La mayoría iba hacia Portugal, tan vecino. Ya dije que Juan II los recibió con los brazos abiertos. Pero Manuel el Afortunado se había casado con la primogénita de Isabel con la condición de que se expulsasen de su territorio a los judíos, y así se hizo. Los de Aragón pasaron a Italia o hacia África. En África fueron expoliados, desventrados por si se habían tragado el oro, abandonados a su maldita suerte, robados por maleantes o salteadores… En Italia, en Roma, fueron bien recibidos: el Papa es más prudente que los papistas, como Dios es menos prudente que los hombres. Los que pasaron a Turquía, conservaron la llave de su casa y se llamaron sefardíes y hablan aún español en los asentamientos más famosos: el de Salónica pongo por caso.

Como no podía ser de otra manera, todo el dinero mal adquirido por particulares fue declarado propiedad de la Corona, así como ciertos bienes comunes de las aljamas que no lograron ser vendidos, o los que no fueron negociados, o los aprehendidos en las fronteras como saca ilegal. A río revuelto ganaron los pescadores regios. Como el negocio tentador de los que habían sacado sus bienes, y, a última hora, sintiendo superior a sus fuerzas el sacrificio de dejar su propia vida aquí, decidieron quedarse. Y los Reyes, encima, les impusieron un fuerte tributo, proporcional a lo que habían sacado y perdido. ¿Qué no ganaría la Corona, que tuvo a bien compensar a algún Grande, como -ya se supone- el arzobispo de Toledo, los Enríquez, algún obispo Fonseca, por las pérdidas de vasallos y de renta que habían sufrido?

El Rey Fernando -el de los corazones y los ríos y Dios- enfocó el asunto de otro modo: recibió de sus antecesores el legado del pueblo judío (su propia madre no era cristiana vieja), rechazó el genocidio y frenó con medidas políticas la ola antisemita. Y vio la Inquisición como un gesto necesario para tranquilizar el reino, para que la gente se distrajera y mirara hacia otro lado, quizá como la menos mala de todas las soluciones posibles. Porque existe gente que opina tan mal de los españoles que entiende que la expulsión fue una medida caritativamente tomada para liberar al pueblo judío de su muerte en España.

De todas formas, hubo judíos que no pudieron resistir el exilio, y volvieron a Castilla, aun a costa de pasar por la conversión y la renuncia y el bautismo. Parece que no faltaron oficiales reales que dieran facilidades para ese regreso y esa reinstalación, sin exigirles certificados de bautismo y sin someterlos a vigilancia alguna.

Pero cuando Carlos I aún no se había asentado en tierras castellanas, un Tristán de León señaló con el dedo a esa nueva generación de repatriados como uno de los grandes problemas de Castilla.

–Porque entre todos -decía- han formado un grupo, que llaman Anuhsim, bien distinto de los ricos conversos del anterior reinado y que tan sólo podría enderezarse a lo largo de varias generaciones. Si no, habrá de ser implacable.

Que el acusador se llamase León no causa la menor extrañeza.

He dejado para el último lugar la Inquisición, porque hemos aludido mucho a ella, pero creo que es necesario dedicarle su espacio, porque es acaso lo que mejor demuestra el auténtico trastorno de una cabeza, inverosímilmente femenina.

En muchas ocasiones y con muchos motivos, he escuchado decir que Isabel la Católica fue una mujer que se anticipó a su tiempo. Sin embargo, cuando se habla de la Inquisición, se dice que hoy estamos demasiado lejos de ella y que no podríamos entenderla. En cualquier caso, creo que yo debo intentarlo. Porque siempre la diversidad se ha considerado como un don, salvo quienes lo entiendan, torpe o egoístamente, como una amenaza.

Es cierto que no fue Isabel la primera persona a la que se le ocurrió resucitar la Inquisición modosa, que existía ya en Castilla desde el siglo XIII, dándole un empujón letal. Se le ocurrió a su hermano Enrique IV; pero bastante tenía él con sus propios pecados y con defenderse de una Corte, aprovechada y tumultuosa, como para meterse, entre judíos y conversos, en camisas de once varas. Isabel era más osada, usaba las camisas más largas -incluso, al parecer, más sucias-, confiaba en su destino, al que había ayudado a cumplirse con todas sus artes, y estaba convencida de que era una Reina laureada por Dios. Hasta tal punto se engañaba, porque sólo por sus fuerzas había eliminado todos los obstáculos que se interponían entre ella y el trono. Al parecer, lo de Dios fue después.

Siempre se dijo que los conversos se encontraban entre dos fuegos: el de los cristianos viejos y el de sus propios correligionarios, los judíos. Lo que no se supo hasta que llegó Isabel es que existía un tercer fuego: el de la Inquisición renovada y aniquiladora. En el siglo XV ya he dicho que los conversos se habían situado divinamente: en puestos administrativos relevantes y entre familias nobles o bien dotadas, que no mostraron, ante su inteligencia o su dinero, ninguna discriminación racial. Los nombres que parecían más altos -Alonso de Espina, el letrado Díaz de Toledo, el teólogo Alonso de Cartagena…eran conversos a los que no importaba actuar de inquisidores para defenderse ellos mismos de los fundamentalistas cristianos viejos, que a todos los metían, con desdén, en el mismo saco. Fue el Rey Enrique IV el que pidió al Papa el nombramiento de dos eclesiásticos para Castilla la Nueva y Andalucía, y otros dos para Castilla la Vieja, con el cargo de inquisidores. Pero no pensaba en la Inquisición pontificia medieval, que ya no le parece útil para el tiempo nuevo, sino en otra distinta, en la que el nombramiento se hiciese dentro del propio reino, si no por el Rey, al menos por sus prelados. Yo estoy seguro de que fueron los franciscanos y los jerónimos quienes le sugirieron la novedad. O quizá los dominicos. Pero la situación en Castilla logró que la petición se diluyese. Quedó, sin embargo, no lejos, adormecida, siempre que cualquier movimiento violento no consiguiese despertarla.

Qué fue lo que sucedió precisamente quince años después. Sobre la infinita, o casi, bondad y entrega espiritual de Isabel me gustaría ofrecer una prueba. Parece que, en la guerra de sucesión con Portugal, los numerosos conversos cacereños ayudaron al Rey Alfonso V y a la princesa Juana, la Preterida más que la Beltraneja. Los judíos preveían, con razón, que Isabel y Fernando iban a complicar su vida en Castilla. Cuando la guerra se resolvió a su favor, Isabel reflexiona con rapidez sobre las minorías étnicas y la posible represión de los conversos. No olvidemos sus viajes por Extremadura ni su estancia en Sevilla, desde la primavera de 1477 a octubre del 78. Allí comprobó que su lucha iba a tener muchos frentes, y que había uno que afectaba a los otros: los brotes heréticos que impedían la absoluta unidad religiosa, y los conversos judaizantes que los cristianos viejos se negaban a asimilar, entre otras razones por la envidia que sentían hacia los recién llegados con futuro. No hay que decir que, en el resto de Europa, todo había cambiado: los aires eran nuevos y se respiraba una libertad de espíritu. Pero España había estado ocupada en el largo quehacer de su Reconquista, que aún no podía decirse del todo rematada. Exactamente porque había sido en lo esencial una cuestión religiosa más que política, por conveniencia de los interesados: conveniencia que era prudente seguir manteniendo. Se da por sabido que eran la riqueza y el poder, y no la religión, lo que de veras gobernaba los movimientos de los Grandes. Se afirma que no fue el brillo del oro el que instaló con rotundidad la Inquisición aquí, sino evitar la menor fisura religiosa en la comunidad cristiana. Evitarla, sí, salvo que por esa fisura entrase el oro. Claro, que de tal cosa nadie hablaba. Sobre todo quienes no estaban en condiciones de tocarlo.

La Inquisición se crea, a instancias reales, por Sixto Iv, a través de la bula Exigit sincerae devotionis, dada en Roma, el 1 de noviembre de 1478. Es curioso que, por entonces, se reuniera con Isabel en Sevilla la Congregación del Clero Castellano para tratar problemas importantes del reino, y que ni una palabra se dijera sobre tal bula o tal proyecto. Porque Isabel gestionó todo con el mayor sigilo para que nada ni nadie pudiera entorpecer sus deseos. Ni el Clero Castellano, desde luego. La razón de ese secretismo acaso sea la gente a la que iba a afectar. Pero entonces, ¿por qué y cuándo se decidió su expulsión? ¿No era mejor que lo supiesen, para obrar todos con mayor libertad de conciencia, tanto los perseguidos como los perseguidores?

Tan mal y tan deprisa se actúa que el Papa escribe, en una carta de 24 de enero de 1482, que la bula del 78 «fue expedida contra las normas y costumbres de los Santos Padres y de nuestros Predecesores». Porque todo se hizo de palabra, «sin exponer el tenor de las primeras cartas de forma plena y específica, sino en general y atropelladamente». Es cierto que de 1479 a 1482 existe una tirantez de relaciones entre los Reyes de España y el Papado por nombramientos, obispados y otras sinvergonzonerías, a las que ya he aludido y que los tres tenían en común. Sin embargo, los de aquí ya habían nombrado a los primeros inquisidores en Sevilla, dos dominicos: fray Miguel Morillo y fray Juan de San Martín. Y no es cierto que, en la carta petitoria, el asunto estuviese confusamente expuesto: se hablaba de los judíos conversos que, después de bautizados sin coacción de nadie, volvían a sus ritos judaicos, lo que según las decretales de Bonifacio VIII, constituye un pecado de herejía. Y educaron en esa herejía a sus hijos e incluso atraían a ella a los cristianos de su alrededor. Esto quiere decir que todos actuaban aquí de pillo a pillo. Lo que invita a plantearse la cuestión de si el órgano que de este cambalache salía era religioso, era civil, o era sólo real (lo que equivale a decir cómplice). Si los inquisidores iban a ser nombrados por los Reyes y los tribunales tenían jurisdicción laica para condenar a los reos a la pena capital, lo religioso se reduce a la materia juzgada, que no es lo que sirve para clasificar a una institución.

Aquí lo que hay es un Pontífice que hace, por la conveniencia que sea, dejación de un derecho suyo de nombramiento de inquisidores, y unos Reyes que emprenden un sinuoso camino para hacerse con bulas, breves y facultades con las que intervenir taxativamente en el hecho religioso desde un poder real absoluto. La nueva Inquisición se reducía a juzgar la herejía de los judaizantes, aunque se pensaba en todo brote herético. Más tarde fue extendiéndose, como una mancha de sangre más que de aceite, a los alumbrados, a los protestantes, los quietistas, los que cometían el pecado nefando (lo que a mí tanto me afectó), y los desafectos a la Corona: en resumen, a todos los que no se sometían a la fe tradicional, a los mismos inquisidores y a los Reyes. En una palabra, la Inquisición se transformó, con el nombre de Santo Oficio, en un arma real de ámbito universal.

En Sevilla, la situación religiosa, así en general, no era muy boyante. El cardenal Mendoza, que tenía dos hijos de Mencía de Lemos, una dueña de la princesa Juana de Avis, la madre de la Beltraneja (dos hijos de los que Isabel decía: «qué pecados más hermosos cometéis, señor Cardenal»), se puso al frente de esta campaña pastoral. Con unas palabras le dio a la Inquisición un campo sin fronteras:

–Ha de referirse a la forma que debe tener el cristiano desde el día que nace, así en el sacramento del bautismo como en todos los que debe recibir, y del uso que debe usar y creer como fiel cristiano en todos los días y tiempo de su vida, y al tiempo de su muerte…

Se dieron unas verdaderas misiones; pero los conversos no supieron, hasta que les cayó encima, lo que se les avecinaba. Los dos dominicos nombrados comenzaron a actuar en Sevilla a mediados de 1480. A los pocos días empezó la desbandada de los judaizantes a las tierras de señorío fuera de la ciudad. Y el 1 de enero de 1481, los inquisidores escribían a los nobles de Andalucía pidiéndoles ayuda para cumplir su santo oficio. Los afectados sabemos que se propusieron resistir con armas y apoyados por correligionarios, introducidos ya en beneficios de la Catedral y en el Ayuntamiento. La noticia corrió por toda Andalucía y por Castilla como un relámpago.

Basta aludir a dos inmediatas reacciones. Primera, la de Hernando del Pulgar, converso y cronista de la Reina. Dirige una carta al cardenal, y en ella lamenta el proceder de los inquisidores con sus hermanos. Por supuesto que él sabe que es la Reina quien lo ordena, pero hasta ella no puede levantarse: ataca a los oficiantes y a la mala conducta de los cristianos viejos:

–Algunos que pecan de malos, y otros y los más porque se van tras aquellos malos, y se irían tras los otros buenos si los hubiese. Pero como los viejos sean allí tan malos cristianos, los nuevos son tan malos judíos.

Propone enviar a Andalucía buenos conversos que sean ejemplo y capten a los no tan buenos, es decir, propone medios pastorales. A esta carta se contestó de forma anónima desacreditando a Pulgar y defendiendo el castigo a los conversos, «porque es mejor entrar en el paraíso tuerto que ir al infierno con dos ojos». De otro modo, adhiriéndose a la estupidez de que las sanciones y el miedo al castigo y a la sanción es lo que de veras convierte.

Otro interviniente en la polémica fue Ramírez de Lucena, conocido converso y muy buen diplomático. Dirige una carta a los Reyes contra la violencia de los inquisidores:

–No se debe castigar a los conversos porque son muchos, y los adultos bautizados por miedo no reciben ni sacramento ni carácter, como los niños bautizados bajo condición o sin consentimiento de sus padres. Se debe tratar a los conversos como a infieles, no como a herejes…

Y le responde un letrado de la Reina, Alonso Ortiz, que contestaba mal a esta objeción. Se basaba en que siempre se había tenido por herejes a quienes recaían en los ritos mosaicos.

Pero siempre no quiere decir con razón. Su conclusión era que a los conversos no se les puede ir con halagos y razones, sino con castigos.

En realidad hubo una queja global contra los inquisidores: no guardaban el orden ni el derecho, encarcelaban injustamente a muchos, los sometían a bárbaros tormentos, los declaraban injustamente herejes, despojaban de sus bienes a quienes condenaban al último suplicio… Sixto IV, por eso, decidió revocar la facultad concedida a los Reyes, encomendándola a los obispos; pero los Reyes insistieron. Y el Papa consintió en que los dominicos continuasen en Sevilla, pero sometidos al arzobispo. Todo era consecuencia de las malas relaciones entre la Santa Sede y el trono a causa de la provisión de ciertas sillas episcopales, de ciertas exigencias fiscales de la Cámara Apostólica sobre beneficios de Castilla, de que el Papa se había enfrentado al Rey de Nápoles, y los Reyes habían tomado el partido del segundo… En definitiva, motivaciones muy celestiales, todas ellas ligadas -cuándo no es Pascua en diciembre- a la economía. Los Reyes transigieron en parte, mas sin conseguir nada. El Papa nombra a siete dominicos dependientes de la autoridad episcopal, entre ellos -¡horror!– a Tomás de Torquemada. Más: concedió un perdón general a los conversos sevillanos; exigió que se publicasen los nombres de los testigos de acusación, que hasta entonces se había considerado innecesario; y que se admitiesen las apelaciones a los tribunales romanos. Yo he tenido ante mí las cartas intercambiadas. (Perdóneseme que insista, pero es un asunto que me toca demasiado de cerca.) El Rey Fernando escribió una en que no perdía todavía la compostura. La Reina escribió otra carta parecida. Ambas llegaron a manos del cardenal vicecanciller. Se llamaba, por casualidad, Rodrigo de Borja. Él organizó las cosas de manera que ganaran sus Reyes. Sixto IV, qué iba a hacer, escribió un breve Venerabilis frater, animándolos a seguir la obra comenzada. De qué representantes de Dios dependemos los hombres.

El tribunal, así implantado, se asentaba y crecía. Pero siempre sospechoso y confuso. Dice Hernando del Pulgar:

–Hallóse en algunas casas que el marido guardaba algunas ceremonias judaicas, y la mujer era buena cristiana; y un hijo era buen cristiano y otro tenía opiniones judaicas; y dentro de la misma casa había diversidad de creencias y unos de otros se encubrían…

Y sucedió que Fernando quiso contagiar el Tribunal a la Corona de Aragón. Pero era en los malos tiempos con Roma. Así que empleó otro camino: consiguió que el general de los dominicos, Silvio Casetta, nombrase inquisidor general a Gaspar Jutglar, y lo facultase para nombrar inquisidores delegados a los que el Rey presentara, y les renovaba el nombramiento apoyado en la bula desacreditada por el propio Pontífice el 1 de diciembre del 78. Esto era del todo irregular, pero los Reyes se arriesgaron a cometer tal usurpación de poderes. Si hablo de ello es para que se vea cómo, desde el principio, todo en la Inquisición fue impresentable y, por descontado, Isabel una santa Católica, Apostólica y desde luego Romana. Por las bravas. Enterado de lo anterior Sixto Iv, todavía en un mal momento, corrigió estos abusos el 18 de abril de 1482, con una bula a la que obedeció el General de los temibles dominicos. En esta ocasión, en vez de arrebatarse, el Rey contestó:

–Si los inquisidores no fuesen nombrados por los monarcas, ningún bien ha de esperarse en la materia… En tiempos cercanos, cuando ni nosotros ni nuestros predecesores no nos entremetíamos, tanto creció la herética pravedad y el contagio de semejante morbo en la fe cristiana, que muchos que eran tenidos por cristianos, fueron hallados que no sólo no vivían como cristianos, pero aun sin ninguna ley.

Y existe un texto del mismo Fernando, dirigido a su bastardo el arzobispo, advirtiéndole cómo debían ser los sermones que se predicaran desde los púlpitos:

–Que entiendan más en amonestar y persuadir cosas de Dios y virtuosas que en concitar escándalos.

No tengo que decir que, cuando se acabaron las peleas económicas con el Papa, toda oposición curial romana se extinguió. A esto sí que puede llamarse ejercer el poder absoluto en cuerpos y almas.

Tal es así que, aún en 1488, surgen dificultades con Inocencio VIII, por la ofensiva que le elevaron los conversos. El 15 de diciembre los Reyes le escriben a través de sus diplomáticos:

«Todo sale de la misma fuente a fin de revolvernos contra Su Santidad, e indignarnos con ella y a ella con nosotros. Y que parezcamos tan injustos, que de aquí se infiera ser, por consiguiente, también injusta la Inquisición.»

Y siguen los desencuentros. Si lo cuento es para que se vea el interés personal de la Reina Católica. Tanto, que le escribe al Pontífice:

«Su Santidad no muestra fervor ante la Inquisición, porque, si lo tuviere, no daría lugar a tales turbaciones. No puedo creer que el Pastor Universal y cabeza de la Cristiandad se deje influir por los émulos, acepte sus razones y no escuche las mías, motivadas por la exaltación de la fe… El Papa está más obligado a remediar los peligros de herejía y me resisto a que envíe cartas favoreciendo a los herejes. El caso es que debemos osar morir, y no es mucho osarlo y escribirlo.»

