Ana

Al escuchar el timbre de la puerta, eché un último vistazo a mi alrededor y me convencí de que, definitivamente, los mapas que había abierto a medias para distribuirlos después sobre la mesa con la vulgar intención de sugerir un espontáneo, trabajado desorden, parecían un mal ensayo de bodegón de una mala estudiante de decoración. Enrollé cuatro o cinco a toda prisa hasta que el timbre sonó de nuevo y fui a abrir por fin, resignada a aceptar los signos del caos que parecía cernirse sobre una cita que no tenía nada de especial, por más que yo estuviera tan nerviosa como para sentir la necesidad de repetírmelo a cada paso.

Vestirme había resultado una tarea tan ardua como disponer los mapas, o hasta peor. Nadie que me hubiera visto con unos vaqueros y una blusa amarilla de verano, sin mangas, discreta concesión al sol de mayo que todavía calentaba cuando salí de la editorial, habría podido calcular la cantidad de ropa que había llegado a amontonarse sobre la colcha de mi cama una hora antes de que me decidiera por un atuendo tan vulgar, pero la verdad es que hacía mucho tiempo que no me apetecía ponerme un vestido ceñido, una falda corta o un body escotado, y no renuncié al pequeño placer de mirarme en el espejo, lista para seducir, aun sabiendo que nada resultaría tan ridículo como reunirme a las ocho de la tarde de un día laborable con un autor vestida para una cacería, y que cuanto más arriba me dejara llevar por mi imaginación, más me dolerían los huesos después del batacazo. Como una mínima e higiénica precaución, me había propuesto adoptar todas las medidas posibles para encubrir hasta el menor indicio del estado en el que me encontraba, una especie de reliquia arqueológica que tomó por asalto mi propio organismo y, lo que fue peor, mi entumecida memoria, que no acertó a rescatar, de puro antiguas, las huellas más recientes de un hormigueo semejante. Esto va a acabar mal, me advertía a cada paso, retocando el decorado que debería convencer a mi invitado de que me había pillado trabajando, pero que muy mal, repetía mientras me pintaba, mientras me miraba en el espejo, y me limpiaba la cara, y volvía a pintarme más discretamente, y sin embargo, cuando por fin lo tuve delante, sus ojos huyeron de mi rostro a tal velocidad que me dije que podía haberme ahorrado todo el trabajo. Tardé un par de segundos en comprender que el gran cuadro colgado a mis espaldas había secuestrado instantáneamente su atención.

–¿Es un retrato tuyo? – preguntó, contemplando el violento conjunto de brochazos de colores vivos sobre el que un grueso trazo negro demarcaba la silueta de la más legítima descendiente directa de la Venus de Willendorf.

–Sí -admití a mi pesar, preguntándome una vez más si Félix, que abominaba furiosamente en público del hiperrealismo, habría pretendido machacarme para siempre coronando aquella montaña de carne desparramada con una reproducción casi fotográfica de mi rostro, o si, como él decía, sucumbiendo a un instante de íntima y brutal desolación, yo nunca había sido capaz de captar el espíritu alegórico del cuadro-. ¿Te gusta?

–Bueno… -frunció los labios en un torpísimo gesto de indecisión del que decidí rescatarle antes de que empezara a ponerse colorado.

–No, en serio… Dime la verdad.

Me miró un momento y sonrió, al comprobar que yo había sonreído primero.

–La verdad es que no me gusta nada.

–Me alegro… -y mi sonrisa desembocó en una risa breve-. Es de mi ex marido.

–¡Joder! – Él rió con más fuerza-. No me extraña que sea ex…

Mientras le rogaba que se sentara, y averiguaba lo que le apetecía tomar, y me iba a buscar un par de cervezas a la nevera, me pregunté por qué no me había atrevido a descolgar nunca aquel cuadro horrible, por qué cargaba con él como si fuera una especie de maldición indisoluble incluso ahora, cuando Amanda ya no necesitaba vivir entre recuerdos de su padre porque disfrutaba a diario del irreemplazable original, y mientras recorría el pasillo en sentido inverso con una bandeja entre las manos, me propuse incluso quitarlo de la pared aquella misma noche, ahorrarme para el resto de mi vida esa pequeña tortura a la que jamás había llegado a acostumbrarme, el instante de repeluzno que me asaltaba al contemplarme así, tan horrorosa, cada vez que ponía un pie en mi propia casa. Creo que eso fue lo último que pensé con serenidad en muchas horas.

Cuando volví al salón, él no estaba de pie, estudiando los mapas, como había previsto, sino sentado en el mismo sillón en el que lo dejé, mirándolo todo con mucha atención, interpretando tal vez la realidad, mi realidad, recordé, como si fuera un paisaje más. Desde la primera vez que le vi, e incluso después de su acceso de cólera telefónica, demasiado violento para ser habitual, me había parecido un hombre muy tranquilo, y no sólo por sus gestos lentos, reposados, sino por una extraña cualidad, relacionada tal vez con su capacidad para comprender lo que le rodeaba, que le permitía integrarse casi instantáneamente en cualquier lugar, como si fuera uno de esos animales miméticos que pueden cambiar a voluntad de forma y de color. Por eso estaba ahí, más recostado que erguido, con las piernas cruzadas de esa enrevesada manera típicamente masculina, el tobillo izquierdo encabalgado sobre la rodilla derecha, dejando caer la ceniza de su cigarrillo sobre el cenicero que tenía más a mano, relajado y divertido, con tanta naturalidad como si llevara toda la vida viviendo en mi casa, sentándose en aquel sillón, ensuciando aquel cenicero.

–¿Se cotiza mucho? – me preguntó, señalando otro enorme cuadro de Félix que tenía delante.

–Bastante, no creas… Si expusiera ahora mismo, los grandes podrían costar más de un millón.

–Pues tienes un capital aquí mismo.

–Ya, pero son la herencia de mi hija.

–Claro, claro… -dijo, como arrepintiéndose de haber sido demasiado sincero, y entonces, no sé muy bien por qué, menos por proteger a Félix que por defenderme a mí misma, que al fin y al cabo me había casado con él, le revelé que, al fin y al cabo los dos tenían un punto, aunque sólo fuera uno, en común.

–Él también fue profesor, ¿sabes? – me senté en un taburete, frente a él, y encendí uno de mis cigarrillos-. Concretamente, mi profesor de dibujo.

–¿Sí? – no parecía muy emocionado-. ¿Tú estudiaste Bellas Artes?

–No. Yo me casé con él a los dieciocho años. Me matriculé en primero de Periodismo, pero ni siquiera terminé…

Interrumpí el brevísimo recuento de mis experiencias universitarias al darme cuenta de que había empezado a mirarme de otra manera, como si una linterna oculta acabara de encenderse detrás de cada una de sus pupilas, y durante un momento los dos estuvimos callados, él calculando en silencio, yo calculando también si sería cierto lo que podía leer en aquella mirada. Entonces, se frotó la cara con las manos, sonrió, y recapituló en voz alta, mirándome de nuevo como un autor bien educado.

–Vamos a ver -dijo para empezar-. En Periodismo no se da dibujo, ¿no?

–No -a pesar de que él guardaba admirablemente la compostura, se me escapó la risa al comprobar que la dirección de sus cálculos era exactamente la que yo había previsto.

–O sea, que te dio clase en el colegio y os encontrasteis luego por la calle, o algo así… -levantó la mano en el aire, como imponiendo una pausa, al comprender que el margen de su última resta era demasiado estrecho-. No, espera, eso no puede ser, porque si te casaste a los dieciocho años, no te dio tiempo… ¿o sí?

–¿A qué?

–A encontrártelo por la calle.

–Yo nunca he dicho que me lo encontrara…

–¡Aaahg! – subrayó su impaciencia dándose un manotazo en la pierna, un gesto infantil que intensificó una sonrisa abierta y levemente ansiosa, la expresión de un niño que busca un regalo escondido en el instante en el que acaba de atisbar por fin una esquina del envoltorio de colores tras el vuelo de una cortina. Yo me estaba divirtiendo, y tenía ganas de divertirme mucho más, así que no me quedaba otro remedio que colaborar.

–Bueno -accedí-. Te lo voy a contar. Me dio clase en COU.

–¿Y?

–Y me enrollé con él.

–¿En COU?

–Sí.

