Índices y mapas

Cuando Marisa me advirtió que tenía los ojos raros, al mismo tiempo que fabricaba sobre la marcha aquella tonta excusa sobre el cepillo del rímel y el algodón empapado en desmaquillados me di cuenta de que ya estaba mucho mejor, y ni siquiera lamenté el pequeño duelo que había celebrado a solas conmigo misma en el cuarto de baño, como si pudiera presentir que aquel rito íntimo e inútil encerraba al mismo tiempo el final de la peor época de mi vida adulta, la odiosa tiranía de una debilidad que se había hecho fuerte en mi interior a costa de dejarme casi definitivamente exhausta. Aunque habían pasado ya dos meses y medio desde que mi hermana Natalia pagó mi invitación a comer con la confidencia más nimia y más deslumbrante, la definitiva prueba del método favorito de mi marido para emplear el tiempo libre, y aunque ella se hubiera cansado de interrogarme con los ojos en las comidas familiares, la verdad es que lo tenía todo rigurosamente controlado, y cada pieza, cada detalle, cada elemento del plan que diseñé casi sobre la marcha para irlo perfeccionando después poco a poco, había ido ocupando el lugar previsto con tanta facilidad como si me tocara por fin cobrar los intereses de aquel inmenso capital de fe que antes había depositado en el destino sin ningún resultado. La enorme cantidad de trabajo que los índices de la colección, como el rompecabezas más desquiciante, depositaba cada mañana sobre mi mesa, me ayudó a pensar y a hacerme invisible en casa por las noches, porque nada resulta más convincente que advertir que una está agotada cuando el cansancio se lee sin dificultad en cada esquina de su rostro. Siempre había pensado que lo mejor sería irme de viaje con los niños justo después de devolver a mi marido la libertad precisa para follar con otras en su propia cama, y Fran había decidido que, como el cierre del último fascículo del Atlas coincidía con la primera semana de abril, podíamos tomarnos las vacaciones de Semana Santa cinco días antes de lo previsto. A Ignacio padre, que en aquel preciso momento debió de empezar a repasar de memoria su agenda de teléfonos, le había parecido muy bien, y en el colegio, el tutor de Ignacio hijo, que ya me había advertido de ciertos indicios de una misteriosa reconciliación del niño con las matemáticas, no vio ningún inconveniente en mi proyecto de acortar el segundo trimestre en cuatro días lectivos, y ni siquiera me miró mal cuando le anuncié que tenía la intención de separarme de mi marido. Hubo un momento incluso en el que sospeché, mientras me contaba que él también estaba separado y me daba ánimos para el futuro, que me estaba mirando bien, y no sé si acerté o no, pero el caso es que salí de su despacho con un humor estupendo, agradeciendo por dentro aquel empujón tanto si había sido real como figurado. Los niños, por supuesto, estaban encantados de venirse conmigo a Roma. Había tenido suerte con la hora del vuelo, con la situación del hotel y hasta con las tarifas que escogí en la agencia de viajes, por eso me afectó tanto que una mañana apacible y soleada del mes de marzo, cuando absolutamente todo se encaminaba con pasos medidos, tranquilos, mansos, hacia su fin, la voz de Adela me anunciara desde el interfono que tenía una llamada de un tal Nacho Huertas, fotógrafo.

No tuve que forzar ni siquiera la voz para pedirle a mi secretaria que le dijera que estaba muy ocupada, que le llamaría yo cuando tuviera un momento libre, y después no dudé ni un instante de haber hecho no ya lo correcto, sino lo único posible, pero no pude evitar recordar, y fantasear un rato con el desconcierto en el que mi respuesta debía de haber sumido a un hombre que tendría que aprender ahora a que yo le rechazara, e incluso imaginé un último encuentro, una última sesión en la que yo fuera quien decide, quien elige, quien controla, y sin embargo, antes de que me atreviera a sugerirme que tal vez no me vendría mal un polvo póstumo, yo misma me abofeteé con los dedos de mi memoria y me prohibí con éxito seguir por ese camino, por muy inofensivo que, de puro imaginario, me pareciera hasta a mí misma. No devolví esa llamada ni entonces ni nunca, y no esperaba que Nacho volviera a llamar, pero lo hizo, una semana más tarde, y entonces hablé con Ana, le pedí que le llamara expresamente en mi lugar, que le dijera que yo estaba muy liada y ella dispuesta a resolver cualquier pega que hubiera surgido, y pensé que eso sería suficiente, porque Ana me confirmó lo que las dos sabíamos ya, que Nacho no tenía ningún problema, que simplemente quería hablar conmigo. Estaba decidida a que no lo lograra nunca más cuando, en el salón de mi casa, aquella misma tarde, mientras Lobezno buscaba frenéticamente por los túneles del subsuelo al científico loco capaz de proporcionarle un antídoto para el veneno que estaba paralizando sus mutantes vísceras después de haber sumido ya a Júbilo en una especie de letargo mortal, sonó el teléfono y lo cogí sin curiosidad alguna por la voz que iba a escuchar al otro lado de la línea.

Vaya, Rosita, ¡por fin!, empezó, pero yo estaba ya inmunizada contra sus diminutivos y aquel tono festivo me molestó más de lo que podría haber llegado a suponer, así que no contesté, ¿dónde te metes?, insistió él, estoy viendo una serie de dibujos animados con mis hijos, le informé, ¡qué divertido!, pues sí, nos estamos divirtiendo mucho, desde luego… En la pausa que se abrió a continuación me pregunté si se atrevería a pasarse de listo, pero no tuve suerte, me parece que no te apetece hablar conmigo, dijo solamente, sí, te parece bien, respondí, y colgué el teléfono sin despedirme, pero no llegué a enterarme de los efectos del líquido verdoso de la ampolla de cristal que el hombre-lobo estaba a punto de inyectarse en su peludo y moribundo brazo, no comprobé si le devolvía o no a esa vida que le abandonaba por momentos, porque miré el reloj y me dije que por una vez no estaría mal que me arreglara con tiempo, y estaba tranquila cuando me levanté, tranquila y conforme conmigo misma, y esa sensación no me abandonó cuando cerré la puerta del cuarto de baño, me hizo compañía mientras me duchaba, mientras me vestía, mientras me daba un poco de colorete con una brocha, pero cuando tenía ya el cepillo del rímel en la mano, me di cuenta de que mis ojos brillaban demasiado, y aunque hace años que mi cara no me sorprende ni siquiera cuando me corto el pelo, tuve que admitir que estaba a punto de echarme a llorar.

A cambio, me di cuenta de que mi plan tenía un fallo gravísimo, y aunque cogí antes de salir el sobre que dormía en el cajón de mi escritorio desde hacía casi dos meses, entre las fotos de los niños y las facturas desordenadas, aunque llegué incluso a ponerle uno de esos sellos que llevo siempre en el monedero, comprendí que nunca debería haber escrito esa carta de despedida, una trampa tan pobre como esas otras cartas de amor que habían compuesto la crónica más dolorosa y más feroz de mi desesperación por Nacho Huertas. Porque entre la nobleza de la resistencia y la vileza de la cobardía sólo hay un paso, no me quedaba más remedio que hablar con Ignacio aquella misma noche, no podía hacer otra cosa que decírselo todo a la cara antes de marcharme. Ése era el precio justo de la paz.