Quería la Inquisición con todas sus fuerzas, a pesar de todos los Papas de este mundo y del otro. Y la consiguió. Y consiguió, por medios nada santos, que las causas todas terminaran en Castilla, sin posible apelación a Roma. Quod erat demostrandum. Y no cualquier Inquisición, sino una con elementos nuevos y sustanciales: aceptar las delaciones infundadas, interesadas o calumniosas sin la menor resistencia; negación total a dar los nombres de los testigos contra el reo, produciendo una absoluta indefensión. Esto es lo que quieren los Reyes a costa de todo, incluido el favor a los acusadores gratuitos o injustificados y el perjuicio desalmado hacia el reo.

¿Cómo dejar de pensar en la codicia de estos Monarcas, que buscaban la solución de sus problemas económicos con el dinero de los conversos judaizantes y de los judíos no conversos? Y no hablo de queda institución nefasta se costease a sí misma, sino de los ingresos que revertían a la Corona engrosando sus arcas:

La confiscación de bienes, muebles e inmuebles nada más incoado un proceso. Y si el reo resultaba condenado a muerte, pasaban a propiedad real.

Penitencias pecuniarias, como castigo por delitos que no eran de muerte.

Conmutaciones o cantidades pecuniarias con las que los penitenciados podían redimir ciertos castigos.

El indulto del reo mediante el pago de una suma, llamado reconciliación.

La habilitación general: indulto para todos los conversos entre los años 1495-1497, llamada así porque, tras pagar una cantidad proporcionada y señalada por los inquisidores, se consideraba hábil al converso y sin infamia legal.

Estos aspectos mercantiles de la Inquisición no incluían los impuestos que pagaban, ya antes y después, los judíos al erario. La prueba de cómo se llevaban las cuentas, de las filtraciones y apropiaciones indebidas se amontonan por millares. Y hubo ya algo tan llamativo que se incoaron procesos por comisiones y desfalcos importantes. A Juan de Uría, por ejemplo, se le acusó de haber defraudado a la Inquisición un millón y medio de maravedís. Todo a su alrededor era corrupto.

Por confiscación, pasaron a la Corona los bienes enteros de varios centenares de condenados, superando un número de varios millones de maravedís. Las penitencias o multas excedieron los dieciséis millones y medio. Por las conmutaciones es difícil saber cuánto ingresó el fisco real. Isabel recibió en reconciliación a conversos desde los primeros momentos. Incluso se empeñó en tener facultad apostólica para poder hacerlo en secreto, y así no tratar con el mismo rasero a todos los judaizantes, lo cual es la mejor prueba de la mayor injusticia. Hasta el punto de que Roma se dio cuenta de tales aprovechamientos, e Inocencio VIII le dio facultad para reconciliar a cincuenta conversos en 1486, y se la renovó en 1488. Pero no a más. Y advirtiendo que se trataba de un rito eclesiástico que debía realizarse por los inquisidores aunque fuese a personas señaladas por la Reina o los Reyes. Y por si fuera poco, la Reina concedió reconciliaciones generales cuando le hizo falta más dinero. De ellas, cinco probadas antes de 1490, previo pago de la cantidad estipulada por los inquisidores. Una de estas reconciliaciones, de 1497, muy importante. Se quiere amortiguar el ruido del Santo Oficio, crear bases de convivencia y, sobre todo, conseguir medios para amortizar la guerra de Granada. El nuncio se lo advertía a Alejandro VI, el Rodrigo de Borja ya Papa, previniéndole que pensaba sacar muchos millones y que no debían concederles ese privilegio sin que se prestase a Roma «algún servicio». Sea como quiera, el fisco se benefició en más de catorce millones y medio de maravedís.

Quizá se entienda que insisto demasiado en este tema; pero es que me llega al fondo del alma. Con él están relacionadas otras derivaciones: los estatutos de limpieza de sangre, pongo por caso, que servían para cerrar la puerta de los oficios civiles y de los beneficios eclesiásticos y hasta a la profesión en ciertas instituciones religiosas. Todo el pavoroso tinglado de la Inquisición se sostenía sobre el imaginario prestigio de la Reina. Al morir ella, corrió un gran peligro. El proceso de fray Hernando de Talavera, la sospecha sobre Diego de Deza, la maldición del inquisidor cordobés Lucero, que se enfrentó hasta con su madre, y el nombramiento a la cabeza de todo de Cisneros podían considerarse como un intento de que no hubiese conversos, «lo cual es manifiestamente contra la santa fe católica».

Con toda intención no quiero hablar de los autos de fe, de los braseros, de las quemas en verdad o en efigie. Eso aún sucede en nuestros días, y yo mismo he sido víctima de los terribles abusos de la Inquisición y de la utilización que de ella hace la injusticia real cuando le es conveniente usar ese fuero, más general, en lugar de otro cualquiera. Por más estricto, o por más abarcador de límites y fronteras, de fueros y contrafueros. Cuando al que manda le conviene, usa el Santo Oficio, tan elevado sobre los reinos, en lugar de los tribunales civiles. También mi efigie ha sido incinerada.

La Reina tuvo hijos fundamentalmente para colocarlos en tronos elevados y poderosos que pudieran beneficiar al suyo propio. Hay un momento en que el duque de York, por medio de su embajador, le pide una hija para su reino. Los Reyes contestaron a través del embajador suyo:

–Diréis al Rey de Inglaterra que nosotros ya no tenemos hija para dar al Rey de Escocia.

Si no, lo hubiesen hecho encantados. Los hijos, y las hijas sobre todo, estaban al servicio del Estado, no importando nada su libertad y su consentimiento. Doblaban la cerviz, y recibían la garantía del sacramento que convertía a dos en una misma carne y fundía los reinos. Lo que sucede es que los Reyes Católicos intentaron inundar de hijos suyos toda Europa; pero algo sucedió por lo que se estrellaron. La muerte empezó en ellos su recolección, como si se cumpliese en su caso la amenaza hebrea, que tanto odio les suscitó, de que los hijos pagan la culpa de sus padres. Hasta tal punto que Isabel estrenó el color negro como luto, que antes correspondía simplemente a la sarga, esa tela de mala calidad que lo significaba.

Isabel no había escarmentado en su propia vida. En torno a los matrimonios de sus hijos, acompasada con Fernando, el práctico inventor de los embajadores, ve la solución de los mayores problemas: las paces con Portugal, las relaciones con el reino de Navarra, la encerrona que se pretende hacer frente a los alardes de Francia con Carlos VIII y sus pretensiones sobre Italia, el trono inglés, la influencia en el Norte de Europa… Los Reyes aspiraron a los mejores partidos para sus hijas y les fijaron altas dotes codiciables. Hasta el extremo de que aparece un concepto peculiar en el presupuesto del reino: los empréstitos para el casamiento de las infantas (equipamientos especiales, vestidos, riquísimas vajillas y dotes, en torno a los doscientos mil o trescientos mil escudos de oro, para entregar en tres plazos desde el día de la consumación del matrimonio). Para actuar con mayor libertad, Isabel, recién conquistada Granada, obtuvo del Papa un breve que la autorizaba a concertar cualquier matrimonio, dispensado en todo caso el impedimento del segundo grado de consanguinidad. Eso sí que lo aprendió de su propia y fraudulenta boda.

La primogénita Isabel es casada con el heredero de Portugal, hijo de Juan II. Esa boda suavizaba las consecuencias de la guerra de sucesión, y no perdía de vista a la Excelente Señora ni a la clausura de su convento. Isabel tuvo de su parte a la Corte portuguesa, lo que satisfacía a su madre loca, que la adoraba. Pero la satisfacción se vino abajo como se vino abajo de un caballo, matándose, el príncipe Alfonso. Isabel, la primogénita, hubo de volver a Castilla. La sucesión portuguesa se aquietó, por encima de las vacilaciones del Rey, y le sucedió su primo Manuel I, al que apoyó la Reina católica. La viuda de Castilla fue la elegida, entre ella y su hermana menor María, por el nuevo Monarca. La condición que impuso ella para casarse fue la expulsión de los judíos portugueses, sin duda por indicación materna. Las ceremonias del primer matrimonio se hicieron en Sevilla en 1490; ahora, en noviembre de 1496, en Burgos, si bien a través de procuradores. La pareja tuvo que hacerse cargo de la sucesión de Castilla y Aragón, a la muerte del príncipe don Juan, único hijo de Isabel y Fernando. Éste había contraído matrimonio en una doble boda que entusiasmó a Europa: el heredero de Castilla y Aragón, el joven don Juan, casaba con Margarita de Borgoña y de Austria, hija del archiduque Maximiliano. Con este joven hijo, bastante poca cosa, sus padres habían apostado fuerte desde su nacimiento: casi recién nacido, para asentar paces con Portugal; con cuatro años, con la heredera de Navarra; luego, con la primogénita de Nápoles; en 1490 se trató su boda con la princesa de Bretaña; y, por fin, en 1491, se habló de la definitiva consorte. Ya había sido declarado Príncipe de Asturias. Y sus documentos van emparejados con la otra boda acordada: la de la infanta doña Juana, con Felipe, al que ya llamaban el Hermoso, hijo mayor de Maximiliano y hermano de Margarita. La infanta no había cumplido aún los diecisiete años y era lozana y atractiva; su futuro marido tenía diecinueve, y también lo era. El gasto que supuso el traslado marítimo de la infanta alcanzó la exorbitante cifra de más de cincuenta y un millones y medio de maravedís. El amor que los unió fue a primera vista: tanto, que la ceremonia tuvo que celebrarse a la mañana siguiente para que ellos pasasen esa noche uno en brazos del otro.

Margarita de Austria llegó a Castilla a bordo de la flota de Flandes. La salió a recibir Isabel la Católica, gélida y protocolaria. El matrimonio de don Juan, endeblito, sin mucha gracia y tendente a la tartamudez, y la archiduquesa, culta e inteligente, seductora y fuerte, se celebró en Burgos el 14 de abril de 1498. Consistió en una larga luna de miel que duró hasta el 4 de octubre del mismo año, fecha en que murió el jovencísimo príncipe heredero. Pedro Mártir de Anglería, una de las cabezas pensantes mejor del reino, al percibir el desmejoramiento del muchacho a fuerza de no cesar en sus relaciones sexuales, dio cuenta a la Reina para pedirle una cierta separación de cuerpos. Isabel sólo dijo:

Quos Deus coniunxit homo non separet.

Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre: el mismo lema que tenían las monedas de un cuarto de real. Y así sucedió. Los Reyes estaban en Extremadura para hacer entrega de la princesa Isabel a su segundo marido. Acudió Fernando a Salamanca, que formaba parte del señorío del príncipe, y lo asistió en su muerte. Luego partió para acompañar a la Reina en la jura, como nuevos herederos de Castilla, de los Reyes de Portugal. En esta ocasión Isabel, la hija, estando en Alcalá de Henares, dio a luz al príncipe Miguel, pero murió ella de sobreparto. Por tanto, la sucesión ahora pendía de un recién nacido. Y, a pesar de todo, los Reyes se negaban a no tener en Portugal una infanta castellana que evitase la tentación o las aspiraciones, si aún las tenía, de la Excelente Señora. Casaron al viudo don Manuel I con María de Castilla, y sus capitulaciones fueron firmadas en Sevilla. La descendencia de esta pareja fue numerosa. Una hija suya, Isabel, fue luego Emperatriz y Reina de España como esposa del Emperador Carlos, primogénito varón de Juana y Felipe, nacido el día de San Matías del año 1500. Entre otras ponderaciones hechas al nacer, destacaba una profética: In te speramus. El hijo del Rey de Portugal murió con dos años estando en Granada con su abuela Isabel, la más Católica de todas las Isabeles. Ella, acaso por primera vez en su vida, no supo hacia dónde mirar.

La hija menor de Fernando y su señora fue prometida, desde niña, a la Corte de Enrique VII de Inglaterra. Para ello adiestran a la infanta, en Castilla, el deán de Glasgow, y en Londres, los embajadores Puebla y Fuensalida. Para embarcar en La Coruña, pasó por Santiago, y en la ceremonia de honor al Apóstol, cayó desde el gran incensario un ascua sobre el regazo de Catalina, que vestía de blanco. No sé si alguien pensó que eso era un mal augurio, como tampoco lo pensó a su hora, en el mismo lugar, Felipe II y su Armada Invencible. La infanta redondeaba con su matrimonio la incorporación de Inglaterra a la Santa Alianza, como los Reyes habían prometido, contra Francia. También habían prometido la adhesión de Escocia, pero ya no les quedaban más hijas por casar. La vida de esta infanta Catalina fue de una indecible dureza en Inglaterra. Primero casó con el heredero, Arturo, sin consumar al parecer el matrimonio. Luego vivió aislada, porque don Fernando, su padre, queriendo utilizarla, no le permitió casarse con el Rey ya mayor, Enrique VII, puesto que quería una hija Reina y no viuda de Rey. Pasó años de terrible penuria; llegó a sufrir hambre; de España no mandaban dinero porque la dote había sido pagada. Después de mucha soledad y sufrimiento, que le agriaron al carácter, casó con su cuñado, si así puede llamarse, Enrique VIII. Tuvo una hija, la futura Reina María Tudor, que nació agriada y más fea que picio, que casó no con su primo Carlos el Emperador, a quien estaba prometida, sino con su sobrino segundo, Felipe II también.

Leyendo estas notas, cuyo cumplimiento duró varios años, se ve que Isabel fue afortunada en la ascensión al trono: ahí ella misma eliminó a quien le estorbaba. Pero fue muy desgraciada en la sucesión al mismo, en la inmediata al menos. Y a la larga quedó en manos de su nieto Carlos, que inauguró otra dinastía, la de los Habsburgo, puesto que los Trastámara se eliminaron unos a otros solos. Y quienes nacieron para dar más gloria a España naufragaron en el hostil mar de la muerte. Y quien pareció que daría más gloria al Dios de sus mayores, la casada con el Defensor Fidei, fue la ocasión de que ese defensor de la fe, Enrique VIII, desoyese las voces de la Iglesia y se erigiera él mismo en cabeza de la de Inglaterra, provocando el tremendo cisma anglicano, con tal de cumplir su deseo por Ana Bolena y su aversión a la arisca y seca Catalina de Aragón, a la que entre todos habían convertido en una triste estantigua.

Isabel, después de tanto azacaneo y tanta amargura, murió extinguiéndose lentamente, entre las once y las doce del día 24 de noviembre de 1504. Después de nombrar a su marido Gobernador general de todos sus reinos, en ausencia de su hija Juana. Y, si ésta no podía ni quería gobernar, la autoridad debía recaer en su hijo Carlos, siempre que hubiese cumplido veinte años. Ni siquiera eso pudo ser. En esa agonía estaban presentes su marido y aquel que le otorgara los últimos sacramentos, que no fue su confesor Jiménez de Cisneros. En Medina del Campo había varios prelados, los letrados de su Consejo y los doctores que la atendieron en su enfermedad. Todas sus hijas o la esperaban en la muerte o estaban lejos, ninguna feliz y muy distintas unas de otras en sus vidas y en sus anhelos y en su corazón. En Bruselas, en Lisboa, en Londres…

Fernando empuñó con rotundidad el timón de una nave que atravesaba rápidos peligrosos. A ellos aludió Marini, un cortesano:

–No sin causa hubo temor, especialmente el de la gente que deseaba vivir en paz y sosiego. La cual en gran medida temía aquellos alborotos y las guerras de nuevo y que fuesen peores que antes habían sido.

No se podía consentir un vacío de poder. Sin embargo, Fernando era Rey de Aragón, que nunca fue muy bien visto en Castilla, y los castellanos, soberbios y engreídos. Y la heredera Juana, ya tachada de loca. Y su marido, extranjero y esquinado, que miraba con altivez el reino de Castilla, donde ni siquiera había podido cazar elefantes ni jirafas ni tigres, que tanta ilusión le hubiese hecho encontrar en Granada. Y su heredero no había cumplido ni los cuatro años. Y el abuelo español y los nobles de Castilla sentían preferencia por su hermano Fernando, que tenía dos años, y había nacido en Alcalá y no había puesto un pie fuera de España nunca… Tanta lucha para dejar después un porvenir tan incierto.

No extraña que, dadas su astucia y su prudencia tan de El Príncipe de Maquiavelo, se presentara Fernando en el convento donde estaba encerrada la clarisa Juana de Castilla, la Excelente Señora, para solicitar su boda con ella. Era otra forma de reconocer que esa monja había sido siempre la verdadera Reina. Supongo que la larga carcajada que soltó se sigue oyendo en los claustros del edificio. Ahora, cuando ella tenía cuarenta y tres años y había sido perseguida y acorralada, venía el marido de quien la persiguió y la acorraló a pedirle su mano. No quiso recibirlo. Aún le quedaban veinticinco años de vida. Si es que podía llamarse así a aquello que le habían obligado a sobrevivir.

La noticia de la muerte de su madre la recibió Juana con Felipe en Bruselas. Felipe el Hermoso sin ninguna complacencia. Cuando habían estado aquí para ser jurados como herederos, el país le había parecido caluroso, ácido, antipático y aburrido. El idioma, ininteligible y duro; las costumbres, insoportables; las modas, feas y rígidas. El ceremonial borgoñón era muy complicado, pero a la vez teatral y gracioso, como un baile que se observa con cierta displicencia por ver si quien baila se equivoca. Las fiestas de toros, las danzas, las bebidas de Castilla, todo era para él duro e inaguantable. De ahí que aprovechara una ocasión medio inventada para regresar a Gante, dejando aquí, por descontado embarazada, a su mujer, esta vez de ese hijo Fernando. Ella empezaba ya a dar muestras de unos celos infernales y enloquecedores. Y ahora, después de esa noticia, tenían que volver para reinar en un reino desconocido, sobre gente desconocida y junto a un viudo que seguía siendo Rey de Aragón y además un enemigo irrenunciable suyo, que lo miraba desde arriba con una displicencia que el archiduque no quería ni se autorizaba a tolerar. Pero, por otra parte, él no estaba dispuesto a que su suegro administrase las posesiones, pensaba que muy ricas, de Juana. Y aún menos cuando ya sabía que su madre, en el testamento, dejó dicho que los extranjeros no acapararan los cargos del gobierno de Castilla. ¿En qué clase de títere iba él a transformarse?

Fernando y Felipe, por separado, presionaron a la pobre mujer en que Juana se había convertido, para que delegara en ellos, por separado, el gobierno de Castilla. A través de un secretario, el padre consiguió una cesión escrita, que interceptó Felipe y la rompió tirándole los pedazos a la cara a su esposa, y a continuación, hizo que no quedase duda de su voluntad de enamorada. Y le dictó:

–Puesto que en Castilla pretenden deshacerse de mí, con el pretexto de que tengo falta de seso, he de decir que no me admiro de los falsos testimonios que han lanzado en contra mía. Lo mismo hicieron los judíos con Nuestro Señor. – ¿No era zorro?-. Yo os ruego y mando que habléis a todos para que sepan que, aunque yo me sintiese como ellos querrían, no habría yo de quitar al Rey, mi Señor, mi marido, la gobernación de estos reinos y de todos los del mundo si fuesen míos, ni le dejaría de dar todos los poderes que yo pudiese, así por el amor que le tengo como por lo que conozco de Su Alteza. Espero en Dios que muy presto seremos allá, donde me verán mis buenos súbditos y servidores. Yo, la Reina.

