Días antes le he dictado mi testamento y mi protesta, más o menos sincera, de catolicismo: creo que me he pasado en ella, qué le vamos a hacer: no quiero que a mis hijos les compliquen la vida. En esa protesta, Gil ha imitado mi letra y la ha firmado. No lo habría hecho yo mejor. En realidad, Gil me ha tenido siempre de su mano, así que no me extraña. Los Mesa y yo somos parientes, si es que yo soy pariente de alguien todavía. Él es de los Mesa de Bubierca: los mejores. Baja ahora la cabeza avergonzado. Tendrá unos cuarenta años, y es muy moreno y bien formado. No muy alto, pero sabe crecerse si hace falta. Es extremoso en todo; pero, más que en cualquier otra cosa, en la fidelidad. Sin él, no sé qué habría sido de mí: de lo que le dicto se deducirá. Es, como ningún otro, un hombre de recursos; extraordinario y casi milagroso. Dios, si es que existe, lo bendiga… Nunca en mi vida me he sentido tan triste -y cuidado que he tenido ocasiones- como un día en que pensé que Gil me traicionaba. Fue porque un espía portugués hijo de puta, Tinoco, inventó que Gil quería, harto de Francia, hacer la paz con el Rey de Castilla, y no la haría sin prestarle el servicio de venderme. Ganas me dieron de entregarme yo; pero pensé que si lo hacia él, la recompensa iba a ser grande y ése sería mi pago por tanta abnegación… Ahora mismo él me mira con sus ojos tan negros; deja un momento de escribir; cruza el índice y el pulgar y se los besa… Lo sé, Gil de Mesa, lo sé hoy, pero el día más triste aquel en que dudaba… Escríbelo, por Dios.
No miremos atrás en esa dirección. Vamos adonde vamos. Sé, como nadie, de qué está hecho el pedestal de las estatuas: de abusos, sangre, llanto y muertes, unos; de soberbia, desprecios y avidez, otros; de negación a la vida, los demás. Cuando la primera obligación de un ser vivo es vivir a toda costa, con todas sus fatales consecuencias, buenas o malas, y también con el Hermoso riesgo de la felicidad, tan pasajero y tan intransferible. Todo lo que se oponga a la vida, libre en su tránsito, efímera, iluminada o tenebrosa, todo eso será lo opuesto a lo bueno. A lo que Dios, si es que creó la vida, nos ordena. No conozco otra ética ni otra religión; no más teología que ésa… En estos papeles tengo que ser sincero: sólo para eso los escribo o los dicto. He estado demasiado cerca del poder, de cualquiera, como para creer en él. Lo he tenido; me ha manchado las manos; he hurgado en sus entrañas; me salpicó los vestidos más caros, que son los que debe uno ponerse cuando se va a hacer el daño verdadero… No creo en la generosidad del poderoso; sin embargo, no he deseado en mi vida otra cosa que serlo.
Antes de enumerar las fuentes de las que he bebido cuanto sé, que son muchas y no limpias todas, diré de qué fuente procedo yo. Mi padre fue Gonzalo Pérez. Hidalgo, pero de un linaje de judíos conversos de Monreal de Ariza, en Aragón. Estudió en Salamanca antes de entrar en la Cancillería del Emperador Carlos, en tiempos de Alonso de Valdés, y de seguir allí con don Francisco de los Cobos. El Emperador lo apreciaba hasta el punto de concederle el privilegio de Caballero dorado con escudo de armas; pero mi padre no era hombre de guerras. Se hizo clérigo, supongo -y por qué no decirlo-, en busca de beneficios eclesiásticos siempre más productivos e inmediatos: la milicia no cobra, por eso se sublevan los ejércitos. Y obtuvo esos beneficios en Italia y España. Cuando yo nací, ya había recibido las órdenes mayores. Mi madre entiendo que fue doña Juana Escobar, natural de Torrejón de Velasco. Yo me crié en Val de Concha, aldea de Pastrana, en el señorío de Éboli. A los doce años, mi padre me envió a estudiar a Alcalá, y después a Lovaina, Venecia, Padua y Salamanca. Quien me llevó a la Corte… Ya hablaremos de eso.
Aprendí en aquellas ciudades algún idioma, algunas formas de relacionarme con habilidad y don de gentes, y unas costumbres que me dieron la posibilidad de gozar de la vida de un modo refulgente y alegre. Cuando regresé a España fue como si una mano apagara las luces de las antorchas, o cerrara las ventanas que dan al mediodía. España era un país belicoso y enjuto; Castilla, un granero que daba escalofríos, habitado por gentes que miraban a los demás como si fueran todos conversos de conveniencia y ellos cristianos viejos, lo cual era un buen título para no trabajar y estarse mano sobre mano esperando el maná, que habría de descender del alto cielo.
Desde 1543 mi padre había pasado a ser secretario del Príncipe, el futuro Felipe II, cuando el Emperador, que siempre estaba fuera, le confió la regencia de los reinos de España. Desde entonces no se separó de él, y lo acompañó a la frontera portuguesa en busca de la infanta María Manuela, su primera esposa, y a las Cortes de Monzón y hasta a Bruselas, cuando abdicó el Emperador en días sonoros que presencié yo cerca de él. Porque -mi padre lo dijo- cuando se tiene la oportunidad de ver pasar el rastro de la Historia, hay que estar bien atento lo más cerca posible. Yo ya tenía dieciséis años; quizá algo más, porque muy pronto empecé a rebajarme la edad: consideraba que los días que había vivido en Pastrana no habían sido vividos; que todo comenzó fuera de las fronteras de Castilla, cuando vi amanecer y amanecí yo mismo en las estremecidas y palpitantes ciudades italianas, de más libres costumbres, reidoras y siempre juveniles y llenas de la urgencia y el placer de estar vivo.
Aquí (aún digo aquí cuando pienso en Castilla) confundimos la alegría con la irresponsabilidad, y la virilidad, con el desabrimiento y la hirsutez. Aquí el humor -que ayuda a vivir, por lo menos, tanto como la religión- es también negro, igual que la raza castellana de gallinas. Y nuestro demonio familiar no es el de la rijosidad ni el de la soberbia, sino el de la envidia, o sea, la tristeza por el bien ajeno; de ahí que no haya ningún alegre envidioso ni ningún envidioso alegre: en el pecado llevamos la penitencia.
Acaso el origen de tanta tiniebla española esté en la religiosidad con antojeras que nos separó de todos los demás. El catolicismo rígido -con sus penitencias, sus sacrificios y sus valles de lágrimas- consiguió que amargásemos a medio mundo y procurásemos quemar al otro medio; pero, más que a nadie, nos amargó a nosotros. A nuestro concepto de religión como trampa infinita, como desdén de esta vida en función de la otra, unas veces fomentado por la Iglesia, y otras por los gobernantes, le debemos habernos pasado guerreando toda la Historia: la vida como una milicia. Contra los arrianos, contra los moros, contra los judíos, contra los herejes, contra los turcos, contra los indios… Un espanto. Porque vivir es, de momento, decir que sí a este mundo. Tan importante es esta vida, hasta para los ultratumbistas, que sólo ella puede comprar la hipotética otra. Sin libertad aquí, no hay ni cielo ni infierno ni gloria que las valga en otra parte. Si no se cumple el primer compromiso -vivir en donde estamos- difícilmente se nos ofrecerá otra oportunidad después. Y los españoles somos propensos a huir de la realidad hostil en lugar de cambiarla. Por abajo, huimos con la picaresca; por arriba, con la mística. La solución es no ser como somos. Porque, más que a vivir, aspiramos a sobrevivir, en el sentido material o en el espiritual. Y eso no es nada bueno.
España, cuando me la volví a encontrar, era igual que una amenaza, oscura y triste. Hasta el idioma, al volver, me sonaba a hierro y a un siseante mandato de callar, y supe que esa sensación la tuvo este país desde muy atrás, en contraste con los árabes que se bañaban con naturalidad y se vestían de colores brillantes. La Historia había cambiado nombres, Reyes y dinastías; pero la gente siguió siendo la misma, con una pobreza altanera, envidiosa, rencorosa y huidiza, con un temor absurdo al gozo de la carne y una permanente preocupación del qué dirán y por lo que sucediera de tejas para arriba, siendo así que tienen los pies sobre la tierra y no disfrutan de otra posesión más segura, y más fugaz también, que su cuerpo, donde han de habitar fruición y esperanza, esa virtud, la única que respeto, que tiene cortas piernas, pero lleva tras sí a todas las demás y con la lengua fuera jadeando.
Todo cuanto voy a relatar en estos desordenados recuerdos, cuyo contenido dicto según me viene el aire a la cabeza, es verdadero. Lo sé no sólo porque lo he visto y comprobado, sino porque, lo que no he visto, me ha llegado de fuentes fehacientes. Mi padre conservó copia de los documentos y de las decisiones en que intervino, bajo el Emperador y bajo el Príncipe que fue Rey; había escuchado y anotado con meticulosidad de hormiga que esperaba que llegase su hora, la hora en que las cigarras dejaran de chirriar sin motivo, las confidencias de Alonso de Valdés y de Cobos, los acompañantes más continuos del Emperador, ante los que se manifestaba como un hombre satisfecho o inquieto, sin necesidad de fingir. Y había vivido el desamor del Príncipe Felipe por su mujer, la gorda portuguesa: a tal punto que el Emperador tuvo que intervenir para que frecuentara el dormitorio del que debía salir el heredero. Y su desamor también por María Tudor, la inglesa con la que debió casarse su padre: vieja, desvencijada, católica hasta el tuétano, tía segunda suya como hija de Catalina, la menor de los descendientes de los Reyes Católicos, y que tenía embarazos sicológicos o sólo inventados, porque era estéril lo mismo que una mula, a pesar de estar enamorada como una loca de un príncipe del Sur, rubio, joven, de gruesos labios y piernas bien formadas, maldito sea por siempre.
Y me ha ayudado a saber cuanto sé mi propia información, mi meticulosa copia de las notas del Rey, su confianza en mí más que en persona alguna, el eco de sus preocupaciones y sus destemplanzas durante tantos años… Y no sólo eso, sino mi afición a leer la Historia en los documentos que comenzaron a depositarse en el Castillo de Simancas, transformado por el Rey en Archivo de todo aquel país. Durante su reinado no se hizo sólo El Escorial; se efectuaron las obras más importantes de acomodación y distribución del Archivo real, con los informes favorables de Juan de Herrera y de Gaspar de Vega, que yo leía y resumía y trasladaba a Su Majestad. Y me ocupaba de que los documentos, con el pretexto de su selección y orden, pasaran por mis manos, donde permanecían las copias de los más importantes. Y todo está en la actualidad conmigo. Sigo siendo el poseedor único de los testimonios más trascendentales de la Historia de España. Nadie crea que exagero. Siempre he gozado de un olfato perfecto para saber por dónde va a dejar sus huellas antes de que las deje, y por dónde ha pasado con posterioridad.
Porque, en efecto, todo viene de atrás, de muy atrás. Pero sólo me referiré a lo que tiene algo que ver con lo que en sustancia deseo contar aquí.
Cambió en Castilla la dinastía un par de veces; pero no las avaricias de los nobles, ni los embrollos por conseguir la presa más valiosa, ni los largos inviernos en los que se aburrían aguardando que llegara el verano para asaltar alpinas de judíos o meterse en los terrenos ricos del Sur, donde los árabes trabajaban constantes, cosechaban sus frutos, tañían sus instrumentos y cantaban… Cambió por vez primera; pero los Trastámara entraron como resultado de un adulterio continuado -el de Alfonso XI con Leonor de Guzmán, la hermosa viuda que le dio ocho hijos varones y una hembra- y de un fratricidio -el de Enrique-. Él mató, con la ayuda de los franceses (pagada, por supuesto, menudos son), a su hermano, el Rey legítimo, Pedro I, a quien enseguida unos llamaron el Justiciero y otros el Cruel. No; los Trastámara ni entraron ni salieron con buen pie. Era una familia desequilibrada cuando llegó, o quizá antes: brutal, violenta y voluptuosa, con alguna excepción, quizá una sola: Fernando el de Antequera. Por si eso fuera poco, el fratricida tuvo que tapar bocas, llenar manos, hacer muchos favores para calmar las interesadas rebeldías. Los Reyes de aquel tiempo eran como los de éste, pero algo menos fuertes y un poco peor organizados: imagináoslos, pobres de ellos. Enrique II el de las Mercedes llevaba escrito su destino y el de sus sucesores en mitad de la frente, como un cuerno. Las dádivas alborotaron el gallinero de los Grandes del Reino; les dieron alas a quienes no las tuvieron hasta entonces. Hubo de contar con los recién crecidos: los más listos impacientes, los que no habían tenido hasta entonces nada o muy poco y los advenedizos. Como él mismo. Porque había demostrado que hay muy distintas formas de llegar a ser Rey: no basta sólo haber nacido de otro Rey y una Reina; la ambición también ciñe coronas.
Los primeros Trastámara se pasaron luchando los reinados enteros. Solían morir con herederos demasiado jóvenes, y las minoridades son tan peligrosas… La de Enrique III, por ejemplo: un pobre niño enfermo. Su padre murió cuando él tenía once años. El Doliente lo llamaron. Fue el primero en llevar el título de Príncipe de Asturias, por destacarlo de algún modo. A los ocho años lo casaron con Catalina de Lancaster, hija de Juan de Gante, y nieta, por parte de su madre Constanza, de aquel Pedro I de Castilla y de María de Padilla, la embrujadora sevillana, por la que había dejado a doña Blanca de Bordón dos días después de la boda, y a doña Juana de Castro en su casa de Cuéllar la misma noche, y acaso a doña María Coronel.
Se juntaron en aquel niño las dos dinastías enemigas: a ver si así podía ponerse punto final a ese hiato de la historia castellana. Aquel matrimonio tuvo que ratificarse por la escasa edad de los contrayentes. Se llevó el gato al agua un arzobispo de Toledo, como siempre. El de entonces se llamaba Pedro Tenorio. Y ocultó la muerte de Juan I hasta que Enrique fue reconocido; y el testamento real, hasta formar a su antojo un Consejo de Regencia según las leyes de Partidas, que ya no se llevaban. El invento no salió bien, y la regencia fue como una representación de las Cortes: ningún noble quiso dejar su sitio libre.
Entonces el arzobispo sacó el testamento del Rey y se lió Roma con Santiago. Todos ellos tuvieron que enfrentarse, aparte de unos contra otros, juntos, con el problema de un arcediano de Écija, que provocó, con sus predicaciones, motines contra los judíos. Es decir, lo de siempre: Castilla odia a quien tiene dinero o bienes porque se lo trabaja. O a los que, conforme a la ley, heredan tronos o noblezas o tierras. Castilla es una palestra en la que todos guerrean con todos. Y hay quien, como Enrique III, posee un ideal cristiano y quiere realizarlo luchando contra los moros. Un ideal provechoso: la guerra era lo único que unía a los castellanos. Sólo relativamente, claro: lo que los unía de verdad era la codicia, pero sólo hasta que llegaba la hora del reparto. El ideal cristiano del joven Rey tuvo que esperar a que se terminaran las matanzas judías y a que se concluyera el cisma de los Papas y a que agotasen de momento las guerras con Portugal. O sea, a que cesaran los habituales entretenimientos que no cesaron de verdad nunca del todo.
No obstante, Castilla asomó las narices hasta el mar. Una escuadra destruyó Tetuán en 1400. Y dos franceses, Bethancour y Lasalle, tomaron posesión en nombre castellano de las Islas Canarias principales. Y, lo que es más curioso, preocupado aquel Rey por los avances de los turcos también, mandó al Gran Tamerlán dos embajadas: una a Angora, que volvió cargada de regalos, y otra después, la de González de Clavijo, que asistió a la muerte del Tamerlán, en el otro extremo del mundo, al que llegó a uña de caballo una vez apeado de un barco en Constantinopla. Y luego, de otro en Trebisonda. Hasta Samarkanda, que dijo por escrito que era bella y azul. Y tuvo el valor de regresar a que el Rey lo recibiera en Alcalá de Henares para nombrarlo conde de Clavijo… Qué inverosímil entusiasmo.
Cuando murió Enrique III, dejó un niño de un año, que reinó largo tiempo. Heredó Castilla, las guerras nobiliarias, el cisma de la Iglesia en que intentó influir puesto que uno de los Papas cismáticos era Benedicto XIII, de España; y sobre todo recibió un soplo renacentista y bienoliente. Se le llamó el amador de toda gentileza. Su minoridad fue tranquila. En el testamento del padre se encomendó la regencia a su madre y a su tío, el infante don Fernando. Éste sí que luchó contra los moros, y puso una bisagra en la difícil puerta de la Reconquista. Se apoderó, contra los españoles y los de Fez y los de Tremecén, de la gran Antequera. Tan importante hazaña le dio el nombre. No se entendía con su cuñada inglesa, que era más bien cargante. Se dividieron las tareas: a él le tocó la guerra contra el Sur; a ella, contra la nobleza.
La nobleza, que esta vez admiraba, le ofreció al infante Fernando la corona de Castilla, pero no la aceptó. Y, como si la Providencia estuviese de él pendiente, en el Compromiso de Caspe, le ofrecieron, o le vendieron, la Corona de Aragón. El infante era hijo de Leonor de Aragón; pero estaba también casado, por fortuna, con la fortuna de Leonor de Alburquerque, útil en aquel compromiso, en el que el dinero no estuvo descansando ni un momento, por mucho que san Vicente Ferrer, el milagrero, alardease de limpieza.
