Tres explicaciones de ese golpe tan sonoro corrieron por Madrid: la disputa con Vázquez, por lo que tenía de reñidero de gallos; la muerte de Escobedo, por lo que tenía de misterio sombrío; u otras cosas, que no convenía mencionar por el honor de algunos. El Rey estaba por medio en las tres causas. Cosa que él no quería. Resumiendo, al detener a los dos cómplices, ponía fin a una subordinación en su corte más próxima: un escándalo que habría servido para diluir y ensombrecer el tema criminal de Escobedo. Pero lo que se proponía el Rey era algo más hondo: acabar con las dos facciones del reino. Con Granvela, el secretario Idiáquez, don Cristóbal de Moura, el portugués honrado, el infeliz padre Chaves y los condes de Barajas y Chinchón formaban un nuevo grupo de consejeros. Ya le aconsejarían lo que él decidiese hasta su muerte. Así empezó a declinar el poderío de España. Dios, que de cuando en cuando también opina, había comenzado a dejar de ser español.
En cuanto a mí, me sentí profundamente sorprendido, aunque debí haber imaginado antes todo: que me iba a engañar el engañado. Y hasta la fecha, víspera de su partida a Portugal, debía haberla imaginado; no quería dejar atrás la competencia. Pero yo también quería engañarme. Y ahora ya no podía: el Rey se me había ido de las manos para siempre. A fines de agosto, Juan de Idiáquez fue nombrado para la secretaría de Estado, que había sido la mía. Y ahora no podía, en casa del Alcalde, dejar de usar las soletas de mis calzas, forradas con cuero adobado de ámbar, ni mis camisas perfumadas. No podía declararme vencido. Por otra parte, a mi esposa y a mí el confesor del Rey, ese incauto de Chaves, nos decía que todo era una medida leve para evitar mayores inconvenientes: la enfermedad -y sonreíano había de ser mortal. El afecto del monarca no cesaba; presagiaba un rápido retorno a la libertad. Por si acaso fue entonces cuando yo comencé a hacer acopio de papeles para mi defensa y las ofensas a otros. Baúl tras baúl.
Hasta 1585, seguí despachando asuntos en mi sitio, es decir, en casa del Alcalde o en mi casa. Porque lo que cesó era el despacho personal con el Rey. Hacia noviembre del año siguiente a mi detención, 1580, conseguí que se me trasladara a mi casa de la calle del Cordón, aunque vigilado y sin poder poner un pie en la vía pública. El pretexto para conseguirlo fue un tabardillo inventado que certificaron dos médicos amigos. Durante dos años tuve que inventarme muchas enfermedades y tuve muchos amigos médicos. Durante ellos, también tuve amigos que no lo eran (médicos quiero decir): el nuncio, el cardenal Quiroga, el teólogo Fernando Hernández del Castillo, y otros muchos en la Iglesia, en la nobleza y en la diplomacia: yo había sido generoso, simpático y correspondedor. Y ellos iniciaron una contraofensiva dirigida al Perro Moro: si era canónigo de Sevilla y arcediano de Carmona, que se fuera a esos sitios a cobrar sus prebendas. Pero las circunstancias no eran para hacer cambios: ni Flandes ni la cuestión portuguesa admitían mudanzas ni bromas. Esto es lo que tenía sin respiración al grupo de Mateo Vázquez. El Perro dio un ladrido más para asegurarse. Pidió al Rey que llevase a la Princesa a una fortaleza de asiento, por largo tiempo, con un caballero anciano de confianza; y a mí, a otra fortaleza bien segura, con la guarda y el orden conveniente (qué hijo de la grandísima ramera), porque los deudos de Escobedo se escandalizaban de la libertad en que yo vivía. El Rey respondió, para manifestar su independencia, dejándome salir a misa y pasearme y ser visitado, aunque yo no pudiese visitar a nadie.
Luego Felipe salía hacia Portugal y le acompañó el Perro Moro ladrador y mordedor. Yo con la falta de ejercicio, veía crecerme por dentro la tristeza. Podía ir, e iba, a La Casilla y andaba por ella y por el campo, pero sin entrar en Madrid. Y seguí amontonando documentos para mi defensa y para la acusación de los demás. Durante ese tiempo, a Ana de Mendoza la trasladaron al castillo de San Torcaz, y luego a su casa de Pastrana. Pero había tenido que morderse los labios hasta hacerse sangre: firmó un documento reconociendo que se había equivocado al pensar mal de Mateo Vázquez, qué pena, y que le ofrecía su amistad y la de sus hijos.
Respecto a mí, mis amigos intercedían; pero el Rey andaba en Portugal, en cuyo tema no éramos, ni muchísimo menos, imparciales ni la Princesa ni yo. El presidente Pazos, aludiendo a la necesidad mía de mirar por mi casa, por mi hacienda y el granjeo de mis bienes, cosa que no podía hacer sin tratar ni hablar con nadie consiguió que se me visitase con toda libertad. Yo sabía que lo sucedido (no me engañaba) era irremediable. Pero me convenía convencer a todos de que contaba aún con cierta gracia real: mi vanidad y mi conveniencia lo exigían; pero a mí no podía convencerme. Estaba enterado de que, en contra mía, se verificaban en Lisboa, por mi enemigo Rodrigo Vázquez de Arce, investigaciones secretas. Intenté mandar allí, para que intercediera, a mi mujer, a mi fiel Juana de Coello, pero el propio Pazos me disuadió. Entonces mandé, con un memorial, al también fiel Diego Ramírez, y más tarde al padre Rengifo, confesor de Juana… Todo fue en vano. Aquel verano de 1581 caía como una pesada losa sobre mi corazón. Por eso necesitaba recibir amigos, que se jugase en mi casa alto, como en los buenos tiempos, que se intrigase como toda la vida. Y también que la gente opinara que, un hombre que vivía como yo, algo tendría contra el Rey que le ataba las manos.
Qué lejos estaba de Lisboa. A la Éboli, porque a ésta le enardecían los ímpetus feudales, se trató de mandarla a un convento: Mateo Vázquez, digo. Su yerno, Medinasidonia, no se opuso, siempre que, ese «convento andaluz» que el Perro Moro aconsejaba, estuviese lo más lejos de Sanlúcar posible, porque su casa estaba allí. Y, respecto a mí, supe lo que opinaba el Rey:
–Negocio es éste que se está haciendo demasiado pesado. Cuando Antonio Pérez estaba más recogido, no había nada de lo que ahora anda, ni su mujer hacía tantas instancias como ahora. Y él estaba más seguro que lo que está saliendo fuera hoy; y así no sé si sería mejor para todos recogerle más; pero veremos cómo irán estas cosas y así resultará lo que convenga.
Y ya lo creo que me recogió. Pazos intervenía, pero a cada hora era menos escuchado. Propuso al Rey darme aquella embajada de Venecia; sin embargo, antes de terminar de pedirla se dio cuenta, hasta él, que era un santo de que el Rey no consentiría jamás que yo saliera de Castilla. Y sabíamos ambos que las investigaciones secretas contra mí continuaban, imperturbables y dañinas, en Lisboa. Al mismo Pazos, a sus instancias de misericordia, le respondió con toda desnudez:
–Si el negocio fuera de calidad que sufriese procederse en él por juicio público, desde el primer día se hubiera hecho; y así pues no se puede hacer más de lo que se hace, podríais vos hablar a su mujer y decirle que se sosiegue porque no se puede hacer otra cosa por ahora.
En el verano de 1582 todo fue alarma: Rodrigo Vázquez de Arce, desde el mes de mayo, superadas sus calladas pesquisas, había empezado a tomar declaraciones en Lisboa. Este otro Vázquez era mucho más peligroso que Mateo. Se trataba de un montañés atípico, que no me tragó nunca y ahora le daba náuseas y quería vomitarme. Tenía una maldad fría e incorruptible y se había propuesto acorralarme hasta el fin. Perseguirme con los ojos entrecerrados y apretados los puños, jactándose de poner la ley por encima de la generosidad. Su conducta con mi mujer y mis hijos fue en todo tiempo miserable. Con razón les llamaban, a él y a sus hermanos, los ajos confitados, dando a entender lo nauseabundo oculto bajo una empalagosa apariencia. Tan contento iba a quedar de él el Rey que le nombró Consejero de Castilla: se volvió un instrumento ciego en las manos reales. Pero regresemos a Lisboa. Las declaraciones que allí tomó este demonio fueron nueve en aquel mes de agosto. El Rey no quería ni rozar el negocio Escobedo: sólo se hablaba de mi corrupción administrativa y social, de mi inmoralidad, de la admisión de dádiva por concesión de cargos y de honores, de mi lujo inmoderado y de mis amistades sospechosas: no sé si se referían a la Princesa de Éboli; aún no había salido a relucir lo peor. Vázquez de Arce estaba instruyendo, pues, una Visita, no un juicio criminal. En ella, se tramitaba y se juzgaba en secreto y sin escándalo la conducta de secretarios y ministros; era un pretexto de persecución a través de un rodeo, sin llegar al motivo verdadero.
Y, de repente, la Visita se suspendió en apariencia, o mejor, se silenció. Yo creo que fue en memoria de la amistad con Ruy Gómez de Silva, por el honor de su nombre y de sus hijos. Felipe, detrás de una de sus interminables reflexiones, decidió separar los dos asuntos. Las culpas de la Princesa se revisarían y examinarían ya, ya, ya. Y se dejarían, por ahora, las de Pérez: «En su caso, con el nombre y efecto de Visita, se cubrirá lo que no convenga que se diga y entienda.»
De otra forma: a la Princesa, un castigo decidido sin eco y con toda rapidez; a Pérez, con el nombre de Visita, se le sancionará sin necesidad de rozar lo que no debe saber nadie: su violación interesada de los secretos de Estado referentes a Flandes y también a Portugal; sus engaños para hacer ejecutar al secretario de don Juan y quizá a don Juan mismo, tratando de implicar al propio Rey en sus crímenes… Y por supuesto, en primer término, habría que evitar que sus papeles inventados salieran a la luz.
A Ana de Mendoza se la cargaron, antes de morir, con la muerte civil. Sin proceso, sin defensa, sin sentencia. La redujeron a las habitaciones del torreón de su palacio. La privaron de los únicos goces que le quedaban: el derroche generoso y el ejercicio de su poder sobre sus vasallos. Hizo con ella el Rey como hizo con su hijo. Sólo sobrevivió diez años a su encierro. Fue altanera y no se doblegaba. Supongo que, con arreglo a alguna norma, merecía el castigo. Y el Rey se lo aplicó como si fuera Dios. Un castigo desentendido, sin palabras, más soberbio aún que ella, más riguroso e inhumano. Qué poca esperanza podía caberme a mí después de ver cómo sancionó, volviendo sin piedad la cara, a quien, con palabras tan sólo, se enfrentó audaz con él.
En Lisboa se había decidido mi destino. Yo fui teniendo noticia de lo que allí se incubaba a través de algún amigo de los no demasiados que me quedaban aún en la Corte, incluso de aquellos cuyas declaraciones favorables fueron eliminadas del proceso. El padre Renjifo escribió una carta a Vázquez de Arce comentando que yo, en la solemnidad del sacramento de la confesión, había mostrado mi arrepentimiento respecto a él personalmente. Vázquez de Arce respondió que él no sabía nada y en nada intervenía. Entonces Juana, mi esposa, desobedeciendo las órdenes del Rey, se presentó en Portugal. Fue inútil: tuvo que regresar a Castilla, malparida porque se adelantó su parto, sin lograr que la recibiera. Aunque no me lo ha dicho nunca, yo sé que mi mujer no iba a rogar: iba a exigir, basada en los documentos que conocía muy bien. Quizá influyese eso en que el Rey le prometiera que, en llegando a Madrid, arreglaría lo mío. Y tanto que lo arregló, maldita sea su estampa. Poco más o menos como lo de doña Ana de Mendoza.
Y volvió, más Rey que nunca, en febrero de 1583. Asegurada la anexión de Portugal, salió echando chispas de Lisboa para volver a su queridísimo Escorial. Yo, en Madrid, en una casa u otra, llevaba una existencia que se había convertido en normal. Aunque yo la fingiera más normal aún: ni me tenía por enemigo del Rey ni tenía al Rey por enemigo; mostraba ser y estar en la misma comunicación y privanza que siempre, y era visitado por las personas más representativas y los ministros de Su Majestad y de sus Consejos y por los Grandes de España. No se hablaba allí de las investigaciones sobre mi conducta pasada, y todo a mi alrededor se deslizaba como esa pena que está en el corazón y tiene miedo de asomarse a los ojos. Sin embargo, el licenciado Salazar terminó su pliego de cargos el 12 de junio de 1584. Por fin sabía yo de qué se me acusaba. Se me dieron doce días para presentar mis defensas. Contesté con algunas generalidades, vagamente, para no publicar secretos de Estado y haciendo valer al Rey su discreción. Fue la primera vez que exhibí los comprometedores documentos que contra el Rey tenía. Y el padre Chaves, su confesor, era también la primera vez que tenía noticia de la verdad ocurrida. Tanto es así que, después de pensarlo, le aconsejó a Juana mi mujer que no me descargase con papeles del Rey, sino que me dejase correr indefenso. Siguiendo la sugerencia, me negué a declarar en nada sobre la muerte de Escobedo, a pesar de las conminaciones que el Rey me hizo. Más tarde, presiones aún más fuertes consiguieron que las tornas cambiasen. Y en cuanto a la Visita en estricto sentido, más que mi propia inocencia, traté de demostrar la culpabilidad de los otros oficinistas y secretarios, porque no había ni un solo ministro, ni uno solo, que no se lucrase de sus actos. Tan cierto era que el visitador Salazar, el del pliego de cargos, abochornado de su propia acusación me decía:
–¿Qué queréis que haga, señor, así me lo han mandado firmar? No es culpa mía. Yo sólo lo he transcrito.
Y a los dos meses, pienso que del disgusto, murió, y se dijo que de una apoplejía. Yo más bien vi el dedo harto de Dios. Claro que, si Dios empleara tales métodos de aplicar la justicia, toda la Corte se hubiera hecho apoplética, y ni a Dios le bastarían sus dedos. Por descontado, del verdadero pleito ni se habló ni se hablaba. Ni mío ni del Rey, cuyas responsabilidades, en mis acciones y en las de los demás, no eran pequeñas. Pero eso podría declararse mientras yo guardase mis papeles y conservase mi índice sellando mis labios. Después de los pliegos y de los doce días, continuaron las negociaciones -y ésas eran ya las verdaderas- para rescatar los documentos. Se extinguía el plazo y yo seguía libre en Madrid. Quiero decir relativamente libre. Porque en junio sucedió lo impensable.
El Ángel Custodio, Antonio Enríquez, desde Cataluña, escribió al Rey prometiendo revelaciones increíbles si le mandaban un salvoconducto. No le movían odios ni enconos, sino los dineros de la familia atroz del Verdinegro. Y detrás de ella, el cenáculo rencoroso del Perro Moro, que me quería ver muerto. Digo los segundos, porque los primeros se darían por satisfechos viéndome arruinado. Al Rey se le planteaba un dilema muy fuerte: o rechazaba una demanda de justicia y quedaba como la Perejila, o se exponía a que lo desnudaran y se quedaba en cueros. Para lo segundo tenían que pasar seis años todavía, seis años para tratar de conseguir, a la desesperada, los papeles que yo guardaba como oro en paño. Entretanto, fingía una benévola indiferencia, y veía la Visita suspendida como la espada de Damocles sobre mi coronilla. Pero, en secreto, se iniciaron los tratos con el Ángel Custodio. Al presidente Pazos, mi defensor, se le mandó a su diócesis de Córdoba; al cardenal de Toledo, Quiroga, no cabía esconderlo aunque se desease. Todo estaba previsto para descargar, en silencio, el golpe sobre mí. Lo vi tan claro que sólo había una puerta en mi mente: la de una iglesia para acogerme a sagrado y, desde allí, cuando pudiera, irme a Aragón volando.
Hablé con el cardenal Quiroga. Me dio su parecer positivo y también su bendición. Su favor por mi causa era tan claro que sólo siendo Primado de España podía hablarme así. Tomé nuevas habitaciones en la casa de Puñoenrostro, fronteras a la iglesia de San Justo; con un salto muy corto podía entrar en el templo: un callejón estrechísimo separaba, muy poco, mis balcones de su entrada. Y esperé. No tuve tiempo para impacientarme. Observaba al monarca como a una mosca bajo un vaso: se acercaba, miraba, se alejaba, se sonreía o se ponía imperativo… Pero ya no llegó a engañarme más. El papel que representaba lo conocía de sobra. La gente de mi alrededor se sorprendía, no yo. Y yo era el que guardaba más armas, que eran mis papeles. Cuando vinieron los de la Visita, se llevaron los que yo había dejado, con toda intención, encima de mi mesa, para que mordieran el cebo. Yo tenía más de treinta cofres grandes con documentos importantísimos de tiempos de mi padre y del mío y los que había cogido del Archivo de Simancas. Cada vez que me pedían papeles, podía dar un arca llena de los más viejos, que nadie conocía porque no estaban ni en inventario ni en índice ninguno. Y muchos eran bastante buenas copias.