Fernando, pensase como pensase, con honradez había hecho proclamar como Reyes a Juana y a Felipe, primero en Medina y luego en las Cortes de Toro. Pero de nada sirvió para aplacar las inquietudes. Fernando tenía demasiadas enemistades en Castilla. Felipe, a quien apoyaban todos los descontentos, encabezados por don Juan Manuel, embajador de Castilla con Maximiliano, procuró su viaje a España y trató de buscar apoyos exteriores que desconfiadamente consideraba imprescindibles. Empezó con Luis XII de Francia, cuyas relaciones con España no eran buenas. Sin embargo, no eran tan malas como los sentimientos que Felipe albergaba por su suegro, sobre todo después de haber sorprendido la carta de su esposa en la que le confiaba su voluntad de que siguiera siendo Regente del reino de Castilla. A raíz de esto, estableció un círculo de vigilancia alrededor de Juana, lo que la perturbó aún más de lo que estaba.

Pero Fernando era zorro viejo y movió bien las fichas de su ajedrez. El 12 de octubre de 1505 confirmó con Francia un acuerdo del que era prenda su matrimonio con Germana de Foix, sobrina del Rey francés. Se trataba de una decisión estremecedora que, sin duda, hizo temblar en su tumba los huesos de Isabel. Porque amenazaba con romper la frágil unidad a costa de tantos males conseguida. Pero, de momento, le salvó la cara al Rey. Felipe quedaba desarmado y, por iniciativa de don Juan Manuel, inició otra ronda de negociaciones. Éstas cristalizaron en la Concordia de Salamanca, que introducía en realidad un gobierno de tres personas: Fernando, Juana y Felipe el Hermoso. El Rey Católico creyó que con ello eliminaba la fuerza del partido borgoñón.

Pese a todo, Fernando se atiborraba de cantáridas, turmas de toro y todo afrodisíaco que encontraba al alcance de su mano para engendrar un heredero en su gruesa esposa, a la que llevaba treinta y cinco años. Engendrarlo era romper toda la larga labor de su reinado junto a Isabel, y dar en el palo del gusto al señor de Belmonte, don Juan Manuel, y al duque de Medina Sidonia y al de Alba y al conde de Benavente. Pero que su intención era tener un hijo estaba claro. Y la gruesa y algo coja Germana de Foix, que aún no tenía diecinueve años, era bastante aficionada, como demostró en sus dos matrimonios siguientes, a los juegos de cama. Ante la dificultad de Fernando, tropezó con la colaboración de un paje joven como ella, llamado Íñigo de Loyola que, a fuerza de roces y entradas, la dejó en estado de no se sabe si buena o mala esperanza. Por fin iba a tener Fernando un hijo, que heredaría los reinos de Aragón, Nápoles y Sicilia. Que no fuera suyo era lo de menos. El hijo nació el 5 de mayo de 1509, ya muerto Felipe el Hermoso, y recibió el nombre de don Juan de Aragón. Por fortuna, murió muy poco después, y todas las gentes atribuyeron su muerte a la consecuente debilidad de un hijo de un padre viejo.

Pero las cosas no fueron como imaginó toda Castilla y buena parte de Aragón. Hubo alguien que ordenó la muerte de ese niño, que iba a partir por medio todas las ilusiones, los esfuerzos, las renuncias, los peligros hasta de perder la gloria eterna, que la unión de Castilla y Aragón había costado. Fue un personaje que había trabajado en la sombra; que había hecho y suscitado guerras, corrido peligros, renunciado a la paz interior y exterior. Ese personaje se llamaba Francisco Jiménez de Cisneros, y era, como no podía ser de otra forma, arzobispo de Toledo, y se había mantenido en su puesto, también por la Regencia de Castilla, con el Rey don Fernando. En cuanto a Íñigo de Loyola, fue despedido en silencio del lado de la Reina Germana, y vivió después otro incidente, decisivo para él. En el sitio de Pamplona cayó herido, con una pierna rota; pero no fue una herida de guerra, sino porque estando en brazos de otra casada, entró en la casa su marido, y él se vio forzado a saltar por una ventana. Su pierna no resistió el salto. Y la recuperación sí es cierto que le dio ocasión de ilustrarse leyendo vidas de santos y reconociendo que la suya, hasta entonces, había sido una triste porquería. Después llegó a ser Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Pero continuó equivocándose. Porque el día que conoció a un Felipe II joven sintió la impresión de que el aura, el aire y el olor que emanaba de esa persona eran pruebas de una evidente santidad. El buen señor tenía mal olfato.

Pero sigo con Felipe el Hermoso. Fernando se equivocó al calcular que había desbancado a su yerno. Éste salió de Flandes con una gran escuadra camino de Castilla. Pero una tempestad lo arrojó contra la costa inglesa, y allí, durante tres meses, fue huésped de honor de su cuñado Enrique VIII. Y allí también demostró su inexperiencia, tanto política como humana, con unos acuerdos comerciales desfavorables y otros acuerdos matrimoniales -tenía varias hijas- concertados con el monarca inglés. El 28 de abril de ese año de 1506 llegó a La Coruña, donde Fernando no lo esperaba, ya que su yerno quiso engañarlo en el lugar de su desembarco para poder hablar, sin que él fuera testigo, con los nobles quejosos del Regente, que le aguardaban, cada vez más numerosos desde su boda con Germana. Las tropas alemanas que lo acompañaban aumentaron con las de Nájera, Villena y el propio condestable Juan Manuel. Todo olía a las algaradas de los reinos anteriores, que habían parecido olvidadas para siempre.

Más tarde, las conversaciones entre Felipe y Fernando fueron largas, tirantes e interrumpidas, hasta que cristalizaron en una entrevista realizada en Sanabria, en la Alquería del Remesal, entre La Puebla y la aldea de Asturianos. En ella fue, una vez más, Cisneros quien actuó de mediador, pues sus relaciones no estaban en su mejor momento. El Católico renuncio allí a su cargo de Regente, contentándose con la administración de los Maestrazgos y con las rentas asignadas a él en el testamento de su mujer. No era poca cosa. Una vez más, en último término, todo tenía una traducción en dinero. Al mismo tiempo se puso fin a unas tensiones que abarcaban un espacio mucho mayor que aquel que entre los dos, Fernando y Felipe, cabía: se declaró la incapacidad de doña Juana. Aún celebraron otra entrevista ambos personajes, cuya antipatía creciente era manifiesta, en Renedo, cerca de Valladolid. Desde allí, Fernando salió hacia Nápoles y Felipe hacia su propio reinado. Fue demasiado breve.

La mayor aspiración, para verse liberado, era la declaración de locura de su esposa para la cual existía el precedente de la Concordia de Salamanca. Pero las Cortes convocadas en Valladolid se negaron. A pesar de todo, Felipe gobernó con libertad por sí mismo, y se ocupó de dar cargos, prebendas y mercedes a sus favoritos: lo que había temido Isabel, y lo que volvió luego a suceder con su hijo Carlos. Sólo en un punto mostró una loable firmeza: en el castigo de Diego Rodríguez Lucero, aquel mortal inquisidor de Córdoba, que tantos trastornos, consentidos por quien no debió hacerlo, había ocasionado, actuando no sólo contra judíos y judaizantes, sino hasta contra fray Hernando de Talavera, quizá la persona más íntegra del reino entero. Pero ni los esfuerzos realizados, en otra dirección, por Cisneros bastaron para detener la alegre y sin sentido generosidad del Rey. No duró mucho: la detuvo la muerte. En Burgos, acalorado después de una partida de pelota, bebió un vaso de agua helada. El vaso, que contenía algo más que agua y frío, le produjo una enfermedad que le llenó el cuerpo de manchas oscuras y lo empujó en unos días al sepulcro. Fue el 23 de septiembre de 1506. Tenía veintiocho años.

El cadáver, llevado primero a Miraflores, fue paseado más tarde por Castilla en compañía de su enloquecida esposa, para la que su vida y su cabeza habían perdido todo sentido. Si le quedaba alguno. Por fin fue instalado en Santa Clara de Tordesillas donde la amante doña Juana pasó el resto de sus largos días, acompañada mucho tiempo por su hija más pequeña, Catalina, que salió para ser princesa en Portugal. Todavía hoy es un misterio quién puso veneno en aquella agua helada. ¿Fernando? ¿Cisneros? ¿O quizá los dos de común acuerdo? Esto es lo más probable. Hay quien apostaría por una pócima suministrada por el mismo médico judío que le proporcionaba a Fernando sus comidas y bebidas afrodisíacas, si bien con mayor éxito. Y quizá nos dé una señal el que, cuando Fernando regresó de Nápoles, para cortar y llenar este hiato que se produjo en el gobierno de Castilla, se encontró con una Junta de Regencia, integrada por cuatro castellanos y dos extranjeros, que presidía Cisneros. A éste, Fernando le entregó el capelo cardenalicio que le traía como prueba de agradecimiento o de complicidad desde Roma. Y el cardenal, a cambio, le entregó a Fernando la Regencia.

Pero hasta llegar ahí habían sucedido muchas desgracias. Parecía que las antiguas banderías volvían a enfrentarse. Todo el ambiente olía a discordia y a guerra civil. El vacío de un poder fuerte, al que los castellanos estaban acostumbrados, llenaba las ciudades. Los nobles no sentían el freno que estaban hechos a tascar y, para colmo, el periodo se llenó de calamidades públicas como no se recordaba otro desde la peste negra de 1348. Dos cosechas pésimas, las de 1506 y 1507, seguidas de plagas de langosta en los años siguientes dejaron al país hambriento y sobrecogido como si el cielo estuviera castigando un mal comportamiento. La geografía y las gentes recordaban la expulsión durísima de los judíos y se estremecían. «Despoblábanse muchos lugares; andaban los padres y las madres con los hijos a cuestas, muertos de hambre por los caminos, y de lugar en lugar, demandando por Dios, y muchas personas murieron de hambre, y eran tantos los que pedían a Dios que hacía llegar cada día a una puerta veinte o treinta personas, de donde quedaron infinitos hombres en pobreza, perdido todo cuanto tenían para comer.» El país habitaba, según se ve, en la desesperación. Ante este caos, el cardenal convocó Cortes en Burgos y pidió que se aceptase el testamento de Isabel, entregando la Regencia a Fernando. No fue sencillo, porque quienes habían apoyado al partido flamenco y quienes habían malbaratado sus relaciones con el aragonés temían sus duras represalias. Pero en Italia a Fernando le esperaba mucho trabajo, a pesar de que su Gran Capitán, lleno de amargura por su mal comportamiento y su ingratitud, ya no estaba al frente de su ejército. Cuando volvió Fernando, se hizo cargo del reino. Y castigó, entre otros, al marqués de Priego, un joven sobrino de Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Sessa y Gran Capitán, tratándolo con singular aspereza. La causa fue haber encerrado a un emisario real en un castillo. Fernando rememoró la fuerza que había hecho necesaria el estado de la nobleza al principio de su reinado con Isabel, y no estaba dispuesto a repetir el esfuerzo. Descendió a Andalucía con un ejército, prendió y ejecutó a los colaboradores de Priego, les arrasó los castillos, los desterró y arruinó el palacio que él habitaba en Montilla. No hizo ni el menor caso a la intercesión de su tío, que le había conquistado Nápoles. Por si no bastaba, entregó al saqueo de su tropa el pueblo de Niebla, cuyo alcalde resistió a las tropas reales. Los dos desalmados escarmientos domesticaron la soberbia de los nobles.

La vida de Fernando había sido un ajetreo duro y permanente. Dentro y fuera de España. Recién llegado, le esperaba la campaña africana. E Italia otra vez, que era el centro de todas las discordias de Europa, donde hasta los triunfos desunían a los que se habían unido para conseguirlos. Maximiliano, Luis XII, el Papa Julio II, el Rey Enrique VIII, su yerno, todo era disfavor y contrariedades. A punto estuvo de volver a llamar a Gonzalo de Córdoba, porque no le dolían prendas para reclamar la atención de quien él tanto desatendió. Fernando había aprendido mucho de su esposa. Entre Ligas Santas y Ligas Santísimas, condujo los acontecimientos, con astucias y falsedades, para poder quedarse con Navarra. Francisco I de Francia, al que su nieto Carlos se enfrentaría a todas horas, le amargó sus últimos días. Muerto Alfonso de Aragón, su hijo arzobispo, volvió a pensar en su nieto Fernando, al que adoraba, a pesar de que su presencia en Flandes ya había sido requerida por el primogénito Carlos de Gante. Y a pesar de que Cisneros se oponía a cuanto contradijera el testamento de Isabel en todo caso, la muerte, como suele, cumplió bien su tarea. Camino de Guadalupe iba Fernando, y se detuvo en el pueblo de Madrigalejo, en una casa desguarnecida e indecorosa. Años atrás una adivina judía le había profetizado que moriría en Madrigal. De ahí que él no pisara nunca ese pueblo, por muchas que fueran las ocasiones en que su esposa arribaba por allí para rendir visita de amor a su madre enajenada. Quizá la adivina no distinguiera bien un nombre de su diminutivo despectivo. El caso es que allí falleció el Rey Católico el 25 de enero de 1516, en una casa en la que el frío no parecía entrar sino salir de ella.

Fernando había dejado al cardenal, por el que nunca había sentido simpatía ninguna, la Regencia del reino durante la menor edad de su nieto. Cisneros se mantuvo en el gobierno a pesar de la oposición de los nobles e incluso del infante don Fernando, no muy bien aconsejado. Y consiguió que el propio heredero, desde Flandes, confirmase, sin mucha gana, su nombramiento de Regente. La nobleza, como de todo el que mandaba, era su enemiga. Organizó contra ella una milicia ciudadana de treinta mil hombres en defensa de la autoridad de la Corona. Los nobles se rebelaron aquí y allá; pero Cisneros dominó los motines e impuso el reconocimiento de Carlos como Rey y no sólo como Regente en nombre de su madre doña Juana, ya recluida. Carlos tenía prisa en reinar. Sus consejeros, no: porque desde Flandes hacían y deshacían favores y negocios. Para entorpecer la labor rígida del cardenal enviaron, entre otros, a Adriano de Utrecht, futuro Papa. Pero no lograron influir en España. Por fin el heredero desembarcó en Tazones de Asturias el 19 de septiembre de 1517. No había cumplido, pues, los veinte años que el testamento de su abuela exigía. Cisneros quiso encontrarse con él en Mojados, cerca de Valladolid. Pero no llegó a conocer al Monarca, cuya corona había salvado y conservado celosamente. Murió en Roa, camino de ese encuentro. En él, Carlos, tenía que comunicarle su destitución.

Por fin España salió de los Trastámara. Y viva, que no es poco. Los Austrias no se inauguraron mal. No sé por qué siempre he tenido una, supongo que equivocada, simpatía por Carlos I. Quizá porque era feo, apocado y boquiabierto. El prognatismo no estaba en su mano evitarlo. Un campesino castellano que no lo reconoció en una tarde de caza, le dijo algún tiempo después:

–Cierre vuesa merced la boca que aquí las moscas son muy traviesas.

A pesar de eso, la vida fue haciéndolo curiosamente humano y bastante español. Le ocurrió lo contrario que a su hermano Fernando, nacido aquí, con su perfecto idioma castellano, con sus amigos y sus costumbres de este suelo, que acabó siendo un alemán perfecto. Y comenzó cuando Carlos, haciéndole caso a Cisneros, que lo conocía bien, lo puso en la costa y lo animó a irse de aquí, donde no pintaba ya nada y era perturbador.

Cuando Carlos llegó, era casi un adolescente, aunque un par de años antes, en Flandes, su abuelo lo había declarado ya mayor de edad. Su educación, al principio, había sido muy buena. Se encargó de ella su tía Margarita, una mujer preparada e ingeniosa. Había escrito ya su propio epitafio: «Ci gist Margote, noble damoiselle. / Deux fois marie; morte pucelle.» Una mujer que cumplió con la vida más que la vida con ella. Era tía de Carlos, por hermana de su difunto y no tan Hermoso padre. Pero la educación de Carlos, así como la de sus hermanas se debía reducir a ser buenas Reinas, flaqueaba. Por exceso de lo francés. La culpa la tuvo Guillermo de Croy, señor de Xévres o de Chiévres, que bastantes disgustos le trajo. Le escondía los libros, salvo las tristes historias francesas y españolas de sus antepasados: era, por ejemplo, bisnieto de Carlos el Temerario. Y lo rodeaba de armas y caballos, mucho más tentadores para los muchachos; pero nada de una buena educación clásica. No hay más que recordar que Le chevalier deliber, de Olivier de la Marche, era quizá su libro preferido, y lo tuvo consigo hasta en su último retiro de Yuste. El príncipe estaba rodeado de todo el arte flamenco de esos años. Cuando, recién partido para España Carlos, Durero visitó a Margarita, se quedó asombrado de aquella acumulación de arte. Entre otras cosas, el tesoro de Moctezuma, traído desde México por Hernán Cortés, y regalado a su tía por un sobrino agradecido.

Es posible que la simpatía que yo siento por él se deba a su carácter fronterizo. Hizo cosas bien y cosas mal, pero es cierto que fue el primer gobernante moderno y el último caballero medieval: algo confuso en cualquier caso. Lo mismo se ponía a la cabeza de grandes ejércitos, si la gota le daba permiso, que retaba a un combate personal al Rey de Francia. Esto último lo hizo en tres ocasiones. La primera vez que lo retó a la cara fue antes de la coronación imperial en Bolonia. Todavía estaban presos, como rehenes, en Madrid, los hijos del francés, que ni cumplía sus compromisos ni pagaba el rescate. Enrique VIII se divorció de Catalina y Francisco I se alió con él contra Carlos, con el que acababa de firmar una paz contra turcos y herejes. Por si fuera poco, él mismo lo desafió en singular combate. Carlos lo aceptó sin dudar un instante. El otro, ante el peligro, se echó atrás, aplazando y dudando ante la insistencia de Carlos de Gante.

La segunda vez hizo perder al Emperador las esperanzas de tener paz con los príncipes cristianos, y de luchar sólo con herejes e infieles, lo que era su ideal del sosiego. En esta ocasión, el gabacho le exigió el Milanesado aduciendo una falsa promesa firme. El Emperador no pudo más. Celebraba una fiesta de paz entre una concurrencia, la más alta que podía darse: el Papa y el colegio cardenalicio y todos los Embajadores de Roma. Y Carlos habla contra la pretensión de esa chinche peligrosa de Francisco I, que le había enviado al obispo Macon, y proclama su deseo de paz con la Cristiandad entera, que el francés pretende apedrear, para así marchar todos juntos contra Argel y Barbarroja. El Emperador se sube por las paredes literalmente. Asegura que, aún preso en Madrid, ante un Cristo, Francisco juró mantener con él la paz, y después hizo tratos a sus espaldas y a las de Dios con herejes y turcos. Y a continuación le negó Milán y lo desafió. Pero todo quedó en nada, por la cobardía del francés. Sólo sobrevivieron unas frases:

–¿Tengo yo, por ventura, que hacer pobres a mis hijos por enriquecer a los ajenos? Haga el Rey conmigo de su persona a la mía, que desde ahora digo que lo desafío y lo provoco y prometo comportarme con él, cómo y de la manera que a él le pareciese. Que yo confío en mi Dios, que, hasta hoy, me ha sido favorable y me ha dado victorias contra él y contra los enemigos suyos y míos, y me las dará ahora y me ayudará en mi causa tan justa.