La Reina Catalina estaba asesorada por una favorita, Isabel Torres. Y, por descontado, por otro arzobispo de Toledo, esta vez Sancho de Rojas, que inició una política no portuguesa sino aragonesa: los Trastámara ocupaban ambos tronos. Casó a Alfonso, el mayor de los hijos del de Antequera, con María, la hermana de Juan II el reyecito, y a éste, de trece años, con su prima María de Aragón, hermana de ese Alfonso y tarada perdida. Se murió, inoportuna como siempre, la Reina madre. Y se armó otra gresca con la regencia. Hasta que el arzobispo, de Toledo naturalmente, decidió declarar mayor de edad al Rey con catorce años. Pero a su lado había aparecido tiempo ha, por designio divino, un doncel real: don Álvaro de Luna, hijo bastardo del señor de Cañete y de una mujer de conducta más que ligera, María Fernández de Jaraba, alias la Cañeta. Tenía quince años más que el Rey. Fue su valido y mucho más. Era protegido y sobrino, cómo no, de otro arzobispo de Toledo, don Pedro de Luna, y más lejanamente del antipapa Benedicto XIII, Luna también, recién instalado en Peñíscola y, a la vez, en sus trece.
A este doncel lo acercan al Rey cuando éste cumplía tres añitos; y lo acercaron tanto que dormía cada noche en una cama a los pies de la regia. Se convirtió en su ídolo; ganó, con toda razón, su voluntad; decía y hacía con gracia cuanto hacía y decía. Eran la uña y la carne; sobre todo la carne, cuando el niño llegó a la pubertad. Distraía al Rey cantando y tañendo y haciendo poesías. Eran tan inseparables que don Álvaro sólo se ausentó de la Corte un par de veces: para visitar, por supuesto, al arzobispo de Toledo, su tío, una; para acompañar a la hermana del Rey a su boda aragonesa, otra. Y en las dos el Rey inmediatamente lo mandó regresar. La Reina Catalina de Lancaster y su asesora Isabel Torres decidieron casar a don Álvaro, al observar las tendencias del joven don Juan, con una dama llamada Constanza Barba: supongo que el apellido no contenía mala intención. Álvaro no puso inconvenientes; el Rey, sí. Cuando tuvo trece años, en unas justas con motivo de sus bodas reales, don Álvaro fue herido en la cabeza. El Rey perdió la suya: hizo mucho más caso del herido que de su prima y esposa… Pero por esa época, en contra de la total influencia de don Álvaro, aparecen en Castilla los tres infantes de Aragón, hermanos de Alfonso, ya heredado, cuñados y primos reales, don Juan, don Enrique y don Pedro, que se entrometen en la Corte, marcan las modas y desean quitarse de encima al valido para gobernar ellos. Porque el valido prefería que el poder estuviese en manos de la baja nobleza para que la monarquía se ejerciera con más fuerza y más autoridad.
Pero, aparte de buscar el mando, los tres infantes se asientan en Castilla porque la encuentran más divertida -cómo sería Aragón-, más poblada, con mejor caza y más fácil para abusar y sorprender. Pronto el infante Enrique secuestra a la real persona en Tordesillas, mientras su hermano Juan reúne en Ávila un simulacro de Cortes, antes de que Enrique se case, casi por la fuerza con doña Catalina, la hermana del Rey, en Talavera. Unos días antes, para no levantar sospechas de ningún tipo, don Álvaro ha contraído su primer matrimonio con doña Elvira de Portocarrero, hija del Señor de Moguer. Con pretexto de una cacería, con que está celebrándose el matrimonio de Enrique y Catalina, huyen el Rey y don Álvaro y se refugian en el castillo de Montalbán.
Desde entonces el favorito es el protagonista del gobierno. Vivo como era, atrae a la Corte al infante don Enrique, lo acusa de connivencia con los musulmanes y lo apresa. Su querido y amigo el Rey lo nombra, por ese hecho, Condestable. La Corte entera es como un relato de buenos y malos, en el que todos son regulares. La peripecia anterior crea un conflicto con Aragón, donde se forma un partido en torno a unos exiliados castellanos, uno de los cuales es el Adelantado Pedro Manrique. El Rey de Aragón, don Alfonso, obtiene la libertad de su hermano, y Enrique recupera sus bienes no sin crear una liga contra el favorito, auxiliado por tropas aragonesas. Qué barullo.
A esas horas el otro infante, don Juan, asciende al trono de Navarra por muerte de su esposa. La familia copa los reinos; pero Castilla, sin fuerza alguna y ya casi sin Rey, tiene que aceptar la Concordia de Valladolid. Y se destierra a don Álvaro de Luna. La torpeza de los infantes, incapaces de gobernarse y de gobernar, hace que el desterrado, con una Corte en Ayllón más influyente que la del monarca, vuelva a ella y a los brazos del Rey, que ya ha cumplido los veintidós años. No había más solución que la violencia: Navarra y Aragón declaran la guerra a Castilla. No una guerra entre reinos, sino una disputa familiar sobre quién va a reinar en todos. De momento reina la confusión: las posesiones, los dominios y los títulos de los infantes aragoneses van y vienen. Una comisión de jueces dirige los pleitos y el vaivén; pero nadie le hace caso. Don Álvaro, hábil, invoca la memoria del padre de los infantes, don Fernando el de Antequera, y comienza una campaña contra Granada para distraer fuegos. Su victoria en La Higueruela es deslumbrante; ineficaz y evitable, pero deslumbrante. Para el Rey sobre todo. Y para entretener a la nobleza, que estaba hasta la coronilla, mete preso a don Pedro, el tercer infante de Aragón, y arrebata a Enrique su Fuero de Alburquerque, herencia de su madre.
Don Álvaro está en su apogeo y el Rey se mira en él. Le concede el Maestrazgo de Santiago. Y el Maestre reciente casa al hijo de su Rey, don Enrique, un muchacho raro, con Blanca de Navarra, hija del infante don Juan, que reina allí. Y, por si fuera poco, destierra a los otros dos infantes. La Corte, entre Valladolid, Segovia y Medina del Campo, reluce de justas y torneos. Todo es lujo y esplendor. Sin embargo, el querido Condestable, autorizado por su Rey, comete tres errores: le da a un hermano suyo, Juan de Cerezuela, una mitra, la de arzobispo de Toledo como es natural; se hace nombrar ayo del Príncipe don Enrique, hijo del Rey, que ya tiene un valido ambicioso, Juan de Villena, hasta la muerte y más allá; y recibe el castillo de Montalbán, que era de la Reina doña María, no celosa quizá pero tampoco idiota. El Rey goza como un rey italiano, entre caballeros, músicos y poetas. Castilla es respetada, aunque no por las armas. Don Alonso de Cartagena, en el concilio de Basilea, que insiste sobre el cisma de los Papas, entona un laus Hispaniae, aboga por sus derechos sobre las Canarias e identifica Castilla, por primera vez, con la totalidad de España. Todo, esplendor y lujo.
Sólo faltaba una cosa: la autoridad real. Juan II, blanco y rubio y algo abesugado, como todos los Trastámara, es artista, pero débil y tímido; habla sólo por boca de don Álvaro. Pero sus enemigos son fuertes. Por segunda vez, Pedro Manrique, el Adelantado, ésta por haber sido preso, desencadena una tormenta. Los rebeldes se juntan y alzan lanzas. El Rey pacta asustado y firma el acuerdo de Castronuño. El acuerdo lleva consigo el segundo destierro de don Álvaro. Pero ése es el principio, no el final de una guerra. Ahora, a los infantes se une el príncipe Enrique, el heredero castellano, conducido por su don Álvaro personal, aquel Pacheco a quien dará luego el condado de Villena, que ahora es del infante don Enrique. Todos juntos cercan al Rey en Medina. A socorrerlo vuela el Condestable. Pero de nada sirve: él ha de refugiarse en Escalona por seis años, y el Rey quedas en manos de los rebeldes.
En una ocasión va a ver a su amado, porque lo dejan, para bautizar una hija de su segundo matrimonio, con Juana Pimentel, hija del conde de Benavente. En vista de la situación, el obispo de Cuenca funda una liga a favor del Condestable. En ella colaboran el futuro duque -entonces condede Alba, el futuro marqués de Santillana, entonces sólo Íñigo de Mendoza, y sobre todo el Príncipe de Asturias don Enrique y su gran e intrigante favorito. El Rey se escapa de Portillo, donde está en manos del conde de Castro, y va a Burgos en busca de los suyos. Don Álvaro le da la batalla que merece a la nobleza enemiga: sangrienta, dura y larga: la batalla de Olmedo de 1445. Hasta el príncipe Enrique, que luego será llamado el Impotente, queda como un señor, rebelde e imponiendo su criterio en el reparto de prebendas.
Dos años después, don Álvaro decide casar al Rey, ya viudo, con la guapa Isabel de Portugal, creyendo tener en ella la aliada que necesita. Y algo más. Se equivocó de nuevo. La princesa era dominante y celosa. Cae en la cuenta de cuanto sucede nada más llegar a Castilla. Se propone conquistar a su marido, un senil prematuro, en todos los sentidos: en los cinco y alguno más. Por medio esta vez de un obispo, el de Ávila, Fonseca (ese nombre abunda más que ningún otro en los episcopados españoles de todos los tiempos, yendo en general de padres a hijos), hizo un concierto con el marqués de Villena, aún el infante don Enrique. En él se sacrifican al Condestable y a su suegro, conde de Benavente. Al primero, el Rey le da permiso, sin que se lo pida, para descansar. Don Álvaro duda, pero cree que todo se resolverá como siempre. No cuenta con la tarda y lasciva pasión del Rey, con su prematura pero avanzada vejez, con el atractivo arrollador y perturbado de la Reina. Salva de la prisión a su suegro: ésa será su última victoria. Contra él crece un mal ambiente general; se subleva Toledo por el exceso de impuestos; se le comienzan a tender celadas; se sublevan las ratas; él pierde la ecuanimidad; tanto que al traidor Alonso Pérez de Vivero lo arroja por una ventana… En Valladolid está a punto de ser sorprendido y apresado. El Rey no estaba allí; se hallaba en Burgos. Hasta Burgos, desalado, en su busca, va don Álvaro, ya en desencanto desde el primer destierro. Y fue ese viaje lo que lo perdió. En Burgos dicta el Rey auto de prisión contra él. Se lo juzga con prisa y con desgarro. Se lo condena a muerte. El 2 de junio de 1453 se le ajustició en Valladolid. El Rey, que ha tenido una niña y un niño con la portuguesa, apenas le sobrevive. Acaso muere de arrepentimiento.
Un poeta, algo más tarde, reinando ya esa niña, pierde a su padre, Adelantado en la Sierra de Segura y Cazorla. El poeta se llamó Jorge Manrique. Escribió unas coplas que no podrán morir. Algunas de sus estrofas cuentan, casi de puntillas, lo que he contado aquí. Y el misterio de esa sombría muerte innecesaria del Condestable, que nadie había entendido, de la que nadie hablaba.
¿Qué se hizo el Rey don Juan?
Los infantes de Aragón,
¿qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
como trajeron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
de las eras?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados y vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
…
Pues aquel gran Condestable,
Maestre que conocimos
tan privado,
no cumple que de él se hable,
sino sólo que lo vimos
degollado.
¿Qué había sucedido? ¿Por qué la Reina se volvió enemiga mortal del valido que la condujo hasta el trono frente a otras pretendientes a él? ¿Tan necesario era que no hablase? ¿Hubo un amor a tres? ¿Fue la infanta Isabel, llamada luego la Católica, hija de don Álvaro acaso? ¿Quién tuvo fieros celos de quién? ¿Fue todo la reacción violenta y sin marcha atrás de un temeroso? ¿Hubo alguna amenaza de publicar una relación nefanda? ¿Se basó todo en el deseo de la portuguesa de gobernar sin ningún contrincante? ¿Por qué no se cubrieron las apariencias con un juicio largo y minucioso, sino que se produjo la ejecución por expreso mandato del monarca para callar a todos? ¿Qué se consiguió?
Durante unos meses se impuso la privanza de la Reina. A la muerte del Rey, el príncipe Enrique, ya Rey puesto, la depuso. La envió a la villa de Arévalo con sus hijos. Toda Castilla quedó anonadada por la dignidad con que llevó su final el Condestable. Como si se diera cuenta de que en él escarmentaban todas las grandezas. Así lo veo yo. Pero ¿por qué la viuda no rompió nunca los lazos con el recuerdo de don Álvaro? ¿Por qué a la persona de más confianza de él, Gonzalo Chacón, hechura y criado y venerador suyo, es a quien se le encomienda la custodia de los dos hijos, huérfanos del Rey, doña Isabel y don Alfonso? ¿Por qué Isabel, para reparar la memoria de don Álvaro, hace que se reconstruya con la mayor esplendidez, en las postrimerías de la década de los ochenta de aquel siglo, la capilla del Condestable de la catedral de Toledo, destruida en unos alborotos de 1449? ¿Por qué, una vez perdida del todo la cabeza, la Reina viuda, encerrada en Arévalo o en Madrigal de las Altas Torres, loca perdida, gritaba por las noches a la luz fría de la luna, cerca de las murallas, invocando insomne y desdichada el nombre de don Álvaro? ¿Por qué, para qué lo llamaba? ¿Era remordimiento solamente, o producto de su locura, o su locura era producto de su remordimiento? ¿O todo era consecuencia de un amor, o quizá más de uno, inconfesable?
Como en todas las épocas, si bien en aquella de manera no ostentosa pero frecuente, las relaciones de sexo entre hombres o entre mujeres no eran extrañas. Menos aún entre un hombre con la natural hermosura, el valor y la gracia de don Álvaro y de alguien que pasó la pubertad, la adolescencia y la juventud al lado suyo. Y, por si fuera poco, hasta durmiendo juntos, pues el Rey no consentía que fuese de otra forma. Acaso las influencias de las costumbres musulmanas o moriscas daban mayor naturalidad a estas relaciones. No hay más que recordar los escritos andalusíes, una de cuyas obras cimeras es El collar de la paloma, para comprobar la limpia aceptación de lo que luego la hipocresía rechazara. ¿Pecado contra natura? Es difícil pecar contra la naturaleza en general, porque sus leyes se encarga de cumplirlas ella misma. Y en cuanto a la naturaleza personal, cada uno sabe cuál es y cómo respetarla y disfrutarla.
Entre Juan II y don Álvaro se repite la historia de Al-Mutamid de Sevilla y su amigo Ibn Ammar. Se habían conocido en Silves, siendo el futuro sultán muy joven, y habían unido sus vidas y satisfecho sus deseos, seducido el menor por la sabiduría erótica del mayor. Cuando llegan a Sevilla, el padre de Al-Mutamid, Al-Mutadid, destierra a Ibn Ammar a Zaragoza, y casa a su hijo con la Ruinaygyya, hermosa y llena de gracia, que le da hijos también hermosos.
Pero, una vez Rey, llama a su amigo y lo nombra primer ministro. Pasado el tiempo, Ibn Ammar conquista Murcia, y, quizá celoso, insulta desde allí a La Sultana y a sus hijos. Huye ante las amenazas de su señor, pero lo apresan en Segura y lo conducen a la Corte sevillana. Después de acostarse con él por última vez en la celda donde estaba reducido, Al-Mutamid le corta la cabeza con un hacha regalo de Alfonso Vi. El sultán tenía cuarenta y un años. Aún le faltaban diez para el destierro.
Lo único en lo que no estoy de acuerdo en todas estas historias es en su atribución exclusiva a lo islámico. En todas las ciudades de Europa, y yo he conocido bastantes, había una actitud de respetuosa tolerancia, cada vez más grande, que consintió las relaciones sodomitas como práctica aceptada en todos los niveles. Así fue desde el Batallón Sagrado de los tebanos hasta la Orden del Temple. Yo he conocido las costumbres italianas de las que tendré que volver a hablar si la vida me lo permite. Que la forma de ser y la cultura de los andalusíes fuese más favorable a tal comprensión es sólo algo que los enaltece.
No se puede olvidar que la primera Inquisición en España, desde el primer momento, cuando Gregorio IX, a través de varias bulas creo que de 1233, encarga a los dominicos, en sustitución de los prelados, la misión de inquirir, juzgar y sentenciar a los herejes de las respectivas diócesis -digo bien, sólo a los herejes-, quedaba encargado el poder civil de la ejecución de las penas: una habilidad de endoso reiterada en el comportamiento eclesiástico, que sabe bien cómo lavarse las manos. El tribunal se crea para Francia, pero se difunde enseguida; aquí, en el reino de Aragón antes que en otros. Pero la Inquisición nueva, la más conocida y terrible, es cosa ya de los Reyes Católicos. Con una forma nueva, única y concentrada en ellos. Fue sólo entonces cuando la sodomía se entendió costumbre de herejes y cayó bajo la jurisdicción inquisitorial. Pero no antes. Yo lo aprendí muy bien.
Fuera como fuera, el Condestable Luna iluminó, como un sol, los mejores años de la vida de su Rey, lo condujo y lo manejó a su manera, llenó la Corte de arte y regocijo. Pero suscitó la envidia, los ardides y las confabulaciones de los nobles, igual que había sucedido y sucedería en todos los reinados, hasta en los absolutos: yo mismo soy la viva prueba. Por activa y por pasiva.
Fuese quien fuese el padre de Enrique IV (puesto que si su hija Juana fue engendrada por Beltrán de la Cueva, su propio amante, bien pudo ser él engendrado por el amante de su padre), tacharlo de Impotente no deja de ser una exageración equivocada. Hay, dice el derecho canónico, en el que estoy instruido, tres clases de impotencia: generandi, la que impide engendrar; coeundi, la que impide copular; y erectendi, la que impide la erección del miembro viril. Ni Enrique IV fue impotente ni tímido sexual: sencillamente no le gustaban las mujeres. Si las putas de Segovia consultadas dijeron que se portó siempre con ellas como un varón brioso, mentían: a buena parte fueron a pedir opinión.
