«Dios ha querido que se haga pública su condición», escribió el embajador francés a Catalina de Médicis.

En todo caso, nadie tenía duda de la causa del confinamiento. El embajador de España en Roma, don Juan de Zúñiga, la señaló en una carta privada:

«El Rey no dio particular causa al Papa de lo que le había movido -en esto se equivocaba-. Ni creo que hubo otra, sino lo que todos sabemos de la naturaleza de la condición del príncipe. Yo lo temí, de manera que, contra el parecer de todos mis amigos, rehusé servirle.»

En cuanto a los sentimientos del Rey, si es que los tenía, los más íntimos son difíciles de adivinar. Su única declaración fue precisamente una carta al Papa. En ella afirmaba, y yo lo sé mejor que nadie:

«El fundamento de esta determinación no dependió de ira ni de indignación, ni de culpa del príncipe, ni iba enderezada a castigo, ni tomada como medida de reformación. Si algo de esto fuera, usara yo de diferentes medios, sin llegar a tan estrecho término… Pero fue Dios servido que hubiese tales y tan naturales defectos en su entendimiento y en la naturaleza de su condición que faltara en él la capacidad y el sujeto, representándoseme los notables inconvenientes que resultaran de recaer en él la sucesión y gobierno, y el evidente peligro en que todo caería… Para prevenir con tiempo y con efecto, todo esto fue necesario.»

Yo, que conocía al Rey, puedo y estoy en condiciones de afirmar que el dolor más hondo que sintió fue el de deshonor y el de vergüenza ante la incapacidad de su hijo único para cumplir el fin de reinar, que era el que Dios le había destinado. Ese dolor fue más grande que la compasión de padre que le atribulara. Prohibió llorar a la Reina Isabel, tan joven y tan tierna, en cuya habitación estuvo el príncipe la noche anterior a su arresto: fue a jugar a las cartas con ella; llevaba cien escudos en su monedero; cuando bajó no llevaba ninguno. Toda esa historia que ha corrido del amor por la Reina es una fábula de Esopo. Él pensaba más, como esposa y como mujer, en su prima Ana, que acabó casada con su padre. A la Reina le hacía regalos con frecuencia, y de costumbre llevaba un medallón de ágata grabado con su efigie. Pero jamás habría sido más íntima una relación con ella, que vivía rodeada de damas, a la cabeza de las cuales estaba la imponente -en todos los sentidos- duquesa de Alba, y a su lado la princesa de Éboli, que no paraba de parir hijos de Ruy Gómez de Silva. Nadie habría pasado por alto un asunto así, que les hubiese costado a todos la cabeza. Para la realeza, la intimidad era una palabra difícil de ser incluso pronunciada, y aún más de ser tenida. Si lloraba la Reina, era porque perdía a uno de los escasos amigos de su edad que existían en la Corte. Don Juan y don Alejandro Farnesio eran los otros. Isabel de Valois sufría todas las dificultades para poder hablar con alguien de su rango. Su vida, como cualquiera puede imaginar, debió de ser el mismo aburrimiento: quizá murió de él. Y, fuese como fuese, el príncipe don Carlos no era precisamente aburrido. El Rey le prohibió llorar por el mismo motivo que ordenó a don Juan quitarse el luto que a raíz del arresto se impuso.

En marzo, el Rey escribió a los Grandes de España vetándoles nombrar a don Carlos en su conversación y aun en sus oraciones. Por idénticos motivos. En abril ordenó el despido de los miembros de la casa del príncipe, «porque cada día el pobre joven está más trastornado»… Todo fue por el estilo. El embajador francés escribió que el príncipe «está cayendo rápidamente en el olvido, y se habla de él apenas con más frecuencia que si no hubiera nacido». Don Carlos se convertía en un problema administrativo apenas encarnado. Los archiveros, a través de mí, recibieron órdenes de la Corona para que buscasen un precedente a aquella situación. Sólo encontraron uno: el de otro príncipe Carlos, el de Viana, desheredado por su padre, Juan II de Aragón, padre también de Fernando el Católico, en 1461. Este descubrimiento se mantuvo secreto, especialmente para don Carlos, que tenía prohibido salir de sus habitaciones o asomarse a la ventana mientras estuvo en el Alcázar, antes de ser conducido a Arévalo. Pero es lo cierto que el encarcelamiento no mejoró al príncipe. Se negaba a comer, y adelgazó de manera espantosa, tanto que parecía que los ojos se le salían de las órbitas. De cuando en cuando era obligado a tomar una sopa. Luego su comportamiento se hizo más desordenado aún: resolvió tragarse cosas, incluso un anillo de diamantes. En el mes de julio ya no había esperanzas de supervivencia. Fue entonces cuando la realidad, tan negra, envolvió al Rey. Pasaba días enteros mudo, sentado en un sillón. Yo, con inquietud entonces, lo contemplaba. Quizá él se daba cuenta, demasiado tarde, de su responsabilidad. Y es que yo, como juez, no podría decir en conciencia que Felipe II decidió la muerte de su hijo. Pero, gracias a Dios no soy juez, y digo que, lleno el caso de toda suerte de razones y de urgencias, el Rey sentenció al príncipe don Carlos, que murió por envenenamiento lento.

Yo sé que lo que resolvió al Rey a hacer lo que hizo fue la sospecha, bastante confirmada, de una alianza a traición, entre don Carlos y los rebeldes de los Países Bajos, especialmente el varón de Montigny, hermano del conde de Horn, que estuvo en la Corte, visible, en 1566 y 67. Contactos entre ellos hubo, y el varón Floris de Montigny fue arrestado en 1567. Conducido a Simancas, recibió en su momento, allí, garrote, pregonándose que había muerto de muerte natural, incluso a su esposa, a la que se le mandaban noticias hasta después de estar él ya ejecutado. Pero la causa más firme del encarcelamiento quizá no fue ésa, ni -como yo mismo he dicho en algún sitio a mala fe- los amores con la Reina, ni que fuese cómplice de una conjura europea contra el poder católico español, en la que se unieron los rebeldes de Flandes, católicos y protestantes, los hugonotes franceses, los calvinistas centroeuropeos, la corona inglesa, el duque de Sajonia, el Rey de Dinamarca y el Gran Turco. La causa de la orden del Rey fue impedir que aquel príncipe, contrahecho de espíritu y de cuerpo, llegara a ocupar su trono un día.

Cuando murió don Carlos el 24 en julio de 1568, Felipe decretó duelo general durante nueve días, y ordenó que la Corte llevara luto durante un año. Y lo anunció a las Cortes extranjeras, y a los Grandes y a los prelados españoles, a los virreyes y a los gobernadores. Con una sobriedad que dejaba la puerta abierta a todas las interpretaciones. Y no la cierra para afirmar que, si el destino de don Carlos fue trágico, lo fue más el de aquel Rey y padre sobre el que pesó muchos años la pesadumbre de esa muerte. Por la cual no hubo, sin embargo, un pesar visible y general. El agente del duque de Alba en la Corte le comunicó que había en ella «pocas señales de dolor», y tampoco entre la población. Y el guardián del príncipe, el que más cerca estuvo de la historia, incluso se alegró del final:

–Cierto que, si viviera, hubiese sido la destrucción de toda la Cristiandad, porque su condición y sus costumbres estaban fuera de todo orden. Él está muy bien allá, y todos los que lo conocimos alabamos a Dios por ello.

Eso fue lo que me dijo a mí aquel hombre. Yo añadí:

–Descanse en paz, y que nosotros descansemos también.

Lo que sí produjo esa muerte fue la estupefacción de los contemporáneos.

Un cronista conocido mío dijo o escribió en torno a ella que cualquier ruido callejero llenaba de alarma al propio Rey, que se asomaba a las ventanas de su Alcázar, tembloroso de que fuera el inicio de un motín popular. Yo he leído los versos de un epitafio dedicado al infeliz, atribuidos a un procesado por la Inquisición, profesor en Salamanca, el agustino fray Luis de León, que dicen:

Aquí yacen de Carlos los despojos;

la parte principal volviese al cielo.

Con ella fue el valor; quedóle al suelo

miedo en el corazón, llanto en los ojos.

Era el eco de una oscura muerte, que el pueblo sintió acaso como un agravio a él mismo o como una amenaza. Primero, por la afición que el pueblo tiene siempre por un príncipe, que personaliza la esperanza; segundo, por el evidente gesto cruel de un monarca autoritario, capaz de cualquier otra cosa si fue capaz de ir contra su propio hijo.

Y así fue, en efecto. El asesinato de Escobedo y de don Juan de Austria en 1578 fueron órdenes de Felipe II; la muerte de Guillermo de Orange, en julio de 1584, a manos de un asesino, fue alentada y póstumamente recompensada por Felipe II; el asesinato judicial de Montigny, ya lo hemos visto; los cien atentados que se hicieron contra mi persona, los veremos… En todos los casos hubo razones apremiantes, o así se lo parecieron al Rey, para dar orden de matar. ¿Había el mismo apremio en el caso de don Carlos? ¿No estuvo su bisabuela doña Juana medio siglo encerrada en Tordesillas? Quizá fue eso lo que el Rey quiso evitar: esa espada de Damocles sobre su cabeza y sobre la de quien lo sucediera: sobre la cabeza de España. Sin embargo, sí supuso esa muerte, con la que coincidieron los más graves problemas de los Países Bajos, y a la que siguió la muerte de la Reina Isabel de Valois; sí consiguió, digo, quebrantar la aparente serenidad del Rey.

Al comenzar el año 69 escribió una carta al cardenal Diego de Espinosa, presidente inmotivado del Consejo, en la que mostraba su patético estado de ánimo. Sentía vehementes deseos de abdicar, como su padre; pero ¿en quién iba a hacerlo y a costa de qué acontecimientos? Todo parecía haber caído sobre sus hombros…

«Son cosas éstas que no pueden dejar de dar mucha pena y cansar mucho, y así creed que lo estoy tanto de ellas y de lo que pasa en este mundo, que si no fuera por lo que sucede en Granada y otras partes a las que no se puede dejar de acudir, no sé qué me haría. Y quizá no me pesa de la dilación de los negocios de Alemania -se refiere a los pasos dados hacia el matrimonio con doña Ana de Austria-, porque siento que yo no estoy bueno para el mundo que ahora corre, que conozco muy bien que habría menester otra condición no tan buena como Dios me la ha dado, que sólo para mí es ruin. Y esto páganmelo muy mal muchos; plegue a Dios que allí se lo paguen mejor.»

Esta carta, que descubre la angustia del Rey cuando Dios parecía haberle abandonado, como si él nunca hubiese dado motivo para tal abandono, habría sorprendido a cualquier lector por su exhibida franqueza, siendo así que el Rey nunca se descubrió, ni a sí mismo, sus honduras y sus opacidades. Y hasta el final se engañaba y engañaba al que se dirigía, que era además su confesor:

«No os dé pena lo que digo, que como no tengo con quien descansar sino con vos, no puedo dejar de hacerlo.»

Cuando la vida aprieta y duele, todos tenemos momentos en los que somos, o parecemos, buenos. Tanto que, por si había vuelta atrás como la hubo, el secretario del destinatario de esa carta, que diligentemente la archivó, anotó al dorso: «Ojo: que no se ha de ver sino por Su Majestad.» El Rey tenía muchas razones para desahogarse, aunque el profundo pozo de su corazón todavía guardaba lugar para acumular secretos. El año 1568 fue el peor de su reinado, el que lo iba a endurecer definitivamente. Aparte de las muertes de don Carlos y de su tercera esposa sin dejarle heredero varón, hubo cuestiones trascendentales y sangrientas en los Países Bajos, que no excitaron por ello su conmiseración que anduvo en compañía de la crueldad del duque de Alba; y hubo una revuelta importante dentro de España, entre los moriscos del reino de Granada, a los que atribuló y contra los que actuó sin que le temblara la mano, que siempre creyó (o quiso creer) guiada por el Altísimo. Ésos eran los pretextos que daba para no retirarse. En efecto, su serenidad y su valor se vieron afectados; pero sólo un momento. Después, el convencimiento de que no se equivocaba porque representaba a Dios en la Tierra, lo sujetó, lo apoyó y le dio fuerzas para continuar. Haciendo daño, como acostumbraba.

El capítulo de la religión en Felipe II no tiene las dimensiones que en Isabel la Católica. Hay entre ellos la misma diferencia que puede existir entre una iluminada y una simple beata. Para el Rey Felipe la religión consistía en una especie de refugio consolador, donde él se encontraba exaltado y todopoderoso por delegación de Dios, que lo había signado con su dedo. Y, en este sentido, él podía utilizar la religión como pretexto para cualquier acción política. No es que se viese obligado, por ejemplo, a aliarse con príncipes no católicos, sino que su presencia santificaba cualquier causa, puesto que seguía los caminos del Señor, no tan inescrutables para él como para el resto de los mortales. Por ejemplo, durante muchos años protegió a Isabel de Inglaterra contra la amenaza de la excomunión papal: él se refugiaba en la paciencia infinita de Dios para el que no existe el tiempo. En los años 66 y 67 contó con tropas luteranas, con sus propios capellanes luteranos, para reprimir a los rebeldes calvinistas en los Países Bajos. Y en 1583 y a primeros del 84 -esto lo supe yo de primera mano- se acercó a Enrique de Bearn, jefe de los hugonotes franceses, y le ofreció una ayuda si declaraba la guerra al Rey católico Enrique III de Francia. Y esta dejadez se vio recompensada cuando Enrique de Bearn se transformó en Enrique IV después de decir, para convertirse y reinar, que París bien valía una misa. O sea, que el Rey antiguo y el nuevo obraban, en materia de religión, de puta a putañero. Yo, también.

De cualquier modo, desde fuera, Felipe era un devoto y fidelísimo hijo de la Iglesia. En su vida privada, no había más que verlo y escucharlo: cada semana recibía un sermón; confesaba y comulgaba cuatro veces al año; iba a un retiro espiritual en cuaresma y cada vez que lo asaltaba un agotamiento nervioso: verbigracia, cuando ordenó más arrestos en Flandes y temió todo lo que se le venía encima, o cuando murieron Isabel de Valois y el príncipe. En cuanto a la asistencia a misa era un placer incomparable, más que cualquier otro oficio divino. Pero insistía en la meticulosa observación de sus gustos personales en el ceremonial. Si los jerónimos en El Escorial no colocaban los ornamentos del altar con matemática exactitud, o sacaban un frontal equivocado o abrían tarde la iglesia, el Rey enviaba una nota desaprobándolo. Sabía más de asuntos de sacristía que los propios sacristanes, cosa que no siempre producía la felicidad de los monjes. En el mismísimo lugar del coro, abstraído en las rúbricas de los oficios, recibió con exacta frialdad dos noticias del mar polarmente contrarias: la victoria de Lepanto y la destrucción de la Armada Invencible. Si bien, en el primer caso, mandó después cantar un Tedeum.

Como uno de los mejores coleccionistas de todos los tiempos y de casi todos los objetos, poseía una colección de siete mil cuatrocientas veintidós reliquias; doce cuerpos enteros, ciento cuarenta y cuatro cabezas completas y trescientas seis extremidades íntegras, reunidas por él personalmente entre 1571 y el 98. A partir de 1587, el Rey exhibió estas reliquias con meticulosa regularidad. E insistía en que todas ellas, en diferentes altares de la basílica de El Escorial, que él consideró siempre su casa y su mejor obra, debían ser expuestas al mismo tiempo. He oído contar en París que, durante su última enfermedad -si es que no fue la misma que tuvo toda su vida-, la única forma segura de despertar al moribundo y sacarlo de su estado comatoso era gritar: «¡No toquéis las reliquias!», fingiendo que llegaba a ellas alguien con malas intenciones. Entonces el Rey abría los ojos.

Lo dicho alude a su aspecto exterior; pero éste respondía a un interior, también más o menos sincero y también más o menos apologético. Él sentía la necesidad de obtener y retener el favor de Dios. En ocasiones derramaba lágrimas durante la oración o la imaginaria contemplación. Durante la Navidad del 66 (no confundir con la del 67, en que decidió la muerte de su hijo) cantó los oficios, velando con los jerónimos en el coro medio, ya acabado, de El Escorial, y soportando descubierto la vigilia bajo un frío incomparable. Y el día del Corpus Christi de 1570, permaneció también descubierto bajo el calor no menos incomparable de junio en Córdoba, y cuando le previnieron del peligro de insolación, él con absoluta seguridad, replicó:

–El sol no me hará daño hoy.

Y, además, las personas profundamente religiosas, que también son susceptibles de equivocación, intuían la fe de Felipe II. Por ejemplo, en 1549, el futuro san Ignacio de Loyola, fundador ya de los jesuitas y padre del hijo de Fernando el Católico, habla del «olor de bondad y santidad» que exhalaba el joven príncipe de veintidós años. Y casi treinta más tarde, santa Teresa se encontró con el Rey y se hizo lenguas de su profunda espiritualidad. Sin duda, la majestad y la parquedad de palabras producen a la par justamente la impresión que el impresionado va buscando o espera. Claro que los dos santos se vieron correspondidos: la segunda más que el primero, ya que la protegió de las acusaciones de heterodoxia, y se aseguró a su muerte de que sus libros y papeles entraran a formar parte de la Biblioteca de El Escorial. En eso no se equivocaba.

Siempre creyó que su obra como Rey era la misma opus Dei, nunca supe si por humildad o por soberbia. Más que para nadie, para él Dios intervenía diaria y visiblemente en los asuntos del mundo, de forma preferente en los de él. Después de la Navidad de 1577, el imbécil y beato Mateo Vázquez, la persona que acaso más he odiado, creo que incluyendo la del Rey, realizó una sedicente peregrinación a pie a Barajas, ni sé ni he sabido nunca por qué. Está a dieciséis kilómetros de Madrid, y le encantó a ese burro, como es natural, la pacífica vida campesina. Yo, en mi Casilla, llena de arte y de belleza y mucho más cerca, la conseguí cuando me dio la gana. Teniendo a mano, además, los gozos todos de la carne. Pero Vázquez, que era un mal cura, pensó en retirarse allí «siempre que el Rey pudiera prescindir de él»: lo que quería era hacerse valer, por descontado. La reacción real fue la que él esperaba.

–Muy bien ha sido todo esto, aunque hacer tanto ejercicio de golpe quien está acostumbrado a hacer tan poco, no sé si es bueno. Y para conservar lo hecho, no será malo buscar algunos ratillos en buenos días, para hacer un poco de ejercicio y no dejarle ni hacerle de golpe ahora. Y para el cuerpo muy buena es la vida de aldea, y harto más descansada; mas para la ánima mucho más servicio entiendo que se puede hacer a Dios por acá que en ella.

Menudo era Su Majestad de aprovechado y de zigzagueante.

Cuando sus proyectos fracasaban, Felipe perdía la confianza en que Dios estuviese de su parte, y le parecía que pasaba «los mayores trabajos y cuidados que creo que ha pasado hombre desde que el mundo es mundo». Y se ponía en lo peor y en lo más soberbio, y lo tomaba como algo rigurosamente personal:

–Si no fuese antes el fin del mundo, que creo que anda muy cerca de ser, ¡y ojalá fuese de todo el mundo y no sólo de la Cristiandad!

Ése es el olor de santidad y bondad que percibió Loyola. Y, cuando, catorce años más tarde, ya es indudable el desastre de la Armada, le escribe al lameculos de Mateo Vázquez:

«Yo os prometo que, si no se vencen estas dificultades y se da forma en lo que tanto es menester, que muy presto nos habremos de ver en cosa que no querríamos ser nacidos. Yo a lo menos, por no verla. Y si Dios no hace milagro -que así espero en Él- que antes que esto sea, me ha de llevar para sí como yo se lo pido, por no ver tanta mala ventura y desdicha. Y esto sea para vos solo. Y plegue a Dios que yo me engañe, mas creo que no lo hago, sino que habremos de ver más presto de lo que nadie piensa lo que es tanto de temer si Dios no vuelve por su causa. Y esto bien se ha visto en lo que ha sucedido con la Armada, que no lo hace que debe ser por nuestros pecados.»

Y, por el mismo método, en las grandes victorias siempre adivinaba el favor divino. En el 83, después de la derrota de un ataque francés combinado con Inglaterra a la isla Terceira de las Azores, a favor de Antonio, el prior de Crato, aspirante al trono portugués, que se realizó el día de Santa Ana, el susodicho Vázquez pelotillero le escribió al Rey:

«El cuidado, celo y asistencia con que Vuestra Majestad acude a las cosas del servicio de Nuestro Señor hacen que Él acuda, como vemos, a las de Vuestra Majestad. Mucho se ha ganado y asegurado con esto de la Tercera. Tener lo de la mar para lo que toca a Flandes, sabe Vuestra Majestad lo que importa, y la mayor importancia es lo que promete el cuidado que Vuestra Majestad ha tenido de mirar por la honra de Dios y su religión para esperar felicísimos sucesos de su divina mano.» Y añadía en una posdata: «Por la cabeza me ha pasado que debía de estar la Reina doña Ana, nuestra señora, suplicando a Dios por la victoria.»

Felipe era de la misma opinión, aunque no recordó que la Reina había muerto tres años antes:

«Aunque santa Ana debe tener mucha parte de estos sucesos, siempre he creído que la Reina no deja de tener su parte en ello. Y de lo que más contentamiento tengo es de parecer que es señal de haber algo de lo que aquí decís. El principio es muy bien.»

Dos monjitas, vaya.

Felipe estaba seguro, metafísicamente seguro, de que su causa era la de Dios o viceversa. Por eso, a veces le asaltaba la duda de qué fe tenía y qué conducta moral tendría el pueblo español, por si las moscas. De ahí que en el 78 y, por lo que sé, también en el 96, ordenase una investigación pública del pecado e hiciese un llamamiento al clero para que consiguiera que sus feligreses enderezasen sus caminos y que orasen por el perdón de sus pecados y por las victorias españolas en las guerras. Y también se preocupaba, como un ama de casa fisgona y regañona, de la moral de sus ministros. Llamaba, pongo por caso, a su confesor, y le decía que reprendiera al duque de Feria por jugar a los naipes, o abroncaba él mismo al presidente de un Consejo por escribir cartas de amor a la esposa de un noble, o castigaba al conde de Medellín por vivir en pecado en su casa de campo, sin hacer daño a nadie. Él necesitaba una conducta irreprochable a su alrededor, ante Dios y los hombres. Opino que debería haber mirado todavía más cerca: dentro de él. Pero hasta ahí no llegaban ni su curiosidad ni su presbicia.

Después de lo dicho, no extrañará que él creyera a Dios siempre de su bando. No sólo en el patinazo de la Invencible, sino antes, en 1571, aseguró haber tenido una revelación: que España estaba encargada de recuperar para Dios a Inglaterra. Y no hizo ningún caso de las objeciones e imposibilidades prácticas que le opusieron (hasta el idiota de Medinasidonia en lo de la Invencible, aunque ya demasiado tarde). Primero el duque de Alba y luego el de Parma, Alejandro Farnesio. A éste le escribió:

«Deseo tan de veras el efecto de este negocio, y estoy tan tocado en el alma por él y he entrado en una confianza tal de que Dios Nuestro Señor lo ha de guiar como causa suya, que no me puedo disuadir ni satisfacer ni aquietar por lo contrario.»

Si no se hacía, se traicionaba a Dios y al Rey: a hacer puñetas.

La copa de amargura se la llenó la ingratitud de los Papas, que tenían también poderes temporales que ejercer y reinos que agrandar. Su reinado comenzó con la declaración de guerra de Paulo IV Médicis, y concluyó con el apoyo de Clemente VIII a sus enemigos franceses. Gregorio XIII trató por todos los medios de impedir la anexión de Portugal en el 80. Sixto V se negó a contribuir a la invasión de Inglaterra en el 88. La debilísima ayuda del Papado para recuperar y devolver el catolicismo a los Países Bajos fue una bofetada mal digerida. De ahí que se desahogara con su fiel ministro Granvela, que luego me sustituyó a mí:

–Yo os certifico que me traen muy cansado y cerca de acabárseme la paciencia, por mucha que tengo… Y veo que si los Estados Bajos fueran de otro, hubieran hecho maravillas porque no se perdiera la religión en ellos, y por ser míos creo que pasan porque ella se pierda con tal de que los pierda yo.

