Me había llamado amor mío y eso era lo único que yo quería saber, eso y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, yo lo sabía y eso era lo único que me importaba, porque sólo vivía para recuperar aquel temblor, para regresar una y otra vez a esa pequeña habitación de hotel, una cama grande, un armario empotrado, dos butacas tapizadas en la consabida cretona estampada, una especie de cómoda con cajones y, en el centro, la figura remota y sin embargo familiar de una viajera cuyos gestos son idénticos a los que yo repito todos los días, una mujer que abre la puerta, y se quita los zapatos, y enciende un cigarrillo, y se tumba encima de la colcha para marcar un número de teléfono o para descansar un momento con los ojos cerrados, sin sospechar lo valioso que llegará a ser el tiempo que está viviendo, sin descubrir el rastro de ninguna cosa nueva en su interior, sin advertir siquiera que es feliz, que vuelve a ser feliz después de tanto tiempo, y ella era la trampa, una espiral sin fin y sin principio, el laberinto irresoluble como las leyes del tiempo donde mis días expiraban de un dulce mal sin respuestas, ésa era la verdad, aunque nunca me atreví a insinuarla en el oído de ningún confidente, aunque a duras penas puedo aún admitirla ante mí misma, aunque entonces la habría negado a gritos hasta que mi lengua se secara para siempre dentro de mi boca, la verdad es que no pensaba en aquel hombre, sino en la despreocupada viajera que le acompañó en Lucerna, y no soñaba con él, sino con mi propia, efímera plenitud desperdiciada, y no buscaba con desesperación sino un método, un sistema, una fórmula que me ayudara a deslizarme bajo la ropa de esa mujer que era yo y era distinta, que era feliz y no se daba cuenta, que jugueteaba con las riendas del destino sin reconocerlas y sin aspirar a gobernarlas siquiera, eso creía yo, y eso quería, dar marcha atrás a la película de mi vida, tropezarme de nuevo con los viejos errores, encontrar una sola fisura en la piel de las horas inconscientes para colarme dentro y animar su memoria, con eso soñaba, en eso pensaba, qué habría pasado si hubiera hecho esto, y hubiera dicho aquello, y hubiera ido más allá, y después me sentía tan poca cosa, tan de sobra, tan insignificante, que agotaba el catálogo de los insultos conocidos para derrumbar lo poco de mí que quedaba en pie, si seré tonta, me decía, si seré mema, imbécil, idiota, y a veces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, si ese febril estado de disolución interior, como una lenta y meticulosa podredumbre, no se resolvería en un diagnóstico tan sencillo, puro terror, porque mi obsesión se adornaba hasta con los menores matices que caracterizan a ciertos oscuros psicópatas en esos telefilmes norteamericanos que, antes de empezar, advierten al espectador que va a contemplar una historia basada en hechos reales, todas esas personas solas, abandonadas de sí mismas, incapaces de piedad, que terminan precipitando los asesinatos más estúpidos, víctimas o verdugos atrapados por igual en una esperanza antigua y devoradora de toda sensatez, maridos engañados que juran entre dientes que será suya o de nadie, hurañas solteronas que aún no han renunciado a estrenar el apolillado traje de novia que lleva treinta años colgado de una lámpara, madres amantísimas de un hijo ingrato, o una hija desnaturalizada, que no pueden permanecer con los brazos cruzados mientras su pequeñín, su chiquitina, echa a perder los mejores años de su vida, honorables militares degradados por un lamentable malentendido de quienes no comprenden las últimas consecuencias del amor a la patria, todos tienen una escopeta de caza escondida en un armario y todos terminan matando o muriendo con ella en las manos, todos reclaman a gritos su razón y su cordura, y ninguno es culpable del todo pero ninguno, tampoco, acaba bien, y en la televisión es muy sencillo adivinar por qué, están locos, así de claro, locos, y yo tenía los mismos síntomas, la misma facilidad para negar ojos y oídos a las evidencias que no me convenían, la misma rapidez para interpretarlas en el sentido exactamente opuesto al evidente, una repentina, ilimitada capacidad para convencerme de lo inconcebible, y la fe más tenaz en un futuro inventado a mi medida sin otra herramienta que mis propios deseos, y nada más, porque nada existía fuera de mi cabeza, nada tenía sentido más allá de los límites de mi imaginación ocupada, invadida, asaltada por un único fantasma de apetito tan atroz que devoraba instantáneamente cualquier cosa que sucediera, y cada cosa que me pasaba acababa conduciéndome a él, cada historia que escuchaba, cada libro que leía, cada película que veía, y los nombres de las calles que atravesaba, y los escaparates de las tiendas en las que entraba, y hasta las marcas de los productos que escogía en el supermercado, el mundo entero se había convertido en un gigantesco libro cifrado y todos los signos resultaban ser uno solo, todas las flechas señalaban en la misma dirección, entonces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, porque los locos sufren tanto como los cuerdos, pero enseguida yo misma me negaba hasta ese venenoso y mínimo consuelo, porque los cuerdos sufren tanto como los locos y sin embargo nunca, ni en el peor momento de una enajenación brutal, logran extirparse el conocimiento de las verdades más duras, y yo conocía el carácter apacible y estático de la realidad, la decepcionante solución que se agazapa tras el telón de tantos misterios insolubles, la insoportable ambigüedad de los sentimientos humanos, yo no estaba loca pero sufría, vivía atenazada por una angustia inextinguible, me moría de dolor estando sana, y sin embargo, a ratos, precisamente en esos ratos en los que mi impaciencia parecía a punto de descolgarse por el barranco de la desesperación, era capaz de contarme una historia muy sencilla, muy verosímil, muy clara, y comprendía la situación de un fotógrafo llamado Nacho Huertas, que era medianamente feliz cuando encontró en una pequeña ciudad de Suiza a una editora llamada Rosalía Lara Gómez, y ella le gustó, y él le gustó a ella, y se fueron a la cama y echaron un polvo estupendo, así que siguieron juntos un par de días y luego cada uno volvió a Madrid por su cuenta, y él se limitó quizás a clasificarla entre otros accidentes afortunados de su vida, o tal vez la consideró incluso, durante algún tiempo, como una fuente de complicaciones más sería, y es posible que ella le gustara más de lo que estaba dispuesto a admitir, y hasta que al principio se quedara un poco colgado del recuerdo de aquella mujer sorpresa, quizás por eso, y en contra de lo que ya había decidido, le envió unas fotos, y contestó a su llamada, y quedó con ella en su estudio, todo eso lo entendía, me parecía lógico, casi evidente, y también podía admitir que después se asustara, que fuera incapaz de afrontar la avidez de quien aspiraba a apoyarse en él para mover montañas, que decidiera que, por muy bien que se entendieran en la cama, ella no representaba una razón suficiente para cambiar de vida, hasta aquí todo iba bien, y aquí habría acabado todo si yo pensara de verdad en él, si yo soñara de verdad con él, porque los amores contrariados se acaban consumiendo en un estanque de lágrimas dulces, una tibia borrachera de melancolía que se agota en un rosario de resacas sucesivas, como el efecto de un suero desintoxicante que convierte poco a poco el dolor en ironía para arrojar al final una sustancia limpia, armoniosa, ajena por igual al rencor y a la vergüenza, el verdadero amor siempre salva a sus hijos, pero mis cálculos eran muy diferentes y mi angustia mucho más oscura, porque yo nunca dejé de pensar en mí misma, nunca dejé de soñar conmigo misma, yo quería empezar otra vez para arreglar definitivamente mis cuentas con el tiempo, para retener los días que se escurrían como gotas de agua entre mis uñas, para reprimir de una vez por todas el motín de los años rebeldes que desertaban en masa y a traición de mi memoria, y antes había perseguido un amor más poderoso que la muerte pero ahora no estaba dispuesta a renunciar a infinitamente menos, porque había rozado un nuevo principio con la punta de los dedos y sin embargo mis manos seguían estando vacías, y conformarme con eso era casi peor que morir porque, al