Después de descubrir que Rosa estaba muy rara y que Fran estaba rarísima, tuve que preguntarme si no sería más bien yo misma quien se estaba comportando de una manera extraña. Motivos tenía, desde luego. Al salir de la editorial había pasado por la agencia para recoger los billetes y el programa de mi viaje. A la mañana siguiente, inauguraría una semana de vacaciones suplementarias marchándome a Cartagena de Indias, Colombia, nada menos. Era la última vez, por eso no me importaba tirar la casa por la ventana. Y sonaba estupendamente, desde luego, pero no había escogido aquel lugar por la exótica belleza de su nombre, sino porque fue el más lejano que encontré entre los clubs de vacaciones situados en países donde se habla español. Aquel detalle, al que Alejandra Escobar no habría concedido jamás ninguna importancia, a mí me parecía fundamental, en cambio, porque no podría tomar ninguna decisión verdaderamente importante si no llegaba a enterarme bien de todo lo que me decían. Ya sabía que, por mucho que estuviera decidida a viajar con su nombre, ella nunca volvería a ser del todo yo, y yo seguiría siendo más yo que nunca para siempre, pero esa íntima reconciliación con mi identidad, lejos de tranquilizarme, empezó a proyectar las sombras más negras sobre mi conciencia desde que metí los billetes en el bolso, y aunque los dejé en la mesa del recibidor al salir de casa, más por perderlos de vista que por temor a perderlos de verdad, aquel peculiar presentimiento de la catástrofe salió conmigo del coche, entró como mi sombra en el restaurante, y se sentó a mi lado, entre Rosa y Fran.

Ya me había resignado a que aquella voz oscura y detestable que gobernaba mis actos por anticipado fuera tan mía como las decisiones que la desmentían, y no la distinguí entre el barullo de gritos, burlas y advertencias más o menos sombrías que atronaban entre mis sienes desde días antes, un estridente coro que había logrado controlar con éxito hasta aquel momento, que era el último, pero cuyo tono se elevó hasta rozar el límite de un estruendo ensordecedor mientras miraba la pequeña, elegante y escogida carta de aquel restaurante sólo por mirar a alguna parte. Entonces, precisamente porque no habría ya otro momento después, no encontré una manera de esquivar los pronósticos más negros, aquellas preguntas cargadas de un desprecio familiar, el que solamente yo he podido llegar a acumular durante cuarenta y un años de vida conmigo misma, ¿adónde vas, Marisa?, me preguntaban aquellas voces, ¿adónde vas, hija mía?, que mira que eres imbécil…, y yo intentaba contestar al principio, a Colombia, afirmaba, pero no me creían. ¿A Colombia…?, repetían sin piedad, no. Vas mucho más lejos, o mucho más cerca, según se mire, porque en realidad no tendrías por qué moverte de Madrid, todos los días compras el periódico, eso sería suficiente, ciento veinticinco pesetas nada más, las páginas de anuncios por palabras están repletas de reclamos de hombres apasionantes que sólo quieren hacerte feliz, chicos jóvenes, guapos, sobrios, y entrenados para susurrarte en el oído que eres una mujer muy especial, rubia, rubia… Basta ya, basta ya, basta ya, no es eso, no es eso, no es eso, ¿ah, no?, claro que es eso, no, no es eso, sí, sí lo es, tu casa respira, Marisa, toma aire primero, como una persona, y lo expulsa después, muy despacio, eso son las vigas de madera, viejas, y el cañizo que sostiene las escayolas, mi primo Arturo me lo contó una vez, y es arquitecto, los muros se hunden cada día en el suelo, las casas antiguas nunca dejan de asentarse, tu casa respira, Marisa, como una persona, demasiado silencio, en el silencio absoluto los ruidos se escuchan mejor, eso no tiene nada que ver, y además no voy a hacer nada malo, me voy a Colombia, de vacaciones, una semana, nada más, te vas sola, sí, sola, ¿y qué?, y nada, siempre es igual, ya sabes, vacaciones para ti sola, Navidades para ti sola, cumpleaños para ti sola, alguien te enterrará, eso seguro, no van a dejar que te pudras en un tercer piso de la calle Santísima Trinidad, un vecino llamará a los bomberos, o algo así, no te preocupes, cállate, no quiero, callaos de una vez, no queremos, callaos, me voy a Colombia, no, a Colombia no, sí, a Colombia, a Colombia, a Colombia… Muy bien, a Colombia, ¿y qué esperas encontrar allí? En el peor de los casos, ya sabes, nada de nada, siempre ha sido así, siempre, excepto aquella vez, ¡y qué suerte tuviste!, un tunecino de veintiocho años casado y con dos hijos, que apenas sabía leer y tardaba dos minutos en correrse, y no has vuelto a saber nada de él, por supuesto, porque las turistas feas, rubias y solas nunca se agotan, no habrá tenido tiempo siquiera para acordarse de cómo te llamas, claro que nunca llegó a saber en realidad cómo te llamas, en fin, ¡menudo chollo!, cállate, no quiero, no lo entiendes, claro que lo entiendo, yo estaba allí, ¿ya no te acuerdas?, déjame en paz, no es eso, sí lo es, me voy a Colombia, Foro te quiere, cállate, Foro te quiere, ¿y qué?, no voy a hacer nada malo, me voy una semana de vacaciones, nada más, Foro te quiere, ya lo sé, la vida pasa factura por los errores que cometen los imbéciles como tú, eso no es verdad, sí lo es, Foro te quiere, imbécil, me voy a Colombia, en Colombia nadie te quiere, no es eso, sí lo es, pero yo no estoy enamorada de Foro. Y en el silencio repentino de la nada absoluta, lo pensé otra vez, lo repetí despacio, marcando las sílabas, como si lo estuviera diciendo en voz alta. Yo no estoy enamorada de Foro.

Tal vez, si ahora te quedas, dentro de un año lo estarás… Aquella voz solitaria, principal, la más oscura, me mintió entonces con un acento muy distinto del que solía escoger para martirizarme. No me insultó, imbécil, imbécil, imbécil, no abusó de su superioridad sobre mí, no quiso maltratarme. Entonces comprendí que no había podido distinguirla de las demás porque no había querido intervenir hasta entonces en aquella insoportable sesión de tortura sonora. Y no añadió una sola palabra más, pero proyectó una serie de imágenes concretas, pequeñas, apacibles, sobre la atormentada pantalla de mi memoria. Dos zapatos marrones, viejos y sucios, deformados por el uso, a punto de reventar por las costuras, cuidadosamente alineados a los pies de mi cama, con su correspondiente calcetín dentro, como los zapatos de un niño que se ha acostado esperando la llegada de los Reyes Magos. La foto de un adolescente dentro de una funda de plástico, en una cartera de piel tan desgastada que parecía de cartón. Dos vestidos rojos, uno corto, que descubrí en un escaparate por azar, mientras volvía a casa andando por la calle Goya, y otro mucho más elegante y ceñido, con tirantes, el primer vestido largo hasta los pies que he tenido en mi vida. Una tartera de plástico blanco, con la tapa amarilla, encima de un mantel de papel, en una mesa de hierro de ese merendero de la Casa de Campo que está justo enfrente del lago. Un ventilador moviéndose despacio sobre mi cama, en la sofocante oscuridad de las noches de verano. Una caja de música como la que nadie me ha regalado jamás.

Rosa le estaba contando a Fran que se iba a Roma con los niños al día siguiente. Cuando me preguntó a qué hora salía mi avión, por si llegábamos a coincidir en el aeropuerto, le dije que a lo mejor, después de todo, acababa quedándome en Madrid.

El pliegue de la nuca de mi hijo medía seis milímetros.

El jefe de servicio movía el detector del ecógrafo sobre la piel de mi vientre, apenas abultado en la decimosexta semana de embarazo, cuando pronunció aquel dato en voz alta, con un acento estrictamente neutral. Creo que entonces dejé de notar el tacto gélido, viscoso, de la gelatina transparente con la que me había embadurnado la tripa antes de empezar, y fue entonces desde luego cuando distinguí por fin, nítida, inequívocamente, la cabeza de mi hijo, reproducida a una escala más que gigantesca en un enorme monitor situado frente a la camilla donde yo estaba tumbada. A su izquierda, la cabeza de Martín, que lo miraba con la boca abierta, era casi del mismo tamaño. Yo escuché aquello, pliegue de la nuca, seis milímetros, y una enfermera, tan pendiente como nosotros de la pantalla, apuntó algo en un impreso donde antes había escrito sólo mi nombre, mis dos apellidos y mi edad, Francisca Antúnez Martínez, 39 años. A mi izquierda, una genetista auxiliar presenciaba la escena en silencio, y le pregunté casi sin pensarlo, ¿qué significa eso? Ella me miró, sonriendo, antes de contestarme, eso quiere decir que no es un Down.