Cierto que todas eran imaginaciones excelsas de Carlos. De ahí que, cuando el obispo Macon alegara que no había entendido nada del improvisado discurso en castellano de Carlos, éste replique:

–Pues espero que me entienda y no aguarde que yo hable en otro idioma, porque la lengua castellana merece ser conocida y reconocida por toda la Cristiandad…

Palabras, palabras, palabras, sí, pero hermosas palabras. El francés dio la callada por respuesta. Y quizá el largo e ininteligible discurso aturdió a una concurrencia desinteresada. Y Paulo III, creyendo concluida la oratoria, le instó a que su natural clemencia remitiese con cordura algo de su justa indignación. Sin embargo, con voz más alta aún, Carlos continuó:

–Si el Pontífice me niega la razón, que apoye al Rey de Francia. Si no, clamaré ante Dios para que el Papa y el mundo entero se levanten contra mi enemigo.

Hay que reconocer que en esta escena sólo hay un personaje desplazado: el del Emperador. Estaba dispuesto a defenderse, por todos los medios, contra cualquier ataque; pero lo que más deseaba era la paz. En el fondo, todos los que lo rodeaban se expresaron de la misma manera, pero pensaban de otra manera muy distinta.

La tercera ocasión en que provoca el Emperador al Rey francés y es desoído fue con el marqués del Vasto, enviado hacia el sitio de Niza y Carlos decidido a atacar a Francisco. Así se lo comunica a Enrique VIII, en aquel momento aliado del Emperador, y pone sitio a Landrecy. Supo que el francés, con cincuenta mil infantes y diez mil jinetes, llegaba a defender la plaza, resuelto -y así lo decía a gritos- a terminar con Carlos de una vez persiguiéndolo hasta el fin del mundo si fuese necesario. Acto seguido, montó su campamento. A las puertas de él se presentó el Emperador resplandeciente, lo mismo que un san Jorge feo, con su mejor armadura, para desafiarlo a singular combate. El francés, una vez más, calló: para guerrear, a su entender, ya estaban los ejércitos.

Este arrojo y esta responsabilidad asumida es lo único que me atrae del Emperador. Esta falta de empleo de la astucia, esta sinceridad y este dar la cara sin ocultarla nunca. Este hacerse cargo, una expresión castellana que él amaba. Y este irritarse hasta el cielo cuando alguien traicionaba o faltaba a su palabra.

No es necesario decir que no fue siempre así. Guillermo de Croy, el señor de Chiévres, había sido su ayo. Era amigo de todo lo francés como buen borgoñón; inteligente y ambicioso, capaz de grandes combinaciones políticas, que teorizaba en su cabeza antes de practicarlas; propenso a las intrigas y al soborno; pero, sobre todo, propenso a las rapacidades más exageradas. Y con ese plan fue como vino a España junto a su discípulo, que habían acabado de reconocer aquí mayor de edad y jurado como Rey con su madre doña Juana la Loca, sin saber palabra de castellano, y de cuyo lado habían apartado, con malas maneras, a los españoles que le fueron enviando: Juan de Lanuza, Juan Manuel, el señor de Benavente, el doctor Mata, Alonso Martínez, obispo de Badajoz… Ninguno sobrepasaba a Chiévres, y todos acababan por ser eliminados. Alguno incluso, previa reunión de lo más granado de la Orden del Toisón de Oro. Con los quince años de Carlos, concluyó la regencia de su tía Margarita, y él fue proclamado duque de Borgoña. El triunfo del presuntuoso Chiévres fue total. Y con él y su séquito llegó Carlos a España. No sin antes enviar un inmediato representante, Adriano de Utrecht, un deán de Lovaina, pausado y razonable, que llegó a Papa con su nombre y que, como es natural, duró muy poco. Había sonado la hora de hacerse con el trono más poderoso del mundo: el español. Bajo la influencia de su ratero afrancesado y de su compañía de ladrones. En la tosca y árida España no le esperaban fiestas admirables, complicadas etiquetas, tejidos de oro, frivolidades y sueños de gloria. No les esperaban ciudades ricas, paisajes luminosos, tierras fértiles como sacadas de una tabla flamenca o un códice dorado. Carlos ponía los pies en una realidad hirsuta y poco limpia, de donde ya había desaparecido -acababa de hacerlo- el cardenal Cisneros, que quizá podía haberle orientado si la vida y él mismo lo hubiesen permitido.

En el pueblo de Tazones, en Villaviciosa, recibieron sus naves, que creyeron piratas, con armas en las manos. Sólo cuando cayeron en la cuenta de que era el Rey, lo agasajaron lo mejor posible. Que era, sin duda, con comilonas fuertes, vino de mucho cuerpo y corridas de toros. Y algunos animales de menor tamaño, para decir toda la verdad. El joven rey llegaba hecho una braga, por la mar picada de la larga travesía. A pesar de tener diecisiete años tuvo que descansar, seguidos, diecisiete días. La siguiente etapa fue Treceño. Y luego, un giro en Cabezón para seguir el río Saja. Hay que añadir que no fue en Bárcena como se dijo, sino en los Tojos, donde el futuro Emperador trató de pernoctar inútilmente. En plena noche la comitiva real reanudó la marcha porque al muchacho, delicado monarca, se lo comían vivo los piojos. He tenido en mis manos esa crónica. Hasta su triunfal entrada en Valladolid, en tres al menos de los pueblos visitados -Llanes, San Vicente de la Barquera y Aguilar de Campoo- se lidiaron toros en honor suyo. En el tercer lugar, más de ochenta flamencos cayeron borrachos vomitando debajo de las mesas. Carlos pudo, si lo hubiese sabido a tiempo, darse cuenta de que había llegado a España: a la España más tradicional, entre toros y vino y piojos.

Y en medio de esta algazara, dos cartas se cruzaron: una, la última que escribió el puntilloso Cisneros: en ella le decía a Carlos que, para evitar susceptibilidades castellanas, mejor haría en enviar a su hermano Fernando a Flandes; la otra, de Carlos, no llegó a su destino, pues Cisneros murió oportunamente antes: en ella se le comunicaba su cese como Regente. El señor de Chiévres comenzaba a hacer de las suyas. Quizá, de sobrevivir, el cardenal habría sido asesinado por él, salvo que se hubiese muerto del disgusto por sí mismo. Su muerte dejó vacante el todo tiempo codiciado arzobispado de Toledo. Para ocupar su solio, a Carlos, o mejor, a Chiévres, no se le ocurrió otra cosa que sustituirlo por otro Guillermo de Croy, sobrino del primero, que contaba la avanzada edad de veinte años aún no cumplidos. Era una buena forma de demostrar en qué actitud venían los flamencos y quién mandaba aquí.

Pero antes, Carlos, con su hermana Leonor, que viajaba con él, visitaron en Tordesillas a su madre. Con Leonor había tenido un roce previo a su salida de los Países Bajos. Pese a ser su hermana mayor. Este hecho es la viva prueba de lo que podía esperar de los azares del corazón una mujer dinástica de esa época, que no ha cambiado tanto en la nuestra. Un conde palatino, Federico, vivía en estrecha colaboración con la Corte borgoñona. Era el mismo que, en un ambiente tan próximo a los libros de caballería, se acababa de enfrentar con Carlos de Lannoy por un asunto que hoy parece un tanto baladí: el conde palatino sostenía que la música palaciega no afemina a los hombres, en tanto que el otro sostuvo lo contrario. Y los dos lo mantienen lanza en mano. Federico concluye con varias heridas y muerto su caballo, pero vencedor; cómo concluiría el vencido. La princesa Leonor se deja impresionar por ese caballero guapo, esbelto, buen cazador y mejor bailarín, alegre y galanteador, y, envolviéndolo todo, caballero del Toisón de Oro. Puso sus ojos en la princesa, y parece que ella en él. El caso es que llegó a oídos de Carlos de Gante, su hermano, que descubrió miradas, oyó susurros, vio manos que tropezaban con otras manos… Todo eso y un mensaje escrito que comienza con las palabras Ma mignon. El heredero de varias coronas lo lee, y exige al conde palatino una declaración formal, en la que invoca a Dios y a la Virgen, y en la que manifiesta expresamente al heredero «pertenecer sólo a Vos y a mí». Luego ambos, él y la princesa, juraron ante testigos que no habían contraído matrimonio secreto y renunciaban a toda futura relación. El conde, a pesar de altas sugerencias, fue expulsado de la Corte. Y Leonor acompañará a Carlos a España para cumplir su largo destino, que comenzaba ahora con el trono de Portugal, y, una vez viuda, concluirá en el trono de Francia. Para eso no se le pidió ni la más ligera opinión.

Una vez en Tordesillas se comprobó el trato que se daba a una mujer Reina e inútil. Allí estaba Juana de Castilla y de Aragón ante sus dos hijos mayores que la visitaban, y con la más pequeña, que se mantenía junto a ella e igualmente presa. La madre, con su mano sobre la cabeza rubia de Catalina, se dirige a los recién llegados. La escena es de una estremecedora simplicidad.

–¿Sois de veras mis hijos? Cuánto habéis crecido… Debéis de estar cansados después de tanto viaje. Bueno será que descanséis.

Eso fue todo. La hermana menor tenía once años no cumplidos. Y ya era redondita. Vestía de aldeana. Carlos se impresionó. Antes incluso de que fuese a Portugal para ser Reina, sólo después de tres meses de conocerla, mandó retirarla de allí y tratarla como a princesa. El empeoramiento de la locura materna le forzó a devolvérsela, mejorando en algo las condiciones de su vida. Su marido fue el príncipe que más tarde sería el Rey Juan III de Portugal.

Es en Valladolid donde Carlos conoce a su hermano Fernando, de quince años. El mayor llega rodeado de alhajadas damas y de elegantes caballeros nunca vistos allí. Durante unas semanas Valladolid se anima, como lo hará más tarde, cuando nazca Felipe, el heredero de Carlos, diez años después. Los torneos son el plato fuerte de estas entrevistas. El primero sobrecogió a los vallisoletanos: los flamencos deseaban deslumbrar a los palurdos castellanos. A cada lado de la palestra, treinta caballeros resplandecientes. Primero se acometen con lanzas; luego, con espadas. Muertos la mayoría de los caballos, siguen a pie la lucha los caballeros. Cuando la sangre llega al río, el Rey manda parar la refriega; pero los contendientes tienen que ser separados por la fuerza: las cañas se han vuelto lanzas.

Por muchos que fueran los nobles españoles que besan las manos de su Rey, y por aprovechadas que fuesen sus intenciones, el señor de Chiévres vela y acecha. Y el adolescente rubiasco de boca entreabierta parece aguardar lo que reza el lema de su escudo: Nondum, Aún no. Y, sin embargo, ha llegado la hora de reinar.

Las Cortes de Castilla se reunieron el 2 de febrero de 1518. La presidencia la tiene un extranjero, lo cual levanta las primeras quejas. El representante de Burgos, el profesor Zumel, expresa el descontento general con palabras muy bravas. Algunos procuradores de Sevilla y de Valladolid, deseosos de bienquistarse con el Rey, le advierten de que se abrirá del doctor Zumel una información porque andaba pidiendo que no jurasen a Su Alteza hasta que él jurase al reino guardar sus libertades y privilegios, usos y buenas costumbres, y las leyes y pragmáticas, y especialmente que no daría oficios y dignidades a ningún extranjero ni les concedería carta de naturaleza… Así estaba ya el conflicto planteado: el Rey no debía permitir que el señor de Chiévres y otros extranjeros llevaran, como lo hacían, la moneda del reino. Ochenta y ocho peticiones presentaron las Cortes al Rey, meticulosas y lógicas: desde que a la Reina Juana se le diera el trato correspondiente hasta que Carlos casara lo antes posible, y que se respetasen los Fueros, usos y libertades de Castilla; que no se permitiera sacar oro ni plata ni moneda; que se sirviese el Rey hablar en castellano… El Rey juró tales libertades en el idioma que pudo; pero como esquivase la petición de no conceder cargos a extranjeros, Zumel le pidió que explícitamente lo jurara. El rostro del joven Rey se alteró al decir:

–Esto juro también…

No en todo caso cumpliría tales juramentos. Pero, tranquilizados los procuradores, los representantes reales pidieron un servicio extraordinario de seiscientos mil ducados aplazados en tres años. Se le concedió, y cuarenta mil se gastaron acto seguido en unos juegos. Los flamencos tenían mano larga y abierta.

Antes de salir para Aragón, donde se habían convocado ya sus Cortes, en Valladolid se hizo otro torneo. Veinticinco caballeros castellanos frente a veinticinco flamencos se enfrentaron el primer día. Los cronistas escriben que cayeron muchos, fueron heridos otros y murieron siete. Y alguno hizo el siguiente comentario: «Tales regocijos para veras son poco, y para burlas, pesados.» Tenía toda la razón. Los borgoñones no habían entrado con buen pie. El joven Rey justó contra su caballero Lannoy, y rompió tres lanzas en cuatro carreras. Luego presenció corridas de toros, invitó a inagotables banquetes a su gente, y cargó a su cuenta los gastos fastuosos… Pero la avidez de sus acompañantes era más inagotable que las arcas reales. Ya se decía por el pueblo entero: «Sálveos Dios, / ducado de a dos, / que el señor de Chiévres / no topó con vos.» Parece que el ducado de a dos era su moneda preferida. Sin desdeñar, por supuesto, el oro o la plata o las piedras preciosas con los que atiborraba los coches y los carros. Cualquier objeto de valor que caía en sus manos no volvía a aparecer jamás. Era un latrocinio incontrolable e incansable. Y, al tiempo que él, aumentaba la ira de los castellanos que se sentían robados y provocados. De Guillermo de Croy se comentaba que había limpiado toda Castilla de doblones de oro. Sólo de una vez salió de Barcelona una caravana compuesta por 300 cabalgaduras y 80 acémilas cargadas de riquezas que Chiévres y su esposa mandaban hacia Flandes.

Ésos fueron los más lamentables, responsables e irresponsables años del reinado de Carlos. Ahí no tuvo él más excusa que su edad, su mala educación y su ignorancia del carácter y la historia de sus súbditos. Ahí está la simiente de las Comunidades y las Germanías. Ahí, el principio de antipatía por el Imperio que sintieron siempre los castellanos: bastante tenían con América, que ya los privaba de los más arriesgados y valientes. Pedro Mártir de Anglería escribió:

«Hasta el cielo se levantan voces diciendo que el Capro (así llamaban a Xévres) trajo al Rey acá para poder destruir esta viña después de vendimiarla… Lo que ha sucedido, lo del arzobispado de Toledo, con las demás vacantes, todos lo saben, y nadie ignora que apenas se ha mencionado a un español, y con cuánto descaro se le ha quitado el pan de la boca a los españoles para llenar a los franceses y flamencos perdidos, que dañaban al mismo Rey… Ellos se han llevado más onzas de oro que maravedís contaron en su día.»

En las Cortes de Aragón me alegra, por aragonés, poder decir que se las tuvieron bien levantadas. Habían pedido que, mientras viviera Juana, ella era la Reina con su hijo, y que éste debería jurar como heredero a su hermano Fernando. Hubo enfrentamientos en las calles (a lo que los aragoneses son muy aficionados como ya se verá) y, aquietados los ánimos, concedieron un servicio extraordinario de doscientos mil ducados, con la condición de que por ningún concepto llegaran a manos extranjeras. En Zaragoza, Carlos acuerda la boda de Leonor con el Rey Manuel de Portugal. En febrero de 1519 entra Carlos en Barcelona, donde reside un tiempo. Allí recibe la noticia de la conquista de Gelves por Hugo de Moncada, antes virrey de Sicilia y luego de Nápoles, a la sazón Almirante de la Escuadra Mediterránea. Pero su entrada la hizo desprovisto de los atributos de soberano de Castilla: los síndicos le habían comunicado que antes tenía que haber sido jurado allí. Y dejaron claro que no querían jurar a Carlos por Rey mientras viviera Juana ni le consentirían tener Cortes, porque en aquella tierra no sería jurado. Por más hombres se tenían los catalanes que los aragoneses y castellanos, que sí lo habían hecho. Y en tanto aprieto pusieron a Chiévres que ya estaba deseando verse libre de España. A pesar de que allí se celebró el Capítulo general de la Orden del Toisón, y se otorgó la Caballería a Alba, al Condestable y al Almirante de Castilla y a otros.

Pero todo palidece ante la noticia llegada el 11 de mayo de 1519: la muerte del abuelo Maximiliano, Rey de Romanos. O sea, el trono del Sacro Imperio Romano Germánico quedaba vacante. Y Carlos, como legítimo sucesor de Maximiliano, se consideraba con el mayor derecho a él. Por supuesto que Francisco I tenía las mismas aspiraciones, y había ya enviado bolsas bien repletas, y Enrique VIII también, pero no tenía dinero. Y hubo otro que se sacó de la manga León X, Médicis, para que los Habsburgo no tuviesen tanto poder: Federico de Sajonia, un hombre recto. El Papa no quería a Carlos como Emperador: sus dominios estaban a sólo cuarenta leguas de Roma, demasiado poca distancia.

El de Sajonia no aceptó su candidatura personal y, al ser uno de los electores, recomendó a todos el nombre de Carlos, aunque es necesario advertir que luego fue protector de Lutero. En definitiva, Carlos pasó a ser Rey de Romanos hasta que se verificara la Coronación Papal e Imperial. Toda la ciudad de Barcelona, con un cambio agilísimo, ardió en fiestas. Hasta el 20 de enero de 1520, en que Carlos abandona el lugar, no para ser jurado en Valencia, sino camino de Valladolid. Los castellanos estaban ofendidos de que, habiendo sido los que más dinero dieron, no fuesen correspondidos debidamente: la estancia del Rey había sido de cuatro meses en Valladolid, ocho en Zaragoza y un año en Barcelona. Los castellanos habían dado tres veces más que Aragón y seis más que Barcelona. No nos llamemos a engaño, aquí en España las cosas siempre han andado así.

Éste es el primer momento trascendental en el gobierno de Carlos: posponer España al Imperio. Y el más equivocado. La Península tenía problemas gravísimos: en Valencia ya habían estallado las Germanías. Toledo había enviado cartas a las principales ciudades para que Carlos no abandonara el reino, no diera cargos a extranjeros y detuviera la sangría de dinero. Pero Carlos iba a Valladolid justamente por dinero para conseguir el Imperio: un servicio especial de trescientos cuencos de maravedís para pagar su viaje a Alemania. Lo que se le dio en la primera petición era para tres años; no habían transcurrido ni dos aún. El pueblo de todo el país estaba revuelto, inquieto y descontento. Por doquier había gente con armas. Pedro Portocarrero le dijo en su cara a Chiévres, que no se enteraba de nada:

–No es tiempo de consultas, señor, sino de que pongáis a salvo vuestra persona. La gente grita: ¡Viva el Rey y mueran los malos consejeros! Y viva el Rey aquí: lleváoslo, y os quitarán la vida.

Carlos salió de Valladolid de manera humillante: a oscuras y lloviendo. Se despidió de su madre (lo único que habría faltado es que el jovenzuelo pretencioso no se despidiese, doblando la rodilla ante su Reina) y cerró un poco más su boca, dilatándolo todo para las Cortes de Santiago de Compostela. Chiévres ya estaba reuniendo procuradores en Galicia. Las Cortes se trasladaron a La Coruña para estar más cerca de la mar y de la flota. A regañadientes, les concedieron dinero; algunos procuradores incluso fueron ajusticiados al volver a sus ciudades rebeladas. En muchas ocasiones he pensado que me gustaría saber qué idea tenía entonces Carlos del Imperio y de lo que España iba a representar en él. Yo creo que ninguna. El obispo de Badajoz inventó alguna. Y quizá Gattinara, que había servido como jurista a Maximiliano y a su hija Margarita. Pero no hay nada seguro. A Chiévres lo conducía su presunción y su coleccionismo de dinero y títulos. Sin embargo, ¿cómo lo expuso Carlos a las Cortes coruñesas? ¿O cómo lo expusieron los demás? Al fin y al cabo ellos fueron allí el pedestal de una posible estatua.