No se equivocaba. El Papado tenía que considerar las consecuencias políticas, no sólo de sus actos sino de sus palabras. Felipe era lo bastante poderoso como para, convertido en Espíritu Santo, dictar al colegio de cardenales el nombre del próximo Papa: lo hizo, y con éxito, dos veces, en 1590. No hay que olvidar, para explicarse las actitudes pontificias, que los dominios de Felipe cercaban sus Estados, por el Norte y por el Sur. En 1527, el año que él nació, los ejércitos de su padre arrasaron Roma y apresaron al Papa; en el 56, las fuerzas del propio Felipe invadieron el nuevo territorio papal… Y los Papas no podían olvidarse de dos cosas: primera, había que moderar su respeto ante la piedad real, por grande que fuera, con el temor a su poder no menos real y no menos grande; y segunda, no en balde Arias Montano, tan incomprensible pero tan respetado, había dicho: «Al Papa besarle los pies, pero atarle las manos.»

Yo no sé si alguien, incluido Felipe, en este tiempo de la Historia que nos tocó vivir, percibió que se trataba de una ocasión única y acaso última. Porque las ciencias y los saberes tradicionales se unieron como nunca lo habían hecho antes ni probablemente lo harán. Se acercan tiempos de racionalismo, que partirán en dos el bocado, tan humano, de la sabiduría completa. Yo lo he hablado con Juan de Herrera, que acompañó como segundo a Juan Bautista de Toledo, el primer arquitecto de El Escorial, y continuó su obra al morir. Aunque Herrera no era arquitecto, sino un fino dibujante y autor de un libro raro, el Libro de las Armellas, donde aparecen trazadas las figuras astronómicas. Y el Rey no lo nombra arquitecto o Maestro de obras reales, sino Ayuda de la furriera, oficio que tenía a su cargo las llaves, los muebles y los enseres del palacio y de la limpieza; hasta que luego, pero ya en el 79, le da el título de Aposentador Real. Fue Antonio de Villacastín el que se ocupó de seguir las obras de Toledo. El Rey quería a Herrera más cerca en todo momento. Un poco a la manera de Arias Montano. Ambos, o los tres, estaban en el filo de la navaja.

Herrera arañaba la esencia de lo trascendente no sólo mediante los estudios tradicionales. No en vano escribió su Discurso de la figura cúbica, en tanto que representación superior de la Naturaleza, de acuerdo con la adjudicación de la esfera a la Divinidad. Se trata, en todo caso, de sublimar el conocimiento de Raimundo Lulio y de su Arte. Como también está próximo a él, digo a Herrera y a Lulio, la búsqueda de tesoros escondidos o de lugares de poder, donde se acumulaban energías que propician la aparición de estados superiores de conciencia. Ya Herrera fue empleado para buscar el lugar idóneo de El Escorial. Su labor, como personaje singular, era el apasionamiento por la alquimia y las doctrinas ocultas, los estudios geográficos y náuticos, las matemáticas como camino de entender la esencia divina, la astronomía, el hermetismo, la astrología, los horóscopos, que el Rey consultaba con asiduidad… Un resultado de estas consultas astrales fue el traslado de la Corte a Madrid, y la exaltación de Madrid como capital del reino, con su propia carta astral, expresamente encargada por el Consejo Real de Castilla al licenciado González. En las estrellas se apoyó también la elección del día en que poner la primera piedra del monasterio de San Lorenzo y el instante de zarpar La Invencible (por eso el Rey insistía en la fecha y en el lugar de salida, contra todos los consejos y asesorías, y así le fue), el día y la hora del prendimiento de don Carlos, el ataque a la ciudad de San Quintín, y las fechas de las cuatro bodas del Rey, así como otros momentos cruciales de su reinado… Si eso no es creer en la astrología, incluso resignándose a sus aciagos resultados, que baje Dios y lo vea si es que quiere tomarse el trabajo.

Y no sólo creía el Rey, creíamos todos. (Yo mismo tuve una especie de astrólogo de cámara, el clérigo de La Hera, que no me dio muy buen resultado: tan malo que incluso tuve que envenenarlo.) Es la única razón que explica la tozudez del Rey en ciertas decisiones que siempre se consideraron caprichos infundados. Cómo casó su religiosidad monoteísta con tan aparatosas contradicciones no es cosa que yo deba ni pueda explicar. Que lo explique, por ejemplo, Sixto V, cuya bula Coeli et Terrae proclama que Dios es el único que sabe el destino de los hombres, y abomina por tanto de toda práctica adivinatoria: prácticas en las que él creía a pies juntillas, por lo menos tanto como en Dios. En el caso del Rey Felipe no hay más que repasar los títulos de las librerías de Herrera o de El Escorial. O asomarse al mundo de los sueños, tan protagonista para el monarca y para sus vasallos.

O al mundo de los visionarios. Un ejemplo hay muy claro, el de Catalina de Cardona, a la que llamaban «la buena mujer», que fue aya de don Juan de Austria y fundadora del convento de Nuestra Señora del Socorro de Navas del Rey. Durante más de tres años esta auténtica iluminada se ganó la admiración real, cuando se retiró a la vida eremítica vestida de hombre y se dedicó a lanzar agüeros que le venían del cielo. En 1557 denunció la herejía protestante del doctor Cazalla: su sola palabra fue suficiente para que Felipe autorizase la intervención inquisitorial y el auto mortal que la siguió.

Las acusaciones de carácter religioso sólo aparecían -otro milagro cuando el personaje había perdido su influencia o estaba en contra del gobernante. La religión se convertía sólo en una vía de castigo cuando no era posible o era inconveniente sancionar por otra causa, o más difícil de probar o menos razonable o más escandalosa: yo padecí en mi carne todo lo que aquí digo. En cualquier caso, a Felipe II le encantaban los autos de fe. Ya obsequió con uno a su tercera esposa en la luna de miel. Y en 1586, pensando ir a Toledo unos días, informó al secretario de turno, que no era yo:

–Podríamos oír una misa de pontifical, que allí es cosa de ver…

También se me ha acordado que suele haber allí algunas veces por este tiempo auto de la Inquisición, aunque agora no he oído nada de ello, y podría ser que lo hubiese… Y es cosa de ver, para los que no lo han visto.

Si lo hubiese al mismo tiempo, sería bueno verlo entonces.

Pero Felipe no asistía a los autos sólo como observador. Hay otra nota escrita un poco antes en que comunica a su Inquisidor General:

«Las cosas del Santo Oficio favoreceré yo y ayudaré siempre, entendiendo como entiendo las causas y obligación que hay para ello, y más en mí que en nadie.»

En el Gran Auto de Valladolid de octubre del 59, donde fue achicharrado precisamente el doctor Cazalla que antes mencioné, toda la familia real juró en público proteger la fe y apoyar la autoridad de la Inquisición. Y cuando una de las víctimas de este disparate, un hidalgo, don Carlos de Seso, corregidor de Toro, que dio la protección que requerían los protestantes para extender su fe, al ir a pasar delante del Rey camino de su muerte, le preguntó con reproche:

–¿Cómo me dejáis quemar así?

–Yo traería leña para quemar a mi hijo -le respondió el Rey- si fuera tan malo como vos.

Así las cosas, ¿era Felipe II un religioso ortodoxo? A mi parecer, todo lo que cabía, que nunca fue mucho, y siempre que no se olvide que, de arriba abajo, rigurosamente todo, desde la primera hasta la última piedra, El Escorial es una construcción mágica o una reconstrucción mágica del templo precristiano de Salomón. No hay más que ver las esculturas de la entrada o los frescos pintados en el techo de la biblioteca, en la parte dedicada a la astrología, que muestran las estrellas en el cielo en la posición que estaban en el momento de nacer el Rey. Y que tuvo siempre al lado de su cama, según tengo entendido hasta en el día de su muerte, el Prognosticon o Predicción hecha para él, en 1550, por un mago alemán, Mateo Haco. Y murió en su antro y refugio de El Escorial, donde había una biblioteca expurgada y otra, con los libros prohibidos por la Inquisición, cuya selección y orden corrió a cargo del misterioso e intachable Arias Montano.

Una de las mejores pruebas, en la persona de Felipe II, de la autenticidad de su religión católica (amor, amor, amor) es echar una ojeada sobre el tratamiento que se dio a los indígenas de América, a los luteranos de Europa, a los turcos y a los moriscos de Granada. Voy a echarle yo esa ojeada, y allí nos encontraremos con alguien con el que quiero que los lectores se recreen. Viéndolo más que estudiándolo. Me refiero a don Juan de Austria, un gran amigo mío. A pesar de todo.

Acaso porque no lo veíamos; acaso porque teníamos que fiarnos de las cartas que iban y venían -y venían desde un país lleno de problemas a otro país más lleno aún de problemas, aunque desde siempre fue muy ventanero-, es necesario reconocer que la tarea en la que Felipe II se sintió, sin dudarlo un solo instante, elegido por Dios, más que en ninguna otra, fue en la domesticación de las Indias. En el aspecto religioso, que es el que más le preocupaba, la Cruzada para convertir a los indios, que ya recomendara su bisabuela Isabel en su testamento, había ido agrandándose a partir de la primera tentativa de evangelización a cargo de Martín de Valencia y sus doce apóstoles franciscanos. Pero los indios eran unos seres ignorantes que no nos comprendían y que eran, a su vez, incomprensibles para nosotros. Aquellos frailes se hicieron a la mar, hacia México, en 1524; aunque, hasta 1537, el Papa Paulo III no emite la bula que reconoce portadores de alma a los nativos. En el 60 ya había cerca de cuatrocientos frailes sirviendo en ochenta iglesias; y en el 70 el número de sacerdotes católicos en las Indias pasaba del millar. Pero ¿qué eran esos pobres números comparados con el de un rebaño interminable? Los españoles, cuyo permiso para partir allá se miraba mucho, excedían de cien mil, y los indios de diez millones, casi todos -o mejor, todos- ignorantes de la doctrina cristiana. Por mucho que Felipe elevara los ojos al cielo en reconocimiento por la misión encomendada.

Y, por lo que hace a las autoridades seculares, si alguna había que lo fuera íntegramente, podría afirmarse lo mismo: el desconocimiento, la falta de conexión, la gruesa ventura, el número de indios superior al de estrellas, las inabarcables extensiones, la ignorancia de las normas españolas sobre comportamiento y organización social, tanto por parte de los descubiertos como de los descubridores, tanto por parte de los conquistados como de quienes aspiraban a conquistarlos o a reconquistarlos. De hecho, los españoles nunca pudimos dirigir a los indios, que habían escapado ya, por ejemplo, del dominio azteca o inca. La influencia de Felipe sólo se refería a las zonas que habían sido civilizadas, por decirlo de alguna manera, antes de llegar nuestra gente, en los siglos XIV y XV. Los ministros, enviados o no, se satisfacían con continuar las actitudes precolombinas de lo que llamamos, a nuestro modo, civilización. Yo nunca he sido conocedor ni partidario de América, pero algo sé de ella, algo cayó en mis manos. A pesar de todo, o por todo, en los primeros años del reinado de Felipe, surgieron rebeldías aun en las zonas ya conquistadas por Cortés o por Pizarro. Durante dos años, a partir del 52, tengo entendido que los colonizadores del Perú se sublevaron, y el virrey enviado para reprimirlos, el marqués de Cañete -esto no lo tengo entendido sino confirmado gastó trescientos mil ducados de la Hacienda pública en mantener su casa. El que fue a reemplazarlo, el conde de Nieva, gastó doscientos mil más. Sus extravagancias y su forma de gobierno hicieron que Felipe, al que sacaban de quicio todos los excesos, y muy en especial los económicos, le asestara una dura reprimenda. Aún a su lado mi padre, le escribió:

«Hay necesidad de que viváis con más recatamiento que hasta aquí; mucho os encargo que así lo tengáis y hagáis consideración al oficio que tenéis y a lo que en él representáis.»

Pero aquello era otro mundo, en el más exacto de los sentidos: con pocas compensaciones y muchas libertades, lejano y solo y peligroso. En 1565 estalló una revuelta en México, a la cabeza de la cual se hallaban los descendientes de Hernán Cortés. Planeaban, como es lógico, independizarse, matando a los funcionarios del gobierno de Madrid y apoderándose de los centros estratégicos. Tan sólo la estupidez de los conspiradores, que alardearon de lo que iban a hacer antes de hacerlo, salvó a la monarquía de un trance tan difícil.

Estas clases de crisis eran contagiosas. Surgían, como hongos, en todos los territorios españoles de América, y obstaculizando las defensas de las fronteras, ya poco manifiestas, con lo cual crecieron los ataques de las tribus salvajes araucanas de Chile, de los incas supervivientes en Vilcabamba en Perú y de los chichimecas en el Norte de México. Repito que no entiendo de América; pero se decía que el dominio de España se había debilitado. Yo creo que nunca fue más fuerte, y que la única razón era que los nativos se reorganizaban, como era natural, contra los asesinos invasores. En 1566, mezclando churras con merinas, la Iglesia, que jamás aprende, metió las narices en el tema. El cardenal Espinosa, que ya he vuelto, y volveré a decir, que era un alcornoque, aconsejó al Rey que estableciese una Junta para ver cómo se administraba América. La dirigiría Juan de Ovando, miembro del consejo de la Inquisición, una de las personas más pesadas, si no la más, que he conocido en este mundo y conoceré en el otro, si es que hay otro y me lo encuentro en él. Su mérito era ser protegido -supongo que por su misma pesadez compartida- de Espinosa. Durante cinco años se descubrieron más de mil asuntos que exigían reformas. En opinión de Ovando había dos defectos cruciales: primero, ni el Consejo de Indias ni la Administración de América estaban familiarizados con las leyes vigentes (ni nadie, por descontado: eran un centón imposible de que se lo saltara gitano alguno); segundo, casi ningún miembro del Consejo sabía una sola palabra ni de las Indias ni de sus problemas (en realidad, sólo seis de los cincuenta habían estado alguna vez allí, a pesar de que el Consejo era de Indias). A Ovando, de momento, lo hicieron presidente del Consejo, que es de lo que se trataba, para que intentase enmendar los fallos descubiertos. Se puso a trabajar en la codificación de las leyes de Indias, aunque la obra quedó paralizada por su muerte en el 75. Y en ese aspecto las cosas siguieron como antes. En cuanto a lo que hace a la ignorancia de los consejeros, creó un cargo de cronista y cosmógrafo de las Indias, para el que nombró a su secretario Juan López de Velasco, bastante simpático e incluso guapo, y envió al sabio doctor Francisco Hernández al Nuevo Mundo con orden de coleccionar flores, plantas, dibujos de animales y otros detalles interesantes, que aparecieron recogidos muy pronto en los márgenes del libro de horas del Rey, y formaron parte de la historia natural de aquellas tierras. También llevaba la orden de preparar un interrogatorio, para cada comunidad, sobre sus orígenes, su situación y sus condiciones. Eso ya no sé si dio buen resultado. Pero me temo lo peor.

Ni que decir tiene que Ovando supervisaba, mientras duró, el nombramiento de los nuevos virreyes: Martín Enríquez para México y Francisco de Toledo para Perú. Ambos recibieron instrucciones del Consejo y del Rey, y duraron mucho más que sus predecesores. El primero organizó una defensa eficaz en el Norte de México y luego se cargó a buena parte de los chichimecas: a sangre y fuego como era debido. Y Toledo visitó su dominio, lanzó una seria campaña contra los idólatras, los supervivientes incas de Vilcabamba, que tampoco eran tantos, matándolos a todos; y luego, paseó por todo el Perú para extirpar cuantos vestigios encontró de religiones precolombinas. Así se sembraba, con delicadeza, la simiente evangélica. Y más al Sur, Toledo prestó auxilio de todo tipo a los pobladores de Chile contra los araucanos, los de Alonso de Ercilla más concretamente…

Por fin, en 1573, Ovando y su gente promulgaron en Madrid unos reglamentos nuevos y trascendentales que regulaban punto por punto toda la futura colonización y conversión de las Indias. En las Ordenanzas del 73, Ovando sembró lo que sería la codificación del total de leyes existentes sobre estas materias. Era una visión nueva del destino de España en el Nuevo Mundo, y enorgullecieron muchísimo a Felipe II, que no se movía de El Escorial. En ellas expresamente se consideraba a los nativos seres racionales con derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad privada y a la organización social. Eran los primeros pasos que se daban para preparar a los indios hacia el autogobierno cristiano. La esclavitud y la servidumbre habrían de extinguirse poco a poco: tanto que a mi parecer no se extinguirán nunca. Los indígenas, poco a poco también, se concentrarían en ciudades, especialmente construidas según un obligado plan cruciforme, establecido por las propias Ordenanzas. En Perú se hizo un importante experimento de repoblación, desde el 69 al 71, que yo conocí de refilón. Y en México supe que empezó otro, en el 98, obligando a unas cincuenta y seis mil familias indias. Se tenía la esperanza de que, al asentarlos en ciudades flamantes de estilo europeo, fuesen europeizables y se protegiesen mejor contra la explotación de los colonos españoles. No es que me importen mucho, lo repito, ni ahora ni nunca, estos problemas, pero entiendo que su solución no era sólo difícil sino imposible. Como la creación de un Juzgado de Indios, en los años 70, en que atendían los malgobiernos y abusos, recibiendo ayuda legal con cargo a los fondos del Estado: la cantidad de aprovechamientos que hubo, de compinchamientos y latrocinios en el otro extremo del mundo no son para contados. Por mucho que las órdenes, enviadas a los tribunales regionales de justicia, les urgiera siempre a proteger a los indígenas. Porque había, sobre todas, la primera ley de la caridad: que la mejor entendida empieza por uno mismo.

No hay ni que decir, porque se dice por sí mismo, que todo esto estaba teñido por una intensificación de la actividad religiosa. Oleadas de misioneros, para convertir y para enriquecer a sus respectivas órdenes, salían de España consagrándose la mayoría a predicar a los pobladores de las fronteras: en Chile y en Paraguay, al Sur, y en Nueva Galicia y Nueva Granada, al Norte.

E igual sucedió en las Filipinas. Ya España tenía experiencia en conquistas, en colonización, en conversiones y en genocidios. Visitadas por Magallanes en 1520, y por Loaysa entre el 25 y el 28, el almirante Miguel López de Legazpi las exploró en el 64 y el 65, con órdenes del Rey de anexionar las islas sin derramamiento de sangre. Tal actitud se vio recompensada: con pocos combates los conquistadores se hicieron con casi todo el Archipiélago. Hacia el 90, medio millón de indígenas estaba bajo el dominio español. Unos años antes, ya habían llegado, como era de esperar, los misioneros. El primer libro impreso en las islas, redactado en tagalo, se publicó en Manila en 1593. Y era, como no podía ser menos, un manual sobre el cristianismo. Qué hermoso y qué instructivo.

En resumen, cuando le alcanzó la muerte en 1598, Felipe gobernaba, o cosa así, la mayor parte de América, puesto que, desde el 80, su autoridad se había extendido al imperio portugués, e iba la autoridad real desde el Río Grande, en México, hasta el Biobío, en Chile. Su administración tenía, por principal objeto, cumplir la voluntad y el servicio de Dios. Quizá a Dios no le complació, pero a Felipe, sí: fue el mayor logro de su vida. Y por eso, según él, Dios decidió hacerse español.

Claro que España, la patria madre, no andaba, en sí misma, desprovista de problemas, porque la Inquisición, que a fuerza de fuego y de sangre tenía éxito por doquiera, no lo tuvo contra la minoría mora, que aún quedaba en Granada. Porque esa minoría era más numerosa que los grupúsculos protestantes de esta o aquella población. Cuando Felipe II se coronó, o lo coronaron, había cerca de medio millón de moriscos en España. Y ni siquiera esa minoría racial andaba diseminada igualmente a lo largo y ancho del país. En el reino de Aragón vivían doscientos mil, la quinta parte de la población; en Granada, ciento cincuenta mil, la mitad o más de sus habitantes. Desde la expulsión de los moros que no habían aceptado el cristianismo, en 1493, las autoridades habían emprendido la integración de quienes quedaron, o mejor, su asimilación, o mejor aún, su digestión. Pero se vio que eso no funcionaba. Y se vio algo peor: que estaban en relación con sus vecinos y correligionarios, los piratas de Argel, cuyos ataques a los pueblos costeros crecían en número y audacia. Felipe temía lo que yo luego fomenté y traté de aprovechar sin éxito: la cooperación entre los moriscos aragoneses y los protestantes de la vecina Francia, por natural venganza contra el catolicismo. Y aún más, se temía que los moriscos se comportaran como unos infiltrados favorables cuando hubiese un desembarco otomano en costas hispánicas. Era como tener el enemigo en casa.

Pero no todos pensaban así. Un refrán dice: «Quien tiene moro tiene oro.» Los amos del este y sur de España prosperaron con la habilidad de sus arrendatarios en el riego, los cultivos y el tejido de seda. Los nobles de Granada odiaban a la Inquisición como a la peste, preocupados por sus fuentes de riqueza. Ya hacía tiempo, con el Emperador, en 1528, fueron ellos los que se prestaron a conseguir un acuerdo en virtud del que se permitía a los moriscos conservar sus costumbres, sus trajes y su lengua tradicionales. Pero esta longanimidad se vio amenazada en el 50, poco más o menos. Entonces, de todas las causas de la Inquisición en Granada, sólo la mitad recaía sobre moriscos; en el 66, eran noventa y dos de cada cien. Quizá no crecían las vulneraciones; lo que crecía era la persecución. Y, por tanto, el odio correspondiente. Porque no fue quemada la mayor parte de los moriscos condenados, pero sí sufrió largas cárceles a sus propias expensas y las pérdidas de todas o casi todas sus propiedades. A favor de la Inquisición, por si fuera poco.

Y no se trataba de algo accidental, se trataba de una política regia. En el último documento de Carlos a su hijo, el Emperador ya le instaba a la expulsión de todos los moriscos de España. Y ya en el 59 se adoptaron medidas contra ellos. La Corona se negó a aceptar una oferta que hizo una asamblea de ancianos granadinos: cien mil ducados a cambio de renovar la protección contra la Inquisición. Ésta, animada por la negativa regia -lo único que le faltaba-, se puso más intolerable, encabronada e intransigente que nunca. Respecto a costumbres, fiestas o forma de preparar la carne, pongo por caso. La Audiencia de Granada abrió unas investigaciones, entre propietarios de tierras, impugnando los derechos de muchos moriscos. Las vejaciones crecieron en calidad y en número: las Cortes de Castilla de 1560 se descolgaron prohibiendo a los moriscos poseer esclavos «porque serían educados como musulmanes»; en el 61 se aumentaron las tasas sobre la producción de seda, base de la economía morisca, reduciendo su productividad; y en el 66 una proclama real ordenó el desarme de todos los miembros de esa raza.

Cuando un par de años antes presidió el denostado por mí cardenal Diego de Espinosa la Inquisición, ese odiado personaje redobló la campaña contra ellos, y, como era además presidente del Consejo de Castilla desde el 65, tenía poder en el Santo Oficio y a la vez en la Audiencia de Granada, y así aumentó el hostigamiento de ambos órganos de la injusticia. En el 67 una proclama real, por mandato cardenalicio, fue publicada y pregonada en árabe y en castellano. Ordenaba a todos los moriscos abandonar sus ropas, su lengua, sus costumbres y sus prácticas religiosas en el plazo de un año. Los encargados de cumplir tales órdenes eran, no hay que decirlo, la Inquisición y la Audiencia. Todo ese año lo pasaron los dirigentes de la comunidad morisca tratando de obtener un acuerdo que conservase sus modos de vida, incluso avisaron de que las nuevas leyes podrían provocar una resistencia importante, acicateada porque ese año 67 se había perdido la cosecha y había muchos moriscos bajo la amenaza del hambre, de las deudas o de la necesidad de emigrar. Que era lo que se pretendía. Todos esos representantes venían apoyados por el marqués de Mondéjar, capitán general de Granada, cuya familia siempre fue protectora de los moriscos, y por mi padre Ruy Gómez de Silva. Vana alianza. La política tolerante de estos aristócratas, aquí como en los Países Bajos, fue rechazada. En marzo, ya Mondéjar recibió la orden de llevar sus fuerzas a la costa y dejar todo el poder en el interior a la Audiencia y a las milicias especiales. En noviembre, la lumbrera de Espinosa se dirigió a las autoridades eclesiásticas granadinas para que se dispusieran a cumplir lo ordenado.

Desde abril del 68, desesperando de concesión ninguna, se planeó una rebelión abierta, la primera en España desde las Comunidades. En Navidad estaba organizada: ciento ochenta y dos pueblos de los alrededores empezaron la revuelta en Granada; se intentó tomar la propia capital con la ayuda del Albayzín, pero los pudientes del barrio moro no se unieron, y la fuerza tuvo que retirarse. En marzo del año siguiente, Mondéjar había recuperado los pueblos sublevados. Y, cuando parecía agotada la revuelta, el cretino de Espinosa se descolgó con una nueva medida más radical: la deportación de todos los moriscos de Granada. Y también ordenó que se retirara a Mondéjar, porque se opondría a esa disposición. ¿Quién lo sustituyó? El hermano ilegítimo del Rey, don Juan de Austria.