El dios de la bata blanca empezó a mover el detector más deprisa, mientras pronunciaba en el mismo tono neutro, pero apacible, una larga serie de palabras que interpreté sin esfuerzo. Veamos, dijo primero, corazón, pulmones, hígado, riñón izquierdo…, espera, a ver…, y riñón derecho, la enfermera lo apuntaba todo con diligencia, sin interrumpirle en ningún momento, vesícula, prosiguió él, aparato genital… Entonces se dirigió a mí. ¿Quieren conocer el sexo? Yo apenas me atreví a mover la cabeza de arriba abajo pero Martín contestó en voz alta, sí queremos. Es un varón, dijo él sin ningún énfasis, ¡bien!, mi marido no logró reprimir una expresión de ánimo que hizo sonreír a todos los presentes. Esto es un pene, añadió el genetista, mirándome por debajo de las gafas, y uno…, y dos testículos, y prosiguió tranquilamente, vamos hacia la cabeza, columna vertebral única, de desarrollo normal, estructuras cefálicas completas, cara…, le estamos viendo la cara, aclaró, y era cierto. En esa grisácea masa de un líquido de apariencia extrañamente sólida, donde aquel ser diminuto nadaba sin saberlo, como una rana simple y feliz de su simpleza, se destacaban entonces los huecos de los ojos, la prominencia mínima de una nariz, la línea de la boca. Yo le miraba sin acabar de creérmelo del todo, primípara añosa dividida entre el pánico, que se resistía a ceder, y la emoción de comprobar que aquel hijo que aún no había logrado sentir efectivamente existía, más allá de la masa borrosa de las primeras ecografías convencionales, existía porque tenía cara, porque yo la estaba viendo. Vamos a medir la frecuencia cardíaca, dijo el médico entonces, y añadió algunas cifras indescifrables antes de levantar el detector de mi tripa y encajarlo en el aparato donde había tecleado todo el tiempo con la mano izquierda. Está todo muy bien, me dijo, ahora vamos a extraer el líquido amniótico.

La genetista situada a mi izquierda volvió a embadurnarme con gel y posó el detector de un ecógrafo distinto exactamente encima del feto. El jefe de servicio se inclinó sobre mí con una gran jeringa entre sus dedos enguantados. Esto no le va a doler, me aclaró, es sólo un pinchazo. El niño, porque ahora ya era un niño, se movía con gestos graciosos de puro torpes, como un mal bailarín en una película rodada en cámara lenta. Hasta que la aguja penetró en mi vientre. Entonces, mientras el ecógrafo nos consentía ver su extremo afilado a través de las paredes de mi cuerpo, se quedó quieto, inmóvil, como si se hubiera muerto. ¿Por qué se ha parado?, pregunté. Es pequeño, pero no es tonto, me contestaron, en su hábitat acaba de entrar algo extraño y él, por si las moscas, prefiere pasar desapercibido… Luego, cuando la jeringa estuvo llena de un líquido blanquecino, misteriosamente turbio, y la aguja desapareció de la pantalla, mi hijo, ignorante aún de lo satisfecha que su madre estaba de su instinto, volvió a moverse para recuperar el dominio de su territorio. Si hubiera estado sola, en aquel momento habría liberado las lágrimas que mantenía a raya, estancadas, inmóviles, un milímetro más allá de mis ojos, pero siempre me ha dado mucha vergüenza llorar delante de extraños.

Mientras esperaba a que llegaran las demás, sentada a la mesa de aquel restaurante, leí una vez tras otra el informe que había recogido del buzón antes de salir de casa. Allí estaban todos los resultados del estudio genético prenatal, consignados uno por uno, con el detalle que no había obtenido un par de semanas antes, cuando llamé por teléfono para que me informaran concisamente de que todo estaba bien y de que ya no había ninguna duda de que era un varón. Ahora, en cambio, podía leer y leer hasta aprenderme de memoria toda una larga lista de nombres incomprensibles, todos aquellos ignorados síndromes reconfortantemente descartados por la palabra situada a su derecha, negativo, negativo, negativo, todas aquellas insospechadas proteínas felizmente consagradas en la misma columna por una palabra diferente, pero con las mismas sílabas, positivo, positivo, positivo, y el resumen de la ecografía de alta precisión, pulmones, sí, corazón, sí, hígado, sí, riñón izquierdo, sí, riñón derecho, sí, estructuras cefálicas, sí, cara, sí. Porque le habíamos visto la cara.

Creo que ningún compromiso de todos a los que me he sentido obligada en mi vida, incluido aquel ya remoto psicoanálisis de los jueves, ha llegado a resultarme tan arduo como aquella cena, por más que la hubiera dispuesto yo misma como una cita festiva, hasta triunfal. Habíamos acabado con el Atlas, lo habíamos liquidado. Nunca había albergado el menor temor de que no llegáramos a conseguirlo, pero lo habíamos conseguido y había que celebrarlo. Sin embargo, no me apetecía nada estar allí, agradeciendo el esfuerzo de mi equipo, más que cenando, y no veía el momento de volver a casa para enseñar a Martín aquel prodigioso rosario de fórmulas milagrosas, todos aquellos negativos y positivos, los síes y los noes que recompensaban a tiempo su fe, una certeza que se había impuesto a todas mis dudas, a todas las suyas, hasta el punto de que, mucho antes de conocer los resultados de la amniocentesis, él le había anunciado mi embarazo a todo el mundo y yo todavía no me había atrevido a contárselo a nadie. Y sin embargo, aquella misma noche debería hablar del tema con las demás, porque seguramente llegaría un momento en que tendría que abusar de ellas. La fecha prevista de parto coincidía con las vacaciones, primera semana de agosto, pero ya había decidido cogerme el permiso de maternidad tan íntegramente como cualquier secretaria, lo que significaba que no me reincorporaría al trabajo hasta el mes de diciembre. Y habría trabajo. Ésa sería la segunda noticia de la noche.

Todavía no había decidido por dónde empezar cuando Rosa me ofreció un pitillo por segunda vez mientras Ana ocupaba por fin el sitio libre que quedaba a mi derecha. ¿Has dejado de fumar?, me preguntó, extrañada. Sí, contesté, y además tengo que contaros un par de cosas…

Nunca me había resultado fácil ir de compras con mi madre, pero aquella tarde estuve a punto de dejarla sola en el probador, con los veinte o veinticinco modelos de bañador que había ido desechando uno por uno después de estudiar minuciosamente el efecto que producían sobre su cuerpo. Todos le hacían tripa porque tenía tripa, todos le marcaban arrugas en el escote porque tenía arrugas en el escote, ninguno le señalaba la cintura porque ya no tenía cintura, pero me cuidé mucho de advertírselo en voz alta porque no estaba dispuesta a comprometer por nada, ni por nadie, el esplendoroso bienestar que, como una buena borrachera, tenaz y perpetua, me mantenía flotando muy por encima de las cabezas de los miserables habitantes de este mundo, toda esa pobre gente capaz de desesperarse en el probador de una tienda al principio de la temporada. Cuando se lo conté a las demás, para justificar mi retraso, Rosa me preguntó si yo también iba a aprovechar mis quince días de vacaciones para marcharme a alguna parte, y contesté que no, porque no tenía un puto duro. Eso era tan rigurosamente cierto como que me daba igual no tenerlo, conclusión que Marisa extrajo en voz alta del acento con el que acababa de confesar mi indigencia. La verdad es que ningún viaje al lugar más maravilloso de este, o de cualquier otro planeta, podría apetecerme más que el plan que Javier y yo habíamos diseñado para las dos siguientes semanas, y que consistía en encerrarnos en casa para follar mucho, leer mucho, ver muchas películas por la televisión, cenar muchas porquerías después de la medianoche y salir a la calle a tomar muchas copas de licor nacional inmediatamente después. Ésa era la fórmula de la felicidad, y era barata.