menos, la muerte traza una raya al final de la vida, pero a mí me esperaba una vida lisa, sin otras rayas que las de una muerte sucedida al cabo de muchos años inertes, fugaces, estériles, años enteros de cientos de días vividos sin ganas, y eso no podía aceptarlo, ya no, si nunca hubiera emprendido aquel viaje podría haber seguido viviendo como antes, resignada en general y hasta contenta de vez en cuando, viendo crecer a mis hijos, consolidando mi carrera profesional por todos los medios posibles, cambiando periódicamente la distribución de la casa, apuntándome a una clase de bailes de salón, echando algún polvo suelto por ahí o decapando una cómoda, pero ahora ya no podía, no quería pensar siquiera en la posibilidad de volver a asumir algún día estos pobres ritos de autocompasión, ya no pretendía arreglar mi vida, ahora necesitaba romperla, pulverizarla, destrozarla para siempre, hacer de ella pedacitos tan pequeños que jamás pudieran unirse y conspirar en favor de la nostalgia de los tiempos perdidos, y yo sola no lo haría, sola no podría, me temblaban las piernas de miedo cada vez que lo pensaba, nunca estaría segura, nunca tendría valor pero, si él quisiera esperarme fuera, todo sería más fácil, tal vez hasta muy fácil, tanto que no me servía para nada una historia clandestina, segura, secreta, un confortable adulterio conservador de corte clásico, de esos que a la larga terminan uniendo a los matrimonios distanciados, porque yo no quería refundar mi matrimonio, yo quería volarlo, hacerlo saltar por los aires, y necesitaba pólvora, metralla y una buena mecha, y lo necesitaba pronto, porque antes o después me curaría de esta fiebre, eso lo sabía, y que entonces las aguas volverían a un viejo cauce estancado y estrecho, arrastrando despacio hasta la orilla una locura distinta, un veneno más ponzoñoso y fulminante, y una mañana me levantaría con buen cuerpo, mucho apetito, y el recuerdo de aquel repostero de madera labrada, tan bonito, que era de la abuela y siempre había estado en la casa de la sierra, y con las galletas del desayuno masticaría la idea de pintarlo de un azul especial, quizás añil manchado con esmalte sintético blanco, quedaría estupendo en el cuarto de Clara, me diría, y si se lo pido, mamá me lo regala, eso seguro, punto final, y luego un nuevo principio tan amarillento y pasado de moda como mi traje de novia, esa especie de túnica de princesa hippy con una goma debajo del pecho y encajes y puntillas por todas partes que mi hermana Natalia me había pedido prestada en Carnaval para disfrazarse de Yoko Ono, y yo no me merecía un final así, por eso apretaba los labios, y cerraba los ojos, y taponaba mis oídos con determinación para esquivar cualquier verdad que comprometiera el dulce estado de inconsciencia sentimental en el que nadaba como en un tibio lago de gelatina incolora, el milagro de ese diminuto alfiler suspendido en el firmamento del que colgábamos yo, con todo mi peso, y cualquier futuro posible, y me tranquilizaba diciendo que el momento de las decisiones importantes no había llegado aún mientras comía el loto narcótico de la obsesión, la flor perversa que logra que todo se olvide, y así lo olvidaba todo, todo menos que él me llamó amor mío, y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, porque me había llamado amor mío, y yo lo sabía.
Eso era lo único que yo quería saber.
Él, en cambio, ignoraba que con estas palabras me estaba dando el empujón definitivo que me llevaría rodando desde la cima más alta de un barranco hasta el fondo de un abismo que en aquella época ni siquiera yo alcanzaba a divisar.
–A ti no te digo nada, bonita, que ya sé que tú, estas cosas…
Se llamaba, pero sus íntimos le llamaban Bambi porque su primer novio le había dicho una vez, cuando aún no se había despojado de la piel ambigua de la adolescencia, que estaba enamorado de sus ojos de gacela asustada.
–Era guardia civil -al borde de los cincuenta seguía rizándose las pestañas y recordándole con nostalgia-, casado y todo, pero muy creativo, eso desde luego…
Bambi, porque jamás resistí la tentación de llamarle así pese a no formar parte de sus íntimos, era el jefe de la estafeta del grupo, un pequeño almacén situado en el sótano que funcionaba como una auténtica oficina de correos en miniatura. Toda la correspondencia de todos los despachos de todas las editoriales que tenían su sede en el edificio pasaba forzosamente por sus manos, pero eso no era mucho, ni siquiera contando con la mensajería propia que -renovarse o morir, decía él con pomposa convicción- acababa de empezar a funcionar, sobre todo porque la estafeta era el único departamento de la casa donde sobraba personal. Dos aprendices, nadie supo nunca muy bien de qué, atendían tras un mostrador, sin atreverse a traspasar, salvo en ocasiones excepcionales, la puerta del despachito situado al fondo, donde Bambi habría llegado a aburrirse, de puro ocioso, si no viviera entregado al gobierno de regiones mucho más tenebrosas que la propia de los precintos de plomo y las máquinas de franquear, porque en los cajones de su mesa, estas y otras herramientas de su oficio -cajas de clips y gomas de borrar, estadillos de control y pliegos de etiquetas autoadhesivas, lápices corrientes y otros ya muy raros, rojos por una punta y azules por la otra, ambas primorosamente afiladas-, convivían con tres o cuatro tarots de diferentes familias y diseños, una ouija plegable, una colección completa de santos de todos los cielos -desde una estampa de Teresita del Niño Jesús hasta una efigie en cera del san Simón guatemalteco, gran estrella de la santería centroamericana-, velas de muchos colores y tamaños distintos, y hasta una bola de cristal sobre una peana de madera pintada de negro.
–Yo es que me pirro por todo lo paranormal… -me confesó una vez, cuando me juzgó digna de confianza, como si de verdad creyera que yo no estaba al corriente de su exótico tinglado desde antes de que me lo presentaran.
Ya entonces, su reserva me pareció absurda, porque todo el mundo se refería al consultorio de la estafeta con la misma naturalidad con la que hablaba de la secretaria de contabilidad o del alicatado de los cuartos de baño y, de hecho, entre todos los misterios relacionados con su persona, el único que a mí me interesaba de verdad era precisamente ése, la sorprendente impunidad con la que se dedicaba al más allá mientras, cada fin de mes, seguía cobrando un sueldo estrictamente terrenal por un trabajo muy distinto. Con el tiempo averigüé que, entre sus visitantes más asiduos, se contaban no sólo el gerente del grupo -un señor muy alto, bastante gordo y casi completamente calvo, que trotaba por los pasillos secándose el sudor con un pañuelo blanco, complemento de una estampa nada espiritual-, sino también María Pilar, la mujer de Miguel Antúnez, una señora de su casa con inquietudes que venía a la editorial de vez en cuando solamente para ponerse en manos de Bambi. La protección de estos dos incondicionales había bastado por el momento para neutralizar la radical oposición de Fran, que le detestaba casi tanto como a su cuñada, porque nuestro oráculo particular también tenía intereses en el mundo y, en concreto, profesaba una devoción casi enfermiza por todas las casas reales de Europa y, de propina, por la de Japón, y cuando terminaba con la conjunción de los astros y las letanías para enamorar, empezaba con los matrimonios morganáticos y la limpieza de la sangre.
–Eso, como si no tuviéramos ya bastante con la ultratumba… -Fran le cortó en seco la única vez que intentó explicarle por qué el príncipe de Asturias no podía casarse con una plebeya, y Ana no dijo nada, pero se marchó detrás de ella.
Yo, que no soy más monárquica, decidí en cambio ser más comprensiva, y le aguanté el rollo de pie, al lado de la fotocopiadora, un gesto que sin embargo no mejoró mucho el concepto que tenía de mí desde que me preguntó por el zodiaco de mis hijos y no pude recordar si Ignacio era Sagitario o Capricornio, porque siempre me hago un lío con los dos signos. Ya, otra escéptica…, dijo solamente, pero esas tres palabras bastaron para confirmar un descrédito definitivo. A mí, sin embargo, él me parecía muy divertido, pero cuando se me ocurrió acompañar a Marisa a la estafeta, después de comer, no fue por simpatía, sino porque estaba fatal.