A estas alturas, el Rey se fue a Monzón para reunir allí las Cortes aragonesas. Fue en enero del 85 y no volvió hasta marzo del 86. La cobardía regia era tan grande que quiso aprovechar su ausencia para descargar el palo sobre mí. Fue el 31 de enero, cuando terminábamos de almorzar. Se presentaron los alcaldes, Espinosa y Álvaro García de Toledo, con el Escribano del Crimen y sus oficiales, Castillo y Rodríguez. Esa forma repentina de actuar quería decir algo: que el Rey, al acecho como yo, conocía mis intenciones de huida. No lo dudé. Mientras mi mujer hablaba con un Alcalde, entré a cambiarme de ropa a una habitación que se cerró de golpe. Estaba prevenido. Salté por el balcón y me acogí en la iglesia. Voces, ruidos, carreras, suposiciones… Corrieron a San Justo. Tenía las puertas cerradas. Las forzaron con una palanca. No me encontraban. Subieron a unos desvanes de los tejados. En ellos, lleno de telarañas, me hallaba yo. Me arrestaron unas horas en casa del alcalde. De allí, con grillos en los pies y esposas en las manos, escoltado por alguaciles, fui conducido en un coche de mulas a la fortaleza de Turégano. El que se violara el derecho de asilo y se me empujase a la prisión en mitad de la nieve, puede hablar de la temperatura del odio soberano. Al pasar por Las Rozas, nos alcanzó un correo portador de la censura del Vicario General contra los dos Alcaldes violadores del derecho de asilo. Pero el poder civil, cuando le convenía al Rey, no respetaba al eclesiástico. Y a éste, de herencia le venía.
¿Para qué decir cómo era el castillo de Turégano, la estrechez de la celda, sus incomodidades? A los veinte días de llegar se me comunicó la sentencia del proceso de Visita: dos años de reclusión en una fortaleza; destierro de la Corte y treinta leguas alrededor por diez años, contados los días de reclusión; suspensión durante ese tiempo del cargo de secretario de Estado y de cualquier otro oficio. En caso de incumplimiento de la pena, se doblaría su tiempo… Y minuciosas penas monetarias, multas, indemnizaciones, devolución de regalos de la Princesa de Éboli, de don Juan de Austria, del resto de mis amigos y conocidos. En cuanto a la Cámara y al Fisco, debía entregar siete millones y medio de maravedíes.
Nada más encerrarme, Álamos de Barrientos protestó de un rigor que me impedía hablar con mis abogados. Se me permitió hacerlo. Y gracias a la entrega de papeles o promesa de hacerlo, se permitió a mi mujer y a mis hijos venir conmigo. Enseguida se compuso en Turégano una mínima corte: amigos íntimos, algún paje, el administrador Bernardo Tovar, y tres alguaciles, alguno más amable que otros. Negociando con el llamado Arrieta, uno de ellos, sobre papeles por descontado, me llevaron a estancias muy amplias. Eso me aseguró que, sin documentos, no habría libertad. Y decidí fugarme. Porque supe además que Arrieta tenía orden de darme un bocado en cuanto se cumpliera la entrega de papeles. Castilla no era ya nada segura para mí. El que organizó todo fue Álamos de Barrientos. Contó con el fiel Juan de Mesa y con Rubio, ya de vuelta de Nápoles.
–En España -decía- hay más aventura que en cualquier otro sitio. Y el más aventurero -agregaba mirándomesois, señor, vos.
Ya no se llamaba el Pícaro sino el Alférez. Desde las almenas, Barrientos los aguardaba el día señalado. Y los miró llegar. Con dos yeguas, las dos herradas al revés para engañar a los perseguidores. Un Viernes de la Cruz, a media noche.
Llegaron hasta la puerta del castillo. Arrieta y los otros dos alguaciles fueron avisados por el escribano Gaspar López. Subieron al aposento donde yo me encontraba. Vestido de tiros largos, porque quería llegar bien trajeado a Aragón. Mi mujer me hizo meterme así en la cama, para disimular. Arrieta y los otros bromeaban.
–¿Qué es esto, señor secretario?
Si irse quiere, el primero que se iría con vuestra merced sería yo.
Y me levantó vestido como estaba casi de ceremonia. Y yo empecé a sobornarlos a todos, que se reían dándose palmadas en los muslos. Juana, mi esposa, la lista de mi casa, me pedía que no los creyera ni me fiara de ellos. Ellos mismos tuvieron que decirme, entre carcajadas, que dejáramos para otro día la aventura. Nunca me había encontrado tan chusco y tan ridículo.
Dieron cuenta a la justicia. Las consecuencias fueron lamentables. El alcalde Álvaro García vino a hacer su informe. De nuevo grillos, de nuevo una celda angosta y con barrotes: un calabozo oscuro con una puerta recia y un agujero en la bóveda para echar los alimentos. Me dejaron solo en el castillo dentro de la mazmorra. A mi mujer y a mis hijos los pusieron en la más estrecha de las prisiones en casa de un esbirro. A Barrientos lo condenaron a seis años de destierro, tras una estancia en la cámara del tormento de la Cárcel de la Corte. Los de fuera consiguieron escapar. Embargaron todos mis bienes e hicieron con ellos una almoneda pública. Se vendían hasta las camisas de los niños de teta y la labor que estaba haciendo mi hija Gregoria, la mayor, a la que se llevaron a Alcalá al convento de San Juan de la Penitencia. Supongo que la gente pasaría por delante del montón de mis bienes, en la plaza de Santa María, para olfatear el olor a derrota que despide toda grandeza naufragada.
Aprovechamos estas adversidades para iniciar el trato de los papeles bajo amenazas reales. Mi mujer se mostraba reacia porque eran nuestra única defensa, pero por orden mía entró en contacto con Chaves, el confesor, de quien ya tenía experiencias desde enero de 1585, apenas llegado Felipe a Zaragoza. Después de mi intento de evasión, se recrudeció la pugna. El 5 de agosto escribió Juana a Chaves, ofreciéndole los documentos. Dos meses después, le contestó aceptándolos, y Diego Martínez salió para Zaragoza con dos baúles de lienzo encerado con mi sello y dos juegos de llaves, para el Rey y para el confesor. Pero, al llegar a la ciudad, se apeó en casa de Antonio Enríquez que, suponiendo lo que contenían los baúles, o preguntándoselo a su compinche, los hurtó y escondió para obtener dinero. Martínez tuvo que resignarse y pagar él, es decir, yo, treinta mil reales, que el Ángel Custodio pidió para asearse las plumas de sus alas. Chaves, cuando recibió los papeles, anunció que Juana sería liberada y yo aliviado con un paje y un trato tolerable. Y agregaba que era cosa de él, porque el Rey no se ocupaba ya de los papeles y los había olvidado. Cosa imposible, que a mí me puso aún más sobre aviso.
En marzo volvió a Madrid Felipe II de las Cortes aragonesas, y mandó que me trasladaran a una de mis mejores casas de la capital: la del duque de Villahermosa, cerca de Santo Domingo. Allí estuve hasta el verano de 1587, preso a medias, visitado por gente importante, y con libertad para asistir a los oficios de Semana Santa. La Emperatriz María, amiga de Juana de Coello, daba por hecha mi rehabilitación. Y era significativo que, a pesar del intento de Turégano, se hubiese acortado a la mitad el tiempo de reclusión y anulados los diez años de destierro. A fines de verano me trasladaron a Torrejón de Velasco, donde ya estaba mi esposa preparando la estancia. No fue demasiado ingrata al lado de mi familia. Y me visitaron Antonio Enríquez y Diego Martínez. Luego supe que este encierro estaba relacionado con el proceso que se tramaba en silencio contra mí, el definitivo, al que no convenía que anduviera libre por la Corte. Lo movían los Escobedo, a instancias como siempre de mis enemigos, a pesar de la palabra que le habían dado al presidente Pazos. Pero la conciencia del Rey, que no lo dejaba descansar, lo empujó a revisar los hechos, limpiar la memoria de su hermano y depurar en falso su responsabilidad, vertiendo la culpa sobre mi cabeza. Y supongo que no fue este tema ajeno al desmedido y torpe entusiasmo que puso en organizar la Armada Invencible, con la que acometía, ya a deshora, la invasión deseada por don Juan.
Todo giraba, en el fondo, alrededor de Antonio Enríquez y a su deseo bien pagado de descargar también, como el Rey, su conciencia a mi costa. Yo quise quitarlo de en medio con la ayuda de Villahermosa. Pero escapó en julio del 85, bien instruido por sus instigadores-pagadores. Yo ofrecí en agosto los papeles al confesor. Y desde entonces sólo se trató de agregar, al de Enríquez, los testimonios de los cómplices que aún vivían: Rubio, que se desvanecía siempre, y Juan de Mesa y Diego Martínez, que estaban en Aragón. Este último, por tretas de los Escobedo o por sí mismo, imprudente, vino a Madrid en otoño del 87, y fue detenido por el alcalde Espinosa. Declaró el 24 de noviembre de ese año, y con la declaración coincidió mi reclusión en Torrejón de Velasco. Yo me alarmé más de lo que puedo decir, y escribí al Rey para que el trato a mi mayordomo fuera benévolo, temiendo que la tortura le soltara la lengua. Y, como haciéndole un favor, le daba a entender lo que tenía que hacerse para que los Escobedo no encontraran al Rubio. Añadía que el padre Chaves tendría que intervenir en mi favor, y que el remedio no sería otro que detener la mano del juez. Sé que me equivocaba; pero no se me ocurrió otra cosa que construir un puente entre el Rey y yo, como si se tratase de un camarada lejano. Y es que llevaba demasiado tiempo encarcelado y la realidad se me escapaba de los ojos y de las manos.
Diego Martínez no me acusó, y en su careo con Enríquez sí que lo acusó a él de estar vendido a mis enemigos, de testigo falso y de facineroso.
Entretanto, los jueces averiguaron que los papeles dados por Juana no eran los importantes. Yo imaginaba que los tendría algún amigo de Zaragoza; pero Vázquez de Arce no se resignó y nos apretó, a Juana y a mí, para que soltáramos los papeles verdaderos. Juana escribió al conde de Barajas preguntándole qué sería de nosotros si los entregábamos. Le respondió con una carta inmunda, en que le aconsejaba que me diera un bocado, envenenándome, y acabara conmigo, quedando ella y sus hijos libres. Juana fingió que accedía para disimular.
El marzo del 88 pareció humanizarse el Rey. Mandó que yo volviese a la Corte y me alojó en casa de don Pedro Zapata, en Puerta Cerrada. Recuperé la esperanza… ¿Por qué volvería yo a confiar en él? En verano dio la orden más rigurosa de actuar a los jueces. Yo había escrito en mayo a un amigo que el sol volvía a alumbrarnos. No había sol: la causa criminal quedaba abierta oficialmente. De nuevo otra estratagema del odioso Felipe. Nos tomaron declaración a mi mujer y a mí sobre el crimen y sus causas. No sabíamos nada; no recordábamos nada. Cuando me preguntaron si había dado órdenes o trazos al mayordomo para la muerte de Escobedo, negué: yo no tenía por qué tratar contra un amigo mío, que había sido además criado de mi padre. Pero otros testigos permitieron que el juez reconstruyese el caso.
Después de un año, el 9 de junio del 89, me trasladaron a la fortaleza de Pinto, con escándalo y admiración generales, y encerraron a mi mujer en nuestra casa. Yo veía la misma llanura agostada y pelada hasta Madrid por la que habían resbalado con ansia los ojos -o el ojo- de la Princesa de Éboli. Encontré en el suelo, arrinconado, un arete de oro que tuvo que ser de ella. Recordé tantas conversaciones, tantas risas, tantos proyectos que nos divertían, tanto descifrar cartas… Sólo estuve allí dos meses y medio. Habría estado no más de veinte días si se hubiese hecho caso al Rey; pero los jueces eran siempre más duros. O eso pensaba, una vez más, el tonto que llevé siempre dentro.
Me devolvieron a Madrid. Me encerraron en las casas de Benito Cisneros, el sobrino del cardenal, cuya fachada principal daba a Puerta Cerrada. Mi esposa seguía en casa, vigilada por el alguacil Ribera. De nuevo vinieron las tentativas para que entregase los papeles. El conde de Barajas había interceptado una carta cifrada mía para mi mujer, en la que hablábamos de que quizá tendríamos que hacerlo. Se concretó, a raíz de esa carta, una entrevista secreta entre Juana y el conde.
–¿Qué haremos nosotros sin estas pruebas y sin el resguardo de Su Majestad? – contestó ella a todo.
Terminaron las diligencias y arreciaron los rigores. En agosto del 89 se ordenó una minuciosa averiguación del estado de las casas de Cisneros. Los criados de don Diego Pacheco, que vivía en la casa, confirmaron que yo ocupaba las habitaciones que habían sido del duque de Medinaceli, unas veinte, y muy hermosas. Daban a una puerta principal vigilada por dos alguaciles, Herrera y Zamora. Pero había otras dos puertas que daban al aposento de Pacheco, el inquisidor (no se olvide este nombre), que habían sido clavadas pero que últimamente fueron desclavadas a hurtadillas para que quienes me visitaban pudiesen entrar y salir sin que los dos alguaciles se enterasen. Gaspar de los Reyes dijo un día, en que había venido mi hija Gregoria, que, si yo quisiese, podría salir por la puerta trasera, que estaba desclavada sin el menor impedimento. El comentario llegó a oídos del conde de Barajas, y ordenó que me fueran puestos grillos.
El 25 de agosto nunca lo olvidaré. Vino Rodrigo Vázquez de Arce y me sometió a un interrogatorio impresionante. Había reconstruido con precisión la elaboración del asesinato. Yo negué, uno a uno, los cargos, pero, aparte de mí, la justicia sabía, paso a paso, toda la trama de la perpetración. El mismo día se nos comunicó, a Diego Ramírez y a mí, la culpa que para ambos resultaba del proceso. El 2 de septiembre, Pedro Escobedo hizo la petición de mi juicio y condena «con las penas en que ha incurrido, ejecutándolas con todo rigor como la atrocidad del delito requiere». Estimaba los daños en cien mil ducados, que era de veras cuanto le importaba. Yo había creído siempre que al Rey le interesaría tanto como a mí que el proceso no saliera a la luz. Pensé entre mí que aquello era consecuencia de ministros envidiosos, o acaso que el Rey quería probar mi fuerza para callar. Y decidí adoptar una servidumbre heroica: no hablar. Y no hablaría aunque me lo pidiese el mismo Rey. Negué, pues, todos los cargos. Porque, negando, aparentaba no defenderme yo, sino defender a quien estaba sobre mí. Pero necesitaba, para tan difícil heroica postura, la compañía de Juana. Me comunicaba con ella con cartas cifradas, y de noche, alguna vez, venía encubierta a verme, burlando a los alguaciles que se hacían los distraídos. Pero ya no bastaba. En septiembre, mi procurador, Alonso de Mondragón, el sucesor del preso Álamos de Barrientos, hizo petición al juez para que Juana me acompañase pretendiendo que debía ser sangrado, por unas calenturas, dos veces en un día. Me quitaron los grillos y quedé suelto bajo fianza de Alonso de Curiel, mi abogado. Los testigos de esa fianza de seis mil ducados fueron Céspedes, Gil de Mesa y Diego de Bustamante. Gil no me abandonó nunca: debo recordarlo de cuando en cuando. Bustamante llegó a ser, ay, uno de mis acusadores.
Contra todo pronóstico, el Rey me pidió, a través de Chaves, que dijera toda la verdad. Me lo confió en dos cartas, que debían concluir con mis trabajos. Yo consulté con el cardenal de Toledo, y persistí en mi negativa. Pero había que liquidar aquel aprieto. Concerté con Pedro Escobedo que, mediante la indemnización, retirase la querella. Lo gestionó el duque de Medina de Rioseco, Almirante de Castilla. En el documento que firmé al primogénito Escobedo suplicaba al Rey y a mi juez que no procedieran contra ningún acusado, que se nos librase de la cárcel y se nos devolvieran nuestras tierras. Yo pagué, ante testigos, veinte mil ducados. Escobedo, para tranquilizar su conciencia, se fue de peregrino a Guadalupe. Ojalá lo hubieran enterrado allí, al pie de Nuestra Señora. Igual que a Enrique IV.