El Rey, que no lo fue hasta los veintinueve años, estuvo desde los quince casado con Blanca de Navarra, prima segunda suya, durante trece años. Y no consumó nunca el matrimonio. Se deshizo éste conforme a las normas de nulidad eclesiástica, y la novia, tan entera como nació, volvió a Navarra, donde acabó reinando. Y no tendría tan mala opinión de Enrique su esposo, que había hecho durante tantos años los mayores esfuerzos por penetrarla para que le diera sucesión, cuando lo nombró heredero de su reino, heredado de su madre, Blanca como ella, pero más abúlica y casada con el dominante Juan II, el infante más insufrible de Aragón. Si no pudo cumplirse la aceptación, fue por lo mismo que no pudo cumplirse la anexión a Castilla de Cataluña, solicitada por los catalanes, hartos de las insensateces de ese Juan II, padre, por si fuera poco, de Fernando el Católico, y asesino de su primer hijo, Carlos, el príncipe de Viana. O quizá sólo esposo de su envenenadora, Juana Enríquez, hermana del Almirante de Castilla y madre de Fernando, para quien quería el trono. En una época en la que sucedían tales historias como las que hoy mismo suceden, y lo que dicto es una prueba, ¿a quién iba a extrañar o asombrar o escandalizar que se amaran dos hombres o dos mujeres (como doña Catalina de Lancaster e Isabel Torres) o que un hombre no pudiera penetrar a su esposa?
Juan Pacheco, después conde de Villena, inició a Enrique IV en la sexualidad. Quizá también Pedro Girón, su hermano, que, después de hacer voto de castidad, fue prior de la Orden de Calatrava y pretendió la mano de la infanta Isabel, medio hermana de Enrique. La bisexualidad era la regla, como en todas las épocas. Y el hecho de que en la noche de bodas tuviera que desvirgarse a la mujer ante testigos, y enseñar luego las sábanas manchadas de sangre, no era, por mucho que quisiesen la ley y la costumbre, plato de gusto ni sencillo. El príncipe primero y Rey después era aficionado a hombres fuertes y aguerridos, compañeros de cacerías y de juegos: Gome de Cáceres, acaso el más hermoso; Miguel Lucas de Iranzo, nombrado primero Condestable de Castilla, y luego, cuando el amor plegó sus alas y la separación ya no dolía, Adelantado del Santo Reino de Jaén; Francisco Valdés, que se negó a las pretensiones de Enrique, encarcelado cuando trataba de huir, y visitado por el Rey en secreto, para reprocharle la dureza de su corazón: acaso el más amado por no haber correspondido. O quizá lo fuese un muchacho de Úbeda, guapo y ambicioso, cuyo padre se lo encomendó al Rey con buena mano, y él lo trajo a la Corte como paje de lanzas. Beltrán de la Cueva fue su nombre.
El Rey se había casado por segunda vez con su prima Juana de Portugal. El temor a la impotencia real, que dejaría a la princesa compuesta y sin marido, hace que la corona portuguesa pida una dote especialmente hinchada, de cien mil florines de oro como depósito previo, que se pagan -así lo he leído- «en tres talegones muy grandes de lienzo», llenos de doblas castellanas.
La boda se hace en mayo de 1455 y hasta agosto no hay novedad alguna, lo cual alarma a tirios y a troyanos. Alonso de Palencia, cronista nada amigo de Enrique, alude a una especie de inseminación per vias non rectas. Fue en Aranda de Duero. Parece que la hizo, con un tubo acodado de oro, un médico judío, en presencia de la Reina, tendida en un lecho paralelo, y de don Beltrán de la Cueva, que estimulaba al Rey. Quizá sean tan sólo habladurías: yo nunca me he fiado de las crónicas, normalmente pagadas: malpagadas. Lo cierto es que don Beltrán pisaba fuerte en la Corte, entre envidias ajenas, y con unos zapatos tachonados de pedrería. Y, si se le vio entrar alguna vez a deshora en palacio, no fue por ir en busca de la Reina, que luego demostró no ser muy amiga de castidades, sino del mismo Rey. Por amor de él, que era discreto en su comportamiento, le arrebató la ciudad de Cuéllar a su medio hermana Isabel, a quien en testamento se la había dejado su padre común. Y, ante el escándalo y la palidez envidiosa de toda la Corte, muy en especial de Juan Pacheco, le concedió el Maestrazgo de Santiago. Al que luego hubo de renunciar en favor de aquel de quien ya era por designio de su padre Juan II: el infante don Alfonso.
Aquellos primeros años del reinado fueron los más tranquilos para Enrique IV, aunque a su hija Juana la llamasen la Beltraneja. Él la hizo jurar como heredera el día de su bautizo, en el que la apadrinó su tía Isabel, de diez años entonces. Los infantes Alfonso e Isabel vivían con su madre, mística y trastornada, entre Madrigal y Arévalo. Dadas sus obsesiones, tomadas como piedad profunda, el Papa Nicolás V le concedió el privilegio de usar un altar portátil, y la autorización para hacerse decir misa y comulgar a cualquier hora, como y donde quisiera, incluso antes de amanecer. La vida de los niños no debió de ser muy alegre, pero bien vigilada. Gonzalo Chacón y su mujer cuidaban de los tres.
La ceremonia del bautizo de la niña Juana en Madrid descubrió la falsía habitual de muchos asistentes; sobre todo, la del marido de la segunda madrina, la marquesa de Villena, esposa de Juan Pacheco, el mayor intrigante, el mayor resentido, un sufridor insomne de la envidia. Antes de jurar a la heredera de aquel de quien había sido ayo, levantó un acta de notario diciendo en ella que no serviría el juramento. Y el arzobispo de Toledo -cuándo no- Alfonso Carrillo, que estuvo yendo de la ceca a la Meca cuando le convino, lo mismo. Es después de este bautizo cuando se convocan las Cortes del Reino, para que la princesa doña Juana sea jurada heredera. El alto clero, la alta nobleza, los procuradores de las Cortes como representantes de las ciudades… Pero para nada sirvió. Aquí está la simiente de la rebelión y el alzamiento feroz contra un Rey que amó la paz; que era sensible y bondadoso; que no se vengó de sus enemigos cuando pudo y quizá debió hacerlo. Todo habría sido distinto en la Historia de España si hubiera reinado en Castilla doña Juana, casada en serio con Alfonso V de Portugal, ya viudo, en lugar de Isabel y Fernando.
Isabel captaba ya, de chiquita, que algo no iba bien en el reino. Sólo tenía diez años: no le hacían falta más. Ahí empieza una minuciosa y arriesgada carrera, que conducirá al trono. Lo primero que hace es darse cuenta y tomar nota, que le serviría años después para una carta-manifiesto de 1471, de que es la Reina la que, preñada ya, pide que los hermanos de su marido, sucesores de él si no existiera sucesión propia, dejen Arévalo y vayan a la Corte, para que, si fuese necesario, sean secuestrados y usados por la nobleza cimarrona. La ya princesa dirá nueve años después que «fue para nosotros peligrosa custodia». Yo he visto una carta de un tal Quisquella escrita a Enrique IV aquel verano del 63 en que le habla de la Corte de Aranda, de la Reina y de los infantes y de un bienestar apacible y gentil. Y luego añade: «Los caballeros moriscos y moros de vuestra alteza están bien. Hoy han tomado sueldo.» Es cierto que los infantes se sienten vigilados, pero no son cautivos. Para su bien y su tranquilidad se les custodia, no como dirá ella años después.
Fue Beltrán de la Cueva y los mimos del Rey quienes pusieron en el disparadero a Juan Pacheco, el innoble, el vengativo, el ruin. No necesitaba otra cosa. La verdad es que ya le salían los títulos por las orejas al joven advenedizo. En 1561 fue nombrado, por si fuera poco, Consejero real, y a finales de ese año, Señor de Colmenar de Arenas, cuyo topónimo pasó a ser Mombeltrán: cuánta natural delicadeza. Y se le agasaja con la cesión de una serie de lugares que pertenecieron a don Álvaro de Luna, su equivalente, pero en mejor, del anterior reinado. Durante el invierno aumentaron los obsequios. Por fin consiguió el título de duque de Alburquerque, que fue de aquel infante de Aragón don Enrique y al que aspiró hasta su muerte Juan Pacheco, el primer favorito del Rey, siempre muriendo de asco por el bien ajeno. Aunque es necesario reconocer que, muerto el Rey, se retiró a Cuéllar, tomando partido por Isabel en la lucha contra Portugal y doña Juana, su presunta hija. También acompañó a la usurpadora en la guerra de Granada. Murió en 1492. Pronto para don Beltrán.
Al final del verano siguiente, Pacheco reunió a la nobleza más alta con, por descontadísimo, Carrillo, el arzobispo de Toledo, y otro Fonseca, arzobispo de Sevilla en esta ocasión, todos en Burgos, bajo la mitra del obispo Acuña. Y firman un manifiesto en el que dicen que los dos infantes están presos y que Juana no es hija verdadera del Rey, cuyo poder está en manos de Beltrán. Había que libertarlo de él, no sin antes tacharlo de impotente y cornudo.
El Rey se reunió con sus consejeros en Valladolid. Le recomendaron mano dura contra quien le faltaba al respeto. El obispo López de Barrientos le animó a tomar con fuerza las armas. Me consta lo que le contestó:
–Los que no habéis de pelear, padre obispo, ni poner las manos en las armas, sois muy pródigos de las vidas ajenas. Bien parece que no son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea, ni os costó mucho criarlos.
Esa respuesta define el carácter del Rey. Quizá porque no sabía tampoco mucho de hijos. Por eso prefirió pactar con los rebeldes. Así, el infante Alfonso se incorporó a la comitiva regia como ellos le exigieron. Isabel, con trece años, se enteraba de todo: de que querían jurar por Rey a Alfonso; de que el Rey ponía por condición que se casara con su hija, con lo cual admitía la ilegitimidad de la princesa… Pero la entrega del infante a la Liga de nobles no supuso la paz. La corte de la Reina se trasladó al alcázar de Segovia. La guerra se preparaba: los realistas en torno a Salamanca; los nobles rebeldes, a Ávila. Y aquí tuvo lugar la farsa del destronamiento, ante el infante Alfonso, que vio cómo eran sus súbditos, que, precisamente por débil y niño, lo ensalzaban. Sobre un tablado, un muñeco con atributos regios: corona, cetro, espada. Lo fueron despojando entre insultos y burlas. El arzobispo de Toledo, qué voy a decir ya, fue el primero en jugar: él le arrebató la corona; Villena, el traidor humillado, el cetro; Zúñiga, el conde de Plasencia, la espada… Luego, un tumulto y un grito, que abatían al muñeco: «¡Puto¡» Y otro grito: «¡Castilla por don Alfonso!»… E Isabel, desde lejos, observándolo todo, escuchándolo todo. La Liga de los nobles lo devolvió a Arévalo, y los dos hermanos varones le hicieron a ella dones como a una princesa: Enrique le donó Casarrubios del Monte; Alfonso, Medina del Campo, uno de los más importantes burgos de Castilla. Ella podría vivir, a partir de ese instante, libremente junto a la Reina viuda o en el alcázar segoviano con la Reina vigente. En todo caso, como una infanta de Castilla. Sobre su boda, ahora que tenía un papel decisivo y lo iba a tener más, había desde tiempo atrás distintos pareceres. Pero ella, silenciosa, tenía el suyo.
Un año después Segovia y el alcázar caen en manos de la Liga nobiliaria; pero Isabel se resiste a ir con la Reina Juana, y queda libre. Se va a Arévalo, con su madre loca y Gonzalo Chacón y Beatriz de Bobadilla, la hija del Alcaide, su eterna amiga, que será luego la marquesa de Moya. Va a Arévalo en una galopada, porque allí está segura. Ahora el heredero es Alfonso, que tiene trece años, pero la siguiente en la sucesión es ella, que tiene dieciséis. Es el otoño y ambos se quieren y están juntos. Aunque oigan a su madre por las noches gritar el nombre de Álvaro de Luna. En el catorce cumpleaños del muchacho, Isabel le da una sorpresa: una gran fiesta, con versos de Gómez Manrique, en medio del frío de Castilla. Era el 17 de diciembre de 1467… Pero había que enfrentarse con la realidad: salir de Arévalo y afincarse en Ávila, entre los nobles, esperando los acontecimientos. A mediados de junio salen con algún aliado, Pacheco por ejemplo. Hacen un alto en Cardeñosa. Allí, tras una cena, al infante le acomete una fiebre: quizá aguas contaminadas, o una trucha quizá… Y el 5 de julio muere en brazos de su hermana. Pues su hermano el inocente, que en su vida sucesor se llamó, qué corte tan excelente tuvo y cuánto gran señor le siguió… Mas, como fuese mortal, metióle la muerte luego en su fragua. Oh, juicio divinal: cuanto más ardía el fuego, echaste agua… Otra muerte oportuna. Demasiado oportuna. Una muerte paralela a la de Carlos, príncipe de Viana, que da paso a su medio hermano Fernando, el futuro marido de Isabel. Cuánto cuesta, en ocasiones, a la Divina Providencia, si es que es ella la que trama la vida de los hombres, cumplir con sus designios. O con los de alguien. Ahora la sucesora propuesta por los nobles, por encima de la hija del Rey, es Isabel. Sea o no hija del Condestable Luna.
Enrique escribe a todas las ciudades del reino dando noticia, serena, compasiva, fraternal y dolorosa a la vez, de la muerte de su hermano «en tan tierna e inocente edad»: yo he leído esa carta y guardo copia de ella. La paz se cierne sobre el reino. Pero de ahora en adelante se ha de contar con una muchachita que se llama Isabel.
Entonces, y ahora, en el matrimonio la mujer era utilizada como precio de una paz o de una alianza o de un buen dinero en moneda de cambio en todo caso. Ninguna se hacía ilusiones ni pensaba siquiera en el amor. Cuando Isabel tenía siete años, se pensó en Fernando, el hijo del Rey aragonés, antes el revoltoso infante don Juan, para confirmar una paz. La segunda propuesta fue el príncipe de Viana, también su hijo, hermanastro mayor del anterior, para que interviniera en las luchas nobiliarias a favor de Enrique; era hermano de su primera esposa, doña Blanca; pero el pretendiente murió, o mejor, le dieron muerte. La tercera propuesta, ya con catorce años, es la del Rey de Portugal, siempre buena aliada. Sin embargo, Isabel pensó, a pesar de su edad, que, si moría él antes que ella, cosa bastante lógica, nunca sería Reina de Portugal; lo sería la Beltraneja, que se prometía a la vez al príncipe Juan, heredero del Rey, y que de esa manera fortalecía sus derechos al trono de Castilla. A Isabel no le gustaba, más bien le asqueaba tal idea… Luego la Corte estaba tan revuelta, que convenía frenarla con la boda con don Pedro Girón, un Grande del reino, maestre de Calatrava, hermano de Villena. El tenía cuarenta y cinco años; Isabel, quince todavía. Y además le inspiraba repugnancia. Fue el primer paso personal que dio Isabel. Entró en contacto con alguien de la Liga, y ese alguien le dio a Girón bocado, es decir, veneno. Girón había salido ya de Almagro, con dispensas de sus votos de castidad, hacia Segovia. La infanta rezaba y lloraba para que no llegase. Y no llegó: murió en Villanueva de los Ojos. La muerte y los deseos de Isabel cumplieron bien su oficio. No fue la última vez. Había otros pretendientes. Un duque Gloucester inglés, un duque de Berry y de Guyena, hermano de Luis XI de Francia… Y otra vez el hijo del segundo matrimonio del Rey Juan de Aragón. Ése era el pretendiente que prefería ella: porque tenía «su edad, su lengua, su nivel palaciego». Y no era un Rey caduco que la arrastrara fuera de Castilla. De aquellos ayos, cómplices y hermanos, Girón y Pacheco, también escribió aquel poeta Manrique:
Pues los otros dos hermanos,
Maestres tan prosperados
como Reyes,
que a los grandes y medianos
trajeron tan sojuzgados
a sus leyes.
Aquella prosperidad
que en tan alto fue subida
y ensalzada,
¿qué fue sino claridad
que, cuando más encendida,
fue matada?
Es decir, muerto el Maestre como hemos visto, después de haber adherido a la causa real a su hermano Villena, y a Córdoba y a Sevilla, Dios escuchó el llanto de la infanta. Y el Rey pensó en Carlos de Guyena, durante la primavera y el verano de 1468. Isabel dejó creer que aceptaba ese matrimonio. ¿Cómo se quedarían en París, donde ese otoño iban a celebrar los desposorios, cuando supieran que en noviembre se había celebrado el enlace de la infanta Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, aquel niño prometido al principio, hoy ya Rey de Sicilia? Tenía un año menos que ella, pero era ya padre de dos hijos: no dejaba de ser un aliciente y una garantía.
Enrique e Isabel tenían que hablar antes. La convocatoria para ese encuentro fue fijada el día 19 de septiembre de aquel año de 1468. Isabel no tuvo tiempo de acompañar el cuerpo de su hermano hasta la cartuja de Miraflores, donde ya estaba enterrado su padre. Cosas más urgentes lo impidieron y aplazaron su luto. La reunión fue en la Venta de los Toros, los verracos ibéricos próximos al monasterio jerónimo de Guisando. El Rey quedó cerca de Cadalso de los Vidrios; la infanta, junto a Cebreros. Entre ambos, iban y venían los altos personajes de la Corte y el legado del Papa Paulo II, que había dado poderes de ratificación a Antonio Giacomo Venier, que ya, una vez aquí, se quedaría de obispo de León. Isabel llegaba autonombrada princesa heredera; Enrique necesitaba la paz a cualquier precio. Y la facción contraria lo sabía y se empeñaba a fondo. Hasta el punto de arrebatarle a su hija los derechos jurados al nacer. del documento firmado no quedaron copias; si no, yo tendría una. La reunión transcurrió en tres actos: primero, la lectura de lo acordado; después, la tácita ruptura del juramento de doña Juana que ratificó el enviado de Roma; por fin, la jura de Isabel como heredera y, a cambio, la de Enrique como Rey. Yo pienso que un acuerdo tan complicado, en que se habían mezclado tantos intereses y tan solapadas intenciones, no se alcanza en dos meses. Todo me ha hecho pensar siempre que estaba ya previsto. Previsto por parte de muchos implicados. Previsto incluso antes de la muerte de Alfonso y contando con ella. Alfonso que, por supuesto, también fue envenenado: era más manejable una mujer que un muchacho que llegaría a ser hombre.