–Tiene gracia… -se tapó de nuevo la cara con las manos antes de dejar caer la cabeza, que oscilaba suavemente a un lado y a otro, y se mantuvo así, negando para sí mismo, un par de segundos. Luego me miró. Parecía sencillamente encantado por lo que acababa de oír.

–¿Por qué? – le pregunté, a punto de quedarme atrapada yo también en una sonrisa boba.

–Pues no sé, es que no me lo esperaba… -hizo una pausa antes de pasar al ataque-. Al fin y al cabo las alumnas han sido una de las grandes fantasías sexuales de mi vida.

–¿Y ya no lo son?

–Bah, ahora es distinto… Ellas son siempre unas niñas, y yo soy cada vez más viejo. Hace años que me llaman de usted. Pero al principio… Bueno, yo entré en la facultad muy joven, con la carrera recién terminada…

–Eras un chico listo -le interrumpí.

–El más listo -sonrió-. Así que a los alumnos de mis primeros cursos les sacaba solamente dos años, tres años, y entonces sí, en aquella época no lo podía evitar, al empezar el curso me fijaba en las chicas, calculaba sus posibilidades, o mejor dicho, las mías, las estudiaba durante meses… Y en fin, ya sabes…

Decidí demostrar que sí sabía.

–Te liaste con muchas.

–Con algunas -confesó, con una expresión de pesar fingido que le favorecía mucho.

Intenté mirarlo con los ojos de cualquier alumna de primero, imaginármelo en la facultad, dando clase, un hombre que parecía más alto de lo que indicaba su estatura, más corpulento de lo que revelaría su peso, mucho más joven de lo que era en realidad, y muy listo, con una cara peculiar, porque sería convencionalmente guapo si su cabeza no fuera un poco demasiado grande, sus orejas un poco demasiado grandes, sus cejas un poco demasiado grandes, aunque aquellos excesos le sentaban bien, tanto como para seducir a promociones enteras de futuras geógrafas, o para seducirme a mí, que a aquellas alturas, cuando introdujo una matización más que previsible, ya podía mirarle con ojos de alumna.

–Pero todas eran mayores de edad.

–Yo era casi mayor de edad.

–Casi. Ahí está la gracia… ¿Cuántos años tenías?

–Diecisiete. Lo siento.

Se echó a reír y yo le acompañé mientras mi sangre me insinuaba que aún podía recordar el peligrosísimo camino que solía desembocar en el estado efervescente.

–No -dijo entonces-. No lo sientas, pero cuéntamelo.

–Ni hablar -respondí sin pararme a pensarlo siquiera, antes de disponer incluso de tiempo para sospechar que aquel juego podía volverse en contra mía.

–Sí, anda -él parecía muy interesado-, cuéntamelo, por favor.

–Es que es una historia muy larga.

–No tengo prisa. Mi mujer se ha ido esta tarde con los niños y el perro a pasar el puente en casa de una amiga suya que me cae especialmente gorda, una especie de apóstol del amor canino que tiene una casa muy grande, en Santander, con doce o catorce perros babosos y malolientes. Se van a divertir muchísimo…

–¿Y tú? – pregunté como de pasada, como si no me hubiera dado cuenta de que él acababa de aprovechar la primera coyuntura mínimamente favorable para informarme de que estaba solo en Madrid, como si a mí no me hubiera saltado el corazón dentro del pecho al enterarme, y aún más, como si mi imaginación, atrapada ya entre las cadenas de la alucinación más deliciosa, no hubiera comenzado instantáneamente a conspirar para sugerirme que él había planificado esta situación al milímetro cuando me citó precisamente aquella tarde, y cuando eligió hacerlo precisamente en mi casa.

–A mí me ha salvado, otra vez, el bendito karst -contestó, con tanta tranquilidad como si no hubiera advertido la velocidad a la que yo procesaba su información-. Estoy escribiendo un libro sobre mis montes favoritos y tengo que ir a Los Monegros este fin de semana a medir un montón de cosas, así que puedo estar escuchándote hasta mañana -hizo una pausa estratégica-, o hasta pasado mañana, si hace falta…

Acusé el golpe con un nuevo acceso de risa floja que no me impidió calcular deprisa la clase de riesgos a los que me había expuesto yo sola.

–No, en serio, es que… -opté por la posición más conservadora-. No me apetece.

–¿Por qué?

Él, que me hablaba ya en un tono premonitorio, casi propio de un amante, no parecía dispuesto a rendirse. A mí tampoco me apetecía quedar como una tonta, por eso fui sincera.

–Es que no vas a pensar bien de mí, después de escucharlo.

–¿Qué pasa? – y en su mirada, la sagacidad se mezcló con ciertas notas de una excitación precoz-. ¿Que empezaste tú?

–¿Por qué dices eso? – protesté, y miré al suelo sólo por no mirarle a la cara, aunque tuvo margen de sobra para comprobar que me acababa de poner roja como un tomate.

–¡Eh! – me llamó, poniéndome una mano sobre la rodilla, como una forma de reclamar mi atención-. Yo también soy profesor. En la universidad es peligroso, en un instituto, y en aquella época, tuvo que ser directamente suicida. Así que tuviste que empezar tú. Y la tentación debió de ser formidable, desde luego, irresistible. Como para arriesgarse a ir a la cárcel…

–Pues no creas… -protesté de nuevo-. No fue tan sencillo, en realidad no empezó nadie, yo… Yo era muy pequeña y no entendía bien… Además, lo que tenemos que hacer es mirar los mapas.

–No -sonrió.

–¿Cómo que no? Claro que sí.

–No. Tú pones los que tú quieras y a mí me parece todo muy bien. Cuéntamelo, anda.

–Eso no es muy riguroso, precisamente…

–Claro que es riguroso -y empezó a mover la mano, que no había abandonado mi rodilla, para trazar una caricia lenta y circular-. No lo sabes tú bien…

–¡Javier, por favor! – supliqué entre risas-. Pero ¿por qué quieres que te lo cuente?

–Porque estoy muerto de envidia -admitió, con una sinceridad que me desconcertó-. Porque me habría encantado que fueras alumna mía a los diecisiete años. Y porque no habría perdido el tiempo en hacerte retratos espantosos, por cierto.

A partir de ahí, caí en picado. Mis últimos forcejeos fueron meramente simbólicos y él lo sabía.

–Pues te advierto que la historia no te va a gustar.

–Claro que sí. Me va a encantar.

–Es que no vas a pensar bien de mí, después de escucharla.

–Mejor. Voy a pensar muchísimo mejor.

–No creas, porque me jode mucho reconocerlo, pero la verdad es que me porté como una calientapollas…

–Estupendo. Seguro que él no se merecía otra cosa.

–¿Y tu solidaridad?

–Estoy dispuesto a ser absolutamente solidario contigo, ya te lo he dicho.

–Muy bien. Pero antes necesito una copa.

–Ponme a mí otra, anda…

Mientras dejaba caer los cubos de hielo entre las paredes de dos vasos de cristal con una parsimonia que traicionaba gráficamente mi incertidumbre, intenté en vano anticipar los efectos que mi historia con Félix podría llegar a producir en el delicado y fragilísimo embrión de algo, una cosa de rango todavía indeterminado, que parecía haber brotado a lo largo de mi conversación con Javier Álvarez. Pero si al final decidí contárselo todo con pelos y señales no fue porque sospechara que era fácil que se quedara colgado de la enloquecida adolescente que fui una vez, y difícil que pudiera ver en mí, tantos años después, una fiel prolongación de aquella caprichosa aventurera que cayó de cabeza en su propia trampa. Si se lo conté fue porque de repente me dije que, a lo mejor, todo aquello había sucedido solamente para que yo pudiera contárselo a Javier, aquella noche.

Cuando se marchó por fin, al tercer intento, eran las doce y media de la mañana.

Yo le acompañé desnuda hasta la puerta, me escondí detrás de la hoja, y le besé en la boca. Ninguno de los dos dijo adiós, ni siquiera hasta luego. Después, cuando deduje por el ruido del motor que el ascensor había comenzado a descender, me pregunté qué podía hacer yo. Levanté los ojos hacia el Retrato de Ana como diosa de la fecundidad que tenía delante y pensé en descolgarlo en aquel mismo instante, pero no me sentía con fuerzas ni siquiera para eso. Mis párpados cayeron suavemente sobre mis ojos y sólo entonces me di cuenta de que estaba sonriendo, y mi sonrisa parecía despegarse de mis labios, dibujarse en el aire, multiplicarse entre las esquinas de aquella habitación, entre las esquinas de mi cuerpo y de mi alma, como la feroz sonrisa del gato de Chesire. Pero tú no te llamas Alicia, me advertí, e intenté ponerme seria.