Creí que, con esto, todo había terminado. Mis gestiones y peticiones de gracia fueron aire no más. El memorial que Juana envió a la infanta Isabel Clara Eugenia, también, a pesar de mandarlo a través de doña Ana de Mendoza, la hija de Infantado. Entonces el procurador Gaspar Martínez presentó de nuevo un memorial al Rey en nuestro nombre, con mil grandes palabras. Supongo que el Rey ni lo leyó. El peor negocio que he hecho en mi vida ha sido enviar de peregrino pagado a Pedro Escobedo. Sencillamente porque mi proceso no dependía de él, sino de que, más aún que en su cabeza, en su corazón, en caso de tenerlo, y en su alma, el Rey sentía que Dios no era de ninguna manera español, y que había dejado de serlo por su culpa, y que necesitaba limpiarse de ella. La Armada Invencible, que él dispuso como arrepentimiento, le había sido rechazada. Ahora debía plantearse ante sí mismo la causa y las responsabilidades de los hechos mortales. Ahora necesitaba llevar la pesquisición hasta el fin. Y decidió pasar como consentidor de todo, pero yo debía decir en qué lo había engañado. Sólo así quedaría libre su conciencia de hombre, de hermano y de monarca. Éste era, en realidad, el resumen del documento que firmó Rodrigo Vázquez de Arce el 21 diciembre de 1589.
De ahí que el cardenal Quiroga decidiese escribirle al confesor del Rey:
–Señor, o yo estoy loco, o este negocio es loco. Si el Rey le mandó a Antonio Pérez que hiciera matar a Escobedo, y él lo confiesa, ¿qué cuenta le pide y qué causas? Miráralas entonces y él las viera. Que el otro no era juez en aquel acto, sino secretario y relator de los despachos que le venían a las manos y ejecutor de lo que le mandó y encargó como un amigo a otro. Ahora, al cabo de once años, le pide las causas, habiéndole tomado sus papeles, muertas tantas personas que podían ser sabedoras y testigos de muchas cosas. Resucítele quinientos muertos; restitúyansele sus papeles sin haberlos revuelto y releído, y aun entonces no se podrá hacer tal.
Lo que sucedía es que el Rey se creía ya en poder de los papeles míos. Esto se me ocurrió repentinamente. Si yo negaba las causas mandándome el Rey que las declarase, se me podría asegurar que no habían sido verdaderas, y si las contestaba, no tendría con qué probarlas, puesto que ya no estaban en mi poder las pruebas. Antonio Márquez, escribano de Su Majestad, el mismo día 21 de diciembre, habló con los alguaciles para que prestasen mucha atención en mi guardia y custodia, y que no me dejasen hablar ni comunicar con nadie, ni ellos me hablasen so pena de la vida. Y también el mismo día compareció Rodrigo Vázquez de Arce, y me preguntó las causas por las que el Rey dio su consentimiento para la muerte de Escobedo. Yo respondí que no sabía ni tenía nada que decir, sino remitirme a lo que en mi confesión tenía dicho. Ocho días después volvió a la carga Vázquez para decirme que Su Majestad conocía mi declaración del 21, y que me daba licencia, a pesar del secreto de mi oficio y de cualquier otra obligación o juramento, para que declarase la verdad de cómo pasó la muerte de Escobedo, y las causas que hubo para que yo interviniese y diese la orden de ella, y las que hubo para que su Majestad las consintiera. Yo respondí:
–Este que declara ni sabe de la muerte ni intervino en ella.
Ante mi resistencia, el Rey me ordenó que declarase en un billete escrito a mano a Vázquez de Arce:
«Podéis decir a Antonio Pérez de mi parte, y si fuere menester mostrarle este papel, que él sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber él hecho matar a Escobedo y las causas que dijo había para ello; y porque a mi satisfacción y a la de mi conciencia convienen saber si estas causas fueron o no bastantes, yo le mando que os las diga y dé particular razón de ellas y os muestre y haga verdad las que a mí me dijo…»
Cuando trajo ese billete Vázquez de Arce, yo tenía preparada la respuesta: lo recusaba a él como mi juez, por reconocida enemistad hacia mí. No había pasado un mes cuando vino Vázquez de Arce con Juan Gómez, del Consejo del Rey. Se me leyó de nuevo el billete, y yo respondí:
–Salvo el respeto, como tengo dicho, y la reverencia debidos al papel de Su Majestad, no tengo que decir sino lo que dicho tengo, y que, como no intervine en aquella muerte, no sé las causas de ella.
Reaccionaron mal. Ordenaron a los alguaciles que me echasen una cadena y un par de grillos a los pies hasta que otra cosa se proveyese. No tardé mucho en pedir que me librasen, porque estaba tullido de brazos y piernas. La respuesta fue el tormento. Aquel mismo día, con Gil de Mesa, había enviado copia de una carta el padre Chaves diciéndome que «llegando a la confesión de la muerte, en ninguna manera dijese las causas de ella». Me horroricé. Porque no me podía esperar que el Rey me dijese una cosa y su confesor, la contraria. Estaba claro que nunca había comprendido los retorcimientos del Rey. Yo quería guardar sus secretos, y él, librarse de una vez de ellos.
El 23 de febrero del 90 fue un día marcado con piedra negra: el día de mi tormento. Después de intimarme una vez más a hablar, ante mi negativa, me mandaron poner a cuestión de tormento: si en él muriese o me lesionase, sería mi culpa y a mi cargo. Protesté como hijodalgo y como lesionado por las previas cadenas y grillos y prisiones ya de once años. Me mandaron quitar los grillos y cadenas y las ropas, salvo los zaragüelles de lienzo. Diego Ruiz, el verdugo, me mostró la escalera y los aparejos de tortura. No hablé. Me cruzaron los brazos y me dieron las primeras vueltas de cordel. Di grandes voces diciendo que me mancaban un brazo, pero me negué a declarar. Otras dos vueltas y la amenaza de continuar me decidieron:
–Señor Juan Gómez, por las llagas de Dios, acábeme de una vez… Déjeme, que cuanto quiera diré.
Me dieron unas ropas, salió el verdugo y declaré. Estaba helado y deshecho. Recuerdo, y ya hace veintiún años, que el verdugo del Consejo del Rey tuvo aquella misma noche piedad de estos brazos.
Lo conté todo. Cómo Escobedo fue a Roma para tratar de la invasión de Inglaterra. Cómo el nuncio lo comunicó al Rey, que se disgustó mucho, aunque respondiera dando gracias al Papa. Cómo don Juan insistió en el tema y el Rey lo consintió para que aceptase lo de Flandes. Cómo don Juan se opuso a que las tropas fuesen a Italia, por tierra, como pedían los rebeldes, sino por mar, y me ofrecía a mí un regalo. Cómo llegaron cartas de Juan de Vargas, embajador en París, diciendo que don Juan se despedía, pero se quedaba para ver a los Guisa secretamente. Cómo el Rey me había puesto en una carta de Escobedo, al margen: «Vos veréis que nos ha de matar este hombre.» Cómo vino a España a decir que la guerra con Francia era inminente y había que tomar las armas, es decir, a defender la política bélica de su señor. Cómo iban y venían mensajes de don Juan a los Guisa. Tanto, que llegamos a tener sospechas de Escobedo y de su influencia, y recibí la orden de escribirme con Escobedo, como si Su Majestad no lo supiese, para sonsacarlo… Y me exigieron entonces decir las causas que había expuesto yo ante Su Majestad para la muerte de Escobedo. Contesté que hubo celos de la inteligencia de don Juan con los Guisa, cosas no convenientes al servicio de Su Majestad, y que Escobedo hablaba con insolencia del Rey, y que era inconveniente dejarlo volver con su señor. Y la opinión del marqués de los Vélez, y el asunto del Morro de Santander para ganar a España y echar a Su Majestad de ella… Éstas fueron las razones principales de que advertí a Su Majestad: si se prendía a Escobedo, don Juan recelaría; si volvía, lo vertería todo. Había que excusar los dos inconvenientes. Sólo había un medio…
Los jueces me recordaron que el Rey mandaba que «probase» las causas que había dicho para justificar la muerte. Contesté que mis papeles fueron tomados, en dos o tres ocasiones, y entre ellos estaban los recados de lo dicho a Su Majestad. Y tenía testigos fidedignos, que testificarían lo principal de estas cosas…
–Pero hace catorce años que murió Escobedo, y han desaparecido bastantes testimonios. Además de que éstas son materias y avisos que da el vasallo a su príncipe aparte y a solas, y no hay testigo a mano.
Después de concluir así, yo mismo, aún torpe, supe que estaba perdido. Dos días después me leyeron la declaración, estando echado en cama, y la ratifiqué. Pero el mismo día del tormento escribí a Juana contándolo todo, punto por punto, para que lo supieran mis amigos: Diego Martínez y Álamos de Barrientos, presos ambos, para que si los interrogaban, no discreparan de lo dicho por mí. Al día siguiente volví a escribir a mi mujer. (Ahora caía en que mis magulladuras y roces del tormento no debieron de ser muy grandes, porque me toleraron escribir tanto. No creo haber sido físicamente muy forzado.) Caía en que no me habían hablado de la Princesa de Éboli, ni me preguntaron detalles de la muerte de Escobedo. Y entonces me di cuenta de que mis acusaciones declaradas eran vagas, no graves. Y tuve que subrayar la opinión del de los Vélez, que estaba muerto ya. Quedaba claro que la orden de la muerte la di yo y no Su Majestad. Lo de él fue aceptar el hecho consumado. Ese error lo había pagado muy caro, y ahora quería arrojarlo sobre mí y que me aplastase. Así se lo dije a mi mujer en otra tercera carta, el día 25 de febrero. Y añadí en ella que tal vez no se contentara el Rey y los jueces con lo hasta ahora sucedido, y fuesen a lo que, alterado, llamo yo violencia arrebatada. Es decir, el cadalso.
Gil de Mesa entraba casi todas las noches para verme. Así lo contó donde no debía Bustamante, que estaba allí como criado. El día 27 solicité que entraran criados míos a curarme los brazos, y hablé del paje flamenco que entonces me servía. Se pidió un certificado médico. El doctor Torres dijo que «me hallaba con calentura y, por estar mi mujer preñada, mejor sería, en tanta aflicción, o curar a los dos o dejarla a ella que lo cure». Los jueces accedieron, pero, desconfiando de ese médico, me enviaron a otro, llamado Ramírez. Lo reconocí nada más verlo: fue quien atendió a don Juan en su enfermedad última y el que le dio el lancetazo en la almorrana. Después de mirarnos fijamente en los ojos los dos, él consintió en lo que había dicho el otro médico.
Pero las impresiones eran malas. Tomaron nueva declaración a Diego Martínez. Dijo que había callado por hacer un servicio a Su Majestad y tener encargado por mí el secreto.
Coincidió punto por punto con la declaración de Antonio Enríquez. Mi situación era tan negra como boca de lobo. Sólo una cosa estaba clara: la única solución que quedaba era la fuga. Gil de Mesa buscó dos hombres de pecho que le ayudaran en el trance. Por Madrid pululaba entonces un italiano genovés, Francisco Mayorín, un bravucón un poco sodomita que quedó contratado; otro, un joven aragonés que estudiaba en Alcalá, muy obligado a mí, Pedro Gil González.
Estaba en Madrid también por entonces el conde de Aranda, buen aragonés. Le envié a Gil de Mesa para que me viniera a ver. Él, más cauto, se excusó. Fue a ver a Juana que le contó mis planes. Él confirmó que en Aragón nada tenía que temer:
–Veámoslo allí -agregó.
Me preocupó el dinero. Cuanto pude lo había mandado traer de Italia. En doblones y joyas, lo escondí en un colchón en el convento de San Francisco, extramuros de Madrid. El padre guardián era fray Lucas de Allende, amigo también de mi agente Jácome Marengo; él recibió una cama de campo, que luego se llevaron. Así lo dijo llegado su momento. No sabía más.
El día 5 y el 6 de marzo envié cartas a los jueces comunicando que estaba dos veces sangrado, con notable peligro y que, para atender a mis pleitos, me permitieran recibir a los míos. Se permitió entrar al paje y a una mujer que no fuese la mía. Juana de Coello solicitó que ella y mis hijos me pudieran asistir. No contestaron. Cuatro días después, aprovechando que era Semana Santa, insistí en el peligro de mi vida, pidiendo entrar a hacerme compañía y a consolarme y a curarme. No accedieron tampoco. Pero sí a la tercera petición. Desde primero de abril, conmigo estaba Juana y tratamos con calma y pormenores la evasión. Con sus cuarenta y dos años, por octava vez estaba mi mujer encinta: puede pensarse que no estaba tan incomunicada conmigo por lo tanto. Ya dije que mis habitaciones lindaban con los de Pacheco, el inquisidor, y que la puerta se había vuelto a clavar y a cerrojar. Había que recuperar la situación primera. Gil de Mesa trajo unas llaves falsas. Mi mujer me preparó unas ropas suyas con las que me disfracé de embarazada triste. Pasé a las habitaciones contiguas; de ellas bajé a los aposentos a ras de calle, y a la calle salí por la parte trasera de la casa. Los guardias quedaron en la escalera principal. La complicidad de algún alguacil era evidente. Zamora había sido el que, previo pago, nos ayudó mirando para otro lado. Fue, por desgracia, descubierto; estuvo en la cárcel de Ciudad Real, de donde escapó; nuevamente atrapado se le condenó a la vergüenza pública y a galeras perpetuas. Todos corremos riesgos. Yo dejé un bulto de cojines y ropa simulando la figura de un hombre dormido en mi lecho. Todo fue, por tanto, atrevido y vulgar.
Eso sucedió el Miércoles Santo. Está visto que los días sagrados me traen inspiración para las fugas y los pecados. Eran las nueve de la noche, y las calles del barrio eran un hormiguero. Fuera me esperaba Pedro Gil. Salí camino de Alcalá, donde aguardaba Gil de Mesa con caballos de posta. Dos días antes había hecho ese camino el conde de Aranda, y Pedro Gil pidió los caballos en su nombre porque tenía necesidad de alcanzarlo. Yo cubrí las setenta leguas hasta la raya aragonesa con mucha dificultad. Gil de Mesa y el otro Gil tuvieron que ir sosteniéndome. Descansamos en Alcalá y en Guadalajara. Entretanto, Mayorín salía tras nosotros, para cansar por segunda vez los caballos de la posta y evitar la prisa de la justicia. Todos juntos llegamos a Aragón. En la raya había aduana donde podía ser reconocido. Convencimos al postillón de que llevábamos ciertas cosas y de que, por no pagar derechos, preferíamos salir fuera del camino ordinario por Almaluez. Hacía once años que ansiaba pisar mi tierra aragonesa. Mi primer verdadero descanso en tanto tiempo fue en el monasterio de Santa María de Huerta. Por siempre sea bendita.
Los fueros aragoneses me iban a proteger de la persecución regia. Y Aragón podía ser además para mí una buena puerta de salida del reino. Conservaba, por si fuera poco, mis papeles testimoniales por los que era temido. La noticia de mi fuga amargó con seguridad a un Rey que nunca dio la cara. Una cara que yo podía manifestar con facilidad a fuerza de mis pruebas. Al fin y al cabo el Rey no era más que un hombre y sólo tenía una vida: en eso era yo igual que él. No fue en vano su pánico, si bien disimulado, a mi huida, porque yo guardaba el secreto de otras muertes que no debían saberse. Por el contrario, él tenía en sus manos lo que yo más amaba: mi mujer y mis hijos, que se apresuró a tomar como rehenes y que no volvieron a gozar de libertad mientras vivió él. Y no sabía tampoco entonces yo que, por mi causa, no iba a tardar en darse el primer empellón del poder central a las libertades regionales. Es la vida la que nos conduce siempre casi a ciegas. A nosotros desde luego, pero quizá también a ciegas ella misma.