Mis días se sucedían entonces con el ritmo caprichoso, imprevisible, que convierte la vida de un condenado a muerte en un motor de dos velocidades, una rápida, capaz de empujar las horas hacia delante, tras la burlona liebre del indulto, y otra lentísima, pesada como un cielo de plomo y muy amarga, que se apodera de cada segundo para clavarlo en la única pared de la celda desde donde se contempla el patio de la cárcel, escenario de una ejecución inminente. Así, oscilando entre un final feliz y otro mucho más que triste -porque al fracaso de una historia de amor imaginaria debería sumar la vergüenza pasada y la por venir, y cuando me quedara sola conmigo misma, con mi marido, con mi casa, con mis hijos, el recuerdo de la enloquecida persecución de un hombre que huye camuflado en la piel transparente de un fantasma, resultaría mucho más difícil de sobrellevar, infinitamente más ridícula, que los accesos de calor que puedan haberse apoderado de mis mejillas en cada episodio concreto de este asedio-, pasaba mi vida, y mientras fingía trabajar o trabajaba de verdad, al preparar la comida o ver una película en la televisión, cuando jugaba con los niños o hacía la compra, me plegaba con destreza a la antigua rutina de un personaje que ya no era exactamente yo, porque en la zona más profunda de mi cerebro, el tiempo obedecía a una regla impasible, y se hacía veloz, y soportable, sólo si cada segundo no era eterno, y no había más pasado, ni más presente, ni más futuro, que un laberinto con dos salidas, el tesoro o la muerte, como en el más viejo y ruin de los acertijos.
Aquel día, desde que me levanté, y a esas horas aún era de noche, el desastre acechaba desde el fondo de todos los caminos. Era 3 de diciembre, exactamente un año después de emprender mi viaje a Suiza, pero no me alarmé, la efemérides no podía empeorar lo que ya era peor, y estaba acostumbrada a esa clase de días, sabía domarlos, aunque jamás lograría destripar el mecanismo de un fenómeno ligado a sus peores excesos, la misteriosa duplicidad que, precisamente entonces, yo misma distinguía en mí misma con mucha más nitidez que en los buenos momentos, cuando el indicio más insignificante dotaba a mi esperanza de alas tan poderosas como para elevarme sin dificultad sobre el vasto y sólido universa de la sensatez. Los Hombres X, mutantes voladores, anfibios, amorfos, inermes o invencibles, con láser en los ojos, garras de acero en los dedos, muelles en los pies o visión de larga distancia, me contaban cada tarde la historia de mi vida, mientras trataban de recuperar sin éxito la condición humana que habían perdido contra su voluntad. Porque en mi caso, como en el suyo, no se trataba de vivir dos vidas diferentes, que eso al fin y al cabo no es tan difícil, sino de vivir una sola vida desde dos naturalezas distintas, registrar cada acontecimiento en dos memorias separadas y simultáneas, duplicar una sola mirada que contempla un mundo único para interpretar después dos informaciones paralelas, aisladas entre sí, quizás contradictorias, la de los humanos que fueron, la de los mutantes que son. A veces me sentía como si algún espíritu parásito, arteramente cobijado en mi interior, hubiera decidido aflorar a la superficie para divertirse, poseyéndome sólo a ratos, o tal vez, porque ninguna pieza de aquel rompecabezas tenía sentido fuera de mí misma, como si una zona oscura y anterior de mi propia conciencia pudiera medrar a placer, y a traición, hasta convertirse en un ser completo, capaz de suplantar al que yo había creído encarnar hasta aquel instante. No encuentro otra manera de explicar lo que me ocurría, la tumultuosa coexistencia de una mujer que era, y otra que deliraba, en los concretos límites de mi propia persona, y la angustia que nos atenazaba a las dos por igual en días como aquél, cuando la que existía no tenía fuerzas para delirar y la otra había perdido ya cualquier esperanza de existir de verdad alguna vez. Por eso, porque habría sido capaz de cualquier cosa con tal de no volver sola a mi mesa a seguir asfixiándome por dentro, seguí a Marisa hasta la estafeta, pero en ningún momento pensé en llegar hasta el final, y no lo habría hecho si ella no hubiera tenido que pasar un momento por el despacho de Ramón a recoger la lista completa del pedido que acababa de llegar de California, del sitio ese al que se pasan la vida pidiendo programas.
–¿Qué tal, Rosa? – el chico más listo de la editorial, que seguía discretamente mis estados de ánimo desde que fue testigo de esa euforia que importé de Lucerna, me saludó con una sonrisa, mientras Marisa, a mi lado, subrayaba en un papel palabras incomprensibles.
–Regular -contesté, y me esforcé en sonreírle a mi vez.
–Ya -dijo, y ladeó la cabeza para dirigirme una mirada entornada, que daba miedo-. Se te nota en la cara, ¿sabes?, porque estás muy guapa, pero como con una especie de belleza… trágica.
–Me apostaría esas dos tetas que no tengo a que la Bodoni extrafina no ha llegado -Marisa, totalmente ausente hasta ese instante, me liberó de la obligación de decir algo-, y la Times completa…, habrá que ver, seguro que viene sin eñe, lo de las fuentes es un desastre. Bueno, luego vengo a contarte lo que hay, vámonos, Rosa…
Ella siguió parloteando sin parar y yo la seguí en silencio, resistiendo a duras penas la tentación de taparme la cara, esa bella tragedia, con las dos manos, y cuando Bambi, harto de no hacer nada, como casi siempre, la invitó a pasar a su despacho después de entregarle un paquete, yo fui detrás, y mientras sus dedos, con gestos calculadamente perezosos, iban colocando las cartas encima de la mesa, pensé por primera vez en mi vida, porque en algo tenía que pensar, que tal vez hubiera algo de verdad en todo aquello.
–Ésta es la Doncella de la Cornucopia… -forzando la voz hasta lograr un sorprendente susurro ronco, como si las palabras brotaran de algún recóndito reducto de su cuerpo que los demás no poseíamos, el encargado de la estafeta y legitimista borbónico que yo conocía se había transformado, sin mayor atrezo, en un profesional del destino, como los que se anuncian en las cadenas privadas a las tres de la mañana-, que indica cambios positivos en el aspecto económico…
–¿Y un novio? – Marisa, que nos había jurado cientos de veces que Bambi acertaba un montón de cosas, estaba tan relajada como si la estuvieran pintando las uñas-. ¿Un novio no me sale?
–Mira, niña, esto, o nos lo tomamos en serio o no…
–Perdón.
–Veamos… -en aquel momento, yo seguía ya la evolución de los naipes con mucho más afán que la interesada-. El Caballero Negro. Puede ser… Mmm… A ver… No, querida, no está nada claro lo del novio, porque la Rueda del Tiempo ha salido boca abajo, ¿ves?, pero esto, por otro lado, podría significar que, dentro de unos meses…
–¡Siempre me dices lo mismo, tío! – la risa que acompañó esta queja me indujo a sospechar que, en el fondo, Marisa se tomaba lo del tarot como un pasatiempo inofensivo-. Bueno, mírame la salud que de eso seguro que estoy estupendamente.
–Pues sí… -Bambi siguió adelante sin detenerse esta vez a captar las ironías de su cliente-. Fíjate, la Luna, la Encina… Tendrás una larga vida, y hay algo más. Aquí… -señaló una carta en la que aparecía una nave de reminiscencias vagamente vikingas-. El Barco. Esto anuncia un viaje, una aventura de la que puedes esperar cualquier cosa…
En ese instante, la cara de Marisa cambió, como si la última frase de Bambi hubiera activado un interruptor oculto y secretísimo, una palanca que pusiera en marcha un mecanismo automático de paralización, porque todos los músculos de su rostro se congelaran a la vez, y mientras sus ojos se agrandaban, tensando los párpados, sus mejillas llegaron a ahuecarse, como si su cabeza entera estuviera desecándose de asombro. El fenómeno no duró más de un par de segundos, pero el adivino celebró su intensidad con una carcajada de júbilo.
–He acertado, ¿no? – preguntó, regodeándose en su propio triunfo.
–Bueno -por algún motivo que no logré descifrar, Marisa, en cambio, decidió escamotearle esa satisfacción-, no creas… Ya veremos.
En la incómoda pausa que se abrió entonces fue cuando Bambi se dirigió a mí, dando por sentado que rechazaría tajantemente sus servicios, pero él no podía saber que yo tenía un mal día, que estaba a punto de estrellarme contra mí misma, que necesitaba como fuera, al precio que fuera, otra dosis de veneno para despegarme de la realidad, un par de alas nuevas para seguir flotando, un maquillaje eficaz para cubrir mi cara marcada, y por eso no titubeé al contradecir a quien creía saberlo todo.
–No -dije resueltamente-. Voy a probar. A ver, échame las cartas…
Mi decisión sacó bruscamente a Marisa de su alelamiento, y no asombró menos al inminente juez de mi destino, pero ambos callaron, y la ceremonia comenzó de nuevo. Bambi barajó, me dio a cortar, y levantó el primer naipe con todo el misterio del mundo en sus dedos, mientras me miraba igual que el Doctor X desde su silla de ruedas, con tanta intensidad como si pretendiera hipnotizarme, guardando silencio, para incrementar la expectación, hasta que la mesa estuvo cubierta de cartas.