–No estás enamorada, Ana -me dije en voz alta a mí misma-. No te has enamorado, no lo creas porque no es verdad, no puede ser verdad, no es posible…

Ha estado bien, seguí negociando en silencio con mi propio deseo, bueno, vale, ha estado muy bien, un tío cojonudo, unos polvos estupendos, una noche de amor… No, de amor no. Bueno, de amor, pero ¿y qué? Está casado, tiene un montón de alumnas más jóvenes que tú para ligar con ellas, y no lo vas a volver a ver, así que…

–¡Oh, Dios mío! – mis labios rompieron de nuevo el silencio cuando comprobé que toda mi inteligencia, toda mi sensatez, todo el peso de la experiencia acumulada en treinta y seis años de vida, no lograban acortar la amplitud de mi sonrisa ni en una miserable milésima-. ¡Dios mío! – y no encontré nada mejor que decir-. ¡Dios mío!

Entonces comprendí que mi estado era muy parecido a la convalecencia de una enfermedad imprevista y fulminante, y volví a la cama, me tendí en el lado en el que había dormido él, acerqué el cenicero a la esquina de la mesilla, y me fumé el pitillo más espléndido de toda mi larga trayectoria de fumadora. Me había enamorado de Javier Álvarez, y aunque me empeñara en vivir negándolo desde aquel mismo momento hasta el instante previo al de mi muerte, la verdad es que estaba muy contenta de haberme precipitado de golpe en el abismo sin fin donde se pierden los únicos seres humanos que han llegado alguna vez a estar vivos.

Lo intuía ya cuando serví la segunda copa, mi relato avanzando muy despacio entre las continuas interrupciones que forzaban sus preguntas -¿en el muslo?, ¡no me digas!, pero ¿dónde exactamente?-, sus minuciosas puntualizaciones de alumno aplicado -un momento, un momento…, eso no lo he entendido, yo creo que a través de las medias no se puede leer nada-, sus sutiles matizaciones de profesor en ejercicio -pero tú no debías de ser nada aniñada, ¿verdad?, claro que tiene que ver, porque en un grupo de COU el aniñamiento es la norma, todo lo contrario que en la universidad-, entonces lo intuí, casi lo supe, porque no había conocido a nadie como él, y esa insólita mezcla de curiosidad y conocimiento, de serenidad y agitación, de jocosidad y reflexión, que le convertía en un hombre muy joven y muy maduro al mismo tiempo, me gustaba mucho más que cualquier otra posible combinación de aquellos ingredientes. Y no sé cuánto aprendió él de mí mientras me escuchaba con una sonrisa indescifrable, que parecía irónica a veces, y a veces incrédula, pero siempre complacida, mientras me miraba con la contenida avidez de un entomólogo que estudia minuciosamente la mariposa que dentro de un instante va a clavar sin piedad en un cartón, pero yo, que estaba al acecho de la menor de sus reacciones, descubrí también algunas de sus cartas, porque me di cuenta de que no era absolutamente nada tímido, por más que se esforzara en cultivar la apariencia de lo contrario, justo al revés de lo que hace todo el mundo, e incluso llegué a sospechar que su agudísima curiosidad, ese interés pretendidamente ingenuo con el que me pedía detalles cada vez más difíciles de confesar en voz alta, era sobre todo una estrategia que buscaba alargar la historia, fomentar mi excitación, y también la suya, conducir la situación hasta un punto para el que sólo existía una salida posible, a la que llegamos, sin embargo, de una manera imprevista.

Antes me equivoqué al menos media docena de veces, porque no se abalanzó sobre mí cuando le conté de qué manera había devuelto Félix mi falda a su lugar en pleno examen de historia -grave error, opinó, yo te hubiera dejado las piernas destapadas-, ni cuando le expliqué cómo había dejado testimonio escrito de mi gratitud sobre mis muslos -¡pero eras el mismísimo demonio!, dijo solamente-, ni cuando recordé el anónimo taconeo que puso fin a nuestro primer beso en la misma aula donde dábamos clase -me habría encantado ser yo, comentó-, ni cuando le tocó el turno a la conferencia sobre el simultaneísmo -¿hace mucho calor?, me preguntó justo entonces, riendo, y yo le dije que no lo tenía, y él me replicó, no, lo decía porque estoy empezando a sudar mucho-, ni cuando le confesé con qué clase de ceremonia había decidido conmemorar la muerte del tío Arsenio -porque fuiste a su casa a follar, claro, afirmó, y yo lo negué, no exactamente, y él volvió a afirmarlo, ¡anda que no!-, y ni siquiera cuando terminé, trazando sin ganas un boceto apresurado y muy resumido de las miserias de mi vida conyugal.

–Bueno -dije entonces, todas mis expectativas intactas pese a su control, o su cautela, o su pereza, porque sus ojos quemaban, y por eso no podían mentir-. Ya está. ¿Qué, te ha gustado?

–¿No hay más? – preguntó, haciéndose el desconcertado.

–Pues… no. Quiero decir, divertido no. Si te apetece, te puedo contar mi divorcio.

–No, gracias. En mis circunstancias, un empujón podría ser peligroso -no quise acusar recibo directamente de aquel comentario para no volverme loca demasiado pronto, y él aprovechó la pausa para insistir-. Pero a ti, desde los veinticuatro años hasta ahora, te habrán pasado un montón de cosas…

–No creas -le contesté, preguntándome por dentro si sería posible que efectivamente él estuviera indagando en esa dirección para averiguar si en aquel momento concreto yo estaba sola o no, y resignándome justo después a haberme vuelto loca demasiado pronto-. Nada divertido. A veces pienso que quemé de golpe a los diecisiete años todos los cartuchos que me iban a tocar en esta vida.

–No, eso es imposible… -y me miró, una mirada tan honda que me atravesó, para clavarse en algún punto situado detrás de mi nuca-. Estoy seguro de que te quedan un montón.

–Eso espero.

–De todas formas es una lástima, porque me encanta escucharte…

–Y a mí me encantaría escucharte a ti.

–¿Qué quieres, que te cuente mi vida?

–Es lo justo, ¿no?

–Vale -aceptó-. Pero tendrá que ser después de cenar. ¿No tienes hambre?

–Pues… -miré el reloj y casi grito al comprobar que eran ya las once y media-, la verdad es que sí. Podemos ir a la nevera, a ver qué hay…

–Y si no hay nada, yo invito a pizza.

–No hará falta -afirmé, con un acento mucho más firme que mis rodillas, porque, al levantarme, mis piernas acusaron de golpe todas las copas que había tomado, aunque la excitación mantenía mi cabeza sorprendentemente despejada, agudizando incluso esa fibra lateral de la inteligencia que permite percibir al instante los pequeños detalles de lo que está sucediendo-. Ayer fui a la compra, y como nunca acabaré de acostumbrarme a vivir sola, seguro que he comprado de más.

Esforzándome por mantener mi cuerpo a la altura de mi entendimiento, emboqué el pasillo vigilando las paredes, que se portaron bien y no se me acercaron en ningún momento, y entré en la cocina delante de él, que me siguió en silencio, y se apoyó en el tramo de encimera situado justo enfrente del frigorífico mientras yo ya estudiaba atentamente su contenido.