De todas formas yo encontré un Aragón a punto. Era imposible, a esas alturas, que sus Fueros se tocasen sin que la rebeldía brotara desde abajo, fuerte e insobornable. En cierta ocasión yo había oído decir al Príncipe de Éboli, hablando con el aragonés duque de Villahermosa:
–Yo soy lego para meterme en materias de Fueros y, por no hacer pasar a errores grandes, los dejo gozar al que les dará cobro…
Y comparaba la facilidad del gobierno de Castilla, a la que llamaba «dehesa donde se apacientan ovejas», con las inquietudes que da Cataluña, donde «se apacientan cabras», y Aragón, donde las cabezas son «particulares y dificultosas». Los temas del Virrey extranjero, los diputados de la Corte de Justicia y todos los organismos defensivos, con todas sus fuerzas, durante siglos y tan diferentes de los castellanos, probaban que la unión de España bajo los Reyes Católicos no había sido más que una broma histórica. Los últimos intentos del conde de Chinchón, que ya me odiaba, habían resultado peligrosos: el nombramiento de los inquisidores Molina Medrano y don Juan de Mendoza, el arzobispado de Zaragoza en manos de su hermano Andrés de Bobadilla, y la equivocación del marqués de Almenara, como gobernador en nombre del Rey, iban a darse de cara conmigo. Y yo con ellos. Sobre todo con el último, que era inepto, petulante y soberbio. Íntimo amigo de Chinchón, que lo impuso, y primo de la Princesa de Éboli, a la que había desposeído, por un mal pleito, del marquesado de Almenara. Enemigo rotundo, pues, mío. Había suscitado una animadversión general. Hasta el punto de que una noche incendiaron su palacio, y él hubo de volverse a Madrid. Fue una lección bastante explícita. Entre otras cosas, porque atizó el fuego del fervor legalista, que sólo hablaba de Fueros y de Contrafueros. Quizá el único que defendió entonces al Rey fue Molina de Medrano, que llegó a ser después un terrible enemigo mío. Sin embargo, Almenara consiguió en Madrid la destitución del Virrey Sástago, y que se nombrase en su lugar al débil obispo de Teruel, que ni pinchaba ni cortaba. Esto último se lo concedió Chinchón para que volviese Almenara a Zaragoza, no sin aceptar su condición de que lo nombraría Virrey en cuanto se pudiera. A pesar de ello, Almenara estaba reticente y vivía en Madrid. Hasta que la noticia de mi huida forzó las cosas, y le ordenaron presentarse en Aragón.
El momento era malo para el Rey, y no sólo allí. Un embajador italiano me había comunicado con sigilo que el estado de las cosas en España no era bueno porque, deseando los pueblos mejoría del gobierno de Felipe II, no les parece que la tuviera ni pudiera tenerla. Hasta en Ávila habían aparecido carteles sediciosos:
–España, España, vuelve en ti y defiende tu libertad. Y tú, Felipe, conténtate con lo que es tuyo, y no pretendas lo ajeno y dudoso, ni des ocasión a que aquellos por quien tú tienes la honra que posees tengan que defender la suya.
Por ello, Rodrigo de Bracamonte fue ejecutado y otros muchos desterrados y perseguidos. Al cura de San Martín, allí en Ávila, que era un gran santo, lo condenaron a galeras, pero murió en Toledo, después de haber quedado manco en el tormento. Tiempos malos, decapitados, en que hasta las dignidades de la Iglesia caían, en lugar de sobre sacerdotes virtuosos y expertos, en segundones, parientes y protegidos de las Casas Grandes, que no tenían de aquello más que el hábito. Y todo por falta de cabezas. Porque, después del Emperador Carlos, que supo rodearse mejor, entre las cabezas que faltaban estaba la del Rey. Y es que, en lo que voy a narrar, quizá obró con razón. Pero también con una contumaz torpeza. De lo que sólo yo podía alegrarme.
La primera noticia que tuve de una reacción suya, apenas conocida mi evasión, fue una nota garabateada, que me llegó más tarde por una extraña vía:
«Hubiese sido muy bueno el prenderle y ha sido muy malo el soltarle… Y bien será que lo secuestren, y pongan a buen recaudo lo que ha ganado y el dinero que tuviere para que no pueda valerse de él.»
Ése y otros lamentos se los dirigía a Mateo Vázquez, el Perro Moro, que no le movería la cola mucho más.
Después de Monreal y Bubierca, llenos de amigos, llegamos a Calatayud donde me alojé en casa de unos parientes míos. No quería pasar yo en reinos extraños ni esconderme, sino estarme de manifiesto. En la Corte sabían ya dónde me hallaba. El tinglado judicial entero estaba en marcha. Ocho días después de mi escapada, había una Junta para ocuparse de mi asunto, formada por gente del Consejo de Aragón, presidida por quien presidía también el Consejo de Hacienda, el implacable y pálido juez Rodrigo Vázquez de Arce. Ésta es una prueba de algo que yo ya conocía bien, y de la que me aproveché: la mediocridad de los ministros de Felipe y la ineficaz burocracia que él creara. Se había prendido a todos mis familiares. Se estrechó la prisión de la Éboli con inútil rencor. Se expidieron correos a todas las autoridades de Aragón, y cartas conminativas de Chinchón a Palafox, señor de Ariza; al primo del conde, Manuel Zapata, quien residía en Calatayud; y a Villahermosa, a sabiendas de que tenía muy buenas relaciones conmigo. Aquel Zapata vino a prenderme so pretexto de saludarme. Yo escapé por una puerta trasera, y me refugié en el muy próximo monasterio de dominicos, adjunto a la iglesia de San Pedro Mártir. Por su asedio, tuvo noticia la población de que yo estaba allí, y comenzó el fervor popular, a la vez agobiante y salvador, que me acompañó de continuo los dos años que estuve en esa tierra. Los estudiantes de Filosofía y de Teología, junto con los alpargateros y los menestrales apalearon a Zapata y a su gente. La gestión del torpe de Zapata dio la alarma en Madrid. Yo podía recurrir a la Corte de Justicia, como así sucedió. Por eso mandaron a un tal Cerdán de Alcaraz, que venía de Flandes, porque el viejo gobernador estaba hecho una pena, para hacerme toda clase de reverencias y zalemas, con las que no me conquistó y no consiguió siquiera que me asomase a la puerta, para prenderme allí como quería. Yo me satisfice con escribir al Rey pidiéndole perdón y que me permitiera vivir en paz en un convento aragonés.
«No quiero más satisfacción y defensa que alguna muestra de la gracia de Vuestra Majestad.»
No tuvo a bien contestarme. Yo tenía los privilegios del sagrado, pero no quise aprovecharlos: no había ido para eso a Aragón. Salí porque me dio la gana. Suponía que la Junta de Madrid había decidido, como en la otra ocasión, sacarme a la pura fuerza del asilo eclesiástico: no habría podido resistir. Pero por fortuna, sucedió de otro modo.
Gil de Mesa, bendito, había ido a Zaragoza a pedirle al lugarteniente de justicia la manifestación para mí, es decir, ingresar en la Cárcel de los Manifestados, esa cordura y esa misericordia de Aragón.
–Harto -le dijo- mi señor de grillos en los pies y de esposas de hierro, de celdas tenebrosas y torturas, tan distintas del orden prescrito por las leyes y Fueros de este reino.
Salía yo del convento, cuando en la puerta me detuvo el Veguero del Justicia, que llevaba en la faltriquera mi manifestación. Los corchetes de Cerdán se quedaron con las manos vacías, entre los aplausos del gentío congregado que celebraba mi salvación. Allí estaba la ciudad entera: sus sacerdotes, sus estudiantes, los forasteros de mayor calidad y don Juan de Luna, que había sido amigo de mi padre Gonzalo, con sus más de cincuenta arcabuceros. Aquella noche dormí en la casa de un jurado de la ciudad, donde todos los demás vinieron a ofrecerme dinero y gente armada. A la mañana siguiente, en carroza y bien acompañado de simpatías y de fervores, me trasladaron a Zaragoza e ingresé en la Cárcel de los Manifestados, tras un paseo triunfal que me templó el espíritu. Volví a escribir al Rey y a su confesor Chaves, pero con otro tono:
–Por tratarse de la honra de mis padres e hijos y mía, quiero hacer de nuevo advertimiento a Vuestra Majestad de lo que me parece que mucho conviene.
La amenaza se sobreentendía. Otra vez la lucha; pero ésta, cara a cara. Y detrás de Su Majestad y de mí, al fondo, la enemistad entre Castilla y Aragón, con su nobleza y sus vasallos, entre la autoridad y el desorden, entre el absolutismo y la libertad. O, por lo menos, entre lo que representa a una cosa y a otra.
El Rey mandó que su fiscal de aquel reino entablase proceso contra los fugitivos. A mí se me acusaba de lo mismo que en Castilla: Escobedo, engaños al Rey, uso y abuso de los secretos del Estado, falsificación de despachos cifrados y quebranto de cárceles. Ahora el acusador era el Rey mismo, y los delitos, de lesa majestad. Yo traté, escribiendo a todo el mundo capaz, de que ese proceso no continuase. Me contestó el silencio. Entonces comencé, desde la cárcel, mi propia campaña. Recibía a los personajes más cualificados y les mostraba mis papeles. El Justicia los vio y trató de detener el curso del proceso; el Rey le contestó que no creyera en mí, que todo cuanto mostraba y decía era embuste y falsedad. A últimos de junio llegaron a Madrid mis primeras defensas. Pero el día 1 de ese mes se había firmado ya allí mi sentencia de muerte por Vázquez de Arce y otros dos conocidos:
–Muerte de horca, y que primero sea arrastrado por las calles públicas, y después le sea cortada la cabeza y sea puesta en lugar público.
Una bonita perspectiva. Ante esto, preparé la segunda tanda de mis defensas. Pero quería que la leyeran todos y la escribí con abundantes pruebas documentadas y en palabras completas y no con iniciales: el Memorial del hecho de su Causa, que llamó todo el mundo Librillo. Y, ante la imposibilidad de imprimirlo, traje a la cárcel amanuenses para que hicieran copias que envié a jueces, caballeros, personas de aquel reino y de Castilla, Italia y otras partes. Yo encarecía allí mis sufrimientos, la injusticia sufrida, el encono, mi pobreza, las cicatrices del potro, la separación de mi familia y su reclusión.
–De la sangre que tengo, vive Dios que haría quintaesencia para alivio de esa señora y de esos hijos…
Sé cómo emocionar. Y amenazaba con descubrir secretos más graves que los que allí decía. Sé cómo imponerme.
Uno de los hermanos Argensola, poeta como el otro, cuenta que andaban religiosas y otras personas de mi devoción pidiendo por las casas para mis necesidades, y un cantor popular vino a decirme que, cuando fuera menester, hasta los muertos saldrían de sus sepulturas para ayudarme. Sé cómo atraer.
Los caballeros venían de visita. Todos: los que siguieron queriéndome siempre y los que después se asustaron de estar de mi parte. Diego de Heredia, don Martín de Lanuza, don Juan de Luna…
–En Aragón estará su merced tan seguro como si estuviese metido en la caja del Santísimo Sacramento.
… y el conde de Morata y el de Aranda. Aquélla era la Cárcel de la Libertad. Por eso Almenara me temía y me puso una guardia en una casa frontera. Pero nada era para impedir que yo hablase, no sólo con quienes me visitaban, sino con la gente de la calle, por las ventanas, entre aplausos y vítores. Y escribía cartas a Madrid a quien quería: a mis amigos genoveses o a mi mujer o a Baltasar Álamos, preso aún. Y había cartas de hasta treinta pliegos. Los sobres llevaban la dirección de alguien del Consejo de la Inquisición, y al pie el sello del Santo Oficio de Zaragoza, donde tenía amigos. Al llegar el emisario de confianza, entregaba las cartas a la hermana de doña Juana de Coello, mi mujer, doña Leonor, monja de Santo Domingo el Real, que desde su celda las repartía a los verdaderos destinatarios. Vivía entre una complicidad colectiva. Sé cómo conspirar.
Mayorín, detenido al llegar a Zaragoza, estaba junto a mí. Gil de Mesa se acogió al sagrado del convento de carmelitas, pero desde allí dirigía el cotarro y entraba y salía a su placer. El prior se negó a echarlo y tuvo que venir, con sus achaques de viejo, el Provincial desde Valencia, para destituirlo y expulsar a mi Gil. Pero entonces se ofrecieron para ocultarlo civiles y eclesiásticos. Desde Madrid vino una acusación, de los dos alguaciles que me dejaron escapar, contra Mesa y Mayorín, pero de nada sirvió. Y Pedro Gil González, por menos conocido, jugaba aún con mayor libertad: era el que llevaba mis recados desde la cárcel. Una noche quisieron prenderlo en casa de mi amigo Manuel Donlope, pero gente de la mejor de Zaragoza que allí estaba armó un gran alboroto, y el muchacho escapó hasta el sagrado del monasterio de San Lázaro. Se había perdido todo el respeto a los representantes de la autoridad. Más aún, se acostumbró la gente, noble o baja, a disfrutar riéndose de ellos. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa. Sé cómo humillar.
Ante las noticias de Aragón, la Junta de Madrid se vio obligada a escribir al Rey que las nuevas de Zaragoza no eran buenas:
–Los lugartenientes han favorecido poco a la parte de Vuestra Majestad y mucho a la de Antonio Pérez. Sé cómo sacar tajada.
El Rey vio en la calle a su preso y en el extranjero, y perdió el oremus. Decidió retirar la acusación regia, asegurándose primero de que no se me pusiera en libertad. Por eso, antes de separarse de la causa, se introdujo el proceso por el asesinato de los dos astrólogos, Pedro de La Hera y Rodrigo Morgado. Fue una farsa terrible de testigos y familiares comprados que se dejaban ganar por el que lo pretendiese. La gente decía que era el propio Rey quien ponía «la autoridad y la hacienda»: así lo escribió Lupercio Leonardo de Argensola, muy poco sospechoso de enemistad hacia él. Aquellos delitos eran tan inverosímiles que ni siquiera habían figurado en la lista de mis acusaciones hasta entonces. De repente fueron recordados, y se echó mano de ellos. La ratificación en Aragón era, con intencionalidad, de una desesperante lentitud. De Madrid pedían que el preso se trasladara allí. Y, ante la insistencia casi diaria, el conde de Almenara comunicó que ese pleito estaba ya puesto en sentencia, y que no había salido por enfermedad de un abogado: todos enfermaban cuando tenía que sentenciar a gusto de Madrid. Éste concretamente, llamado Bordalba, renunció a su cargo en cuanto lo presionaron. Total, el asunto se demoraba y se desconfiaba tanto de él, que decidieron los del Rey mi traslado a la Inquisición. No otra causa que ésa fue la del motín del 24 de mayo del año 81, cuando se originó un cambio radical en mi proceso del caso de los astrólogos no se volvió a hablar. Desde ahora se hablaría con palabras mayores.
El apartamiento del Rey de una causa judicial había sido una sabia medida en contra mía. La justificación, evidente:
–Antonio Pérez se defiende de manera que, para responderle, sería necesario tratar de negocios más graves de los que se sufren en procesos públicos, de secretos que no conviene que anden en ellos y de personas de cuya reputación y decoro se deben estimar más que la condenación de Antonio Pérez. – Y añadía-: Sus delitos son tan graves cuanto nunca vasallo lo hizo contra su Rey y señor, así en las circunstancias de ellos cuanto en la coyuntura, tiempo y forma de cometerlos…
Ésa fue la razón de la retirada de la real persona. Con tal motivo, la incondicional y fervorosa admiración del pueblo hacia mí se multiplicó. Los nobles y principales, frente a esos crímenes de los que se me acusaba antes de apartarse la realeza, dieron un paso atrás: no explícito, pero que yo lo percibí. Así que, separado, mi proceso quedó en suspenso y sin sentencia. Se me mantenía en la cárcel gracias al infeliz Pedro de La Hera, a quien debo repetir, en efecto, envenené con la suficiente habilidad como para que jamás pudiese comprobarse ni con testigos falsos. Pero aquel regio apartamiento tuvo otra consecuencia: dejó al Rey y a su gente con una energía y una variedad de procedimientos incompatibles con la serenidad de un proceso que llevaba el nombre de Felipe II: desde los legales o semilegales a los intentos directos de secuestro y agresión. Ahora tendría que andarme con pies de plomo. La habitual y falsa ecuanimidad del Rey había dejado lugar a la pasión. El cetro se había convertido en espada de ofensa y de venganza.
Primero, se intentó devolverme a Castilla, que según los de Madrid podía hacerse sin herir los Fueros, dado el carácter de los delitos; los abogados de Aragón no se pusieron de acuerdo. Segundo, se intentó restablecer el Privilegio de los Veinte para hacer cara a la agitación de los zaragozanos en abril del 91. Pero surgió un escándalo, porque el que lo solicitaba, Almenara, fue quien el año anterior había abolido a la Veintena. Tercero, se eligió el proceso de Enquesta. Se me acusaba de los mismos delitos que en el proceso de Castilla y en el primitivo de Aragón, añadiendo las revelaciones hechas en el Librillo, secretos que tenía la obligación de guardar. Mis traiciones podían considerarse como cometidas por un servidor del monarca aragonés, y la vía de Enquesta era, por tanto, legítima. Sólo se pretendía, en el fondo, que fuese condenado a muerte; si no, preso en una fortaleza; en el peor de los casos, que se me desterrara de Aragón, depositándome en la raya de Castilla. Ya se encargarían los realistas de llevarme hasta las manos del Rey.
