarca. Su esposa no se separó un instante de él y, como desdichada consecuencia, contrajo la enfermedad. Fueron inútiles las medidas que se tomaron para salvar su vida. Murió el 16 de octubre, a los treinta y un años. No cumplidos. El Rey tuvo que seguir la carrera de la incorporación portuguesa, supongo que nunca le pesó tanto su destino; tampoco a mí el mío. Por fortuna vino en ayuda del Rey la gelidez que caracterizaba a los hijos de Carlos V. El Emperador, aparte de los primeros roces con su hermana Leonor, siempre había sentido por el resto un claro afecto y un mayor agradecimiento por la utilidad que le proporcionaban. Sobre todo, por María de Hungría, la cabeza más clara de toda esa familia. Quizá por su hermano Fernando sintió un afecto mucho menor; pero, en cualquier caso, nada tenía que ver con la distancia cordial que había entre Felipe y sus hermanas. Lo mismo le sucedía con cualquier persona, no sólo con las de su sangre: cualquier emoción que sintiera, cuanto más fuerte fuese, menos le duraba. Y la verdad es que eso se había convertido en una contraseña de la casa.
Cuando su hermana María, compañera de infancia, regresó de Alemania, en 1582, después de una ausencia de treinta años, Felipe se emocionó hasta las lágrimas. Él mismo contaba que, cuando sus dos carrozas estuvieron frente a frente, se apearon ambos y corrieron uno al encuentro del otro, fundiéndose en un apretado abrazo -por supuesto que ya ni se reconocían- delante de los cortesanos. Por muchas tierras que hubieran poseído, por muchas personas que hubiesen entrado en sus vidas, ahí estaban los dos solos de nuevo, recordando -digo yo- su infancia. María había tenido siete hijos con su primo Maximiliano I, la mayor de los cuales acababa de morir hacía un año, contagiada por Felipe de gripe. Pero aquél fue un encuentro conmovedor. No obstante, la verdad es que la conmoción duró muy poco. Felipe volvió a sus papeleos, y María no tardó en encontrar la vida de la Corte perfectamente vacía y angustiosa. Y se retiró, con el pretexto de una tardía, casi póstuma, vocación, a un convento, el de las Descalzas Reales, fundado por su hermana Juana, casada con Juan de Portugal y madre del Rey don Sebastián, al que había dejado con tres meses, sin mucho dolor, en aquel país, y por la muerte del cual pudo hacerse su hermano Felipe Rey luso. María ya sólo vio a su hermano muy de cuando en cuando. Y Juana, que había abandonado a su hijo único, Sebastián, rarito como todos, y no volvió a verlo jamás, murió en aquel convento en 1573. Pese a todo, se dijo que, hacia el 59, se había liado con su consejero espiritual, el frecuente Francisco de Borja, cosa que yo jamás he creído: en la Corte se tenía la costumbre de liar a ese Borja con casi todas las mujeres, antes y después de hacerse cura: parece que presintieran su canonización. En todo caso, Juana era famosa por su absoluta frialdad. Como su hermana, prefería estar sola incluso a bien acompañada. Hasta cuando vivían bajo el mismo techo, Felipe y sus hermanas comían por lo regular a solas, paseaban a solas por los jardines y, si iban de caza, cazaban también a solas. A un embajador veneciano, que era del todo contrario a él en esto, le confesó Felipe II que estar solo era su placer más grande. Formaban los tres, por tanto, lo que se dice una familia divertida.