La separación de Javier le había dejado en la ruina, pero yo nunca creí que nadie pudiera llegar a disfrutar tanto pagando facturas como disfrutaba yo entonces, cuando seguí haciéndome cargo de todos los gastos de mi casa, igual que antes, aunque ahora él durmiera en mi cama todas las noches y Amanda hubiera regresado al dormitorio del final del pasillo. Cada peseta de la que me desprendía encerraba un pequeño triunfo, a medio camino entre el premio y el desafío, y a fin de mes, cuando mi cuenta corriente rozaba los números rojos, en lugar de preocuparme, murmuraba para mí, no vais a poder conmigo… La pobre Adelaida había sido implacable, y el correspondiente juez de familia -que confirmó mi vieja intuición de que a los altos estamentos de cualquier Estado, por muy laico y progresista que se declare, le jode que la gente se divorcie- le había asignado una pensión compensatoria temporal, durante un periodo de diez años, a pesar de que, en la práctica, no era solamente una mujer trabajadora, sino hasta una mujer empresaria. En la sentencia provisional se reconocía de forma tácita que era lícito valorar económicamente el dolor moral de la demandante, y que ésta, al coger el teléfono, recoger la correspondencia del buzón y hacer la cena cada vez que había invitados, había contribuido esencial e indiscutiblemente al éxito profesional del demandado, y en consecuencia tenía derecho a compartir sus ganancias. Mi primera reacción, al leer aquella sarta de barbaridades, fue echarme a reír, y hasta hice bromas sobre la compensatoria que Angustias podría pedirme a mí cuando decidiera dejar de ser mi asistenta, pero la verdad es que el asunto tenía muy poca gracia y Javier, cada vez que se acordaba, echaba humo por la nariz. Sin embargo, ni siquiera su certero discurso sobre el putrefacto imperio de la reacción arteramente maquillado con vagos enunciados feministas logró echar a perder ni un solo minuto de un tiempo incalculablemente nuevo y precioso.

Aunque la circunstancia de cobrar cada mes apenas una cuarta parte de su sueldo obligó a mi novio a viajar muchísimo, para asistir a todas las conferencias, mesas redondas, congresos o cursos de doctorado que cualquier amigo suyo pudiera proporcionarle en cualquier facultad de Geografía, dentro o fuera de España, y aunque yo casi nunca podía viajar con él, la verdad es que a aquellas alturas, cuando llevábamos ya seis meses viviendo juntos, lo único que no acababa de cuadrar eran los números. Amanda, después de todo, había aceptado a Javier sin dificultad, y había colaborado de una forma decisiva en la adaptación de los hijos de Adelaida a una situación que era necesariamente mucho más conflictiva para ellos que para sí misma, aunque la hubieran conocido tres meses después que mi hija. A pesar de esta y de otras precauciones, las cosas no fueron nada fáciles al principio. Javier hijo, el mayor, tenía once años y estaba muy bien educado, pero aunque quería mucho a su padre, a veces llegué a pensar que me odiaba. Carlitos, el pequeño, acababa de cumplir siete y, a cambio, tuve la impresión de haberle caído tan bien desde el primer momento como él a mí. Pero los dos adoraban a Amanda, que los llevaba al cine, y a cenar hamburguesas, y jugaba con ellos al fútbol en el parque, y quedaba con sus primos pequeños para organizar sesiones de escondite que abarcaban toda la casa sin quejarse nunca por ser siempre la que buscaba, y les contaba cuentos de miedo por las noches, renunciando cada quince días a planes de fin de semana que a la fuerza tenían que seducirla mucho más que aquellas improvisadas tareas de niñera perfecta. Yo le daba las gracias de todas las maneras que se me ocurrían, aumentando su paga y dejándola llegar más tarde por las noches, pero ella, sin dejar de agradecer mis concesiones, quiso aclararme enseguida su posición, yo también soy hija de padres separados, mamá, sé muy bien lo mal que se pasa.

En cualquier otro momento de mi vida, esa sucinta confesión me habría hecho tanto daño como el que sólo llega a producir cualquier verdad amarga e indudable, pero mi amor por Javier, que me había hecho por una parte extrañamente consciente del valor de las cosas, del paso del tiempo, de los pequeños placeres domésticos, de la edad de mi cuerpo, y hasta de la muerte que llegaría un día para arrebatarme todo cuanto he poseído, me había sumergido a la vez en una extraña suerte de insensibilidad por cualquier cosa que ocurriera fuera de mí misma, de mi amor por él, hasta el punto de que cada vez me costaba más trabajo indignarme frente al mundo que nos cobijaba. Misteriosamente dividida entre una generosidad tan plena que implicaba mi propia anulación, y un egoísmo tan exacerbado que me impedía mirar con atención cuanto me rodeaba, nada de lo que hacía mecánicamente, obedeciendo a una rutina apenas soportable de puro cotidiana, me interesaba en lo más mínimo si no me abocaba por fuerza a la memoria, al nombre, al cuerpo de aquel hombre. Entre los objetos de ese desinterés se incluía desde luego la cena conmemorativa del final del Atlas. Antes de llegar al restaurante ya había decidido marcharme a casa inmediatamente después del postre, sin aceptar la menor prórroga alcohólica, pero la verdad es que nunca me arrepentí de haber asistido, porque sobre mi futuro inmediato, por mucho que yo me negara a pensar en ello, pendía una amenaza concreta, inminente y temible, que era precisamente la que Fran conjuró en la pausa que precedió a la llegada del segundo plato.

–¿Qué dices? – Ana sonreía-. Si estoy sin un puto duro…

Cuando la escuché, sentí que mis piernas se vaciaban de golpe aunque no tuvieran que soportar peso alguno.

–Bueno, no parece importarte mucho… -Marisa comentó su respuesta en un murmullo en el que llegué a detectar un impreciso punto de rencor.

–No, la verdad es que no me importa nada.

Ana, que seguía sonriendo, me miró.

–Pues a mí sí que me va a importar -dije, sin haberlo previsto previamente, y todas me miraron a la vez, pero ninguna se atrevió a preguntar nada-. Me voy a separar de Ignacio.

–Me parece muy bien -Ana me daba la razón con la cabeza.

–A-a mí también -Marisa se sumó enseguida, cabeceando al mismo ritmo. Fran no dijo nada, pero insinuó un gesto parecido, y yo agradecí cada uno de estos signos, aunque supiera de sobra que no me iban a servir para nada cuando tuviera a mi marido delante.

–Bueno… -continué, sin embargo, porque lo único que tenía ya sentido era seguir hasta el final, y porque repasar mis planes en voz alta me prestaba un raro consuelo-. Por eso me voy a Roma con los niños, para quitarlos de en medio al principio, porque… Ignacio todavía no lo sabe. Le había escrito una carta, lo típico, querido Ignacio, no te extrañe luego de que empiece llamándote querido porque en el momento de escribir estas palabras te quiero de verdad, pero ya no puedo seguir viviendo contigo… En fin, ya sabéis. Se la pensaba mandar mañana por correo, desde el aeropuerto, pero me acabo de dar cuenta de que eso es una tontería. Intentaré hablar con él esta noche, o mañana, antes de salir, en el desayuno, no lo sé… A lo mejor lo de la carta no era tan mala idea, porque la verdad es que esa conversación me da pánico…

–No te preocupes -Ana me puso una mano encima del brazo-. Con el tiempo, acaba saliendo callo.

–Pero te quedarás con la ca-asa, ya te digo… -supuso Marisa en voz alta.