Me defendí de la Enquesta con altivez: no cabía otra manera:
–Los papeles que podría presentar en este nuevo juicio sobre lo mismo, contarían otras cosas de muchas y más vivas confianzas.
Y le mandé al arzobispo de Zaragoza, hermano del conde de Chinchón, otra carta:
«Que se atajen tantos escándalos; y que si él, bajo secreto de confesión, quiere ver la verdad de lo que se trata, le demostraría la prueba de ello.»
Me dirigí además al Tribunal del Justicia solicitando una firma que me amparase, porque la Enquesta no era vía legal contra mí ya que «no había despachado ninguna cosa ni nunca despaché para ese Reino de Aragón», y porque de los delitos había sido ya juzgado en Castilla.
La Firma o aprobación se me denegó por influencia de Almenara, cosa previsible. Entonces recurrí a otro expediente: denuncié ante el Tribunal de los Diecisiete, al lugarteniente del Justicia, Micer Francisco Torralba, que había negado la Firma y entregaba así a un tribunal absoluto e improcedente «a mí, Antonio Pérez, pero también a la libertad de este Reino». De tal forma, identifiqué mi causa con las libertades de los Fueros y los Contrafueros de Aragón: populachero, pero me habían obligado. Torralba se impresionó con mi acusación; se defendía basándose en que dudaba que yo fuese sujeto de juicio en Aragón y, pudiendo utilizar otra vía, la de Enquesta no debía ser usada. Por lo tanto, la Enquesta naufragó. Con ello se dieron cuenta en Madrid de la resistencia que había a aceptar en Zaragoza órdenes reales. A continuación decidieron seguir otro camino, el más nocivo, el que llevó a los aragoneses al mayor disgusto, pero el único en que Felipe II podía confiar allí: la Inquisición, cuya competencia se extendía a todo el Reino de España.
Debo reconocer que di un paso en falso que nunca debí dar. Durante la discusión del proceso de Enquesta, harto de aguantar y convencido de que el Rey no se rendía ni se rendiría, pretendí fugarme. Hay, por tanto, en ese proceso, una Cédula de Adición, por la que se agrega el intento de fuga a las acusaciones iniciales. Fue una inmensa torpeza, que se remedió luego con los entusiasmos populares. El Fiscal tenía varios testigos: mi criado Diego Bustamante, hasta entonces defensor y amigo mío, y tres sujetos que estaban en la misma Cárcel de Manifestación. Fue Bustamante, ese traidorazo, quien contó cuanto sabía. De todos los procedimientos de evasión, nos decidimos por el más vulgar: limar las rejas de mi aposento, que daba al mercado, donde me esperarían los más fieles: Gil de Mesa, Pedro Gil y el alférez Rubio, ya reaparecido. Mayorín lo urdía todo desde dentro, y me relacionaba con él a través de billetes en clave que me traía Pedro Gil. Un par de ellos fueron interceptados y descubrieron el pastel. El propósito reconocido de irme al Bearn, tierra de herejes, fue punto de partida para la nueva acusación que ya se proyectaba, la de la Inquisición. Bustamante, sobornado por Almenara, fue quien suministró todos los pormenores; otros testigos comprados abundaron en ellos. Yo presenté testigos de descargo, pero los compró después Almenara. Reconozco que también los había comprado yo; pero yo lo hice primero. En cuanto a lo de «tierra de herejes» era una evidencia. De no poder ir a Francia ni a Italia, donde, a pesar de ser católicos, o por serlo, eran amigos de Felipe, no me quedaba otro lugar que el Bearn. O quizá los Países Bajos, que no eran seguros y eran también españoles. O, en último término, y algo peor, Turquía. Y también denunció, como agentes míos en el extranjero, a los dos pajes flamencos que me asistían en la cárcel, Guillermo Staes y Hans Bloch, que en efecto, eran útiles y fieles, pero se trataba, más que nada, de pajes de amor. Se comprenderá que era algo que no debía descubrir.
Las represalias fueron grandes: se me pusieron grillos no muy forales, se despidió a mis pajes, no se permitió la entrada en la cárcel de mis íntimos y se tomaron medidas contra los que, desde afuera, me favorecían. Y, lo que era de esperar, se atentó contra mi vida. Fue en otoño de 1590. El impulso era soberano:
«No se debe reparar en la ejecución de la condena, en caso de que no se pueda hacer por vía ordinaria. – Y en otro lugar, si fallaba la Enquesta-: Será bien que se mire todo lo que se debe hacer conforme a lo que se dice y parece.»
No creo que extrañe a nadie que quisiera fugarme de un lugar donde todos tenían mi muerte tan a mano. Primero se trató de eliminarme con veneno. Después se intentó sobornar a Antón Añón, familia del Santo Oficio, pero devoto mío, cuyo hijo era un adolescente que destilaba erotismo y que me llevaba la comida, para que no me la envenenaran. Por fin, el conde de Almenara pagó a uno de Tauste para que entrara en mis aposentos una noche y me dejara definitivamente en el sitio. Tampoco Mayorín escapó a tales tentativas: quisieron pagar al alcaide para que le administrase un hechizo. El hechizo consistía en una barra de hierro que lo dejó vivo, pero descalabrado.
La Inquisición necesitaba por lo menos un leve pretexto para intervenir, por muy desvirtuado y degenerado que estuviese el Santo Tribunal. Santo Tribunal que no tenía inconveniente, si el Rey lo pedía, en prenderme aun no habiendo pecado contra la fe ni contra nada. Lo que le desagradaba era tener que decirlo. Por tanto, prefería inventarse un pretexto. Y, como el pecado no existía, tuvo que imaginárselo con el mayor cinismo. El proyecto de fuga para ir a tierra de herejes serviría. Molina de Medrano, que me odiaba, mandó los papeles al cardenal Quiroga. Qué inmensa tenía que ser la presión real para que el arzobispo de Toledo, Inquisidor mayor, tan afecto a mí, consintiera en que, con tal falsedad, se me acusase y se abriese el proceso. Almenara escribió al Rey, comenzada la información, para que se pudiera intervenir en la Cárcel de los Manifestados, aumentando su seguridad. Todo estaba, pues, dispuesto. Y volvía a ser juzgado por algo que estaba aún más lejos de mí que la inocencia: la acusación de herejía.
El grado de decadencia del Santo Oficio lo llevó a ser utilizado para causas civiles. Y tan distantes de su jurisdicción como la de contrabando de caballos en la frontera con Francia, que se consideraba como una agresión a la fe. El inquisidor Molina, licencioso noctámbulo, con espada y rodela acostumbradas a muchas madrugadas y a muchas cosas de las madrugadas, era un prodigio en hacer obras maestras de la denuncia; y, entusiasmado del encargo que le llegaba de Madrid, le tomó declaración a Bustamante y a otros testigos contrarios a mí, y ellos exageraron tanto como él quiso los términos de mi supuesta herejía. Y así se puso en marcha la máquina devoradora de la Inquisición.
Fernando Arenillas de Reinoso, Fiscal y Secretario de la Suprema, escribió al cardenal Quiroga, en Toledo, para que la información contra mí no la calificase ningún otro teólogo que Diego de Chaves, el confesor real, en presencia del propio Arenillas. Por lo visto, a ambos el examen del informe les pareció «de poca probanza en cosas cuyo conocimiento perteneciera al Santo Oficio»; pero con probanza o sin ella, había que acusar. Cuando se supo la detención de Guillermo Staes, cayeron sobre él, y desde Madrid escribió Vázquez que, con aprobación del Rey, se le apretara. Pero, apretado, es decir, torturado y todo, mi hermoso paje nada dijo contra mi catolicismo. Con todo, el deteriorado Chaves hizo su clasificación formal de herejía. Lo único que me alivió aquellas horas de penas fue la noticia de la muerte del Perro Moro, la cual me pareció no mal presagio.
Daría vergüenza leer el dictamen del confesor del Rey. Él era experto en envolver de herejía no sólo a mí, sino a gente por completo santa. Eso no más le ocurrió con el cardenal Carranza, Gran Inquisidor él mismo. De modo que yo me podía dar por quemado si de él solo dependiera. Su oficio más santo era sólo servir al poder temporal. A Mayorín lo calificó de blasfemo herético por proferir, según los soplones de la cárcel, expresiones como «Pota de Dío» o «Pota de Madonna». Y uno de mis cargos más fuertes era que, al parecer, en cierta ocasión dije:
–Si Dios Padre se atravesase en medio, le llevaba las narices a trueque de hacer ver qué ruin caballero ha sido el Rey conmigo.
Fue, según él, una proposición blasfema, piarum aurium offensiva, porque cae en la herejía de los badianos, que creen que Dios es corpóreo y con miembros humanos. O sea, que el padre Chaves estaba especializado en convertir grotescas nimiedades en acusaciones terribles. Y como consecuencia, Mayorín y yo debíamos ser trasladados a las cárceles del Santo Oficio. Eso fue el día 24 de mayo al que aludí.
Nos sacaron muy de mañana de la Cárcel de los Manifestados, pidiendo el Veguero del Justicia al Alcalde que le fuéramos entregados. Y así se hizo con quietud y sosiego. El nuncio ordinario del Santo Oficio quedó en nuestros aposentos haciendo su ruin inventario. Pero este trámite no se concluyó, por lo que ahora diré. Todo el ir y venir era pura comedia. El Justicia y su lugarteniente habían sido forzados por Almenara. El momento era malo, porque la gente sabía que todo se basaba en inventos y falsos testimonios. Pero el equivocado Molina de Medrano ordenó nuestra súbita entrega para que, cuando el pueblo la percibiese, estuviéramos ya en la Aljafería, sede del Santo Oficio. Se había pasado, en su fuerza mal usada, ordenando a la Corte del Justicia que mandara revocar y anular nuestra manifestación, que nos dio entrada en aquella cárcel: lo cual hirió a los aragoneses, porque tal privilegio suyo podía sólo suspenderse, pero no anularse, y aun así en casos graves y probados. El día 23, para comunicarlo y ordenarlo, fueron algunos caballeros a la Cárcel de los Manifestados, pero los ministros de la Inquisición les dieron con la puerta en las narices diciéndoles que ya no era aquélla Cárcel del Justicia de Aragón, sino del Santo Oficio. Tal fue el disparadero. Yo conocía lo que había de pasar y envié a Antón de Añón, mi criado, a visitar a don Diego de Heredia: él se encargó de comunicar el hecho a los demás amigos y al pueblo entero. Al pueblo, que se fue reuniendo poco a poco, clamando que aquella entrega se hacía sin apoyo en la ley. El Justicia les leyó el mandamiento.
–Todo está en regla -dijo.
La marea no dejó oír su voz. Nuestra entrega era un contrafuero y un atentado a las libertades. La muchedumbre que ya había gritado «¡Traidores!» a Almenara, al Justicia y a sus lugartenientes, gritaba «¡Libertad!» mirando al cielo. Era difícil, o mejor, imposible, hacer algo ni dar explicaciones a un mar embravecido. La gente sabía que mi acusación, por causa de la fe, se basaba en acusadores y testigos malhechores y condenados de la cárcel, que ya habían confesado quién los sobornó y las dádivas y promesas recibidas. De las manos de Almenara que estaba allí precisamente… De pronto tocó a rebato la campana de la Seo, rebelando aún más a los rebeldes, y se alzó, como un chorro de ira, un clamor vindicativo. La multitud, que parecía saber lo que tenía que realizar, se dividió en dos grupos: uno, que atacó la casa de Almenara; otro, casi de tres mil personas, que fue a la Aljafería.
El primero, formado por el indispensable Gil de Mesa y varios caballeros principales que, con Pedro Gil, dirigían la turba, encontró cerradas las puertas de Almenara, y a los criados, que pasaban de treinta, encabezados por Zorrilla, el secretario, dispuestos a no abrirles. Un muchachillo, Gaspar de Burces, a quien llamaban «el Burcesico» se acercó al Justicia, con un invento repentino y oportuno, para pedir la manifestación de un hermano suyo, que estaba retenido en casa del marqués de Almenara y expuesto a malos tratos. Micer Torralba le proveyó de la manifestación. Pero los de la casa, que sabían lo que les esperaba, la mantuvieron cerrada, y arrojaban piedras desde ventanas y balcones. Eso se tomó como desacato al Justicia. Y la furia de la muchedumbre se multiplicó. El marqués mandó a buscar al Justicia para que lo protegiera, y éste llegó acompañado de sus dos hijos y sus lugartenientes, calmó más o menos a la multitud y entró en la casa con un notario y con el Burcesico. Ni estaba su hermano allí ni podía estar, como era evidente. Así lo dijo el Justicia desde un balcón.
–Tírenle piedras. Tírenle, que tan traidor es él como el marqués.
Al Justicia, viejo y achacoso, le acometió el pánico. Ordenó que el marqués se escapase horadando una pared medianera. Pero Almenara aseguró que no huiría, porque nadie de su linaje lo había hecho jamás. El Justicia Lanuza preguntó a los amotinados qué querían.
–Que se aprese al marqués -contestaron-. Y a sus criados, que han resistido a nuestra autoridad.
Y el Justicia les entregó a los presos, creyendo que así los salvaba. Se exigió que Almenara y el conde de Belchite fuesen a pie, después de desarmarlos a ellos y a los criados. El orgullo de casta perdió al marqués: nadie se salva, por la cárcel, de un motín. Por mucho peto y espaldar que se ponga. El Burcesico salió al balcón y, entre sonrisas, avisó que ya lo habían cumplido. Los amotinados echaron abajo las puertas de la casa, y entraron, mezclados todos, frailes y estudiantes, tropezando con los que ya salían, el guapo y traidor Bustamante entre ellos. Alguno de los revolucionarios pretendió con la espada abrirles paso. Pero la multitud, animada por Gil de Mesa, comenzó a hostigarlos. El Justicia cayó al suelo. Torralba, el lugarteniente, invocó la condición de preso de Almenara para salvar su vida. Fue una mayúscula confusión. Los caballeros se habían ido. Algunos amotinados trataban de proteger a los detenidos. Llovían las piedras, los empujones, los golpes y, al fin ya, las estocadas. Almenara recibió una en la mano y dos en la cabeza. Alguno de los dos Giles míos intervino. Cuando llegaron a la cárcel Real, Torralba tuvo que pedirle al orgulloso marqués de Almenara que se arrojase al suelo, para parar los golpes y entrar en ella a rastras. Pidió, con el máximo abatimiento supongo, misericordia y confesión. Entró por fin, libre de los revolucionarios, en la cárcel. Pero murió, de humillación supongo, catorce días después. No se perdió gran cosa. Incluso su muerte fue muy celebrada.
Entretanto, el segundo grupo había llegado a la Aljafería. Pero como prueba de buena voluntad, en el sótano había un arcón agujereado dispuesto para trasladarme escondido a Madrid. Contra eso, para impedir el rapto y rescatarnos, llegaron señores a caballo y varias carretas con leña para quemar el edificio si preciso fuera. Allí se juntaban dos razones por encima de cualquier razón: el amor a los Fueros y el amor por mí, que se habían contagiado los unos a los otros, símbolo yo de lo que ellos defendían. Y había otro motivo: el odio que el pueblo de Aragón, no diferente a otros en eso, tenía al Santísimo Tribunal. No me habría extrañado que hubiera alrededor de aquel palacio una alta asistencia de conversos, con encono muy largamente reprimido. Si bien he de recordar que Gil de Mesa no era converso, sino cristiano viejo y muy representativo del pueblo que le seguía por eso, y, sin embargo, llamaba al Santo Oficio «tribunal de maldades y de tiranías, tribunal de demonios».
Al tiempo, en el palacio arzobispal se habían reunido el Virrey obispo y el Zalmedina de Zaragoza, un Galacián Cerdán. Decidieron que lo único sensato era devolvernos a los dos presos a la Cárcel de los Manifestados. Para gestionarlo entró don Andrés Jiménez, el cohibido obispo de Teruel, chillando:
–Vengo como uno de vosotros, no como obispo ni como Virrey.
Hubo idas y venidas. El arzobispo de Bobadilla, hermano de Chinchón, mandó tres billetes seguidos, pidiendo nuestra devolución. El segundo lo llevaron los condes de Aranda y de Morata. El tercero, don Juan de Paterny, que había asistido a la paliza del representante del Rey, Almenara, en la cárcel real. Nunca había sido discutida la autoridad de la Inquisición. Hasta entonces. Los preparativos de la gente saltaban a la vista; querían tirar las puertas e incendiar el palacio.