Querría referirme ahora a un miembro muy especial de esa familia. Durante mucho tiempo fue el único hijo varón de Felipe II. Su madre, hija de la hermana menor de Carlos V, sólo le sobrevivió cuatro días. Nació en 1545. Su padre estuvo fuera de España de 1548 al 51 y del 54 al 59, es decir, ninguno de sus progenitores desempeñó papel alguno en la educación del príncipe. Tampoco la hubiese mejorado su intervención, porque está claro que a ese príncipe Carlos le aquejaban, en grado sumo, las anormalidades mentales manifestadas por la mayoría de sus parientes. ¿Será necesario que lo recordemos? Su bisabuela Juana pasó la vida recluida en Tordesillas, precisamente acompañada de su abuela Catalina hasta 1555, azotada y golpeada con frecuencia por sus guardianes con autorización de su hijo, el Emperador Carlos. La abuela de esa bisabuela murió encerrada por loca en el castillo de Arévalo. Por dar alguna otra muestra, su primo el Rey don Sebastián, también abandonado por sus padres y lleno de manías extrañísimas y de impotencia durante toda su corta vida, tenía una dosis doble de la herencia de Juana la Loca, debida a la endogamia permanente de los Habsburgo y los Trastámara. Creo que debo hacer constar que, en vez de ocho bisabuelos, el príncipe don Carlos sólo tenía cuatro, y en lugar de dieciséis tatarabuelos, sólo tenía seis. Demasiadas escaseces para una familia que no andaba en la abundancia, pero que en los antepasados cifraba a la vez todos sus derechos y sus mayores carencias.
Siempre oí decir, aunque nunca estuve convencido, que la personalidad de don Carlos se deterioró en tres fases. La primera comienza en 1554, a los nueve años, cuando su padre sale para contraer matrimonio, el segundo, en Inglaterra. Yo he leído un relato encantador de padre e hijo, pescando, cazando y comiendo juntos ya en la Corte de Toro con su tía Juana, más bien helada, ya en el camino de la costa donde habría de embarcarse el Rey. Hasta esa altura, según el relato, el príncipe podía considerarse un niño relativamente normal. La ausencia de su padre duró cinco años; pero no creo que lo hubiese mejorado su presencia. Carlos empezó a leer y a escribir muy tarde; más, a los veintiún años su escritura era irregular y casi ilegible. Y, en el 58, su preceptor Honorato Juan, que también había sido maestro de su padre, admite ante éste que no sabe qué hacer para que el príncipe aprendiese algo con pies y cabeza. Yo recuerdo a la perfección haberle oído decir a mi padre Gonzalo (y mucho más aún a Ruy Gómez, al que luego le tocó estar más cerca que nadie del príncipe) que «esos de la casa de Austria hacen tarde, como se vio en el Emperador que en gloria esté». Tal afirmación perdía toda razón de ser cuando, al pasar los años, el príncipe sólo demostró interés por el vino, la comida y las mujeres.
La segunda fase del deterioro comenzó en 1560. A partir de ahí padeció largos ataques de fiebre, ataques que también afectaron antes a su padre y a su abuelo, y que minaron su salud, pero no preocupaban terriblemente a sus médicos, que conocían sus antecedentes familiares. Fue a partir del 62, cuando comienza la tercera fase, mientras estudiaba, por llamarlo de algún modo, en la Universidad de Alcalá. Con don Carlos estaban dos de las personalidades de su edad más sobresalientes de la época: su primo Alejandro Farnesio, hijo del segundo matrimonio de Margarita de Parma, que tenía dos años más que él, y don Juan de Austria, hijo de Carlos el Emperador, que contaba con su misma edad y era tío suyo. Dos familiares que lo querían y que deseban lo mejor para él, compañero en la universidad y en la vida y en la familia y en los proyectos; todos soñaban con la gloria: dos de ellos la alcanzaron.
Don Juan se alojaba en el mismo palacio que don Carlos, y Alejandro en un lugar independiente en la ciudad de Alcalá. Este último era el mejor estudiante de los tres, quizá por ser el único hombre que haya sido, a la vez, nieto de un Papa y de un Emperador. Don Juan sobresalía en equitación y natación y esgrima. Don Carlos era inferior a ellos en todo menos en extravagancia, en que no había nadie que lo superase. Se trataba de un despojo humano, con un físico tarado y un espíritu no menos enfermizo y alarmante. He tenido en mis manos los testimonios más variados. El embajador veneciano Federico Bodoaro escribió de él lo siguiente:
«El príncipe don Carlos tiene doce años de edad. Su cabeza es desproporcionada con el resto del cuerpo. Sus cabellos son negros. Débil de comprensión, anuncia un carácter cruel.