No fue una decisión acertada. Claro, que en ese momento ninguna lo era. Don Juan tenía veintidós años. Era guapo como un san Jorge guapo, pero no tenía la formación ni la dureza necesarias. Había nacido en Ratisbona, cuando el Emperador tenía cuarenta y siete años, de una sirvienta lozana y joven del palacio: ya lo he dicho. Se salvó de la consanguinidad, gracias a los dieciocho años de Bárbara Blomberg, que era reidora y sana y que amaba la vida, demasiado probablemente. El niño tuvo una infancia ajetreada, y fue un poco de mano en mano, hasta que con Luis Quijada y Magdalena de Ulloa encontró unos padres verdaderos. Su nombre era entonces Jerónimo, y le llamaban Jeromín. Cuando su padre se retiró a Yuste, Jeromín y sus padres adoptivos se fueron a Cuacos de Yuste. Alguna vez el niño conoció al Emperador, y éste percibió enseguida que no estaba hecho para fraile como él había pensado. Felipe II sólo supo de su existencia tras la muerte de su padre. Sorprendido, se encontró con el niño en el monasterio de la Espina, cerca de Valladolid.

–El Emperador, que es nuestro padre, el mío y el vuestro, nos estará mirando desde el cielo.

Y trató, con cierta desgana, de educarlo. En octubre del 68 lo hizo, con veintiún años, capitán general de la Flota Mediterránea. Pero siguió estudiando, o lo que hiciera, en Alcalá y en la Corte. Al año siguiente lo nombró comandante supremo de las tropas contra los moriscos de Granada. Consideró su inexperiencia como una ventaja: así aceptaría las órdenes expedidas desde El Escorial. Aunque cuidó de rodearlo bien. Puso en su entorno un consejo: Mondéjar, Diego de Deza (dos personajes en continuo enfrentamiento), el marqués de los Vélez, el duque de Sesa, nieto del Gran Capitán, Pedro Herrero, arzobispo de Granada y, para evitar tantos rostros extraños, su preceptor Luis de Quijada. Enseguida don Juan se dio cuenta de la oposición entre el virrey y el presidente de la Audiencia: el primero, partidario de la conciliación, y el segundo, de la represión. Pidió instrucciones a su hermano; se demoraron dos meses y medio. Sólo recibió de él consejos de prudencia o regañinas por haber hecho alguna inspección próxima a Granada.

Pero la dureza de Espinosa fue tan excesiva que fortaleció la resistencia de los rebeldes supervivientes: no les quedaba casi nada que perder. Esta vez hasta los habitantes del Albayzín se sublevaron, aunque no sirvió de mucho. Pero los insurrectos, refugiados en Las Alpujarras, donde se les reunían más y más rebeldes, resistieron. En octubre del 69 el Rey dio órdenes de que sus soldados, con algunos llegados de Nápoles para la ocasión, atacasen a los moriscos sin contemplaciones. La orden fue la habitual: «A sangre y fuego.» No se avanzó nada. La guerra entró en un punto muerto y tan grave que, en marzo del 70, se movió el Rey de su nido de araña y llegó a Córdoba para dirigir -ignoro de qué manera- las operaciones. Iba con sus sobrinos los archiduques Rodolfo y Ernesto, para que conociesen las maravillas andaluzas. Y allí le sucedió la anécdota narrada del Sacramento venerado y del sol venerable. Cuando comprobó con sus propios ojos que las cosas no eran fáciles, decidió, para no hacer el ridículo, suspender la deportación de los moriscos y optar por un plan complicadísimo de dispersión para redistribuirlos por toda Castilla. Mandó a Las Alpujarras un emisario con una oferta de amnistía total a quienes se rindiesen y de negociaciones con los jefes rebeldes. Pero, como era de suponer dado su estilo, el emisario no debía divulgar que eran palabras regias ni que él mismo iba autorizado por el Rey. Es decir, el Rey era falso hasta para hacer el bien. Pero ¿qué pintaba en todo esto don Juan?

¿Y qué pintaba el desdecirse del disparate dicho? El cambio llegó en el mejor momento. La incapacidad española para reprimir a los moriscos, a pesar de grandísimos gastos y grandísimas tropas, era una noticia inmejorable para los abundantes enemigos de Felipe. El príncipe de Orange, sin ir más lejos, dijo:

–Es un ejemplo para nosotros que los moros puedan resistir tanto tiempo, aunque sean gente sin más sustancia que rebaño de ovejas… ¿Qué podría hacer entonces el pueblo de los Países Bajos? Veremos lo que pasa si los moriscos resisten hasta que los turcos puedan ayudarlos.

Se da por supuesto que los turcos percibían su espléndida ocasión. El rey de Argel envió armas y municiones a los rebeldes, y lanzó ataques contra la costa, para distraer fuerzas. Sus tropas tomaron el protectorado español de Túnez, que iba y venía como una peonza de unas manos a otras. El propio sultán escribió a los rebeldes para ofrecerles ayuda «frente a los malditos e infieles tiranos», y ordenó al rey de Argel que siguiese con sus suministros… Se había hecho, sin embargo, demasiado tarde. Al recibir la propuesta real, aunque anónima, el jefe morisco se rindió con condiciones. No obstante, muchos de los suyos continuaron la lucha hasta que el hambre los expulsó de las sierras abajo. Ahora empezaba lo que Felipe II, con un vocabulario muy personal, llamaba la pacificación.

Cuando ordenó que todos los moriscos abandonasen sus tierras, el Albayzín estaba ya casi vacío. Los que se hallaban en rebeldía, es decir, fuera, fueron expropiados; los que se reconciliaron recibieron una compensación, pero fueron echados. Al ver los primeros grupos de los moriscos deportados, don Juan dijo, en una carta a Éboli, que yo leí, algo parecido a lo que escribió el cura de Los Palacios cuando la expulsión de los judíos:

«No sé si se puede retratar la miseria humana más al natural que viendo salir tanto número de gente con tanta confusión y lloros de mujeres y niños, tan cargados de impedimentos y embarazos… A la verdad, si éstos han pecado, lo van pagando.»

Tanto fue así, que muchos de ellos murieron en el viaje.

Don Juan era inmediato, y no sé si dijo eso o no dijo nada. No creo que fuese muy sagaz ni muy inteligente; pero inmediato, sí. La prueba es que desde que se enteró de quién procedía, se hizo ambicioso; desde que fue agasajado y piropeado, se creyó irresistible. Y lo era. Cuando llegó a Granada hizo enfrentarse a todos unos con otros, y se negó a recibir órdenes de nadie. No hay nada más osado que la ignorancia salvo que venga acompañada de soberbia. Su papel no fue nada lucido. Enfrente estaba toda la tradición de aquella tierra. A su cabeza, primero, Aben Farax, con sangre de los Abencerrajes; luego, don Hernando de Valor, Caballero Veinticuatro de Granada, elegido rey bajo el nombre de Aben Humeya, descendiente de los omeyas cordobeses, descendientes de Mahoma, que durante mucho tiempo habían aceptado la colaboración de las tropas reales. Pero aquella guerra era una guerra sucia. No como la esgrima en la que triunfaba don Juan en Alcalá. A Aben Humeya y a El Jáquer los mataron los suyos. Quedó Aben Aboo como caudillo. Por poco tiempo: también lo asesinaron, después de que él asesinó a El Habaqui. Cuando Felipe autorizó a su hermano a salir en campaña, se propuso la conquista de Güejar-Sierra; pero se le adelantó Sesa y la conquistó antes. Tampoco don Juan lograba imponer la disciplina a un ejército corrupto y desganado. Mucha complicación para alguien que nunca había actuado. Faltaba la unidad de mando porque, en el fondo, los mayores no hacían caso de don Juan. Las tropas cristianas cometían toda clase de tropelías para responder a los saqueos de iglesias y asesinatos de sacerdotes. Los jefes eran todos brutales, pero opuestos unos a otros, sobre todo Mondéjar y Deza. Para don Juan era difícil imponer la disciplina. Conquistó a las primeras de cambio Serón. Pero era una trampa de los moros: una vez dentro, contraatacaron miles de combatientes que cogieron de sorpresa a los soldados; huyeron en desorden. Allí cayó herido, y luego muerto, Luis de Quijada, por si fuera poco… Las tropas desobedientes eran de un escaso valor. Y, como don Juan, sin experiencia militar. Los dos bandos peleaban sin darse cuartel y sin el menor respeto mutuo. Don Juan era un primerizo, y cumplió la orden real: «A sangre y fuego.»

Puede que la expulsión fuera necesaria para la paz, pero aquélla no era una guerra caballeresca como don Juan había soñado. En la toma de Galera, después de la pérdida de cientos de hombres y de un cuerpo a cuerpo feroz, a los dos mil defensores que sobrevivieron mandó matarlos sin piedad y sembró de sal la plaza. No hay nada que se contagie tanto como la ferocidad si es con ella con lo que hay que demostrar que se está a la debida altura. Para ser soldado hay que no ser inteligente; pero hay que serlo mucho para tratar con soldados si no se es uno de ellos. Y, desde luego, hay que no razonar si se consigue… Después, Serón otra vez, Tijola, Purchena, Padules… Don Juan demostró que tenía carisma en el trato con su gente. Consiguió que El Habaqui se prosternara y abandonara la lucha. Pero Aben Aboo quería continuarla y ajustició al otro por traidor. Don Juan no entendió nunca la habilidad para romper la palabra dada; no entendió nunca el juego de la astucia y la mentira. Don Juan no fue el débil ni el oprimido ni el perseguido nunca. O eso se creyó de él.

El príncipe -lo llamo así sin autorización- quedaba libre y listo para tareas de gloria. El 13 de noviembre dejó Granada y nunca más la vio. El 2 de julio había comenzado las conversaciones de la Santa Liga en Roma. El 13 de diciembre, camino de ella, estaba ya en Madrid. Dejaba atrás el dolor de la expulsión, que trató de olvidar y consiguió. Gran número de moriscos no sobrevivieron: unos se ahogaron al zozobrar las galeras que los llevaban de Málaga a Sevilla; otros perecieron bajo las nieves de ese terrible invierno cuando iban al norte esposados y a marchas forzadas. De cada cien deportados, veinte, o sea, entre ochenta mil y cien mil, acabaron por el camino. Los que resistieron con vida fueron distribuidos en colonias por toda Castilla: a Córdoba, a Toledo, a Ávila… Ciudades que no habían visto moros durante siglos vieron surgir un Albayzín entre sus barrios. Mientras, en Las Alpujarras, se creó una cadena de fuertes para defender los valles contra los moriscos que vivían aún en las montañas y para evitar futuros problemas en un terreno de difícil dominio. Y, en marzo del 71, se creó el Consejo para la Repoblación de Granada. El gobierno adquiría, después de un reconocimiento, las propiedades de los moriscos para redistribuirlas entre pobladores nuevos, que provenían de zonas del Norte, muy pobladas y seguras, como Galicia o Asturias. Más de doce mil quinientas familias cristianas, unas sesenta mil personas, se asentaron en doscientas cincuenta y nueve comunidades granadinas.

Estas operaciones afirmaban la competencia y el poderío de Felipe y de su gobierno. Y afirmaron también su fracaso. Muchas poblaciones del Norte se arruinaron cuando sus mejores pobladores se destinaron al sur. Muchos lugares repoblados se abandonaban poco después. Las tierras altas nunca se repoblaron. Las Alpujarras perdieron más de la mitad de sus habitantes. Granada, la ciudad prestigiosa que atrajo tanto a tantos, declinó sin remedio… Cierto que esta guerra eliminó el peligro de tener aliados posibles de los turcos en casa; pero se había pagado un precio altísimo. Lo que se perdió en intensidad se ganó en extensión. Ahora había moriscos por cualquier parte, y amenazas también. En Valencia procreaban tan deprisa que pronto excedieron a los cristianos; en Cataluña se dedicaron al bandidaje con ferocidad duplicada. En Andalucía, una conspiración para apoderarse de Córdoba, Sevilla y Écija tuvo que ser abortada. Pero Felipe continuó con su política de integración, a pesar de que le aconsejaban, desde su propio padre, la expulsión. Y no dio su brazo a torcer, en contra de sus consejeros. No le daba la real gana perder vasallos. Hasta el final, trató de dar instrucción religiosa a los moriscos valencianos: cada diócesis tenía que designar doce misioneros que hablasen árabe, dirigidos por otro que hubiese estado convirtiendo indios. Un jaleo infernal. Pero recomendaba «suavidad para atraerlos a lo que se pretende». Dos figuras supervisaban la operación: fray José Acosta, autor de una Historia de las Indias, y el marqués de Denia, muy conocido mío, aunque él ahora, que es duque de Lerma, favorito del nuevo Rey, no quiera conocerme. Y fue precisamente a él al que le tocó, muerto Felipe II, expulsar de España a toda la población mora, por orden de Felipe III. El intento de su padre no había servido para nada. La orden de expulsar del Emperador había saltado sobre la cabeza de Felipe II.

Un poco de tiempo transcurrió desde la llegada de don Juan a España y su salida para Italia con una responsabilidad nueva. Sólo ir a Villagarcía de Campos, abrazar a Magdalena de Ulloa, darle sus condolencias por la muerte de su marido y conocer a la futura Ana de Austria, recién nacida ahora de sus amores con María de Mendoza, enamorada de él, que hasta Las Alpujarras había ido a hacerle una visita por amor, y que ahora residía en un convento. Los amores de don Juan y María los había propiciado la parienta de ella, la princesa de Éboli, muy dada a tercerías. Ahora estaría en el convento de carmelitas de Pastrana y más tarde pasaría a las Huelgas Reales, donde sería abadesa, como después su hija, esta niña que besaba ahora Juan de Austria y que empezaría su carrera monjil en Madrigal de las Altas Torres, donde nació Isabel la Católica, y donde ella tuvo una aventura tontaina con un falso Rey don Sebastián, que no era más que el pastelero del pueblo.

Las noticias de Flandes no eran muy malas; pero no se podía pensar en retirar al duque las tropas italianas. En el Mediterráneo había una emergencia. El intervalo entre el fin de la guerra de Granada y la constitución de la Santa Liga fue muy breve, aunque costó Dios y ayuda (en el más estricto sentido de las dos palabras) que se formase ésta. Por una parte el Rey de Argel sabemos que se había apoderado de Túnez, aprovechando la distracción con los moriscos. Por otra, estaban los acontecimientos de Chipre: treinta años de paz entre Venecia y los turcos, fama de pacífico de Selim II, tradición otomana de una conquista ofrecida por cada nuevo sultán, embargo de bienes y naves de mercaderes venecianos… El caso es que se oían rumores de derechos históricos en los que se apoyaba el sultán para exigir la completa cesión de Chipre. El 27 de marzo de 1570, un enviado turco presentaba la exigencia, acompañada de agresiones a los fortines dálmatas de la Serenísima. En mayo, se elegía Dux a Pietro Loredan, partidario de la guerra; pero antes había enviado embajadores a España y a Roma.

El Papa Pío V era cualquier cosa menos un hombre del Renacimiento. De niño había pastoreado rebaños; más tarde fue un pobre fraile dominico, estudiante en Bolonia y Génova, viajero a pie, hambriento, de una actividad incansable. Tenía el fervor, la aspereza y la intransigencia de los pobres. Y también su dureza y su negativa al perdón. Lo hizo cardenal Paulo IV, también violento y férreo. Granvela, virrey de Nápoles, era contrario a cualquier ayuda a Venecia. Pero el Papa soñaba con una alianza de los príncipes cristianos contra los turcos. España acabó por firmar la Santa Liga con Venecia, Génova, el Papado y otros príncipes italianos. El camino fue largo. El objetivo de Felipe era muy distinto de los de los demás: él deseaba recuperar Túnez. Su renuencia contra Venecia la venció el Papa con dinero: le concedió los impuestos sobre la Iglesia española a través de las bulas, cuyo valor excedía del millón de ducados anuales. Esta repentina generosidad, después de tantos y tantos años de tacañería de la curia romana, causó la sorpresa de todos los consejeros. El bobo cardenal Espinosa, al enterarse, exclamó con cierta gracia (la única de su vida):

–Al Papa le ha sucedido lo que decimos aquí como refrán: los estíticos mueren de cámaras.

Quería decir en lenguaje apeado, que los estreñidos se mueren de diarrea. Y aconsejó al Rey unirse a la Liga. En mayo del 71 se firmaron definitivamente las alianzas.

A Felipe el Papa le había enviado a su confidente Luis Torres, que lo alcanzó en Córdoba, en plena guerra morisca, en el 70. Y la lentitud de los acuerdos no se debió tanto a la odiosa parsimonia de Felipe como a las exigencias del Papa. No demandaba una ayudita para reconquistar Chipre, sino una verdadera alianza, en toda regla, con todas las consecuencias y obligaciones. Los turcos habían atacado porque Felipe estaba mirando hacia Granada. Venecia era la frontera de la Cristiandad. No darle ayuda sería el más grave error. Era por eso por lo que concedía las bulas de Cruzadas. Felipe prometió, aunque luego vacilara, cincuenta galeras, y con rapidez y arriesgándose en la mayor aventura desde hacía mucho tiempo: bastante tenía con las propias.

Chipre no pudo esperar socorros de España, ocupada en lo suyo. Cayó Nicosia, pero Famagusta acaso podía resistir hasta la llegada de esos socorros. Sin embargo, casi todo estaba mal organizado, hasta el punto de peligrar la existencia misma de la Liga. Cuando Venecia exhibió sus galeras y las de sus aliados y salieron todos para Rodas, se enteraron los almirantes de que sólo Famagusta no había sido conquistada. Decidieron volver todos a Italia, menos los venecianos de Quirini, el nauta. Con las borrascas invernales, el retorno fue fatal, un desastre completo. Sin batalla, se abandonó a su suerte Famagusta, y se perdieron barcos, dinero, armas, municiones y prestigio. Colonna, que iba al mando, y no Doria, quedó desacreditado. La Serenísima encarceló a sus jefes. Sin la energía humana de Pío V, la intransigencia turca y la buena fe y el interés, económico sobre todo, de Felipe II, a pesar de sus recelos, se habría acabado la Santa Liga.

Pero, con todo y con eso, como siempre, vacilaba. Estaba lleno de suspicacias. Sólo se unió pensando que, al ser el más poderoso, podría dictar la política que siguieran los otros. A él le importaba Túnez, no Chipre; cuando se dio cuenta de que no sería tan fácil salirse con la suya, volvió a considerar volverse atrás. Todavía dudaba al principio del 71. Escribió a su predilecto Espinosa:

«Tal como está la Liga ahora, yo creo que no se ha de hacer cosa buena, y que es imposible cumplir yo lo que ofrezco, no solamente este año, lo cual es imposible, y que no bastarían para ello cuatro veces tantas gracias -habla de los impuestos sobre el clero- como las que se me dan.»

(Todos estos fragmentos de cartas los busco y los dicto directamente de los papeles conservados.) Pero Pío V se había ganado la anexión de España al renovar el subsidio de las guerras, concedido por cinco años por Pío IV, cuyo vencimiento caía en el tiempo de su elección. En vez de gastar miles de ducados en negocios y en regalos a los sobrinos del nuevo Papa, Luis de Requesens se maravillaba de este santo que, con este desdén por sí mismo, contribuía inmediatamente al armamento naval de España. Igual actuó con Venecia: le concedió los diezmos sobre el clero. Y él, por su parte, construyó su armada con las galeras de Toscana y con las construidas en los astilleros de Ancona.

Pero la organización de la Santa Liga continuaba en el aire. Las negociaciones se interrumpieron tres veces, entre otras cosas porque Venecia, la lagarta de siempre, no descartaba concluir un acuerdo con los turcos, y retrasaba con cualquier pretexto las conclusiones. Existían temores y dudas entre los aliados: la diplomacia francesa era hostil, incluso Carlos IX soñaba con invadir los Países Bajos para distraer así a España del Mediterráneo. Teóricamente la confederación iba a ser perpetua, pero el acuerdo militar duraba tres años. Y se situaba en el Levante contra los turcos, extensible a los Dardanelos y a los Santos Lugares. Y, a petición española, también contra Argel, Túnez y Trípoli. En la primera fase se acordó que el generalísimo, después del fracaso de Colonna sería, no Manuel Filiberto de Saboya, sino don Juan de Austria. Felipe II defendía su nombre apoyado en su mayor aportación. Y sucedió entonces el hallazgo de Pío V, al final de una misa, leyendo el último evangelio:

Fuit homo missus a Deo qui nomen erat Yoannes.

No era mal guerrero, lo había acreditado, y la experiencia naval se la darían don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y Gil de Andrade.

Por fin la noticia de la Liga llegó a Madrid el 6 de junio. El 16 estaba don Juan en Barcelona, listo para embarcar. El 26, el Rey redacta -lo sé muy bien, porque ahí empezó todo, y cuando digo todo sé lo que digo- unas instrucciones para su hermano. En ellas le reprocha inoportunamente aceptar el título de alteza y de príncipe. El 12 de julio don Juan responde con un orgullo algo infantil pero muy firme: reclama que «se le iguale con muchos cuando merecía más y todos esperaban verlo». Esto hace comenzar la ronda de los celos de Felipe, y la hinchazón de la soberbia, cada vez mayor, del joven don Juan, que no hizo bien la digestión de las excesivas alabanzas y del éxito, porque él, en el fondo, lo representaba más que lo tenía. Quizá generalizaba entonces al pensar que su condición de hijo natural era irremediable y que el Rey no confiaba en él: por eso le concedió el título de excelencia y no el de alteza. El salto casi mortal de ser Jeromín a ser hijo del Emperador y hermano del Rey había sido excesivo para sus doce años y lo seguía siendo para sus veinticuatro. Pero él ahora se halla rodeado de fiestas, de halagos desvanecedores, de expectativas. A Nápoles le manda Granvela, en nombre del Papa, el bastón de generalísimo con los tres escudos de armas, pronunciando tres veces, en la entrega, las siguientes palabras:

–Toma, dichoso príncipe -y no excelencia-, la insignia del verdadero Verbo humano. Toma la viva señal de la Santa Fe, de la cual en esta empresa eres defensor. Él te dé la victoria gloriosa sobre el enemigo impío, y por tu mano sea abatida su soberbia.

Eso, por tres veces. Como para que no se levantara la suya, quiero decir su soberbia. El 24 de agosto llega a Mesina la Armada. Hay quien pensó que ya era demasiado tarde para la campaña decisiva, pero no don Juan. A Mesina, loca de fiestas, fueron llegando todos. Y a todos, aunque no por todos embelesado, embelesó don Juan. Para eso sí servía, la verdad. Como para que hirviera, entre todos los que asistieran a su Consejo y servicio, cuanto amor y hermandad fuera posible, «porque donde hay discordia no puede haber bien ninguno».

Con las fuerzas de que disponía, don Juan tomó el partido de la ofensiva. Felipe II había aconsejado la prudencia; su hermano, frente a él y Andrea Doria y el virrey de Sicilia, García de Toledo, y también Requesens, era más arriesgado, más suelto, más confiado y valiente. Repito que tenía veinticuatro años. Y contaba con la oración del Papa, que rezaba también por la ofensiva. Don Juan, con miras más amplias que su hermano, no pensó en Túnez, pensó en la Cristiandad; y en no defraudar a Venecia ni a la Santa Sede; y en no perder el prestigio ni la honra. Estaba frente a la oportunidad soñada y no podía conformarse con menos que la gloria sin límites. Tenía razón: todo el mundo lo miraba, y Catalina de Médicis e Isabel de Inglaterra deseaban su fracaso. ¿Qué más podía pedir?