–Dejen sus mercedes un momento de ser inquisidores para poderlo ser después toda la vida -les dijo Paterny a los miembros del Santo Oficio.
Pero quizá lo que les convenció fue el estruendo de fuera. Y aceptaron entregarnos con la condición de que quedásemos en la Cárcel de los Manifestados, pero sometidos a la jurisdicción inquisitorial.
Salimos con los condes y el Virrey. Y la gente, enardecida, impidió que yo montase en carro alguno. Me montó sobre el caballo blanco que Aranda había traído. La muchedumbre se subía a los estribos y me besaba las manos, me besaba los zapatos y me palmeaba los mulsos o las piernas. Fue volar entre nubes. Yo saludaba a todos con la palabra con que ellos me aclamaban: ¡Libertad!
Cuando ingresamos, mucho después, en la cárcel, me obligaron a asomarme a la ventana, a quitarme el sombrero, a agitar un pañuelo en la mano, a dar las gracias a los amotinados que me aclamaban como a un ídolo. Yo pensaba en el Rey, que no había sido nunca, ni un minuto siquiera, tan querido.
Supongo que cuando recibió noticia de lo sucedido, dos semanas después de la muerte de su gobernador Aranda, fue cuando decidió -tarde lo hizo, como siempre- invadir el Reino aragonés con tropas reales y hacer rodar, con la cabeza del Justicia, que ya era el hijo mayor del de entonces, que enseguida murió, el honor de los Fueros. Trabajo y discusiones le costó. Y además no me halló donde esperaba.
Me había transformado en un peligroso agitador de multitudes. Guardado por la Inquisición en una cárcel distinta de las suyas, protegido de un pueblo en plena rebelión. Una rebelión que llevaba consigo, guardada en el corazón, varias generaciones. Yo no tuve más que meter fuego a ese pasto seco, y esperar a que los desaciertos de Madrid hicieran lo demás. Y es que la jornada del 24 de mayo había quebrantado las tres autoridades intangibles: la del Rey, la del Justicia de Aragón y la del Santo Oficio. Mal arreglo tenían después de haber sido tan sacudidas. El día 10 de junio se había designado fecha de la Jura de los nuevos diputados, un mes antes elegidos. Representando a la nobleza iba el conde de Fuentes, hermanastro de mi Diego de Heredia, pero monárquico y circunspecto. La presión popular era tremenda. No fue a jurar. Se eligió en su lugar al conde de Sástago. Tampoco fue. De la tercera elección salió don Juan de Luna, muy amigo mío, con apellido libertario y aplaudido por todos. Era un caballero de autoridad y carnes; muy cuerdo y verdadero y bienintencionado respecto de las leyes. Le debía favores a mi padre Gonzalo, y supongo que a ello debí yo los suyos. A eso y a que era fanático de los Fueros, y confundió su causa con la mía. Felipe II no lo perdonó. Qué difícil perdonar al amigo que se cambia de acera. Le atormentaron en Santorcaz hasta hacerlo papilla; acusó a quien sus verdugos le dijeron; le llevaron al cadalso en Zaragoza; su cabeza rodó, blanca de cara; y estuvo clavada sobre la puerta de la ciudad hasta que mandó descolgarla el nuevo Rey, otro Felipe.
Poco después de la Jura, yo empecé a actuar. Acusé a los testigos contrarios a mí. Varios de ellos eran criados de Almenara, tres afirmaron que habían sido empujados por su señor y la Inquisición. Ésta quedaba señalada como sobornadora y levantadora de falsos testimonios. Los demás acusados presentaron, a su vez, otras acusaciones contra amigos míos, que habían sido a su vez sobornados por mí. Los testigos, por tanto, estaban en compraventa en el mercado, como uvas o manzanas. Pero los comprados contra mí, para ajusticiarme, eran más responsables que los que para salvarme compré yo. De cualquier modo, yo tenía que apuntar más arriba y todo alrededor. Necesitaba seguir contando con el pueblo a cualquier costa. Tenía que provocar el motín contra una autoridad en quien nadie creía. Y debía probarlo a grito limpio. La demagogia tendría que salvarme.
Los resortes que hube de tocar eran patentes: mis amigos, es decir, aquellos a quienes tendría que contar mis persecuciones, oficiales, labradores y gente del común; la Iglesia, con su influencia delicada y esencial en España: sacerdotes y frailes que me defendieran desde el púlpito, monjitas que rezasen y movieran a piedad a sus beatas; y mi gracia y mi índice para señalar los fallos de la Corte, de las autoridades, del señorío heredado y cruel tantas veces. Para esto último inventé unos papeles o pasquines que se pegaban por acá y por allá, con versos subversivos o con frases acusando a la gentecilla de la Corte y también, cosa insólita, contra la Inquisición. La gente, candorosa y hastiada, se encargó luego de hacer mi propaganda. Se trataba de arengas, de sátiras simpáticas, de versos insultantes y fáciles, que yo componía en mi prisión. Y que mucha gente también inventaba y aplaudía, incluido alguien que me traicionó luego, como Basanta, un gramático que iba a mi celda a conversar conmigo para agilizar mi latín y mi griego. Ya me previno contra él Mayorín, porque era hijo de comunero y posible que me diera un veneno en la sopa; pero su traición no vino de ese lado. Qué duro es tener que desconfiar de todos: de quien te sonríe, de quien te toma del brazo y te estrecha la mano, de quien te mira a los ojos y sonríe diciendo que defiende tu causa… Qué solo he estado a veces. Pero me quejo mal, porque siempre estuvo conmigo quien me oye ahora mismo y escribe estas palabras de acusación, Gil de Mesa, mi amigo.
Basanta declaró primero a favor mío. Cuando me hube fugado, sin embargo, hizo las más graves acusaciones contra mí, entre ellas la de sodomía. Lo hizo para defenderse, pero no le sirvió. Lo acusaron de haber colaborado en mis papeles públicos, en los pasquines que en la cárcel escribíamos. Fue desterrado del Reino para toda la vida, y los primeros cinco años, condenado a galeras: de gentilhombre, o sea, sin sueldo. Todos estos juzgados y condenados después de mi fuga, lo fueron por la ira de no haberme tenido a mí en sus manos, ni haberme ahorcado, ni haberme despreciado. De alguna forma pagaron en mi nombre y debo perdonarlos. Pero no me es posible.
Yo comprendo que mi combate antiinquisitorial tuvo diversos frentes. Los pasquines que divertían y exaltaban, las amenazas y agresiones que sembraban el terror; pero también se ofrecían razones comprensibles en contra: que la Inquisición sólo podía reclamar a reos formalmente acusados de herejía, sólo a ellos; que la manifestación y su cárcel existían desde mucho antes que la Inquisición; y que la vigencia de ésta en Aragón se fundó por un tiempo limitado, que había expirado ya. Mi caso puso de manifiesto debilidades de la época, ya antiguas: la falta de la autoridad de los ministros, el atrevimiento de los sediciosos y el pánico de la población, que se ofrecía a quien más seguridad le ofreciera y que se transformaba en osadía. El partido que se formó con mi pretexto y en torno a mi nombre trataba de separar el Reino aragonés de la Monarquía española, convirtiéndolo en República, al estilo de las ciudades italianas, como Venecia o Génova, y bajo -quizá- la protección del príncipe de Bearn, la misma que yo busqué a continuación. Y esta especie de fervor separatista no era sólo un disparate del pueblo, sino que estaba amparado por la nobleza y por la Iglesia. Baste observar sobre quiénes recayó enseguida la venganza del Rey.
Yo sé que quien mantenía este alzamiento era, en definitiva, yo, y por mi propia conveniencia. Pero no estaba solo. Es cierto que los nobles de gran categoría se habían retirado a partir de la separación del Rey o del motín de mayo, aunque algunos seguían actuando en la sombra. Pero mis partidarios eran más los señores e hidalgos, o los barones como Diego de Heredia, Martín de Lanuza, don Pedro de Bolea, don Juan de Luna y Manuel Donlope. Aquí quiero dejar sus nombres luminosos. Ya entonces el pueblo los llamaba «los caballeros de la libertad». En torno a ellos actuaban otros no tan conocidos, por su menor categoría o porque tuvieron menos ocasiones de manifestarse. Entre ellos, cuyos nombres bendigo, estaban Gil de Mesa, Pedro Gil González, Juan Rubio, Jerónimo Martínez… Venía detrás una muchedumbre de monjas, de clérigos y frailes que eran míos por ser fueristas. Después, el pueblo de Zaragoza entero, gran parte de él capitaneado por el glorioso peraile, Pedro Fuerte, ejemplo de entrega y de autenticidad. Y también los de fuera: lacayos capaces de todo, forajidos huidos de cualquier parte, franceses, gascones más que otros, que cruzaban una y otra vez la frontera y servían de mensajeros. Y lo mismo puede decirse de los moriscos y los judíos conversos, que se amotinaron por los mismos motivos que los cristianos viejos.
¿Cómo no agradecer la compañía y el valor de este insensato ejército? Insensato porque el único que podía sacar algo de tal estado de sublevación y de inquietud era yo: sólo una revolución me podía salvar, y de un modo egoísta, como el náufrago que se agarra donde puede, la provoqué pidiendo sus ayudas. Que una política de fuerza iba, antes o después, a llegar de Madrid, era una evidencia; yo quería que llegase cuando ya no estuviera. Porque quien se encontrara delante de ella, incluidos los Fueros, iba a ser aplastado. Mientras en Zaragoza se gritaba, el ejército real mandado por Alonso de Vargas, con el falso pretexto de una posible ayuda a los católicos de Francia frente a los hugonotes, se concentraba en Ágreda, al pie del Moncayo. Eran los más oscuros días del oscuro reinado de Felipe. Sólo habían pasado tres años desde la Invencible arrasada; la supremacía naval era ya inglesa; Portugal, al que aún aspiraba el prior de Grato, el emigrado que, por torpeza de quien gobierna, perturba y es un recordatorio de la independencia; los turcos, con los restos de Lepanto, tocaban sin cesar las costas mediterráneas; Flandes no se solucionaba, y había que darlo por imposible; la intendencia española en las guerras civiles de Francia se agravaba por la rápida ascensión del nuevo Rey, Enrique IV, el de Bearn, después de afirmar, para tener la fiesta en paz, que París bien valía misas… Es decir, España, una vez más, había apoyado al perdedor. Las circunstancias eran las peores para tener pleitos internos. Por eso el de Aragón hubo de resolverse con prisa, con injusticias y con mano de hierro. A Felipe le costaba reaccionar; pero, cuando lo hacía, se asalvajaba y se metía en sí mismo lleno de odio, porque tenía la astucia del tímido, y tomaba las precauciones del cobarde, y una y otras se revisten siempre con el aspecto de prudencia.
¿Qué fue lo que hizo? Primero, consultó los datos sobre el motín de mayo. Y dedujo que yo tenía que volver a la cárcel de la Inquisición para restaurar su autoridad; y que había que castigar a los responsables tanto del motín como de la muerte de Almenara. Pero había que hacerlo todo con suavidad y lentitud: que el pueblo se convenciese de la legalidad y que diera tiempo a pensar las medidas del castigo. Después, que se leyese un Motu proprio de Pío V condenando a los que no se sometiesen a la Inquisición. Así se hizo. Fue contraproducente. Unos se acongojaron; otros, se sublevaron. La gente se agolpó en la plaza de La Seo. Los diputados y jurados escribieron al Rey quejándose de la imprudencia de los inquisidores que amagaban otra vez la paz pública. Fue gente de sangre y voluntad limpias la que hizo esta primera manifestación de impopularidad del Tribunal: un Tribunal que en España nunca se pudo ver y que en Aragón alcanzó un notable aborrecimiento. Tal reacción contra el Santo Oficio, al que se había considerado eje de la vida española, asustó a bastantes notables y caballeros, que se pasaron al bando del Rey. Se reunieron en el monasterio de Predicadores y les pidieron a los diputados que manifestasen su adhesión a través del Virrey, pero, eso sí, que no se tocasen los Fueros, muy en especial en cuanto a su referencia a la devolución de presos a las cárceles de la Inquisición. Por esta causa se formó la Junta de Trece, para que informara si había contrafuero. La Junta dictaminó que la manifestación no se anula nunca, pero sí puede suspenderse, y que la entrega de los presos no iba contra los Fueros. En consecuencia, la Inquisición se dispuso a solicitar de nuevo y formalmente mi traslado y el de Mayorín.
Caminaban las cosas hacia días de paz, que a mí me eran contrarios. Los caballeros, los diputados en las casas de la Diputación, los desagravios a la religión y al soberano… Era necesario levantar más que nunca la voz de la calle, la de los hidalgos segundones e inquietos, la de los perailes, labradores y criados seguidores de Fuerte. Muy poco después hubo una junta en casa del Virrey para preparar los ánimos en vista de la inmediata vuelta nuestra a la Aljafería. Acudieron los duques y condes y muchos caballeros. Deliberando estaban, cuando llegó la noticia de que las mujeres del mercado, los labradores y los menestrales andaban alteradísimos, vitoreando a la libertad y protestando contra las juntas en casa del Virrey. La tensión aumentaba ante la puerta de ella. Y también se cedió: se invitaron a la junta a los representantes del pueblo, que se mostraron razonables, menos los labradores (que, según Argensola, son más cultos y valientes que en otras partes de España y muy celosos de sus leyes): ellos se mantuvieron en su postura y dijeron mil desvergüenzas de los diputados y de los abogados, y que además estaban dispuestos a darles garrote. Los amé. En la Diputación, en otra junta, irrumpió Diego de Heredia, y se recrudeció la campaña de pasquines y amenazas. Sástago, Morata y Villahermosa recibieron anónimos sabrosos, a los que yo no fui del todo ajeno… Todo en fin se agitó. Lo suficiente para que el traslado, que iba a hacerse el 20 de agosto, se pospusiera. Fracasaron los medios pacíficos, incluso el que me proponía que yo, espontáneamente, pasito a paso, me mudara de cárcel. En Madrid puedo imaginar lo que se pensaba: que las autoridades de Zaragoza eran débiles; el pueblo, hostil; y los nobles, aun los más obligados, con muy poquito ímpetu para servir al Rey. Mucho se habló de enviar al soberano una embajada. En eso todos se acordaron; pero no en el contenido de la misma ni en los embajadores. Furiosos todos, sí; pero, ¿hasta qué punto? ¿Hasta el de plantarle cara al Rey? ¿Hasta proponerle sólo agravios y soluciones? Al fin no hubo embajada: en ese sentido opiné yo. Y sólo se mandaron unas cuantas peticiones y palabras, palabras, por escrito, como a él le hacían falta. No fueron bien recibidas. Y apresuraron los preparativos militares.
Por descontado el Rey siguió escribiendo cartas afectuosas a las autoridades; pero ya no se fiaba. Se había formado en Madrid una Junta nueva presidida por el cardenal inquisidor, mi amigo Quiroga (si lo era todavía), pero formada por una gente atroz, como Rodrigo Vázquez de Arce y Diego Chaves, más dos inquisidores, dos consejeros de Estado y tres consejeros de Aragón. Supe la existencia de ese alto enemigo en contra mía. Y supe que la solución era tomar de nuevo las de Villadiego, porque no habría piedad. La Junta, a finales de agosto, propuso al Rey un plan de represión. Planteaba éste dos problemas: si mi traslado era o no contrafuero (los letrados aragoneses habían dicho que no) y si un ejército extranjero (castellano en este caso) podía entrar en Aragón. Los Fueros precisaban que sólo en caso de necesidad grave, y aun así como ayuda de las tropas regionales mandadas por un capitán aragonés, y dependiendo éste de los jefes forales. Felipe prefería cargarse todo con todo miramiento.
Sobre el primer punto todos estuvieron conformes: yo tendría que volver a la Aljafería. Es decir, en la Inquisición o muerto. O las dos cosas. Sólo el cardenal Quiroga, en recuerdo de tiempos mejores, no aludió a la propuesta de matar a los presos en la cárcel, cosa a la que el propio Rey era muy aficionado. Aunque era más aficionado aún a que se lo aconsejaran previamente. Sobre el segundo punto, había discordancias. Unos opinaban que un ejército extranjero era imprudencia; otros, que el Rey fuera a Zaragoza para, como una tisana milagrosa, apaciguar los ánimos. Los consejeros castellanos votaron, aprovechando que el Virrey y el gobernador confesaban no tener fuerza para administrar justicia, que entrara allí, por las buenas o por las malas, el ejército real. Quiero dejar constancia, porque conocí al pormenor esta reunión y sus opiniones, que la del duque de Alba a quien jamás quise ni respeté fue la siguiente: que la insurrección de Aragón ante las tropas reales sería total; que los catalanes se alzarían en su ayuda; y que Enrique de Bearn invadiría el Reino. Una opinión tan optimista como profética: un churro en ambos casos. Felipe II, al final de la reunión, nadó y guardó la ropa:
–Mi intención es guardarles sus Fueros, y no consentir que los quebranten los que, con voz de guardarlos, son los que más los contravienen.