Uno de los rasgos que de él cuentan es que, cuando le llevan liebres cogidas en trampas, u otros animales semejantes, su gusto es verlos asar vivos… Un día le había regalado una tortuga de gran tamaño y este animal le mordió en un dedo, al punto le arrancó la cabeza con los dientes. Parece ser muy atrevido y en extremo inclinado a las mujeres… Todo en él denota que será terriblemente orgulloso, porque no puede sufrir el permanecer largo tiempo en presencia de su padre o su abuelo con el gorro en la mano. Llama hermano a su padre y padre a su abuelo. Es irascible y muy testarudo. Le gusta bromear y dice en todo momento tantas cosas que su maestro las ha recogido en un cuaderno para enviarlo al Emperador.»
Y el embajador Dietrichtein, cuando el Emperador Maximiliano le pidió informes sobre una posible boda entre el príncipe y la que luego fue la mujer de su padre, Ana de Austria, le escribe palabras demoledoras. Le habla de su pecho mezquino y de una leve joroba en la parte baja de la espalda que le hacía parecer con un hombro más bajo que el otro; de su voz chillona y tartamudeante que pronuncia mal y confunde las erres y las eles. Pero lo más grave era su carácter, histéricamente empeñado en realizar algo importante que, según él, su padre le impedía. Su obsesión era cumplir siempre su santa voluntad. Era caprichoso y atrabiliario hasta límites inconcebibles. Y, a sus precedentes de consanguinidad, se unieron su soledad, su condición de zurdo reprimido, y hasta aquel accidente de la escalera del que luego hablaré.
A pesar de todo, las Cortes de París y de Viena no abandonaban su propósito de ofrecer una princesa o una archiduquesa como esposa de semejante heredero, y a su mano aspiraban también dos viudas: doña Juana de Austria y María Estuardo. A la mano de ésta aspiró luego don Juan, aludiendo que Escocia sería para España la mejor base para defender los Países Bajos, y que el catolicismo se reinstauraría en Escocia, y luego en Inglaterra, cuando al morir sin hijos la Reina virgen, María Estuardo, heredara la corona inglesa. (Tuvo, naturalmente, que heredarla su hijo, un sodomita, porque a ella la decapitó su amable prima.) Pero volvamos a otros accidentes. El príncipe don Carlos se precipitó por unas escaleras sufriendo gravísimas lesiones en la cabeza. Durante algún tiempo perdió la vista y, según se decía, salvó la vida gracias a la momia de fray Diego de Alcalá, cuya canonización solicitó el Rey del Papa Pío Iv, que acostaron en su cama junto a él. Yo creo que, más que nada, la salvó por una trepanación realizada por el gran médico Vesalio, que había sido médico del Emperador y permaneció después en la Corte, de la que desapareció sin que se volviese a saber de él, poco después de esta operación. La herida estaba totalmente cicatrizada el 17 de julio del 62, cuando don Carlos volvió a Madrid, justamente el mismo día que llegaba a la Corte el señor de Montigny, enviado por Margarita de Parma, y cuya suerte vino a entrelazarse, por desgracia, con la del infortunado príncipe.
Todo esto lo sé mejor que casi nadie porque Ruy Gómez estaba ya de mayordomo del príncipe, nombrado por el Rey por dos razones: la amistad íntima que los unía y la certeza de que guardaría el secreto de cuanto allí acaeciera.
A los seis meses pudo andar otra vez el príncipe, pero ya nada sería lo mismo. Había momentos y situaciones en que se comportaba como un niño pequeño. Fueron conocidas y pregonadas por el vulgo sus destemplanzas y rabietas. Los embajadores empezaron a aconsejar a quienes representaban que no se les pasase por la imaginación proyectar matrimonio alguno con aquel heredero, por insuperables que fuesen sus dominios. El de Francia escribió:
«Es un loco furioso, y todos aquí se compadecen del destino de la mujer que tenga que convivir con él.»
A un paje que lo contradijo lo arrojó por una ventana; a un zapatero que le hizo unas botas estrechas, le obligó a comérselas; a sus caballos los trataba, si no le obedecían con presteza, con un salvajismo no visto -y eso en España, en que se ha visto todo-; a los ministros y delegados de su padre llegó a atacarlos, por ira, con cuchillos; de su daga, ya lo mencionamos, no se libró ni el duque de Alba, que, la verdad, era insoportable. A pesar de todos estos tropiezos, el Rey creo que lo sobrellevaba con paciencia y aún no pensaba que todo aquello era el resultado de una demencia. Durante su enfermedad lo acompañó fraternalmente; se sentaba a su cabecera y rezaba por su recuperación; no comenzó aún a sentir la antipatía esencial que sintió luego, y deseaba con toda su alma la recuperación de su hijo único.