El obispo de Badajoz, limosnero de Carlos en Flandes, comenzó aclarando la unicidad del Imperio: uno solo para un solo Emperador. Como en Roma, como con Carlomagno. Hasta concluir en el Sacro Imperio Romano Germánico, que cogerá Carlos y desaparecerá con él. Pero los gallegos no sólo deben proveer los gastos de ese viaje, sino que han de hacerlo con entusiasmo, porque conducirá al engrandecimiento de España. Como si América no fuese ya bastante peso y bastante grandeza. Cuando otras naciones mandaban a Roma tributos, España mandaba Emperadores: Adriano, Trajano, Teodosio, aunque hablaran en latín pingue atque peregrinum, como dice Cicerón. Y ahora el Imperio viene aquí en busca de su Emperador enviado por Dios, en busca de su Rey de Reyes. Para cumplir con su alta voluntad: desviar grandes males de la religión, la lucha contra los infieles y la grandeza del catolicismo. España será el corazón de ese Imperio: este reino será el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los demás. Carlos ha decidido vivir y morir aquí, y en esta determinación estará mientras aliente. El huerto de sus placeres, la fortaleza para la defensa, la fuerza para defender su tesoro y su espada ha de ser España. Esto dice el obispo, menudo pedestal. Y es cierto que sobre él se subió más tarde el joven Carlos de hoy. Y lo cumplió lo mejor que supo y pudo. Por eso es una de las pocas figuras que a mí me cae simpática: desde la Emperatriz Isabel al retiro de Yuste, a caballo siempre entre Dietas, concilios y campos de batalla contra el infiel: unos desde siempre y otros casi recién nacidos. Fuera de España estuvieron sus lugares de acción; pero aquí estuvo la sede del Imperio y su hogar y su lecho de muerte. No en Flandes, no en Austria, no en Alemania -no, por descontado, en Francia ni Inglaterra- sino aquí sólo. Quizá entonces no lo tenía en la conciencia aún claro, como en su boda con Isabel, en la que sólo buscaba su buena dote y se encontró con el amor de bruces. Pero, en realidad, un sueño nació allí, con la mano tendida implorando tributos: su sueño de gobernar la Cristiandad y defenderla. No buscó hacer más grande su herencia; a él le basta para sí mismo y para sus hijos; pero tampoco va a dejar que se la arrebaten ni Reyes ambiciosos ni Papas manos largas. Francisco I y Enrique VIII estaban atrasados, en la época de las nacionalidades; España había salido prácticamente de ella, y su Rey pedía mirar, como Emperador, la Universitas Christiana. No se trata de la Monarquía universal, la de Gattinara, en que se alude al gobierno mundial efectivo, incluso a la conquista por la fuerza de los territorios imprescindibles para ejercer con holgura ese gobierno. Carlos, según esto, es el Emperador porque es cabeza de todos los reinos: a eso aspira, no a su conquista. Si guerrea con ellos es porque no le permiten ejercer su primogenitura; porque no le consienten acaudillar la lucha de los Príncipes Cristianos contra los infieles, turcos o protestantes. Es el representante de una cultura europea que viaja a América; de una cultura occidental que viaja al Extremo Oriente; y desde luego de una cultura cristiana, o más aún, católica, porque lucha contra las reformas protestante, hugonote o calvinista, y hasta con los Papas que se alzan con bienes temporales. Carlos no era aún español, cuando levó anclas en La Coruña, como lo sería luego. Pero Emperador de todos sí lo era.

Con más o menos notoriedad, con más o menos resentimiento, Europa lo recibe. Francia, Inglaterra, Flandes. Festejos y banquetes que dan idea de qué pronto padecerán de gota esos tragones… Hay un dato curioso: su entrada en Amberes la presencia Durero. Desfilan, muy ligeras de ropa, bellísimas doncellas, a las que se les dará un diploma terminando el paseo. Y Durero se indigna porque Carlos baja los ojos con recato. Sin embargo, no debió de hacerlo en todo caso, porque por esos meses mantiene un idilio con Juana van der Gest, guapa y elegante, de la que tiene una hija en 1532, el 18 de enero, cerca de su cumpleaños. Se llamará Margarita y hará dos buenas bodas: la primera, con Alejandro de Médicis; la segunda, con Octavio Farnesio. Ser hija, la primogénita, del Emperador es una buena dote. Pero ella, a cambio, le otorga un fruto espléndido: el mejor general de su época, Alejandro Farnesio. (Ah, si Alejandro y Juan de Austria hubieran sido descendientes por vías legítimas.) Su madre será elegida, por su medio hermano menor Felipe II, gobernadora de los Países Bajos; pero no con el nombre de Austria sino con el de Margarita de Parma, cuyo ducado le perteneció. En cualquier caso, y pese a Durero, a cierta fealdad medio rubia, las armaduras y los blancos caballos y la egregia posición imperial son elementos que mueven al amor.

La entrada en Aquisgrán donde, a pesar de haber peste, fue coronado por respeto personal a la tradición, no puede describirse sino diciendo que fue indescriptible: los Grandes a caballo, los ministriles, trompetas y atabales de los príncipes electores y del Emperador, la caballería imperial, los reyes de armas arrojando monedas, la guardia de a pie, el mismo Emperador de punta en blanco… Hasta la Capilla de la Coronación, donde inclinó la cabeza Carlomagno. El Emperador tenía veinte años y unos meses. El arzobispo de Colonia le tomó juramento sobre las cuestiones graves del Imperio. El muchacho contestó a todas volo -quiero- con voz alta. Después los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia le ungieron frente, pecho y manos con el óleo sagrado. Y luego, en la sacristía, lo revistieron con la túnica blanca de Carlomagno, le pusieron su anillo de oro, y le entregaron su espada, su cetro y el globo, símbolos todos del imperial poder. Ante todos de nuevo, le colocaron la antigua corona. Y Carlos, las manos sobre el altar, juró:

–Yo prometo, ante Dios y sus ángeles que, de aquí en adelante, conservaré la Santa Iglesia de Dios en justicia y en paz.

La verdad es que hizo casi cuanto pudo sin rendirse. Después, en el trono de mármol blanco, con su espada, armó caballeros a varios gentileshombres.

Regresó a palacio rodeado de una multitud, pese a la peste. Y en palacio comió absolutamente solo, atendido por el conde Palatino. Engulló un gran trozo de buey relleno de aves, asado en la plaza no lejos de la fuente de cuyos caños manaban vinos tintos y blancos… Carlos, ahora lo recordaba, durante la ceremonia, giró varias veces los ojos hacia su educadora y tía Margarita de Austria, que gozaba aún más que él. Quizá porque la responsabilidad ya era de él solo… Pero comió con hambre.

Tres días después se leyó el breve papal de León X, Médicis, en el que, a su pesar, le nombraba Emperador electo como Rey de Romanos. Pero hay una coincidencia que no puede pasar inadvertida: esta coronación coincidió en la fecha con la de Solimán, el Gran Turco, en Constantinopla, por muerte de su padre Selim.

Los dioses repartían, en el mismo día, las espadas que habrían de enfrentarse en nombre de ellos, esgrimidos por hombres y por pueblos diferentes. Pero quizá no tanto como para tratar de aniquilarse. O al menos ése fue el resultado.

Es posible que, en medio de esta balumba, Carlos rechazase pensar en Germanías y en Comunidades; pero muchos guerreaban en España en su nombre. Y además quizá él consideraba mucho más importante la rebeldía de Lutero, frente a la que convocó la Dieta de Worms. Es cuestión de criterio. O de enfrentar un reino y un Imperio, cuya fidelidad cristiana acababa de jurar defender. En definitiva, los problemas y levantamientos españoles se arreglaron y, en cambio, los de Lutero y sus secuaces, no. Todos los que protestaban, en un sitio y en otro, tenían razón: siempre sucede así. Pero las componendas de quienes intentaban quitársela fueron más fuertes en un sitio que en otro: siempre sucede así también. Por otra parte, lo que en España sucedía era un problema interno, limitado y concreto. Lo que sucedía en Alemania tenía varios frentes: el Papado, el Emperador y los electores: política, política y política. Dios ahí no intervino.

Me gusta rematar esta fase de Carlos con el discurso que yo creo que le abre las puertas de la mayoría de edad. Fue el que cerró la Dieta en que se condenó a Lutero y con que comenzaron las divisiones religiosas. Carlos lo había meditado la noche del 19 de abril de 1521. Y dijo así, como una grave declaración de principios:

–Sabéis que yo desciendo de los más cristianos emperadores de la noble nación alemana, de los Reyes Católicos de España, de los archiduques de Austria y de los duques de Borgoña, todos los cuales fueron, hasta su muerte, hijos fieles de la Iglesia de Roma, defensores de la fe católica, de las prácticas y costumbres del culto santificadas en los decretos; que todo esto me lo han legado después de su muerte, y cuyo ejemplo ha sido norma de mi vida. Por tanto, estoy resuelto a perseverar en todo aquello que se ha dictado desde el Concilio de Constanza. (Esto lo escribo yo: un Concilio que empezó como Asamblea, ya que no lo pudo convocar el Papa porque había tres: Gregorio XIi, Juan XXIII y Benedicto XIII. Pronto se eligió a Martín V, y ya la reunión fue Concilio.) Pues es evidente que un solo hermano está en error al enfrentarse a la opinión de toda la Cristiandad, ya que, en caso contrario, sería la Cristiandad la que mil y más años hubiese vivido en el error. Por tanto estoy decidido a empeñar en su defensa mis reinos y dominios, amigos, cuerpo y sangre, alma y vida. Pues sería una vergüenza para Nos y para vosotros, miembros de la noble nación alemana, si en nuestro tiempo y por nuestra negligencia entrara en el corazón de los hombres, aunque fuera sólo una apariencia de herejía y menoscabo de la religión cristiana… Después de haber escuchado ayer aquí el discurso de Lutero, os digo que lamento haber titubeado tanto tiempo en proceder contra él. No volveré a escucharlo jamás; que se respete su salvoconducto, pero, de aquí en adelante, lo consideraré como hereje notorio, y espero que vosotros, como buenos cristianos, obraréis en consecuencia.

En efecto, no obraron en consecuencia. Y Lutero fundó el protestantismo, al que siguieron todas sus sectas.

El 20 de octubre de 1520, cuando el electo Emperador se planta en Aquisgrán, la Santa Junta Comunera le escribió una carta memorial en que reitera las ya tradicionales peticiones: que vuelva cuanto antes a España, que permanezca en ella, que no dé cargos a extranjeros… Y esta vez añaden dos peticiones memorables: «Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese, se dieran en merced indios para los trabajos en las minas y para tratarlos como esclavos, y que se revocaran las que se hubiesen hecho.» Y también que el Rey «procurase casarse cuanto antes para que no faltase sucesión al Estado». La Junta mandó tres mensajeros al Emperador; ninguno de los tres fue recibido por él. Pero sí recibió los mensajes de su preceptor Adriano, al que la camisa no le llegaba al cuerpo: «Nosotros por ninguna manera somos poderosos. Porque, si queremos atajar la rebelión por justicia, no somos obedecidos; si queremos por maña y ruego, no somos creídos; si queremos por fuerza de armas, no tenemos armas ni dinero.»

La peste de Aquisgrán pasó después a Worms, y se llevó por delante a los Guillermos de Croy, el señor de Chiévres y el arzobispo de Toledo con veintitrés añitos, al obispo de Tuy y a algunos caballeros españoles. Pero, aparte de funerales, hubo bodas también. El príncipe Fernando, el hermano de Carlos nacido en Alcalá, se casó con Ana, hermana de Luis II de Hungría y Bohemia, y este Rey se casó con María, otra hermana de Carlos. No sin que éste acordase con su hermano la cesión de los territorios de su herencia habsburguesa sobre Austria y Alemania, a cambio de la renuncia de Fernando a España y a Borgoña. Supongo que la vida me dará tiempo para insistir sobre este confuso punto.

Carlos tuvo que ejercer de Emperador enseguida: en cuanto Robert de Lamarck, que estaba a su servicio, se sintió agraviado por él en sus aspiraciones a Luxemburgo, cuyo derecho se le negaba, y el pesadísimo y fatigante Francisco I decidió incordiar más metiéndose por medio. Carlos le reprochó quebrantar la paz que había firmado en Noyon en 1516, porque la paz era un asunto imperial. Francisco, más tozudo que hipócrita, finge buena disposición hacia Carlos, pero apoya a los Albret en sus aspiraciones a Navarra, para molestar a quien lo ha vencido en su apetencia imperial. Y otra vez es la guerra. El ejército llega a Pamplona y, ensoberbecido, pone sitio a Logroño. A esas alturas la rebelión de los Comuneros y las Germanías estaba vencida, y ejecutados quienes las encabezaron: un pedestal desagradable para muchas estatuas.

León X murió a finales de 1521. Sus sucesores indiscutibles eran el cardenal Wolsey, muy ratificado in pectore por ciertas promesas de Carlos en su visita a Inglaterra, y el cardenal Julio de Médicis, sobrino del Papa muerto y miembro brillante del colegio cardenalicio. Con sorpresa para todos fue elegido el preceptor de Carlos, Adriano de Utrecht, que se convirtió en Adriano VI. Se supone que por inconfesados, y acaso inconfesables, deseos del Emperador. En realidad, su pontificado fue efímero. (Roma nunca lo pudo ver: lo encontraba vulgar, sin prestigio y sin boato. En casa del médico que lo asistió, apareció un pasquín diciendo: «Gracias al salvador de Roma.») Nombrado Papa, derrotado de momento el inquieto Francisco de Francia, y elegida Margarita, la educadora de Carlos, como gobernadora de los Países Bajos una vez más, Carlos decide hacer un segundo viaje a Inglaterra, olvidando de nuevo que su reino es España. Le parece más urgente contentar al cardenal Wolsey, quien le da precisamente la bienvenida, acompañado como va por la flor y nata española, alemana y borgoñona, componiendo un séquito de más de mil personas. Los más significados capitostes que lleva acabarán siendo enemigos a muerte entre sí más tarde o más temprano. En Londres lo recibe Tomás Moro, que terminará siendo ajusticiado por su Rey: la vida da muchas vueltas; de campana la mayor parte de las veces. Pero ahora su Rey se alía con el Emperador, su sobrino, y firman el acuerdo de no firmar ningún acuerdo por separado con Francia. Cada día y cada noche banquetes heliobabálicos van aumentando y ratificando la propensión a la gota del Emperador. En Windsor se le inviste con la Orden de la Jarretera y se confirma la boda de Carlos con la hija de Enrique, María Tudor, que acabará por casarse con Felipe II. (¿Da o no vueltas la vida?) Ahora, con siete años, es pequeña para Carlos; luego, con treinta y seis, será mayor para el príncipe. En cualquier caso, Carlos llevó una tarde, por el parque del palacio, la brida del caballito en que la niña montaba: una niña que era prima carnal de él (del Emperador, no del caballo). A partir de esa visita recibirá una educación a la española, dirigida por Luis Vives, a la sazón profesor en Oxford, donde estaba en estricto sentido, huyendo de la quema de los Reyes Católicos, bajo la supervisión de la Reina Catalina, encantada con su sobrino, a pesar de su adusto y sequísimo, aunque explicable, mal carácter, que acabará conduciendo al reino al Infierno del anglicanismo. No sin que antes, cuando María estuvo en edad núbil, Enrique la destinara a esposa de Francisco I, boda inconveniente que Carlos se encargó de deshacer como un perro de hortelano.

Y, por fin, el Rey de España pone proa hacia España, donde ya han concluido las luchas intestinas. Dos meses antes, el 16 de julio de 1522, de que Juan Sebastián Elcano diera la primera vuelta al mundo, al que estaban asombrando Pizarro y Cortés en las Américas, llega a Santander Carlos. Cuando se han resuelto, por otros, los confusos problemas de las Comunidades, entre las que hay un buen número de opresores y pocos oprimidos, y de las Germanías, donde todos eran trabajadores y cristianos viejos, a diferencia de los comuneros. Pero, distintos y aun opuestos, todos tenían razón. Porque habían sido plantados por un Rey que se presentó inundando de flamencos que llamaban «nuestros indios» a los españoles, y los trataban como a esclavos, obteniendo de ellos muchos más beneficios que ellos de los aborígenes americanos. En una palabra, faltaba justicia y sobraba avaricia. Fue un tiempo en que los españoles quedaron muy desfavorecidos y no tratados como sus servicios y los de sus antepasados merecían. No extraña que los comuneros viajaran para encontrarse con Juana, la Reina propietaria de Castilla. Ella, con muy buena cabeza a pesar de tenerla perdida, se negó a firmar cuantos documentos ponían ante sus ojos. Y, en llegando a España, el Emperador del mundo le dio a Elcano un escudo de armas burlesco, al que yo jamás le he visto gracia alguna: un yelmo cerrado y, en lugar de cimera, un globo con esta inscripción por lema: Primus circumdedisti mihi, el primero que me diste la vuelta, y en el escudo propiamente dicho, nada de armas: en la mitad superior, un castillo dorado en campo rojo; en la inferior, sobre campo dorado, dos palos de canela cruzados, tres nueces moscadas y doce clavos de especia. Demasiado dolor, demasiada heroicidad, demasiadas muertes, demasiados trabajos y fatigas para esto. Mi simpatía por el Emperador Carlos hay momentos en que desaparece de raíz.

La derrota de los comuneros fue total. Se enfrentaron con el conde de Haro en Villalar. Padilla, Bravo y Maldonado fueron ajusticiados. Los tres habrían podido salvarse abandonando el campo. Padilla hizo un buen resumen de la cuestión:

–No permita Dios que digan las mujeres, en Toledo y en Valladolid, que traje a sus hijos y esposos a la matanza, y que después yo me salvé huyendo.

Su esposa, María Pacheco, siguió haciendo la guerra por su cuenta hasta que se fue a Portugal: era muy pesada y cabezona como los Mendoza. En octubre del 22 se dio a conocer el indulto a quienes hubiesen luchado en filas comuneras. Se exceptuaban trescientas personas, cabecillas de la rebelión; pero la rebelión fue dignificada y consagrada con más luces y valores y abnegación que merecía y que tuvo.

En cuanto a las Germanías estallaron por el hambre, la peste en Valencia, las armas y la organización militar de los gremios y el odio del pueblo a los desafueros de los nobles. Éstos, asustados, recurrieron a Carlos, aún en Barcelona, para que ordenara a la gente la entrega de las armas. Una comisión de menestrales se presentó ante él, reclamando la aplicación de las disposiciones de Fernando el Católico; Carlos no tuvo otro remedio, resentido con la nobleza como estaba, que consentir la organización armada de los gremios. La Junta de los Trece se apoderó del gobierno de Valencia. Y a la contienda contra los nobles sumaron la de los moriscos que, en gran número, trabajaban los campos: aquí eran no plebeyos contra aristócratas, sino cristianos viejos contra conversos. El Emperador tuvo que volver a confiar en la nobleza y delegó en ella: el virrey Hurtado de Mendoza, el duque de Segorbe, el marqués de los Vélez… Los mallorquines lucharon de forma más sangrienta. Sólo la llegada de una escuadra y un ejército al mando del virrey de Gurrea, en octubre de 1522, rindió Palma después de cinco meses.