El equilibrio de fuerzas entre los dos enemigos era muy grande: los dos se sorprendieron al encontrarse y verse, y en medio de esta espera, un incidente entre marinos de la Serenísima y arcabuceros españoles y napolitanos, que estaban allí, en las naves de ella, porque Venecia no tenía bastantes soldados. Pendencia por las bravas y con ensañamiento. Sebastián Venievo, el almirante, juzgó y mandó ahorcar al capitán y a tres soldados. Los jefes de la Liga formaron consejo de guerra: sólo el Generalísimo tenía derecho de vida o muerte. Fue un consejo inoportuno y dramático. Pero don Juan quiere combatir ya y buscar al enemigo y atacarlo. El 3 de octubre zarpa al amanecer la Armada. El 4, fondea en puerto Fescardo, en el canal de Cefalonia. Ese día llega la noticia de la traición turca en Famagusta: habían prometido la vida a los defensores, pero los degollaron a todos. La Armada sigue su rumbo entre Cefalonia e Ítaca, y fondea otra vez al sur del Canal donde hace aguada. Y se queda hasta el 6 por el mal tiempo. El día 7, don Juan, según la señal acordada, manda disparar una pieza para tomar las medidas previstas. En una fragata pasa revista a todas las galeras. Y las arenga así:

–Gentiles hombres, ya no da el tiempo ligar, ni es menester que yo ponga ánimo a vosotros, porque veo que vosotros me lo dais a mí; pero sólo os quiero traer a la memoria el dichoso estado en que Dios y vuestras buenas suertes os han traído, pues en vuestras manos está puesta la religión cristiana y la honra de vuestros Reyes y de vuestras naciones, para que haciendo lo que debéis y lo que espero que será, la fe cristiana sea ensalzada, y vosotros, cuanto a vuestras honras, seáis los más acrecentados soldados que en nuestro tiempo ha habido. Y cuanto a las haciendas, los más gratificados y acrecentados de cuantos han peleado. Y así no os quiero decir más, pues no lo permite el tiempo, sino que cada uno considere que en su brazo derecho tienen puesta la honra de Dios y de su vicario, y de toda la religión cristiana, llevando certidumbre de que el que muriere como varón va a gozar otro reino mayor y mejor que cuantos en la tierra quedan.

Mucha arenga me parece a mí para doscientas siete galeras.

El resumen es que, de la Armada del Turco, sólo se salvó a la escuadra de Uluch Alí. Perdieron unos veinticinco mil hombres; desertaron en grandísimo número, y otros muchos quedaron en poder cristiano. La Armada de la Liga libertó a casi quince mil galeotes cristianos. Lo más importante fue el número de caudillos, arraeces, capitanes y gobernadores turcos que perecieron en la batalla de Lepanto. Los cristianos tuvieron pérdidas muy inferiores. Don Juan fue generoso hasta el final: puso en libertad -es un ejemplo- al tutor de los hijos de Alí Baja, el generalísimo muerto, cuñado del sultán, para que informara a la familia del cautiverio de Said y Mohamed, que confió al cuidado del Papa. Y fue también generoso en el reparto de dádivas y mercedes entre los participantes. La victoria sirvió para quitar esa sensación de inferioridad que atormentaba a los cristianos y para poner barreras a un porvenir sombrío. Lo cierto es que no sirvió para nada más. Lepanto es, y seguirá siendo, un inefable. Nadie intentó completarlo con una ofensiva inmediata hacia Levante o más lejos aún. Don Juan no contó con la aprobación unánime que habría necesitado. La verdad es que los triunfadores tenían demasiada prisa por saborear las mieles de ese primero e insuficiente triunfo.

Don Juan escribió dos cartas: una pública y otra privada. Una, a su Rey y otra, a Magdalena de Ulloa dando cuenta de la batalla. Las entregó, con la relación oficial del secretario Juan de Soto y con la bandera verde del Profeta, conquistada en la toma de La Sultana, al herido Lope de Figueroa con la misión de llevarlas al Rey de España. Y entró el 31 de octubre en Mesina, entera en el puerto, enardecida de amor, con un ofrecimiento a don Juan de treinta mil ducados de oro, que él repartió en persona entre los enfermos, los heridos y los pobres. Mesina lo adoró. Y levantó, como homenaje de devoción, una estatua colosal en bronce, frente a la iglesia de la Santa Annunziata dei Catalani. Su tamaño supera más de dos veces las proporciones de la naturaleza. El héroe, que también superó a la naturaleza lleva el Toisón de Oro y el triple bastón de generalísimo de la Liga. ¿De qué estará hecho el pedestal? Durante el invierno recibió la gloria y el homenaje de todas las ciudades, de toda Italia, del Papa en una carta «al hombre enviado por Dios llamado Juan»; desde Viena también y desde Escocia, donde el futuro Jacobo I de Inglaterra compuso un poema a su gloria, en que se trasluce su enamoramiento, y que yo tuve el placer de leer y recordárselo así, cuando lo conocí del todo, porque supe enseguida que era sodomita. Pasivo, por supuesto.

Se ha dicho que el Rey Felipe permaneció impertérrito. No es del todo verdad. Con motivo de esa victoria perdonó a bastantes cazadores furtivos de los parques reales, cosa muy rara en él, y mandó que Tiziano pintara un cuadro, grande como el de su padre en Mühlberg, sobre unos bocetos de Sánchez Coello, que se llamó España en auxilio de la Religión: trataba de dejar más claro el contacto entre el Rey de los Cielos y el de España. Porque sabía que, una vez más, había cumplido la obra del Altísimo y se sentía por ello doblemente orgulloso.

El gran visir del sultán le dijo al diplomático Marcantonio Bárbaro después de Lepanto:

–Hay mucha diferencia entre nuestra situación y la vuestra. Conquistando Chipre, os hemos cortado un brazo; destruyendo nuestra Armada, nos habéis afeitado la barba. Un brazo no vuelve a crecer; la barba crece de nuevo y con más fuerza.

Tenía mucha razón. Todas las esperanzas de reavivar la Liga al siguiente año fueron vanas. Pío V había muerto. Los franceses cada día deseaban más desenmascararse contra España: en el Cantábrico, para dar la cara en el Atlántico; en la frontera de Flandes, para estimular a los rebeldes; y en el Mediterráneo, para oponerse a la política marítima. Resucitar la Liga con el fin de ayudar a Venecia y llegar hasta Levante, a Felipe no le hacía ninguna ilusión: él pensaba en Túnez y en Argel. Pero Granvela y don Juan eran partidarios de asestar un golpe definitivo al poder otomano. España hizo un esfuerzo durante el invierno para aumentar sus fuerzas navales en Barcelona, Génova, Nápoles y Mesina: el costo de Lepanto no fue tan grande como se dijo, de ninguna manera. Pero la muerte de Pío V abrió a las reservas mentales de Felipe la puerta de salida.

No obstante, su sucesor Gregorio XIII creía en la Liga como en Dios Padre, por lo menos. Como él pensaban los venecianos, en conveniencia propia, Requesens, en Milán, Juan de Zúñiga, su hermano, en Roma, Granvela en Nápoles y, por descontado, el héroe. Felipe se rindió. Pidió sólo que se dejara en Mesina la flota de Doria para hacer frente a un eventual ataque de los franceses. Don Juan cumplió la orden, y dio a su vez otra a los aliados de esperar su llegada en Corfú. Pero sucedió algo increíble: no esperaron allí al Generalísimo. Temían otro rabotazo de Felipe; la armada de Uluch Alí acostaba las riberas orientales; y, sobre todo, querían vencer sin que don Juan acaparase la victoria. Pero Uluch Alí había aprendido mucho de Lepanto: armamento, agilidad y potencia. Y sabe que no está don Juan ni las galeras españolas con su infantería. Y entonces fuerza dos encuentros que concluyen en dos escaramuzas. Cuando don Juan llegó, estuvo a punto de volver a Mesina. Don Juan tenía bruscos y terribles prontos; pero aún más sentido de la responsabilidad. Esperó ver a toda la Armada junta en Corfú. Ya era 1 de septiembre. Pero el conjunto parecía tan poderoso como el del año anterior, aunque se notaba la carestía de los alimentos por la insuficiencia de reservas. Y se notó algo más luego, pues de nada le habían servido a los apresurados los dos encuentros de agosto con Uluch Alí. Estaba claro que éste no aceptaría más que una postura defensiva; por tanto, se confinaban todos al Mediterráneo oriental. Felipe había tenido razón: hubiera valido más ir contra Argel. Alí llevaba a la Armada de la Liga a su terreno, hasta que pudo escapar y refugiarse en Modon. La oportunidad del 16 se perdió por don Juan, que no intentó forzar el puerto, y allí puso Alí sus galeras, amarradas y con las proas hacia el mar, para defenderse con la artillería gruesa. Y echó la gente a tierra para fortificar la boca del puerto. A don Juan, misteriosamente, alguna vez en La Casilla, estuve tentado de preguntarle por qué le faltó la audacia. Santa Cruz, por el contrario, tuvo un duelo singular con su capitana, La Loba, contra la capitana de Mohamed, el hijo de Barbarroja… No había nada que hacer. Se regresó a Corfú. Todo había estado en contra de don Juan: la muerte de su amigo el Papa, las vacilaciones habituales de su hermano, la falta de respeto de los aliados y su indisciplina, y también la improvisación…

El fracaso de esa campaña, los esfuerzos de Francia contra la Liga, la desavenencia entre los generales, la traición de España al retrasarse (eso fue lo que dijeron los venecianos), pero sobre todo la paz entre la desleal y egoísta Venecia y el sultán, firmada en marzo del 73. Pero, aun así, aquel año don Juan siguió siendo en la Serenísima el protagonista de las canciones de los gondoleros. El sultán le puso a Venecia pesadas condiciones: un máximo de sesenta galeras y la entrega sin rescate de todos los prisioneros turcos. El Papa insultó a gritos a los venecianos. Los españoles conservaron la sangre fría. Sobre todo, don Juan. Yo creo que él ya pensaba en otras cosas. A su edad, si muere una Liga Santa se inventa otra aventura.

La noticia de esa muerte lo cogió en Nápoles, donde había ido para aprender política de Europa con Granvela. Su relación, en contra de lo que se podría creer, fue amable; el cardenal tenía una afición incontenible a las mujeres, y el héroe estaba descansado; a los veinticinco años lo que gusta es cansarse, sobre todo si se es el bienvenido entre las damas y si lo llaman el galán de Europa. Granvela era un viejo cardenal; sin embargo, un novicio tiene más esplendores. Y más aún si alancea toros, triunfa en justas, es un jinete intrépido y caza y viste y danza como un ángel. Aunque no tuvo suerte. Cayó en manos de una bella, la más bella de Nápoles, Diana de Falangola, a la que había cortejado el cardenal en vano. La sedujo; hizo al padre gobernador de Pozzuoli, y a la madre le regaló unas preciosidades. Cuando vio lo que se le venía encima escribió, esta vez a su hermana Margarita de Parma:

«De aquí a un mes creo que, de muchacho que soy, me he de ver padre corrido y avergonzado. Lo digo porque es donaire tener yo hijos. Suplico a vuestra alteza se haga cargo de todo.»

Nunca le habría dado esta hija a doña Margarita de Ulloa, como le dio la otra. Ésta fue una aventura de la carne. A pesar de la insistencia de Margarita, no la reconoció. Fue bautizada con el nombre de Juana. Cuando nació, don Juan no estaba en Nápoles.

Se disponía a conquistar Túnez. Al volver, no quiso saber nada de Diana. La casó con un gentilhombre sin dinero, y la adornó con una pingüe dote. Enseguida pasó a las manos de Zenobia Saratosia, también famosa por su belleza. Otro hijo, que murió pronto. Don Juan era liviano y libertino. Conseguía y abandonaba. Era demasiado famoso y codiciado. Lo hicieron egocéntrico y altivo. Sedujo, entre otras, a la hija del pintor Ribera, el Españoleto, a la que el padre había pintado como la Magdalena en un precioso cuadro. Hasta que dio con Ana de Toledo: guapa, sabia en diversas artes amorosas, y casada con el gobernador militar de Nápoles. La dama se enriqueció a costa de don Juan, y luego a costa de la Armada, porque él le regaló cuarenta esclavos de cadena para renovar la chusma de su propia galeota, porque doña Ana era empresaria en corso. Esto no gustó nada a Requesens ni a Álvaro de Bazán.

Ante el abandono de Venecia ¿qué haría la Liga? ¿Argel o Túnez? Felipe prefería la primera; don Juan, también. Pero los sicilianos tenían las molestias de Túnez y Bizerta, e insistieron en ellas. Don Juan se dejó convencer con gran facilidad, como casi siempre. Ya en junio había escrito a su hermano: sus allegados preferían conquistar Túnez, pero sin entregar la villa al Rey Muley Hanida, aliado y servidor de España, depuesto no hacía mucho. ¿Por qué deseaba esto don Juan? Primero, por parecerse a su padre que ya conquistó Túnez en 1535; y lo volvió a perder. Segundo, porque Pío V le había prometido la corona del primer estado que le arrancase a los infieles. Todos los jóvenes príncipes sueñan en ceñirse las sienes con coronas. Sobre todo, si no se les da ni un infantado ni un título de alteza. Gregorio XIII recogió el testigo: de conquistar Túnez, estaba a favor de conservar el reino y no dárselo a un moro más o menos aliado.

Don Juan se desvivió por ordenar la expedición. Los dineros de España se los engullía Flandes, pero él tenía recursos. Y fue un paseo triunfal. Túnez primero y Bizerta después. Casi sin lucha. Consejo de guerra convocando a mucha gente, para que fuese más fácil imponer su voluntad. Se instalaba en el trono a un hermano de Muley Hanida, algo más disponible, Muley Mahamet. Cuando regresó don Juan a Nápoles llevaba un hermoso cachorro de león al que llamaba Austria. ¿No estaba todo claro?

Ya andábamos en correspondencias muy frecuentes él y yo. Mientras jugaba con su león, encargó a su secretario Juan de Soto ir a Roma y hablar con el Pontífice. Yo me encargué de que Juan de Soto dejara esa secretaría. Deseaba tener alguien más próximo. Pero ¿se conformaría don Juan con Túnez o aspiraría a más? El nuevo secretario, ya Juan de Escobedo, iba a aplaudir lo que se decidiese, y yo influía en esa decisión. Yo conocía a Escobedo desde muchacho. Yo se lo propuse a don Juan y yo le apunté lo que habría de decir sin que se diese cuenta; con el deber tácito, por descontado, de que él me trasladase a mí todo lo que pasara. Hubo, sin embargo, un pequeño imprevisto. La guapeza de don Juan deslumbró a Escobedo; tanto, que me costó mucho esfuerzo tenerlo a mi servicio. Pero yo era más listo que los dos. Y que el Papa, al que el otro secretario no necesitó convencerlo, dado que ya había sido convencido por mí. Don Juan no sabía, ni supo, que eran mis manos las que estaban trazando su destino.

El nuncio Ormanetti apoyaba los planes de don Juan. Se los escribió en una carta al Rey:

«Guardándose estas costas y fortificándose el puerto, se evitarían grandes daños que los corsarios hacen en los estados de Su Majestad. Y muy gran parte de los gastos y costes se podrán sacar de este mismo reino.»

Y al duque de Alba, por si acaso, le escribió también, agregando la posibilidad de emprender la conquista de Argel, por tierra, desde Túnez. Gregorio XIII, a través de su nuncio ante Felipe, era partidario de aumentar la flota del Mediterráneo, porque seguía allí la Armada turca. Y añadía, hablando de don Juan:

«Sería bien considerar si no ganaría en poder y autoridad si fuese investido del título de Rey de Túnez, de modo que Vuestra Majestad pueda demostrar su gratitud a Dios por la conquista a la manera de vuestros antepasados, fundando un nuevo reino cristiano.»

Estaba claro como la luz del día, ¿o no? Pues, por si acaso, sugerido por mí, el Papa agregaba que era partidario de resucitar la Santa Liga: los venecianos se habían arrepentido de la paz con los turcos, y estaba además la empresa de Inglaterra. Don Juan podría llevarla a cabo, concluyéndola con su casamiento con la Reina de Escocia y erigiéndose así en Rey. He ahí una gran política vaticana, sobre todo por sus contradicciones. Yo lo sabía muy bien, porque eran mías. El Rey no tenía por qué estar enterado.

Felipe II mantuvo su reverencia al Papa, pero rechazó sus propuestas. El reino de Túnez no correspondía a los servicios de don Juan, ni el Rey de España podía concedérselo (cosa evidentemente falsa). Ahora lo que estaba claro como el sol es que el Rey no quería. La frustración de don Juan fue infantil y, por lo tanto, profunda. Porque no era razonable la actitud de su hermano: con Túnez, España dominaría toda la cuenca occidental del Mediterráneo. Pero Felipe necesitaba dinero, dinero, dinero, para los Países Bajos. Le parecía caro sostener una guarnición en Túnez y su autosuficiencia. Una de las inmadureces de don Juan era no considerar en absoluto los problemas de intendencia. Y, naturalmente, no tener la visión de conjunto de su hermano.

De paso por Sicilia, antes de zarpar hacia Nápoles, don Juan se tropezó con una carta de su hermano, ordenándole que fuera inmediatamente a Génova. El príncipe no obedeció y se quedó unos meses en Nápoles. Hasta que en abril recibió otra carta más rotunda: primero tenía que ir a Génova y luego a Milán. Esta vez obedeció. Lo que pretendían esas órdenes no era apartarlo de Túnez, ni siquiera acercarlo a los Países Bajos todavía, aunque esto ya estaba en la mente de Felipe. Los banqueros genoveses mantenían la Hacienda española. Y desde hacía meses había, en aquella ciudad, dos bandos, tras uno de los cuales se escondía una intriga francesa; el otro era fiel, con Juan Andrea Doria, sobrino del gran almirante muerto, y muy servidor de don Felipe. La orden no respondía a una caída en desgracia de don Juan, sino a una misión muy útil. Cuando lo entendió, amenazó con un bloqueo con las naves de Doria, que se apoderaron, como advertencia, de La Spezia y Porto Venere. Don Juan apaciguó luego los ánimos de los contrincantes, y salió para Milán. Su presencia allí, planeaba Felipe, daría que pensar a los franceses. Y allí don Juan asistió a mimos y celebraciones, se exhibió, tomó contacto con las figuras políticas de la Lombardía. Acompañado de los padres de Alejandro Farnesio, su hermana y su cuñado, asistió al torneo de Piacenza en su honor y en elogio de Lepanto. A don Juan se le había pasado -lo cierto es que era algo superficial- la pesadumbre de Túnez, a pesar de que se enteró de que había sido recuperado por Uluch Alí, mientras él estaba en Génova. (Igual, igual que su padre.) Consiguió de su hermano un dinero para armar una flota de socorro, mandada por Bazán y Gil de Anchada. Dos veces dos temporales impidieron su salida. En África, la fortificación de La Goleta se había demorado y no pudo resistir. Cuando don Juan llegó a Palermo ya había capitulado. Para el príncipe, o alteza o excelencia, comenzaba un tiempo de tristezas.

Felipe II tenía dos obsesiones: la Hacienda y los Países Bajos. Cuando don Juan le pidió una audiencia, le contestó con una serie de encargos para la Armada, la recluta de soldados y una posible expedición contra Bizerta. Y añadía que las funciones públicas eran más importantes que el placer de verlo. Don Juan llevaba algún tiempo estando harto. Fingió un retraso de los correos y no dio por recibidas las instrucciones reales. Yo reconozco que no fui ajeno a esos aplazamientos. En los últimos días de diciembre de 1574, se presentó en el puerto de Palamós. Antes me había escrito a mí porque yo contaba con su confianza: me solicitaba una audiencia con su hermano, pero se temía una mala acogida. El Rey lo recibió frío, no irritado. Ya sabía que tendría que estar amable, porque necesitaba pedirle que fuese a Flandes. Sin embargo, no cruzó la barrera que don Juan le pedía que cruzase: su promoción al infantado de España con el título de alteza. Tampoco lo negó, porque no le convenía. Lo aplazó simplemente. Por el contrario, no se opuso a la concentración de poderes en Italia: su falta explicaba el fracaso de Túnez, por la disolución de las distintas autoridades. Pero pidió paciencia: tenía que escribir a los virreyes de Sicilia y de Nápoles dándoles instrucciones. El Rey, con ello, ganaba tiempo -qué monomanía- y preparaba el nombramiento de don Juan para el gobierno, que el joven detestaba, de los Países Bajos.

De momento, don Juan tuvo un largo periodo de descanso: cinco meses, de los cuales estuvo bastante tiempo en mi residencia de La Casilla. Fueron las últimas vacaciones de su vida. Visitó El Escorial, que tanto ilusionaba al Rey; estuvo en el monasterio del Abrojo, donde se había refugiado Magdalena de Ulloa; y supo, por Felipe, cosas que no le habría gustado saber. Se referían a su madre, una mujer ya corrompida, avariciosa, lujuriosa y nefasta. Leyó una carta de Alba en que decía:

«Tiene la cabeza tan dura como un pedazo de madera… De modo que no queda más solución que secuestrarla en un barco, y llegada allí, meterla en un convento sin más contemplaciones.»

Don Juan miró aquella carta como quien mira el obstáculo más grave contra sus pretensiones de grandeza. Quizá por eso se la hizo ver Felipe. Y también yo, que jugaba con dos barajas. A partir de ahí, don Juan se dedicó a que lo retrataran los pintores mientras él pensaba en sus proyectos demasiado ambiciosos.

Luego se volvió a Italia. En Nápoles había cambiado el virrey: ahora estaba el marqués de Mondéjar, su compañero contra los moriscos. Era correcto, pero un viejo que no aguantaba las contradicciones. Y además no había toros. Se fue a tomar las aguas a Vigevano, donde estaban los Farnesios, porque tenía dolores de hígado: no me extraña. Allí era todavía él el héroe. En Nápoles gozaba de un prestigio mermado por su tropiezo con Ana de Toledo. Fue en Lombardía donde le llegó carta del Rey: Requesens había muerto; se le ordenaba «volar» hasta Flandes y tomar el gobierno allí. Don Juan fue remiso de nuevo al cumplimiento de una orden: no creía ser el hombre adecuado; sólo aceptaría por una obligación exigida y con las condiciones que exponía en un memorándum. Se lo confió a Escobedo. Su política sería conforme a las tradiciones y usos del país; los agentes y funcionarios serían flamencos en exclusiva; el presupuesto tendría que permitir mantener su rango (ya conocía, o empezaba a conocer, al Rey y sus ruindades); aludía a Inglaterra, que ayudaba a los rebeldes y a la necesidad de eliminar esa ayuda: para lograrlo, nada mejor que otorgar la Corona de ese reino a un príncipe aliado, mediante el casamiento con María Estuardo y el destronamiento de Isabel… Tal proyecto también lo tenía Felipe, pero muy en secreto y pensando en su hija Isabel Clara Eugenia. La forma pensada por don Juan era otra, que contaba con el apoyo papal. Yo lo sabía, y Felipe también: estaba perfectamente al tanto del papel que su hermano podía desempeñar, y no se hallaba seguro totalmente de él. Ni del papel ni de su hermano.

La contestación del Rey al memorándum se retrasa tanto que don Juan solicita una entrevista con el Rey. El Rey, otra vez, se la niega. Pero don Juan no se rinde. Embarca en Génova y llega a Barcelona. Después de visitar Montserrat, fuerza casi a Felipe a recibirlo, pese a lo enemigo que era de las entrevistas personales, en las que se disminuía y casi desaparecía. Y más en esta ocasión. Porque don Juan siempre creyó que, mandarlo al avispero de los Países Bajos, se hacía con el fin de perderlo, como entendía que se hizo con el duque de Alba y con Requesens. Era una tierra de irás y no volverás. Como lo fue, en efecto, para él. Hablaba y pensaba así porque yo le había contado cómo se quiso mandar primero a Flandes al príncipe de Éboli, que tenía un espíritu más amplio. Se interpuso Alba, que era un aristócrata nacionalista tradicional retrógrado, y que quería meter en cintura a aquella gentuza en un dos por tres. Felipe está en El Escorial. Tranquiliza a don Juan. Escucha al pormenor su plan, que conoce a la perfección. Lo retiene allí y lo hace permanecer en aquella tumba varios días. Intercambian ideas. Pero, conociendo a Felipe, puedo afirmar que le daría la razón a su hermano en casi todo, sin el menor propósito de cumplir sus promesas. Por fin se ponen de acuerdo. Primero, la paz en los Países Bajos; después, la aventura inglesa. Felipe está de acuerdo de palabra. Y, notando que esta vez iba en serio don Juan, le escribió una carta el 8 de noviembre que el otro recibe ya en Bruselas. En ella aprueba el matrimonio con la Reina de Escocia, tras ponerla en libertad y en posición del reino inglés. Unas condiciones que el Rey sabía imposibles de cumplir en la práctica. Hasta que salió de Madrid, don Juan estuvo en La Casilla. Daba gusto y alegría verlo entre pinturas italianas. Él parecía una más, apeada del lienzo. Y era tan confiado, que corrí el riesgo de ponerme del todo, con mi corazón entero, de su lado. También estuvo en Guadalajara, en el palacio del Infantado, y con la princesa de Éboli en Pastrana. A la princesa le parecía tan guapo que le daba vergüenza, porque gustaba más que ella.