–Verás… -le anuncié-, tengo ingredientes para hacer tres o cuatro ensaladas distintas, setas de cardo, que a la plancha están estupendas, jamón serrano bueno, dos rodajas de salmón fresco, raviolis rellenos de carne…

Pensaba continuar con la fruta, pero en ese momento sentí que su brazo izquierdo rodeaba mi cintura, y un segundo después, su mano derecha colaboró para darme la vuelta. Cuando lo consiguió, estábamos tan cerca que nuestras narices casi se rozaban. Entonces, manteniendo el tronco erguido, dejó caer sus piernas sobre las mías para sumergirme en una insólita paradoja térmica, mi espalda contra las baldas de la nevera abierta, presintiendo el frío que apenas se insinuaba al principio, y mi vientre pegado al suyo, acogiendo a través de la ropa la huella diagonal de su sexo lleno y duro, como una inmediata promesa de calor, y a pesar de la estricta urgencia de la situación, aún pude reservar un mínimo resquicio de calma para mirarme desde fuera, con esa inteligencia de las cosas pequeñas, y si he deseado algo en esta vida, deseé que aquella escena fuera una metáfora del tiempo que me quedaba por vivir, y que el frío apenas lograra ya arañarme la ropa por la espalda. Luego le pregunté qué quería cenar, y él me besó para demostrarme en un instante de qué manera el hombre más tranquilo puede perder en un solo gesto hasta el menor asomo de tranquilidad, y en ese momento, dejé de vivir, para instalarme en un territorio diferente del mundo conocido, donde las sonrisas flotan en el aire, y el tiempo puede detenerse horas enteras en un solo segundo, y las mujeres como yo se enamoran como bestias alunadas, aterradas y cautivas para siempre al mismo tiempo.

No recuerdo cómo llegamos a la cama. Me acuerdo, en cambio, de que me rompió un botón de la blusa y de que yo misma tuve que desprender los pantalones de mis tobillos, porque la habilidad de sus dedos se extinguió bruscamente más allá de mis rodillas, y me miró, y resopló, las manos abiertas, como diciéndome que él ya no podía hacer más. Recuerdo muy bien el peso de su cuerpo, el filo de sus dientes, el flequillo que caía sobre su cara pero me permitía entrever sus ojos cada vez que abría los míos, recuerdo sus ojos, hondos y líquidos como bocas de un pozo infinito, sus ojos abiertos, esa extraña cualidad puntiaguda de sus ojos, afilados como puntas de lanza, como clavos amables, como trépanos sabios que conocen lo que existe más allá de la piel, lo que la carne y los huesos esconden, recuerdo cómo me penetraron sus ojos, cómo se apoderaron de mí incluso cuando no podía verlos, cómo desarbolaron en un instante el centro de gravedad de mi cuerpo, y me recuerdo también a mí, al margen de todas las leyes físicas que rigen este planeta, a salvo de mi memoria, a la merced de la suya, al borde de la imprudente emoción que hace saltar a un perro de ciudad cuando le sueltan un día en un pinar, a un enfermo terminal cuando le anuncian un tratamiento nuevo e infalible, a un condenado a muerte cuando escucha en un transistor lejano una imprevista crónica de la revolución que acaba de estallar, y recuerdo que traspasé ese borde sin darme cuenta, sin haberme decidido a hacerlo, sin llegar a saber quién dio el paso que me situó al otro lado del significado de las palabras, en los dominios de otro placer, otro terror, otra alegría, una felicidad distinta de la que pueda nombrar sin sobresalto cualquier día. Y sin embargo, Javier Álvarez no me conquistó, no me poseyó, no me sedujo, porque los ejércitos no conquistan las ciudades que los esperan con las puertas abiertas, porque nadie toma posesión de algo que ya le pertenece, porque el prestigio de un seductor nace precisamente de la resistencia, siquiera simbólica, de su objetivo. Lo que ocurrió fue mucho más sencillo y mucho más difícil de explicar al mismo tiempo, porque ocurrió que sus brazos, sus manos, disolvieron la codiciosa avidez de sus ojos en calor, el signo de un verano instantáneo y portátil que me envolvió como si apenas una vez, más allá del más remoto umbral de la infancia, hubiera alcanzado a presentirlo, como si desde entonces hubiera vivido solamente para esperar su regreso. Había algo profundamente perverso en aquel abrazo bífido, la tibia inocencia de sus brazos agudizando esa ambición oscura, ilimitada, que esmaltaba sus ojos, un guiño familiar atrapado en el color de un misterio indescifrable. Eso ocurrió, y no sé en qué tramo de la caída perdí pie, pero apenas tuve la oportunidad de recordar que aquélla era la primera vez mientras mis titubeos, mi rígida inseguridad de principiante, se resolvían por sí solas en una prodigiosa armonía sin aristas.

Luego sí. Luego salió de mí muy despacio, y pegó su cuerpo al mío, y me besó y me acarició con una delicadeza que de alguna forma yo ya conocía. Entonces me di cuenta de que nunca me había acostado con un hombre de imaginación tan sucia, y nunca me había acostado con un hombre tan bien educado, y nunca, jamás, ni remotamente, me había atrevido a sospechar que existiera un hombre de imaginación tan sucia y tan bien educado al mismo tiempo. Aquel descubrimiento me dolió tanto como si el destino me hubiera clavado un puñal por la espalda, porque voy a perderlo, me avisé, aunque no quiera. Y ya estaba segura de que no quería.

–¿Tienes pan? – me preguntó, cuando yo ya estaba calculando qué fórmula elegiría para despedirse.

–¿Pan? – repetí, y tardé algún tiempo en conectar-. Sí, claro.

–Pues me comería un par de huevos fritos con jamón, ¿sabes? Yo los hago.

–Ni hablar -dije, rebuscando en el armario hasta encontrar una bata de raso estampada con pagodas y doncellas japonesas, que me pareció muy propia para la ocasión-. Los haré yo, porque tú seguro que me destrozas el teflón con la espumadera, y estoy harta de comprar sartenes…

–Te equivocas -me replicó, enfundándose directamente en los pantalones-. Soy muy cuidadoso… Pero si te empeñas en despreciar mis habilidades, siempre puedo poner la mesa.

Cuando terminó, se sentó en una silla, exactamente detrás de mí. Lo sé porque mientras ponía mis cinco sentidos en freír unos huevos perfectos, con la yema esponjosa, ni cruda ni pasada, y la clara bien cuajada, con un adorno de puntillas tostadas en los bordes, dijo algo que me obligó a volverme.

–Me gustas mucho, Ana.

Estaba sentado tranquilamente, desnudo de cintura para arriba, fumando y mirándome con los ojos muy abiertos. Yo no fui capaz de tanto, y devolví la vista a la sartén, apostando conmigo misma a que se me rompía la última yema, antes de corresponderle.

–Y tú me gustas mucho a mí -dije, mientras sacaba el cuarto huevo ileso del aceite.

–¡Qué bien! – resumió cuando llevé los platos a la mesa, aunque nunca he sabido si estaba glosando mi confesión o celebrando la aparición de la comida, que despachó deprisa, pero con evidente placer.

Después recogió la mesa muy cuidadosamente, apilando los platos en el fregadero con los vasos y los cubiertos encima -eso tuve que reconocerlo en voz alta-, llenó la jarra de agua antes de devolverla a la nevera junto con el recipiente del jamón, y se apoyó en la pared, frente a mí.

–Pues podemos volvernos a la cama, ¿no?

A aquellas alturas, menos atónita que maravillada por la facilidad con la que fluía, a un ritmo sereno, pero sin pausas, mi particular versión de esa especie de guión universal en el que ya había perdido toda esperanza de obtener un papel que no fuera secundario, fui incapaz de articular una respuesta ingeniosa. Cuando me levanté, con una sonrisa en los labios, él salió de la cocina y le seguí sin decir nada. Eran más de las dos de la mañana, y al quitarme la bata tuve frío. Me lancé sobre la cama como si me zambullera en una piscina, el mismo gesto apresurado y torpe, y él, que estaba tendido de perfil, contemplándome con una sonrisa divertida, tiró de mí hacia sí antes de que yo hubiera tenido tiempo de buscarle bajo las sábanas. Entonces me di cuenta de que nuestros últimos movimientos, los huevos fritos, su propuesta de volver pronto a la cama, mi silencio al seguirle por el pasillo, ese impulso automático de apretarse contra el otro para entrar en calor, podrían corresponderse exactamente con la rutina cotidiana de una pareja que llevara muchos años compartiendo la misma casa, el mismo tiempo, el mismo sistema para emplearlo, una pareja satisfecha, armoniosa, quizás incluso feliz. No me atreví a estar segura de que eso fuera una buena señal, pero la placidez con la que lograba abandonarme en los brazos de un hombre que apenas doce horas antes era un simple contacto laboral ni siquiera me asustaba.

–Cuéntame algo más -dijo entonces.

–¿Más?

–Sí, me gusta mucho escucharte.

–Pues no sé…

–Por ejemplo. ¿Tienes hermanos?