–No, no -y moví la mano en el aire para negar dos veces, como si esa sola suposición bastara para aterrarme-. Desde luego que no. Odio esa casa. Odio Capitán Haya. Odio a mi portero. Odio a mis vecinos y odio el alto estanding… Quiero volver a mi barrio de cuando era pequeña, entre Recoletos y Hortaleza, más o menos. Barquillo, Fernando VI, Almirante, Conde De Xiquena, Bárbara de Braganza, Piamonte… La calle me da lo mismo, pero quiero una casa con techos de tres metros. Intentaré convencer a Ignacio de que vendamos el piso y nos repartamos el dinero, y si no quiere, le diré que me compre mi parte, aunque tenga que pedir un crédito, porque lo que no puedo es cobrársela a plazos, que es lo que va a intentar, que lo sé porque le conozco. Pero el viaje a Roma ha dejado mi cuenta corriente más bien… escueta, y ahora que se acaba el Atlas… Ya sé que no me voy a morir de hambre, pero de todas formas…

–Vamos a ser vecinas -no tuve tiempo de prestar atención al comentario de Ana porque la voz de Fran se impuso milagrosamente sobre sus palabras.

–Por el dinero no te preocupes. Hay trabajo -dijo solamente, y entonces todas la miramos a la vez, aunque ninguna se atrevió a preguntar nada-. No me miréis así, ya lo sabíais, ¿no?

–N-no -Marisa contestó después de un rato.

–Sí -Fran insistió-. Hace ya meses que os conté que tenía un proyecto.

–Ya-a, pero proyectos, proyectos… Buah, n-no veas, siempre hay un montón de proyectos circulando, y del proyecto a-al hecho…

–Bueno, pues éste ha salido. Sólo hay una cosa que me preocupa, pero primero… En fin. ¿Cómo sois de melómanas?

–Todo lo que haga falta -aseguré, notando que empezaba a respirar mucho mejor.

–¿Una historia de la música? – supuso Ana en voz alta, y la interrogada le dio la razón con una sonrisa que fue inmediatamente pagada con otra, mucho más radiante aún.

–La civilización occidental desde el cencerro hasta el cencerro -resumí en un murmullo, mientras sentía que de repente la música me apasionaba como ninguna otra cosa en este mundo.

–Exactamente -confirmó Fran-, pero todavía no sabéis lo mejor… Doscientos veinte fascículos.

–¡Cuatro años! – grité.

–Y medio… -me corrigió Marisa-. Entre unas cosas y otras…

–Cua-tro a-ños y me-dio -sumó Ana, marcando el ritmo de cada sílaba encima de la mesa con los puños cerrados y una expresión jubilosamente intensa.

–¿Cómo lo veis?

–M-muy bien.

–De puta madre…

–¿Cuándo se empieza?

–Ya -Fran estaba incluso en condiciones de dar detalles-. Con la prórroga aquella que tuvimos que añadir cuando Planeta-Agostini nos pisó el título del Atlas, vuestros contratos terminan el 1 de mayo. Podéis tener contrato nuevo el mismo 1 de mayo. Vamos un poco pilladas, pero si empezamos a trabajar a la vuelta de Semana Santa, podríamos salir en Navidad. Sería mejor octubre, pero no vamos a llegar, eso desde luego… Pero antes de nada, ya os he dicho que hay una cosa que me preocupa. He colado el tema con una condición. En teoría, el precio de cada fascículo incluye un cd con la obra del compositor correspondiente, que eso por supuesto se compra y punto, no tenemos que hacerlo nosotras, pero además regalamos un cd-rom con cada número. Naturalmente, no es un regalo auténtico, pero eso da igual, ya conté con ese detalle al presupuestar la colección. El problema no es el precio, sino el cd-rom en sí -entonces se giró completamente hacia la izquierda-. ¿Vas a poder con eso, Marisa?

–A-anda, pues claro… -contesté, sin disimular el asombro que me producía aquella pregunta-. N-no faltaría más. Podría empezar mañana mismo. Ra-amón lleva un par de años liado con ese tema y la verdad es que es como hacer churros, en serio, visto uno, vistos todos… Claro que tendré el doble de trabajo, las demás no, porque supongo que re-aprovecharemos el ma-aterial de los fascículos -Fran asintió con la cabeza-, pero yo sí, porque los cd-rom hay que diseñarlos, igual que un libro, y maquetarlos, y por mucho que intente acoplar las pa-áginas a las pantallas, habrá que ir viendo si se puede hacer, una por una… Además n-necesitaremos un equipo nuevo, y seguramente un duplicador de cd, y… -calculé un momento para mis adentros-, yo, como mínimo, un a-ayudante, porque no puedo llevarlo todo a la vez. Pero eso está hecho. Ya-a… -y cuando me di cuenta de que iba a volver a repetir la expresión más característica de Foro, paré en seco-. Ya.

–Lo del ayudante está claro… -Fran me sonrió, aliviada-. Se lo comenté a Ramón hace un par de días, y me dijo que sería mejor contratar a dos personas. Puedes empezar a entrevistar gente a la vuelta de las vacaciones.

–¿Yoo…? – pregunté, genuinamente asombrada esta vez-. ¿Voy a entrevistar gente yo?

Se abrió una pausa para que las tres me miraran al mismo tiempo, con una expresión idéntica, e idénticamente expresiva de que no entendían el sentido de mi última pregunta.

–Si quieres, los puedo entrevistar yo -me contestó Fran, cuando adivinó por fin lo que le había preguntado exactamente-. O puede hacerlo Rosa, pero es una tontería, porque ni Rosa ni yo sabemos lo que se espera que sepa hacer esa gente…

–N-no, no… -afirmé, después de vencer un acceso de risa, respuesta íntima a mi propia, inédita imagen de ejecutiva con amplios poderes-. Yo los entrevistaré. Y seré m-muy rigurosa…

Mi advertencia desató un coro de carcajadas que se prolongó inmediatamente en una animadísima conversación a tres voces sobre la historia de la música en general y la nuestra en particular, una multitud de preguntas lanzadas al azar que no podían ser satisfechas aún por ninguna respuesta concreta, ¿por dónde vamos a empezar?, ¿cuánto va a costar cada ejemplar?, ¿qué criterio vamos a seguir?, ¿dedicaremos más de un número a los compositores verdaderamente importantes o habrá sólo un fascículo por músico?, ¿cuánto esperáis vender?, ¿quién seleccionará las piezas de los cd?, ¿habrá publicidad en televisión?, ¿cuántas cadenas…? Rosa parecía muy contenta, y Ana incluso entusiasmada por la perspectiva de volver a trabajar como una burra después de aquellas mínimas vacaciones cuya memoria iba a extinguirse antes de que llegaran a terminarse del todo, mientras Fran contestaba a cada cuestión con una paciente sonrisa que parecía desmentir la monotonía de sus respuestas, no lo sé todavía, aún no lo he pensado, no me atrevo a decírtelo, eso tendremos que decidirlo también… Yo, en cambio, no estaba muy segura de lo que sentía. Nunca había sido colaboradora contratada, como ellas. Mi remoto pasado de teclista de fotocomposición me había asegurado una plaza de trabajadora de plantilla, con contrato indefinido, y mis ingresos no dependían del hecho de que estuviera asignada o no a un proyecto concreto. Y aquella historia de la música, por un lado, parecía garantizarme un ascenso profesional, y gordo, porque los cd-rom iban a convertirme en la jefa de mi propio equipo, pero al mismo tiempo me asociaba a Foro casi definitivamente, porque Ana no estaría dispuesta a prescindir de él, y después de los cuarenta, cuatro años y medio son ya demasiado tiempo. Cuando llegáramos al cencerro posmoderno, como decía Rosa, yo estaría al borde de los cuarenta y seis, más allá de la línea tras la que deja de parecer razonable tomar una decisión importante. O eso, al menos, me pareció entonces, mientras me obligaba a valorar al mismo tiempo la paz y la armonía en la que había trabajado con Fran, con Rosa y con Ana, en los tres años que habíamos tardado en hacer el Atlas, y los conflictos y desazones que quizás se habrían derivado de mi inclusión en un equipo distinto si aquel proyecto, que ya era también mi proyecto, no hubiera triunfado por fin.