–Ésta es la Dama del Lago -dijo luego, posando la yema del dedo índice sobre una figura de mujer cubierta con velos blancos que ocupaba el centro de una hilera-, que en este caso te representa a ti… Aquí aparece el Rey, una figura masculina muy sólida, muy importante. Puede señalar a tu marido.
–No -no quise añadir nada más, mientras mi corazón multiplicaba alarmantemente la frecuencia de sus latidos. Él me miró un instante, dejándome adivinar que se moría de curiosidad, pero acabó adoptando una indiferencia muy profesional.
–Bueno, en cualquier caso se trata de algo clave para ti, y tal vez no sea una persona, sino un objetivo, un propósito, un deseo muy fuerte… Si es un ser humano, es masculino, eso desde luego -hizo una pausa por si yo me animaba a aclarar algo, pero no dio resultado, y prosiguió en un tono cada vez más confidencial-. Está muy cerca, ¿ves?, en buena posición. Tú sabrás lo que significa eso, yo sólo puedo decirte que ese hombre, o esa meta, se cruza en tu destino, que de alguna forma va a intervenir en tu vida, y que, desde luego, está bien dispuesto, aunque para decírtelo todo, aquí… Mira -y señaló otra figura femenina situada exactamente al lado del Rey y vestida de un rojo llameante-, ésta es la Doncella de Fuego. Este naipe representa un obstáculo, y muy serio, para ti, en relación con lo que te decía antes, ese hombre o esa meta que tú persigues. Y con ella pasa lo mismo que con la otra carta. Si se trata de un ser humano, es una mujer. Si no, puede significar una dificultad de otro tipo, no sé…
En ese punto interrumpí su discurso con una vehemencia que no habría querido demostrar, pero mi estómago se retorcía ya, presa de una tensión insoportable, y amenazaba con trepar hasta mi garganta mientras cada fibra de cada uno de mis nervios se hacía notar dolorosamente y a la vez, y mi cerebro estaba bloqueado, mi razón había dejado de existir, a la fuerza tenía que haberse esfumado sin despedirse siquiera, porque no se me ocurrió pensar que todo lo que me había dicho y nada eran la misma cosa, que en la vida de cualquier persona hay algún hombre importante, y alguna mujer hostil, que todos acariciamos en sueños alguna meta improbable, desdeñando obstáculos que la vigilia revela como montañas coronadas de nubes ante los ojos de un niño descalzo, nada de esto pensé, tan indefensa me había quedado frente a mi propio deseo que estaba creyendo ya en el poder de media docena de cartones extravagantemente impresos y ni siquiera alcanzaba a sentir compasión por mí misma.
–¿Puedo vencerla? – fue exactamente lo que pregunté.
–¿Qué? – Bambi dio un respingo, pero su sorpresa tenía más que ver con la novedad de que me hubiera decidido a consultarle que con el sentido concreto de mi pregunta.
–Que si puedo derrotar a ese enemigo, si las cartas dicen quién ganará al final.
–Para contestarte, tengo que hacer una nueva consulta… -recogió todas las cartas de la mesa y barajó de nuevo, exagerando aún más la cadencia de sus movimientos, como si actuara para la adepta más ferviente, pensé para mí, sin reparar en que eso era exactamente lo que sucedía-. Veamos con qué armas podemos contar… Mmm… ¡Bravo! La Espada aparece a tu derecha, ¿lo ves?, y ésa es una gran ventaja. Pero tienes el Castillo enfrente, mala cosa… Sin embargo, la Fortuna está de tu parte, mírala. Yo diría que, desde luego, tienes más posibilidades de vencer que de salir derrotada…
Luego estuve a punto de preguntarle si estaba seguro de su diagnóstico, pero conseguí frenar mi lengua un segundo antes de que traicionara prácticamente todo lo que yo había sido hasta aquel momento. No logré, sin embargo, reprimir una sonrisa tan amplia que Marisa, en el umbral de su pecera, se sintió obligada a defenderme de mis propias ilusiones.
–Rosa -me llamó cuando yo ya le había dado la espalda para marcharme a mi despacho, y sólo cuando giré sobre mis talones, quiso seguir, mirándome a los ojos-. Ha-azme caso, por favor, n-no te tomes esto muy en serio…
Ana me hizo una advertencia parecida, pero eso fue muy al principio, cuando el olor de Nacho aún estaba fresco en mi memoria y el futuro todavía era futuro, una incógnita más a despejar, un escenario vacío donde ningún personaje fijo tenía un lugar asignado.
–¡Ay! – no había entrado del todo en el despacho de Fran cuando, al descubrirme allí, se llevó las dos manos a la cabeza y, mirándome, se quejó de esta manera.
–¿Pasa algo, Ana? – Fran, asustada por su irrupción, ya debía de estar calculando de qué país del mundo nos habíamos quedado sin fotos otra vez.
–Sí, pero no… Bueno… -y entonces me miró-, quiero decir que no pasa nada con la colección. Es que me acabo de acordar de que tengo una noticia para Rosa.
En aquel momento no podía prever que llegaría el día en que cualquier mínimo indicio de novedad me ahogara de impaciencia, y la verdad es que conservé la calma incluso cuando Ana, al salir de aquel despacho, me cogió del brazo para formular un pronóstico aún más alarmante.
–Me vas a matar…
–Pero ¿qué pasa? – pregunté, con una curiosidad aún pura, incontaminada de cualquier afán.
–Anoche, cuando llegué a casa, me encontré con un mensaje de Nacho Huertas en el contestador. Quería que le diera tu teléfono… -mi vanidad generó una intensa punzada de placer que, desde el centro, se expandió hasta la última esquina de mi cuerpo-, y al final, se me olvidó llamarle, tía, ¿te lo puedes creer? Claro, que tampoco puedes ni imaginarte siquiera la noche que me dieron entre todos. Mi madre se había peleado con mi padre, mi padre quería darme su versión, todos mis hermanos se habían pronunciado ante la crisis, y luego, por si esto fuera poco, mi hija llamó para pedirme dinero, mi ex marido para anunciarme no se qué ruina con Hacienda, y los de la lavadora para decir que no habían podido arreglármela porque mi asistenta se había largado de casa sin avisar un par de horas antes de lo que debía… Total, que se me quitaron de golpe las ganas de hablar con nadie. Y luego, el cretino del autor, que Fran te habrá contado ya… ¿no?
–¿Qué? – pregunté por pura cortesía, mientras la ansiedad empezaba a dejarse sentir.
–Lo del título del Atlas, que le parece fatal que lo hayamos cambiado, y ya no sabe si va a querer firmar la obra, porque las plataformas continentales no son precisamente humanas y lo único que él pide es un poco de rigor…
–¿Eso te dijo?
–A chillidos.
–Será gilipollas…
–Perdido, hija, pero eso es lo que hay. Te juro que si lo hubiera tenido delante le hubiese metido dos guantazos -y abofeteó al aire con el gesto de ofendida dignidad de un espadachín de película antigua- que se habría enterado él de una vez por todas de lo que es rigor… El caso es que al final no hablé con Nacho. ¿Quieres que lo llamemos ahora?
–¿Ahora? – en algún momento tenía que ponerme nerviosa, y ese momento por fin había llegado-. No sé… Pero… ¿Cómo?
–¿Pues cómo va a ser? Ven conmigo, anda…
Un instante después, sentada enfrente de Ana, llegué a maravillarme de la naturalidad con la que descolgó el teléfono, marcó un número que previamente había tenido que localizar en su agenda, y empezó a hablar con un hombre al que yo había visto más veces desnudo que vestido, no sólo como si lo conociera de toda la vida -lo cual, en definitiva, era casi cierto- sino, además, como si yo no estuviera delante.