–Tres, dos chicas y un chico.

–¿Cómo se llaman?

–Mariola, Antonio y Paula.

–¿Mariola es la mayor?

–Sí.

–¿Y tú?

–Yo soy la tercera -sonreí-. ¿Qué, es muy interesante?

–Muchísimo.

–¿Y tú?

–Yo soy el primogénito de ocho hermanos, seis varones y dos mellizas.

–¡Qué barbaridad!

–Me gustas mucho, Ana.

–Y tú me gustas mucho a mí.

–Estás buenísima, y me encanta cómo hablas…

–¿Cómo hablo?

–No lo sé exactamente, pero tienes una forma especial de contar las cosas.

–Nunca me lo habían dicho.

–¿No? Bueno, si sólo te has relacionado con gente como tu ex marido tampoco me extraña.

–¿Y cómo es mi ex marido?

–Gilipollas.

–¿Y cómo lo sabes?

–Porque lo sé.

–¿Y por qué lo sabes?

–Porque es tu ex marido.

–¿Te molesta la idea?

–¿De que tengas un ex marido? – asentí con la cabeza-. Claro que sí. Muchísimo.

–No me lo creo.

–¿Por qué? – rió-. ¿Te molesta que me moleste?

–No, claro que no -hice una pausa para anticipar que iba a ser sincera-. Me gusta… Aunque tú tienes una mujer.

–Sí, pero a mí me gustaría que te molestara.

–Me molesta.

Celebró mis palabras con una sonrisa peculiar, la expresión de un niño indeciso entre una travesura y una gamberrada.

–A mí también.

–¡Anda ya!

–En serio… ¿Sabes una cosa, Ana?

–¿Sabes una cosa tú?

–¿Qué?

–Que tienes mucho morro.

–Sí, eso es verdad. Pero también tienes que reconocer que soy encantador.

–Eres encantador.

–Te voy a echar otro polvo. Ahora mismo.

–¿Qué?

–Ésa es la cosa que quería decirte antes. Bueno, si no te parece mal.

–No, no me parece mal -admití-. Incluso me parece muy bien.

No sé si la segunda vez fue mejor que la primera. Sé que todo fue más lento, aunque no exactamente más tranquilo, sé que sus ojos no cambiaron, aunque en el preciso hueco del asombro brotara una luz distinta, la risueña complacencia con la que su mirada convirtió mi cuerpo en un paisaje conocido, y sé que su avidez no disminuyó, sé que incluso creció, aunque mudó de signo y de ambición para hacerse mucho más profunda, más global, y sin embargo sí ocurrió algo nuevo e importante dentro de mí, porque en algún momento empecé a escuchar un sonido pequeño y rítmico, el eco del cabecero de la cama, que celebraba jubilosamente cada embestida de mi amarte a pesar de los tornillos que lo mantenían unido a la pared, un repique discreto, incesante. como un código íntimo, una canción extraña que antes se me había escapado y ahora colonizaba sin esfuerzo mis oídos para advertirme qué estaba pasando exactamente, para obligarme a comprender que por encima de la sorpresa, de la emoción, y hasta de ese inconcreto bienestar gaseoso que sólo necesitaba reposar unas cuantas horas para convertirse en un auténtico enamoramiento, yo estaba follando con aquel hombre, y su cuerpo estaba dentro del mío, y se movía, y nunca aquel gesto me había parecido tan brutal porque nunca lo había sentido como un destino tan necesario, y entonces el sexo se impuso sobre todo lo que había ocurrido antes, y ya no me hice más preguntas, el futuro dejó de esperarme al cabo de unas pocas horas, su vida y la mía dejaron de existir más allá de la frontera de las sábanas, y en lugar de esperarlo blandamente, como un don, como una gracia, como un regalo inmerecido, me concentré en perseguir mi propio placer sin calcular ninguna consecuencia, ni siquiera la dosis de generosidad que encierra esa clase de egoísmo, y nunca mi imaginación había sido tan sucia, y nunca me había costado menos comportarme como una chica bien educada, y nunca, jamás, ni remotamente, me había atrevido a sospechar que pudiera llegar a convertirme en una mujer con la imaginación tan sucia y tan bien educada al mismo tiempo, y estoy segura de que eso me unió a él más que ninguna otra cosa de las que habían sucedido, de las que habíamos dicho, de las que habíamos hecho aquella noche.

Después me dormí. Sabía que lo que estaba pasando iba a ser muy importante para mí, y me propuse incluso quedarme despierta un rato para fijar cada detalle en mi memoria, para encontrar una clave que me permitiera luego reconstruir toda la historia sin esfuerzo, para saborear aquel imprevisto estado de gracia, pero Javier se movió un par de veces hasta encontrar la mejor postura, y me acoplé sin dificultad a su cuerpo, recibí un último beso que me hizo saber que aún estaba despierto, y temo que hasta me quedé dormida antes que él. La mañana siguiente me encontró en el mismo maravilloso país donde me había despedido del mundo, pero después de los besos, y los abrazos, y las risas tontas que certificaron que todo lo que recordaba había sucedido en realidad, el horizonte se desplomó repentinamente sobre el suelo.

–Bueno, pues me voy a tener que ir…

–¿Ya? – pregunté, y para disfrazar la alarma que parpadeaba en mis ojos como un semáforo en rojo, recurrí a la infalible sensatez del ama de casa-. ¿No quieres desayunar?

Él respondió a mi pregunta con una sonrisa.

–Claro -dijo luego-. Voy a tener que irme después del desayuno.

Pero no lo hizo. Se vistió, se reunió conmigo en la cocina, se tomó despacio una taza de café con leche y cuatro o cinco madalenas, encendió un cigarrillo y me miró. Yo le sonreí. No lograba recordar cuánto tiempo había pasado desde que me sentí igual de bien por última vez, si es que la primera había llegado a existir y, paradójicamente, la certeza de que aquello se acababa no era suficiente para arañar siquiera la invulnerable coraza con la que sus efectos me habían protegido. Él pareció darse cuenta de todo. Como si mi sonrisa envolviera una invitación tácita, miró el reloj, y fingió no haber sabido antes que era tan pronto.

–Son sólo las ocho y media… -anunció-. No se puede salir de viaje a estas horas. Seguro que me quedo dormido encima del volante y muero en el acto.

–¿Sí? – pregunté, burlona.

–Claro. Haz una cosa por mí, anda. Sálvame la vida…

Se levantó, rodeó la mesa para situarse detrás de mí, colocó las manos bajo mis axilas para insinuar el ademán de levantarme en vilo, y después, sin dudar en un solo movimiento, me guió de vuelta al dormitorio, me quitó la bata, se metió vestido en la cama y empezó a hablar sin previo aviso.

–Ayer te conté que era el mayor de ocho hermanos, ¿verdad? Bueno, pues me acabo de acordar de un juego que se me ocurrió cuando tenía… no sé, nueve o diez años, quizás incluso menos, una tontería, desde luego, aunque tuvo mucho éxito, porque toda la familia acabó jugando a lo mismo, bueno, todos menos mis padres, claro… Yo me lo había inventado para chinchar a mi hermano Jorge, el segundo, porque aunque le saco solamente un año, siempre nos hemos llevado muy mal, siempre, y de pequeños mucho peor. Los dos somos muy competitivos y ninguno de los dos sabe perder -hizo una pausa para mirarme y sonrió-. Pero él tiene mucha menos paciencia, y por eso no consiguió ganarme casi nunca.

–¿Y en qué consistía el juego?

–En hacer que lo bueno durara. Sólo podíamos jugar cuando nos daban algo que nos gustara mucho, yo qué sé, un caramelo, un chupa-chups, un bombón, o incluso cosas que se gastaban rápido aunque no fueran de comer, como los tarritos aquellos de jabón que servían para hacer burbujas, por ejemplo, los globos o los sobres de cromos. El juego consistía en guardarlo, en hacer lo que fuera para seguir poseyendo el tesoro intacto cuando el otro ya lo hubiera perdido. Y no había reglas, ¿sabes?, valía todo, meterse un caramelo en la boca procurando no tocarlo con la lengua y darse la vuelta enseguida para envolverlo otra vez y esconderlo en un bolsillo, romper trocitos de periódico con un sobre de cromos delante para que, al escuchar el ruido, el otro creyera que ya estaba abierto, pasear por el pasillo con el artilugio aquel de fabricar pompas y soplar, pero sin llegar a mojarlo nunca en el jabón, cosas así… Ganaba el que, varias horas después, cuando el enemigo ya ni se acordaba del bombón que se había comido, lo sacaba despacio de su escondite, lo exhibía lo más aparatosamente posible, y se lo comía muy despacio y con mucho placer, porque el sabor del chocolate se mezclaba con el de la victoria.