–¿Qué te pasa, Marisa? – Fran puso fin abruptamente a mis reflexiones-. ¿No te apetece?

–Sí, sí… -y protesté con las dos manos para enfatizar mi afirmación-. Me apetece mucho. Es que… Bueno, estoy hecha un lío, últimamente. N-no lo entenderíais, pero… N-no sé. Tengo que hacer algo, y no sé qué…

–Ya me había dado cuenta -dijo Ana.

–Yo también -asintió Rosa-. Estás rarísima, hija… ¿A que es un hombre?

El silencio interior que me había consentido reflexionar sobre las ventajas y los inconvenientes de aquel auténtico desafío que me parecía de repente infinitamente trivial, se extinguió como por ensalmo cuando mis oídos captaron aquella pregunta, para que todas las voces que vivían dentro de mi cabeza chillaran súbita y simultáneamente una sola palabra, como una orden terminante, un despiadado ultimátum, una ruidosa fórmula de esperanza y de desprecio, cuéntaselo, eso gritaron, habla, insistieron, díselo, pronuncia su nombre y será verdad, sólo existe lo que se puede nombrar, cuéntaselo, habla, díselo, habla, atrévete, habla, cuéntaselo de una vez, habla, habla, habla…

–No estarás embarazada, ¿verdad?

Estaba a punto de tirar la toalla, de rendir definitivamente los castillos de mi conciencia, de abandonarme a la verdad como si fuera la droga más consoladora y mansa, cuando Fran me asaltó con una vehemencia más que extravagante en ella.

–N-no -contesté cuando pude hacerlo-. N-no es eso… -y entonces miré a Rosa-. Y sí. Es un hombre.

–¡Ah! – mi mirada se concentró entonces en los ojos que esquivaban a los míos, estudiando atentamente el fragmento de mantel que se extendía a mi izquierda-. Pues yo sí.

–Yo sí estoy embarazada -repetí, alzando la cabeza, para disipar definitivamente cualquier duda-. Ésa es la segunda cosa que tenía que contaros. Por supuesto, no ha sido una casualidad, ni un error de cálculo, ni nada. Queríamos ese hijo, y bueno, hemos ido a por él. Es un niño, por cierto. Se va a llamar Martín, igual que su padre.

–¡Enhorabuena, Fran! – Ana se inclinó sobre mí y me dio un beso en la cara. No esperaba aquel gesto, que demostró una eficacia ambigua, porque bastó para serenarme pero sólo al precio de encender mis mejillas, que se colorearon como las de una colegiala sin motivo alguno.

–¡Enhorabuena! – repitió Rosa, cogiéndome la mano a través de la mesa-. ¿Estás contenta?

–Sí -confesé, acatando ya sin resistencia mi sonrojo-. Mucho. Aunque al principio lo pasé regular. Tenía mucho miedo, ésa es la verdad. Bueno, cumplo cuarenta años dentro de quince días, y es el primero, así que… Pero me he hecho una amniocentesis y un montón de pruebas más, y ahora estoy mucho mejor. El niño está perfectamente. De todo. Hasta tiene el fémur más largo de la cuenta…

Ana se echó a reír.

–Pero si lo has hecho tú… -me dijo-. ¿Cómo iba a estar?

–Im-mpecable, como todo -añadió Marisa-. Es estupendo, Fran.

–Sí -admití-, la verdad es que sí. Y me alegro mucho de que os lo toméis así porque, bueno… Vais a tener que echarme una mano.

Entonces, Ana y Rosa se inclinaron sobre la mesa al mismo tiempo, dispuestas a procesar cualquier dato que quisiera confiarlas, como dos madres expertas y decididas a no consentir la menor duda acerca de su experiencia. En aquel momento tuve la sensación de que acababa de ingresar en un club cuya existencia nunca había llegado a sospechar hasta entonces, y la experiencia me resultó bastante extraña.

–¿Cuándo será el parto? – Ana preguntó primero.

–La primera semana de agosto -contesté, y me anticipé a su silencio con una sonrisa-. Nadie es perfecto. Yo tampoco.

–No pasa nada -Rosa volvió a cogerme la mano-. Yo tuve a Clara a mediados de septiembre, que es peor, porque me chupé el verano entero. Y por otra parte, te pilla en vacaciones, y eso está bien.

–Puedes irte a la playa a mediados de julio -sugirió Ana entonces.

–No -respondí, acompañando mi negativa con la cabeza-. Quiero que mi hijo nazca en Madrid. Aunque me tenga que tirar dos meses con las piernas en alto.

–Haces muy bien. A mí me sigue jodiendo que Amanda sea parisina…

–Eso es lo de menos -Rosa nos regañó con un acento blando e impaciente a la vez-. ¿Vas a coger el…?

–Ya-a me había da-ado yo cuenta de que estabas muy guapa, Fran -interrumpió Marisa, y se defendió de Rosa antes de que tuviera tiempo de regañarnos de nuevo-. Eso n-no es lo de menos. Es importante…

–Y además es verdad -Ana le daba la razón con la cabeza-. Eso pasa siempre. Si los llevas bien, los embarazos sientan maravillosamente, en serio…

–¿Puedo hablar un momento? – Rosa volvió a la carga, para demostrar que había recuperado íntegramente ese fervor por la organización y el mando que me había recordado tanto los fervores de Marita durante los primeros tiempos del Atlas-. ¿Vas a cogerte el permiso de maternidad?

–Sí -respondí-. Entero.

–Por supuesto -aprobó Marisa.

–Desde luego -añadió Ana.

–Y la gente del consejo… ¿lo sabe? – contesté a Rosa con la cabeza, todos lo sabían desde aquella misma tarde-. ¿Y cómo se lo han tomado?

–Bueno… -respondí-. Ha habido de todo. A mi hermano Miguel, por ejemplo, no le parece mal. Antonio en cambio se ha rebotado mucho, porque opina que no nos lo podemos permitir… -¡que se joda!, dijo alguna, yo insistí-. A mí me da lo mismo. Me lo voy a coger entero, digan lo que digan. Quiero darle el pecho todo el tiempo que pueda. Pero eso nos va a complicar las cosas.

–N-no -Marisa se inclinó sobre mí con los ojos brillantes, como si hubiera escuchado algo capaz de estirar su lengua, un misterioso remedio para esa especie de aturdimiento que la mantenía muy lejos de aquella mesa, muy dentro de sí misma, desde que había anunciado que la historia de la música sería nuestra propia historia en los próximos años-. ¿Por qué? Te puedo montar un puesto de trabajo en casa en menos de lo que se tarda en decir amén.

–¿Eso puede ser? – le pregunté, sin acabar de decidir si me gustaba la idea.

–¡Anda, pues claro! En tu casa hay teléfono, ¿no? Pues no necesitamos nada más. Cuando dejes de venir a la oficina, cojo tu ordenador, te lo monto donde tú me digas, y en un cuarto de hora te tengo conectada a todas las terminales de la planta. No hace falta ni que llames. Podrás comunicarte con nosotras por la red. Y ver cada página, cada portada, cada texto, antes de lo que tardaríamos en llegar a tu despacho andando por el pasillo. Eso está hecho. Es facilísimo.

–Y te advierto que los recién nacidos son los que menos guerra dan… -Rosa me daba ánimos desde la otra punta de la mesa-. Entre toma y toma, tienes dos horas y media para hacer lo que quieras. Están todo el día dormidos.