Dos impedimentos veía Isabel, que lo veía todo. Primero, que Villena quería recluirla en Ocaña para tenerla a su disposición. Segundo, el matrimonio con el viejo y viudo Rey portugués, el elegido por su hermano: ella aspiraba al otro. Por tanto, tenía que escaparse de Villena. Que -ella lo sabía- con sus juegos eróticos había gobernado la infancia de Enrique, y llevaba treinta años manejando los hilos de la política en Castilla. Pero Villena se lleva a la heredera a su feudo de Ocaña. Un año largo, hasta el invierno del 69, mientras el Rey va a tranquilizar la revuelta andaluza. Isabel, para huir, usa un pretexto plausible: el aniversario de la muerte repentina de su hermano.
–Es preciso organizar -dice llorando- sus honras fúnebres, en Ávila, donde yacen sus restos. En una tumba que ni siquiera he visto… Las damas que quieran acompañarme, que lo hagan. Pero mi obligación está allí.
Habla de modo convincente. Y sale de la Corte-prisión de Ocaña. Y a no vuelve más. De Ávila pasa a Madrigal de las Altas Torres. No puede ir a Arévalo, donde su madre está, porque se halla en poder de Zúñiga, aliado de Villena. Pide socorro al arzobispo de Toledo, naturalmente, y Carrillo la escolta hasta Valladolid. Ése es el lugar que ella ha elegido para su matrimonio con Fernando de Aragón. Y hasta para esto tuvo suerte: el padre de Fernando, Juan II también como el suyo, no la solicitó a ella. Estaba embargado de problemas y necesitaba afirmar su posición internacional: esa princesa niña castellana, hija del Rey, no le vendría mal. Envió a Pierres de Peralta, su mejor diplomático. Éste, en lugar de llegar a un acuerdo con Villena, miró a su alrededor y vio algo más efectivo: no la princesa Juana, la princesa Isabel. Y ella lo que tuvo que hacer fue muy sencillo. Escribir una carta no de amor sino de consentimiento. Su primera carta a Fernando, que dice:
«Al señor mi primo, Rey de Sicilia: Señor primo, pues el Condestable va allá, no es menester que yo más escriba, sino pediros perdón porque la respuesta sea tan tarde. Y por qué se retardó él lo dirá a vuesa merced. Suplicoos que le deis fe, y a mí me mandéis lo que quisieseis que haga ahora, pues lo tengo de hacer. Y la razón, que más que suele para ello hay, de él la sabréis, porque no es para escribirla. De la mano que hará lo que mandéis, la Princesa Isabel.»
La muchacha sabía lo que quería. Desde el principio. Y puso los medios necesarios para cumplirlo. Todos, cualquiera que fuese su calidad moral. Por ejemplo, hablemos de la catadura de Pierres de Peralta. También se saltó todas las convenciones. Todas las doctrinas cristianas. Estaba excomulgado porque fue quien tramó la muerte del obispo de Pamplona por serle conveniente a su señor. A pesar de lo cual, casó a su hija con un hijo natural del arzobispo de Toledo -pardiez, siempre- llamado Troilo Carrillo. ¿Qué importaba que, en Lérida, donde se gestionaron los actos matrimoniales de la parejita en cuestión, Fernando tuviera dos hijos, de distinto sexo, con dos damas de la Localidad, y que el varón, bastante útil, llegase a ser arzobispo de Zaragoza? ¿No sorprende un poco que estemos hablando de los Reyes Católicos? Las mayores infracciones de las reglas morales, las más profundas y las más perniciosas por más visibles han sido siempre cometidas por quienes ocupan el pedestal de las estatuas: papas, obispos, emperadores, reyes. La Historia se mueve así desnuda entre velos espesos.
Oír hablar de amor a esta pareja destroza el concepto que del amor cualquiera tenga, yo incluido. Las largas dudas de la princesa Isabel, entre cinco o seis propuestas de matrimonio, ya nos son conocidas. Su fiel Gutierre de Cárdenas le dirigió un Razonamiento para que hiciese el favor de decidirse. Le advierte que no ponga más su decisión en las manos de Dios, porque su voluntad es la que, después de tantas oraciones, diga ella que le place o le conviene. Y ella entonces mandó a Alfonso de Coca a investigar a Francia las ventajas del matrimonio con el hermano de Luis XI, y se enteró de que padecía una enfermedad que lo dejaría ciego. Y rehusó su proposición. Y en la carta a su Rey, casi año y medio después de decidirse y de casarse, le expone los motivos de haber elegido a quien a él menos le gustaba:
«Por sus virtudes.» (Qué ingenuidad más encantadora.) «Porque su abuelo el de Antequera y Enrique III, el de ella, habían insistido en que se mantuvieran vivas y cercanas las dos ramas de los Trastámara.» (El Rey Enrique III se casó por casualidad, o por la ambición de Juan de Gante, con la tontucia Catalina Lancaster, y hasta su muerte no había otra rama de Trastámara que la suya.) «Porque el reino que heredaría era vecino de Castilla.» (Castilla, donde se decía: «De Aragón, ni viento ni casamiento», sin mencionar que, con otra elección, a su hermano el Rey, por muchos toros de Guisando que hubiera, le sería más fácil volver a poner de heredera a su hija, y no así, teniéndoselas que ver con Juan II de Aragón, al que ya conocía desde que fue un infante atravesado.)
Así que de amor, nada. Porque, por si fuera poco, además no se habían visto nunca. Y los retratos de los príncipes engañan. Más quizá que los de todo el mundo.
Intervino mucha gente en los dimes y diretes de la preparación secreta. Por supuesto, no hay que decirlo, el arzobispo de Toledo de modo decisivo. Entre otras cosas, porque el Papa Paulo II no daba ni a tres tirones la bula sin la que la boda no podría llevarse a cabo. Primero, porque ya le habían pedido una dispensa para casar a Isabel con Alfonso V de Portugal, que era su primo. Segundo, porque no quería indisponerse con el Rey de Castilla por ponerse de parte de una niña indecisa y pitonga. Claro, que la dispensa por parentesco no era difícil de obtener: estos dos contrayentes sólo eran biznietos de Juan I, el segundo Trastámara. La de veces que se habían casado, y se seguirían casando, por izquierdas y por derechas, es decir, por Portugal y por Aragón, primos con primos, tuvieran las consecuencias que tuvieran. Tanto que, con una frecuencia estremecedora, los hijos nacían locos o medio locos de diversas locuras (como la madre de Isabel sin ir más lejos, como ella misma, y después su hija Juana), o se morían temprano sin remedio. Porque aquello no era ya parentesco, sino incesto. Isabel se casaba con Fernando porque era la solución a su problema: acreditado como buen luchador, disuadiría a los enemigos de su causa (su causa era el trono de Castilla) y fortalecería su postura ante la nobleza levantisca y odiosa para ella. De ahí que se callara, mordiéndose los labios y la soberbia, cuando conoció las promesas que el ladino y aprovechado Fernando, tomando unas abusivas y adelantadas prerrogativas, había hecho para premiar por su cuenta, y a costa de bienes castellanos, a los hombres de confianza de Isabel, que fueron a tratar las capitulaciones. Por supuesto, la princesa se resarció de esto más tarde. Pero, por el momento, tragó que a Gutierre de Cárdenas, Fernando le prometiera Maqueda y las rentas del peaje de ganados del puerto de Villarta y una ceca de acuñar monedas a elegir entre las que hubiese una vez concluido el matrimonio. Ya Gonzalo Chacón, mantequilla más dulce, «en puro don no revocable, sin más condición para vos y vuestros herederos, para siempre jamás, con todas las cláusulas, vínculos y firmeza que de derecho hacer podemos», la donación de Casarrubios (que se lo había donado a Isabel el Rey su hermano), la villa de Escalona (la de don Álvaro), el señorío de Valdeiglesias, el peaje del puerto de la Venta del Cojo, y la posesión de una contaduría mayor de Castilla… Empezaba el aragonés muy bien mandando.
Y lo peor es que, existiendo en Aragón la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres, tuvo Isabel que conformarse allí con el papel de Reina consorte; y Juan II y su hijo creyeron que harían y desharían en Castilla, una vez encajada la corona en las sienes juveniles de Fernando, todo lo que les restringieran papeles y capitulaciones. Pero cuánto se equivocaron.
Además, al margen de todo esto, los vaivenes de representantes se producían a espaldas del Rey Enrique. Así, el cronista Alfonso de Palencia iba a Aragón a reclamar las arras por Aragón prometidas para reconocer el inmediato matrimonio, que darían un respiro de dinero de bolsillo a la futura desposada, instalada ya en Ávila. Lo primero que hizo al llegar allí, por cierto, fue purificar la ciudad de prostitutas que negociaban por las calles: ellas y sus proxenetas fueron expulsados para que la ciudad recuperase, hasta hoy, su carácter devoto y recoleto. Antes de gobernar, ya Isabel gobernaba y signaba su camino marcado por la luz de la Divinidad. Hasta Ávila le llevó las arras Palencia, con un espléndido collar. Con él puesto, Isabel se fue a Valladolid para esperar al novio. Fernando, a su vez, viajó a Valencia, «tierra suya», y preparó su marcha hacia Castilla, donde decidió entrar disfrazado de mercader por si las moscas. No era alto, pero sí fuerte y simpático de expresión. Y, desde luego, más auténtico y sincero y menos hipócrita que su novia. Sólo traía a su alrededor seis personas. El 7 de octubre pasó por Burgo de Osma, y el 9 llegó a Dueñas, donde estaba seguro porque la custodiaba el conde de Buendía, Pedro de Acuña, hermano -cómo no- del arzobispo de Toledo, que andaba por Valladolid rezando responsos por el joven infante muerto el año anterior, junto a su esperanzada hermana.
El 12 de octubre llega a esa ciudad Fernando. Isabel tarda dos días en verle: tan enamorada estaba. Y, mientras tanto, comunica al Rey Enrique que se casan y que nada puede evitarlo. Ni la falta de dispensa papal, que era el recurso único de Enrique IV: el arzobispo de Toledo inventó una falsificada por un experto en documentos papales, el obispo de Segovia, don Juan Arias Dávila. La auténtica licencia tuvo que esperar dos años y dos Papas. Se la da Sixto Iv, un bendito vendido. Pero ¿qué importaba? Se acercó el caballero redentor de la doncella cautiva, que era rubia por añadidura y abesugada también, y su lazo de amor la convertiría en Reina. En Reina Católica, un poco después, por si fuera poco. Todo muy Amadís de Gaula: un príncipe juvenil que, a sus diecisiete años, se ve ya personaje de una aventura no exenta de peligros… Para hacer una boda de conveniencia, sin la bendición del Papa pero sí con la de su padre, uno de los bichos más grandes que ha dado nuestra Historia. Los contrayentes estaban perfectamente al tanto de la falta de bula pontificia, pero ya pedirían perdón llegado el momento, para eso eran tan católicos; en aquel punto lo que les urgía era la boda ante el pueblo. Y dos años después, cuando ya tenían una hija, cosa que también era urgente pero menos válido que un hijo, porque en Aragón no reinaría, frente a las acusaciones de Enrique, que rebatía con largos argumentos la falta de permiso papal, separadora de tantos matrimonios precedentes cuando se le antojaba a la Santa Sede o la pagaba quien le convenía, Isabel sólo contesta:
–En cuanto a lo que su merced dice que yo me casé sin dispensación, a esto conviene larga respuesta, pues su señoría no es juez en esta causa y yo tengo bien saneada mi conciencia, según podrá parecer por bulas y escrituras auténticas donde y cuando necesario fuese.
Católica no sé si sería, pero embustera mucho más.
Ya todo se acelera. El día 17 de octubre Isabel, uno antes de que los casara, hace donación de la ciudad de Atienza, como una atencioncilla, a Troilo Carrillo, el hijo ilegítimo del -naturalmente- arzobispo de Toledo: una pequeña paga por haber quebrantado todas las normas posibles de la Santa Sede. Luego, el desposorio por el mismo arzobispo. La madrina es María, la esposa del casero de los contrayentes, don Juan de Vivero, y el padrino, el tío de los dos, don Fadrique Enríquez, Almirante de Castilla, de sangre no muy clara. La ceremonia la oficia Pedro Méndez de Ayala, capellán de San Yuste. Y, después de la ceremonia, los primos se miraron y fueron a lo suyo. Aquí sí hubo sábanas manchadas: uno de los dos al menos era virgen.
No precisamente el primero que deja ver su verdadero carácter: el esposo no autorizado papalmente. Aún en Valladolid, ante un gesto de imposición al que se creía autorizado, por supuesto y por su puesto, el arzobispo de Toledo, el buen mozo de diecisiete años le dijo, más claro y más alto de lo que quizá debiese y a él le correspondía, «que no entendía ser gobernado por ninguno y que ni el arzobispo ni ninguna otra persona lo imaginasen, porque muchos reyes de Castilla se habían perdido por esto». ¿Estaba o no patente a quién se refería?
Pues el aludido Enrique mira de nuevo a su hija Juana. Y a Isabel, antes que la paciencia, se le acaba el dinero de sus rentas de Castilla y, apremiada por la necesidad, manda a su secretario Cárdenas para actuar en su nombre en la Corte aragonesa, y que la remediase con las rentas que allí le asignara su suegro el Rey Juan. Tal cosa no agradó a tal Rey, que designó a uno de su confianza, Juan Sabastida, para oponerse. Su nuera replica como su hijo al arzobispo: son tal para cual, muy católicos pero absolutamente decididos a hacer lo que les dé la gana:
–Dejadme hacer, en aquello que vuestra señoría me dio, lo que a mí me parezca debo hacer, porque no haré sino lo que fuese justo.
A Enrique le llegan ofertas de Luis XI para casar a la princesa Juana con su hermano. El obispo de Arras lo representa en una entrevista en Valdelatosa, a la intemperie, y se celebra el desposorio del duque de Guyena con la niña de ocho años. El Rey, exonerando bienes del patrimonio real, ha conquistado adhesiones a un nuevo Guisando: incumple porque incumplió su hermana. Su indecisión y su dignidad han sido ofendidas. La inestabilidad política lo vuelve más confuso. Y jura de nuevo que doña Juana es hija de su mujer y suya. El embajador francés le pregunta a la niña, en público, y la niña asiente, qué va a hacer. Acto seguido, los nobles y prelados presentes la juran como Reina. Al concluir la ceremonia se desencadena una tormenta que empavorece a todos. Nadie, cuando huyen, se acuerda de la niña: sólo un mozo de espuelas, que la guarece bajo un roble… Quizá Enrique ha odiado por primera vez en su vida. Para echar a su cuñado y a su hermana de Castilla hará lo que sea preciso. Pero Guyena no tarda en morir. Eso es lo que anula Valdelatosa y no la protesta de Isabel. Pero Enrique preparó la boda de su hija, la segunda boda, con su tío, el Rey Alfonso V de Portugal, ya viudo. O con el infante de Barcelona, don Enrique Fortuna. O con quien sea… A pesar del larguísimo e indecente y mal escrito manifiesto que su hermana hace público desde Medina de Rioseco. Villena, que había ido a Trujillo reclamando su donación por el Rey, muere. Su espacio quiere ocuparlo, claro está, el arzobispo de Toledo, que abandona, decepcionado en su ambición de mando, a Isabel. La situación es más caótica que nunca: ya el Rey no es un primus inter pares, sino uno más de los Grandes. Los Mendoza han perdido la custodia de la niña Juana y están libres de compromisos. Don Beltrán de la Cueva ha casado con una de las hijas del marqués de Santillana. Los isabelistas firman protocolos con Borgoña e Inglaterra. A principios de 1472, Roma nombra un nuevo nuncio, y Fernando va a recibirlo a Valencia. Se trata nada menos que de Rodrigo Borja, un cardenal lascivo e incestuoso. Roma se decanta por el joven matrimonio, previo pago de la décima parte de los inmensos gastos que la Curia exigía a los reinos para una Cruzada contra los turcos. Los Mendoza, para uno de los cuales se ha traído un capelo cardenalicio, lo cual lo distancia definitivamente del arzobispo Carrillo, vacilan, con su cardenal a la cabeza.
Y llega el día de los Inocentes -¿quién lo es aquí?-. Isabel y Fernando son recibidos en Segovia, en el Alcázar, por el Rey Enrique. Salvo dos linajes, el de Pacheco y el de Zúñiga, la nobleza ha aceptado tal orden sucesorio. La princesa había ido allí para controlar una campaña antijudía y anticonversa, quizá contagiada o procedente de Andalucía. Eso en apariencia. En realidad, fue con su esposo, para coincidir con el Rey, que pasaba allí las Navidades. Y todo acaba con esta reunión en Segovia, tan sorprendente, de los dos hermanos, bajo los aplausos de Fernando de Aragón.
Y, alrededor, la paz. Isabel y Enrique están en un lugar que aman, aquel Alcázar cuyo custodio es el converso Andrés Cabrera, preferido del Rey y casado con una antigua dama del séquito de la viuda loca de Madrigal. Isabel y ella habían jugado juntas. Es Beatriz de Bobadilla. En el Alcázar, entre amigos, durante un fin de año helado de Segovia. Felicidad familiar… ¿Quién iba a imaginar lo que sucedería? ¿O alguien lo imaginó perfectamente?