–¿Nacho? Hola, soy Ana Hernández Peña, ¿cómo estás? – y aprovechó la pausa para sonreír y guiñarme un ojo-. Ya, claro, por eso te llamo. Es que anoche llegué a casa muy tarde, y ya no eran horas… Sí, las fotos estupendas, como casi siempre, ésa es la verdad, que da gusto trabajar contigo… ¿Qué? – su sonrisa creció tanto que pareció derramarse por las esquinas de sus labios, y mientras ponía los ojos en blanco, sacudió la mano libre en el aire con fingida violencia para darme a entender que lo que estaba escuchando era muy fuerte-. Sí, bueno, ella me ha contado que coincidisteis en Lucerna, creo, y que os lo pasasteis muy bien. Le has caído estupendamente, por lo visto… No, te juro que no. ¿A qué te refieres? – tapó el auricular del teléfono con una mano para exagerar aún más lo que a aquellas alturas era ya una colección completa de muecas-. Claro que somos amigas, pero las mujeres no somos como los hombres, ¿qué te has creído…? Pues nada, sólo me ha contado lo que te he dicho, que eres muy divertido, que se rió mucho contigo… ¿Hubo algo más? – en ese instante fui yo quien colocó las manos en un gesto de oración para rogarle que parara ya porque, a pesar de la exhibición, no acababa de fiarme de sus dotes de actriz, pero ella parecía divertirse tanto que, sin atender a mis súplicas, se adentró por su propia voluntad en terrenos cada vez más pantanosos, mintiendo siempre impecablemente-. Que no, en serio, dímelo tú… ¿Quién empezó? No, mira, eso sí que no, me da igual que no te lo creas… Que no, tío, que yo no voy mirándole el culo a mis amigas por los pasillos, ¿pero por quién me tomas…? Muy bien, tiene un cuerpo estupendo, ¿y qué más…? Es mucho más seductora de lo que parece a primera vista… ¿En serio? ¡Quién lo diría…! ¿Pero tú eres tonto, Nacho? ¿Cómo voy a contárselo a ella? ¿No te das cuenta de que yo lo que quiero es estar en medio para enterarme de todo? ¡Claro que soy una cotilla, ya ves, menuda novedad…! – entonces volvió a tapar el auricular, y me habló en un susurro, parece colgadísimo, dijo, no sé cómo lo has hecho, y yo por fin aflojé la válvula que había aspirado todo el aire de mi interior, las vísceras pegadas unas con otras, encajadas a presión en el espacio de un puño, y sentí con alivio cómo se aflojaban de repente, para recuperar enseguida la humedad, y su posición de siempre-. No, te juro que no me ha contado ni la mitad de lo que te imaginas, ni siquiera estaba segura de que os hubierais enrollado, así que… Sí, supongo que le gustas, o, mejor dicho, creo que le gustas mucho… Eso no lo sé exactamente, aunque tengo la misma impresión. Espera un momento, que me están llamando por otra línea, a ver… -tú le contarías que estabas casada, ¿no?, me preguntó, con un dedo encima de la tecla que mantenía provisionalmente cortada la comunicación, pero así y todo, yo contesté que sí con la cabeza para no correr ningún riesgo, y Ana siguió suponiendo correctamente en voz alta, y le dirías que las cosas no iban muy bien, que estás un poco harta, que ya no estás enamorada de Ignacio, y todo lo demás, ¿no?, yo volví a asentir y ella levantó el dedo-. ¿Nacho? Perdóname, pero es que tengo un follón… Sí, bueno, ella se casó hace la tira de años, claro que estos temas, ya sabes… No, hombre, supongo que la puedes llamar a casa sin ningún problema, su marido es un tío encantador, por cierto, nada caníbal, pero, de todas formas, ahora mismo Rosa está en la editorial, si quieres te la paso y le pides a ella el teléfono… ¿No? Bueno, pues yo te lo doy, apunta… Cinco, cuatro, tres, cinco, tres, dos, cuatro… Sí, claro que puedo pasarte con ella o, mejor dicho, puedo intentarlo hasta que dé con la tecla correcta, porque te juro que estos aparatos modernos me están volviendo loca…
Cuando a Ana se le ocurrió decir que podía pasarle conmigo para que me pidiera el teléfono directamente, me puse de pie con tanta rapidez como si acabara de darme cuenta de que llevaba un buen rato sentada sobre un círculo de brasas al rojo vivo, pero esa repentina agilidad me abandonó enseguida, dando paso a la no menos instantánea parálisis que mantenía mis pies clavados en el suelo y mi mente encadenada a la repetición de una sola pregunta sin respuesta, qué voy a hacer ahora, qué voy a hacer ahora, qué voy a hacer ahora…
–¿Qué pasa, que no quieres hablar con él? – la voz de Ana rompió el hechizo.
–Claro que quiero… -contesté, pero ni siquiera entonces me moví.
–¡Pues vete a tu despacho, joder, que se debe estar pensando que me he vuelto subnormal!
No puedo correr, decidí, así que iré andando, lo más deprisa que pueda pero andando, eso haré, me dije para darme ánimos mientras por fin lograba ponerme en marcha, y mientras avanzaba por el pasillo, aún llegué a oír la penúltima excusa.
–¿Nacho? Soy Ana otra vez. Espera un momento, que es que me había hecho un lío pero ahora creo que ya sé cómo se hace…
El teléfono atronaba desde el otro lado de la puerta, pero todavía me concedí tres timbrazos. Cuando descolgué, ya estaba sentada en mi silla y contemplaba un familiar paisaje de facturas, bandejas de diapositivas, galeradas corregidas y por corregir, juegos de fotolitos, y otros plácidos ingredientes de mi vida cotidiana, una especie de bodegón editorial que me tranquilizó lo suficiente como para imprimir a mi voz un desapasionado tono profesional.
–Rosa -afirmó él, reconociéndome sin dudar.
–Sí… -afirmé yo a mi vez, y decidí que no iba a estar a su altura-. ¿Quién eres?
–Soy Nacho Huertas… -entonó con cierta ironía-, no sé si te acordarás de mí, estuvimos juntos en Suiza hace quince…, no, unos veinte días.
–Claro que me acuerdo -admití, y fui sincera-. De hecho me acuerdo muy a menudo…
–Menos mal, porque tengo encima de la mesa un montón de fotos tuyas, y no hay nada que me moleste tanto como trabajar en vano.
–¡Qué bien! – dije para ganar tiempo, pero enseguida se me ocurrió por dónde seguir-. ¿Y son fotos mías porque aparezco yo en ellas, o son mías porque las has hecho para mí?
–Son tuyas por las dos cosas, aunque modestamente debo advertirte que yo también salgo en alguna.
–Mejor… -la risita satisfecha con la que celebró mi apostilla me animó a ir un poco más allá-. Así podré recordar más aspectos del viaje.
–Bueno, si eso te interesa, las fotos son lo de menos…
–No sé si me estoy imaginando bien lo que me quieres decir.
–Seguro que sí.
–¿No me das más datos?
–Todos -me eché a reír ante semejante rotundidad, y mi risa pareció gustarle-. Estoy dispuesto a darte todos los datos del mundo, pero antes tendrás que venir a recoger las fotos, de todas formas.
–¿Aunque sean lo de menos?
–Precisamente porque son lo de menos… -hizo una pausa e imprimió a su voz un acento más convencionalmente seductor-. Me gusta hacer las cosas en orden. Soy un hombre muy metódico, ya sabes…
–Muy bien -reí de nuevo-. Pues tú dirás…
–Llámame el jueves por la mañana -estábamos a martes, no podré olvidarlo nunca-, y te invitaré formalmente a tomar una copa por la tarde. El teléfono de mi estudio ya lo tienes, ¿verdad?
–Sabes perfectamente que no.
–¡Uy, no caigas en la tentación de sobrevalorarme! – protestó-. Yo casi nunca sé nada de nada.
Entonces me dio el número, y nos despedimos como lo harían dos viejos amantes, sin palabras de más, ni de menos, en un tono cálido, risueño, nada solemne, que parecía descartar por sí mismo cualquier contratiempo, pero no pude apreciar entonces ninguno de estos matices porque, antes de que me diera tiempo a colgar, Ana estaba ya en la puerta exigiendo novedades.
–Ya está -resumí, con una sonrisa que no me cabía en la boca-. Hemos quedado pasado mañana.
–¿Sí? ¡Qué envidia, tía!
–¡Anda ya!
–Que sí, de verdad… -suspiró-. Un rollo primaveral en pleno invierno siempre es una cosa estupenda -entonces se detuvo un instante para mirarme de reojo-, si lo aguantas, claro está.
–¿A qué te refieres con lo de aguantar?