Cuando mejoró, el Rey trataba de que formara parte activa en los negocios del Estado. Conociéndolo, quizá lo hacía para probar hasta dónde se podría contar con él. El príncipe reaccionó al principio como su padre deseaba: asistió al Consejo de Estado, y escribía con asiduidad a su tía Margarita de Parma, sobre los asuntos de los Países Bajos, como si ella no tuviese bastante con lo suyo y con interpretar la caligrafía del príncipe. Aquel tema suscitaba toda su atención; sin embargo, nada podía encubrir las carencias radicales. Hay una carta, escrita antes de llegar yo, que, por pertenecer al archivo de mi padre, he podido leer. Es de 1564. En ella, el Rey informa a Alba, entonces en contacto con Catalina de Médicis, que pretendía casar a su hija Margot con Carlos y a su hijo Carlos IX, con Ana, que luego sería su propia esposa. Le informa, digo, hablando del heredero, que, «en juicio y en ser, como en el entendimiento, queda muy atrás de lo que en su edad se requiere». Ya tenía diecinueve años. De ahí que la postura del Rey se fuese endureciendo, respecto a él, día a día. Sin duda insensiblemente. Y sin duda como Rey, no como padre, si es que Felipe era otra cosa que un pobre hombre venido a Rey. En ese mismo año, mi padre fue testigo de un hecho que habla más que mil palabras.
El príncipe pide, al encargado de las obras públicas de su padre, que repare el tejado de una casa, donde almacenaba, con mucho secreto, algunas de sus extrañísimas posesiones. Mientras daba su aprobación el encargado, esperaba la del Rey, a quien había elevado información:
–Según tengo entendido, lo ha bien menester. Siendo Vuestra Majestad servido, será bien que se haga para que no le dañe algo.
Pero el Rey da largas y desiste, y escatima esfuerzos y costos:
–Hágase, con que sea de poco gasto, y no más que con otras tejas que quizá querrán comodidades los que allí estarán. Y, si hubiese que ponerse teja de nuevo, sea de la vieja de El Pardo.
Pedro del Hoyo, que así se llamaba aquel ministro, se sorprende como cualquiera. Porque, en material de construcción, no transigía el Rey, y era bien conocido que utilizaba siempre lo mejor. Con lo cual queda claro el sentido de este ahorro: no le interesan los caprichos del príncipe. Y peor, le parece que, en el príncipe, todo son caprichos.
Durante ese mismo año, don Juan, compañero y tío y amigo del príncipe, a pesar de estar vigilado, pudo escabullirse de la Corte con el fin de unirse a las tropas de auxilio a Malta. No se tardó en detenerlo y devolverlo a Alcalá. Pero el hecho abrió los ojos de don Carlos y le sembró una idea que continuamente martilleaba en su cabeza: huir hacia la guerra. Incidentes como éstos, de los que parecería que Carlos no sacaba consecuencias, van envenenando las relaciones familiares entre padre e hijo, así como las -más o menos importantes, según- entre Rey y sucesor. Felipe se avergüenza cada vez más de su hijo, como si su simple presencia le echara en cara una incapacidad suya y le reprochara el más grave error. Y cada día siente hacia él mayor hostilidad: es paralelo a lo que sucede al príncipe con él. Esta carrera de antipatía ascendente pasa casi inadvertida hasta agosto de 1567. En esa fecha, el embajador francés, que sin duda ha recibido alguna confidencia de la Reina Valois, escribe: «Si no fuese por lo que dijese el mundo, el Rey encerraría a don Carlos en una torre para hacerlo más obediente.»
Aquello tenía que hacer explosión por algún lado.