En la fiesta de Reyes -para que todo transcurra sin discusión- de 1474, después de una suculenta cena preparada por la Bobadilla, Enrique cae enfermo delante de su hermana y su cuñado, que se miran apenas de soslayo… Pasarán semanas, recorrerá Castilla, irá a Madrid, vomitará sangre… Escribe:
«Amado mayordomo: ayer me vine porque cargaban de mí muchos negocios y no estaba para ello… Veo que todos desean vivir.»
Y el mayordomo le replica:
«No supe que erais ido; adonde estéis os suplico que os queráis guardar, así del trabajo mucho como de los fríos y el comer…»
Pasan meses. Caza en El Pardo; sale del Alcázar; no llega al bosque… Hay que confesar. Hay que hacer testamento… No hay gente que lo quiera: sólo calculadores y temerosos que miran lo que pueda caerles encima con la lucha de la sucesión. Le preguntan a quién deja heredera. Enrique no contesta. El confesor le insta a decir la verdad en el nombre de Dios:
–De este pecado nunca seréis perdonado, porque callando dejaréis encendido todo este reino en grandes males.
Ya es inútil la canción: «Abre, abre las orejas; / escucha, escucha, pastor, / que no oyes el clamor / que te hacen tus ovejas.»
–Juana -dice.
Y ya no dirá más. Muerto el pastor, se desparraman sus ovejas: las únicas que le quedaban: el cardenal Mendoza, el marqués de Villena hijo, el conde de Benavente. El cadáver está deshecho y consumido. No fue menester embalsamarlo. Mendoza se lo lleva a Guadalupe, donde yace su madre, la única mujer que lo ha querido. Fue la noche del 11 al 12 de diciembre. Murió envenenado con arsénico que le suministró algún impaciente. O alguna.
Rodrigo de Ulloa corre a Segovia a informar a Isabel, por si no lo sabía, y a advertirle lo que opinan los nobles: que espere. Además, Fernando estaba en Aragón por esas fechas. Isabel escucha a Ulloa y le vuelve la espalda. Segovia le es fiel. El mismo día 12 hace las honras fúnebres por el Rey. El 13, en la Plaza Mayor, se alzan pendones «por Isabel, Reina y propietaria de estos reinos, y don Fernando, su legítimo marido». Ha cambiado la ropa de luto por los oros reales. Y se abraza al pendón de Castilla con lágrimas de reconocimiento y de entrega del reino a la gloria de Dios. «Non nobis, Domine, non nobis… Para ti sea siempre el honor y la gloria.»
Al enterarse Fernando de que su mujer iba precedida en el desfile por su cortesano Gutierre de Cárdenas, portador de una espada, preguntó:
–¿Hay en la antigüedad alguna Reina que haya llevado por delante ese símbolo, amenaza de castigo para sus vasallos? Se concedió a los Reyes, pero nunca supe de Reina que hubiese usurpado ese varonil atributo.
Es decir, que pintaban espadas y bastos.
El 16, manda una carta a todas las ciudades del reino. Cuenta cómo los caballeros y prelados que se hallan en Segovia han reconocido sus derechos. Pero en Segovia no había, en esas fechas, ni un solo Grande del reino. Fueron llegando en días posteriores. El cardenal Mendoza no llega hasta el día 27 de diciembre, desde Guadalupe. Isabel le agradeció el gesto y la vuelta decidida a su lado. La proclamación cogió de sorpresa a todo el mundo, y suscitó una triple oposición: la del propio marido, que quedaba en una situación muy poco airosa; los bandos señoriales, opuestos a esa consolidación del poder real; y Portugal, que veía formarse el bloque de Castilla y Aragón, que siempre había temido: un bloque que prologaba una guerra inmediata.
Fernando, en Aragón, cae de repente en la cuenta, ante la catarata de acontecimientos, de que él tiene más derecho que Isabel al trono de Castilla si se elimina a la niña Juana. Él es el único heredero varón directo de la casa de Trastámara, como bisnieto de Juan I y nieto de Fernando el de Antequera. Se encamina a Castilla el día 19. Pero se le recomendó esperar unas fechas en Turégano para disponer decentemente su llegada. Llegada que verifica el día 2 de enero, en el que se reúne, no con muy buena disposición, con su distinguida esposa.
Durante esos quince días los juristas laboran a destajo, hasta el punto de que Alfonso de la Caballería pide la intervención del Rey aragonés para evitar que la ambición de Isabel eche por tierra lo que está en el aire. Toda la Junta se somete al arbitraje del cardenal Mendoza y, claro está, del arzobispo de Toledo. Son ellos quienes convencen a Fernando de que en Castilla pueden reinar las mujeres, e Isabel es mujer, aunque de pelo en pecho: eso ya se había reconocido en las Capitulaciones de Cervera. La fórmula sería la supremacía de ella sin arrinconarlo a él en un segundo plano. Así se llega al Acuerdo para la Gobernación del Reino, que redactan los dos príncipes de la Iglesia: se firma el 15 de enero con el nombre de Concordia de Segovia:
Todos los documentos oficiales serían dados en nombre del Rey y de la Reina, precediendo el nombre del Rey al de la Reina y las armas de la Reina (el águila de san Juan y el haz de flechas) a las del Rey (el yugo con el nudo gordiano).
Las tenencias de las fortalezas se darían a nombre de la Reina sola.
Las rentas de Castilla se emplearían de común acuerdo entre los Reyes.
Las mismas normas se seguirían en Aragón y Sicilia.
Las mercedes y oficios serían concesión de la Reina sola.
Los beneficios eclesiásticos serían suplicados por los dos soberanos, pero a voluntad de la Reina.
La administración de justicia recaería en los dos soberanos si se hallasen juntos, o en cualquiera de ellos si se hallasen separados.
En el tema jurídico, Isabel no cede nada: sigue siendo la única Reina de Castilla; Fernando recibe poderes amplios, que le confieren plena autoridad. Esta concordia se amplía, por conveniencia de Isabel, al inicio de la guerra con Portugal.
Pulgar dice que se trata de una voluntad que moraba en dos cuerpos. Hasta llegó a escribirse que, después de un parto, se dijo: «En tal día de tal mes parieron los Reyes nuestros señores.» Respecto al Tanto monta nunca fue el lema de los Reyes, sólo de Fernando. Quizá se lo sugirió Antonio de Lebrija, el gramático: tales palabras no son más que el comentario al yugo y al nudo de sus armas. Es Quinto Curcio quien lo cuenta: Alejandro lo dijo al contemplar en Gordia un yugo muy atado con una leyenda de que quien lo desatare sería el Rey de Asia. «Tanto monta», dijo el macedonio, y cortó el nudo con la espada.
¿Qué interesaba al pueblo todo esto? Nada. ¿Qué interesaba a los nobles?: ¿un poder fuerte, por encima de clases y partidos, o uno sometido al poder de la aristocracia? Ésa era la clave. La nobleza se inclinaría a quien más favoreciera su conveniencia. Por eso fue a Segovia al galope Rodrigo de Ulloa: para que Isabel aguardara la decisión de los Grandes. Y por eso Isabel se apresuró a no hacerle caso y a actuar con los hechos consumados. En realidad, esto es lo que marca las posturas de los dos prelados. El cardenal Mendoza no vio con buenos ojos el pacto de Guisando ni las ambiciones de Isabel; años después pensó, sin embargo, que daba garantías suficientes para restaurar el prestigio de la corona. La nobleza no podía seguir interviniendo en los negocios públicos y urgía consolidar las posiciones ocupadas sin miedo a la intervención de los Grandes. Esto no podría conseguirse con doña Juana, sometida a la voluntad del marqués de Villena. Por primera vez en un siglo, llegaría al trono un Rey sin tener que ir precedido de dones, mercedes, cargos y oficios, en definitiva, de vergonzosos compromisos. Mendoza representaba la parte más inteligente de la nobleza. No en vano acabó siendo llamado Tercer Rey de Castilla.
En cuanto a Carrillo, ocurre todo lo contrario. Se volcó en la princesa Isabel desde el principio, antes de que fuese conocida por sus futuros súbditos. Trabajó en organizar su matrimonio. Pero todo era con la esperanza de recibir su agradecimiento y su debida sumisión. En el fondo, tal postura era idéntica, salvo que iba en otra dirección, a la de su medio sobrino Juan Pacheco, marqués de Villena. Pero pronto sospechó que las cosas no eran como él las soñara; y, ante la actitud del joven matrimonio, más difícil de lo que imaginaba, dijo con toda claridad que «si mucho le hacían, él daría a la princesa una vuelta igual a la que dio el Rey don Enrique a su hermano». (Se refería al Rey don Enrique II, el primer Trastámara, y a la ayuda de los Cruzados Blancos franceses, personificados en Duguesclin, que viendo a Pedro I sobre su hermano Enrique, colocó a los belicosos príncipes en la posición contraria: «Ni quito ni pongo Rey, pero ayudo a mi señor.») Carrillo se pronunció al principio a favor de doña Isabel; pero percibió pronto que allí no cabía la privanza, ni ellos, ninguno de los dos, eran títeres, como habían sido todos los Trastámara anteriores. Y, a pesar de que los Reyes lo consideraron por ser muy influyente en gran parte del reino, no les gustó su actuación. Él tenía mentalidad feudal; ellos son autócratas. Carrillo se retira a sus tierras de Alcalá; no tienen contacto con los Reyes; y, en abril de 1475, se pasa al bando de doña Juana con una frase, a las que era tan aficionado, muy suya:
–Yo saqué a doña Isabel de hilar y la volveré a la rueca.
Con él se va una parte de la nobleza, y la guerra se abre en la diócesis de Toledo. Hasta un último episodio, cinco años después, en que se ejecuta al principal consejero de Carrillo, Fernando de Alarcón. Ya se lo había advertido el joven Fernando de Aragón. Y también Isabel, que era mucha Isabel.
Así se demostró en la guerra con Portugal. Muchos consejeros e interesados castellanos flaquearon en ella, llevada por un triunfante Alfonso V el Africano, desposado con la niña destronada. Muchos propusieron la negociación, quizá con la entrega de Galicia, y de Zamora y Toro, que tenían ocupadas. Hasta Fernando lo dudó. Pero no Isabel: a pesar de la penuria económica, de la enemiga de muchos Grandes, del cambiazo del tornadizo Carrillo, de la invasión de Extremadura y de ciudades decisivas, de la amenaza francesa de invadir a los vascos… Isabel, que había cometido ya bastantes crímenes para llegar hasta ahí, no lo dudó. ¡La guerra! Con León en tratos con el portugués, con Burgos en rebeldía, con Toro y Zamora conquistadas… La Reina está en Valladolid, y Fernando, no. Al recibir tantas malas noticias, se subió al caballo Isabel y anduvo catorce leguas sin descabalgar. A la siguiente mañana, estaba en León… Pero de esta guerra sólo voy a contar el principio y el resultado.
En el verano de 1475 reúnen Fernando e Isabel un razonable ejército (si hay alguno razonable), o menos que un ejército, porque eran tropas sin experiencia y mal conjuntadas, con un equilibrio difícil entre las mesnadas señoriales y las peonadas de los Concejos. Con esta tropa se dirige Fernando contra el Rey portugués, asentado en Toro. Isabel espera la victoria en Tordesillas. Cuando cunde la alarma, porque Alfonso se ha hecho con Zamora, de caer entre dos fuegos y tener que combatir en campo abierto contra un enemigo también situado a sus espaldas, todos instan a Fernando a la retirada. Y así, en desorden, medio rotos, abatidos y polvorientos, llegan a Tordesillas. Isabel aguardaba la victoria, y se encontró con unos desharrapados sin orden ni concierto. Allí apareció la verdadera Isabel, ambiciosa, descomedida e histérica. Tuvo un ciego arrebato de cólera; insultó a su marido ante la tropa; lo tachó a gritos de cobarde, y ordenó que se alancearan los primeros caballos que llegaban, gritando «palabras de varón muy esforzado», con muy malos gestos y modales, y en el colmo de la irritación y la venganza. Al día siguiente, en público, trató con aspereza a su marido delante del Consejo. El Rey no pudo reprimirse y le gritó:
–Llegamos al menos sanos y salvos, ¿y así somos maltratados? ¿Acaso una batalla perdida es perder la guerra? Habrá ocasión de mejorar la suerte. Dad, señora, reposo a las ansias del corazón. Ya vendrán las victorias.
Y vinieron. Con mucho esfuerzo y sangre, pero vinieron.
Ahora lo que quiero contar es el final de esa guerra costosa, insufrible, casi civil o civil del todo, y en todo caso fraterna. Vamos a ver cómo se hace la paz. La negociaron las mujeres: Beatriz, duquesa de Braganza, y su sobrina, la propia Isabel. Había sido una guerra muy atendida; una guerra de nobles contra Reyes; de nobles contra nobles; entre fronteras; y contemplada por las dinastías europeas, porque el vencedor uniría dos coronas: Castilla y Portugal, o Aragón y Castilla. No estaban impasibles las chancillerías de la Cristiandad ni la nobleza, ante las que se plantea un problema: cómo vencer a los que no se unieron a los vencedores, porque son hermanos al ser aristócratas. Ofrecido el perdón, si alguien no lo acepta, se le procesa. A algunos los llevan al cadalso -se les dice- sus crímenes, no su revuelta. La represión fue implacable en Castilla: la Reina no perdona más que a los que se humillaron. Menos mal que los musulmanes, allá en Granada, como enemigos comunes, cicatrizaron las heridas y unieron a los nobles otra vez. La rapiña es el lazo de siempre.
Don Alfonso se retira a Portugal y entra con Juana en Abrantes. Se ha de firmar, dado lo costoso y lo inútil de la campaña, una paz complicada. Mientras se prepara, muere el Rey de Aragón, y Fernando ha de ir a tomar posesión del trono. Quedan, pues, tía y sobrina, en Alcántara, frente a frente. Las negociaciones no fueron sencillas. Muy al contrario. Porque se trataba de pisotear a una enemiga, y en eso Isabel se recreaba.
Las discusiones, arduas, duraron más de tres meses hasta los Tratados firmados en Alcazobas a principios de septiembre de 1479. Los acuerdos fundamentales fueron: amnistía para los nobles castellanos que combatieron con los portugueses, lo cual se reveló de difícil aplicación; reconocimiento de las fronteras tal y como existían a la muerte de Enrique IV; acuerdo sobre el comercio y la navegación en el Atlántico: las Canarias quedan para Castilla, y las costas de África y las demás islas de ese océano bajo la influencia portuguesa.
La suerte de doña Juana fue decidida en un tratado particular, el de las Tercerías o Tercerías de Moura. La Reina Isabel examinó en persona todo este aspecto de la negociación. Ya empieza exigiendo que doña Juana fuese encerrada en un convento o residiera en Castilla; los portugueses querían casarla con el príncipe don Juan, heredero de los Reyes de Castilla, que tenía a la sazón un año, y que se le reconociera el título de princesa. Isabel se negó a hablar de lo segundo. El acuerdo final estipulaba que doña Juana, cuyo casamiento con Alfonso V no se había consumado y se había retirado la dispensa, viviría sometida a la tutela o tercería de la infanta Beatriz hasta que el príncipe don Juan, el heredero de Castilla, llegase a los catorce años. El príncipe conservaba la posibilidad de no casarse con ella, dándole una compensación económica. La opción era su entrada en un convento de clausura. Entró en las clarisas de Santarém para acabar muriendo en el convento de Coimbra. Profesó en noviembre de 1480 rodeada de diplomáticos que darían fe, incluso de fray Hernando de Talavera, confesor de la Reina. Más tarde Isabel exigió del Papa Sixto IV una bula que obligaba a doña Juana a permanecer encerrada en el convento, sin poner un pie en la calle. Para aislar más a doña Juana, la Reina Isabel hizo que su hija primogénita se casara, primero, con el heredero de Portugal, y luego, muerto éste, con el nuevo Rey, quien enviudó poco tiempo después y volvió a casarse con otra infanta castellana, María. Eso manifiesta la obsesión de Isabel de separar de la causa de Juana a la familia real portuguesa. En estas disposiciones reside la mejor prueba de que, al menos para Isabel, doña Juana era efectivamente hija legítima de su hermano don Enrique IV. Y como tal, heredera del trono de Castilla. Mucho más que cualquier otro argumento. Eso se pensaba en Portugal de la Excelente Señora, como se la llamaba, que conservó un rango de honor dentro y fuera del convento. Mientras vivió, se consideró a sí misma Reina de Castilla, y en su firma lo hacía constar. Murió en 1530, a los 68 años, enclaustrada. En 1505, recién viudo el Rey Fernando, pretendió casarse con ella: otra prueba infalible de su realeza. Quiero creer que ella no lo recibió y respondió a su propuesta con una carcajada.
La Reina Isabel se salta, con estas paces, todas las normas históricas. Ella ha sido elegida por Dios, y ya no hay más que hablar. Está por encima de las débiles y quebradizas legalidades humanas, que se encargó de romper cada vez que le convino. Como señalada por un arcángel Gabriel de la Anunciación, se convierte en Madre de la Patria, en paradigma y modelo emblemático e indiscutible de la esencia de Castilla y de España. Fue la poseedora de las virtudes cardinales y las teologales en el más alto de los grados. Lo que ya había hecho Pedro I el Justiciero, al que los Trastámara llamaron el Cruel, cuando lo hace ella se convierte en confidencia con la Divinidad. El Catolicismo, que luego va a ser su apelativo, cuando se descubra América y se lo otorgue el indecente Alejandro VI, Rodrigo Borja, indeseable Papa y padre, descansa sobre ella, que se las tiene tiesas con cada Papa que sea: para elegir a la jerarquía lo mismo que para marcar en Tordesillas las fronteras de los descubrimientos entre España y Portugal. Ella hace lo que otros Reyes, pero en ella todo adquiere una teleología y un divino prestigio. Los viernes administra, junto a su marido, justicia, estuvieran donde estuvieran. Porque de lo que se trataba era de subrayar que estaban por encima de las leyes, y de que, aplicadas por ellos, fueran las que fueran, se cargaban de legitimidad. Los Reyes eran la imagen de la Justicia misma, la encarnación de lo sobrenatural. Igual que personificaban la prudencia en la administración de sus reinos y en el sacrificio por sus súbditos. Y la fortaleza y la templanza.