–No lo sé, Rosa, pero antes, cuando te has ido, me he quedado pensando y, la verdad… -parecía repentinamente preocupada por algo, pero yo no alcanzaba a imaginar la razón-. A lo mejor me he pasado, ¿no? Al fin y al cabo, tú estás casada, tienes dos hijos, yo qué sé… Debe ser que llevo tantos años viviendo sola que me cuesta trabajo ver las cosas de otra manera, pero no me gustaría que pensaras que disfruto metiendo en líos a los demás, porque no es eso, yo solo…
–¡Ana, por favor! – la miré a los ojos para subrayar el encendido asombro de mi protesta-. ¿Cómo puedes pensar así de mí? No necesito que me des ninguna explicación. Ya soy mayorcita, ¿sabes? Si no me apeteciera volver a ver a Nacho no te hubiese dejado llamarle por teléfono, y todo lo demás es asunto mío. Él está separado, así que…
–¿Separado? – ahora era ella la sorprendida-. ¿En serio? No me había enterado.
Hasta aquel momento aún no había juzgado necesario pararme a pensar en serio sobre el papel que mejor le sentaría a Nacho Huertas en el reparto de mi vida, y sin embargo, las palabras de Ana actuaron como un disolvente capaz de abrir un agujero en el suelo, justo debajo de mis pies.
–Bueno -continué, apretando firmemente los tacones contra la moqueta-, por lo menos, eso fue lo que me dijo él.
–Ya -dijo solamente-, puede ser…
No quiso añadir nada más y yo me atreví a terminar la frase por ella.
–Pero tú no te lo crees, ¿verdad?
–Pues… Sinceramente, Rosa -me miró de tal forma que a partir de entonces podría haberse ahorrado el cuidado con el que escogía cada palabra-, me imagino que ya te habrás dado cuenta de qué tipo de hombre es Nacho. Muy listo, muy guapo, muy divertido, muy mujeriego… Para tener una aventura tonta, así, sin consecuencias, pues… no hay un tío mejor, eso desde luego. Y en un momento dado supongo que sería capaz de decirte cualquier cosa, pero no creo que te convenga tomártelo muy en serio…
Aunque en teoría yo misma estaba de acuerdo en aquella inconveniencia, la verdad es que la última observación de Ana no me sentó demasiado bien, pero ni su previsible escepticismo ni mi sorprendente reacción llegaron a interesarme más allá de un par de minutos, porque cuarenta y ocho horas son muy pocas cuando se pretende rozar la perfección, y yo, después de haber fantaseado durante tanto tiempo con el perfil ideal de un amante imaginario, no estaba dispuesta ahora a conformarme con menos. Pero la vida, o el azar, o el destino, perpetuos recursos contra la arbitraria incertidumbre de cada día entre los que algunos se empeñan en incluir a Dios, se resisten a jugar limpio, y a veces urden trampas más complejas, pegajosos encajes de hilos invisibles, abismos camuflados en los huecos de los ascensores, esperanzas que se desvanecen al simple contacto con el aire contaminado de las ciudades modernas, y así, ni el martes, mientras me encerraba en mi dormitorio para escoger la ropa que mejor me sentaba, ni el miércoles, mientras iba a la peluquería y me pintaba las uñas a la francesa, ni el jueves, mientras saltaba de la cama media hora antes para arreglarme, por si no me daba tiempo a volver a casa después del trabajo, quise distraer un solo minuto para meditar sobre las consecuencias de lo que estaba a punto de ocurrir, y sin embargo, la voz de Nacho Huertas en el contestador automático, a las once de la mañana del día acordado, inauguró precisamente el tiempo de pensar.
Cuando colgué el teléfono, después de haber dejado un mensaje tan largo, tan torpe e inconexo como me consintió el propio aparato antes de pitar, me dije a mí misma que no había ningún motivo para alarmarse. Habrá salido un momento a la calle, me expliqué, echando mano de toda la capacidad de convicción que pude reunir, a comprar el periódico, o a lo mejor todavía no ha llegado, porque tenía que ir antes a otro sitio, o… Acepté de buena fe mis propias explicaciones y me propuse esperar una hora entera antes de intentarlo de nuevo, algo así como esconder una carta en la manga mientras se hace un solitario, porque en realidad no buscaba serenarme, sino concederle un margen más que suficiente para que devolviera mi llamada. A las doce, sin embargo, ni me había llamado él, ni me había llamado nadie, un insólito prodigio que me animó a sospechar que nuestra sofisticada centralita automática se habría estropeado o que las líneas estarían sobrecargadas, pero no tuve suerte, porque conecté a la primera con el mostrador de recepción, y allí fui implacablemente informada de que los teléfonos funcionaban tan bien como siempre. Cinco minutos, decidí entonces, cinco minutos más, y vuelvo a llamar. Todavía no había expirado el tercero cuando el eco del primer timbrazo comunicó de golpe todos los compartimentos de mi corazón, que amenazaba seriamente con reventar mientras yo contaba tres pitidos por pura superstición. El fenómeno cesó tan repentinamente como había nacido, porque al otro lado me tropecé con Néstor Paniagua, buenísima persona pero pesadísimo corrector de pruebas que no había encontrado mejor momento para consultarme una lista de, por lo menos, tres docenas de dudas. Me lo quité de encima como pude y, sin llegar a colgar del todo, marqué de nuevo un número que ya me sabía de memoria, diciéndome que, al fin y al cabo, mucha gente no escucha los mensajes del contestador inmediatamente, y que a mí misma, por ejemplo, me da mucha pereza. El segundo mensaje fue más breve que el primero, aunque agoté igualmente el fragmento de cinta que tenía asignado, esperando en silencio ya no sabía muy bien qué. Eran las doce y veinticinco y aún resistía, aunque los voluntariosos argumentos que oponía a la realidad para justificar a Nacho ante mí misma alternaban ya, peligrosamente, con ciertos indicios de lo que podría desembocar en un derrumbamiento completo. Entonces, el teléfono resucitó de repente, y atendí tres llamadas seguidas, la primera del encargado de una fotomecánica a la que no había llegado todavía el mensajero que les había enviado a las nueve de la mañana, la segunda de un redactor que quería saber qué criterio utilizábamos para traducir los nombres comunes asociados a los propios de los accidentes geográficos -valle del Roncal, por ejemplo, me dijo, ¿cómo escribís la palabra «valle», con mayúscula o con minúscula?– y la tercera de Fran, convocándome a su despacho para discutir la previsión del cuarto tomo, en el que empezábamos a acumular un retraso ligeramente preocupante. Permanecí un par de minutos sentada en la silla, sin mover un músculo, conjurando aquel silencio que estaba volviéndome loca, y aunque triunfé sobre mí misma al levantarme sin tocar siquiera el auricular, no logré pasar al lado de Adela -la secretaria que comparto con Ana-, sin rogarle que contestara a mi teléfono, para explicarle después, con muchos más detalles de los imprescindibles, que estaba esperando una llamada muy importante de un fotógrafo llamado Nacho Huertas, y que debería pasarme inmediatamente esa llamada, pero sólo ésa, al despacho de Fran. Allí, sin embargo, no llegó a interrumpirnos ruido alguno. Mi jefa me preguntó un par de veces si me ocurría algo, y cuando, después de negar por segunda vez, me vi obligada a indagar en los motivos de su curiosidad, me dijo que desde hacía un rato tenía la impresión de estar hablando sola. Salí del paso contándole que no había dormido muy bien la noche anterior, lo cual era rigurosamente cierto, y entonces miró el reloj, me anunció que eran ya las dos y media, y decidió que lo que más nos convenía era irnos a comer para seguir por la tarde. Agradecí la interrupción, porque mi cabeza parecía ya una olla exprés a punto de reventar, y me fui corriendo a mi despacho con el pretexto de coger un tíquet con el que pagarme la comida, aunque ella me había ofrecido uno de los suyos. Adela no me dijo más que lo que ya sabía, no me había llamado nadie pero, esta vez sin pensarlo siquiera, llamé al estudio de Nacho por tercera vez, y por tercera vez me estrellé con el silencio mecánico de su contestador, al que opuse esta vez un tono despreocupado y amable, como si antes no hubiera marcado nunca aquel número. Esta especie de improvisada, alegre confianza, duró lo mismo que la comida, en la que hablé por los codos y celebré cada chiste durante un par de segundos más de lo que su calidad merecía, mientras me reprochaba por dentro mi ridícula impaciencia, advirtiéndome que Nacho había quedado conmigo por la tarde, por la tarde y no por la mañana, y que por tanto, no había pasado nada todavía. Cuando volví a mi despacho, después de la reunión con Fran, Adela se me adelantó para informarme de que no había llamado ningún fotógrafo. A las cuatro y media dejé un mensaje seco, y no ocurrió nada. A las cinco y media volví a llamar, pero no llegué a despegar los labios. A las seis termina mi horario laboral. Permanecí inmóvil, como soldada a la silla, todavía media hora más, antes de advertirme que aquella llamada sería la última, y sin embargo, al llegar a casa, a las siete y cuarto, aún lo intenté otra vez, a la desesperada. Luego me desmoroné sobre el respaldo del sillón y cerré los ojos.