–O sea, que jugabas a cultivar la envidia de tu hermano… -resumí.

–O a conocer los límites de mi propio deseo -me respondió-. También era una especie de gimnasia de la voluntad, y si lo piensas bien, un ejercicio casi ascético. Eso decía mi padre, por lo menos, que aprobaba mucho mi invento porque decía que fortalecía el carácter. A mi madre, en cambio, le daba mucha rabia, porque decía que, al vernos, cualquiera pensaría que pasábamos hambre. La verdad es que ahora mismo, al contártelo, me acabo de dar cuenta de que parece un juego de niños pobres, y nosotros no lo éramos, tampoco ricos, clase media pelada, con demasiados hijos como para permitirse algún lujo, nunca íbamos de veraneo, por ejemplo, pero pobres tampoco éramos, aunque me costó Dios y ayuda que me dejaran hacer una carrera de letras y, a cambio, mi padre me puso a trabajar por las tardes, en tercero, para ahorrarse una secretaria. Tenía una empresa de transportes, ahora la lleva mi hermano Jorge, y yo estaba en la oficina, cogía el teléfono, hacía las rutas, me ocupaba de los albaranes y las facturas, cosas así… De todas formas, aquel juego nos obligaba a apreciar el valor de las cosas, incluso por encima del que tenían en realidad. No sé, es curioso… Se me había olvidado completamente, ¿sabes? Me acordé de todo anoche, de golpe, antes de dormirme, y pensé que, desde luego, la vida tiene gracia, porque entonces, cuando era un niño y los mayores tomaban las decisiones importantes en mi nombre, yo ganaba siempre, siempre conseguía que lo bueno durara, y ahora que soy adulto, ahora que en teoría soy el dueño de mi propia vida, las cosas buenas, que nunca pasan, cuando pasan, nunca dependen sólo de mí…

Le miré con atención y encontré una mirada limpia, ligeramente nostálgica, aunque sonriente, que no me ayudó a comprender el sentido de aquella historia, pero todavía no había decidido si lo que acababa de escuchar era una oferta, la petición de una prórroga, una despedida elegante, o un simple recuerdo recuperado por puro azar, cuando él, que me acariciaba la espalda muy despacio, se apretó contra mí y encajando la barbilla en la curva de mi cuello, dijo algo que acabó de desconcertarme por completo.

–A ti no te apetecerá…

Me revolví entre sus brazos para mirarle a la cara. Estaba muerto de risa.

–¿Qué? – pregunté, a medio camino entre el asombro y la euforia.

–Pues… -cerró los ojos y se rió, como si de repente le diera mucha vergüenza seguir-. Follar un poco…

–Hombre, si es un poco… -yo también me reía, la risa total, incrédula y ruidosa de un niño que acaba de ganar el juguete más grande en una tómbola-. Pero tendré que concentrarme -le advertí.

–Bueno, yo también… -admitió-, y si desfallezco en el intento, tienes que prometer que me respetarás.

–Te lo prometo.

–Muy bien.

Aquellas dos palabras actuaron como el disparo del juez de una carrera, y no sé si aquel ejercicio infantil de guardar los caramelos durante horas tuvo o no algo que ver, pero la verdad es que la fase de concentración fue mínima, y el resultado brillante como un castillo de fuegos artificiales. Después volvió a anunciar que tenía que irse, y esta vez hasta llegó a ducharse. Yo no me levanté de la cama mientras seguía su rastro a través de la puerta entreabierta, el chorro de la ducha, el ruido del calentador, el silencio que precedió al eco de sus pasos sobre las baldosas. Pero tampoco esta vez logró marcharse. Cuando volvió a entrar en el dormitorio, desnudo y chorreando todavía, se metió en la cama sin decir nada. Allí estuvimos por lo menos una hora más, y me di cuenta de que no encontraría un momento mejor para intentar asegurarme un pedazo de futuro, preguntarle qué pensaba hacer conmigo, qué pasaría después de que se fuera, cuándo creía él que nos volveríamos a ver, o si, simplemente, creía que volveríamos a vernos algún día, me di cuenta de que aquél era el momento de preguntar todas esas cosas, pero tuve miedo de echarlo todo a perder, de destruir aquella concreta versión del bienestar, los besos blandos, exhaustos, que se sucedían sin palabras, aquellas pausas mudas que podían expresar cualquier cosa, y al final, a las doce y media, le dejé marchar sin preguntarle nada, como si nada hubiera ocurrido.

A las dos menos cuarto ya había agotado todas las ganas de preguntarme cómo había podido llegar a ser tan rematadamente tonta. Me sobraba hasta tal punto mi prudencia, o mi cortesía, o mi respeto, o mi miedo, como quiera que pudieran definirse aquellas raquíticas reservas, que lo único que me apetecía era llorar. Me advertí que nunca jamás le volvería a ver y que me lo tendría muy bien empleado, y las lágrimas se asomaron efectivamente hasta el borde de mis párpados, para subrayar la inminencia de mi derrota.

Pero a veces las cosas cambian.

Parece imposible, es increíble pero, a veces, pasa.

Por eso, justo en aquel instante, y sé que eran las dos menos cuarto porque me tropecé con la ventanita del despertador al ir a descolgar, sonó el teléfono.

–Hola, soy Javier.

–¿De verdad? – pregunté, como una imbécil atrapada en su propia buena suerte.

–Sí -y presentí que sonreía al otro lado del teléfono-. Estoy casi en Guadalajara, pero he pensado que, si me invitas a comer, doy la vuelta ahora mismo.

Cuando atravesé las puertas de cristal que conducían al inmenso vestíbulo que cruzaba sin ganas todos los días, me detuve un momento para dedicar un recuerdo a la miserable mujer que no era yo, aunque con el mismo cuerpo, con el mismo rostro, hubiera recorrido el camino exactamente opuesto apenas cinco días antes. Giré sobre mis talones y aún pude ver a Javier, que arrancó justo entonces, como si estuviera esperando a que me volviera para ponerse en marcha. No tenía más remedio que seguir su ejemplo pero, y ésa era otra asombrosa novedad, la idea de pasarme ocho horas mirando, anotando, clasificando, midiendo y escaneando imágenes, no me pesaba. Jamás una mañana de lunes ha sido tan magnífica. Lo comprobé mientras salvaba las escaleras con pies ligeros, adelantando por la izquierda a una legión de pobres víctimas de sueños atrasados o nunca satisfechos, mientras recorría el pasillo fijándome en detalles tan triviales como la longitud de los tramos de moqueta azul marino o el número de pasos que podía dar entre la puerta de un despacho y la del siguiente, y sobre todo, al comprobar que el enorme estudio que compartía a mi pesar con otros dos editores gráficos y el último maquetista convencional que trabajaba en la casa -una especie de reliquia laboral al que se recurría sólo para trabajos muy urgentes o especialmente delicados- estaba casi vacío. Teresa, la editora de Texto, literalmente tapiada por un muro de sobres y carpetas, respondió a mi saludo con un gruñido. Nuestros dos compañeros, mucho más parlanchines, estaban desaparecidos, y así permanecieron durante la mayor parte de la mañana, quizás solamente porque yo no tenía ganas de hablar con nadie.

Acerqué mi mesa a la ventana, me empapé de la luz poderosa, purísima, radical, de aquella mañana hecha para personas felices, y cerré los ojos. Aún podía respirar su olor, presentir sus manos, escuchar el exacto acento de su voz, aún podía regresar a él, al tiempo ganado en él, sólo con cerrar los ojos. Cuando los abrí, sentí que el aire se había espesado, que se había vuelto denso y sonrosado, sólido, igual que el aire que recordaba, y me sostenía sin esfuerzo, repentinamente ingrávida, leve, como fabricada con plumas de pájaro, en una especie de cámara de espuma tibia que era el mundo y tenía la misma temperatura que mi cuerpo. Aquella insólita sensación de conformidad, la prodigiosa armonía que se desprendía de mí misma y alcanzaba a todas las cosas, se prolongó durante más de dos horas, mientras trabajaba a una velocidad inaudita en una mañana de lunes, limpiando mi mesa de encargos atrasados sin ningún esfuerzo ni atención alguna hacia aquel trabajo, mi imaginación, mi voluntad y mi razón felizmente secuestradas en la línea de sus cejas, en el perfil de su rostro dormido, en su manera de sonreír o de pedir las cosas por favor. Nunca la realidad me ha sido tan ajena. Por eso fue tan cruel el despertar.