Todo este ir y venir, decir y desdecirse, lo que buscaba era tiempo para dejárselo a la formación del ejército que se preparaba. Entre otras cosas, porque Alonso de Vargas, su comandante, estaba enfermo, y le apetecía más, como escribió, «tratar de componerse con Dios que tratar con la soldadesca».
No por otra razón que la de dar tiempo se demoró la invención de los argumentos de mi herejía. Ya he dicho que el punto de partida era la intención de huir a reinos heréticos, con las ampliaciones del falso y bellaco Molina de Medrano. A continuación se abrió un expediente sobre el motín del 24 de mayo. Para ello se creó un tribunal en Madrid, auxiliar del de Zaragoza (la de órganos que se habrán creado en contra mía), y se acumularon testimonios de gente que pasaban a la primera ciudad desde la segunda con afirmaciones adversas, acusándome libremente, sin que el miedo a mis muchos amigos les coartara el testimonio ni la lengua. Allí salieron, por supuesto, el texto de gran número de los pasquines. Y todos los que se desdijeron en Zaragoza como componedores de falsos testimonios, en Madrid volvieron a acusarme: el tribunal de allí estaba bien dispuesto a aceptar todos los «donde dije digo digo Diego». La Inquisición pagaba.
Yo, en mi cárcel entretanto, meditaba. Después del mediodía del motín de mayo se preparaba un duro atardecer. Lo veía venir. Mis demandas al Justicia no se resolvían; la nobleza vacilaba o negaba; el 4 de septiembre escribí a los diputados una petición angustiosa ante su desentendimiento. Y todas esas peticiones tenía que presentarlas yo porque me faltaba quien se atreviera a defenderme o a firmarme un memorial. Se me cerraban tantas puertas que la única que me pareció algo entreabierta fue la de la cárcel. Pero las autoridades sospecharon. Ya antes se había corrido el rumor de mi amistad con Arantegui, mi carcelero. Y alguien se lo comunicó a la maldita Junta de Madrid. Se extremaron y doblaron las precauciones: no era mi fuga sólo, era que me llevaba los papeles y eso significaba un atentado fatal contra el Estado. El 9 de septiembre, el Virrey supo por una confidencia que iba a escaparme y que ya se habían limado buena parte de las rejas. El buen obispo quiso avisar al Justicia, pero estaba en Plasencia. Regresó lo antes que pudo. Se presentó en la cárcel. Comprobó que la reja que daba a la Puerta de Toledo estaba con los barrotes casi comidos, aunque restaurada su apariencia. Y se halló la cuerda de seda y cáñamo con que iba a descolgarme. Me trasladaron al aposento más seguro; me pusieron cuatro arcabuceros, y otros más, hasta treinta, repartidos por sitios estratégicos. Cuando el Justicia salía de la cárcel, después de estas medidas, el pueblo y las gentes del mercado le vocearon, maldiciéndolo. Eso le impresionó de tal manera que tuvo que acostarse en llegando a su casa y nunca más se levantó vivo de la cama. Murió, según se dijo, soñando haber sido citado por el preso, ante Dios, dados los rigores de agravios recibidos. Un servidor de vuesas mercedes habría sido incapaz de maldad semejante. Entre otras cosas, por falta de ocasión.
Mis amigos trataron de probar que los barrotes estaban limados, desde hace tiempo, por un preso anterior en doce años. Pero Basanta los desmintió: él, que me había ayudado en el trabajo que desarrollaba yo de noche, mientras Arantegui procuraba no despertarse. También este traidor dio la clave de las cifras de las cartas que me comunicaban con el exterior. Parece que, inquieto por su proceder, se confesó con el padre Escribá, un jesuita que, sin respetar el secreto de confesión, lo trasladó al Virrey y éste al Justicia. Mayorín me había hecho un horóscopo. Afirmaba que en la luna de septiembre se terminaban mis trabajos. Pero yo confiaba, en verdad, más en algunos hombres que en los astros: en Gil de Mesa sobre todo. Y él me había jurado que no me abandonaría. De noche, sus gritos y silbidos me acompañaban, y a mis oídos se confirmaba su promesa: matarme antes de verme en manos de la Inquisición. Ésa era entonces mi mejor esperanza. Pero otra cosa estaba en la mente de Dios. Si es que Él me tiene en cuenta.
Seguros de sí mismos, el Rey y sus ministros y la Junta de Madrid y las autoridades de Zaragoza, con el apoyo de la nobleza, de las ciudades y de las universidades del reino, habían resuelto nuestro traslado a la Inquisición el día 24 de septiembre. Alguien envió anónimos, al Virrey y a otras instancias, advirtiendo que se aplazase todo porque se tramaba una gran revuelta de fueristas. Pero el Regente de la Chancillería se negó. Esto sucedía el 23, y ningún pormenor se omitió para que no se frustrara de nuevo el traslado. Había unos dos mil hombres colocados en los puntos de mayor riesgo. Se tomó la plaza del Mercado. Se cerraron las puertas de la ciudad, dejando dentro a los labradores. Se cubrieron con carros las bocacalles. La gente estaba tensa…
Ya era el día 24. De repente, un muchachillo, sobrino de un jurado de la ciudad, gritó con voz chillona «¡Viva la libertad!». Un tiro lo mató. La noticia corrió de boca en boca… Entre las diez y las once de la mañana se repitió el ceremonial de hacía cuatro meses. Sólo el Justicia era distinto; pero hasta su nombre, Juan de Lanuza, era idéntico. Compareció con su lugarteniente, y a ellos el secretario del Santo Oficio les presentó las Letras, reclamando a los presos. Micer Gerardo Clavería leyó, en audiencia pública, la sentencia que se conformaba con la entrega. Hubo una aquiescencia sin excepción ninguna. Luego comparecieron en casa del Virrey, donde estaban reunidos el Consejo Civil y el Criminal, el Regente de la Audiencia y los cuatro cabezas de la nobleza: Villahermosa, Aranda, Morata y Sástago, los cuatro armados de pies a cabeza. Juntos todos, se dirigieron a la Cárcel de los Manifestados, bajo las miradas de antipatía de la multitud. A retaguardia sonaron unos vanos arcabuzazos. Yo miraba, tratando de ver a Gil de Mesa, bien dispuesto a morir a manos de mi amigo. Ya en la plaza los caballeros se situaron en los balcones de las casas frontera a la prisión, para presenciar y autorizar la ceremonia. Entraron en la cárcel, bajo mazas, un lugarteniente, un diputado y un jurado. Nos hicieron comparecer a Mayorín y a mí. Nos colocaron grillos en los pies. Nos acercaron a los coches que habían de llevarnos a las cárceles del Santo Oficio… Y fue en ese momento cuando estalló el mundo entero. Sólo recuerdo la sonrisa de Mayorín, que me miró, seguro de su horóscopo. Yo no lo estaba tanto. Pero el motín había vuelto a inundar la plaza como una enorme tempestad.
Mis secuaces habían trabajado en silencio. Ahora tenían mayores y más cuantiosos enemigos. Pero también eran mayores su entusiasmo y su fe. La causa era la de los Fueros, que estaban por encima de todas las obediencias y cualquier escasez de recursos. Si no me sostenían a mí, caería todo su afán por tierra. Todo era mantenido por la lucha común. Ante esta turba ardiente, cundió una secreta complacencia de casi todas las autoridades. Mis amigos más cercanos no se habían dejado tentar por la desilusión y menos aún por el temor al fracaso. Y, a fuerza de buscar ayudas, consiguieron la de un desentendido, don Juan de Torrellas, yerno de Sástago, a quien el conde de Luna creo que acabó llamando «caballero de la brigada y compañía bandoleresca». La noche anterior, en su casa, se concertó aquel plan. Gracias le sean dadas desde aquí.
El coche que había de llevarme a mí tardó en encontrarse, porque nadie se prestaba a alquilarlo. Luego supe que el que, por fin, se consiguió, que era de cuatro mulas, tenía la orden, si la gente ofrecía resistencia, de continuar hasta la raya de Navarra, desde donde me llevaría hasta Castilla. Gil de Mesa, el día anterior, había instalado un mosquete en el cabo alto de la plaza del Mercado, bajo unos cobertizos. Disparó apenas el gentío detuvo el coche. Cayó una mula muerta y otra herida; las otras dos las remató la gente. Las cuatro fueron descuartizadas e incendiado el carruaje: con razón todos se negaban a prestarlo. Don Martín de Lanuza y don Diego de Heredia irrumpieron entonces gritando «¡Libertad!», y atacando a la tropa. Con las primeras heridas se enardeció la sangre de los amotinados. El Gobernador, que reconocía las calles vecinas, llegó entonces con sus guardias a caballo. Ellos y sus monturas fueron despedazados. Hasta el Gobernador recibió arcabuzazos que se estrellaron contra su armadura. Entre los monárquicos y las autoridades se produjo la desbandada. Unos soldados huyeron y otros se unieron a los revoltosos, por llamarlos de una suave manera. Los que miraban, en la casa frontera, desde los balcones, quisieron huir a través de boquetes en las paredes confinantes, camino de la casa de Villahermosa, la más próxima y segura. Toda la cobardía encopetada se vio allí aquella mañana. Yo vi, y me fijé mientras todo se alborotaba a mi alrededor, cómo un hombre de pueblo, a pescozones, desarmó a un caballero lleno de galas, bien armado y con dos pistoletes que parecían de oro. Le arrebató las sortijas que llevaba y luego, de una buena patada, lo mandó a dar paseos.
–Qué español es todo esto -recuerdo que pensé.
Condes que se acogían a la bondad y protección de sus lacayos; labradores que mataban en nombre de una idea y robaban después; gentes honradas que expusieron su vida por salvar la de sus enemigos… Y, terminado todo poco tiempo después, recibieron la cárcel y el cadalso sin que nadie diera ni un paso por ellos.
Apenas concluida la batalla, empezó el gentío a pedir mi libertad. A mí me habían devuelto a la Cárcel de los Manifestados, y los ministros que tenía en torno mío me rogaban que me asomase a una ventana para tranquilizar al pueblo desbocado. Yo estaba entre el temor de que cualquiera de ellos me matara dentro, y el de que, si me asomaba, me disparasen desde fuera. Porque terminar conmigo y acabarme era acabar, de momento, la discordia. Me quitaron los grillos.
Comparecí ante una reja, cinco, diez veces. La gente no se cansaba de aclamarme. Y así exigió mi entrega, cosa a la que mis guardianes se prestaron. Pero yo necesitaba pruebas: no me iría sin un documento firmado que me permitiera hacerlo. No sé yo si pensaba en que, tal vez cuando el tiempo pasara, se reanudarían mis relaciones con la Corte. No sé yo si pensaba en ese disparate, pero exigí aquel auto y me lo dieron. Apoyado en Arantegui y en un clérigo turbulento, mosén Jiménez, preso también entonces, salí a la plaza. Con bastante recelo. Miré al cielo. Y vi a los inquisidores, la Diputación toda y los Jurados huyendo por los tejados de casa en casa, mientras yo era llevado en triunfo por las calles con las espaldas cubiertas por mis amigos más próximos. Me encontraba pálido y flaco, como un saco de huesos, pero saludaba sin cesar a mis salvadores, que más gritaban cuanto más me compadecían. Y lo hacían llorando de gozo y de poder con mis palabras y con el acompañamiento de mis manos. Les decía:
–Llorad, porque vuestras lágrimas son la fuente de la libertad… Llora, pueblo mío, porque has reconquistado el triunfo de tus Fueros… Yo he padecido y padezco tan sólo por vosotros. Soy vuestro. Aquí estoy para vosotros sólo… Gritad, con esas voces no tenéis que temer: todo se os hará llano. – Agitaba un pañuelo y les alentaba-: ¡Viva la libertad! Con este nombre sacaréis de su silla y de su reino al Rey.
Me llevaron a la casa de Diego de Heredia, próxima. Y volví a salir a saludar. Y alguien me recordó que, con el entusiasmo, habíamos olvidado al del horóscopo, y fueron a traerlo al lado mío. Cuando mis miradas se cruzaron con la de Mayorín, los dos sonreímos.
Trajeron, aquella tarde misma, los caballos. Y salimos de Zaragoza rompiendo las cadenas de la Puerta de Santa Engracia. Me acompañaban Gil de Mesa y un par de lacayos. Enseguida cayó una granizada cerrada sobre la ciudad. Mayorín me había dicho que el granizo significa amenaza para quienes están en las alturas. En ellas yo no estaba… Supongo que, una vez en calma, comenzarían a enterrar a los muertos.
Una nube de pueblo me saludaba y me despidió hasta un cuarto de legua. En Alagón dejé los caballos, y en un carro fui a Tauste. Llegué al amanecer. Pretendía pasar por Roncesvalles a Francia; pero estaba enfermo y agotado. Me tuve que acostar. Sin embargo, en poblado, no me hallaba seguro: mi cabeza, pregonada, sería muy valiosa para cualquier cobarde. Me refugiaron en una cueva en el monte, y allí estuve tres días. Conté que a pan y vino, pero no es cierto. Me aprovisionó bien Frontín, un secuaz mío, que lo fue hasta el final, quiero decir hasta hoy. Desde el primer momento di noticias mías a gente de Madrid. Pero tuvimos que huir: el comisario del Santo Oficio nos perseguía: nuestros confidentes nos advirtieron. Nos fuimos hacia Bárboles, el señorío de Diego de Heredia. Gil de Mesa me sostenía en un caballo: yo estaba exhausto. Y supimos que el gobernador nos cortaba el paso a Francia. Pero yo no me encontraba en disposición de huir campo a través ni por difíciles veredas. Estábamos perdidos… Y, de pronto, llegó un parte de Martín de Lanuza:
–Volved a Zaragoza: os salvaré mejor en medio de la ciudad que en las montañas.
El portador era mosén Jiménez, ese cura loco, que llegaba con mulas, en las que nos montamos disfrazados de arrieros. Don Martín nos escondió en su casa de Zaragoza, tras un descanso imprescindible en la de Manuel Donlope, el otro amigo pertinaz hasta hoy, en las afueras. Tenían razón: en el campo todo era enemigos; en la ciudad me protegía el pueblo.
Me llegaban noticias a esta casa de lo que sucedía en la ciudad. Desaparecida la autoridad legal, don Diego de Heredia se convirtió en el dueño. El Virrey accedía a cualquier petición. Molina de Medrano se había ido a la Corte. El conde de Morata se fue al campo… El 15 de octubre el Rey anunció, a quien debía, que el ejército acampado en Ágreda para invadir Francia -qué ironía tan falsa entraría en Aragón «para restaurar el respeto debido a la Inquisición y lograr que el uso y ejercicio de las leyes y Fueros estuviese expedito y libre». Los «caballeros inquietos de Zaragoza», como se les llamaba en el proceso, decidieron organizarse. Los dirigía mi huésped Diego de Heredia, que continuamente pedía mi opinión. En su torno, demasiada gente demasiado apasionada, aunque de buena voluntad. Su acción consistió en presentar una serie de proposiciones vagas y distraedoras, que hacían perder un tiempo imprescindible. Los Diputados, ante esas proposiciones, decidieron pedir un informe a once grandes letrados de la ciudad, los cuales no dieron su parecer hasta el 15 de octubre. Yo, enfermo, me consumía aún más sabiendo lo que sucedía -y lo que no sucedía- fuera. Por fin se organizó, más mal que bien, la resistencia armada al ejército de Vargas, lo cual equivalía a declarar la guerra a Felipe II. Llamaron, ante todo, a las ciudades, a las Universidades y señores de vasallos para que enviasen las ayudas que pudieran, con la ilusa certeza de que acudirían millares de soldados. Y mientras esperaban a los soldados que no llegaron nunca, cometieron tres errores capitales.
El primero, la sublevación general de España a partir de Aragón. Los Diputados se dirigieron a Valencia y a Cataluña en petición oficial de ayuda. Y se rogó que los Jurados hicieran otro tanto. Pero éstos, no tan afectos al movimiento fuerista y gente conservadora, trajeron población armada de las aldeas vecinas para mantener el orden. Diego de Heredia y el Virrey despidieron a esos hombres; pero los Jurados ni dieron las armas ni aceptaron implicar a Cataluña, que, seguramente, no se habría implicado. Por fin, fueron convencidos los Jurados. Yo, que conocía la interioridad de la política nacional, suponía que la sublevación de Aragón, extendiéndose al resto de los reinos peninsulares, sería un golpe de gracia porque la unidad era un poco ficticia. Pero también era ficticia la solidaridad. Aunque existía el peligro de la escisión de Portugal, de Flandes por supuesto, de Italia… y las intervenciones de Francia e Inglaterra. Yo lo sabía, pero el Rey lo sabía aún mejor que yo. Y se emplearía la fuerza entera. Sobre todo, ante la intentona de que se alzasen en armas los moriscos de Aragón, cosa que yo traté de conseguir, pero desde fuera y más tarde.