Intentaba sentir lo que siente una piedra, o un alga marina, o una diminuta oruga ciega con muchas patas, no aspiraba a más que eso porque sabía que cualquier otra cosa sería peor, y sin embargo, la tarde se me complicó tanto como se le pueda complicar a un ser humano.
–¡Qué guapa estás, mami! – Mi hijo Ignacio me miraba con la boca abierta desde el centro del salón-. Pareces una de esas chicas que salen en la tele…
Llevaba un vestido morado de terciopelo elástico, muy corto y muy ceñido, encima de uno de esos bodys sencillamente milagrosos que comprimen las caderas sin dejar marca, un artificio modesto pero eficaz, incentivado por el diseño de unos pantis de licra modelo una-talla-menos y la considerable altura de los tacones de mis mejores zapatos de piel negra. Mi melena aún se plegaba, con milimétrica obediencia, al severísimo plan que le había sido impuesto veinticuatro horas antes por el cepillo de mi peluquera, y la hilera de perlas y amatistas que se alternaban, falsas todas ellas por igual, alrededor de mi garganta desnuda, resplandecían sobre el amplio escote de barco con la misma avidez que me había deslumbrado aquella misma mañana. Suponiendo que mi maquillaje estaba mucho menos maltrecho que mi alma, tendí los brazos hacia mi hijo sin decir nada, y él, poco propenso ya a mis ofensivas de besos y abrazos, se lo pensó un momento antes de tomar impulso para venir a estrellarse alegremente contra mi cuerpo, pero su paciencia se agotó mucho antes de lo que yo pretendía. Zafándose con un par de gestos expertos de la no menos experta llave con la que le mantenía inmovilizado, su cabeza encajada en la curva de mi cuello, se revolvió sobre el estrecho margen de mi falda y me miró con asombro.
–Estás llorando, mamá… -dijo, en su acento la fría curiosidad que habría empleado para anunciar que la cola de la lagartija a la que acababa de partir en dos seguía moviéndose sola, y luego, como siempre, preguntó-, ¿por qué?
–Porque te quiero -contesté, con una voz húmeda y viscosa que apenas podía reconocer.
–Pero eso no es de llorar… -protestó.
–A veces sí -insistí, y él se detuvo a reflexionar antes de asentir con la cabeza.
–Vale.
Entonces se levantó y se fue.
Yo me quedé pensando si existirían palabras para explicar a un niño de nueve años que, a pesar de lo que me enseñaron cuando tenía su edad, ni todos los hombres son iguales, ni todos van siempre detrás de lo mismo, y que yo lo sabía bien porque uno de ellos me acababa de rechazar precisamente ese día en que estaba tan guapa como una de esas chicas que salen en la tele.
Quizás los humildes ingredientes de aquel tosco razonamiento de urgencia puedan explicar mejor lo que sucedió que los propios hechos, porque el golpe más duro, el matiz más difícil de aceptar en toda la caótica trayectoria que Nacho Huertas llegó a proyectar en mi vida fue precisamente ése, la naturaleza ilógica, imprevisible, de su rechazo, una clave capaz de sostenerme con idéntico vigor en la obsesión y en el desconcierto, una copa más amarga que la hiel que llegó a contener nunca, porque en su fondo todavía sedimentan los posos de todos los fracasos que lograron hundirme antes.
Y sé bien que no hay excusa que valga, pero también estoy casi segura de que nadie, en mis circunstancias -género, edad, nacionalidad, y la moraleja de los cuentos que me contaron de pequeña-, habría encontrado la manera de encajar sin daño un desprecio semejante, sobre todo porque entonces, cuando Nacho se encarnó por primera vez en su propia ausencia grabada en la cinta del contestador, yo sólo pensaba en él como en el hombre que había querido ser en Suiza, un amante ocasional, un figurante oportuno, un recurso eficaz contra el implacable proceso de solidificación de la capa de aburrimiento que barnizaba mi vida, y tal vez, si aquel jueves hubiera contestado al teléfono, todo se habría quedado en eso, y eso en nada, porque no existe riesgo más mortal para un deseo que su ejecución inmediata, un axioma tan reversible como una gabardina de buena calidad, porque no existe incentivo mayor para un deseo que su inmediata frustración, ni frustración mayor que aquella cuyos motivos no se comprenden. Si se tratara de amor, todo habría sido distinto pero, al cabo, aquello sólo era sexo, y al rechazarme, Nacho no había rechazado otra cosa que mi cuerpo o, definiendo con mayor precisión, eso que ningún hombre rechaza jamás, un polvo fácil. Paradójicamente, eso era lo peor, porque algo más que estupor, un sonrojo emparentado con la vergüenza estricta, primaria, de las adolescentes que asisten a una fiesta para permanecer durante horas sentadas en la misma silla sin que nadie las saque a bailar, se sumaba a la decepción para provocar un abatimiento completo. Y había más. Nunca me había sentido tan poca cosa, pero mi propia nimiedad palidecía ante una novedad más cruel. Supongo que a todo el mundo le pasa, antes o después, y que deben de existir miles de razones capaces de sustentar un descubrimiento tan atroz, pero yo le debo, además, a Nacho Huertas el primer indicio de mi propia vejez, porque es difícil recordar que los jóvenes también sufren por despecho cuando te rechazan al borde de los treinta y cinco aunque te gastes la mitad de tu sueldo en cremas. Y quizás esto no hable muy bien de mí, pero lo cierto es que enterré a la irresistible cantante pop que fui una vez con un dolor inmenso, una aterradora sensación de vacío. Después, me propuse despedir bruscamente cualquier duelo, y comencé a reconstruir mis pedazos con el poco amor que me quedaba hacia mí misma y toda la paciencia que me pude imponer. Lo habría conseguido antes de lo que esperaba si una mañana cualquiera, más de tres meses después de aquel primer fracaso, cuando ya había logrado extirpar el eco de su voz de mi cabeza -esa docena escasa de palabras grabadas que resonaron como una maldición entre mis sienes durante muchas semanas-, no hubiera recibido un sobre acolchado de papel marrón, sin ningún remite, mi nombre escrito con letras de molde bajo una pegatina impresa en dos colores -fotografías ¡no doblar!-, entre la correspondencia que Adela posó sobre mi mesa con la indiferencia de todos los días.
Más tarde, cuando empecé a perseguir los esquivos favores del destino, cortejando una realidad no sólo más amable, sino también más coherente consigo misma que el intrincado laberinto que dibujaban mis días, intenté convencerme muchas veces de que aquel sobre había sido la primera señal, la advertencia más temprana, porque no tenía remite, ningún detalle especial, y sin embargo, y a pesar de que recibo envíos de fotógrafos todos los días, mi corazón pareció reconocerlo, tan desenfrenadamente rompió a latir dentro de mi pecho, y mis dedos quisieron abrirlo antes que ninguna otra carta para sostener después mi propia sonrisa congelada, una mirada tan luminosa como el recuerdo del mejor verano ante la estampa convencionalmente invernal de una hilera de casitas de cuento. Seguí adelante para encontrarme de nuevo en una plaza, y después junto al pretil de un puente, el lago al fondo, y sentada a la mesa de un café, al lado de la ventana y, por fin, con él, delante de la puerta de un teatro, apoyados en una estatua, en un parque. Recordaba a los improvisados autores de casi todas aquellas fotos, el botones del hotel, un camarero de uno de los bares de la plaza principal de la ciudad, un turista italiano que nos encontramos por casualidad, iba reconociendo cada imagen, calculando el día en que fue tomada, la hora y la intensidad del frío que había soportado en cada pose cuando, de repente, justo detrás del retrato más inocente, un soleado primer plano de mi cabeza recortándose en el fondo de un cielo inesperadamente azul, contemplé una fotografía tan asombrosa que el mazo entero se me cayó de las manos, desparramándose sobre mi falda. En una penumbra tan equilibrada como si fuera obra de una minuciosa iluminación de estudio, una mujer desnuda dormía boca abajo en una cama deshecha. Este último detalle me hizo dudar, porque yo soy incapaz de adormecerme siquiera con el vientre al descubierto y siempre, hasta en las más irrespirables noches de agosto, me las arreglo para taparme a medias con una sábana, pero él debía de haberme despojado de ella con dedos sigilosos, porque en la segunda foto de la serie, un plano mucho más corto, reconocí mi rostro sin ninguna duda. En la tercera, la cámara estaba situada exactamente a mis espaldas, y sólo se distinguía una melena revuelta en el extremo de un cuerpo mucho más hermoso que el que yo habría jurado poseer. Tal vez por eso, o por la oscura emoción que crecía como un sabor repentino y dulcísimo dentro de mi garganta, mis labios empezaron a temblar, y una lágrima densa y redonda se detuvo un instante entre las pestañas de mi ojo derecho. Su rastro ya se había secado cuando encontré una nota autoadhesiva escrita a mano sobre la última foto del paquete, un puro anuncio de Kodak, Nacho y yo riéndonos juntos al lado de un puesto de flores donde tuvimos que comprar un ramo de dalias enanas para convencer a la florista, una mujer extrañamente sombría, muy antipática, de que pulsara el botón de la cámara. Me alegro de que hayas llegado hasta aquí, leí, tengo muchas ganas de verte, llámame, y debajo su nombre de pila sin rúbrica alguna, Nacho.