A nadie se le ocurriría plantear, frente a tanto enaltecimiento, las escalofriantes injusticias cometidas contra los musulmanes granadinos, firmada una paz falsa y unas capitulaciones estafadoras que nunca pensaron ser cumplidas. A nadie se le ocurre, ni se le ocurrió, mirar las desastrosas malevolencias cometidas contra la real heredera de Castilla, a la que Isabel siempre nombró como la hija de la Reina, y a la que arrebató todos sus derechos y toda su vida.
¿Y la templanza? Se prohibió la práctica del juego y la fabricación e importación de dados y de naipes. Hasta después de fallecida su esposa, cuando al fin pudo respirar descargado de la misión divina, no jugó su marido con los cubiletes. Los convites se hicieron austeros, y se restringieron los gastos suntuarios. La aristocracia se vio obligada a esconder sus alhajas. Se trataba de imponer una voluntad de dominio: ya desmochando las fortalezas y las torres de los nobles insumisos, ya prohibiendo los tejidos opulentos «no siendo para ornamentos de iglesias». Hay una pragmática de Madrid de 19 de enero de 1502 que he tenido en mis manos: trata de lutos, funerales y duelos; y prohíbe los vestidos de jerga, sustituidos por los de lana negra, así como el empleo de velas en exceso, que pasaron de mil quinientos en ocasiones, a veinticuatro cirios para señores de vasallos, y doce para el resto de los súbditos. La Iglesia prefería que ese dinero se le diera o se cobrara en misas: veinte mil, por ejemplo, o muchas más en el testamento de Isabel.
Pero esta rigidez frente a los súbditos contrasta con sus bienes personales. Antes de un mes de su muerte, se empiezan a ejecutar las mandas económicas de su testamento. Para ello hay que dar libranzas e inventariar los bienes. La ristra de misas es inagotable. En cuanto a los bienes, se decide concentrarlos en Toro, adonde llegan recuas con arcas llenas hasta los topes de las más variadas joyas, objetos, libros, piedras preciosas, bienes imposibles de enumerar… En agosto seguía haciéndose inventario y tasación de estas riquezas, y seguían concurriendo a las subastas desde las damas de palacio hasta, cómo no una vez más, el arzobispo de Toledo. Y a ello hay que añadir sus vestidos de brocados de seda o paño, la ropa de vestir blanca, que ocupan dieciséis folios del inventario, o los paños de devoción, que ocupan cuarenta y siete folios… Treinta años después aún se están recibiendo, en la Contaduría Mayor de Carlos el Emperador, reclamaciones de dinero que hay que satisfacer con cargo a las arcas reales. Se trata de un verdadero símbolo esta confusión existente entre situaciones públicas y privadas, porque el servicio a la Reina lo mismo podría consistir en haber guerreado en Granada que en haber aderezado un tapiz de su cámara. Desorden, en todo caso, muy significativo. Porque el Estado era sencillamente ella. Y las anécdotas se transformaban en categorías.
La enviada de Dios inaugura en su reinado, con las expulsiones y persecuciones, la unidad religiosa dentro de la Península. Luego, sus sucesores la procurarán fuera, y hundirán económicamente el país. Al fin y al cabo, son los portadores de un encargo sobrenatural que, de una manera esotérica, los sitúa por encima de todo y por encima de todos. No extraña la buena acogida que los Reyes dieron al invento de la imprenta; pero sólo porque les permitió llegar a todos los rincones del reino con sus órdenes y pragmáticas.
Aunque también llegaban a esos rincones las coplas de Mingo Revulgo, las del Provincial y las de Ay, panadera, en que los ciudadanos simples repelían, con humor, que era lo único que les quedaba, las lacras que los poderes, religiosos o laicos, trataban entre inciensos de ocultarles. Existían dos decálogos, si no más: uno para los nobles a los que los Reyes respetaban un poco, y otro, para los que nada valían a sus ojos. Pero el primero, el de ellos, estaba por encima del resto.
No sólo se había dado aquella guerra civil para que ella fuese Reina; se dio otra guerra interior, de reorganización política y administrativa, para poner las bases de un estado nuevo. Y también en ésta fue conseguida la victoria en el nombre de Dios, que estaba sin la menor duda de su parte. Allí se hallaban los corregidores como representantes del poder, proporcionando lo que para la guerra de Isabel se necesitase, desde los recursos de las zonas reales a la plata de las iglesias, que fray Hernando de Talavera o Cisneros o el que fuese autorizaban. Y estaba, sobre todo, la Santa Hermandad, que iba a ser esencial para el nuevo régimen divinizado antes de convertirse en policía rural. La causa de Isabel se identificó con una tendencia antiseñorial y una repulsa del feudalismo. La suya fue -eso se dice- una monarquía popular, atenta a las preocupaciones del común: a su alrededor se creó un halo de esperanza. Qué decepción mirar bien y despacio. Ellos querían restablecer las prerrogativas de la Corona, que los magnates a veces contradecían; pero jamás pensaron en reformar, y menos en destruir, el orden social vigente, cuya base era el señorío. Los viajes que suceden a la guerra y los que la acompañan son claves para entender este sentido de la doblez que caracteriza todo el reinado de Isabel. Es un poder teocrático que se transforma en la exaltación de un poder autocrático.
Se pensaba -había que pensarlo- que con los Reyes Católicos se terminaba la Reconquista. Durante siglos, ella había absorbido todas las energías. Había que expulsar a los infieles invasores, ocupar el suelo y poblarlo, defenderlo contra eventuales contraataques; a los que se instalaban en las nuevas tierras adquiridas en combate se les daban privilegios personales y colectivos: el estatuto de hombres libres para los campesinos, fuero de grandes ciudades para las conquistadas. Así se fue haciendo Castilla, una isla peculiar de hombres libres frente a la Europa feudal. Ofrecía a sus hijos más valerosos la perspectiva de lograr al mismo tiempo honra y provecho, o sea, prestigio y dinero. Bastaba armarse caballero y encaminarse al Sur. Bastaba ir contra el moro. Al Cid le había sucedido. Él era el modelo: un pequeño hidalgo de Burgos, expulsado de allí, y «hoy los Reyes de España sus parientes son». Después de las batallas se reparten el botín: «Los que fueron de a pie caballeros se hacen.» Ésa era la fuente de la verdadera riqueza: los valores militares. El campo, la artesanía, el comercio, las profesiones libres, en una palabra, la vida, eran despreciables y despreciadas. Cosas de vencidos o de minorías humillantes: los judíos, los moros, los moriscos. El enriquecimiento rápido lo arrebataba el guerrero, no los otros.
El fin de la Reconquista tenía que haber acabado con esta situación. Pero después de la toma de Granada, ya en abril de 1492, Isabel, en contra de la opinión de los entendidos, en nombre de sus personales relaciones con Dios, vuelve a llamar a Colón: está deseando ser convencida por él, menos iluminado sin embargo que ella pero igual de ególatra; firma con él otras Capitulaciones cuando ya se habían empezado a incumplir las firmadas con Boabdil, y dispone de fondos del Estado y garantías de la Corona. Sin que su marido participe, comienza la nueva empresa. La conquista de América continúa la ruina nacional de la Reconquista. Siempre he creído que jamás debió descubrirse América. Continuó con los falsos ideales de los hombres de España. Aumentó lo que tenían de sabandijas codiciosas y de explotadores. Multiplicó su hambre pretenciosa y su falso y estúpido orgullo de gente sin trabajo. Dio la oportunidad a que una personas como fray Bartolomé de las Casas, ese sabihondo dominico venido a más, escribiera su Destrucción de Indias, que pintaba cómo se le sacaban los entresijos a los nativos de allá. Y, teniendo que «cargar indios» (que era de lo que acusaba a los conquistadores) por tantos y tantos cajones de testimonios acusatorios como había acumulado, se negó a cargarlos para que los llevaran hasta el mar, porque para eso eran sus defendidos, y decidió cargar, en su lugar, a negros. Porque los negros sí que podían ser esclavos, pues para eso se llevaban de África. Qué dolor, porque nada de eso era verdad. Simplemente los indios no se consideraban esclavos porque no servían, porque eran flojos para partir piedras y ahondar la tierra para hacer minas de oro o plata. En lugar de obtener metales ricos, se morían, y entonces, por eso entre otras cosas, no se decidió hasta 1537, por una bula de Paulo III, que los indios tuviesen alma. Y que sólo los negros podían ser esclavos. Y los indios también si no se les bautizaba, cosa que era corriente: no bautizarlos digo.
Me acuerdo de un Pedro Mendizábal de Avilés, marinero, que escribía al Rey Felipe:
–En la isla Española de Santo Domingo hay más de cincuenta mil negros y ni siquiera cuatro mil españoles. Posible porque ellos se multiplican mucho en esa tierra cálida como la suya, y aumentan los esclavos con mucho peligro para los nuestros, y sólo hay un remedio para defenderse: tenerlos atemorizados con la crueldad.
Y hablaba el de Avilés de la crueldad como si fuese un látigo, un utensilio, algo material y visible. Y hablaba así en cada carta que escribía, en cada memorial, y empezaba y acababa sus escritos siempre con esa cantilena de «usar con ellos toda la crueldad que a Vuesa Majestad le parezca».
América volvió a complicar todo otra vez. Lo volvió a confundir todo otra vez. Yo he vivido la verdadera vida en Italia y en otras partes de Europa. Pero nunca he comprendido las razones para prolongar la Reconquista con las conquistas de Ultramar. La búsqueda del oro, de las riquezas que da el comercio, vale; pero ¿quién pensaba en la curiosidad por el mundo nuevo, la sed de conocimientos aún sin inaugurar, el gusto dudoso e incomprensible por la aventura? ¿Y eso de la exaltación religiosa, que bastante había con lo que pasaba en Europa; el espíritu de cruzada, que fomentó la inmediatamente anterior conquista de Granada: hacerse con nuevas e infinitas tierras para predicar, o mejor, para imponer a la fuerza, a sangre y fuego, el Evangelio? No en vano el sinvergüenza de Alejandro VI les dio el título de Reyes Católicos. Hereditario además. Como los Reyes Cristianísimos de Francia. Por lo menos el título de Defensor de la Fe se lo dieron a Enrique VIII a título personal. (Y aun así, al Papa le salió el tiro por la culata, porque el inglés se dedicó a lo contrario.) Como a Alejandro la bula Inter Coeterea, que ayudaba y beneficiaba tanto a Castilla, que Portugal puso el grito en el cielo y tuvo que modificarse al año siguiente por el Tratado de Tordesillas. Una línea de polo a polo que divide las tierras descubiertas o por descubrir a trescientas leguas al Oeste de Cabo Verde: España se reserva lo que se encuentre al Oeste de esta línea, y Portugal tiene las manos libres al Este.
También con esto el reinado de los Reyes Católicos marca todo el destino futuro de España: los tesoros del Nuevo Mundo debían haberla hecho la potencia más rica de todas. Pero enriquecieron a todos más que a España; a genoveses y alemanes y a ingleses y a franceses… Y contribuyeron a nuestra ruina total. Y además dejaron un país encogido, pendiente sólo de defender la religión. Muchísimo más que Roma, como si Dios nos hubiese dado personalmente el encargo. Ni se adaptó España a las nuevas maneras del comercio; siguió en la Edad Media, como cuando los hambrientos bajaban a llenarse la panza al Sur, a las tierras cultivadas por los moros. El buen castellano estaba acostumbrado secularmente a desenfundar la espada antes que a agarrar el arado. Y todo seguirá siendo el siglo de los conquistadores, el siglo de los hidalgos pedigüeños que se baten sin ton ni son y sin saber por qué.
Eso provino de una Reina, por lo visto bastante más que santa. Pero ¿en qué consiste la santidad? ¿No empezará quizá por el amor al prójimo? Y el amor, ¿no empezará por respetar su libertad, por no imponerle la libertad nuestra, por no quererlo hacer santo a su pesar o por órdenes regias? Ser santa es tener virtudes verdaderas. No consiste, para mí, en forzar a la naturaleza, sino en engrandecerla e iluminarla. Ser santa no es evitar gritar de dolor y de sorpresa en los partos, ni en taparse los pies para que nadie los vea, deformes y encallecidos, cuando te están dando la extremaunción. Ser santa no es creer con firmeza que eres Dios en la tierra, y que los representantes oficiales de Dios tengan que obedecerte. Ser santa no es sancionar con la ruina o la muerte a todo el que se oponga a un esquema de gobierno que a ti se te ha metido en la cabeza. Y si, además de santa, eres una santa católica y quieres ser modelo de bondades, no puedes inventarte una especie de Iglesia nacional conservadora y preservadora de las esencias verdaderas del cristianismo, mucho más que la Iglesia romana. No es posible que la hipocresía conviva con la santidad. Ni con el genocidio que expulsa a los judíos; ni con la codicia que desvalija a los moros; ni con la práctica independencia de la Santa Sede, hasta el punto de que el Papa Sixto IV tenga que advertir que la Inquisición, la segunda, la peor, está actuando con rigor excesivo, rodeada, sin que aparentemente lo perciba, de simonías, nepotismos, crápulas, afán desmesurado por acumulación de bienes y una política de lujo insaciable bajo la apariencia de una falsa humildad. Ser santa no es ser Dios: es justamente lo contrario.
La santidad de la Reina contagió a las antiguas hermandades, provistas de mozos de escuadra y de cuadrilleros, colaboradores de los poderes públicos en momentos especialmente conflictivos, incluso protectores de los judíos contra los odios populares. La Reina las llama, reuniéndolas, la Santa Hermandad. Y lo que había sido útil en despoblado, en los campos, contra malhechores y asesinos, contra bandidos y forajidos, se convierte, se va convirtiendo, bajo el sambenito de la santidad a cuestas, en una entidad odiosa. Las hermandades antiguas, sólo odiadas por la nobleza, cuyos privilegios y excesos frenaban, al fundirse en una santa y única, cambian tanto que muchos nobles se alían a ella para protegerse, lo mismo que el poder público, que se vuelve en el fondo su mejor beneficiario. Ya no se trata de una fuerza represiva con amplios poderes judiciales, pero con los mismos procedimientos sumarísimos de antes; la diferencia es que ahora tenía poderes para lanzar a sus cuadrilleros contra los que al principio confiaban en ella porque protegía su seguridad.
Así que, cuando la Santa Hermandad se traslada a Aragón, la aversión popular es tan grande que, en cuanto muere la Reina santísima, es abolida por la fuerza popular. Entretanto, en Castilla adquirió una mala fama tan grande y tan aviesa como la del Santo Oficio. Porque todo lo que la Reina calificaba de santo quedaba teñido de protección de intereses propios, ajenos a los del pueblo que los padecía y los pagaba a la vez. Cuanto ostentaba el nombre de santo se hacía lejano, incomprensible, revestido de una potestad que perseguía ideales universalistas muy distantes de la realidad cotidiana. El adjetivo de santo creaba, al tiempo que a los sancionadores, a las víctimas de sus sanciones. Sólo, lo cual no es poco, porque los autócratas lo que quieren ante todo es proteger sus propios intereses. La palabra santo acaba aquí por cargarse todo aquello a lo que se adjudica: el adjetivo asesina al sustantivo. Sobre todo -y eso lo digo por experiencia propia- en lo que se llamó y se sigue llamando Santo Oficio.
Por descontado, tampoco los Papas eran santos. Pero no alardeaban de serlo de ninguna manera. Ellos, con su afán de dinero para sus grandes construcciones, desarrollaron la política de indulgencias en venta que trajo, con toda lógica, a Lutero. Debieron de figurarse lo que sucedería antes o después; pero ni eran santos ni tenían el don de la profecía. Eran débiles; caían en la tentación; y se portaban como unos inconscientes. Sin embargo, no presumían, como la Reina Isabel, de santidad. Y ser más papista que el Papa suele traer consecuencias muy malas, como no tardó en comprobarse. Lo mismo que considerar, por ejemplo, que se es la reserva espiritual de Europa. Se empieza reivindicando como propias funciones que corresponden a Roma, así el nombramiento de prelados, y se acaba en los mismos despeñaderos que los Papas. Todo el mundo sabía que Sixto IV nombró cardenales a seis sobrinos suyos; uno llegó a Papa, Julio II; a otro, Pedro Riario, lo hizo titular simultáneo de varias abadías y obispados sin residir en ninguno, pero las rentas sí que llegaban a sus manos; a otro, el cardenal de San Jorge, lo hizo obispo de Cuenca. ¿Es que estaban Reyes y Papas conchabados? En este caso, no. La Reina se hizo la fuerte; el Papa, también. Ganó la primera, que nombró obispo de Cuenca a Alonso de Burgos, que ya lo era de Córdoba. Contra este Papa, Isabel se las mantuvo tiesas, pero no por creyente y ecuánime y espiritual y auténtica, sino por quedar por encima de él, es decir, por sentirse papisa. Porque, en definitiva, si nos referimos a cada uno de los puntos en litigio, ella obraba lo mismo que el Pontífice.
Los Papas Borja, por ejemplo, Calixto III y Alejandro VI, fueron pontífices sin abandonar la condición de arzobispos de Valencia ni sus rentas anexas. Y, claro, en consecuencia, Fernando el Católico se creyó con derecho de hacer arzobispo de Zaragoza a su hijo natural, nada tonto por otra parte, pero que no dijo en su vida más que una sola misa. La promoción de este bastardo, Alfonso de Aragón, se hizo cuando apenas tenía siete años. Y no hubo reticencia alguna por parte de su santísima esposa Isabel. Eran cosas de su marido y de Aragón, probablemente se dijo. En cambio, ella disponía de las máximas libertades a cualquier nivel, sin necesidad de consultar con Roma, nombrando o destituyendo a los miembros de la Inquisición, y dándoles el destino que le salía de la regia corona a los bienes confiscados a los reos. Reos, por cierto, que, mientras estaban encarcelados, se pagaban la habitación, la celda quiero decir, y el alimento de sus propios bolsillos.