Hasta aquel momento, no se me había pasado ni siquiera por la cabeza compatibilizar la lactancia con el trabajo. Pensaba más bien en una ruptura total, cuatro meses de ausencia absoluta, un plazo mínimo pero imprescindible para un aprendizaje que me daba mucho más miedo que el parto, por más que todo el mundo sacara siempre a relucir esa muy dudosa teoría del instinto en todas las conversaciones. No contaba con trabajar entre toma y toma, y ni siquiera sabía si quería hacerlo. Intenté decidirme en silencio y Ana acabó por darse cuenta.

–Eso, si tú quieres -me dijo-. Si prefieres desaparecer, podemos hacerlo todo nosotras.

–No -contesté por fin, reconociéndome-. Creo que sería incapaz. Lo de llevarme el ordenador a casa me parece muy bien. Si no quiero, siempre puedo no encenderlo.

–Claro -Ana me dio la razón antes de inclinarse sobre la mesa para clavar los ojos en Marisa, que estaba sentada justo enfrente-. ¿Y mi escáner? ¿Podría llevármelo también a casa y mandar las imágenes por la red?

–No me mires así -dije, echándome a reír ante la expresión de pánico que había convertido la cara de Marisa en una máscara de carnaval-. Es una broma.

–Sí, sí… A-así se empieza, y luego…

–Y luego nada -insistí-. No tenemos dinero para mantener a los niños que juntamos entre los dos… Ni siquiera cabemos bien en casa. O sea, como para tener otro…

–Pero lo has pensado -Rosa afirmaba.

–No, en serio -la desmentí, y era sincera, pero ninguna me creyó-. En serio que no, no os pongáis pesadas. De verdad, que no estamos precisamente para tonterías… Ahora, que si la situación cambiara, a lo mejor me lo empezaba a pensar dentro de un par de años. Y no porque tenga ganas, que no es exactamente eso, porque me da una pereza horrible, me pongo mala sólo de pensar en volver a llevar empapadores dentro del sujetador, sino porque, bueno… Esto nunca se lo podré contar a Amanda porque lo interpretaría al revés, nunca lo entendería, y la verdad es que no tiene nada que ver con ella, yo adoro a mi hija, y la querré siempre igual, de eso estoy segura, y de que mi relación con ella siempre será única, y hasta especial, por todo lo que hemos pasado juntas, eso no va a cambiar ni aunque tenga trillizos, pero lo que a veces sí que me da rabia… No sé. Haber tenido una hija con aquel gilipollas de Larrea y no tener un hijo con éste, que es el hombre de mi vida de verdad… -Rosa y Marisa aplaudieron estruendosamente mi última frase-. Iros a la mierda, os lo estoy diciendo en serio… Pero ahora estoy demasiado bien como para atreverme a tentar a la suerte, y el momento más maravilloso de mi vida empieza cuando Amanda se va a París a ver a su padre cualquier fin de semana en el que no nos tocan los hijos de Javier. Os juro que en ese momento lo que siento es que si sobra algo en este mundo son precisamente niños. Pero, de todas formas, algunas veces pienso que, si las cosas me hubieran pasado de otra manera, en otro tiempo, con otro sueldo, me encantaría tener un hijo que se apellidara Álvarez.

–¡Estás como una cabra, Anita! – Rosa me miraba moviendo la cabeza, con el mismo gesto de desaliento que habría improvisado si yo acabara de confesar un cáncer en estado terminal-. Ya sabes, Fran, tú no tires nada, ni la ropa de embarazada, ni la cuna, ni el coche, ni la bañera… Nos va a hacer falta antes de que lleguemos a Béla Bartók.

–¡Que no! – protesté.

–¡Que sí! Ya verás -y se dirigió a las otras dos-. ¿Cuánto os apostáis?

–N-ni un duro… -contestó Marisa-. Y por supuesto que podría instalarte el escáner en casa y conectarte a la red. No lo dudes ni por un momento.

–El gran hechicero ha hablado -recurrí a la broma habitual para intentar zanjar el tema-. Amén. No voy a tener más hijos. ¿Está claro?

–Yo, por si acaso, no tiraré nada…

Hasta Fran se reía cuando las abandoné tranquilamente a su error. Porque era verdad que no lo había pensado, por mucho que intuyera que quizás llegaría un momento en que lo pensaría, pero la idea era tan vaga aún, tan fundamentalmente remota y nebulosa, que ninguna broma sobre aquel tema podría llegar a molestarme, ni siquiera sabiendo de antemano que nadie en el mundo sabía tan bien como yo hasta qué punto pueden cambiar las cosas.

–De todas formas -intenté regresar a Bartók por un camino diferente-, la verdad es que ahora mismo no necesito ni siquiera un embarazo para confesaros que la música me ha salvado la vida. En serio, Fran. Te diré que ya había empezado a mirar por ahí, y la verdad es que no había encontrado gran cosa.

–En Santillana están preparando una enciclopedia escolar ilustrada -Rosa intervino para demostrar que yo no era la única mujer previsora de la mesa-. Pero van a dar muy poco trabajo fuera.

–Sí, ya lo sé -y era cierto que lo sabía-. Sólo política y actualidad, como siempre. Y luego, hay un manual de bricolaje…

–Sí, de eso me he enterado yo también, pero creo que lo van a traducir directamente del inglés aprovechando los fotolitos.

–Ya, esa moda va a acabar con nosotras.

–O no. Siempre nos quedará el punto de cruz.

–Y los cursos de inglés para desesperados.

–Y la decoración a su alcance.

–Y la cocina práctica…

–Bueno -Fran interrumpió con decisión el recuento de los episodios menos ejemplares de nuestra vida laboral-. De momento, podemos ir brindando por el inventor de la música…

Se sirvió dos dedos de vino tinto en una copa y dirigió las operaciones con el aplomo habitual. Después, mientras yo buscaba ya una excusa para no acompañarlas al bar donde solíamos rematar aquellas celebraciones con un número indeterminado de mojitos, trajeron la factura. Fran la pagó con la tarjeta de la empresa, dejó una propina que ascendía exactamente a la décima parte del total, y se levantó.

–Yo me voy a casa -anunció, cuando ya tenía la chaqueta puesta-. Estoy cansadísima, es que me caigo de sueño a todas horas. Y además como no puedo fumar, ni tomar copas…

–Ya… -Rosa, la mirada repentinamente opaca, los dedos temblones, incapaces de acertar con el broche del bolso, asentía con la cabeza, sacando de alguna parte una esforzadísima apariencia de serenidad-. A mí también me pasaba, los primeros meses… Bueno, yo también me voy.

–Y yo…

Marisa fue la primera no sólo en repartir besos sino hasta en parar, sorprendentemente, un taxi, a pesar de que no vivía más lejos que yo de aquel restaurante. Fran se ofreció a llevarme, pero le contesté que no merecía la pena. Después, mientras arrancaba a andar, no logré dedicar más de una hebra de mi pensamiento a aquella formidable masa de miedo que había estado suspendida sobre la mesa durante toda la cena como una nube incapaz de sostener su propio peso, el miedo de Rosa, concreto e inmediato, casi masticable, el miedo de Fran, oscuro y tibio, conocido, el miedo de Marisa, ignorado y grave, tal vez por eso el más duro de todos. Pero yo había dejado de tener miedo. Calculando por anticipado el número de los mejores días que me quedaban por vivir, llegué casi a olvidarlas, y hasta pensé en celebrar mi flamante opulencia cogiendo yo también un taxi, a pesar de que estaba a un cuarto de hora escaso de mi casa.

Cuando abrí el portal, ya me había hecho a la idea de la repentina insubordinación de mis dedos, ese temblor autónomo, ingobernable, odioso, que me había convertido en una especie de inválida desentrenada en el preciso instante en que he necesitado más desesperadamente ser capaz, pero no contaba con que mi corazón se sumara de repente a aquel poltergeist particular como una bomba de relojería con el temporizador averiado. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió, hasta el punto de que la enloquecida frecuencia de aquellos latidos, una taquicardia en toda regla, llegó a asustarme de verdad. Era lo que me faltaba, pensé, que ahora me dé un infarto, y cogí el ascensor para subir al segundo, aunque solía prohibirme a diario aquella perezosa tentación.