Aquella vez sí contestó al teléfono, y aunque yo ya había decidido ahorrarme la aplazada humillación de pedirle explicaciones, insistió en justificar su primera espantada con la más elaborada de las disculpas, un encargo repentino, un larguísimo viaje, nervios de último momento, siempre había tenido intención de avisarme pero lo había ido dejando para el final y justo entonces se le olvidó, para volver a acordarse de mí sólo a bordo de un Jumbo que volaba a Ecuador vía Miami. Luego, me dio vergüenza llamarte, dijo por fin, en un tono tan aparentemente sincero, tan desprovisto de cualquier artificio, que disolvió todos mis buenos propósitos, el cansancio que sentí ante la posibilidad de empezar de nuevo una historia que ya había dado por enterrada, la disciplina con la que acepté el plazo de tres días que me había impuesto antes de marcar de nuevo aquel número odioso, la infinita cautela con la que volví a pronunciar su nombre, todo se deshizo en un momento, y es cierto que ya no me esforcé por parecerle irresistible, que acudí a la cita con la ropa corriente de un día de trabajo y una simple raya negra en los ojos, que mientras empujaba la puerta del bar en el que habíamos quedado sentía sobre mis hombros el abrumador peso de una experiencia que aún no había empezado a padecer del todo, como si llevara toda la vida esperándole en vano, registrando sus ausencias con la ociosa caligrafía inglesa de una señorita soltera de otros tiempos, pero él estaba allí, estaba allí, y me llevaba la ventaja de una serenidad no fingida.
Cuando llegué a su lado no supe muy bien qué hacer, cómo saludarle, pero él se acercó y me besó en los labios con mucha naturalidad, ejecutando limpiamente la primera escena de un guión bien aprendido, quizás hasta rutinario, pero al hacerlo, me permitió recuperar su olor, y ese detalle fue para mí un gesto más valioso que cualquier saludo. Luego, mientras me contaba episodios de su viaje a Ecuador con el acento despreocupado, divertido de puro frívolo, que ya conocía, me dediqué a mirarle despacio, anotando los rasgos de su rostro que mejor habían esquivado a mi memoria, y apenas hablé para reírle las gracias o comentar sus afirmaciones con monosílabos, absorta en la tarea de demostrarme cuánto me gustaba, hasta qué punto justificaba cualquier dosis de inquietud, cómo merecía la pena haber esperado tanto para escuchar aquella pregunta que atenuó de golpe la iluminación del bar, y nos acercó más aunque permaneciéramos a la misma distancia que antes, y penetró en mis oídos como la promesa de un final jubiloso e inminente.
–¿Te gustaron las fotos? – preguntó primero, como un inevitable e inocente preámbulo.
–Sí -contesté, presintiendo con certeza la etapa sucesiva-. Mucho.
–¿Todas las fotos? – insistió, y yo me eché a reír como se ríen los niños pequeños, y mi cuerpo entero pareció ablandarse, encogerse, sucumbir al peso imaginario de mi risa.
–Sobre todo ésas -admití, y él debió de juzgar que ya no hacía falta esperar más, pero aún añadió algo antes de abalanzarse sobre mí con el bendito afán de devorarme.
–Cuánto me alegro… -llegué a escuchar antes de dejar de oír nada, de ver nada, de saber nada, sus manos desmenuzando mi razón, sus labios bebiéndose mi conciencia, su lengua colonizando la inmensa cavidad que era mi cuerpo, sus sentidos absorbiendo los míos hasta que no quedó nada en mí que fuera yo, excepto el impulso que había decretado esa implacable rendición masiva.
Cuando salimos de aquel bar, me aturdió la belleza de una calle vulgar. Cuando llegamos a aquel portal, me asombró la brevedad de un paseo tan largo. Cuando encendió la luz de su estudio, me admiré de la amplitud de treinta metros escasos. Cuando me condujo hasta la cama disimulada detrás de medio tabique, me deslumbró la intimidad lograda en un hueco tan pequeño. Cuando sus dedos se posaron sobre mi piel desnuda, me maravillé de que se dirigieran a mis pechos sin dudar. Cuando me penetró, me estremecí sólo porque él hubiera decidido hacerlo. Cuando me dio la vuelta, le pedí que no fuera impaciente, y él me contestó, no soy impaciente, amor mío.
Luego me recosté sobre su cuerpo y me advertí a mí misma que cada segundo de aquella noche sería el más hondo y afortunado de mi vida, y que debía fijarlo escrupulosamente en mi memoria para poder recuperarlo después. Todavía ignoraba hasta qué punto esa tarea gozosa llegaría a pesarme como la maldición que gobernaría sin piedad días y noches, semanas y meses, años enteros de mi vida perdidos en la obsesiva reconstrucción de una misma e infinita secuencia, la repetición monótona, tenaz, de cada movimiento que hicimos, cada palabra que dijimos, cada gesto, por nimio que fuera, que cada uno de nosotros pudiera haber llegado a esbozar en cada instante concreto, mi imaginación convertida en el burro ciego que mueve agónicamente la rueda de una enorme noria, encadenada por mi voluntad más propia y más ajena a la tarea de rastrear sin pausa en cualquier parte, una grieta, un signo, una palabra o un símbolo capaz de explicarme lo que pasó después. Pero cuando me despedí de Nacho estaba segura de haber llegado a alguna parte, y jamás habría sospechado que una vez llegaría a sorprenderme la luz tenue, casi mortecina, que alumbra en mi memoria aquella noche que iba a ser la única noche, aquellas horas que iban a ser las últimas horas y ahora en cambio resultan una especie de versión descolorida del radiante recuerdo de los días de Lucerna, días que resplandecen aún con el brillo de las estrellas recién nacidas cuando tengo la debilidad de evocarlos.
No lo podía saber cuando cogí aquel taxi que me llevó a casa. El conductor llevaba la radio encendida, iba escuchando uno de esos pintorescos programas de madrugada en los que la gente llama por teléfono para contar su vida, lo primero que se les pasa por la cabeza o todo lo contrario, y yo no podía pensar en otra cosa que en la historia que acababa de contarme. No lo podía saber cuando entré en casa de puntillas, y me desnudé sin hacer ruido, mirando cada objeto, cada mueble, como si fuera la última vez que lo contemplaba. No lo podía saber cuando me metí en la cama sonriendo, y oí los ronquidos de Ignacio sin escucharlos, y recordé como algo muy lejano mi propia, previa desesperación de tantas noches de insomnio en la compañía de aquel estruendo arrítmico, polifónico, más digno de La Cosa que de aquel extraño que roncaba, un hombre del que lo sabía todo, desde la marca de sus calcetines favoritos hasta el segundo apellido de sus abuelas, y al que sin embargo ya no reconocía, como si estuviera roncando a mi lado por puro azar.
No podía saber a qué horrible especie de soledad me encaminaba, porque Nacho me había llamado amor mío, y eso era lo único que yo quería saber.