Había que preparar su viaje a Flandes. Yo hice correr la voz de que seguiría la ruta habitual, el Camino español. Pero se trazó otra, secreta, por Francia. La iba a recorrer disfrazado de siervo de Octavio Gonzaga, su general de caballería, con el que (lo digo ahora, porque ahora lo recuerdo) cuando murió tenía una deuda de juego de cuatrocientos mil ducados. A la muerte de don Juan reclamó al Rey su deuda. Lo hizo en un momento nada delicado, y diciéndole además que don Juan lo había perdido en un garito para altos amigos que yo tenía en mi casa de campo. Fue poco agradecido, porque yo, de acuerdo con el Rey, lo había colocado junto a don Juan para que nos contara sus andanzas, sus entrevistas y sus secretos. Y así lo hizo con la visita al duque de Guisa, que alarmó mucho al Rey y alarmado lo tuvo mucho tiempo. Bueno, hasta el final.

Magdalena de Ulloa le había teñido su barba, su bigote y sus cabellos rubios de un color negro que lo hacía parecer un morisco. Yo dudé, al verlo, si estaba o no más bello que antes; no salí de mi duda. Pasó don Juan por Irún los Pirineos y llegó a Burdeos ya cansado, dolorido por su reuma. Viajaban en compañía de un mercader francés. En París se hospedó en un albergue barato, próximo a la embajada de España. En ella visitó, de incógnito, al embajador Diego de Zúñiga. Luego se detuvo en el castillo de Joinville para ver al duque de Guisa, jefe del partido católico. Era un buen elemento para su futuro quehacer pero, reflexionando, recordé que también era primo de María Estuardo. En menos de quince días llegó a la ciudadela de Luxemburgo. Pero llegó en el peor de los momentos. La víspera de su llegada las tropas españolas, o las agrupadas bajo ese nombre, se habían amotinado, cansadas como siempre de que no se les pagara, y habían saqueado de arriba abajo la ciudad de Amberes. Ya había bastantes precedentes. A algunos soldados se le debía hasta seis años. Sin embargo, esta vez se superaron todos los pesimismos. Se destruyeron más de mil casas; se mataron siete u ocho mil personas; se cometieron atrocidades y violaciones; no se perdonó ni a frailes ni a monjas. Las provincias católicas, espantadas, se aliaron con las protestantes en la llamada Pacificación de Gante. Menos Luxemburgo y Limburgo, todas exigían la salida de las tropas españolas, la abolición de los edictos represivos de Alba y la reunión de los Estados Generales.

Lo peor para don Juan es que él llevaba órdenes de aceptar las reivindicaciones y leer tal aceptación delante de los mencionados Estados: restablecer las libertades, suprimir el Tribunal de los Tumultos, y anunciar una amnistía general salvo para Guillermo de Orange. Pero, de ser ese Príncipe de la Paz, ahora se transformaba en un vencido al que se le imponía un proceder humillante de cesión y pacificación. En efecto, los Estados le enviaron condiciones inspiradas por Orange. Y don Juan, lejano al mundo de la diplomacia, pide al Rey que le conceda de nuevo el mando de la Armada del Mediterráneo. En vano. Todo lo que sucede es consecuencia de la imposibilidad en que se halla la Hacienda para pagar las costas de la rebelión. Dinero, dinero, dinero. Esa rebelión es la responsable de la quiebra económica horrorosa de 1575. Don Juan cae en la cuenta de que se le ha asignado una misión insoluble con un ejército lleno de deserciones. Hay un amigo íntimo suyo, Rodrigo de Mendoza, con quien se confía. Es hermano del duque del Infantado y a la vez su yerno. Fue compañero de correrías de don Juan, que le escribía, con entera confianza, cartas que demuestran la simpatía, la entrega y a veces la bobería de su autor, encantador y a un tiempo simple. No hace tanto que me he dado cuenta de que se asemejaba más a cualquier joven noble inglés de los que he llegado a conocer que a un príncipe español. Ni siquiera a un hidalgo. En esas cartas a Rodrigo de Mendoza hablaba de mí, llamándome «nuestro Antonio»: tanto me había hecho querer por él y por casi todos. Los que no me querían, por el contrario, me deseaban todo el mal de este mundo. Y del otro. Pues a ese fraternal amigo, don Juan le escribe:

«Encontré las peores noticias posibles de esta provincia. Sólo Luxemburgo y Frise no están en rebelión. El resto están coligadas y alzan tropas y buscan ayudas exteriores contra los españoles y derogan leyes a su manera. Y todo lo hacen en nombre del Rey, hasta admitir a Orange en Bruselas, donde se le ha preparado ya casa…»

Y, aunque no estaba la Magdalena para tafetanes, sucedió algo peor: tuvo que soportar la presencia de su madre que se presentó, no para conocerlo ni para llorar y pedir su perdón ni para tocar al héroe del mundo, sino para reivindicar a gritos un aumento de la pensión que le mandaba el Rey, y para exigir la puesta en libertad del último amante suyo, que había encarcelado Requesens. Don Juan reconoció que Alba no había exagerado. A pesar de las medidas tomadas, su casa era un lupanar, y ella una ramera vieja, que negaba a gritos, por pura contradicción, la paternidad del Emperador, cuando era ella la que más se perjudicaba. Don Juan pagó caro el silencio de aquella bruja y logró con dinero su consentimiento para salir hacia España. Pese a sus promesas, hubo que llevársela a la fuerza.

Las negociaciones con los rebeldes no fueron más benignas. Después de todas las concesiones, el príncipe de Orange exigía que la salida de las tropas de España se hiciese por tierra y no por mar. Con ello, el proyecto de don Juan, aprobado por mí, de aprovechar la evacuación para desembarcar en Inglaterra y hacerlo en un momento oportuno porque la autoridad de Isabel estaba en entredicho, se desvanecía. Y se desvanecía que la presencia del ejército español originara una sublevación a favor de la Reina escocesa, aunque estuviese presa en Shrewsbury. Así, los rebeldes de Holanda y Zelanda habrían dejado de percibir ayudas de Inglaterra. Gregorio XIII insistió ante Felipe en otro memorándum: era el momento más oportuno para lograr lo que, años después, la Armada Invencible trató de hacer en peores condiciones y con el mayor de los fracasos. De ahí que don Juan, viendo deshechas sus ilusiones se resistiera a firmar la Pacificación de Gante. Que por fin firmó, humillado, el 13 de febrero de 1577. Los Estados Generales pagarían los atrasos de los soldados y parte de su evacuación que tendría que hacerse dentro de los cuarenta días siguientes. También reconocerían a don Juan como Gobernador General, obligándose a garantizar el libre ejercicio del culto católico y a romper los lazos que tuviesen con aliados extranjeros. Cuánto habían cambiado las tornas es imposible de expresar. Don Juan solicitó a su hermano el Rey que le permitiera salir de allí al mando del ejército. También fue en balde.

Es esta decepción continuada de don Juan lo que lo mueve, con la presión de Escobedo y la mía, a solicitar el permiso de volver a España. Debo confesar que yo me encargué de llenar sus cartas de intenciones solapadas y de ofertas de doble filo. La ilusión recuperada por entrar en el Consejo, donde, junto a mí, podría orientar la política española. Así lo escribe Escobedo:

«Y porque el Príncipe nuestro señor es niño -habla del hijo de Felipe-, convendría que el Rey tuviera en quien descansar el peso de su gobierno; y que habiendo visto la sagacidad, prudencia y cordura con que don Juan gobierna estos negocios, parece que es sujeto en quien cabe este lugar. Y que, como dice la Escritura, fue Dios servido, por su cristiandad, de dárselo para báculo de su vejez.»

La cartita era, por sí misma, imprudente; y en mis manos, con mis comentarios, un peligro afilado para su alteza, como él gustaba ser llamado. Sólo la ciega admiración, muy interesada de Escobedo, a quien yo conocía bien, explica ese texto. Más que la insensatez de don Juan.

De cualquier forma, la entrada del héroe en Bruselas fue como un triunfo romano. Claro que con el amargor de tener que prestar el juramento de las leyes y privilegios de los Países Bajos. Pero aun así dio muestras de su buena voluntad hasta asistiendo a fiestas tradicionales o participando en carreras populares, que eran horrorosas para él. Y todo esto teniendo que abortar, por ejemplo, una conjura de Orange para apoderarse de su persona. En el fondo, nada era serio allí. Se negaron a la aplicación del Edicto Perpetuo o la Pacificación en Holanda y Zelanda en lo referente a la libertad del culto católico. Y los Estados Generales exigían que don Juan, como gobernador, despidiera los dos regimientos alemanes que eran su guardia personal. Convencido de que se trataba de una comedia, envió a Escobedo el 10 de julio a Madrid para que relatara en persona, no por volátiles cartas, entre miles de espías, al Rey lo sucedido. Y con sus regimientos se apoderó de la fortaleza de Namur. Su suerte y su vida estaban decidiéndose.

Y es que mi propia opinión sobre los planes de don Juan había cambiado, por mucho que él y Escobedo confiaran ingenuamente en mí, que era el secretario de Su Majestad, y por mucho afecto que les tuviera a ambos. Ellos me habían autorizado a cambiar párrafos y fragmentos de sus cartas, siempre que yo creyera que mejoraba así su contenido, sus formas o sus pretensiones. Yo aproveché con exceso ese permiso. Pero no tuve que ver con la vuelta que dio el Rey a su política flamenca, que precisamente en una de sus cartas, en la que colaboré, don Juan insinuaba que debía entregarse íntegra a mi secretaría, sustituyendo yo a Zayas. No se hizo así, y así salieron las cosas. Me gustaría explicarlas con cierto orden.

La Hacienda española había mejorado notablemente por la recaudación de las alcabalas recrecidas y por la gran producción de plata de Potosí: la flota llegó a Sevilla en agosto con dos millones de ducados para el Rey.

Tuvo también dos efectos: la posibilidad de responder a las provocaciones de Orange, y la insistencia de Escobedo, hasta cansar a Felipe II, en la invasión de Inglaterra. Además, la toma de Namur hizo, ante el crecimiento de plazas que se pasaban al bando de Orange, que don Juan solicitara la vuelta de los tercios. Por su parte, los diputados católicos y algunos otros que no se fiaban del príncipe neerlandés, solicitaron al archiduque Matías, sobrino de Felipe e hijo de Maximiliano II, que era poco inteligente y bastante ingenuo, con veinte años, para proclamarlo gobernador en sustitución de don Juan de Austria, y con Orange de Consejero Mayor. En enero de 1678 retornaron por fin los regimientos españoles con Alejandro Farnesio a la cabeza, y con un triunfo en Gembloux, una victoria decisiva que dejó sin tropas a los Estados. Los dos amigos, tío y sobrino, de la misma edad, se apoderaron de todas las plazas del Sur. Y fueron ayudados por el antagonismo de los calvinistas, que reprodujeron el furor iconoclasta de la época de Alba.

De otro lado, las treguas entre Felipe II y el sultán tranquilizaron el Mediterráneo. Y en ese momento, el 4 de agosto, el Rey don Sebastián de Portugal es vencido y muerto en la batalla de Alcazalquivir, abriendo una sucesión para el trono portugués, cuyo último destino queda en manos de Felipe. Para él, desde ese momento, los Países Bajos pasan a un segundo lugar, perturbadores sólo. Las cosas quedan evidentes: todo es favorable a la invasión de Inglaterra. Don Juan insiste, como nunca, y sin prórrogas dilatorias, en su proyecto. Escribe a Felipe II solicitando y exigiendo además el retorno de su secretario Escobedo, en Madrid desde el verano de 1577, y del que no recibe mensaje ninguno. Para presionar más, envía a su consejero Alonso de Sotomayor, que explica minuciosamente al Rey los contactos de don Juan con el duque de Guisa. El Rey, en lugar de resolver sus peticiones, le pide que asegure una paz duradera, lo cual desesperanza y hace desconfiar al príncipe de la sinceridad de su hermano, cosa que lo hiere en el alma. Y a finales de abril, además, se entera de que Escobedo ha sido asesinado. Para don Juan es el fin. Porque no entiende nada de lo que pasa en la Corte, ni de las reacciones del Rey, ni del comportamiento de Antonio Pérez. Sufre, con la muerte definitiva de sus ilusiones, una caída de ánimo total.

Por añadidura, escapa de milagro de un atentado que intenta contra él Radcliff, hermano bastardo del duque de Sussex, pagado a medias por Orange e Isabel de Inglaterra. Pero una enfermedad misteriosa, casi inmediata, pudo más que el asesino. ¿Cuál fue esa enfermedad? ¿Habían desaparecido ya los asesinos todos? Unos ataques de fiebre durante el verano. Abandona Namur por consejo de Farnesio, y se traslada al campamento de Lope de Figueroa, aquel que llevó al Rey las noticias del ahora lejano Lepanto. Los aires del campo, en lugar de favorecerlo, lo empeoran. Lo trasladan a un viejo palomar, someramente aderezado. Su agonía dura dos semanas. Por una decisión de no se sabe de quién, le abren una almorrana y muere a las cuatro horas de una sangría suelta. No es difícil pensar en una muerte asestada y prevista como fue prevista y asestada la de Escobedo, y yo lo sé. Ambos se habían transformado en personajes molestos. ¿Para quién? Para mí desde luego; pero también, y sobre todo, para el Rey. Felipe no estaba ya para murgas si no hacían referencia a Portugal: también yo lo aprendí más de lo que me habría gustado. Las aspiraciones de don Juan habían pasado de la raya: por su ambición y su reiteración constantes. Sus relaciones con Guisa, las exigencias y planes puestos al aire por su secretario: hasta la invasión de España partiendo de un desembarco en Santander, una vez conseguida Inglaterra. Felipe había dejado de necesitar a su hermano, o quizá no lo había necesitado nunca, y aborrecía a Escobedo. Los dos eran irascibles y arrogantes. Y don Juan, desobediente en repetidas ocasiones. Pero, sobre todo, había cumplido ya sus misiones y se había transformado en un estorbo serio. Y demasiado joven.

Como todo esto me afectó tanto de modo personal, hablaré con detenimiento de ello más adelante. Quiero ahora, sin embargo, expresar que no por todos fue sentida la muerte de don Juan, aunque a algunos incluso les causase alegría. Tuve ocasión no directa de leer una carta escrita por Granvela, que no fue nunca santo de mi devoción ni yo de la suya (que, en cualquier caso, no debía de ser mucha porque era un cardenal de la carne), dándole cuenta del fallecimiento de don Juan a la hermana del fallecido Margarita de Parma. Y la carta decía:

«El Rey estaba muy descontento del difunto don Juan y de su conducta, tanto en las galeras como en el gobierno de los Países Bajos, por haber introducido notables cambios y cometido excesos que sobrepasan lo corriente. El príncipe se hacía insoportable; no mostró el menor freno y quería siempre obrar a su antojo. Por lo que advierto, temo que, si aún viviera, hubiese tenido Su Majestad que romper con él: nadie se hubiera quejado de la pérdida.»

Fue enterrado en Namur. Con una comitiva presidida por Alejandro Farnesio, a quien don Juan, en sus últimas voluntades, designaba como su sucesor en el gobierno. El duelo lo representaban las banderas negras del tercio de Lope de Figueroa, las picas arrastrando y los tambores destemplados. Recorrió toda la ciudad antes de llegar a la catedral. Comenzó a las diez de la mañana y se alargó hasta el anochecer. Yo fui informado de todo como si estuviera allí. Y fui también quien sugirió al Rey que convenía esperar un tiempo antes de traer el cadáver a España: cuanto menos se asociase su muerte con la de Escobedo, mejor. Así que el cadáver, embalsamado y revestido con armadura, ornado de gran riqueza y elegancia, bajó a la sepultura. A los cinco meses, sin que yo le comentase nada, cosa que me alarmó, mandó el Rey que el cadáver de su hermano fuese traído a El Escorial.

Entre el día de la apertura de la tumba y el de la salida para España transcurrió un mes de preparativos. El cuerpo se cortó, después de desnudarlo y aromatizarlo, en tres partes -una hasta las ingles y otra hasta las rodillas- para facilitar el transporte por un trayecto que pasaría a través de Francia, gracias a una cédula del Rey Cristianísimo. Las tres partes se pusieron en tres bolsas dentro de un baúl forrado de terciopelo azul. Lo acompañaban setenta personas, encabezadas por el maestro de campo, don Gabriel Niño de Zúñiga, y un séquito formado por los acompañantes y criados de don Juan que así lo habían querido. Pasó por París y llegó a Nantes, donde se embarcó hacia Santander, algo que ya habría emocionado al hidalgo Escobedo, tan montañés en ejercicio, y caminó, por orden real, hasta la abadía de Parracas a cinco leguas de Segovia. A partir de ella se organizó una marcha solemne y brillante, con el patrocinio y la complacencia real; el obispo de Ávila, secretarios, miembros del Consejo de don Juan, alcaldes y alguaciles de corte, capitanes reales, frailes del monasterio de El Escorial y el cerero mayor. El cadáver se había recompuesto y yacía dentro de un ataúd de terciopelo negro, mostrándose todo el cuerpo sin faltar cosa alguna. Encima, una cruz carmesí con clavazón dorado; a la derecha, la espada de don Juan; a la izquierda, el Toisón. Se veló durante la noche antes de partir hacia San Lorenzo el Real. A la mañana siguiente, tras la misa, sobre una litera, emprendieron los restos su último viaje. Lo acompañaban cuatrocientos hombres a caballo. Viajó dos días más la cabalgata: se almorzó el primer día en Villacastín, y pasó la noche en El Espinar. Salían, en los pueblos por donde pasaba, los clérigos locales con la cruz alzada y lo acompañaban hasta la iglesia y 10 disponían sobre un túmulo negro; se rezaba un responso; y al salir del pueblo, la clerecía y las cruces acompañaban la litera.

Recuerdo que, cuando llegamos a San Lorenzo, era domingo. El 27 de mayo a las 7 de la tarde. Salieron los frailes a recibir al difunto y se acercó desde Madrid un grupo muy numeroso de ilustres personajes. Después de la misa mayor pontifical del día siguiente, la congregación del convento bajó a la iglesia donde permanecía el túmulo, y entonó medio responso en canto de órgano y otro medio en canto llano. Luego, el secretario Marín de Gaztelu -una de las personas que, al ser testamentario del Emperador, antes había reconocido la verdadera identidad de don Juan- leyó una cédula de Felipe II.

¡Qué pena que no hubiera estado él allí, precisamente aquel día, con lo que disfrutaba en aquel sitio! La cédula concluía así:

«Os encargamos y mandamos que le recibáis y pongáis en la Iglesia de prestado del Monasterio, en la bóveda que está debajo del altar mayor, donde los demás cuerpos reales, para que esté allí en depósito con ellos hasta que se haya de enterrar y poner en la Iglesia principal, en la parte y lugar que Nos mandaremos señalar. Fecha en Aranjuez, en 19 de mayo de 1579. Yo el Rey.»

Es decir, ocho meses después de fallecer, a don Juan se le otorgaban los honores y el tratamiento reservado a los miembros de la familia real. A esto había aspirado desde el día que supo el secreto de su nacimiento. Lo que se le negó vivo, se le concedía muerto. Siempre hay un tiempo y una manera de justicia. Aunque a veces proceda del matador.

En adelante, es mi deseo narrar otros sucesos, que por otros caminos, nos devolverán al lugar que dejamos.

Juan de Escobedo -hay años en la vida de un hombre en que todos los demás que conoce se llaman Juan- era un buen hombre montañés, con toda la ingenuidad y toda la desconfiada malicia de los buenos hombres montañeses. Nació en Colindres, un bonito pueblo, donde acabó por enterrarse Bárbara Blomberg, la maliciosa, también desconfiada y nada ingenua madre de don Juan. Desde allí fue a la Corte sólo a hacer fortuna. Y la hizo. Comenzó al lado de Éboli y acabó siendo de su mayor confianza. Tanto fue así, que él y yo fuimos testigos de su testamento, y él influyó, junto a Éboli, en mi decisión -en realidad fue la suya- de contraer matrimonio con Juana de Coello. Antes de morir Ruy Gómez de Silva, renunció a un recibimiento que le ofreció el Rey en Madrid y pidió a cambio que se lo cediera a Escobedo, tanto era su afecto. El Rey lo nombró alcalde del castillo de San Felipe y Casas Reales en Santander. Ya podía darse con un canto en los dientes. En aquella tierra construyó un baluarte por seis mil ducados, que se le habían entregado para otros fines, y pidió la fortificación de la Peña del Morro, que defiende la entrada de la bahía. Yo exageré la nota al comunicárselo al Rey, y él se alarmó. Luego suavicé la confidencia de los seis mil ducados pidiendo que se anotara para cuando más conviniese y que se fortificase El Morro. Pero dándole su tenencia a otro. Siempre me ha gustado poner a cada cual en su sitio. Porque a mí me ayudó un poco al principio Escobedo; pero yo, más joven, me alcé antes que él, y me di el gusto de protegerlo en algo. Por mí, y para cumplir su gusto, conseguí que Juan de Soto quedase criticado, y lo situé a él en su lugar de secretario de don Juan de Austria. Por mí, digo, también, porque me convenía para seguir los pasos al siempre quejoso don Juan, que sabe Dios dónde podrían llevarlo, aunque luego acabamos por saberlo todos. Pero Escobedo no me fue muy útil, salvo que yo sí lo supe utilizar, porque casi se enamoró del héroe, o así se lo hizo ver para que confiara en él. Cosa que nos convino de rechazo a mí y a mis útiles curiosidades. Que en este caso eran también las regias.

Escobedo era cualquier cosa menos simpático. Entiéndase que era racial: recio, sincero hasta el insulto, fascinado por decir la verdad, mejor cuanto más dura fuese, y con la vanidad del resentido, que nunca se ve gratificado como debiera. O sea, que nos hicimos, por todo lo que llevo dicho, íntimos amigos. Sin embargo, pertenecíamos a distintos rebaños: a mí me satisfacía la vida; a Escobedo, solamente Escobedo: un tedio, pues, de vida. Por eso don Juan se vio rodeado de gente de esa cuerda, él, que era de otra: de una frágil pero bonita y agradable y engreída hasta el súmmum. También Escobedo le gustó a doña Magdalena de Ulloa, que lo vio serio y enjuto y contenido y buena compañía para su hijo adoptivo. Pero he de reconocer que quien dirigía aquel cotarro era yo. En representación del Rey (bendito sea si es que lo merece, que lo dudo), en la mayor parte de las ocasiones. O quizá no en tantas. Conforme a lo antes dicho, el Rey y yo llamábamos a Escobedo el Verdinegro, por algo bilioso y luctuoso y malhumorado de que hacía ostentación. Presumía, completamente en serio y con certeza, de que, invadida Inglaterra y coronado su señor, él sería un gran lord de aquel reino. Y, aprovechando la circunstancia de que la Reconquista se comenzó por la Montaña, él y don Juan entrarían a la Península por la bahía de Santander, con su Morro y su fortaleza, y por allí vendrían a ganar España entera y a echar a Su Majestad de ella. Decir esto borracho, a unos amigos, es una tontería, pero escribírselo en una carta al secretario del Rey es más que una provocación: es una idiotez. Y él lo hizo.

Yo recuerdo una época en que le dio no sólo por enriquecerse (eso a mi lado era fácil si me suministraba buenos datos), sino por codiciar peldaños nobiliarios, o sea, la ambición del pasiego. Y quería, casi exigía, que le concediésemos un hábito, es decir, hidalguía y una renta, que había solicitado. El Rey, a instancias mías, alargaba la cosa sin dar respuesta alguna. Hasta que él, apoyado por su señor, escribió una carta como para dar respingos: carta que sabía que yo leería al Rey. Aseguraba en ella no entender cómo se le consideraba indigno de la nobleza y, a un tiempo, necesario para don Juan; y añadía que sus merecimientos eran parejos a los de muchos Grandes de España, citando a continuación el oscuro origen de varios de ellos. Y a continuación recibimos otra carta de don Juan. (Cuando hablo en plural, es que me escribían a mí, a conciencia de que yo le enseñaría su escrito al Rey, cortando o agregando, con su permiso bien explícito, lo que me pareciera conveniente para la cuestión de que se tratase.) Yo juraría que esa otra carta la había escrito previamente Escobedo, que era muy literato. Se refería a una circunstancia anterior: Escobedo había pedido dinero para pagas de soldadesca:

«Del crédito no he podido valerme de un real, ni de Vuestra Majestad se fía alguno de la contratación si no es tenido antes el dinero en su mano. Y Vuestra Majestad, contra el parecer y la opinión de todos los que entienden estos negocios, no ha servido para atajar tanto mal y daño.» La deducción estaba clara: él había dado letras sobre el Rey. «Pero aseguradas con la confianza de mi propio nombre y juramento, de que en su hora serán cumplidas.» Y concluía: «En caso de que no contente a Vuestra Majestad, vengan otros criados a tratar lo que queda.»