Antes de abrir la puerta de mi casa, me quedé un rato de pie, en el descansillo, mirando sin parpadear el hueco de la mirilla, como si esperara que, de un momento a otro, fuera a agrandarse para consentirme ver lo que sucedía dentro. Podía distinguir el eco palidísimo, remoto, del televisor encendido en la casa de al lado, o tal vez en la mía, y creo que nunca me he sentido peor. Cuando metí la llave en la cerradura, sosteniendo mi mano derecha con la mano izquierda, el interior de mi cuerpo se dividía ya nítidamente en dos mitades, dos unidades diferentes, separadas entre sí por los efectos de un poderosísimo puño de hierro que había ido estrangulando mi estómago poco a poco hasta partirlo con limpieza para crear dos estómagos distintos, uno arriba y otro abajo, en las dos orillas de una extensión de nada que coincidía meticulosamente con los límites de mi cintura. En aquel momento, pensé que jamás me arrepentiría lo suficiente de haber desaprovechado la oportunidad de estar callada durante aquella cena, porque la confesión que había escapado de mis labios sin pararse a consultarme, me había sumergido durante dos horas en una realidad muy distinta de la que me esperaba detrás de las puertas del salón, que ahora distinguía sin esfuerzo gracias a la lámpara, encendida, como si contar que me iba a separar de Ignacio fuera lo mismo que haberme separado ya de él, como si decírselo a mis amigas en voz alta fuera lo mismo que decírselo a él, con él delante.

No seré capaz, me dije mientras avanzaba por el pasillo, no seré capaz, me advertí al abrir la puerta, no seré capaz, repetí cuando me dejé caer en un sillón, a la derecha del sofá donde él, con el pijama puesto, miraba la televisión por la estrecha rendija de sus ojos, sus párpados casi vencidos por el sueño.

–¿Qué tal? – me preguntó, y le miré, y comprendí que sí iba a ser capaz.

–Bien. Oye, Ignacio, mira… Yo… Te había escrito una carta, pero bueno… Tengo que decirte una cosa, y me alegro de que no te hayas acostado porque… Va a ser mejor así… -me dijo algo que en aquel momento no quise entender, y seguí hablando, mi mirada fija en el dibujo de la alfombra-. Esto ya no tiene ningún sentido, Ignacio. Me habría encantado que nunca hubiera llegado este momento, pero… Nadie tiene la culpa. Te quiero mucho, eres el padre de mis hijos, y un tío estupendo, en serio, creo que te querré siempre, eres como un hermano para mí, pero precisamente por eso no quiero seguir viviendo contigo -levanté la cabeza por fin, y mis ojos se estrellaron contra otros ojos muy abiertos, en una cara familiar y a la vez extrañamente dilatada por el asombro-. Creo que lo mejor es que nos separemos.

–Pero… ¿por qué? – logró articular después de una indefinida serie de balbuceos-. Si somos muy felices…

–¡Ignacio! – exclamé, y aunque ningún gesto habría resultado menos oportuno, me eché a reír.

Cuando levanté la mano para parar un taxi, ya no tenía fuerzas para seguir discutiendo en solitario con todas esas voces que eran mi propia voz y eran ninguna, porque no habrían existido si yo hubiera logrado decidirme a no escucharlas. Mi carácter es mucho más que débil, y quizás esa razón basta para explicar por qué los dados me tientan, por qué siempre me han tentado. No soy muy buena resistiendo tentaciones.

Por eso, y aunque ya había decidido lo que iba a hacer, porque aquel gesto de parar un taxi no tenía otro propósito que concederme unos minutos de ventaja sobre Ana, asegurarme de que yo llegaría a mi teléfono antes de que ella lograra coger el suyo, cuando ya tenía el auricular en la mano, decidí invertir sobre la marcha el orden de aquellas dos llamadas, tirar los dados por última vez. Primero Foro, me dije. Si no descuelga al tercer timbrazo me voy a Colombia, tampoco pasa nada, insistí, no es más que una semana, un viaje como cualquier otro. No escuché ninguna opinión contraria a aquel pacto íntimo y rematadamente idiota, pero tampoco llegué a escuchar más de un timbrazo, aunque eran ya las doce y media.

–¿Sí?

–Hola, soy yo… Ya sé que es un poco tarde pero es que… Bueno, al final he decidido que no me voy a marchar mañana de viaje, porque… En fin, podemos irnos juntos en Semana Santa, si quieres, aunque no sé si Jaén te apetecerá mucho, tampoco…

–Muchísimo.

–¿Sí? – se acabó, me dije por dentro, se acabó, ni una Navidad más para mí sola, ni un cumpleaños más para mí sola, ni unas vacaciones más para mí sola-. Oye, Foro, mira… Ya sé que es muy tarde, pero… ¿Tú serías capaz de coger ahora mismo el coche para venirte a dormir conmigo?

–Claro que sí -contestó, con una dulzura que yo no merecía-. No tardo nada.

Después marqué el número de Ana y la suerte me concedió el mínimo favor de disponer los resortes mecánicos del contestador donde yo temía encontrar la voz de Javier Álvarez.

–¿Ana? Soy Marisa… No pasa nada. Es que quería que supieras… Bueno, la novia de Foro, ¿sabes…? Bueno, pues que soy yo.

Cuando colgué estaba sonriendo, pero un sabor muy agrio, muy amargo, trepó sin solución por mi garganta.

Martín se había ido ya a la cama, pero no dormía. Recostado en el cabecero sobre una improvisada arquitectura de almohadas y cojines, leía un folio impreso por una cara que en algún momento debió de formar parte del montón de papeles que ahora podía ver desparramado encima de la colcha, el sumario de un proceso, quizás, o una sentencia. No dijo nada, pero se quitó las gafas y me sonrió, a modo de saludo. Yo me senté a su lado, en el borde de la cama, y estiré el brazo hacia la mesilla para coger un pitillo de su paquete, pero él atajó mi brazo antes de que conquistara aquella plaza.

–¿Cuántos llevas hoy?

–Tres.

–No me lo creo.

–Te lo juro… No he querido fumar en la cena porque tenemos algo que celebrar… -entonces saqué del bolso mi propio folio impreso por una cara, y empecé a leer en voz alta-. En todas las metafases analizadas procedentes del cultivo de células existentes en la muestra obtenida de líquido amniótico, se han encontrado 46 cromosomas normales, siendo la fórmula sexual tipo XY… -sólo me detuve para atrapar el cigarrillo que él me estaba poniendo entre los labios.

–Enhorabuena -murmuró, mientras me besaba en la cara y me daba fuego al mismo tiempo.

–Lo mismo… -la primera calada siempre ha sido la mejor, pensé mientras la aspiraba- digo.

Al final hice todo el camino andando y, al llegar a casa, me fui directamente a la cama. Al pasar por el salón, debí de advertir que el piloto rojo del contestador automático estaba parpadeando, pero de eso no me di cuenta hasta después, cuando Javier, medio dormido ya, respondió a la avalancha de besos con los que mis labios celebraron la proximidad de su espalda con una frase inconexa, desarticulada por el sueño. Ha llamado… alguien…, dijo, no sé… Me abracé a él, y sólo entonces recordé que yo misma había visto parpadear una luz roja antes de sentir que me estaba quedando dormida. En la débil frontera de la inconsciencia, todavía pude pensar que, sólo unos meses antes, la simple sospecha de que en aquel aparato pudiera dormir toda la noche un mensaje dirigido a mí habría bastado para desvelarme durante horas enteras, y no sé si me dio tiempo a sonreír.

Porque, a veces, las cosas cambian.

Ya sé que parece imposible, que es increíble pero, a veces, pasa.

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03/09/2008

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