Mientras otros le resolvían estos problemas de su reino, el Emperador Carlos cenaba no se sabe cuántas veces diarias… Y eran cuestiones que habían surgido ya cuando aún estaba en Barcelona, ya cuando todavía se hallaba en Galicia poniendo pies en polvorosa a bordo de sus naves.

Y a Santander lo traen otras, que son lo más español que le quedaba. Sus nombres bien lo cantan: El pollino, La pollina, Espérame que allá voy, La tetuda y otros por el estilo. Al lado de tantos argumentos en contra, esa lista de nombres nacionales es muy de agradecer. Cuando el Emperador desembarca, Adriano de Utrecht se va a ocupar el solio pontificio: no llegan a encontrarse nunca más. Siempre fue fiel a Carlos y nunca pudo ver a Francisco I. Quizá fuera un disgusto terrible contra éste y un tratado de alianza -con el Emperador, Inglaterra, el archiduque Fernando y el cardenal Médicis, señor de varias ciudades italianas- contra Francia lo que le llevó a la muerte, un año y ocho meses después de ser entronizado. Roma no lo quiso: era extranjero, de cuna humilde y de costumbres austeras. Esas cosas no estaban de moda, ni antes ni después. Le sucedió otro Médicis, que gobernó -ya lo creo que gobernó- con el nombre de Clemente VII.

Siempre dispuesto a entrejoder, Francisco I ardía en deseos de recuperar el Milanesado, su mayor piedra de toque. Y de repente, odiado por Luisa de Saboya, la madre viuda del Rey -entre otras cosas por haber rechazado su mano-, Carlos de Montpensier, Condestable y duque de Borbón, desertó de las filas francesas y se pasó a las imperiales. Antes de desnaturarse pasando a servir a otro señor, rito muy medieval, el duque había sido objeto de confiscación de bienes, insultado, escarnecido y repudiado. Tenía toda clase de justificaciones para hacer lo que hizo. Pero el concepto de patria ya en Francia florecía, y la actitud de Borbón se tomó como traición a ella. El Rey francés manda el ejército de Bonnivet al Milanesado. Y entonces, los aliados del pobre Adriano invaden Francia por tres partes: el duque de Suffolk, con los ingleses, hacia la Picardía, por Flandes; los españoles, por los Pirineos; los flamencos y alemanes, con Borbón, que tenían que ocupar Borgoña si hubiesen tenido un ejército. Bonnivet sitia Milán, pero no puede vencer la resistencia del viejo Próspero Colonna y, a su muerte, de Carlos de Lannoy, hasta que éste derrota al francés con ayuda del Condestable y el marqués de Pescara. Así que ni una sola ciudad le queda a Francia en Lombardía, y su propio territorio lo invaden a la vez tres ejércitos. Siempre me alegra pensarlo. Todo, pues, está perdido para el belicoso Francisco.

Y, de repente, unidos los franceses se ponen en pie de guerra y se apiñan y se acoplan, y gritan por primera vez la palabra patria y juntos derrotan a los tres invasores. El duque de Guisa, el catolicón, rechaza a flamencos y alemanes; De la Tremouille echa de París, casi al alcance de su mano, a Enrique VIII; y Pescara y Borbón, que van rápidos a apoderarse de Marsella, se encuentran con una ciudad inexpugnable y la noticia de que en Avignon se ha formado un ejército, bravo y numeroso, con el puñetero Rey Francisco al frente. Deciden levantar el sitio y volver hacia Italia. Y el Rey francés se engalla y resuelve aprovechar el desánimo y la indecisión de los aliados: lleva sus tropas de nuevo hacia la Lombardía para reconquistar lo perdido. Desde Avignon surge una fuerza pavorosa, al frente de la cual van todos los grandes generales. Cruzan los Alpes, y once días después caen sobre Milán, donde muy poco antes habían llegado las tropas imperiales: fatigadas, exhaustas, al mando de Lannoy y de Pescara, con sólo un día de descanso desde Marsella, en Veintimiglia, abandonan Milán. Sólo se quedan con la ciudadela. Se retiran a Lodi. Y, mientras, el valiente Antonio de Leiva, con no más de seis mil hombres, se amuralla en Pavía. Todo parece volverse contra el Emperador, que ahora sí, por fin, a deshora, está en España. Pero sumido en una noche oscura. De la que, por fortuna, deja escrito su estado. Su hijo guardaba esos papeles con esmero. Tanto, que suscitaron mi curiosidad y conseguí la ocasión de copiarlos. Transcribo unos fragmentos:

«Al disponerme a pensar en mi situación, me parece que lo primero que debo manifestar es que el mejor remedio sería la paz si a Dios le pluguiera concedérmela. Es algo hermoso para dicho, pero difícil de conseguir, pues todos saben que no se puede alcanzar sin el consentimiento del enemigo. Hay, pues, que hacer un esfuerzo, fácil en palabra, pero penoso de ejecutar. Es muy difícil encontrar los medios, aunque me consumo hasta los huesos.

»El remedio podría ser una guerra franca. Pero no tengo nada para sostener mi ejército, y menos aún para aumentarlo si fuera preciso. Me faltan los ingresos procedentes de Nápoles; y bastante hace este reino con defenderse si se le ataca. Las posibilidades de encontrar dinero en esta nación están agotadas y sin provecho alguno, y al parecer no se encuentra nada por ahora. El Rey de Inglaterra no me ayuda como amigo, ni siquiera cumple con lo que está obligado.

Mis amigos me han engañado en los momentos de peligro; los unos y los otros hacen cuanto pueden para verme menos potente y mantenerme en la situación apurada en que me hallo…

»Y viviendo y sintiendo cómo pasa el tiempo y que nos pasamos con él, no quisiera morirme sin dejar un recuerdo glorioso de mi vida; y como lo que hoy se pierde no se recupera mañana; y como hasta ahora no he hecho nada que pudiera servirme de honra, cosa bastante censurable por haberlo aplazado tanto tiempo, teniendo en cuenta, pues, estas razones, y otras muchas, no veo motivo alguno que me impida hacer algo grande, ni tampoco lo encuentro para seguir aplazando lo que con la gracia de Dios y su ayuda podré conseguir: levantarme a mí mismo, aumentar mi poderío y poseer en paz y tranquilidad aquello que le plugo otorgarme. Considerando y meditando todo esto, no creo mejor medio para mejorar, en general, mi situación, que por mi campaña contra Italia.

»Se podrá argumentar frente a ella la falta de dinero, la cuestión de la regencia de la nación y otros motivos. Para solucionarlos no veo otro recurso que la rápida tramitación de mi casamiento con la infanta de Portugal y su inmediata venida a España. Que la dote que ella aporte y se ponga a mi disposición sea, en lo posible, en dinero efectivo (debiendo pensarse también si convendría o no tratar al mismo tiempo de las especias); dar satisfacción al Rey de Inglaterra, dejando en vigor los tratados y que no se case su hija en Francia. Con motivo de mi boda obtener de esta nación una buena cantidad y reunir para éste y otros asuntos las Cortes y disolverlas luego, dejando a la infanta de Portugal, que para entonces será mi esposa, la regencia de estos reinos para bien gobernarlos, según sabias indicaciones de aquellos que dejo a su lado.

»Así podría yo emprender aun en este otoño mi honrosa y magna marcha. Dirigirme a Nápoles, tomando como base este reino, coronarme y equipar en el invierno próximo un ejército para emprender en la primavera siguiente una gran ofensiva; proponer al Rey de Inglaterra la puesta en práctica del gran plan. Aceptar la paz, si honrosamente se consigue, y siempre buscarla.»

La simpatía, incluso la piedad, que me produce la personalidad de Carlos no me pueden cegar ante lo que parece una anormalidad clara. Alguien que escribe así con veinticuatro años es poseedor de un ánimo corto y de una malísima administración. Era un hombre (porque era un hombre, no un dios) que tenía ciertos desórdenes mentales. Creo que lo he dicho aquí un poco antes. Su madre estaba loca; sus dos abuelas no estuvieron muy cuerdas; su bisabuela materna murió encerrada por loca… La sucesión de bodas entre primos había transformado los matrimonios hispano-portugueses en prácticos incestos reales. Por descontado, no era este Carlos Emperador aún tan decadente como Carlos el Príncipe, hijo de Felipe II, al que precedieron otras dos bodas familiares. Pero esta obsesión por el dinero, dinero, dinero, que lo llevaba acaso a malbaratarlo era una cruz demasiado pesada. ¿Cómo puede resultar verosímil que la constante llegada de oro y plata y piedras preciosas de América, y los constantes servicios ordinarios y extraordinarios de las Cortes de toda España, más los llegados de otras partes del Imperio, más los continuos y arruinadores préstamos de los banqueros genoveses o alemanes, no fuesen bastante para pagar las campañas militares que, en casi todo ese reinado, tuvieron sin pagas ni soldadas a los tercios y hasta sin ropas ni comida?

Y, desde otro punto de vista, ¿no se nota el contraste en el comportamiento frente a sus tropas? De un lado, una firmeza, un valor, una claridad de planteamientos y situaciones; de otro, una indecisión sobrevenida, un acobardamiento a la hora de resolver… Por descontado, no llega el Emperador a los extremos de su hijo, de sus indecisiones, sus vueltas atrás, su aplazamiento de cualquier resolución por pequeña que fuera… Pero es preciso además considerar la juventud de Carlos en este momento. Todo está por hacer, pero él ve pasar el tiempo; va a casarse, pero por conveniencia. No tiene el optimismo ni la osadía de la juventud, ni la esperanza de que todo se resolverá a tiempo. Y la conveniencia se transforma en el único amor de su vida. Y esa clara lección de optimismo que le dan, por un lado, Pavía y, por otro, la princesa Isabel, su prima e hija de Manuel el Afortunado, no sabe agradecerla ni tomarla en consideración ya para siempre como una lección importante.

Claro que hay que contar con la costumbre de las casas reales. En un matrimonio, se da o se toma una esposa por conveniencia. Ya dijimos que él dio a su hermana Leonor, después de su viudedad portuguesa, a Francisco I, tan enemigo suyo que el gran plan a que se refiere su meditación no es otro que la conquista de toda Francia, para salir por fin de ese avispero en que se había convertido. Y si no piensa en María Tudor, la siempre prometida, es porque sabe que ahora Enrique VIII la ha ofrecido al francés y que además no le resolvería los problemas económicos. Y aquí esas cuestiones son las que cuentan; los sentimientos no existen y, sin ellas, no se consiguen ni la paz ni la gloria, que es a lo que todo Rey debe aspirar. Si bien invirtiendo el orden naturalmente.

Y a pesar de su desconfianza, le estaba reservado al alcance de la mano un triunfo decisivo: la victoria de Pavía. Si Francisco I hubiese lanzado su espléndido ejército sobre los miles de desharrapados de Lannoy, el virrey de Nápoles, y los seis mil de Leiva, no puede pensarse otra cosa sino que habría ganado, de momento, Italia. Pero la sucesión de éxitos lo habían reblandecido. Perdió el tiempo sitiando Milán; luego dejó la empresa a la Tremouille; dividió sus tropas: una parte, a Nápoles, otra, a Pavía. Entretanto el condestable Borbón empeñó sus joyas en Alemania y se trajo lansquenetes a cambio. Pescara convenció con palabras, ya que no con maravedís, a sus soldados para que continuaran; Leiva, asediado por el propio Rey francés en Pavía, construía molinos, que ponía en marcha con lo que quiera que fuese, para distraer el hambre de su tropa, y fundía los candelabros de las iglesias para acuñar moneda con que entretenerla. Francisco hacía una guerra de aficionado: amenazaba, se retiraba, trataba de jugar como el gato con el ratón, en escaramuzas que perdía sembrando de cadáveres la nieve… Tenía demasiada seguridad en ser invencible, y gastaba el tiempo que tardaban en llegar las ayudas en estúpidas y chulescas bravatas.

Considerando cómo se aproximaban los auxilios, los generales franceses le aconsejaron levantar el campo y procurarse una posición más favorable.

–Un Rey de Francia no retrocede nunca ni abandona las plazas que ha resuelto tomar.

Fue el día 24 de febrero de 1525, el mismo en que el Emperador cumplía veinticinco años. El marqués de Pescara, Francisco de Ávalos, arengó así a su tropa:

–Hijos míos, no tenemos más tierra amiga que la que pisamos con nuestros pies; todo lo demás está contra nosotros. Todo el poder del Emperador no bastaría para darnos mañana un solo pan… ¿Sabéis dónde lo hallaremos únicamente? En el campo de los franceses que allí veis. La otra noche, en la entrada que hicimos, pudisteis ver la abundancia de pan, de vino y de carne que había, y de truchas y de carpiones del lago de Pescara, y de los otros pescados para mañana viernes, día de abstinencia… Por tanto, hermanos míos, si mañana queremos tener qué comer, vamos a buscarlo allí.

Esos hombres harapientos entendieron sin duda lo que se les pedía y lo que se les ofrecía, y se lanzaron como arcángeles de la venganza contra los enemigos desde el primer momento. Aprovecharon la alianza del factor sorpresa frente a un ejército a cuya cabeza iba el Rey francés y detrás Bonnivet, Enrique de Albret, el príncipe de Escocia, la Tremouille y un enjambre de príncipes y Grandes. Éstos lograron deshacer un escuadrón y mataron a todos sus soldados; eso los fortaleció y los animó. Se lanzaron ciegos sobre la pobretería de los imperiales, ellos, los vestidos de hierro, los casi inmovilizados sobre caballos de coraza. Y la infantería española, la de siempre, aprovechó esa salida con sus arcabuces y sus picas, sembrando la muerte a todo alrededor. del Vasto bate a los mercenarios suizos. Pescara calienta a sus hombres que no tienen más que su vida. Borbón irrumpe con sus locos lansquenetes. Y Leiva sale, con su guarnición, de Pavía matando y rajando con tal ímpetu que reúne su gente con la del marqués del Vasto. Pescara atisba que los alemanes se vuelven de espaldas para recargar sus armas recién disparadas y grita a sus pordioseros:

–¡Santiago y España! ¡A ellos, que escapan!

Los arcabuceros hacen una descarga cerrada; la infantería se descuelga sobre los alemanes; el campo queda cubierto de cuerpos ensangrentados. El caballo del marqués cae muerto, y él, herido. Pero, del otro lado, La Palisse también ha muerto; el mariscal Montmorency está prisionero; Diesbach, el general suizo, se deja matar al ver huir a sus hombres; Francisco I ha decidido morir también luchando… Los intrépidos vascos se deslizan bajo las patas de los caballos y atraviesan las carnes enemigas. Esto es una batalla. Éste es un fin empapado en sangre, seguro y luminoso. Su caballo ha tirado al Rey francés. Uno de Hernani, Juan de Urbieta, le pone el estoque en el pecho sin saber ni quién es.

–No, no me rindo a ti, sino al Emperador. Yo soy el Rey.

El Rey tiene montado encima de él a su caballo. Entre el vizcaíno y un granadino, Diego Dávila, y un gallego, Alonso Pita, cada uno de un reino de los varios que configuran el de España, lo liberan y lo protegen de quienes quieren terminar con él. Por fin, el Rey rinde sus armas al virrey de Nápoles. Con él cayó presa la flor y nata de la nobleza gala. «No permita Dios que volvamos a Francia quedando preso el Rey», y se entregaban.

Carlos, que tan bajo de ánimo parecía encontrarse, recibió la noticia con una implacable tranquilidad. Dio gracias en la capilla; prohibió que se hicieran festejos públicos para no humillar al monarca cautivo: «Los festejos están para festejar los triunfos sobre los infieles.» En una carta a su madre, el Rey francés le escribió: «Todo se ha perdido, menos el honor y la vida.» Y cuando a Carlos le hablaron del gran plan: conquistar Francia entera, que está sin Rey, sin ejército, sin nobles, Carlos V se negó:

–La paz y la victoria no han de usarse para ventajas e intereses particulares, sino para la paz y el bien de la Cristiandad entera.

Es decir, un idiota.

Sin embargo, las condiciones que impuso a Francisco para su libertad fueron muy graves. El Emperador tenía Cortes en Toledo: en ellas se decidió su boda con Isabel de Portugal, entre otras razones, porque hablaba nuestra lengua. No pudo visitar hasta mucho más tarde al prisionero en la Torre de los Lujanes, en el centro de Madrid. Le había pedido el ducado de Borgoña, lo que era completamente lógico, la renuncia a sus pretensiones italianas, la cesión al Condestable de Borbón de la Provenza y el Delfinado, y la cesión al Rey inglés de territorios reclamados por él. Pedía más bien para los demás.

–Decid a vuestro amo que prefiero morir a comprar mi libertad a un precio tal.

Francisco naturalmente no murió, pero enfermó de importancia: tenía motivos para ello. El Emperador suspendió una cacería para encontrase por primera vez con él. Se abrazaron.

–Señor, ante vos está vuestro esclavo y prisionero.

–No, sino libre, y mi hermano y amigo.

La fiebre hizo desvariar al francés, no sin que antes pudiese balbucir:

–Que entre vos y yo no haya más extraños.

En el encuentro siguiente el Rey francés estaba asistido por su hermana Margarita, llegada para cuidarle. Carlos volvió a Toledo, y un mes después recibió y hospedó allí a Francisco, ya recuperado. Las circunstancias eran muy otras: la hábil y retorcida Luisa de Saboya, madre de Francisco, había formado una Liga a su favor, con Clemente VII, Venecia y la neutralidad inglesa. Liga naturalmente contra el Emperador. En la Concordia de Madrid, firmada en enero de 1526, se han suavizado las peticiones: Carlos renuncia a los derechos que pudiera tener sobre los estados de Borgoña; se restituyen sus bienes al Borbón; se pide al Papa un concilio, que tantísimo iba a costar conseguir; y se otorga la mano de Leonor de Austria, viuda de Manuel de Portugal, al francés. Éste podría salir de España si dejaba en prenda por lo pactado a sus dos hijos mayores.

Por supuesto, al llegar al Bidasoa, Francisco I empezó a incumplir lo que acababa de firmar. Con sus intrigas y sus ambiciones, impidió que el Emperador acabara de una vez con la amenaza turca. Ciego de humillación, antepuso -lo que no era nuevo sus resentimientos personales a la pervivencia de la Universitas Christiana, actitud que volvería a repetir con una frecuencia inevitable. La influencia del francés en la época de su tiempo fue absolutamente nefasta, aunque tampoco fueron beneficiosos los comportamientos del inglés y de los Papas. Los turcos atacaron Hungría, destrozaron su ejército y murió, entre otros muchos, el Rey Luis, marido de María, la hermana de Carlos. Sin oposición, los turcos de Solimán se lanzaron contra Austria.