A lo largo del otoño de 1567, don Carlos estuvo, con especial empeño, acumulando dinero y, en el mayor de los secretos, a su estilo, haciendo preparativos para dejar la Corte. A Ruy Gómez, al que había tomado como confidente -estaba muy equivocado, porque el Rey se lo había puesto como espía de sus descabellados planes- le pidió doscientos mil ducados bajo promesa de secreto, del que el Rey no tardó en enterarse. En esos días, en una conversación con su confesor, reconoció que tenía la intención de matar a un hombre: todo sugería, por el tono y los signos, que ese hombre era su padre. La última ingenuidad del príncipe fue pedirle a don Juan de Austria, a quien el Rey había nombrado General de la Mar Mediterránea en octubre de aquel año, que le llevase consigo a Italia, prometiéndole el reino de Nápoles y el ducado de Milán cuando triunfara. Su última intención, la más querida, era hacerse con los Países Bajos. Don Juan marchó al día siguiente a El Escorial e informó al Rey Felipe de los proyectos subversivos del heredero. Don Felipe procedió con calma. Aunque pasadas cuatro semanas no lo manifiesta con actos, en realidad tenía ya resuelto qué debía hacer. Por entonces comenzaba, de otra parte, en Granada, la rebelión de los moriscos, a la que, un par de años después, se destinó a don Juan. El Rey no tardó en comenzar a perder los nervios con respecto a su hijo. La subversión que apuntaba, y que luego se multiplicó, en Flandes le traía demasiado a las mientes la comunera de Castilla que, en ausencia del Emperador, había tratado de abanderarse con su abuela, la Reina loca, elegida como símbolo. Y lo había sido, a pesar de que ella se negó, y su autoridad fue utilizada contra la de su hijo que, lejos, en Europa, se hacía nombrar Emperador. Felipe no podía consentir que estos hechos se repitieran alzando el nombre de su hijo contra el suyo. No dudo de que la decisión que tomó lo inundase, sobre todo al principio, de un dolor sobrehumano: a él más que a nadie, aunque tenía poca capacidad de sufrimiento y sabía cómo acorazar su corazón. Pero su decisión estaba ya tomada.
El 13 de enero de 1568 el Rey dio orden de que se elevasen sufragios públicos en todos los monasterios e iglesias del reino para pedir el auxilio de Dios. El fin de semejante petición, que mantuvo en vilo a los súbditos más conscientes, no se decía. El día 17, el Rey se trasladó desde El Escorial a Madrid. La Navidad la había pasado en el monasterio, y nada más llegar a la capital convocó una reunión de consejeros, ministros principales y algunos teólogos para que le asesorasen sobre los pasos que había de seguir sobre el asunto que maquinaba. La opinión de los reunidos debió de ser clara, si no unánime. El día 18 por la noche, él en persona, revestido de casco y de coraza, cosa bastante insólita, que imprimió solemnidad al hecho, a la cabeza de una partida de consejeros y de guardias, se presentó en la alcoba del Alcázar de Madrid, donde su hijo dormía. Lo despertó, y el joven al ver al padre armado y rodeado, le preguntó si iba a matarlo. El Rey, sin contestar, ordenó que se recogieran los objetos y papeles del príncipe, y a éste le comunicó que quedaba preso. Siete días después fue trasladado a otra habitación, situada en una de las torres del Alcázar, más fácil de custodiar puesto que sólo tenía una puerta y una ventana.
Durante esta prisión, Felipe volvió a tomar consejo y comunicó lo sucedido al escasamente válido cardenal Espinosa, al príncipe de Éboli y al duque de Feria, haciéndoles partícipes de su propia decisión. Y solicitó dictamen de teólogos considerados, como el doctor Navarro, el doctor Gallo, obispo de Orihuela, y Melchor Cano. Por fin don Carlos fue confinado y encerrado como lo fue su bisabuela Juana. Y, dato muy significativo, se le confinó en la torre del castillo de Arévalo, donde estuvo apartada la abuela Loca de su bisabuela Loca. La torre del castillo había sido habilitada hacía apenas un año, y como guardián del príncipe se designó al hijo del último carcelero de la Reina Juana, madre del Emperador. Tales coincidencias no pasaron inadvertidas en la Corte española. Ni en la francesa, porque, en ausencia de Carlos, heredaría la corona una hija de Isabel de Valois, que fue quizá la persona que más lloró el destino del príncipe, a quien quiso y de cuyo lado estaba.