¿Era Verdinegro o no? Pues bien, la carta aquella de don Juan y su secretario relataba que, para salir las tropas de los Países Bajos, había que pagarlas antes, y que la Hacienda estaba en bancarrota, y que el montañés se las ingenió para arreglarlo todo, cosa que suscitó la admiración de don Juan, que con ello ponía por delante los méritos para el hábito, y suscitó también todas las reticencias del Rey. Éste era el vaivén que todos nos traíamos.

La obsesión de aquellos dos hombres, quizá maltratados, o quizá recíprocamente envanecidos, era la invasión de Inglaterra. Para ello don Juan se entrevistaba de vez en cuando, en fugaces visitas a París, con el propósito de preparar el campo, con los católicos Guisa, primos de la Estuardo. Y mi mérito no era otro que dejar que el Rey abriera los ojos, cosa que haría con gusto al ver la desenvoltura y la frescura con que el montañés manejaba a su señor. Cosa parecida le ocurría al Rey que, considerando a su hermano más ingenuo y menos preparado por la vida, concentraba su hostilidad sobre Escobedo. Y por alguna espita tenía que escapar tanta presión. Cuando supimos en Madrid que, en otoño de 1575, el Verdinegro había ido a Roma para tratar con Gregorio XIV su asunto predilecto, y se desenvolvió con tanta habilidad que el Pontífice quedó arrebatado con él, yo sufrí un síncope. Porque Gregorio XIV era buen amigo mío y me mortificaba que nadie, en España, se interpusiese entre él y yo. Fue a esas alturas cuando, en mi interior, hice rancho aparte con el Verdinegro.

En 1576 vino a Madrid. Yo lo salí a recibir a Alcalá, y olfateé tal supervaloración de él mismo que me aturdió y me irritó a la vez. Venía a encontrarse con varios personajes de muchos cascabeles y a exponer al Rey, en persona, las pretensiones de su amo, que eran el tratamiento de infante, con silla y cortina, y de armas y hombres para la expedición contra Inglaterra. Sin poderlo evitar, recordé «paz con Inglaterra y guerra con todos los demás» de Alba. No obstante, apoyé ante él como pude, sin que se notase que lo hacía de boquilla, tales apetencias, porque ni el Rey ni yo queríamos oponernos abiertamente a este extraño y forzudo fantoche. Yo, porque, entre otras cosas, estaba atado a él por contubernios, negociejos, parlamentos, espionajes y gestiones que más valía que nadie atisbara, y él era muy de echar, en un momento dado, las patas por lo alto. Gracias a Dios, entonces quedó el Rey convencido de que Escobedo era un peligro para la paz del Estado, y de que su hermano se encontraba a punto de serlo si es que no lo era ya.

Cuando aquel otoño amo y señor se afincaron en Flandes, me opuse ciegamente a la pareja. Le decía yo al Rey que accediese a enviarles dinero, porque don Juan habría de sentir en el alma esa falta, pareciéndole desconfianza y olvido; pero que el Verdinegro metería ponzoña y acabarían alanceándonos. De ahí, de esa profecía, salió que Escobedo, al notar las dilaciones regias, comprendiera que algo serio había en Madrid contra ellos, y se presentase de nuevo en la capital en junio de 1577 para cantarnos las cuarenta. A mí me escribía cartas muy amistosas, lo mismo que yo a él. Aunque debo decir que yo y él no éramos los únicos que, en esa Corte, escribíamos lo contrario de lo que pensábamos: tal postura era la más frecuente.

Aquel último viaje de Escobedo fue para forzar -quizá es demasiado gruesa la palabra- al Rey a que pagase las letras que él había garantizado con su juramento y crédito personal. Pero no era eso lo más importante. Don Juan intuía que la paz en Flandes era muy quebradiza y trataba de instar al Rey a que abandonase su postura pacifista. Cuando llegó a Santander el Verdinegro, lo recibí yo antes que nadie y percibí sus propósitos bélicos. Vi en su frente escritos la guerra y el ataque a Inglaterra. Y supe por él que el nuevo nuncio, monseñor Sega, estaba de su parte. El Rey, por indicación mía, leyó dos veces sus papeles. La respuesta se hizo esperar desde junio hasta el otoño: el monarca pensaba. Su manera de pensar fue decirle a Escobedo y al nuncio que sí, y a su embajador en Roma que consiguiese disuadir al Papa, con engaños o amenazas, de apoyar a don Juan, y que mandase callar a su nuncio de una vez para siempre. He de reconocer que en eso el Rey fue mi instrumento, pero un instrumento bien experimentado en la doblez. Fue en esos días cuando comencé a pensar que don Juan había descubierto mi juego y que, como consecuencia, en lugar de abandonarse en mí, nos mandaba su perro, más o menos fiel. Pero los acontecimientos son tozudos: al apoderarse de Namur, la paz se hizo imposible y la guerra quedó planteada por don Juan. Un don Juan que también era tozudo.

Otro propósito de Escobedo y su viaje era, por lo tanto, descubrir mis triunfos en los naipes. Porque en la partida que jugábamos, él y yo éramos tal para cual. Para empezar a discutir, porque el que da primero da dos veces, yo lo acusé de que se había embolsado diez mil escudos de los cuarenta mil que la Señoría de Génova nos había dado a los dos por una negociación. No iba a decirle, claro, que yo también había retenido para mi beneficio casi veinte mil de una partida enviada a don Juan. Pero Escobedo levantó el galillo y le echó la culpa al intermediario Andrés de Prada. Me molestó, porque esas cosas no se dicen. Caía de por sí que, en un punto sobre todo, estábamos de acuerdo: los hechos habían llegado a un extremo tan riguroso que lo mejor era hacer un auto de fe de cartas y papeles que uno del otro teníamos y que a los dos nos dejaban con las vergüenzas al viento. Él era más sincero; yo, más hábil; pero los dos teníamos puntos flacos. Por tanto, de acuerdo, hicimos una gran quema de todas las cartas que teníamos del uno para el otro. Por desgracia, se salvó una larga que yo había escrito a Escobedo cuando decidió el Rey mandar a Flandes a su amo. Y es que no aprendemos nunca. O nunca del todo. El hijo del Verdinegro, uno tenaz y medio estúpido, Pedro Escobedo, la guardó y la presentó a los jueces más tarde, cuando se hizo lo que había que hacer, y en el más inoportuno de los momentos.

Una vez destruidas aquellas pruebas, intuí yo que mi querido enemigo buscaba pruebas nuevas de mis engaños y mi hipocresía, llamémosle mejor simulación que es más elegante, para denunciarme al monarca y hacer méritos ante él. Yo había, con mi cómplice la Princesa de Éboli, comprado y vendido demasiados secretos de Estado, demasiados avisos y jugadas, demasiados juramentos propios y ajenos… De algún modo había que vivir: todo el mundo que era capaz y tenía con qué jugar, jugaba. Para llamar la atención sobre otro lado, como el pájaro que canta lejos de donde tiene el nido, propuse a la Princesa de Éboli preparar y fingir una escena de amor que Escobedo descubriese y se reservase, igual que un as en la manga, como gran acusación, para que, siendo falsa y sabiéndolo el Rey, tiñese de falsedad todo lo que a continuación dijera. Así, la oficina de fructíferos tratos sobre rigurosos secretos estatales quedaría encubierta con la colcha de la cama de la Éboli, mucho más llamativa. Yo, por otra parte y como complemento de mi ayuda, tenía cartas en blanco o semi en blanco firmadas por don Juan y por Escobedo: no en vano había sido su plenipotenciario. Pero al Verdinegro yo lo veía venir con ansiedad de sangre… Y era preciso que esa sangre fuera la suya y no la mía. De morir alguien, que muriera él. Él, por lo menos. Su incontinencia verbal no tenía límite.

La argucia de la cama y la princesa y yo sobre ella no había sido mala; pero Escobedo sí lo era y mucho. Había descubierto nuestro pequeño mercado de papeles monedas y también que no le habíamos dado parte a él. Tenía que tomar mis precauciones: hacerme con las llaves de su casa, enterarme de las señas de su amante y de hasta qué horas estaba con ella. Se trataba de doña Brianda de Guzmán, mujer del castellano de Milán, el desgraciado cornudo don Sancho de Padilla; la visitaba de noche, y regresaba, solo, a las doce o la una de la madrugada. Todo se me volvió peligro. Hacer callar al Verdinegro, según mis dos astrólogos, La Hera y Morgado, no sería posible sino con la muerte. Pero era necesario que contase con la orden del Rey. No sería inalcanzable porque estaba airado y ofendido con Escobedo, tan ambicioso y tan libre en pedir y en amenazar mucho más arriba de lo que le correspondía. Después de un par de sesiones de atizar sus escoceduras, propuse al Rey ejecutar simplemente al secretario. Involucrado el Rey, no tendría ganas, cualquier cosa que sucediese, de seguir tirando de la manta. Con lo que la princesa y yo podríamos dormir tranquilos, y no precisamente debajo de la falsa colcha por mí tejida, sino por separado como siempre lo hicimos. Y cuando digo siempre sé muy bien lo que digo.

Yo expuse, con humildad y fe, al Rey, como si no lo supiese él de antemano, que no siempre las exigencias del gobierno son compatibles con la más afinada justicia. Las razones de Estado hay circunstancias en que autorizan la violencia y hasta el crimen. (La segunda palabra no me gusta.) ¿Sería necesario recordarle la ejecución de Montigny?

–Pero el barón murió después de confesado, y la declaración de los médicos fue de enfermedad natural -replicó Felipe, con razón.

–Ese ideal, sin embargo, nunca se puede conseguir. Si tuviéramos ocasión de que muera ahora mismo el príncipe de Orange, por ejemplo…

–Tal hombre no es católico sino hereje.

–Tiene razón sobrada Vuestra Majestad. Pero hay violentos que han de morir por muerte violenta, y que sea de ellos en la eternidad lo que Dios quiera. Cuando se declara una guerra, pongo por caso, ¿qué sucede? ¿No se procura que los soldados maten el mayor número posible de enemigos? – Me había escurrido un poco-. Estoy hablando de cualquier otro soberano, por supuesto.

–¿No sería preferible prenderlo y no matarlo?

–¿Para que hable, quiere decir Vuestra Majestad?

Decidió consultar con su confesor, el padre Chaves, su capellán de cámara. Y éste me escribió como si yo le hubiese dictado las palabras dictadas por el Rey:

«El príncipe seglar tiene poder sobre la vida de sus súbditos y vasallos. Como se la puede quitar por justa causa y por juicio formado, lo puede hacer sin él, teniendo testigos, pues la orden en lo demás y tela de los juicios es nada para sus leyes: en las cuales, él mismo puede dispensar; y cuando él tenga alguna culpa en proceder sin orden, no la tiene el vasallo que, por su mandato, matase a otro, que también fuese vasallo suyo. Porque se ha de pensar que lo manda con justa causa, como el derecho presume que la hay en todas las acciones del príncipe supremo.»

Si así hablaban los teólogos, yo me pregunté qué dirían los juristas laicos y civiles. Tuve ocasión de saberlo mucho después, qué casualidad, y referida la consulta a mí, en el trance de mi huida de mi cárcel primera:

«Porque si a cualquier particular, conforme a derecho, le es permitido matar a cualquier forajido o bandido a quien la justicia ha condenado y no puede haber a las manos, mucho más lícito le será a Vuestra Majestad mandar ejecutar por cualquier vía su sentencia contra quien anda huido. Suelen usar los príncipes de remedios fuertes y extraordinarios, por ley de buen gobierno, en caso de que por las vías ordinarias no se pueda conseguir el castigo y conviene que se haga.»

Cuánta tranquilidad para el espíritu saber que el Rey siempre buscó una garantía de salvación del alma. Hablo de la suya naturalmente. Yo por mi cuenta, consulté con el marqués de los Vélez, Pedro, el hijo de aquel que tan mal se había llevado con don Juan en Granada. Y me dijo que si se prendía a Escobedo -y Su Majestad estuvo muy cerca de decidirlo-, el señor don Juan recelaría; y si se le dejaba volver a Flandes, se habría perdido todo. Era menester un medio con el que se excusase uno y otro inconvenientes.

–El mejor -agregó- es darle un bocado y acabarlo. Si yo viese a Orange y a Escobedo a la vez en semejante situación -concluyó así-, antes me inclinaría por terminar con el secretario, porque me temo que sea más peligroso.

No tardó Felipe en llamarme un día a El Escorial. Me encerró con él en un cuarto retirado del monasterio, que servía de guardarropa, y me dijo:

–Antonio, yo he considerado mucho tiempo, velando y desvelándome, las negociaciones de mi hermano, o, por mejor decir, de Juan de Escobedo y de Juan de Soto, y el punto a que han reducido sus trazas. Es menester tomar una resolución pronto o no llegaremos a tiempo. No le hallo otro remedio mejor que quitarnos de delante a Juan Escobedo, y así yo me resuelvo en ello y a no fiar a otro que a vos este hecho. Por vuestra fidelidad bien probada y por vuestra industria tan conocida como la fidelidad.

Yo le rogué que pidiese consejo a un tercero, y él me repuso:

–Si lo del tercero es pretexto para no asumir toda la responsabilidad, está bien; pero, si se trata de consultar la resolución, no hace falta porque todo está decidido ya.

Yo insistí e induje al Rey a que consultase al marqués de los Vélez, cuya respuesta yo ya conocía. Confieso que yo me escudé en otros, pero que fui el que empujó al Rey a un callejón sin salida. O con una sola salida. Había martilleado a Su Majestad considerando a Escobedo como inspiración de don Juan, y la actuación de don Juan como un peligro para la nación. Naturalmente el Rey estaba propicio a dejarse engañar. Pero ya hablaríamos de su hermano; ahora correspondía ocuparse del provocador. Sin embargo, el Rey se inclinaba, de acuerdo con Pedro Fajardo, marqués de los Vélez, y conmigo, por la solución incruenta del bocado, cuya técnica yo desconocía. Y, en efecto, no menos de tres veces, incluso alguna más, lo intenté. Esto permitió que, sin mentir ninguno de los dos, yo pudiera decir que el monarca ordenó aquella muerte, y el monarca decir que la muerte se hizo sin ordenarla él. Ninguno de los dos mentiríamos del todo. Como no mentimos, o no lo hicimos nosotros, por lo menos yo, en el asunto del bocado que ulceró y mató a don Juan ni en la lancetada de la almorrana que lo desangró en tan escaso tiempo.

Me acuerdo de don Juan porque el 25 de febrero de 1578 escribe él al Rey, a raíz de su victoria de Glembours, exigiendo que se sometiese aquel país, como siempre, a sangre y fuego. Nosotros ya habíamos tenido la conversación sobre Escobedo, y cuando el Rey me dio a leer la carta de don Juan, yo no hice otra cosa que inclinar la cabeza, un gesto que quería decir quod erat demostrandum.

–Menos mal que los tercios que le mandé a don Juan los manda ahora Alejandro Farnesio, nuestro mejor general. Cuando aquél falte, continuará éste.

El Rey me miró, por unos segundos, casi casi a los ojos.

–Bien pensado, Majestad. Nunca acabaré de admirarlo lo suficiente.

Yo empezaré a preparar mi misión antes de Navidades, con el mayor tiempo posible, sin que el señor don Juan pueda sospechar que el resultado procede de la verdadera causa, sino de alguna venganza u ofensa particular…

En cuanto a esas cuestiones de desvergüenzas y amores con la princesa de Éboli que tanto han cundido…

–Es un acertado pretexto para ocultar lo que conviene. Ni a vos ni a mí nos va nada con la princesa, ¿no es claro?

–Como las luces del sol. – Yo sabía que me estaba interrogando y serenamente contesté otra vez-. Como las luces del sol.

No tardé en recibir un billete secreto:

–Conviene abreviar lo del Verdinegro, no haga algo para que no lleguemos a tiempo de impedirlo. Haceos y daos prisa antes de que él nos mate.

Era una hermosa y deslumbrante prueba de que el Rey no sólo me apoyaba sino que me impelía. Por el camino del veneno, es verdad. Y así lo inicié yo de todo corazón. Pero el hombre propone y Dios dispone.

Encomendé la trama del asunto a mi mayordomo Diego Martínez. Quería que todo se hiciera por mis fidelísimos aragoneses. No sabía yo hasta cuánto me iban a ser fieles más tarde. Por entonces, el duque de Villahermosa me había mandado a un muchacho rubio, Antonio Enríquez, al que dimos en apodar el Ángel Custodio, porque siempre me hacía de escolta y por alguna otra cosilla. Diego le preguntó en secreto si conocía a alguien que pudiera ser cómplice de una muerte en caso necesario. Yo advertí a Diego que era más seguro probar con un bocado o una bebida, ya que aquel a quien estaban destinados comía con frecuencia en nuestra casa. Por otra parte, Enríquez tuvo que ir a Murcia, lugar con huertas y yerbas variadas y abundancia de plantas letales. Diego Martínez y yo vimos el cielo abierto. Le dimos a Enríquez un papel con el nombre de cuatro yerbas eficaces, y entretanto Diego hizo venir de Molina de Aragón a un boticario llamado Muñoz que, con las plantas traídas por Enríquez, una vez destiladas, preparó un brebaje. Muñoz vivía en una casa donde tenían un gallo para experimentar, pero los efectos del brebaje fueron desoladores: cantó más que nunca y más alto. El herbolario era un buen hombre pero un mal asesino. Le pagamos y lo despedimos.

Al enterarse de a quién había que envenenar, se asustaron mis cómplices; sobre todo, cuando les dije que, al día siguiente, Escobedo venía a casa a comer. Hicieron que se lo mandase, más que pedírselo, y así lo hice. el Ángel Custodio se entendió con Diego en el asunto de la paga. Ese día cenó en La Casilla mucha gente conocida, y yo al despachar por la tarde con el monarca, le hice creer que alguien me amenazaba aquella noche. Se trataba de una broma insinuante, pero él con mucho amor, sin enterarse, me hizo prometerle que me acompañaría algún amigo hasta La Casilla. En la comida, cada vez que Escobedo pedía de comer el Ángel se detenía en el antecomedor con su copa, y en ella vertía Diego Ramírez como una avellana de agua mortífera. Lo repitieron así dos o tres veces. Pero el Verdinegro se fue a su casa tan tranquilo. Pasados cuatros días, un viernes, volvió a la carga. Era ya mediados de febrero y esa noche cenamos en mi casa de la calle del Cordón. A cada comensal se le dio una escudilla de nata. En la de Escobedo se añadieron ciertos polvos como de harina. Y, además de los polvos, Martínez añadió algunas cucharadas del agua venenosa. En esta ocasión, el Verdinegro se dolió mucho y vomitó; renunció a seguir cenando y se retiró a su casa. Pero no tardó en mejorar. Por lo cual Diego Martínez entró en contacto con el cocinero de Escobedo y le mandó recomendado al Pícaro, llamado Juan Rubio, un hombre poco escrupuloso que, huyendo de la justicia, se había refugiado entre los marmitones del Rey, es decir, en el mejor burladero. Como el Verdinegro estaba aún indispuesto, le hacían comida aparte al señor de la casa, y el Pícaro le puso polvos de solimán, que le dio mi mayordomo. Escobedo esta vez se agravó. Y notaron el atentado. Y culparon a una esclava morisca, a la que ahorcaron unos días después.

El Rey estaba al tanto de estos intentos, y me decía que era preciso irle dando poco a poco el veneno, que no se podía dar todo de una vez sin que se notase. (A mí me vino a las mientes la muerte del príncipe su hijo.) También comentó, con otra cara, que no era bueno lo sucedido porque quizá la esclava diría lo que se le antojase, y que sería mejor que la ahorcaran cuanto antes. Yo, por disimular, fui a casa de Escobedo para interesarme por la salud del medio envenenado, y me angustié al ver tanta como tenía. Fue cuando me propuse que, de cualquier suerte que fuera, lo imprescindible sería la brevedad y que se acabase aquello de una vez.

–Dejemos lo del veneno porque es fuerza que se haga presto la muerte, ya que conviene al servicio de Su Majestad.

Esas palabras hicieron que se desvaneciesen los escrúpulos de aquellos caballeros. De tal forma que Enríquez fue a Barcelona con una cédula de cien escudos de oro para contratar a alguien capaz y para traer una ballesta de las que suelen usar en Cataluña, pequeña, para matar hombres. Volvió de allí con su hermanastro Miguel Bosque, igual de facineroso que él pero mucho menos angelical. Llegaron el mismo día en que ahorcaban a la morisca y, por las noticias que tuve, no quisieron mirar.

A mí se me ocurrió llamar a un antiguo mayordomo de toda confianza, Juan de Mesa, retirado en Bubierca, en Aragón. Éste ya estaba en Madrid cuando volvieron los dos hermanos acompañados de otro especialista, un duro llamado Insausti, diestro y decidido. Eran, por tanto, seis valientes, que se reunieron y cavilaron en los días siguientes. El último concilio fue en un descampado. Al siguiente día comenzó la ronda del Verdinegro, mientras discutían el modo de liquidarlo. Convinieron que los tres más bragados -Juan Rubio, Miguel Bosque e Insausti- recorrieran los alrededores de la casa del amenazado, mientras que el grupo digamos respetable -Diego Martínez, Juan de Mesa y el Ángel Custodio- harían la guardia en la cercana y populosa plaza de San Juan por si era precisa su ayuda.

Pero yo tenía que guardarme las espaldas. Puesto que la Semana Santa ya había comenzado, me fui a Alcalá de Henares, como solía, con mi mujer y parte de mi casa. Y me alojé en la de Alonso Beltrán, alguacil mayor de la ciudad, que me proporcionaba muy buena protección y mejor tapadera. Coincidió conmigo, si así puede decirse pues lo había invitado yo, Gaspar de Robles, muy amigo de Escobedo, recién llegado de Flandes, y que sería buen testigo a mi favor. Durante todo el tiempo iban y venían correos de Alcalá a El Escorial para dejar muy claro, a mi favor, que nada se hacía en tal trance sin conocerlo el Rey.

–Si esta noche no se hace, no se hará nunca -dijeron los conjurados a Diego Martínez-. Ya estamos hasta la coronilla de acechar.

Era el Lunes de Pascua, 31 de marzo, y yo había insinuado que sonaba la hora de terminarlo todo. Escobedo ese día, hasta que anocheció, estuvo en casa de su amante, no sin antes pasar por el palacio de Ana de Éboli, la princesa. Y hacia las nueve iba a recogerse con su familia. Era Pascua florida y las calles estaban llenas de gente alegre. El Verdinegro iba a caballo, protegido por los suyos y precedido de antorchas. Al atravesar la callejuela del Camarín de Nuestra Señora de la Almudena, cerca ya de su casa, junto a los muros de la iglesia de Santa María, aprovechando un momento en que no había gente, los tres bragados atacaron al grupo. Se formó una confusión y, en ella, Insausti atravesó a Escobedo con su espada. De parte a parte. No hubo más. Ni tuvo tiempo para confesarse. Pero el Rey podía estar tranquilo: acababa de hacerlo el Jueves Santo.

Muy de mañana llegó Juan Rubio a Alcalá. Era el día primero de abril. el Pícaro me tranquilizó. Volvió luego a Madrid, con órdenes muy precisas mías, y con dinero. El 2, salieron de la Corte Rubio y Miguel Bosque camino de Aragón. Antes de llegar a Alcalá se encontraron conmigo, que regresaba a la Corte, pasado ya el descanso, a mi trabajo diario. Di orden a uno de mis gentileshombres de que los acompañara a la posada y los ayudase con un par de mulas. Tenían recursos para cualquier imprevisto, además de lo que yo les di. A Insausti era más difícil cubrirlo. Durante un par de días desapareció de la ciudad. Cuando regresó, fue directamente a casa del hermano de Juan de Mesa, Pedro, que murió sin tardar a Dios gracias, y allí cenaron con Diego Martínez y Antonio Enríquez, y un sobrino de Juan, Gil de Mesa, que desde entonces nunca se ha separado de mi lado, que no intervino en los hechos pero sí en este dictado, pues es él el que lo escribe. Al romper el día salieron de la ciudad. Juan de Mesa, con un papel que le había dado la princesa, como administración de su hacienda, para que si se topaba con alguien de la guardia lo mostrase. Cuando llegó a Bubierca, se encontró allí con Antonio Enríquez, que después de dejar a su hermanastro Bosque en Zaragoza, pretendía volver a Madrid; pero lo disuadieron. Enríquez y el Rubio, el Pícaro, regresaron a Zaragoza, donde habían de esperar a Diego Martínez. E Insausti, tan peligroso, se quedó en casa de los Mesa. De allí se lo llevó Diego también a Zaragoza, donde los recogió el marqués de Villahermosa y los demás nobles y queridos amigos. Allí pues, se reunieron todos, menos Mesa, el más noble y querido de todos. Diego Martínez les traía su paga: una cédula y una carta firmada por Su Majestad de veinte escudos de entretenimiento y títulos de alférez. La fecha de todos esos documentos era el 19 de abril. Juan de Mesa que ya no estaba en edad de alferecías recibió una cadena de oro, cincuenta doblones de a cuatro y una buena taza de plata.