La princesa Isabel había nacido en Lisboa tres años después que Carlos en Gante. Era la segunda de los siete hijos que tuvo Manuel I de Portugal con María, hija de los Reyes Católicos, después de la muerte de su primera mujer, Isabel, la primogénita de los mismos Reyes, y de su hijo Miguel. La Reina María murió cuando Isabel tenía catorce años e hizo de madre para sus seis hermanos, lo que la acabó de formar, dulce y madura, para el matrimonio. Su padre volvió a casarse, esta vez con una sobrina de sus dos esposas anteriores. Hablamos de Leonor, la hermana de Carlos. Dos años después moría el Rey, y la Reina viuda se ocupó de los asuntos de Estado y de aconsejar y de dirigir al nuevo Rey Juan III, que casó con la hermana más pequeña de ella y de Carlos, Catalina, la dulce presa de Tordesillas, de quien era, como corresponde, primo. Igual que, por otra parte, una o dos veces como mínimo, todos los personajes de estas familias, que eran en realidad una sola. Siempre he sentido yo el dolor de que una geografía tan concreta e idéntica, gobernada por sangres idénticas y llamadas históricamente a gestas idénticas, esté separada por fronteras imaginarias. Eso comentábamos con cierta frecuencia el Rey Felipe y yo. Y él sacó consecuencias eficaces aunque efímeras. Yo debo reconocer que también lo intenté, pero no para mí.

Interesado por la boda con el soberano más poderoso, si no el más rico del orbe, el Rey portugués dio toda clase de facilidades, movido también por su madrastra, para que la boda se acelerase. La dote de Isabel, aparte de su propia belleza, que retrató Tiziano en un cuadro póstumo, compañero de Carlos hasta el fin, fue de novecientos mil ducados de oro, de trescientos sesenta y cinco maravedís cada uno. El día de Reyes de 1526 -los desposorios fueron el 26 de octubre del año anterior-, dos infantes de Portugal y una nutrida comitiva llevaron a Elvas a la princesa, y allí se hizo cargo de ella la comitiva española, encabezada por Fernando de Aragón, duque de Calabria, y el inevitable, qué le vamos a hacer, arzobispo de Toledo. Desde Badajoz a Sevilla, la princesa viajó entre oraciones y gritos de entusiasmo. Por fin, el 3 de marzo entró, como una primavera adelantada, en la capital andaluza, que, igual que siempre tienen por costumbre, se embelleció para recibir a la bella y poder mirarla así cara a cara. El Emperador, sin imaginar lo que le esperaba, llegó una semana después, y dispuso que la boda se celebrara en ese día. Fray Prudencio de Sandoval, sorprendido quizá por la urgencia, cuenta que pasada la media noche, se aderezó un altar en una cámara del Alcázar, que había sido antes de Pedro I el Justiciero, y el arzobispo de Toledo dio allí misa, los veló y los casó. Los padrinos fueron el duque de Calabria, que unos días más tarde contrajo a su vez matrimonio con una vieja y coja y gorda amiga nuestra, Germana de Foix, y la condesa de Haro, viuda del vencedor de Villalar, y portuguesa como la Emperatriz. (La condesa viuda apadrinó después, junto al Emperador, la boda de la gorda, que había estado a punto de chafarle la herencia.) Acabada la misa, el arzobispo y el duque se fueron a dormir, y el Emperador y la Emperatriz se recogieron en su aposento. Y así se celebró este casamiento muy en gracia y con la alegría de todo el reino. Incluyendo, cosa bastante insólita, a los dos contrayentes, que descubrieron juntos esa noche el amor.

Dos meses después de estos festejos, el Emperador, con la boca más abierta que nunca por una gran sonrisa, anunció que la luna de miel se prolongaría en Granada. El entusiasmo amoroso había postergado la lucha con los turcos y el peligro de la Liga Clementina que combatía en Italia. Por primera vez el Emperador anteponía su felicidad a los deberes del Estado. O sea, que lo hizo en cuanto tuvo algo que mereciera la pena. La dote que recibió de la princesa había superado todo lo que esperaba. Los otros hijos que tuvo de otros amores fueron pruebas de un físico que descansaba, como el guerrero, de sus hazañas. Los que tuvo con Isabel de Portugal fueron el fruto de un amor incomparable como lo son todos los amores auténticos; pero quién sabe cuáles son. Con razón los que le habían informado de la calidad de la princesa habían insistido en que era «mujer propia para casada». Durante nueve meses el Emperador se aisló de los problemas de gobierno y quiso saborear la soledad en compañía.

En Granada, tan exhibida, sólo un grupo íntimo de amigos acompañó a la pareja bienaventurada. Allí estuvieron con ellos Garcilaso de la Vega, Juan Boscán, Navagero, Castiglione, Pedro Mártir de Anglería, fray Antonio de Guevara y, con ellos, pintores, músicos, artistas y hasta Francesillo de Zúñiga el bufón, que llamó galga friolenta a Cisneros. Y en funciones de secretario, el lingüista Juan de Valdés, que había escrito los Diálogos de la lengua. Mezcladas con ellos, una bellas y nobles portuguesas que acompañaron a Isabel: la condesa de Faro, su camarera mayor; Mencía de Mendoza, marquesa del Cenete; Beatriz de Silveyra, íntima que la acompañó hasta la muerte; Leonor de Mascareñas, después aya de Felipe II y de su desgraciado hijo don Carlos; Leonor de Castro, esposa luego de Francisco de Borja; e Isabel Freire, la musa del enorme Garcilaso, que estaba ya casado, que no tardó en morir, y que le dedicó palabras como éstas:

Cuanto tengo confieso yo deberos;

por vos nací, por vos tengo la vida,

por vos he de morir, y por vos muero.

En efecto, no tardó en morir.

Uno de los meninos que, en compañía del abuelo de él, la Emperatriz llevó a Granada, fue Ruy Gómez de Silva, alguien que fue protagonista de mi vida desde su principio.

En esa ciudad, tan embriagada por su propia hermosura, llegaron a España dos hermosuras desconocidas hasta entonces: el endecasílabo y el clavel.

Juan Boscán nos cuenta la llegada del primero, en una carta a la duquesa de Soma, que hallé por casualidad.

«Estando un día en Granada con el Navagero, al cual, por haber sido tan celebrado en nuestros días, he querido nombrarle aquí a vuestra señoría, tratando él cosas de ingenio y de letras, y especialmente en las variedades de muchas lenguas, me dijo por qué no probaba en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia. Y así comencé a tentar este género de verso, y fui paso a paso con calor metiéndome en ello.»

El segundo fue una flor persa, hasta entonces desconocida en España, y que el Emperador hizo plantar en la Alhambra, para que, entre sus ruidos de agua y sus alicatados, que juegan con los colores, se alzase el olor y la esbelta figura del clavel, como símbolo y breve personificación de los días más felices de su vida. El amor, que todo lo puede, no consiguió, sin embargo, que se concluyese el Palacio renacentista que, como recuerdo de tan cordiales dádivas, quiso regalar Carlos V a la Alhambra para añadir a ella una belleza más. En cambio, la Emperatriz, pensando con ternura en los hijos que su amor le otorgaría, mandó construir un hospital para niños expósitos que sí se concluyó.

Con la noticia del embarazo de su esposa, el Emperador da por terminadas sus lunas de miel. El 10 de diciembre se ponen en marcha hacia Valladolid. Allí, como aún la Corte trashumante no tiene casa propia, vivirá la pareja en la de Bernardino Pimentel. Y es allí mismo donde convoca Cortes, e inevitablemente pide un servicio extraordinario para costear la guerra con Italia. No debía de quedarle gran cosa de la dote. Los procuradores contestan que, si fuese el Emperador en persona, ellos le servirían con personas y hacienda; pero darle dineros por vías de Cortes, que parecerían ser tributos y pechos, su nobleza y estado no le permitían. En fin, era una manera de negarle el servicio, porque Carlos esperaba para asistir al parto de su hijo.

Sin embargo, la situación italiana era peligrosa. Un pequeño ejército imperial con Hugo de Moncada a la cabeza, a finales del verano de 1526, entró en Roma obligando al díscolo Papa Clemente a pactar una tregua, que luego debía ser prorrogada por Lannoy, virrey de Nápoles. Pero el Condestable de Borbón, sin dinero para pagar su gente y licenciarla, aseguró que la tregua había sido pactada sin su consentimiento, y marchó sobre Roma. El Papa se había implicado en la Liga de Cognac, con el jocundo apoyo vengativo de Francisco I, de Venecia y del duque de Milán. Fernando, hermano de Carlos, aún con los turcos casi a la vista de Viena, acudió en ayuda de las tropas imperiales, en situación apurada al Norte de Italia, muriendo de hambre y de epidemia. Mandó doce mil lansquenetes -tampoco él andaba sobrado- reclutados en los más bajos estratos sociales y acostumbrados a matar por cualquier cosa, tanto que ellos mismos pedían que, a su muerte, se les rociara con pólvora en lugar de con agua bendita. En Nápoles, Lannoy contaba con siete mil españoles. Contradiciendo la propia tregua, Clemente VII destruyó catorce villas de los Colonna, que recurrieron a Lannoy apoyándose en sus amistades y ayudas a Carlos. Lannoy, pues, con los hombres de Moncada y los de Colonna, se dirigió a Roma. El ejercito del Milanesado, en la ruina, con hambre y peste, iba a unirse a los lansquenetes alemanes, y eran en conjunto capaces de todo exceso con tal de sobrevivir y de cobrarse. Era para ellos para quien había pedido en Valladolid el servicio Carlos a las Cortes. A su cabeza estaba el Condestable de Borbón, que procuraba retener las iras de su tropa con ardides y prórrogas. La situación era insostenible. Con los doce mil hombres de Fernando, las bocas para alimentar y los bolsillos que satisfacer presionaban demasiado. Y es entonces cuando, miedoso, Clemente quiere pactar la tregua con Moncada y Lannoy, tregua que no puede aceptar Borbón ya que -dice- él sólo recibe órdenes del Emperador (y, para su desgracia, de las necesidades de sus hombres). La marcha sobre Roma habría continuado pasando incluso por encima del cadáver del Condestable.

El Papa, confiado en su tregua, licenció sus tropas. Y se encontraba sin gente, abandonado en Roma y, cerca de ella, con los forajidos llenos de hambre y sed de venganza y de furia. El Papa, ingenuo a su pesar, arma a su servicio, a sus criados, a los cardenales, a los licenciados y artesanos de toda la ciudad. El 6 de marzo se divide el ejército imperial en tres columnas: la española, la alemana y la italiana. Arengados por Borbón, trepan por las murallas con el arma en la boca. El Condestable, entre ellos, cansado y abrumado, busca casi la muerte. En efecto, le llega por una bala que Cellini, siempre presuntuoso, dice que salió de su arcabuz, cosa improbable en la acepción estricta de la palabra. Enloquecidos por la muerte de su jefe, desmandados bajo el mando de Orange, saltan las murallas, se desparraman por las calles, las tiendas, las casas, los negocios, los palacios de Roma, y ocurre el desastroso saco, del que se defiende, ocultándose en Sant Angelo, el Papa que lo había provocado. Al grito de «¡Venganza y sangre!» sucede lo que en todas las guerras sin cuartel. El Papa se rindió al virrey de Nápoles aceptando todas las condiciones: paga de cuatrocientos mil ducados al ejército imperial, entrega de Parma, Piacenza, Ostia y otras plazas fuertes, y permanencia en prisión hasta que se cumplan las estipulaciones de la rendición. Su custodia se fía al que había sido carcelero de Francisco I, Hernando de Alarcón, ducho en estas lides de prisioneros díscolos e importantes. Carlos está prácticamente siendo padre de Felipe II en Valladolid.

Al conocer lo que las tropas habían hecho, no por su orden, en Roma, declara luto oficial, porque «ningún cristiano puede estar alegre mientras su Pastor está preso». Pero no ordena su puesta en libertad. Esta actitud no puede ser más razonable a mi entender, y es por lo que Carlos suscita en mí una nueva simpatía. Es católico sincero; suspende los festejos por el nacimiento de su primogénito; escribe al Papa expresando su sentimiento por lo sucedido y ofreciéndole su amistad; escribe a todos los príncipes cristianos epístolas de duelo y de responsabilidad personal salvada; ordena que en todas las iglesias de sus Estados se eleven preces por la libertad del Santo Padre. Pero, como Emperador, calla ante Lannoy y ante Alarcón, porque han de cumplirse las condiciones pactadas con el Papa enemigo. La conducta de Carlos no es doble; es doble la conducta de un Pontífice que emplea malas artes humanas para salirse con su voluntad y su poder humanos. Como todos los Papas han hecho siempre y hacen, salvo alguna excepción que no conozco. Había llegado la hora de dar una lección a los Pontífices que empleaban sus tiaras y sus báculos como armas de guerra, más mortales que otras y menos ejemplares.

En todo caso, el Papa Clemente, por desgracia, quedó libre a los seis meses sin haber cumplido todo lo pactado. Pero en el futuro se cuidó algo más: ya sabía dónde estaba la fuerza. Al representante oficioso del Emperador ante la Santa Sede, Francisco Quiñones, general de los franciscanos, como prueba de buena voluntad, le ofreció el capelo cardenalicio. Y se le ablandó el corazón ante la petición reiterada del Concilio, que Carlos pedía a todas horas. Un Concilio que fijara el dogma con toda precisión y, menudo órdago, que redujera al Papado a sus poderes espirituales. Por si era poco, el gran almirante Andrea Doria, reconociendo las razones imperiales, cambia de bando y se pasa, con toda su flota, al servicio de Carlos. Y recupera para el Imperio la ciudad de Génova. Por el contrario, para mayor inri de Clemente VII, al fin y al cabo defensor de la unidad de la fe, le toca recibir el divorcio oficial de Enrique VIII, Defensor Fidei, con la tía de Carlos, Catalina de Aragón, que ocasiona la pérdida de Inglaterra para la Iglesia. Otro motivo, semiegoísta y semiespiritual, para inclinarme ante el Emperador.

Ya dijimos que la Emperatriz, bajo el saco de Roma, había dado a luz el 27 de mayo. En una habitación en penumbra para ocultar el dolor de su rostro y contraídos los músculos para no quejarse. Cuando la matrona le pide que grite con libertad de una vez, exclama:

Nao me faleis tal, miña comadre, que eu morrerei mas non gritarei.

Parece que nuestras Reinas no han solido gritar en los partos: será quizá por su lado portugués. El nombre del recién nacido será Felipe, como el de su abuelo el Hermoso que yo creo que nunca lo fue tanto. Su bautizo se hace el día 5 de junio, y se producen en su honor grandes festejos. Hay cañas, justas y corridas de toros. En la del día 6 participa el Emperador, vestido con una marlota de terciopelo blanco y raso blanco en ella, y tocado amarillo. El 12 de junio la Reina acude a una justa, y ve orgullosa lidiar a su marido. Los torneos y los bailes se suceden. Durante la segunda corrida en que participaba el Emperador, llega la noticia del saco de Roma y la merecida prisión del Papa. El Emperador Carlos, inexpresivo, abre un poco más la boca, se apea del caballo y manda declarar luto en el reino. Al mirar a la Emperatriz no puede evitar una sonrisa y un gesto de impotencia. De impotencia moral, por descontado. La Corte pasa a Burgos porque los aires de Valladolid parece que se han contaminado. Isabel y Carlos se aman en torno a la mejor prenda de su amor y su prueba latente. La Emperatriz le descubre el mundo femenino verdadero: íntimo, sacrificado, respetable, respetuoso y exigente. Él le descubre a ella el mundo del gobierno y la política que tendrá con tanta frecuencia que presidir desde ahora: ella será la mejor regente de su esposo. El intercambio es tan enriquecedor para los dos que con nada puede ser comparado. Carlos ve, por vez primera, una mujer madre y una mujer amante. Isabel ve, junto a ella, al hombre más poderoso del mundo, en realidad, de dos mundos, porque el de América está bien presente en el suyo. La intersección que se produce entre ellos es perfecta: uno nacido para gobernar; otra nacida para procurar compañía y descendencia. De ahora en adelante todo va a ser echarse de menos uno al otro, o tocar juntos el cielo con las manos. En pocas ocasiones se ha dado en la historia una pareja más ejemplar y envidiable. Al menos, es lo que se cree. El Emperador había comprendido ya Castilla; ahora comprende la vida, la paternidad y el sexo enamorado. Para él, desde estos meses, el lugar donde querrá estar siempre tendrá un nombre tan sólo: España. Y en él querrá morir. Y morirá.

Pero llega la hora de las paces. Enrique VIII está con su vaivén de Anas apenas enamoradas o sin tiempo para enamorarse, separado en su isla… El Papa, cabizbajo, firma un tratado de perdón y de permiso de paso por sus tierras al ejército imperial, de alianza con Carlos y Fernando para recuperar a los luteranos, y de coronación solemne de Carlos como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Por su parte, Carlos devuelve al Papa las ciudades ocupadas por Venecia y Ferrara, restablece a los Médicis, su familia, en Florencia, y casa a su hija Margarita -todavía una niña- con el jefe de la casa, Alejandro.

Y era tiempo de la gran paz con Francia. Como es imposible que, a las pocas horas de estar juntos, no se armara una gresca de recuerdos y amenazas entre Carlos y Francisco I, serán dos damas las que se encarguen de ella: Margarita de Austria, la vieja y querida tía de Carlos, y Luisa de Saboya, la híspida madre de Francisco. Se deja por fin en libertad a los olvidados hijos del Rey, aún rehenes en España, por dos millones de escudos de oro. El francés renuncia a sus pretensiones, en Italia, Flandes y Artois; Carlos no insistiría en la reclamación de Borgoña, pero sin renunciar a sus derechos. Ésa fue la paz de Cambrai, que siempre hemos llamado de las Damas. Cuando se firma, Carlos ha embarcado en Barcelona, donde pidió ser recibido como Conde de ella no como Emperador. Y sale triste por lo que deja y alegre por lo que posee. Entre todo lo demás, una hija nueva, María, que llegará a ser Emperatriz de Alemania como esposa de su primo Maximiliano II, hijo de Fernando. (Además de Portugal, ya se ha encontrado otra familia con la que casarse y recasarse: la alemana.) La noticia de su niña le llegó mientras presidía las Cortes de Aragón. Delegó la presidencia en el duque de Calabria; fue a galope tendido hasta Madrid; besó a su mujer y a su retoño; y regresó a Aragón y luego a Barcelona. Pero no sin dejar a la madre de sus hijos como gobernadora de España. Una de las cosas que la Emperatriz hizo, aparte de enfermar de paludismo y de sanar casi de repente por las aguas de la fuente de San Isidro según el pueblo de Madrid, fue pedir al poco partidario duque de Gandía que permitiera la boda de su hijo Francisco de Borja con Leonor de Castro, la más querida de las damas que la acompañaban. No imaginaba nadie que el futuro santo jesuita iba a encontrar en el viejo alcázar de Madrid el verdadero y definitivo amor de su vida. Quizá el primero y el último. Que no fue, por descontado, la dama portuguesa.