–Oye, por favor…

Una voz tan chillona que parecía casi una caricatura sonora hirió mis oídos en el preciso momento en que mi hombro registraba una impertinente sucesión de golpecitos. La ausencia desde la que me obligaron a regresar era tan profunda que mis hombros se contrajeron en un espasmo violento, y mi respiración se aceleró como si acabaran de amenazarme de muerte.

–Perdóname -escuché justo detrás de mi nuca-. No pretendía asustarte.

–No, perdóname tú… -y me di la vuelta para comprobar que había identificado correctamente a la propietaria de esa voz de papagayo bien entrenado-. Estaba distraída.

María Pilar Nosequé de Antúnez, que había decidido aprender a trabajar justo después de cumplir los cuarenta, porque acababa de darse cuenta de que se aburría mucho haciendo pesas en casa, me sonrió aliviada. La estudié en silencio durante un par de segundos, reparando en la novedad de su pelo, recién teñido en algún recio color leñoso, nogal quizás, o caoba, y cuidadosamente recortado para enmarcar su frente con un flequillo recto, como de voluntariosa colegiala tardía, un estilo que cultivaba con afán desde hacía demasiados años en todos los demás aspectos posibles, desde las sutilísimas cadenitas de oro que descargaban toda una colección de joyas minúsculas -un corazón, una letra, otra letra, un brillante, un perrito, una manzanita- sobre su clavícula, hasta las medias gordas de licra oscura que se dejaban ver desde el vuelo de la minifalda de cheviot hasta el borde de unas botas de diseño convencionalmente infantil, con un indudable punto ortopédico. Siempre que la veía, recordaba a su marido desnudo, embistiéndome con furia en el suelo del salón, pero aquella vez, por gratitud a Javier, no me asombré de que un hombre como Miguel pudiera vivir con una mujer como aquélla, sino de la buena idea que había tenido yo al no liarme con él.

–¿Te gusta? – me preguntó, tocándose el pelo-. Se lo vi en una portada a Linda Evangelista.

–Te queda fenomenal -respondí, calculando ya una fórmula para quitármela de encima-. Y te hace jovencísima.

–Sí… -convino con modestia, arreglándose las lacias puntas del pañuelo de seda estampada, de función estrictamente inútil, que se había colocado alrededor del cuello, sobre un jersey de cuello alto que habría podido llevar mi hija al colegio cuando tenía doce años-. Bueno, pues aquí estoy. Tú me dirás lo que tengo que hacer…

–Verás… -dije, levantándome al fin, una radiante sonrisa en mis labios-, me temo que ha habido un cambio en tu programa. Espérame aquí un momento, ¿quieres? Voy a enterarme bien de cómo ha quedado todo. Puedes ir mirando esas fotos -añadí, ya casi en la puerta, señalando vagamente en dirección a mi mesa-, y así te vas haciendo una idea…

Apenas puse un pie en el pasillo, me di cuenta de que se parecía demasiado al sombrío corredor de todos los días, pero la pecera estaba cerca, y mis pies avanzaban muy deprisa mientras rezaba por dentro para pillar a Marisa en un buen momento. En los últimos tiempos, por algún misterioso motivo que nadie había descubierto aún, estaba muy nerviosa y como ensimismada, incluso ausente a ratos, un estado insólito en alguien que sólo hablaba de sí misma para quejarse de la monótona transparencia de su vida, el hastío de los días iguales marcados apenas por la salida y la puesta del sol. Aquélla no era la mejor época para pedirle esa clase de favor, pero no tenía otra posibilidad. Rosa, atascada en su propia pasión sin salidas, seguramente no llegaría a sentir grandes simpatías por mi causa. Y con Fran nadie se ha atrevido todavía a hablar nunca de un asunto privado.

No tuve suerte. Antes de llegar a la pecera, escuchaba ya sus gritos, el innovador método al que recurría últimamente para resolver sus problemas, que por otro lado eran muchos, porque Ramón y ella se habían convertido en una especie de sabios brujos con mano de santo a los que recurría cualquier empleado de cualquier departamento cuando las máquinas se volvían locas.

–¿Qué pasa? – dijo al verme, a modo de saludo, y crucé los dedos.

–Marisa, por favor, tengo que hablar un momento contigo -murmuré, mientras dirigía una temerosa mirada al ordenador destripado que yacía encima de su mesa, para consolarme inmediatamente después, al darme cuenta de que no era el suyo-. Es una emergencia…

–¿Otra? – me preguntó, con cara de susto-. ¡Qué lunes llevo, Dios mío, qué lunes…! Ha-as vuelto a meterle al PhotoShop pa-arámetros imposibles, ¿verdad?, como si lo viera. Y se te ha colgado el sistema, ¿no? Claro. Te tengo dicho que un escá-aner no es una cafetera, tía, hay que tratarlo con cuidado…

–No es eso, no es eso… -tiré literalmente de su brazo para arrastrarla conmigo hacia un rincón-. A mi escáner no le ha pasado nada. Por lo menos de momento… -añadí, al pensar que Mari Pili llevaría un rato ya hurgando a sus anchas en mi mesa-. Pero a mí sí…

–¿Qué, a ver? – dijo inmediatamente, como si llevara horas esperándome.

–Pues es que… Este fin de semana me ha pasado una cosa tremenda, tremenda… -cogí aire y lo solté de golpe-. Me he enamorado.

–¿Qué? – repitió, mirándome con una expresión cercana a la que habría adoptado si acabara de confesarle que tenía un cáncer.

–Que me he enamorado.

–¿De un tío?

–No, del arte barroco… ¿Tú qué crees?

–Pero… ¿tú? – estaba absolutamente perpleja-. ¿A-así de claro?

–Así de claro.

–¡Joder! – se quedó callada, como si necesitara masticar despacio mis palabras y de repente se echó a reír-. ¡Joder, joder, joder!

–Sí -añadí sin poder evitarlo, riendo yo también-, la verdad es que eso ha tenido algo que ver…

–¡Mira, n-ni me lo digas! – chilló, apoyando el dorso de su mano derecha sobre la frente para fingir que estaba al borde del desmayo-. Eso no me lo digas siquiera. ¡Serás puta, cabrona, a-asquerosa, suertuda de m-mierda…!

–Llámame lo que quieras, pero ponte en mi lugar.

–Ya-a me gustaría.

–No. en serio… Tengo a Mari Pili esperando en mi despacho y no puedo cargar con ella, Marisa, no puedo, te juro que no, hoy no, esta semana no… Cámbiamela, por favor, cámbiame esta semana por la próxima que te toque y te lo agradeceré hasta en la hora de mi muerte, seré tu esclava, haré lo que tú quieras, te lo juro, te lo juro… Hace demasiado tiempo que no me monto en una nube. Y no me quiero bajar tan rápido, no quiero, no puedo, no sería justo.

–Pero es que estuvo conmigo la semana pa-asada. Va a pa-arecer muy raro…

–Dile a Fran que ha mejorado mucho, que está muy dotada para la informática…

–Pero si es completamente tonta -aceptó mi sugerencia igual que si acabara de contarle un chiste-. Y ella lo sabe de sobra, es su cuñada. No se lo va-a a creer.

–Bueno, pues dile que esta semana tienes muchísimo trabajo y que te viene muy bien un ayudante…

–No se lo va a creer tampoco, pero… -se quedó un momento en silencio, mirando hacia arriba sólo con los ojos, como si todavía estuviera calculando algo que yo sabía que ya estaba decidido- Vale. Ca-argaré con Mari Pili… con una condición.

–Lo que tú quieras, ya te lo he dicho.

–Tienes que contármelo. Todo. Lo a-antes posible.

–Desde luego -ya contaba con esa especie de ineludible peaje-. ¿A la hora de comer te parece bien?