El segundo error fueron las embajadas de amenazas a Vargas, que era el mejor general que quedaba en España. Tan perspicaz y honrado a la vez que dio origen al dicho de «Averígüelo Vargas», por el que seguramente lo envió a Aragón el Rey. Así como porque habría de enfrentarse con la grandeza, y a pesar de que estaba alicaído por el desastre de la Invencible y muy acabado por antiguas dolencias. Antes que nada, los Diputados intentaron convencerle de que no entrara en el reino, enviándole a un tal Miravete de Blancas, que le advirtió, como si Andrés Vargas fuese tonto, de que las leyes aragonesas prohibían, etc., etc., etc. El general consultó a su amigo el conde de Luna si debía maniatarlo y mandarlo a Madrid; pero luego lo dejó volver a su casa por insignificante. Sin embargo no terminó ahí el asunto. Le enviaron también unos representantes acreditados, y Vargas, que calculó el mal efecto que surtiría en la Corte, les daba largas sin recibirlos. Los citó en Veruela y luego en Magallón y en Ainzón. Los vegueros se quejaron de que podían, si no lo veían, ser castigados por el Justicia o atropellados por la multitud. El general les otorgó que diesen su mensaje por escrito. Y ellos, contentos, fijaron su embajada en la puerta del monasterio de Veruela. Decía la embajada, que si se proponía entrar en paz en Aragón, se le serviría y se le regalaría y proveería; pero que, si era otro su designio, no podían dejar de resistirle con mano armada. En fin… Una tercera embajada fue más ridícula aún. La llevó la duquesa de Villahermosa, acompañada por Lupercio de Argensola, que iba a Madrid y que pasó por Ágreda. Su encargo era verse con don Alonso de Vargas, y persuadirlo de que suspendiese su entrada en el reino. La duquesa era antigua azafata de la Emperatriz María, y mujer bastante terrible. Con el general estuvo tan innecesaria como impertinente. Contempló unas maniobras del ejército y dijo ella y dijeron sus criados y dijo Argensola que aquello no era bastante para resistir a los labradores de Zaragoza. Vargas, un señor, los dejó seguir viaje a Madrid.
El tercer error, la falta de habilidad de los fueristas con el Rey, al que parecían no conocer. Le mandaron un mensaje con el deán de Teruel, que fue con instrucciones verbales a la Corte, y luego dos cartas cuyo argumento era que la entrada de un ejército violaba etc., etc., etc. El Rey se dignó contestar con otra carta en la que explicaba que, ese ejército, destinado a Francia, lo enviaba para «sostener a las autoridades locales y a las de la Inquisición, malparadas en los últimos motines; pero respetando los Fueros…». Que el castigo de los culpables iba a ser benigno y, para concertarlo, enviaba a don Francisco de Borja, hijo del duque de Gandía y ya marqués de Lombay, persona respetada por la luminosidad de su abuelo san Francisco. La respuesta de los Diputados fue la antidiplomacia:
–No podemos dejar de usar el remedio del Fuero y convocar a todo el reino para impedir la entrada del ejército.
Era ya el 6 de noviembre. Y el Rey rompió todo contacto con las autoridades, hizo cesar cualquier negociación, detuvo la partida de Lombay, despachó al deán de Teruel y preparó el avance del ejército. Tranquilizaron al Rey las cartas recibidas de las ciudades y Universidades de Aragón que contestaron a los «caballeros inquietos de Zaragoza» con evasivas, y al Justicia, condenando y rechazando la invitación a la resistencia. Fuera de Zaragoza no se movió nadie para impedir la temida invasión. Fuera de Zaragoza no me habían tenido a mí, quizá por fortuna. De Cataluña, por supuesto, no llegó auxilio alguno, aunque se adhirieron a que el ejército no entrara en Aragón: tan sólo de palabra. La respuesta de Valencia fue, sencillamente, negativa. Y la verdad es que, incluso en Zaragoza, se enfriaba el entusiasmo por momentos. El joven e imberbe Justicia y don Juan de Luna seguían en su línea fuerista. Sástago y Fuentes estaban por Madrid, y menos enraizados en Aragón. Morata vaciló, pero cayó al fin del lado de ellos. Villahermosa y Aranda tardaron más, y fue esto lo que los perdió.
Durante las semanas que pasaron entre el motín de septiembre y los días en que Vargas se acercaba y entraba en Zaragoza no me moví de la casa de Martín de Lanuza. Él actuó con una perfección incomparable. Sólo nos veíamos por las noches. Naturalmente el inquisidor Morejón hizo gestiones para enterarse de mi paradero. Presumía que el que estaba enterado era don Martín, y estuvo en tratos con él. Yo le insinué que lo hiciera por si aún cabía una posibilidad de permanecer en España, donde estaba en rehenes mi familia y gran parte de mi corazón. Morejón visitó una vez la casa y yo escuché su voz. Y don Martín fue a la Aljafería a encontrarse con él. Hasta que los dos nos dimos cuenta de que ese vaivén era sólo para hacer tiempo de que llegara Alonso de Vargas y sus gentes. Por eso, cuando su aparición era inminente, me decidí a huir. Ya era experto en evasiones y en huidas. Ésta fue el día 10 de noviembre. Don Martín me acompañó atravesando la ciudad, y mandó abrir las puertas sin que nos conocieran, y me dejó en el camino a Francia y volvió a Zaragoza para cumplir lo suyo. Me acompañaron esta vez Gil de Mesa y otro amigo: habían estado en un monasterio refugiados. Y Mayorín, escondido en la huerta de Juan Bautista de Negro, cerca de Santa Engracia, para no comprometerme con su habla extranjera, salió por otra parte y se reunió con nosotros. (Juan Bautista de Negro era uno de mis fieles amigos, genoveses de Barcelona, a los que aludió en sus declaraciones mi paje Staes. El otro era Alberto Grimaldo. Ambos lo protegieron. El primero, con Juan Bautista Espínola, había fundado en Amberes el monopolio del alumbre, uno de cuyos propietarios era el marqués de Villena, pariente de la Éboli. Ambos habían puesto en Barcelona ese negocio.) Y nos entretuvimos entre montes y cuevas, pasando frío, mientras sucedía en la ciudad lo que estaba de Dios que sucediera, y no podía dejar de suceder.
Entre los fueristas, mandados por Diego de Heredia, empezaron a hacerse sospechosos incluso el Justicia y don Juan de Luna. El ambiente se hacía insoportable. Hasta tal punto, que los caudillos decidieron reunirse en campo abierto, con sus gentes todas para calibrar así su poder. Y designaron el Campo del Toro, dentro de los muros de la ciudad, con las puertas cerradas y la llave en el bolsillo de don Diego. Aranda, Villahermosa y el Justicia aparecieron tan bien montados y trajeados que no iban como para salir extramuros. Don Juan de Luna, como buen gordo, llegó en coche. La multitud los agredió y gritó. A la noche siguiente, Aranda y Villahermosa se descolgaron por la muralla al campo, y un morisco los llevó en su carro bajo la lluvia, a Épila, villa murada del conde.
Entretanto el ejército de Vargas pasaba la raya de Aragón dividido en dos grupos: uno, que entró por Mallén y Malagón, con la artillería dirigida por el futuro conde de Puñoenrostro, y otro, faldeando el Moncayo, mandado por Vargas, hasta Frescano, donde se reunió con los soldados de Bobadilla. Era un ejército de bisoños, pero el mejor mandado de este mundo. Por eso, ese día 8, los fueristas obligaron al Justicia a reunir el escaso ejército aragonés y salir al campo a hacer frente al del Rey. Lanuza salió, con el pendón de san Jorge, por el Portillo. Fue lo último que yo vi tras los cristales de la casa de don Martín. Y fue eso lo que me hizo perder la última ilusión y me empujó a la huida. Bien lo pensé. El ejército de Vargas avanzaba sin disparar un tiro; el zaragozano, sin jefes buenos, sin disciplina y sin moral, no estaba para resistirlo. Así, diciendo que iban hacia Mozalbarba, tales jefes tornaron grupa y galoparon a Épila, donde estaban el duque y el conde. La tropa, abandonada, huyó como pudo. El primero de noviembre, don Alonso de Vargas, con el Gobernador y el Virrey de Aragón a un lado y otro, entró en Zaragoza. Todo debió terminar ahí. Pero el Rey no fue de esa opinión. El epílogo que él puso a la hazaña de Vargas fue cruel. Y, lo que es peor, innecesario. Más tarde lo diré.
En mi huida yo llegué a Sallent, un puesto fronterizo, mientras se movilizaba todo el personal del Santo Oficio por el camino de Huesca, por donde se pensaba que yo iría, ya que Navarra estaba ocupada por gente de Castilla. Los inquisidores oyeron, como Vargas, opiniones de que iba a Jaca, alojándome acaso en las casas sucesivas de Manuel Donlope y Martín de Lanuza, mis amigos. Mas yo ya había pasado. En Sallent me sentí seguro e inseguro al mismo tiempo. Todo yo estaba desdoblado. Veía con los ojos cercana mi salvación, pero los volvía hacia mi patria. No quería pasar. Necesitaba un soplo de esperanza, pero ¿quién me la daba? Era como un perro fiel (más o menos) que, maltratado y apaleado por su dueño, no consigue apartarse de su puerta. A los dos días llegó don Martín con cartas del deán de Zaragoza, al que yo le había escrito. Me proponía un último arreglo: si retornaba, me ofrecía un juez a mi satisfacción y la atenuación del trato a mi mujer e hijos… Pero la hora de los tratos ya no era aquélla. Hícele caso a don Martín, y mandé a Gil de Mesa a explorar el terreno con una carta para Catalina, la hermana de Enrique IV, ya Rey de Francia. Ella era gobernadora del Bearn. Tenía su Corte en Pau. Le pedía refugio. Y, por lo visto, se lo pedía tan bien que fueron mis gracias y no mis desgracias las que la convencieron. Yo era ya para el mundo un animal raro y un monstruo de la fortuna. Y me quedé esperando su respuesta.
El 23 de noviembre a las diez de la noche, don Martín tuvo aviso de que Concas y Pinilla, uno un barón y el otro un señor, se acercaban al frente de trescientos hombres. Ellos habían enviado a un grupo, en el motín de septiembre, a defender mi causa, y en ellos sí confiaba. Mal hecho. Por lo visto, con eso contaban cuando, para hacer méritos, se brindaron a llevarme, como trofeo, a Vargas: eran de los que están siempre del lado del que gana. Y supe que tenían, o habían tenido, que ver algo con la Inquisición. Corría pues un enorme peligro.
Disfrazado de pastor sin otra alternativa, sin Gil de Mesa, con dos lacayos, me encaminé hacia Pau. Era una noche muy oscura. El suelo estaba en pendiente, y la nieve, helada. Los acompañantes tiraban sus capas por el suelo para que yo no resbalase, y los pasos difíciles me los pasaban en volandas. No quiero recordar. Estaba viéndole los cuernos al toro; no me quedó otro recurso que saltar la barrera. A las doce de la noche entraba en Francia.
En ella no tardé en enterarme de qué dejaba atrás. Los cuatro refugiados en Épila: Villahermosa, Aranda, el Justicia y don Juan de Luna, se pasarían al bando del Rey. Eso creímos todos. No fue así. Se transformaron en un foco de resistencia anticastellana. Vargas les escribió para que se entregaran a los estandartes. Ante el imposible, salieron disfrazados, respectivamente, de franciscano, de mercedario, de clérigo y de molinero. Los demás, cada cual como pudo. El único que actuó con gallardía fue don Martín de Lanuza. Habló previamente en los Consistorios. Dijo que si se acordaba resistir a Vargas, él lucharía a muerte; si no, que se abrieran las puertas a todo el que quisiera, y él entonces se retiraría a su casa de fuera. Eso fue lo que hizo. El día 24, sorprendentemente, Villahermosa y Aranda entraron en la ciudad, y figuraron a la cabeza en las ceremonias sociales. Todo parecía normal: la sensatez de Vargas y la compasión del marqués de Lombay habían triunfado. Dieron al Rey admirables consejos: la consagración de los Fueros, un virrey aragonés, quizá el conde de Aranda; la Inquisición ceñida a sus jurisdicciones… Desde Madrid se censuró a los dos, porque no se quería pasar ni perdonar absolutamente nada. Se nombró Virrey al conde de Morata y se ordenó degollar, sin proceso, inmediatamente, al imberbe Justicia (no se mataba al Justicia, sino al cargo) y se mandó llevar a Castilla a Villahermosa y Aranda: al primero se le encerró en la fortaleza de Burgos; al segundo, en la de La Mata, en Medina del Campo. Los dos murieron envenenados con un intervalo de tres meses. Pero el segundo, en el castillo de Coca, porque el Rey pasaba por Medina y el protocolo le impedía convivir con un Grande preso. Por la misma razón, el primero murió en Miranda de Ebro.
Se nombró juez sancionador a Lanz, cuya reputación era terrible. Una vez, para hacer hablar a un preso en Italia, le metió los pies en un brasero y le dejó impedido para siempre. Fomentó el horror de la delación y de las acusaciones al prójimo, con el mismo procedimiento o falta de él que la Inquisición. Su forma de actuar fue aterradora. Se promulgó el perdón con una infinita serie de exceptuados de él: los numerosos cabecillas por sus nombres; los que estaban en las cárceles reales; los huidos y presos en Castilla y Cataluña; un grupo de gentes de oficio, de los que ya se habían ajusticiado a muchos; los presos de la Inquisición; los ausentados, hubiera o no culpa contra ellos; los presos del arzobispado; y los capitanes y alféreces que salieron de Zaragoza con el Justicia.
A los pocos días de este generoso perdón, se difundió un edicto que ponía precio a la cabeza de los principales ausentes: la mía estaba la primera en la lista, y por ella se ofrecían seis mil ducados. No esperaba menos. Cuantas venían después eran las cabezas de todos mis amigos.
Lanz, después de atormentar, sin objeto, a los presos, condenó al suplicio y a la muerte a la flor y nata de los fueristas. Los inquisidores conocidos por mí fueron destituidos. El nuevo Fiscal acusó como sospechosos en la fe a todos los que tachaba de mis cómplices. A los que se interrogaba sobre mí, sólo se les cuestionaba mi ascendencia judía. Se hizo habitual una fórmula de cierre:
–No se incluyen en la declaración final, porque no contienen nada contra la honra de Antonio Pérez.
Se tachaba de herética una exclamación que yo usé, en un opúsculo, ya en Francia, sobre qué hice para escapar de la cárcel:
–Pues todo viene a ser milagro -decía.
–Blasfema herética -acotó el inquisidor.
A mi huida al Bearn, país de hugonotes, se añadía ahora ser descendiente de judíos y ser un sodomita. Ninguna de las dos acusaciones tenía nada que ver, por sí misma, con la herejía. Por supuesto fui condenado en ausencia y rebeldía, como convicto de herejía, y en defecto de mi persona, a ser quemado en efigie con confiscación de bienes y con inhabilitación de mis hijos y nietos para cualquier cargo y dignidad. Sólo esa deshonra pudo lograrse. Yo había huido, y los bienes de mi familia, por desgracia, también. La justicia se incautó de los restos del naufragio: su inventario fue una demostración del extremo de miseria a la que había llegado una familia todopoderosa. O casi.
¿Qué voy a decir respecto a las acusaciones inquisitoriales? Podía negarlas todas; pero he dicho que, en estos papeles, voy a manifestarme tan desnudo como mi madre, a la que nunca conocí, me parió. Ni por parte de mi padre, Gonzalo Pérez, ni por parte de mi padre el Príncipe de Éboli. Las vidas, todas, son siempre más sencillas que como pueden ser contadas. En cuanto a lo de hereje, queda dicho por todos: no lo fui. Tampoco era un católico devoto, pero jamás pertenecí a ninguna rama o recua herética, que tendría, más o menos, los defectos de nuestra religión; si bien, por ser más jóvenes, no llegarían al extremo de degradación y de villanía a que habían llegado los representantes de la nuestra. No estaban las cosas como para mirar al cielo si se miraba previamente, por poco que se hiciese, a la Tierra. Si es esto ser hereje, quizá lo fui y lo soy. Y temo que, en este caso, también lo sea Dios.