Recuerdo con cuánta emoción y entusiasmo mi padre Gonzalo, que era no muy emotivo y nada entusiasta, me contaba con relativa frecuencia, y recordando en ocasiones datos nuevos, la Coronación imperial de Bolonia, tan deseada por Carlos, a pesar de que el Papa que lo coronaba no fuese de su agrado. Desde fines de noviembre del 29 a fines de febrero del 30, el monarca y el Pontífice compartieron el mismo palacio en habitaciones comunicadas por pasadizos secretos, de los que los palacios italianos eran tan amigos, que facilitan los encuentros sigilosos -no siempre políticos ni castos ni heterosexuales-, aparte de los cortesanos lenguaraces y vanidosos. Gattinara, al que mi padre llamaba Mercurino, y mi mismo padre conocieron desde muy cerca los prolegómenos y la conclusión de la decisiva ceremonia. Para ellos, la pacificación de la hirviente Italia y la Coronación, remate brillante y lógico de diez años de espera y de tensiones, eran trascendentales. Como también lo eran el turco a las puertas de Viena, la restauración de los parientes de Clemente en el trono de Florencia, la convocatoria del Concilio, que suponía la esperanza de unificación de Carlos y que iba a poner al Papado en su sitio, o los movimientos siempre inquietantes, continuos e insospechables de Francisco I.

La ceremonia solemne se decidió que se celebrara en Bolonia. Lo cierto es que Roma aún no estaba para coronaciones, y que Carlos ardía por aproximarse a Austria, donde Fernando padecía la amenaza de Solimán. Fue el 22 de febrero cuando los magistrados de Monza, llegados para eso, ciñeron las sienes de Carlos con la Corona de hierro de los Reyes lombardos. Dos días después, entre un esplendor inaudito, el Papa lo coronó Emperador del Sacro Imperio. Yo, que tuve el privilegio de presenciar a escondidas su abdicación, oí, aún sin saber cuál iba a ser mi suerte, el principio oficial de su grandeza.

Existía un pasadizo cubierto por hiedras y laureles que comunicaba la residencia con el templo de San Petronio. Nada más atravesarlo Carlos, se desprendió un fragmento de su cubierta. Es curioso que, en el relato que mi padre me dio a leer de ello, el fraile que lo escribe añade que el pasadizo estaba en alto y que sufrieron heridas algunos de los transeúntes, sobre los que cayeron los cascotes, pero que no peligró persona alguna de cuenta, sino sólo un caballero flamenco que murió allí enseguida. O sea, Dios fue servido de que la ceremonia continuase sin pesar, aunque no continuase el anónimo caballero flamenco. Fue poca cosa comparada con lo que esperaban los espectadores entre los que, cuando corrió entre ellos el hecho, se comentó que significaba con claridad que Carlos sería el último Emperador. A pesar de las reiteraciones, así fue. Quienes, por su fortuna, vieron al hombre más poderoso de la Tierra arrodillado ante un Pontífice tan poco afín a él como Clemente VII comprendieron que era por la institución y no por la persona por lo que Carlos se postraba. En efecto, no tardó ese Papa en obligar al Emperador a reducir Florencia a sangre y fuego para cumplir los compromisos contraídos en Bolonia. Cristo ha tenido en la tierra representantes muy especiales. Alguno, hasta hijo de puta. En cualquiera de los sentidos.

La salida de la iglesia fue espectacular. Entre la música de los instrumentos marciales y la de los cañones, el entusiasmo de la multitud gritando «¡Imperio, Imperio!» ensordeció la mañana. El Emperador sostuvo el estribo del Papa para que montara, y luego montó él, ambos bajo un enorme y suntuoso palio, sustentado por los más ricos hombres boloñeses con pompa y con trabajo. Así se abrió el desfile -a mi padre le brillaban los ojos al contarlo mirando hacia su interior y hacia su memoria- más fastuoso que ha visto entera la Historia de Occidente. Abrían la marcha familiares y servidores de las dos casas, papal e imperial, todos de seda y recamados; luego, caballeros que ondeaban sus banderas; trompetas y todo tipo de instrumentos junto a notables de la ciudad y la Corte romana. Sobre una hacanea blanca, en una custodia, el Santísimo Sacramento entre hachones encendidos. Después, príncipes, duques, marqueses, varones, gobernadores y capitanes de todas las naciones con sus subordinados cubiertos de pedrería. Y los reyes de armas del Emperador tirando a la multitud monedas de oro acuñadas para la ocasión. Y el Papa con sus palafreneros. Y Carlos, con treinta jóvenes caballeros españoles. Y los prelados que no eran cardenales, y las tropas del Emperador y los burgueses… El cielo en la Tierra. Tanto es así que Gattinara, el colega de mi padre Gonzalo, solía repetir:

–Italia es el mejor fruto que podéis coger de este Imperio.

Y, tras decirlo por última vez, cumplida la labor de su vida, murió en Innsbruck, el 5 de junio de 1530. Ése era el momento en que los ojos de Gonzalo Pérez brillaban, más que por el recuerdo de la grandeza, por un principio de lágrimas. Porque mi padre consideró siempre que, después de Chiévres, y aun antes que él, Gattinara había moldeado en el alma de Carlos la idea del Universo Cristiano. Aunque quizá fueran lágrimas de satisfacción porque, por fin, quedaba solo en la secretaría: mi padre no era demasiado sensible.

Pero Loaysa, el antiguo confesor de Carlos, a la sazón cardenal en Roma, le recomendó que sustituyera a tan gran consejero por otros dos: Cobos y Granvela, uno español y otro borgoñón. El primero, un secretario excelso; el segundo, un diplomático inigualable. del primero decía el cardenal, en carta que conservo copiada: «Será el cofre sellado en que se encerrarán vuestro honor y vuestros secretos, que confesará vuestras faltas y sabrá defender a su señor. No empleará, como otros muchos, exceso de ingenio para decir finezas y agudezas; pero, en cambio, jamás murmurará contra su amo y seguirá siendo querido por todos.»

Yo, de cuanto Loaysa escribió, estoy poco seguro: un secretario sabe más de lo que cualquiera otro pueda saber de otro secretario; pero, líbreme Dios de exponer aquí mi juicio sobre Cobos. A Granvela lo ponderaba con más tiento:

–Su trato no es tan agradable como el del secretario de estado, pero en cuanto tenga un cargo aprenderá a tener paciencia -dice. Y añade algo que se acostumbra decir a los grandes, aunque no sea verdad-: Que Vuestra Majestad sea su propio canciller, aunque vuestros asuntos los lleve con estos dos.

Yo me quedo con lo del cargo y la paciencia, porque son las dos alas de las que puede valerse el cuerpo de alguien que sirve a un Rey: eso lo sé yo bien. Aunque puede volar más alto a solas que ese Rey, que no sabe en ningún caso ser su propio canciller. Y me quedo también con lo que le escribió el cardenal al Emperador cuando recibió la noticia de su marcha a Alemania:

«Que Dios os conceda allí la gracia de vencer a vuestros más naturales enemigos: la buena vida y la indolencia.»

¿Qué habría dicho este buen hombre del hijo del Emperador, don Felipe II? Aunque éste tenía otros enemigos, muchos más y más fuertes.

En Innsbruck hubo reunión familiar en torno a Carlos. Estaba su hermano Fernando, futuro Rey de Romanos, su hermana María, viuda ya del Rey de Hungría, y Cristian de Dinamarca, viudo de su hermana Isabel. Y allí se decidió -tengo los testimonios de mi padre- que urgía más la unión de la Cristiandad que la ofensiva contra el Turco, todavía a las puertas de Viena sin decidirse a batirlas. Por eso se convocó la Dieta de Augsburgo. Los seguidores de Lutero no tenían ya carácter religioso sino político. Eran su separación y su independencia lo que perseguían. El concepto de Iglesia nacional iba a estremecer, como una gran bombarda, los cimientos del Imperio. Sólo quedaba la esperanza de que no lo hiciera saltar en pedazos. Pero lo hizo.

Mi padre, pese a todo, siempre me dijo, y aun me dejó escrito, que, al Emperador, Francia e Italia, es decir, para no engañarnos, el Papa, Francisco I y el Milanesado le preocuparon más que Lutero y aún más que el Turco. Todo venía de un poco más atrás. Carlos era más germánico que latino, quizá por eso se mostró siempre más preocupado por el Sur, que no acababa de entender, que por el Norte de Europa, salvo por su Borgoña. Él, que yo sepa, siempre estuvo obsesionado por la falta de dinero: al Imperio, el oro americano y Alemania no le proporcionaban, como dijo alguna vez Granvela, «ni el valor de una nuececilla». De ahí el desapego por esa tierra, con la que, por si fuera poco, tenía el compromiso con los príncipes de no emplear en ella tropas españolas. Había de confiar en las que ellos le proporcionaran, cosa que nunca hicieron. De ahí ese desapego alemán y también ese título imperial no sostenido por una autoridad efectiva. Mi padre, su verdadero secretario, conoció siempre bien los entresijos de su corazón. Precisamente por esa ausencia de ejércitos allí no influyó ni participó en la revuelta de los caballeros ni en la sangrienta guerra de los campesinos. Unos años antes, todavía en España, convocó la Segunda Dieta de Spira, de la que tampoco surgió ninguna solución, pero sí el nombre de los disidentes. Como en ella cinco príncipes y catorce ciudades decidieron mantener lo acordado en Worms y se quejaron vivamente de lo resuelto allí, se les llamó protestantes. Y ya para siempre les sirvió ese nombre.

Ahora, la convocada fue la Dieta de Augsburgo. Iba a comenzar cuatro días antes del Corpus Christi, y se decidió que el Emperador presidiera la procesión que rodeaba la Hostia consagrada en su rico ostensorio. Sin embargo, bajo el argumento de que no se presentaba el Cuerpo de Cristo bajo las dos especies, los protestantes, con Juan de Sajonia -hermano del que había llegado a ser el terrible Federico- a la cabeza, se negaron a asistir. La ansiada unión era imposible. Con todo, al principio creció cierta esperanza. Lutero, aunque la orden de persecución fue suspendida, no compareció para llamar más la atención, y envió a Melanchthon, respetado y conciliador. Él fue quien presentó la confesión que buscaba como fuese los puntos de acuerdo entre las dos partes. Carlos creyó en el éxito y también la mayoría de los seguidores de Roma. No sucedió así. Enterado Lutero, retirado en el castillo de Coburgo para seguir el proceso a escasa distancia, se opuso. Y ordenó a sus delegados que endurecieran su actitud. Y a Melanchthon, al que sabía insomne, le dirigió una frase: «Ruego a Dios que te conceda el sueño.» Schwarzerde, que era su apellido verdadero, que en alemán y en griego significa tierra negra, tuvo que transigir, presionado y débil, estudioso y obediente. Desde ese punto se confirmó la separación entre cristianos y protestantes. Fue el propio Carlos quien, dándoles por añadidura cinco meses para reflexionar, ordenó la estricta aplicación de lo dispuesto en Worms: la restitución a la Iglesia de los bienes secularizados por los príncipes luteranos y el restablecimiento de la jurisdicción episcopal. Y se propone, una vez más, lograr del Papa la convocatoria de un Concilio que concluya con los desórdenes eclesiásticos y se inicie antes de un año.

Los príncipes salieron de Augsburgo para reunirse en Smalcalda, y formar una Liga en defensa de la religión reformada, es decir, contra Carlos V, contando con la ayuda siempre ofrecida de Francisco I y del ya cismático Enrique VIII. El Emperador, en Colonia, donde le aguardaban los príncipes electores, acordó elegir a Fernando Rey de Romanos. O sea, que la división del Imperio se iniciaba. Y el cuius regio eius religio comenzaba a aplicarse. La amargura de Carlos se multiplicó al conocer la noticia de la muerte de su querida tía Margarita, la archiduquesa, su educadora, su única madre de hecho. Murió de una infección causada por un cristal que se clavó en un pie…

«Mi solo dolor es no ver a Vuestra Majestad antes de mi muerte. Ésta será mi última carta. Os dejo mi único heredero. Los territorios que me confiasteis los devuelvo acrecentados a vuestro poder, por lo cual espero el premio de Dios, vuestra satisfacción y el agradecimiento de la posteridad. Os recomiendo, ante todo, la paz: con los Reyes de Francia e Inglaterra especialmente; os ruego que atendáis a mis servidores; y os expreso mi último adiós.»

Carlos marchó hacia Flandes y nombró gobernadora a María, su hermana, la viuda del Rey húngaro. Fue un nombramiento justamente acertado, en comparación con alguno de los que le siguieron.

Es significativo lo que sucedió allí en el capítulo de la Orden del Toisón de Oro, que no se reunía desde 1518, en Barcelona. Ahora lo hacía en Tournai. Era preceptivo analizar el comportamiento de cada caballero, y así se hizo. El Gran Canciller de la Orden, al llegar a Carlos, le reprochó su lentitud en el cumplimento de sus funciones, la mala organización de la justicia, su preocupación por despreciables pequeñeces, la escasa retribución de los funcionarios públicos y algunas otras impertinencias semejantes. Olvidando el carácter castellano, Carlos se revistió de indiferencia flamenca y respondió:

–Hasta este instante, esa criticada lentitud es lo que me ha reportado mayores beneficios.

Calló, ante el capítulo, lo que en este momento se traía entre manos. Comenzaba el año 1536, y Carlos, como un jugador de ajedrez que se empeña en partidas simultáneas, recién pacificada Italia y el Papado, había corrido a Augsburgo, y de allí a los Países Bajos, sin olvidar las amenazas de la liga de Smalcalda con el apoyo de Inglaterra y Francia. Y las solicitudes de España, de la que era el Rey, y de su hermano Fernando, a quien lo que más le preocupaba era Solimán, el gran enemigo, aquel que, cuando grita, aterra a todos los demás enemigos caseros del Imperio, que corren a protegerse bajo la grandeza del Emperador. Los primeros, los príncipes protestantes alemanes que, para eso, sí que firman la paz de Núremberg y la de Ratisbona.

Y así sale Carlos encabezando un ejército de noventa mil infantes y treinta mil jinetes. Los mejores de Europa: la infantería española, los lansquenetes alemanes, los soldados italianos, húngaros, bohemios y la crema de la caballería de Borgoña…

El Emperador, aunque parezca mentira, va por primera vez al frente de un ejército. Sí; pero de un ejército de doscientos mil guerreros con fama de invencibles. Al mismo tiempo, Andrea Doria desembarcó soldados en la costa griega para producir un efecto envolvente. Mientras, una pequeña guarnición cristiana, la de Güns, en la frontera austriaca, realiza la hazaña de contener durante casi un mes el empujón turco. Y, en ese tiempo, Carlos alcanza con sus tropas el escenario de la que va a ser la grandísima batalla decisiva… Pero no se produce. Solimán se retira. Lo que tendría que ser para la Historia un recuerdo glorioso no llega a realizarse. La primera batalla dirigida personalmente por Carlos se diluye en un sueño. La ocasión más gloriosa que habían de ver los siglos se aplaza hasta que un hijo bastardo suyo, no nacido aún, tenga veintiséis años.

Pero en España los turcos sí que actúan. Las incursiones de los piratas berberiscos de Barbarroja; el peligro de que faciliten y apoyen invasiones musulmanas en la para ellos inolvidable Andalucía… E Isabel, que, como sabia gobernadora y como mujer enamorada, requiere la asistencia del Rey y de su rey. De ahí que se inicie la marcha hacia la Península, el retorno «a estos vuestros reinos»… Pero aún el Emperador tiene que mirar hacia atrás y demorarse. No faltan temores ni preocupaciones. El irritante Clemente VII, con gran pompa, visita al no menos irritante Francisco I, y casa a su sobrina Catalina de Médicis con el duque de Orleans, ya liberado con su hermano el Delfín por el pago de su rescate. Y para que no respire a gusto Carlos, el Rey francés da a su hijo, como regalo de boda, todos los derechos que no tiene sobre los estados italianos del Emperador. Éste crea una Liga defensiva de príncipes italianos, y se embarca hacia Barcelona a la que sale a recibirlo la Emperatriz gozosa.

–Otro lugar más lejos me habría parecido cerca para recibiros.

Un mes después, Enrique VIII, su tío, coronó a Ana Bolena como verdadera Reina de Inglaterra. Pero Carlos ya estaba abrazado a Isabel.

En estricto sentido. Porque hay un tal Pedro Girón, cronista algo imaginativo, que cuenta cómo sucedió la llegada y la urgencia de Carlos:

«Llegado a un puerto de España que se llama Rosas, que es antes de Barcelona catorce leguas, desembarcó allí un día lunes a veinte y uno del mes de abril de este año 1523, y de allí vino por la costa a Barcelona, donde llegó otro día martes, a las nueve o diez de la mañana. Vino con Su Majestad el marqués del Vasto. Halló a la Emperatriz en la cama, que aún no era levantada, donde el Emperador también se echó, y estuvo hasta las dos, que se levantaron y comieron.»

No sé si será cierto, porque muchos pintores han reflejado el desembarco del Emperador y la espera de la Emperatriz y de sus hijos entre velas y mástiles.

Después el Emperador hace el recorrido de las Cortes: Monzón, donde se reúnen las de Cataluña, Aragón y Valencia, Zaragoza, Toledo y, por fin, Madrid. Allí la felicidad del matrimonio se adereza con juegos, cazas, fiestas cortesanas y también apacible y sonriente vida familiar. Y, por supuesto, comidas y cenas impresionantes, que hacen crecer la gota en algo más. En una de ellas Carlos dice:

–Qué bien dormiría yo sin la gota y sin Lutero.

Isabel tiene la virtud de desarrugar su ceño y hacerlo sonreír con la boca torcida. Su mayordomo, el varón de Montfalconnet le dice un día, ante la gula insaciable del Emperador en descanso, y ante su afición inevitable a armar y desarmar relojes:

–El día menos pensado, para complacer a Su Majestad, tendré que hacerle servir un potaje de relojes.

El potaje que le acompañó hasta su última hora, nunca mejor expresado, en Yuste. Hasta allí se llevó a su maestro relojero Giovanni Torriano.

Tienen que celebrarse las fiestas por el parto y el nacimiento de su hija María, las victorias de Túnez y los traspiés de Francia para que vuelva Carlos a España, pasando, como en cada ocasión, por Tordesillas, a saludar allí a la Reina doña Juana la Loca. El primogénito Felipe había cumplido ya diez años, y desde los seis tenía casa propia. Se discutió por sus padres quién debía ser su preceptor y, por primera vez, no se pusieron de acuerdo: Carlos quería un flamenco; su esposa, un español. Ganó ella, como era de prever, y se eligió a Francisco Martínez Silíceo, erudito y asceta y cardenal después, quien, por lo que sé, introdujo en el joven príncipe el hermetismo, la introspección y una ceñuda religiosidad, ensanchada luego por él para enriquecerla con ciertas otras doctrinas no completamente ortodoxas. A veces me he preguntado qué habría sido del reino y de mí mismo si, en lugar del cortante Silíceo, su preceptor hubiera sido el sabio y liberal Van Aytta, que sólo tenía veintiséis años por entonces, quien educara al príncipe. Acaso la historia del mundo habría cambiado. No cabe duda de que para bien.

Hay que decir, con todo, que la Emperatriz era una mujer activa y alegre. A pesar de que alguien escribió que la educación que les daba a sus hijos fue humanística en sentido renacentista, no se inspiró en los preceptos de su abuela Isabel la Católica. La educación que les dio no fue «sólo para ocupar tronos, para tocarse con un capelo cardenalicio él o recluirse ella en recintos monacales…» La madre supo rodearlos de un entorno cultural y de delicadeza, música y alegría. Si más tarde María y Juana -y Felipe- fueron sombríos, apartadizos y escasamente expresivos, fue porque lo llevaban así en la masa de la sangre. De una sangre, por cierto, muy gorda.