Y a todo esto, con la ayuda de ese aguilucho de Cisneros, de esa galga friolenta, como lo llamó el bufón Francesillo, la Reina se metió en la vida de los monasterios, abadías, conventos y sedes de todas las instituciones eclesiásticas con la santa pretensión de reformarlos. Naturalmente que hacía falta la reforma; pero acaso no era la Reina la persona más indicada para emprenderla. La prueba es que, en otro sitio, la emprendió Lutero. La reforma que quizá le competía a ella era la de la unidad de los Reinos. Para eso se eligió el yugo y las flechas: el yugo de Fernando, que empezaba con la Y de Isabel; las flechas de Isabel, que comenzaban con la F de Fernando. Ambos simbolizaban el apretado haz de los Reinos que se previó, pero que tardó mucho tiempo en conseguirse, o mejor, que no se ha conseguido todavía. Porque sobre algo como la religión, que afecta al ámbito interior, es improbable conseguir la verdadera unidad. Ni siquiera con la fuerza, sino con la voluntaria adhesión de las personas. Y el lema de Tanto monta alejandrino, se convirtió en Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando: lo cual nunca dejó de ser una patochada, impropia de una ni siquiera medio aficionada a la santidad. De ahí que lo único verdadero fue lo agregado después: una granada en el vértice del escudo y el Plus Ultra, que sustituyó a la leyenda de que aquí se terminaba el orbe.
Lo que sucedía aquí es que aquí era donde, en lugar de nuestra Grandeza, se abría nuestra decadencia. Los verdaderos responsables de ella no son quienes se constituyeron como sus herederos, sino aquellos que crearon una falsa dimensión. La Historia de España, si puede llamarse España a algo concreto (cosa que, por lo que yo he vivido, es imposible), necesita ser mirada con una visión totalizadora para poder explicarse. Por eso advertí al principio, me parece, que todo comienza con los Trastámara, blancos y rubios y abesugados. Sin Enrique IV y su almoneda y su probable cobardía, no se entiende Isabel. Y sin ésta, con su madre loca y su hija más loca todavía, no se entiende al Emperador Carlos que abdica sin ser viejo, y a Felipe II que fracasa en engendrar a alguien medio válido, y que a mí me ha perseguido para matarme sin éxito ninguno. No se entienden los caudillajes engendrados por ideas mesiánicas ni las pretensiones imperialistas a deshora. Ni siquiera el fracaso de la conquista y la colonización americana, que trató de organizar el pelmazo de Juan de Ovando. Y es que la reforma religiosa, si es que era necesaria, hubo de hacerse de modo muy distinto, mejor dicho, al contrario: de dentro afuera. Y aquí se inauguró por la tremenda y al revés: con la expulsión de los judíos y los moros y la manipulación de los moriscos; con la unidad rabiosa y violenta, o sea, con lo opuesto a la unión, que entre nosotros jamás hubo; con la Inquisición nueva, no romana sino española, o más aún, castellana, o más todavía, isabelina. Esa es la mejor prueba de que Isabel estaba loca, aparte de sus histerismos, de sus ataques de cuernos muy bien puestos y de sus levitaciones metafóricas. Todo lo que se alaba de los Reyes Católicos es una broma histórica. La unidad nacional no es algo que se proponga ni se imponga: es algo que se deduce y se consigue con un Estado inteligente y fuerte, que acierta a convertir un ideal político en la aspiración de los ciudadanos de todos los niveles. En España, hasta el presente, no ha habido nada de eso.
La mejor prueba de todo es que su marido no la acompaña, porque él tiene los pies en la tierra -no levita-, y la mano en el bolsillo. Es mucho más astuto que fuerte: cuando Gondomar le trae de Francia el duro mensaje de que Luis XI anda diciendo que le engañó tres veces, ¿qué responde? Sencillamente:
–Miente el hideputa, que le engañé más de diez.
Él no aspira a hacer de España un imperio espiritual ni material, no se agrega a la empresa del descubrimiento: quiere hacer un Estado con lo que tiene más a mano, el Mediterráneo. Y otra prueba es que, en cuanto desaparece ella, aparecen las Comunidades y las Germanías. Las primeras, conducidas por los aristócratas que simulan sus quejas echando a pelear a los medianos y a los mediocres; las segundas, más claramente populares, hartas de que todo continúe siempre igual y pagando los mismos. En resumen, una reacción frente a un Emperador y un Imperio. Los primeros buscan conservar sus privilegios y dejarse de traspasar fronteras y de defender purezas religiosas; los segundos, que se pague como es debido su trabajo. Y las escasas ideas imperialistas que hubo desaparecen en América, donde la gente va a ganarse la vida, no a perderla: nadie quiere ser héroe allí, sino rico. Van en busca del oro, que les sirvió a todos menos a nosotros: a los autorizados piratas ingleses, a los banqueros de allá y de acá, a los pacientes o impacientes prestamistas. Ni siquiera les sirvió a los soldados, a los tercios, a los lansquenetes alquilados, que a fuerza de no cobrar, para resarcirse, entraban a saco en las ciudades y robaban más de lo que había, desde Amberes a Roma.
¿No es estar loco luchar contra una conciencia propia, contra una libertad de opinar esto o aquello, contra el libre albedrío, tan de aquí, sin el que no hay mérito ni demérito, gloria ni infierno? ¿No es estar loco querer salvar a la fuerza a los súbditos, quizá para poder seguir gobernándolos en la eternidad, como si la eternidad fuese una tranquila geografía, en el mejor de los casos, y la visión beatífica un suave sol que no se pone nunca y que transmite con su luz un egregio espíritu monárquico? ¿No es estar loco cerrarse a lo que se olfateaba en el aire ya antes, el Renacimiento, considerando que había en él una bocanada de pecado, salvo que estuviese salvado por el lienzo o la piedra, y aun así? ¿No es estar loca engañarse creando una Inquisición, después de expulsar a los judíos, para vigilar a los conversos, fomentando así los odios raciales, puesto que éstos eran quienes hacían las mejores carreras, los que rodeaban más de cerca a los Reyes, los que administraban puestos y bienes, los tesoreros y administradores más codiciados, y, hartos de que se siguiese con envidia recelando de ellos, los que insistieron en que la Inquisición se instalase de una vez para verse por fin libres de culpa? ¿No es estar loca creer que un cambio en la fe, un sí o un no, llevaría consigo cambios raciales, memorias genéticas, mudanzas de costumbres milenarias, esenciales características radicadas en la sangre de las generaciones? ¿No es estar loca ignorar que los judíos a lo más que llegaban -y ya bastaba- era a llamar, en su ya larga diáspora, Sefarad a España, y a considerarla una réplica de su Tierra prometida?
Los judíos habían sido devotos de don Álvaro de Luna. Cuando su inexplicable caída, ellos callaron. Con la discutida Reina ellos toman partido y tienden a ejercer de nuevo una influencia social, representada por los innumerables conversos, bien situados porque eran los únicos que tenían capacidad para trazar, desde la base, las coordenadas de su reino. En el cual los judíos tenían reservados los mejores asientos. Y desde el principio habían tratado -y conseguido- introducir sus estructuras tradicionales, sus sabidurías consanguíneas y sus habilidades. Sí fueron los conversos los que tramaron, en la sombra, el matrimonio de los dos jóvenes ambiciosos e inexpertos, y no los arzobispos de Toledo; conversos quienes dibujaron las líneas básicas de su reinado; conversos quienes organizaron la tesorería; conversos los ideólogos de un imperio que recordaba tanto al que ellos habían perdido; conversos los que transforman la piel de toro en una variedad de la Jerusalén Celeste, y los que pasan por encima de Roma, que siempre les había disgustado, desde mucho antes del cristianismo; y conversos los que, hasta la coronilla de que se ponga en duda su firmeza, su raigambre, su mudanza definitiva y su disponibilidad, piden que la Inquisición acabe y ponga punto final a los dudosos y a los doblemente traidores. Como si ellos no lo hubiesen sido antes.
La multitud de los conversos no fue anónima: forma la espuma de la sociedad de entonces. Desde autores como Fernando de Rojas, a economistas sabios, secretarios imprescindibles como yo, médicos y científicos, traductores, abogados, notarios o cronistas prestigiosos… Se mezclan con la nobleza tiñendo de sangre judía toda la sangre castellana y aragonesa, como la de la madre de Fernando el Católico. Por mucho que los cristianos viejos se empeñasen en tirar de la manta (en ella estaban escritos los nombres de los conversos y se conservaba enrollada en la sacristía, para enseñarlos cuando convenía a la Iglesia). Y son los principales consejeros de los Reyes, y los más activos defensores de la fe que han adquirido al convertirse, y sus más altos teólogos, y los más furibundos detractores de su antigua creencia… En realidad son ellos quienes se la dan con queso a Isabel y quienes la judaizan sin que se entere. Porque hay algo dentro de lo que uno no puede arrepentirse, algo que forma la masa de la sangre y la manera de ser, algo innato y nunca desechable ni elegible. Por eso la Iglesia y la Sinagoga sabían distinguir entre los conversos forzados (forzados por la legislación y la Corona y el odio de los pueblos que se llama racismo) y los conversos convencidos. Sin embargo, hay algo común a todos ellos: la materia primera. De ahí que los conversos convencidos llegaran a ser llamados conversos voluntarios. Y fue esa materia la que los llevó a convertirse en los más hondos conocedores de las esencias bíblicas y en los expositores más brillantes de ellas y en los más sutiles directores de almas y en los más altos y aclamados misioneros. La Orden de Predicadores, que santo Domingo funda contra los judíos, no cesa de abastecerse de conversos.
La conquista de Granada fue uno de los hechos que tiñeron el reinado de los Reyes Católicos. La ciudad se entregó inaugurando el año 1492, lleno de glorias y de horrores. Pero se entregó con unas Capitulaciones muy detalladas: unas para la ciudad, generales y públicas; otras, para Boabdil y su familia. Entre las primeras, un seguro de vida y hacienda para los musulmanes granadinos, y un respeto a sus instituciones y sus leyes, bajo un gobernador cristiano. Se les exoneraba además de todo tributo durante tres años, y la instrucción estaría en manos de sus alfaquíes. El gobierno se entregó a un hombre bueno, de la familia de los Mendoza, el conde de Tendilla, que atendió como supo y pudo a los problemas que, de un lado y otro, lo cercaron. El primer arzobispo fue el confesor real Hernando de Talavera, converso, fraile jerónimo respetuoso y respetable, aunque fuese sólo porque tenía buena voluntad y no se creía santo. Junto a ellos estuvo un hombre con experiencia administrativa que había trabajado en el texto de las Capitulaciones, Fernando de Zafra. Al reino de Granada se le aplicó la triste ley de los vencidos; a la ciudad y sus aledaños, la Capitulación, el pacto, con algunas imposiciones fiscales. A causa de ellas y de otros derechos humanos, muchos musulmanes de la ciudad y del reino decidieron, desde 1495, exiliarse a tierras africanas, con problemas sobre los bienes que podían sacar, las aduanas por donde debían salir y hasta la organización de los viajes. Seguían la experiencia de los judíos y su éxodo, que ya contaré. Los Reyes cobraron de los musulmanes, sin contar el repartimiento anual, de 1495 a 1503, sesenta y dos millones y medio de maravedís, y, sobre los mudéjares que continuaron entre los vencedores, poco más de doce.
Todavía no se daba por concluida la conquista, y ya los Reyes tramitaban en Roma su futura organización eclesiástica. Inocencio VIII, en una bula de 1485, ya concedía a la Corona el derecho de patronato sobre todos los lugares de culto que se construyeran en Granada. Y un año después delegaba en el cardenal de España, se deduce que el arzobispo de Toledo, y el arzobispo de Sevilla, la institución de los beneficios, con una dotación de las décimas que esos lugares destinarían para el culto. Tendilla obtuvo la bula más deseada, la Ortodoxae fidei, del año 1486, que concedía a los Reyes el derecho de presentación para todas las iglesias y monasterios nuevos, y todos los otros beneficios, menores y mayores, del nuevo reino. Con tales gracias, la Corona se aprovechaba mucho, no sólo en cuanto a Granada, sino en cuanto a todo lo que siguió, como América, y les hizo concebir la gozosa esperanza de sacar semejantes privilegios de todas las iglesias de sus reinos, que eran casi infinitas. De ahí que enseguida mandasen hacer inventario de los bienes de las mezquitas para concederlos a las iglesias y mangonearlos mejor en ellas.
Fue sonada, en muchos sentidos, la fiesta del Corpus Christi de 1492, organizada por el primer arzobispo y consolidada por las atenciones que le dedicó la santa Reina; ornamentos de damasco blanco, un palio y urna custodia con viriles de piezas de plata dorada y esmaltada, a la que le faltaban dos cadenillas y tenía dos sierpes rotas: lo he leído con todo detalle. Había sido sacada de un espejo de la Reina. Y Talavera tuvo la bondad de alegrar la procesión con un cortejo de zambras moriscas. La santa Reina tenía mucha devoción al Corpus, y escribió el 17 de agosto de 1501 una carta que yo conozco y que comienza:
–Reverendo en Cristo padre obispo: se me ha relatado que, en muchas iglesias de vuestro obispado, no se trata el Santísimo Sacramento con la solemnidad y reverencia convenientes, y que no está en caja de plata, ni los aderezos ni cosas de servicios de altar están limpios, ni las lámparas ardiendo como es razón… Os ruego que deis orden de que todo lo susodicho se provea y se haga como conviene al servicio de Dios nuestro Señor. Porque, además de hacer vuestro oficio, y a lo que estáis obligado, en ello me haréis mucho placer y servicio.
¿Estaba claro o no?
En las Capitulaciones había una cláusula sobre el derecho a practicar en libertad su religión; a pesar de que la recogida de los bienes habices de las mezquitas las dejaban en inferioridad de condiciones. El arzobispo, con generosa habilidad, ya que él mismo descendía de judíos y comprendía la situación, dirigió con tiento a los musulmanes hacia su conversión. Así fue hasta 1499. Él sabía el riesgo de forzar hacia una religión nueva a una minoría: a los conversos había que exigirles el olvido del Islam en oraciones, ayunos, fiestas, ramadanes, ritos de nacimientos, funerales o bodas, incluso respecto a los baños. Ya los varones se les exigían unos rudimentarios conocimientos de la señal de la cruz, compostura en las iglesias, las elementales oraciones… El propio Talavera, a pesar de su parsimonia y comprensión, ordenaba -y yo he tenido en mi mano ese documento:
«Para que vuestra conversión sea sin escándalo de los cristianos de nación, es menester que os conforméis en todo y por todo a la buena y honesta conversación de los buenos y honestos cristianos, en vestir y calzar y afeitar y en comer y en las mesas y viandas guisadas, como comúnmente las guisan, y en vuestro andar y en vuestro colar y tomar, y mucho y más que mucho en vuestro hablar, olvidando cuanto pudierais la lengua arábiga y haciéndola olvidar y que nunca se hable en vuestras casas.»
Y quien escribía eso era el mejor de todos. Sin embargo, en la práctica, se mantuvieron la tolerancia y convivencia, atemperadas y respetuosas hasta el fin de ese siglo.
Pero entonces llegó la Corte castellana con la santa Reina a la cabeza. Fue en el verano de 1499. Y los Reyes no se sintieron satisfechos de cómo iban las cosas. Llamaron a Cisneros para que se ocupara de la conversión de los musulmanes. Él era el confesor de turno de la Reina. Y, mientras los Reyes iban a Sevilla, se quedó cumpliendo un capítulo de su Regla franciscana sobre «la evangelización de los sarracenos y otros infieles». Con ello cumplía un encargo de los inquisidores: el tratamiento de los elches o apóstatas cristianos que vivían con los musulmanes. Hasta entonces, Talavera y Cisneros se habían llevado bien, a pesar de sus muy diferentes caracteres y formas de actuar. Pero el asunto de los elches lo tiró a rodar todo. Cisneros, en nombre de la Inquisición, coaccionó a los renegados para que se reconciliasen, y bautizó a sus hijos sin el consentimiento de los padres. Eso organizó el motín del Albayzín. Según Cisneros, era lo normal en derecho; según los musulmanes, un abuso, y los inquisidores, unos opresores que incumplían las Capitulaciones firmadas. Mataron al alguacil y se levantaron y barrearon las calles y sacaron las armas escondidas e hicieron otras y organizaron la resistencia. El conde de Tendilla tuvo que reimplantar el orden. Pero del motín se desprendieron dos consecuencias muy distintas: una, que puso en pie de guerra a las Alpujarras; otra, que provocó una serie de conversiones masivas. Cisneros, que era de visión corta, se fijó sólo en la segunda. Los Reyes tuvieron que intervenir, y Fernando llegó a Granada con refresco de tropas. El hecho fue que Cisneros y Talavera se distanciaron, y hubo que nombrar una comisión para acercar a los arzobispos y conformarlos. Cisneros apareció como perdedor, y la responsabilidad recayó en manos de los Reyes. De ellos emanaron tres leyes contra los musulmanes. La primera, de infausto recuerdo, quemar en la Plaza Mayor, la de Bibarrambla, los libros coránicos con la excusa de que «los conversos, no todos los musulmanes, poseen muchos libros falsos propios de su religión». Todos habían de ser entregados a los justicias reales, y achicharrados públicamente en treinta días y de manera que no quedara ni un Corán ni ningún libro de la secta mahometana. Para los musulmanes fue una sangrante ruptura de las Capitulaciones. Como para cualquiera: una aberración imperdonable.
