Todo manuscrito encontrado tiene siempre un aire de recurso literario. Aunque no siempre lo sea. ¿Quién le iba a decir, por ejemplo, a Poggio, que iba a hacerse famoso porque, en una visita como Legado del Imperio, encontrara, de paso por un convento suizo, un manuscrito de Quintiliano?

En la presente ocasión no sé si es un recurso o no: que el lector lo decida. En todo caso, mi oficio no es encontrar, sino contar. Escribió Schopenhauer -menos pesimista unas veces que otras- que el trabajo del novelista no es relatar grandes acontecimientos, sino procurar que los pequeños sean interesantes. De la mezcla de unos con otros surge la originalidad deslumbrante de Ib-al Jatib como historiador. Lo que ocurre es que los pequeños sucesos son los que forman la trama de los grandes, entretejiéndose unos con otros; son los que sufren o se benefician de las consecuencias de los mayores; los que dibujan sus a menudo irrisorias caricaturas; los que recogen sus espectaculares panoramas en una minúscula pantalla; los que están más de acuerdo con sus humanas dimensiones… Porque quizá sea más fácil reducir que ampliar, dada la dimensión de nuestros campos visuales. Y dadas nuestras propias fuerzas.

En definitiva, al pie o alrededor o en un rincón apenas perceptible de los grandes acontecimientos, o quizá formando parte de ellos igual que las teselas de un mosaico, se encuentran los pequeños sucesos. Y no sabemos con certeza si son éstos los que influyen en aquéllos, o viceversa, o las dos cosas a la vez. Lo cierto es que los grandes se dan por sabidos, y los menudos hay quizá que vivirlos, o imaginarlos ya vividos, o tropezárselos en un manuscrito. Siendo así que los grandes sucesos son los que quedan más lejos, al fondo, colectivos e inasequibles, y acaso sean los que más necesitan ser contados.

De cualquier forma, el manuscrito que recoge este libro, lo encontré, por decirlo de una manera rápida, en Pau.

En su Universidad se dio, creo que durante el año académico 1993-94, un pequeño curso sobre mi obra, entonces aún bastante incompleta. El hecho principal de esos días es que apareció, para mí por primera vez, el queso de cabra con las ensaladas. Lo recuerdo porque me caía como un tiro: he ahí un pequeño suceso. (No para mí, por supuesto.) Yendo un día en automóvil, por una ligera curiosidad, al santuario de Lourdes, el catedrático de Literatura que conducía mencionó, por casualidad, sin darle la menor importancia, la existencia de un manuscrito, en castellano del XVI o del XVII, en alguna parte de la biblioteca de Letras. Más bien en el Departamento de Historia, dijo. Había llegado allí algunos años antes que el profesor que lo citaba. Y apenas conocía las circunstancias de tal llegada. Se acordaba con vaguedad de que lo había encontrado una familia,, al hacer obra, o derribar una casa antigua, metido en una extraña carpeta de madera dentro de un cajón de un mueble con aspecto de escritorio, desde hacía mucho tiempo ya inservible. El rector que había entonces lo aceptó con amabilidad y, como se trataba de un científico, lo ojeó por encima y lo remitió sin más a la Facultad de Letras. Aquel catedrático que sin la menor ilusión me acompañaba a Lourdes, también sin ilusión ninguna me habló de ese hallazgo. Yo, tampoco ilusionado, le pregunté por cortesía si era posible que me mostrase a la vuelta el manuscrito. Y quedamos en que así lo haría siempre que se hallase en la biblioteca y fuera posible dar con él, lo cual le parecía improbable.

Lourdes me resultó decepcionante. O aun peor, bonito. Y contagió de previa decepción la casi imposible sorpresa del manuscrito. Tanto que, olvidado yo ya de él, fue el profesor de Literatura Contemporánea quien, tres días después, al salir yo de una mesa redonda, se acercó con un más que mediano paquete bajo el brazo. Me invitó a su despacho, y lo abrió ante mis ojos, ahora sí interesados, aunque todavía sin motivos plausibles.

–Llegaron aquí estos papeles hace unos quince años. Fueron encontrados en unas obras emprendidas en el desván de un antiguo edificio -sonrió-. Usted sabe la poca importancia que se da a lo que no cuesta dinero… Los papeles se arrinconaron. Todo el día de ayer estuve buscando el dichoso paquete. Lo habían dejado sobre una estantería tan alta que tuve que usar una escalera, a pique de matarme, para tantear entre el polvo sin muchas esperanzas. Supongo que llevaba allí desde que yo mandé guardarlo, sin entenderlo desde luego, después de que el bibliotecario, jubilado ya, me lo mostró hace ocho años.