¿Quién le dio la noticia a Su Majestad de lo sucedido? A las pocas horas del hecho recibía una nota de su secretario particular, ese mastuerzo de Mateo Vázquez. Él tenía eficaces agentes en Madrid, que salieron a uña de caballo hacia El Escorial con la buena nueva del asesinato. La reacción de Felipe II la escribió él mismo como posdata a las observaciones que añade al margen de una consulta de Vázquez:

«Hoy procuraré llamaros para ver lo que me habéis enviado. Y fue muy bien lo de enviarme luego lo de Escobedo, que vi en la cama, porque muy poco después vino Diego de Córdoba con la nueva: ha sido muy extraño, y no entiendo qué dirán los alcaldes.»

Su caballerizo, don Diego de Córdoba, cuando yo le pregunté por la reacción del Rey, me dijo que no le displació.

Por mor de unas llaves y unos recados de amor que se encontraron en un arca del Verdinegro, vino en decirse que la muerte era una venganza de cornudo. A mí se llegó a verme a mi casa el alcalde Hernán Velázquez, con mala intención, por si pudiera darle alguna luz sobre el suceso porque no hallaban ninguna.

–Tal vez sea algo de Flandes -le respondí-. O de soldados descontentos. O acaso de mujeres.

Y, en efecto, se hizo mucha inquisición en tal sentido y prendieron a varios extranjeros, flamencos y franceses. La familia del muerto, poniéndose en lo mejor, pensó hasta en el Almirante de Castilla y en el duque de Alba. A eso comentó el Rey ante mí:

–Como no atinan en qué es, no me extraña que den palos de ciego, todos sin fundamento.

Pero lo cierto es que la sabiduría del pueblo, siempre avizor, me señaló sin el menor porqué. Yo, nada más llegar a Madrid, fui a casa del muerto a dar el pésame a su familia, y a decirle que haría con el Rey los mejores oficios que supiera. Así se lo conté a Su Majestad. A los dos días, fui con mi esposa, quien hubo de sufrir la impertinencia de la viuda, que entreveía mi nombre por doquiera. A los tres días del crimen me visitó otra vez el alcalde. Deseaba hablar con mi huésped entonces Gaspar de Robles, con quien había coincidido en Alcalá. Tal acción era una locura, porque acababa de llegar de Flandes y era el que menos podría saber algo de enjundia. Y a la vuelta de mi tercer pésame a la familia, me encontré con García de Arce, yerno de aquel alcalde, que me habló con cierto retintín de las llaves de Escobedo y de sus billetes amorosos. Y de repente, mirando hacia el techo, agregó que, como amigo mío también y no sólo de Escobedo, se creía en la obligación de decirme lo que había escuchado a su viuda: que sospechaba del mejor amigo que su marido había tenido nunca.

–No sé quién sería su mejor amigo.

Juan de Escobedo era muy suyo -comenté.

El Rey y yo pudimos respirar cuando los intervinientes en el acto fueron poniéndose a salvo. Pero por poco tiempo. ¿Quién podía taparle la boca a todos esos bravucones? Yo creo que ese tipo de gente, cuando hace un crimen es sobre todo para poder contarlo, y, siendo cosa del Rey, miel sobre hojuelas. Lo cierto es que Insausti era el que más me preocupaba, hasta que murió poco después. Estaría de Dios, qué le vamos a hacer. Aunque no nos dejó malos herederos. Miguel Bosque se ahogó; pero Antonio Enríquez, su hermano, tan ángel de la guarda, dijo que fue de veneno. Yo podría jurar por lo más santo que personalmente no intervine en semejante muerte. Juan Rubio era menos terrible: volvió más tarde a España, y anduvo por Aragón en paz, hasta que los Mesa, unos santos, lo acogieron en Bubierca. El peor era Enríquez, vaya con el Ángel Custodio que nos habíamos echado. Se cansó de Italia y vino dispuesto a sacarnos los ojos a la princesa de Éboli y a mí: tres en total, claro. Pero se tropezó con los Escobedo, o quizá era a los que venía buscando, que fueron mejores postores y que, no sé por qué, ya lo seguían. Yo supe que había estado en Aragón y mandé allí al alférez Chinchilla, para que lo acabase: se trataba de una legítima defensa. Mas lo que consiguió fue echarlo a Lérida, donde se hizo con un salvoconducto para Madrid. Lo cierto es que los rubios, en mi opinión, no han sido nunca gente de fiar. Bueno, ni los morenos.

Para cada persona existen años trascendentales. Tratándose de Felipe II, hubo varios en su vida. El 78 fue significativo: como si Dios le siseara. Le nació, por fin, el hijo varón que habría de sucederle, para desgracia universal. Murió en Alcazalquivir su sobrino don Sebastián, uno de los más afectados de la familia por la reiteración de las fusiones de las mismas sangres, planteando la sucesión de Portugal: éramos pocos y parió la abuela; y, sobre todo, murió don Juan de Austria: el Rey sabía que iba a morir, y yo también, pero no tuve arte ni parte en esa defunción, aunque me la temía. Y temía también que me iba a salpicar, pero no creí que tanto. Cuando el Rey comprendió su propia culpa, quiso castigar al culpable, que era, según él, yo. Tardó dieciséis meses, y lo hizo sólo a medias. Con mucho más ruido que nueces, aunque bastantes de ellas me dieron en los ojos. Ayudas tuvo el Rey para ello. Por ejemplo, la del deficiente clérigo y astrólogo Pedro de La Hera, que me denunció en un horóscopo hecho ante la viuda del Verdinegro. Y allí estaba el cerdo de Mateo Vázquez, quien, como Dios, andaba por doquiera, y lo contó, como un rumor, al Rey. Doce años después, casi día por día, y pasada una semana desde que me dieran tormento, declararon ante el cabrón jurídico de Rodrigo Vázquez de Arce, Bartolomé de La Hera, hermano del astrólogo, y Andrés Morgado, hermano de Rodrigo, qué nombrecito más intimidador, el otro astrólogo de las narices mías. Llovía sobre mojado. Y declararon que, en octubre de 1583, yo había invitado a cenar a Pedro de La Hera, y para confortarle el corazón del que sufría, le di unos polvos de mi famosa piedra bezoar: una gentileza por mi parte. Fue a su casa y se sintió indispuesto; se acostó; al día siguiente, por bondad, fui a verlo. Tenía calentura y había echado sangre por la boca. Yo le di unas llaves a mi mayordomo, Diego Martínez, que me acompañaba, para que me trajera de la casa una copa de quintaesencia, cuya receta era de frailes franciscanos, junto a unos polvos que estarían al lado. Se lo di a tomar, insistiendo, porque el enfermo estaba desganado. Dijo su hermano, ante el juez, que era tan fuerte la bebida que una gota caída sobre un lienzo lo agujereó. La verdad es que el astrólogo, que además no profetizó su muerte, expiró aquella noche. Por cierto, sin que el cadáver se enfriara: sería un mal cadáver.

En cuanto a Morgado, contó que, cuando se supo que La Hera se moría, Baltasar Álamo de Barrientos, hijo de Juan, amigo y maestro mío, montó en la posta hasta Valladolid, donde estaba Rodrigo Morgado, con el que yo había tenido unas palabras y, para no dejarle sin blanca, lo mandé allí donde se liquidaba un pleito mío. Andaba, por lo visto, enfermo, y murió a los tres días. Por descontado, añadió Andrés, su hermano, testigo falso ante el juez, que murió de un veneno asestado por mi mayordomo. Una atroz mentira. Murió de tabardillo, tratado por un médico con sanguijuelas y vendas sajadas y un caldo con huevos. Salvo que eso se llame también veneno ahora.

El caso es que el astrólogo de La Hera se merecía lo malo que yo hiciese porque me vendió a los Escobedo, paisanos y amigos suyos. Y me vendió a mí, que lo protegía no por sucias razones, sino para que le dieran la mayordomía de la Artillería de Burgos, que la tenía pedida. No pudo disfrutarla, pero a mí me hizo daño como si me hubiese disparado toda esa artillería, porque ahí empezó mi persecución. El joven Escobedo, que no era tan imbécil y que quería al dinero mucho más que a su padre, le escribió al Rey atribuyendo su orfandad a una intriga en relación con Flandes. Y pidiendo dinero para pagar «las muchísimas deudas» de su progenitor. La madre, doña Constanza, fue más expedita: desde el primer momento planteó contra mí su acusación. Aconsejada, faltaría más, por Mateo Vázquez, ese gordo y ruin secretario al que la princesa y yo llamábamos Perro Moro, en correspondencia al sobrenombre del Portugués, con el que él y su gentuza me conocían a mí, no sé por qué, aunque luego caí en que quizá fuese porque sabían la paternidad de Ruy Gómez de Silva, al que todos llamaban, en vida, Rey Gómez.

Lo de Perro Moro tenía razón de ser. Era, muy poco menos, de mi edad. En Argel, su madre, cautiva, dio a luz de un padre ocasional. Aunque años después, para restaurar el honor familiar él mandó hacer una información. Según la cual su madre era doña Isabel de Luciano, y su padre un tal Sanambrosino de Leca, gentecilla de Córcega. Lo cierto es que esa Isabel de Luciano era idéntica a una Isabel Pérez, que había sido criada del canónigo sevillano Diego Vázquez de Alderete, que adoptó a Mateo como paje y lo ayudó -y supongo que algo más- en vida y lo situó en muerte. Lo colocaron con don Diego de Espinosa, de quien ya hemos hablado muchas veces y mal, presidente entonces de la Casa de Contratación de Sevilla, y luego cardenal, y luego presidente de la Suprema de la Inquisición, y luego presidente del Consejo de Castilla, y luego casi nada, y luego nada. Perdió la gracia real y eso allí lo era todo, si lo sabré yo bien. Pero su secretario Mateo Vázquez fue mencionado al Rey. Por lo que se verá que era el sujeto tenía que gustarle, porque se reducía a ser lo contrario que yo. Y lo llevó a una de las secretarías de Estado durante dieciocho años, que se dice muy pronto.

Él y yo compartimos la confianza de Su Majestad. Yo por mi ingenio, mi rapidez, mi conocimiento de los grandes negocios y mi seducción tan persuasiva: tenemos que ser justos antes que humildes. Él, por su escasa inteligencia, su paciencia, su estudio melindroso, su orden y ser un lameculos. Se comprende que yo tuviese un absoluto ascendente sobre el Rey: fui su privado y abusé quizá un poco. El Mateo Vargas, carente de cualquier imaginación e inalterable, le duró hasta la muerte, hijo de la gran puta. Era un hipócrita servil, un soplón, un acechacortinas; lo sabía todo porque todos le decían lo que sabían fiados en su sigilo: sólo se lo contaba todo al Rey, para el que vivía, comía y se dedicaba en alma y vida. Y porque nada era malo o reprobable si se trataba del servicio regio. El Perro Moro se dedicaba sólo a ensalzar al Rey y a hundirme a mí. Por eso en esta ocasión vio el cielo abierto. Y escribió cartas y billetes con su juicio apestoso y su apestosa redacción. Era un mediocre, conocido por todos aquellos a quienes nadie conocía. Fue, durante mucho, la peana por la que se adora al santo; pero no una peana enjoyada, brillante, esbelta y, por lo menos, negociadora, sino mediocre, enana y triste. En su breviario de cura maloliente, dejó escritas unas Consideraciones. Yo leí algunas, un día que se olvidó el libro en su mesilla. Recuerdo la mejor:

«Los designios de los Reyes deben abrasar la garganta de los que los rebelan.»

Quizá por estar de acuerdo, aunque no totalmente, me fue tan mal a mí, a pesar de tener como sello propio mío un Minotauro silencioso metido en un espeso laberinto. Lo del laberinto sí es bien cierto: nunca he salido de él. Y el Perro era además, como podía esperarse, nepotista: prefería a su hermana y a sus dos maridos y a sus sobrinos mocosos. Y cuando se murió ella, recomendó a Jerónimo Gasol, que yo creo que era su marido más que el de la hermana. Cómo sería que, al morir, sólo dejó cuarenta mil ducados. Guardar tantos secretos y tan bien tiene esas graves consecuencias: no se guarda otra cosa.

Pero el Perro Moro no estaba solo. Al llegar a Madrid se hizo ebolista; mas cuando fue ya secretario, como yo manejaba aquel grupo, él se hizo tradicionalista y conservador, como Alba: era más natural. Y fue entonces cuando empezó a perjudicarme con eficacia verdadera. Consiguió ascender a puestos altos a dos enemigos míos hasta la muerte en el sentido más exacto: el conde de Barajas y el conde de Chinchón; a mí nunca me gustaron tales pueblos cercanos a Madrid. El grupito que rodeaba a esa peana perra mora era, entero, de segunda fila; pero muy eficiente para la maldad. Los Toledo eran los principales, descendientes de un tesorero de Enrique IV, Agustín Álvarez de Toledo, letrado y del Consejo del Rey y Pedro Núñez de Toledo, clérigo que me odiaba y que trataba con el nuncio, pero de balde y mucho menos que yo como sabido era. Hablando con el Rey yo los llamaba «los hermanos gobernadores del mundo y de las vidas», y le contaba:

–Todos los aborrecen como al Diablo, salvo las viudas y los criados del comedor. Y el bocón, que es el clérigo, piensa que sabe más que el mundo, y todo lo gobierna: hace obispos, provee plazas, de ninguno dice bien, y el día de mañana proveerá también reinos. Debe Su Majestad andar con ojo.

El Rey se sonreía. Pensando en otra cosa: debí darme cuenta.

Aparte de esos dos marimandones, en el grupito había bastantes más, unos con cargos importantes y otros no. Pero todos con una conducta social bien acreditada, bien decente, bien chapados a la antigua, frente a mis fiestas, mis pajes y mis pajas y mis dulces escándalos. Cómo será la cosa que el Perro Moro, en vista de una sequía terrible que tenía los campos sin gota de agua, la atribuyó a los pecados de cierto ministro, sobre cuya inmoralidad corrían muchas hablillas por la Corte. Y añadió que quizá habría que hacer una información secreta para remediarlo. Esos documentos que manaron de su sucia mano fueron inmediatos a lo del Verdinegro, y hablaban, no se dudó, de mí. Yo, culpable de seguir: hace falta valor.

Al morir Diego de Vargas, comendador que tenía la secretaría de Italia, se la pidió al Rey el marqués de los Vélez para mí. Parece que se la otorgaba. Y luego, porque le pareció convenir a su servicio -siempre se contradecía así-, se la dio a Gabriel de Zayas, y a mí me compensó con el oficio que él tenía. No se alargaba el Rey, no se alargaba. Bueno, no más quiero contar, para probarlo, que unas horas antes de mandarme a paseo, pero preso, me escribió una notita:

«Dad prisa a lo de la secretaría de Italia, que mucho lo quería tener acabado antes de que venga esta noche Granela, que ya ha desembarcado, y más por concluir luego lo otro.»

Buenas palabras, timidez, cobardía, no quedar mal, para quedar luego peor, mientras estuviera delante aquel al que había mandado cortarle la cabeza. Un ejemplo, cuando pidieron para mí la secretaría de Italia («Vería si fuera cosa que conviene»), ocurrió enseguida la muerte y las primeras acusaciones contra mí: una ocasión que ni pintada para darme el oficio. Bien, pues cuando volvió a pedírsela para mí el cardenal de Toledo, Gaspar de Quiroga, dijo que «ni al secretario le está bien ni a mí me conviene dárselo». Pronto amanecía, y yo sin enterarme. Y todo por el maldito conde de Chinchón, hechura del Perro Moro que se opuso en el Consejo. Lo odié. Pero el Rey no se atrevía nunca a llevar, en persona, la contraria.

Las acusaciones de los Escobedo contra mí no eran cosas de viudas y de huérfanos: venían del circulito del Perro Moro, que me tenía un odio mortal, provocado por la envidia incomprensiva. Yo, seguro que estaba, me quejé de esos conciliábulos al Rey, a poco más de una semana de lo del Verdinegro. El Rey lo sabía ya. Y por eso le dije que me hiciera mercedes para acabar con la maledicencia; si él me seguía dando pruebas de gracia, nadie me acusaría. En un largo billete, cuya copia conservo, se lo escribí:

«Por eso he deseado, señor, muestras externas para el mundo y los amigos; que, de las internas, Vuestra Majestad me tiene favorecido más de lo que merezco. Y por eso mismo deseo, más que por otro ningún interés, que la merced de Vuestra Majestad en este negocio fuese muy llena; porque en esto se hará de ver el favor y gracia de Vuestra Majestad, y se reprimirán con ello mis enemigos.»

Exactamente igual que yo, y en todo, pensaba doña Ana de Mendoza, la Princesa de Éboli. Pero el Rey contestó, sin dar ninguna prueba, que en algo se tenía que ocupar a los que yo consideraba conspiradores, y que me tenían envidia por lo mucho que mi Rey me favorecía. Mira tú qué manera de salirse por la tangente, sin tener ni una consideración.

El Perro Moro, aparte de su círculo, actuaba directamente con el Rey. Preparó sus entrevistas con los alcaldes de casa y Corte y otra personal con Hernán Velázquez, alcalde también, a solas, para preguntarle qué era lo que había averiguado de ese terrible asesinato. Y eso que sólo había pasado una semana. El 12 de abril el Perro Moro le escribe al Rey una carta que es ya una acusación en regla contra mí y contra la Princesa y una incitación urgente a que el Rey hiciese la justicia «que ya exigía el pueblo». Un pueblo que se reducía a la familia Escobedo con un par de jueces detrás y a un grupo anticuado de la Corte, al que encabezaba un secretario enemigo y celoso. Y ahí estaba Su Majestad, puesto en un brete, sin saber cómo comprometerse menos y cómo quedar bien, relativamente mal, con las dos partes. Hay que pensar que, para los que están cerca de Dios, no existen ni el tiempo ni la prisa y todo se detiene. Hoy sé que, por entonces, el Rey tramaba ya la muerte de su hermano don Juan, para la que yo, un poco ya gastado, no le servía. La prueba de cuanto digo es que tuvo los santos atributos de mandarme la carta del Perro Moro. Como para amenazarme, como para enseñarme que era él, en cualquier caso e hiciera lo que hiciese, quien tenía la sartén por el mango. Y motivó el envío: para que lo comunicase al marqués de los Vélez y para que viese y ordenase lo que habría que responder. Yo he publicado la minuta de la respuesta a Mateo Vázquez que, de acuerdo con los Vélez, envié al Rey, y que él corrigió a su modo. Le decía:

«Que Vuestra Majestad sabe lo que ha pasado; que no lo puede decir a su pesar; y que es muy diferente de lo que Vázquez cuenta aunque cree Vuestra Majestad que el que lo hizo tuvo harta causa forzosa para hacerlo, por lo que más vale no hacer caso de lo que dicen por ahí los que no saben.»

Eso cortó en seco el asunto. De momento.

Porque yo he llegado a la conclusión, si bien más tarde, de que lo que el Rey perseguía era enzarzarnos en una pelea, cuanto más fiera y escandalosa mejor, al Perro Moro y al Portugués, para que atrajera, como un pararrayos, la atención del público que tan dado es a competiciones y riñas de perros y de gallos. La gente está demasiado hecha a guerras y a batallas de ejércitos, y prefiere ver una buena pelea entre dos conocidos. Y si hay muerte por medio, mejor y Dios la ampare. Y si hay una mujer bajo cuerda, muchísimo más gozo. Y si la mujer es princesa, tuerta y famosa, ya es el desiderátum… De nuestra pelea habló muy pronto toda España. Y de que, cuando nos encontrábamos por palacio, él me saludada con el bonete y yo no me desprendía de mi gorra, y el Rey tuvo que amonestarme, y así los embajadores contaban a sus representados esta disputa de gorras y bonetes. Sobre todo porque, al de la gorra, se lo consideraba un títere en manos de una hembra, que lo manejaba y lo movía a su antojo. Bueno era, sobre todo para el Rey, que todos creyesen que la muerte de Escobedo la había hecho Antonio Pérez por orden y a satisfacción de la Éboli. Qué duro es a veces darse cuenta de que, en la mayor estupidez, hay un leve resquicio de razón. La prueba es que, con frecuencia o a diario, yo recibía cartas de doña Ana con una histérica irritación contra el Perro Moro y con un ligero presentimiento de que mi estrella se ponía ante el Rey por culpa del repugnante y pestilente secretario. Creo que de esto se dio cuenta ella antes que yo. No me extraña: para los malos olores las mujeres siempre tienen un olfato más fino.

Movidos por el oscuro círculo del Perro, los Escobedo seguían mandando memoriales al Rey. Me llamó para consultarme, o quizá sólo para decirme que la solución debía darla Pazos, el obispo presidente del Consejo, después de oír a los de esa familia. Yo le repliqué que no me parecía mal, siempre que se dejase de lado a la Princesa que, «como él sabía», nada tenía que ver con el negocio y es lo que se acostumbra en semejantes casos, aunque la mujer no sea de mucha calidad. Y que ninguno de los ejecutores había sido cazado: me ocupé yo de ello. Y que yo me sacrificaría, si fuese necesario, incluso yéndome de España. Con alguna merced, por descontado. Y fue entonces cuando vi claro algo: que exactamente lo más lejos del deseo del Rey era que yo me fuese. Porque había perdido la confianza en mí. Tan sencillamente como lo estoy diciendo. Y prefería tenerme al alcance de su mano. Y preso a ser posible. De hecho se reunieron, con el presidente Pazos, Pedro Escobedo y Mateo Vázquez. Y yo me descompuse. Mandé una nota al Rey:

«Si esto se sufre, y lo sufre Vuestra Majestad, venga Dios y véalo. Que mis enemigos se junten y me acaben: con eso me contento.»

Reconozco que me anticipé un pelo. Porque Pazos estaba de parte de quien tenía que estar, y les dijo:

–Su Majestad está decidido a hacer justicia; pero mírense mucho de acusar a una señora tan alta y a un secretario del Rey sin tener pruebas seguras. Yo he de afirmar que creo en que los dos son inocentes.

Escobedo el mayor dio palabra de no reiterar la acusación por él y por su madre y hermanos.

–Aunque es natural que los acusadores sigamos buscando pruebas, aunque contradigan la seguridad del presidente -añadió.

Y sucedió tal cual como lo dijo.

Estoy hablando del mes de abril del año siguiente al del asesinato (por llamarlo de una manera vulgar), cuando don Juan ya había muerto también, y yo ya sospechaba de qué y cómo. Estaba a punto de llegar su cadáver y recibir las honras. El hijo de Escobedo había dado palabra; pero su familia cántabra, no. Y ahora reclamaban justicia otros deudos. Pazos les pidió, para dilatar el asunto, las acusaciones por escrito, las mandaron corriendo, y a su vez a mí Pazos, con una nota:

–Vea vuestra merced qué preñadas palabras son éstas y el énfasis que tienen. Créame que fue un letrado quien las escribió, porque el texto no es de hombres de montaña.

Y nombró un juez especial para «los echadizos», con lo cual se terminó el tema. Y desde entonces, de momento, el Perro Moro apartó la familia de Escobedo, estoy seguro de que por orden del Rey, no por su gusto. Entre otras razones, porque iba a llegar el segundo muerto, don Juan, y no quería que asociase nadie una cosa con otra. El Rey era absoluto, lento, vacilante, desentendido, taimado, hipócrita, pero no tonto. O no absolutamente.

Y fue entonces cuando la batalla de secretarios llegó a la mayor virulencia. El hijo de Escobedo, inducido por Vázquez, qué negro Perro el moro, me esperaba con hombres disfrazados y amenazadores cada noche. Me presionaba la Princesa y me empujaba a retarlo ante el Rey, a quien ella tenía la costumbre de faltar al respeto. Precisamente a Escobedo le había dicho:

–Prefiero el trasero de Antonio Pérez al Rey todo y entero. Y al Rey:

–Eche su majestad al Perro Moro que tiene sentado en su secretaría.