La segunda ley fue aún peor: la expulsión de musulmanes y mudéjares. La pragmática se dio, a imitación de la de los judíos que veremos, en Sevilla el 12 de febrero de 1502. En Granada había muchos conversos y se tenía intención de que allí permaneciesen. Pero en otros reinos había una minoría musulmana, los mudéjares, que suponía para la santa Reina un escándalo, pues iba contra la unidad religiosa, un concepto que brota de la conquista de Granada como una gran explosión de lo católico. Si la Reina había conquistado Granada para su conversión, era un insulto que, en otros lugares de su reino, hubiese musulmanes: muchos conversos judíos se habían corrompido por una sinrazón como ésta. El mal había que atacarlo en la raíz: se expulsaron de Castilla y León a todos los musulmanes mayores de catorce años y los mudéjares mayores de doce. Debían salir en el mes de abril, todos por los puertos de Vizcaya para alejarlos de África, y viajarían donde quisieran -menos donde querían, que era África o tierras del turco- y tampoco a Aragón ni a Navarra. La expulsión se podía sustituir por la conversión. Y es esto lo que distinguió a mahometanos y a judíos: los judíos fueron al éxodo; los otros se convirtieron de palabra y permanecieron en sus casas hasta suscitar las luchas posteriores.
La tercera ley fue la de la inmovilización de los musulmanes convertidos. La nueva pragmática se dio en Toledo el 17 de septiembre de 1502. Los convertidos no podían moverse de sus reinos en dos años, porque algunos podrían ser convencidos para que no vivieran como buenos cristianos. Eso sí, podrían comerciar con Aragón y Portugal, pero previo certificado de las autoridades.
Granada se conquistó, pero no a los granadinos, a pesar de los apremios y de las coacciones. O por ellos acaso.
Pero lo más sonoro contra la supuesta bondad -no hablo siquiera ya de santidad- de la Reina fue la expulsión de los judíos. A los tres meses de haber conquistado el reino y la ciudad de Granada. Para no pecar de parcial contra Isabel, me gustaría decir, como poseedor de sangre judía que soy, los precedentes de esa decisión, y por qué se toma en ese preciso momento. Porque, en efecto, hubo al parecer razones religiosas, sociales y económicas que llevaron a dar ese durísimo golpe de Estado. Un golpe dirigido a algo imposible y hereje, porque «de interiore ecclesia non judicat»: en sus reinos no iban a ser tolerados los infieles.
En los reinos góticos y en los hispánicos posteriores a la conquista musulmana contó la raza judía con siglos de existencia y enraizamiento, alguna vez agitados. Pero fue en torno a 1391 cuando se desbocó la ofensiva de los reinos peninsulares contra la grey judía, concluyendo en atroces matanzas que se suceden en todos los susodichos reinos. Ese año comienza una nueva fase de la historia judía en España.
Estamos hablando de unas doscientas mil personas, que pagaban, a través de las aljamas, sus muy especiales tributos a la Corona. Ellos ya tenían en contra, a pesar del éxito de los conversos al que me he referido ya, una vida social diferente en todos los sentidos: sus prácticas de religión mosaica, su resistencia a la conversión por fidelidad a su fe y a su historia, y sus actividades mercantiles ejercidas ante un pueblo poco dado a ellas pero sí muy necesitado. La vida religiosa judía era seria y sincera; la moralidad de sus costumbres mucho más seria y sincera que la cristiana, en plena era de los bastardos: tanto, que los judíos evitaban las relaciones sexuales con los cristianos, consideradas como un verdadero crimen. La infancia y la juventud hebreas tenían sus enseñanzas sinagogales con un programa religioso, y acudían a los estudios generales para adquirir una cultura superior y obtener grados académicos. Los judíos, además, obedecían una legislación propia sobre la administración temporal: registros de bienes y propiedades, préstamos, intereses, relación con las instituciones monetarias… Y de aquí procedía su principal enemiga cristiana: las prestaciones usurarias, aunque no fueron éstas las causas de su expulsión, porque a Isabel eso no le importaba un rábano. Por si fuera poco, los judíos tenían su propia jurisdicción en lo judicial, no sólo en lo contencioso sino también en lo criminal. Todo esto producía a los cristianos la sensación de que los hebreos formaban un grupo imposible de asimilar. Pero es mejor que trate de explicar yo por qué, siendo así esto, se espera a la toma de Granada para tomar también la decisión de expulsarlos.
Su estatuto era parecido al feudal cuando llega Isabel al trono de Castilla. Alguien decía que semejaban a una esfera que habitase dentro de otra esfera mayor. Bajo una misma Corona y una misma espada, pero sin confundirse con los cristianos. El 7 de julio de 1477 (de los que escribo son documentos comprobados por mí, especialmente estos que tanto me afectaban), Isabel escribe y toma bajo su protección a la importante aljama de Trujillo:
«Todos los judíos de mi reino son míos y están bajo mi protección y amparo. Por lo cual mando a cada uno de vosotros que no consintáis ni deis lugar a que caballero ni escudero ni persona ninguna apremien a los judíos para que limpien sus establos ni laven sus tinajas ni hagan otras cosas de las que dicen, hasta ahora, les obligaban a hacer, ni a que aposenten en sus casas a rufianes ni a mujeres del partido ni otras personas algunas contra su voluntad, ni que por ello les hieran ni maltraten ni les hagan daño alguno contra derecho.»
La carta va dirigida a nobles y oficiales de la ciudad, y era una declaración de principios y de legalidad. En las Cortes de Burgos de 1379 se había dicho algo semejante: la Reina respetaba las leyes de sus reinos. Es decir, a los judíos no se les concedían las mejores condiciones de vida, pero tampoco se les imposibilitaba la vida. Por descontado, esto tenía unas causas. Un judío que tuviera más de treinta mil maravedís de renta estaba obligado a mantener criado y armas, para ayudar a su señor. Y pagaban (eso ya lo decidió Isabel desde el principio) alcabalas de frontera y portazgo y, «además de las rentas y pechos y derechos que contribuyan con los cristianos», pagaban «cabeza de pecho y servicio y medio, como los musulmanes». Y esto continuó así hasta que fueron echados de los reinos. Esa cabeza de pecho no era muy alta, hasta que los gastos de la guerra de Granada la elevó notablemente: llegaron a pagar hasta cincuenta millones de maravedís. Pero, estando las cosas como estaban, ¿por qué se llegó a la expulsión que a nadie convenía? Por dos causas. Primera, porque la relación entre los pueblos se fue deteriorando; segunda, porque la Reina se volvió santa, y no toleraba más religión ni más Dios ni más espíritu ni más oraciones ni más música que los suyos.
En 1465 recibe Isabel una primera lección para salvar al reino de la ruina y ponerlo en camino de orden. A los judíos se les prohibían una serie de actos y se les mermaban y revocaban una serie de privilegios: salir de sus lugares, obtener cargos públicos, dejar sus casas el Viernes Santo, ejercer de boticarios, construir sinagogas nuevas, trabajar en compañía de cristianos y muchas cosas más. Es decir, vivían bajo el amparo de la Corona, pero discriminados por razones religiosas y sociales, aunque sobre todo económicas. En Madrid, en 1476, se dio algún paso más: se volvieron a exigir señales externas que los manifestasen como judíos; se les prohibió el uso de vestidos lujosos; se reglamentaron los préstamos para regir la usura, y se limitó la jurisdicción propia en los temas criminales. No hay que olvidar que, cuando Isabel se pone a luchar contra Portugal por el trono, se exigen servicios extraordinarios a los ciudadanos, para cuyo pago, puesto que no tienen con qué hacerlo, recurren al préstamo de los judíos, y hay que facilitarles a los obligados el cumplimiento de su obligación. La Reina Isabel fue, en esto, muy considerada.
En 1480, en las Cortes de Toledo, se promulga la Ley de separación de las aljamas. En dos años, las juderías castellanas tenían que agruparse en un barrio determinado y encerrarse en él. Se pretexta que la continua conversación y vivienda entre judíos y musulmanes causa grandes daños e inconvenientes. ¿Una motivación religiosa o una motivación política? El reino que quería Isabel era ya soberano y absorbente. Y para que no falte la voluntad de Dios, le pide al famoso Sixto IV que emita una bula para respaldar la segregación. Segregación que planteó muchos problemas: en parte, a las edificaciones ciudadanas, pero también a las propias existencias. Porque los judíos tenían que salir de su barrio para sus oficios y trabajos y visitas y ferias.
Sin embargo, esta discriminación no precedió sino que siguió al odio popular. Un odio, como a todo lo forastero, muy español. Rezaban en hebreo, tenían cultos propios, celebraban el sábado y trabajaban en el día del Señor (de Nuestro Señor), utilizaban ritos propios para sus nacimientos -como la circuncisión-, sus matrimonios y sus defunciones; los más devotos se burlaban de los cultos cristianos hacia unos compatriotas suyos, de su raza, como Jesús y la Virgen y san José… Y se decía que los Viernes Santos crucificaban niños, como la vez que produjo varias condenas y una canonización, la del Santo Niño de La Guardia, que jamás existió. No obstante, lo que más dolía a la gente, o sea, en su bolsillo, era su actividad mercantil, la propensión a préstamos usurarios y la resistencia a pagar las contribuciones ciudadanas. La impopularidad crecía con el tiempo; se transformaba en una opinión adversa y cruelísima…
Hasta dar lugar al destierro. El primero fue el andaluz. En el decreto definitivo de 1492 se cita esa experiencia en particular. Para que los conversos no retrocedieran y se hiciesen judaizantes, los inquisidores sugerían a los Reyes -de seguro por orden de Isabel- que los apartaran de sus hermanos de raza, o al contrario. El decreto de expulsión de los judíos andaluces partió de la Corona, y lo cumplieron los inquisidores. Es decir, al revés que las sinagogas de éstos que eran cumplidas por la autoridad civil o brazo secular. La mayor parte de los exiliados pasó a tierras portuguesas y fueron muy bien recibidos esta vez, salvo las intromisiones de los inquisidores que se presentaban airados para arreglar las cuentas de los pobres echados a patadas. Los Reyes suspendieron por seis meses el destierro. Era como un ensayo, ya lo hemos dicho: comienza el 1 de enero de 1483 y dura todo ese mes. Fernando hace también ese ensayo (luego algo tenía ya en la cabeza) con Zaragoza y Albarracín, a raíz del asesinato del inquisidor Pedro de Arbués. Toda la comunidad judía tenía el conocimiento y el temor de que iba a suceder. Y, en efecto, sucedió el 31 de marzo de 1492.
Sólo habían pasado tres meses desde la entrega de las llaves de Granada. En un tiempo en que la paz era esencial, se provoca una convulsión entre los que habían sido generosos para pagar la guerra. Pero ya no eran necesarios. La frialdad calculadora de Isabel estremece. Qué bien calculan los santos. La expulsión iba a costar pérdidas en vasallos, en profesionales, en mercaderes; pero serían compensadas por los granadinos: en territorio, en población y en rentas. La exposición y la motivación de la ley son un sarcasmo, un largo sarcasmo, porque lo que tenían que justificar era demasiado atroz. No voy a entrar en eso, porque hasta a mí me duele. ¿Cómo no me va a doler, por ejemplo, la afirmación de que existían motivos? Si alguien de una colectividad comete un crimen, ¿es razón aniquilar al colectivo entero? Si eran dañosos, debían ser expelidos. Si esto se realiza con causas leves, cuánto más tratándose del mayor de los crímenes, el de la fe.
Después de un Consejo de prelados, caballeros y doctores, ordena la expulsión. Que no puedan volver, ni de paso, so pena de muerte y de confiscación de bienes. Y se refiere a todos los judíos, cualquiera sea su edad y sus orígenes. Podían sacar todo, menos (qué ironía) oro, plata, moneda o cosa vedada. El plazo de salida cumplía ese 1 de julio. El generoso Torquemada añadió nueve días por el tiempo de la promulgación. La ley se fundamentó en razones teológicas y religiosas; claro que ignorando cualquier derecho humano y oponiéndose a la libertad más exigible, la religiosa justamente. Se utiliza el pecado personal para ampliarlo a la colectividad. No se hace alusión a la razón de Estado ni a la soberanía de la Corona. Como los Reyes protegían a los judíos, les sugiere que la operación monetaria, ya que no pueden sacar dinero, se realice con equidad, a través de entidades cambistas para cobrar su fortuna en el lugar de su nueva morada. Como si los judíos fuesen, además de judíos, tontos del culo. Para los expulsados todo era un puro riesgo.
El dilema que se planteaba se hacía con rotundidad: recibir el bautismo y la fe cristiana, o quitarse de en medio para siempre. Dejando siglos de habitación y de nacimiento y de fusión con la tierra y de costumbres y de amistades y de trabajos influidos por lo que ellos llamaron Sefarad. O sea: mártires o renegados. Y con la Inquisición mirando desde cerca. La Reina quería provocar la conversión; pero verdaderamente se lució. Salvo alguna sonada, la mayor parte pasó la frontera. Se convirtieron, contra toda sospecha, rabí Abraham, cuyo bautizo apadrinaron, qué duda iba a caber, el arzobispo de Toledo y el nuncio, y Abraham Seneor, el más rico de todos, y su yerno rabí Mayr. A los que apadrinaron, porque eran generosos y santos, Isabel y Fernando. Los tres conversos, como sus predecesores, pasaron a ocupar altos cargos del reino. El resto de la comunidad judía dio un ejemplo escalofriante y emotivo de fidelidad a sí mismos y de solidaridad. Con lo cual se demostró en silencio que no se había integrado ni se integraría nunca en tal sociedad que practicaba tal forma de cristianismo.
Hay una prueba de la hipocresía de Isabel. La primera entrevista de los representantes judíos, en un momento dado, fue con ella. La respuesta produce sencillamente pavor:
–¿Creéis que esto proviene de mí?
El Señor ha puesto este pensamiento en el corazón del Rey. Su corazón está en las manos del Señor, como los ríos de agua: él los dirige donde quiere.
Judah Abravanel había adelantado, en un momento dado, para evitar la medida, trescientos mil ducados de oro.
El confesor de la Reina, Talavera, converso por descontado, le dijo:
–Por treinta monedas vendió Judas a Cristo. Vos queréis venderlo ahora por un poco más.
El problema que se planteaba no lo vieron los Reyes. Tardó en verse.
Los Reyes querían, supongamos, la unidad religiosa: la Reina por lo menos. Es difícil -una locura- pensar que la conseguiría. Pero además los súbditos querían su provecho y ganar a río revuelto. Lo que tenían que hacer antes de irse era vender los bienes comunes de cada aljama, las sinagogas y los cementerios (el de Vitoria se dejó -Judizmendi- para pastos y dehesas que respetaran los huesos de los antepasados) con que pagar el viaje de los más pobres; y vender los bienes personales que no pudieran o no quisieran llevarse. Éste fue el momento de los ladrones. Fue el momento de los que bajaron el precio de los inmuebles y dieron cuatro reales por las haciendas. Pero lo peor fueron los créditos: el cobro de las rentas fiscales todavía pendientes, que se pagaban por adelantado a la Corona, y el cobro de las deudas privadas y sus intereses. Los deudores demoraron el pago, hasta que venciese el plazo de salida.
¿Y la necesidad de las letras de cambio? Reunieron a banqueros italianos, que se beneficiaron como buitres de los judíos. Algunos, antes que caer en tal latrocinio, prefirieron sacar ilegalmente el oro y la plata. Cualquiera, por corto que sea, puede figurarse, aunque sólo la milésima parte, del horror, de los abusos y de la tristeza infinitos que el destierro por sí solo, como todos los éxodos, produjo. Y para el país, ¿qué supuso? Se afirmó que treinta millones de ducados de oro. Está bien, eso en lo numerario; en lo humano, en lo intelectual, en la sabiduría, en la memoria congénita de los seres humanos significó algo que jamás podrá ser expresado. La Reina se pisó en eso las narices.
Debía ella haber presenciado, para su castigo, paso a paso, el exilio. Hay alguien, el cura de Los Palacios, Andrés Bernáldez, un lindo, o sea, un cristiano viejísimo donde los hubiera, que cuenta las cosas hasta poner los vellos de punta, a pesar de odiar a los judíos. Pero la Reina creyó que así los conversos, odiados por los cristianos viejos, a los que apestaba esa novedad de la sangre (ellos, los apodados lindos), y odiados también, como traidores a su raza, por los judíos, quedarían ya completamente suyos, y los Reyes tendrían por fin las manos libres (pero llenas) para otras cuestiones. De otra forma, el problema judío tenía que resolverse. Y la unidad religiosa era un problema previo a la unidad política. Pero ni las duras condenas ni las juderías ni el destierro de los judíos andaluces habían cortado de raíz el daño: había que echar a patadas a todos definitivamente. Para eso serían llamados los Reyes Católicos, precisamente para eso. Y precisamente para eso fueron los expulsados una prueba de dignidad humana que subraya más la pérdida que sufrió esta nación nuestra, que no comparte nunca, que no perdona nunca la diferencia, que detesta a quienes tienen más cultura que ellos, que quiere igualarnos a todos aunque sea por abajo. Siempre: entonces y ahora.
El cura de Los Palacios cuenta las cosas como fueron:
–Unos cayendo y otros levantando. Unos muriendo, otros naciendo, otros enfermando, iban camino del destierro. Se metieron al trabajo del camino y salieron de las tierras de su nacimiento, chicos y grandes, y viejos y niños, a pie o caballeros en asnos o en otras bestias o en carretas. No había cristiano que no se doliese de ellos. Trataban de hacerles cambiar de idea, y los convidaban al bautismo, y los rabíes los esforzaban y hacían cantar a las mujeres y a los muchachos y tañer panderos y adufes para alegrar a la gente. Y así salieron de Castilla…
Había llegado la hora de los oportunistas.