Mientras hablaba desenvolvió el paquete, y me mostró lo que había llamado «extraña carpeta de madera», que era en el fondo en lo que aquello consistía: dos tablas finas engarzadas por unas cuerdas gruesas que se anudaban a uno de los lados.

–Parece -continuó- que aquella casa había pertenecido, puede que hace 200 o 300 años, a una familia aragonesa apellidada Téllez.

Yo leía el primer folio ya, escrito en una letra redonda y clara: «Es la tercera vez que empiezo estos escritos, tan distintos de mis Relaciones y mis Memoriales, tan lejos de mis Cartas. En ellos apareceré desnudo como mi madre, a quien no conocí, me parió. Tengo más de setenta años: una edad muy desagraciada para desnudarme en público: por eso lo hago en privado. Mis dedos no conducen ya la pluma de forma inteligible. Le dicto lo que quiero decir a mi amigo Gil de Mesa, mi rodamonte, como alguien lo llamaba en Pau: el sinvergüenza doctor Arbizu, al principio de mi segunda vida, o más bien de mi muerte; mi paladín, según se decía: qué más quisiera yo, aunque quizá fue así. Él lo podrá decir mejor…»

Busqué con avidez el último folio.

Allí estaba la firma y el dato que no me atrevía a esperar: «Antonio Pérez. En París, en el 10 del mes de marzo del año del Señor de 1610.»

Levanté los ojos hacia el señor Philippe Lelouche.

–¿Qué? – una sonrisa tenue se insinuaba en sus labios.

–A primera vista es un descubrimiento emocionante… Permítame que mande sacar copia.

–Por descontado, amigo mío.

En este libro se recoge el texto que me dieron. Con otra ortografía, pero con un vocabulario semejante, aunque no en todo caso; incluso anacrónico en alguno (por una u otra parte) para hacerlo más inteligible; y quizá -no lo sé- con alguna aclaración a pie de página. Si existen reiteraciones, en fragmentos o en datos, o éstos se contradicen, de aquél provienen. Como el acierto y la dureza con que a los demás el autor juzga, siendo tan benevolente para sí.

Es de suponer que, una vez muerto al año siguiente Antonio Pérez, Gil de Mesa, su más fiel acompañante a lo largo de treinta y ocho años, no sintiera deseo de quedarse en París.

Casi sin duda regresó a Pau, donde lo esperaba, cansada de esperar, Águeda Téllez, que había tenido un hijo suyo, en la primera estancia, cuando Pérez y Gil de Mesa, que siempre llevó la guía del protagonista, se fugaron de Zaragoza camino del Bearn, a cuya cabeza se encontraba Enrique de Borbón, hereje entonces.

Habría muerto quizá el hijo por el que se casó con ella Gil de Mesa; pero éste necesitaría descansar. ¿Y dónde mejor que junto a aquella Águeda, aragonesa como él, paciente, no como él, y con quien tenía una deuda de afecto y de honra quizá? Y allí llevó con él estos papeles, que su amigo y señor le ordenó conservar.

Conservar después de darle todos los demás, acumulados durante tanto tiempo, en tantos cofres y baúles, al enviado de don Rodrigo Calderón, ministro de Felipe III. Poco antes de que, en la Plaza Mayor de Madrid, lo degollasen por no haberlos entregado íntegros a la Corona. (No fue ahorcado, como refiere el dicho de «con más orgullo que don Rodrigo en la horca», porque sería acaso traidor, pero sin duda noble.) Y estos papeles no se los deja Antonio Pérez a sus hijos, aún sin rehabilitar por el Santo Oficio, que tanto había inventado en torno suyo: se los deja a su amigo más íntimo, al que más creyó en él. Y se los deja probablemente sin saber por qué. A él, que era el que no necesitaba prueba alguna. Quizá por eso mismo. Y Gil de Mesa se los llevó a Pau como si se llevase los huesos de su amigo, a quien admiró y protegió y quiso. Y los mantuvo y los releía a veces, escritos con su letra y por su mano, junto a Águeda, marchita y silenciosa. Y acaso se murió un día de repente, sin haber tomado ninguna decisión… Y allí, en aquella vieja casa de los Téllez, durante un siglo o dos, mientras la propiedad cambiaba de mano algunas veces, quedó aquel cartapacio, escrito en un idioma extraño, enrarecido más aún por el tiempo, y amarillo por él tal y como yo lo vi, con los bordes gastados y redondeadas las esquinas. Un manuscrito que los años arrinconaron, incomprensible e innecesario para todos.

Quizá lo siga siendo. Quizá nunca debió publicarse. Pero yo me he atrevido, puesto que me fue dada la ocasión. Espero que mi osadía no sea del todo inútil. Porque salta a la vista que se trata no de una novela histórica, sino de una Historia novelesca. No me atrevo a decir que fidedigna.

Primera parte