Cosas que el Rey nunca iba a perdonarle. Y menos ahora, que se encontraba oprimido por uno y otro lado: una postura incómoda. Por el lado de Vázquez, se le sugerían las medidas que debería tomar en contra mía. Y, por el otro lado, la Princesa se desataba en impertinencias que el Rey no olvidaría y que lo llevarían, con alguna otra cosa que diré, a provocar su muerte civil, pese al duque de Pastrana, hijo de ambos, y al duque de Medinasidonia, yerno de ella, que jamás supe por qué quería tanto; porque, aparte de los atunes, no tenía ni la menor idea de nada, salvo estar casado con una hija de la Princesa. Yo creo que el Rey, a ambas partes, nos repetía las mismas palabras y nos hacía las mismas promesas. Promesas que jamás pensó cumplir. Aunque luego cumpliera sin pensarlo. Se sobreentiende que sólo las de Vázquez.

Cuántas noches me habré despertado preguntándome por qué obraba el Rey así. Nunca por buena fe, me he respondido, sino por disimulo y cautela. Buscaba llamar la atención de todos sobre mí. Quería quedar bien incluso ante sus ojos, a pesar de haber dado la orden de matar a don Juan, de lo que se arrepentía demasiado tarde. Me odiaba, porque entendió que todo había sido por mi culpa. Deseaba que desapareciera de su vista; pero no quería apartarme de su lado por temor a que hablara. Es decir, se contradecía y meditaba: qué peligro. Y, de momento, se asesoraba con el dominico padre Chaves, y provocaba la caída del marqués de los Vélez, del fiel y anciano y afectuoso y paternal marqués de los Vélez, que se volvió a su tierra roto, vencido, y escribió su pésame desilusionado, dispuesto a bien morir… Cuando yo comuniqué su muerte al Rey, él me escribió su pésame:

–Yo pierdo mucho, y espero que vos no tanto, porque yo no faltaré y de esto estad seguro. Y tened buen ánimo de ese dolor y pena, que bien podéis pues me tenéis a mí.

Nunca he leído unas palabras más falaces y escritas además con la intención de que quien las lea se dé cuenta de que lo son. Aunque le quepa una ligera duda. Lo que es peor aún.

Yo me atrevía a aconsejarle que proveyese pronto el puesto que el marqués dejó vacante, mayordomo de la Reina doña Ana.

–Id pensando en los que podrán ser -me respondía-, que hasta ahora no he pensado en ninguno.

Otra mentira: lo tenía pensado. Se trataba de mi mortal enemigo, el íntimo del Perro, el conde de Barajas. Ya no pude dudar del soberano: tuve que estar seguro. Tampoco de mi suerte: mucha, pero toda mala. Y sospeché que los papeles recogidos, a la orden de Felipe, por Andrés de Prada tenían algo que ver con todo esto. Porque de esos papeles emanaba la inocencia de don Juan. Y su frivolidad también, y su ambición, y su tontería. Pero sobre todo, su absoluta inocencia. Yo había creado un enemigo en él que era yo, para que el Rey se sintiese protegido por mí, amparado y defendido por mí, y me sobrevalorase y me necesitase. Y ahora yo era el culpable de su culpa. Y estaba conmigo la carta en que escribe a un amigo, que también era yo, su dolor verdadero, hondo y sencillo, por la muerte de Escobedo, por una muerte que sabe que le han dado tan sólo por servirle a él, a su amo. Y la otra carta, recogida por Prada, en que a su primer secretario, al que yo calumnié para que desapareciera, a Juan de Soto, muy poco antes de morir, le escribe como un niño, pidiéndole que vaya a los Países Bajos y le haga compañía… Supe que el Rey tomaría venganza en mí por la muerte de don Juan, pese a ser él quien la ordenó. Aunque fui yo el que le dio motivos, el que movió su corazón en contra de aquel simple inocente.

Fue al año justo de la muerte de Escobedo, el 30 de marzo de 1579, cuando el Rey escribe al cardenal Granvela, con sesenta y dos años y retirado en Roma, una carta mandándole que embarque en las galeras de Doria y venga:

«Porque yo tengo más necesidad de vuestra persona y de que me ayudéis al trabajo y cuidado de los negocios… Y me he resuelto por la confianza que hago de vos y del amor y celo que siempre me habéis servido, a llamaros y encargaros que toméis y hagáis este trabajo por mi servicio… Cuanto más presto esto fuere, tanto más me holgaré de ello.»

El pretexto era que los médicos lo encontraban mayor y fatigado, y le prohibían leer y escribir, y necesitaba alguien que le ayudara en la totalidad de sus trabajos. La realidad era que quería inaugurar otra política con una persona que no perteneciese a ninguno de los dos partidos, ni al del Perro ni al mío, los dos en baja: el de los ebolistas, sin el marqués de los Vélez y yo de capa caída; el de Alba, con su duque desterrado en Uceda. Mi camino a la privanza única y absoluta se había ido a pique. Lo noté en la expresión con que me miraba la Princesa. Granvela era mi amigo, pero eso no importaba. Apenas llegase -y era yo quien había preparado aquella carta- dejaría de serlo. Al día siguiente, 31 de marzo, el presidente Pazos contaba al Rey los llantos de mi casa, mis ilusiones rotas, las de mi esposa y de mis hijos. Y las de la hembra, como llamaban siempre a la Princesa por costumbre, que había soñado con que llegase su hora de hacer y deshacer.

Perdida la gracia regia, fue entonces cuando deseé marcharme de España.

Por primera vez me sentía triste; me sentía responsable y castigado. Y la gente me veía taciturno y extraño y muy mohíno. Escribí al Rey:

«Yo huiría de la pesadumbre de aquí si pudiese, y no habría menester más para hacerlo que la gracia de Vuestra Majestad.»

Me contestó:

«De lo de salir vos de aquí no hay que tratar: ni me lo digáis más ni convendría.»

Yo sé que, suelto, aunque nada me propusiese, sería para el Rey -y él tenía conciencia- un peligro mortal. Él no me retenía por afecto, sino por temor del uso que pudiese hacer de los secretos comunes. Antes de lo de Granvela, ya me habría ido con unas pequeñas mercedes o ventajas. He mencionado, por ejemplo, la secretaría de Italia o la embajada de Venecia. Pazos intermedió entre él y yo:

–Se quiere ir. De cuantas mercedes podríais hacerle, la mejor sería licencia para irse. Habiéndose de quedar, sería con honrarle y hacerle mercedes. Y me ha dicho que, si de aquí sale, de palacio, sin irse fuera, se irá a tierra de la hembra, y que ella le dará allí tres o cuatro mil ducados. Y sé que, si se le diera plaza de consejero en el Consejo de Italia, como la que tiene el de Chinchón con merced de renta, también se aquietaría.

A este ultimátum, Felipe respondió que necesitaba un tiempo para confesar y comulgar, si sería taimado:

–He de pedir a Dios que me alumbre y me encamine, para tomar, pasada la Pascua, la resolución que más convenga a su servicio y al descargo de mi conciencia y al bien de los negocios.

Entonces estaba yo llevando toda la tramitación de la sucesión del trono en Portugal: algo demasiado grave y complejo como para trasladarlo de pronto y con eficacia a otro secretario… Por eso mi decisión de irme al día siguiente de la carta a Granvela era tan firme como dificultosa. Y la respuesta del Rey a Pazos fue, como siempre, un aplazamiento, un dar sin abrir la mano, palabras huecas, ganar tiempo para que llegue quien tiene que llegar. Y que él me eche… Yo fui su más íntimo colaborador. Ahora era su íntima amenaza; y lejos, más aún. Y ni siquiera yo estaba seguro de que quisiera irme de verdad, o fingía para obligarle a que me regalase y me favoreciera… Por eso perdía el sueño. Y, porque tenía razón, comencé a odiarlo.

La Princesa de Éboli abrió al caño de sus intemperancias tras un brevísimo periodo de calma aparente en el que, a una carta mía que pretendía desvirtuar la gestión de los Escobedo, y pedía audiencias, el Rey me contestó que no convenía que lo viera:

–No llevamos buen camino en este negocio ni por él podrá hacerse cosa buena… Y la hubiera habido y estuviese olvidado si vos hubieseis guardado silencio como os lo escribí y dije más de una vez.

El soberano mandó al cardenal Quiroga a hablar con doña Ana. Su respuesta fue una carta muy agria en la que reprochaba al monarca consentir que se nos deshonrase a mí y a ella:

«Mis enemigos van diciendo que basta entrar en esta casa para perder la gracia del Rey, y que Antonio mató por mi respeto, porque tiene tales obligaciones con mi casa que, cuanto yo le pidiera, está obligado a hacerlo… Muchas veces estoy a punto de perder el juicio, sino que la desvergüenza de ese Perro Moro me lo hace recobrar… Y si alguien no me venga de él, le haré de dar de puñaladas delante de Su Majestad.»

Las intervenciones del pobre padre Chaves fueron inútiles. Pareció que alguien iba a decir por fin la verdad, fray Hernando del Castillo, un dominico intachable, ilustre y conocedor de muchos secretos. A Mateo Vázquez le escribió una prolongada carta que concluía:

«Los mismos que oyen, y hablan y oyen, suelen hacer a dos manos y servir de espías dobles por ganar gracias de ambas partes.»

Y él mismo osó escribirle al Rey:

«De nadie estoy tan escandalizado como de Vuestra Majestad, cuya autoridad y cristiandad es y ha de ser para estorbar semejantes cosas y proveer que no pasen a más. Y pues las sabe y entiende, no sé ni veo ni entiendo yo con qué conciencia disimula el castigo y el remedio; sino que creo lo que otras veces he dicho: que muchos demonios se han soltado para hacer su oficio, que es poner discordias y sustentarlas.»

Pero la voz del fraile no fue oída por nadie. Ni por el Rey. Y la Princesa escribía cartas amenazadoras e insultantes a diestro y siniestro, firmadas, contra quienes me atacaban. Todo era confusión. Todo era un griterío silencioso.

El Rey, en apariencia, tenía conmigo una relación normal. Viajábamos a Aranjuez o a Toledo. En El Escorial hablamos por última vez, aunque entonces no lo imaginábamos. Yo al menos. Y, como si hubiese resucitado los viejos sentimientos, me prometió la embajada de Venecia. Luego llamó a Pazos para comunicárselo. El cardenal Quiroga, al llegar desde Toledo -era el día 25- se enteró y, alborozado, se lo comunicó a la Éboli. Al día siguiente, cayó sobre Madrid, de 8 a 9 de la noche, una tempestad de granizo, la mayor que yo recuerdo haber visto jamás. Yo me estremecí, porque el pedrisco, según la astrología, anuncia desgracia para los que están en las alturas. Con razón Quiroga y la Princesa no creyeron, a pesar de todo, el ofrecimiento de la embajada: porque el Rey, lo sabían, quería a Antonio presente más que ausente. Pero se equivocaban en la causa: no era el cariño, sino el miedo. El 28 de aquel mes de julio, llegó Granvela a Madrid. Y la noche del mismo día, sin esperar una hora más, fuimos detenidos la Princesa y yo. No sin una última burla del monarca. Porque después de saludar al cardenal Granvela, que llegaba rendido del viaje, fui a despachar con el monarca. A las 10 de la noche, todavía recibía un billete suyo.

«Los paquetes de Italia os los devuelvo, y en ellos lo que se ha de hacer; con los de Portugal me quedo porque no los he visto. Vuestro particular quedará despachado antes de que me parta, a lo menos en lo que es de mi parte.»

Dudé por un segundo: ¿era «mi particular» el nombramiento de embajador? No tuve que dudar mucho tiempo. A las once llamó a mi puerta Álvaro García de Toledo, el Alcalde de Corte. A la misma hora se presentaba, en casa de doña Ana, don Rodrigo Manuel de Villena, capitán de la guardia española del Rey. Lo acompañaba el Almirante de Castilla.

Yo estaba recién acostado. Tuvieron, de turbado, que ayudar a vestirme. Y me llevaron detenido a casa del alcalde. A la Princesa, que no se lo creía, le indicaron las tres mujeres que la podían acompañar, designadas por el propio Rey. Y se las llevaron a las cuatro, a la Torre de Pinto. Toda España creyó que había tenido razón desde el principio: éramos amantes, el Rey rabiaba de celos, triunfaba la moralidad. Nadie nos había sorprendido en la cama. O sí aquella noche; pero a cada uno en la suya. Quizá el Rey, desde el atrio de la iglesia de Santa María, habría sonreído de incógnito bajo el embozo de la capa. O no, porque ya en julio no la lleva nadie. Aunque dicen que la venganza parece que da frío. Si es así, el Perro Moro debía de estar temblando.

Es necesario reconocer ahora que doña Ana de Mendoza y de la Cerda, Princesa de Éboli, y yo no sólo teníamos negocios en Flandes y en Italia. Llamo negocios a nuestras intrigas, que daban trabajo de toda clase a mucha gente, mantenían en tensión a otra y nos entretenían a nosotros, surtiéndonos de posibilidades sin las que ni ella ni yo hubiésemos podido mantener la vida que vivíamos. De pronto, se nos vino a las manos, con la muerte del Rey don Sebastián (impotente y misógino, que quiso engrandecerse con una estúpida guerra contra los moros de África, llevando a su ejército al matadero de Alcazalquivir), con su muerte, digo, nos encontramos con una probable buena fuente de ingresos. La sucesión de Portugal se presentaba, un poco para bastantes, a manejos productivos.

De todos los aspirantes, no estaba mal situado el Rey Felipe pero se alzaba en contra suya la antipatía que siempre tuvo Portugal a la unidad con España. Por eso, antes de usar la fuerza, utilizó recursos diplomáticos, es decir, corruptores. Estaba, pues, al nivel y al alcance míos y de la Princesa. El Rey utilizó hasta a Teresa de Jesús, que escribió al arzobispo de Évora una carta de las suyas, santa, interesándose por la candidatura de Felipe II, que por ser el más fuerte era el que peor caía a los portugueses. Y es curioso que sus enjuagues, buenos por ser reales, los llevara su mejor consejero, o sea, yo. Tuve una actividad primordial en ese pleito tan complicado, junto a otros personajes: el Cardenal-Infante, la regente doña Catalina, la gruesa tía del Rey, Antonio el prior de Crato, el inteligente amigo mío don Cristóbal de Moura, el pelmazo duque de Alba ya muy mayor pero igual de preocupado siempre por sus ejércitos, que esta vez utilizó sólo para pasearlos, el duque de Osuna, la presencia póstuma del príncipe de Éboli, López de Almeida, Gabriel de Zayas… Pero yo actué como nunca: atinado, modesto, cauteloso y hábil. Y mis consejos se aceptaban sin ninguna excepción. Aún hoy, si se leen los documentos, nada hará sospechar que yo tuviese, en esa sucesión, espléndidas perspectivas personales. Y mucho menos que acometiera maniobras beneficiosas para la Princesa y para mí.

El desastre de Alcazalquivir fue provocado indirectamente por el Rey en una entrevista que tuvo con el joven Rey Sebastián en el monasterio de Guadalupe. Allí, tratando de disuadirlo, lo alentaba a no hacerle caso y demostrar su hombría. De ahí que pensara, después de oír a su sobrino y a sus locos proyectos lo que le oí decir.

–Vaya enhorabuena ese muchacho. Si venciere, buen yerno tendremos. Si fuera vencido, buen reino nos vendrá.

De ahí que mirara todo el asunto con toda frialdad. Y que no se decidiera a incoar la boda de don Sebastián con su hija Isabel Clara Eugenia, ante el riesgo de una impotencia, o de una muerte prematura, o de una empresa descabellada que fue lo que ocurrió. Recuerdo que la noticia del desastre de Alcazalquivir llegó a El Escorial el 13 de agosto, nueve días después del acontecimiento. El Rey se retiró un día entero a meditar. Conmigo, por supuesto, aunque nadie lo sepa. Luego marchó a Madrid a pasear por sus jardines para ver qué podía y convenía hacerse a favor del joven guerrero, su sobrino. Y decidió que no había nada que hacer, sino ponerse la corona. Todos sus consejeros lo dijeron así. Esa unidad de la Península era aconsejable por tres razones, convencionales y ciertas a la vez: permitiría mayor seguridad y prosperidad en ambos reinos; fortalecería a la Iglesia católica, cosa que había que decir en cualquier caso; y los dos reinos juntos combatirían mejor al enemigo protestante…

El Rey de España comenzó, acto seguido, una ofensiva de paz para ganarse la simpatía de los sectores portugueses más influyentes. Estableció una Junta portuguesa que aunara los esfuerzos, y se decidió a no perder el tiempo con distracciones más lejanas, ya en la geografía ya en la historia. El que heredaba la Corona, el Rey Cardenal Enrique, caquéctico y epiléptico, podría y debería morirse en cualquier instante: los trámites urgían. Los primeros conversos a la idea fueron los jesuitas y las demás órdenes militantes, convencidas de que España ofrecía las mejores condiciones de promover su causa. Luego los comerciantes de Lisboa, de Setúbal y Oporto, mirando a la colaboración de España en sus faenas del Lejano Oriente. Y, una vez comprado el apoyo de varias familias nobles, con el dinero que se les dio para rescatar a sus miembros, unos ochocientos, que quedaron presos de los moros, la oposición estaba ya vencida. O eso creía el Rey.

A la sucesión concurrieron un rebaño de nietos, bisnietos y demás familia de Manuel I el Afortunado, cuya afortunada sombra se extendía aún sobre todo el reino. El primero fue el mencionado don Enrique, tío abuelo del muerto, pero sus condiciones de salud y de estado eclesiástico lo transformaban en un corto interino. Detrás de él seguían… Para dejarlo dicho de una vez, don Felipe Rey de España, que tenía un currículum espléndido aunque reiterativo. Era no sólo nieto de don Manuel I, por su madre Isabel, además tía segunda suya por parte de madre, sino viudo de una nieta del mismo Rey, su primera esposa, de la que era a la vez doble primo, y cuñado y primo de don Juan, padre de don Sebastián, y, en fin, dos veces tío del tontamente muerto. Por otro lado estaba doña Catalina, duquesa de Braganza, hija de don Duarte, tío de don Manuel; don Antonio, prior de Grato, compañero en la batalla, listo como una ardilla o eso creí yo entonces, hijo ilegítimo de don Luis, a su vez hijo de don Manuel, y de una judía, Violante Gomes, llamada la Pelicana por haber encanecido de joven, por cierto a favor de su belleza; Alberto Ranucio de Parma, hijo de Alejandro Farnesio (el tío, no el sobrino) y nieto de María, hija también de don Duarte, etc.

Algo tenía en contra Felipe II: descender por línea femenina siendo así que la Braganza era heredera por conducto viril. En cuanto a don Antonio de Grato, la ilegitimidad y la mitad de la sangre judía, que parecían ponerlo en mala posición, caían bien al pueblo portugués, fácil de arrebatar por un compañero de armas de su mito, digno de ser compadecido, apresado por los matadores, preferido de los judíos del dinero, y del bajo clero, que contaba con extraordinaria influencia. Felipe, pues, se encontró de frente con Antonio de Grato. Creyó que ése era su único rival, aunque muy fuerte, que le hizo emplear las armas y no lo dejó vivir tranquilo hasta que se murió. Creo yo que dos Antonios le amargamos muchas noches al Habsburgo: aquél le hizo gastar algo de sangre; pero yo, mucho oro. Felipe tenía en contra la desconfianza portuguesa ante su poderío y su política absorbente, que podría transformar a Portugal en un satélite de España, siendo como era tan universal y con un sentido de nacionalidad muy fuerte, motivado y sustantivo. Por eso el Rey se vio obligado, en el fondo, a conquistar Portugal aun sin darlo a entender.

Los demás pretendientes, incluyendo a Alberto Ranucio; a Manuel Filiberto de Saboya, hijo de Carlos de Saboya y de Beatriz, hija de don Manuel; y a Catalina de Médicis, no tenían más que remotísimas posibilidades de éxito, y sólo concurrieron a la partida para amenazar de jaque al Rey de España y obtener por su retirada alguna merced que valiera la pena. La lucha se entabló sólo entre la duquesa de Braganza, el prior y el monarca español. Por lo que hace a Antonio de Grato, escribió a su amigo el duque de Medinasidonia, yerno de la Éboli, comunicándole que estaba vivo pero prisionero y pidiéndole dinero para su rescate. El duque se lo envió al punto: nunca fue ni medio inteligente y, por tanto, pasaba por ser buena persona. En cuanto al Rey Felipe, aparte de sus derechos, llevaba mucho tiempo pendiente de la nación vecina. Sabía que su cuñado Juan había muerto de una diabetes complicada con los excesos de la prolongada luna de miel con la absolutamente gélida, por lo menos después, doña Juana de Habsburgo, que se volvió a Castilla dejando a su hijo de unos meses educado por regentes incapaces, y recogió a su sobrino don Carlos, tan desgraciado y trastornado como su hijo, aunque de diversa manera. O sea, un recogepelotas.

Ahora debo decir mi papel en todo esto. Intuía la gente mi alianza en negocios con la Princesa de Éboli. Ella siempre quiso entroncar con los Braganza. Y, de cualquier enlace así, yo era el tercero, porque me parecía más familiar que ningún otro, dado el origen de mi verdadero padre. En una carta de agosto del 79, justo un mes después de la prisión de la Princesa y mía, Pedro Núñez de Toledo le escribió a Mateo Vázquez, el Perro Moro, diciéndole:

«En gran secreto me han dicho que la verdadera causa de la prisión de esa gente es que la Jezabel (así llamaban ellos a la Éboli) trata de casar a un hijo suyo con la hija de Braganza y que, con esta ocasión, el Portugués (que era yo) le hacía amistad hasta darle la cifra y otras cositas de por casa, de manera que tiemblan las carnes al oírlo… Ayer me dijeron un discurso tan largo, como de aquí a Roma, sobre aquel casamiento de Éboli y Braganza del que era tercero el caballero portugués. Dios les tenga en su mano, que ayer dijo el confesor Chaves a mi hermano que tenía más trabajos que a Dios pidieron.»

Pero en esta circunstancia el círculo infernal se equivocaba: hubo otros más listos que dieron en la diana. Por una relación entre un capellán del Rey, Juan de Bolonia, y el cardenal Farnesio, se descubrió que la verdadera e importante boda no era de un hijo de la Princesa, sino de una hija con un hijo de los Braganza, cosa aún más peligrosa para el Rey. Y que la Princesa, ilustrada por mi minucioso conocimiento de la situación, avisaba a su futura consuegra de todos los detalles del proceso, que por mi mediación bien conocía. Entonces no deseaba pensar, pero hubo días en que estuve seguro de ello: que la prisión de la Princesa y la mía, aunque muy deseadas, se produjeron en tal momento por estas circunstancias. Hay pruebas que lo cantan. El presidente Pazos, una tarde, me habló así:

–No son las desobediencias ni insolencias con el Rey lo que éste castiga en la Princesa: esas ofensas se resuelven por vía de desdén; son otros atrevimientos que deben castigarse, como delito, por justicia.

Y la fecha de mi detención, que se aplazaba, coincidió por esta razón con la de la Princesa. El Perro Moro tuvo en esto otra vez la culpa, hasta por una delación equivocada, porque el Rey estaba distraído por mí y mirando a otras partes.

Hay una prueba más: aparte de las explicaciones que el Rey dio a la Grandeza mas próxima a la Éboli, concretamente a los duques de Medisasidonia e Infantado, cuando la detuvo y la encerró, se lo comunicó, de forma sorprendente para los no enterados, a su representante en Lisboa, don Cristóbal de Moura. Y no por sus relaciones en Portugal, nación de su esposa, sino por haber metido la nariz en el asunto de la sucesión y «para evitar daños mayores». El Rey no era lelo sino tardo, y, en este caso, mal informado en principio, porque tenía que ser yo el informador y no lo informé. Pero, una vez enterado de la posible boda, quiso resolver el asunto con la misma contundencia que el de Flandes: hablo de don Juan y de su secretario el Verdinegro.

Yo, antes de que me hablara de ello la Princesa, supe cuánta ilusión le hacía ser reina madre en Portugal. Sonriendo le pregunté una noche si no sería bonito añadir a su escudo algunas quinas, como las del portugués. Ella se echó a reír; pero esa misma noche, un poco más tarde, hablando con Francisco de Mendoza, hermano de Mondéjar, y con Alonso de Mendoza, señor de Cubas y de Griñón, lanzó un gran suspiro, echada hacia atrás la cabeza, mirando casi al techo, y soltó:

–Qué gran cansancio es el de estarse los señores toda la vida en señores.

–¿A qué se refiere vuestra excelencia? – preguntó don Francisco sin entender palabra. Yo afiné mi oído.

–Porque me enfada ver siempre señores y nunca reyes a mi alrededor.