–Estupendo. Y una cosa más, para ir a-abriendo boca… ¿Le conozco?

–¿A él?

–No, a-a mi padre…

–Sí que le conoces.

–¿Y quién es?

Mi primera respuesta fue un ataque de risa nerviosa. Después, todavía intenté ganar un poco de tiempo.

–Es que no te lo vas a creer.

–¡Pero qué dices, tía! A esta-as alturas yo ya me creo lo que me cuen…

Muy bien, tú te lo has buscado, dije para mis adentros antes de interrumpirla sin más preámbulos.

–Javier Álvarez.

–¡¿Qué?!

Si le hubiera confesado que me acababa de acostar con Dios, sus ojos habrían reflejado el mismo purísimo estupor, pero ni una gota más del que pude contemplar en aquel instante. Luego se frotó la cara con las dos manos, como preparándose para lo que le faltaba por conocer, y recordé en voz alta mi advertencia para sugerirle que, a pesar de todo, podía entender muy bien su asombro.

–Ya te dije que no te lo ibas a creer…

–¿Pero lo estás diciendo en serio?

–No he dicho nada más en serio en toda mi vida.

–Ja-avier Álvarez… El único que yo conozco, o sea, el riguroso autor…

–Ese mismo.

–¡Joder…! – y me miró como si las dos nos hubiéramos vuelto locas-. Mándame a la tonta esa, anda, que al final hasta voy a a-acabar haciendo un buen negocio…

–Muchas gracias, Marisa -le di dos besos para cerrar el trato.

–Na-ada de gracias -me advirtió-. A la hora de comer te espero.

Mari Pili hizo como que lo entendía todo y aceptó el cambio de planes sin protestar. La acompañé hasta la puerta con una profunda sensación de alivio, aunque su irrupción hubiera desbaratado irremediablemente ya el milagro de aquella mañana, porque el simple hecho de haber tenido que contarle a Marisa lo que había ocurrido, por muy escueta que hubiera sido nuestra conversación, había trazado una línea nítida, implacable, en mi confusa percepción del tiempo, y mi historia con Javier, que había seguido sucediendo en presente hasta el instante en que la cuñada de Fran empujó la puerta, ya era eso, una historia, algo sucedido en el pasado y tal vez completo, circular, acabado, un puro recuerdo prematuro. Sólo de pensarlo, sentí que me quedaba sin aire.

Cuando regresó, el jueves a la hora de comer, ya había desechado de golpe todas mis preocupaciones previas acerca del futuro, clasificándolas como las indeseables consecuencias de una neurosis típicamente femenina y precisamente por eso impropia de mí. El lunes por la mañana, la llegada del avión procedente de Santander que desembarcaría en Barajas a una mujer borrosa, acompañada de dos niños igual de inconcretos, y un perro al que conocía mucho mejor, gracias al riguroso parecido físico entre todos los individuos de su misma raza, me parecía un destino lejanísimo, una fecha tan astronómicamente distante que bien podría no llegar a cumplirse nunca. Esa sensación se prolongó durante todo el viernes, y alcanzó también al sábado, mientras apuraba cada momento como un regalo y el lunes se perfilaba como una meta distinta, un lugar al que llegar, y no en el que separarse. El domingo, en cambio, contagiada quizás de la intrínseca tristeza de ese día de despedidas, sí fui capaz de comprender lo que se me venía encima, y hasta me atreví a lanzar una pregunta oblicua sobre sus planes más inmediatos que él comprendió perfectamente, aunque prefiriera contestarla sólo a medias.

–Y por cierto… -le interrumpí, mientras se quejaba entre risas de no haber dedicado ni un solo minuto del puente a empezar a leer una tesis doctoral de cuatro tomos sobre la evolución morfológica de la meseta meridional, un proyecto muy interesante, según él, cuyo tribunal estaba convocado para el siguiente jueves- ¿qué vas a hacer con Los Monegros?

–¡Oh! – me contestó, después de un rato-, pues dejarlos en su sitio. No me echarán de menos, ¿sabes? Eso es lo bueno de trabajar sobre el relieve, las montañas no caducan ni se pasan de moda, hacen falta dos, o tres mil años, para llegar tarde… Sin embargo, como lamentablemente yo no voy a vivir tanto, tendré que ir algún fin de semana de éstos, no me queda más remedio… Podrías venirte conmigo. Desde la ventanilla de un coche, parece un sitio muy feo, pero cuando lo conozcas te darás cuenta de que no existe un paisaje más intenso, más auténtico, más representativo de la realidad de este planeta… -parecía tan emocionado que no pude reprimir una sonrisa-. De verdad, no te rías. Todas esas montañas cambiando de forma sin parar, cediendo al agua, al hielo, asumiendo cada cambio climático… Son los testigos más fieles de la historia de la Tierra, guardan huellas precisas y ordenadas de los ciclos que se han sucedido desde mucho antes de que nosotros existiéramos, no nos las merecemos, en serio. Es algo fabuloso…

–A mí me gusta más el mar -me atreví a opinar.

–¿Qué? ¿Los pueblecitos de pescadores, las calas escondidas, las islas del Mediterráneo y demás? – asentí con la cabeza-. ¡Bah! Menuda mariconada…

Creo que ésa fue la única vez que uno de nosotros sugirió la posibilidad de un encuentro posterior, y como la iniciativa fue suya, a mí me pareció bastante. No me atreví a decirle que iría con él a Los Monegros, a una pensión de Móstoles o al fin del mundo, adonde quisiera llevarme, porque él eludía aquel tema con tanto cuidado como yo, aunque por razones distintas. Yo procuraba no parecer exigente, posesiva, pesada, para demostrarle que no formo parte de esa legión de mujeres que ceden su cuerpo a cambio de algo, esos fantasmagóricos derechos fundados en el sexo que acaban sugiriendo siempre que sus orgasmos son fingidos y su piel artificial, ajena, incapaz de satisfacerse en la piel del otro. Él, y de eso me di cuenta desde el principio, y desde el principio se lo agradecí, evitaba tratarme como a una querida, una amante típica, estable, canónica, y se apresuró a aprovechar la primera oportunidad que se le presentó para dejar claro que nunca había estado liado con nadie que pudiera encajar en aquel papel.

–¿Sabes lo que me apetece? – dijo el jueves, después de comer y haber alabado convenientemente la comida, y como yo no contesté, se respondió a sí mismo-. Echarme una siesta larguísima…

–¿Tú solo?

–No… -sonrió-, contigo. Bueno, si es que estás dispuesta a dormir… Si no, lo dejamos. No me gustaría quedar mal, pero no sé exactamente lo que debo hacer. Esto es nuevo para mí.

–¿Esto? – me eché a reír-. ¿Qué?

–Pues la siesta del día siguiente… Soy un amante muy voluntarioso, pero de una sola noche.

–¿Nunca has dormido dos noches seguidas con la misma mujer? – le pregunté, en el tono preciso para hacerle saber que no me creía ni una palabra.

–Sí. Con la mía.

–¡Anda ya!

–Te lo juro -yo seguía sin creérmelo, pero él se esforzaba por hablar en serio-. No te voy a decir que soy un marido fiel porque no es verdad, reconozco que soy hasta muy infiel, pero no me gustan los problemas. No necesito buscármelos yo solo para tener de sobra.

–¿Y yo soy un problema?

–Desde luego -rió-. Y gordo.

Ya había descubierto su habilidad para desconcertarme a base de golpes de sinceridad, pero de todas formas, me llevó algún tiempo reaccionar.

–¿Sabes una cosa? – dije solamente-. Tengo mucho sueño.

–Lo celebro.

Desde entonces, y hasta que me dejó el lunes en la puerta de la editorial, camino del aeropuerto, ambos nos comportamos como si nunca nos hubiera pasado nada antes de conocernos, como si él no estuviera casado, como si yo no lo supiera, como si el mundo fuera a disolverse irremediablemente después de aquel fin de semana. El viernes por la mañana, me anunció que iba a bajar a la calle a comprar el periódico, revisó sus bolsillos en busca de dinero suelto, y aunque tenía cerca de trescientas pesetas, me pidió que le prestara cuarenta duros más. Antes de ir a buscarlos, ya había comprendido que iba a llamar por teléfono, pero no se me ocurrió decirle que podía llamar desde el mío, porque sabía que preferiría que yo no estuviera delante. El sábado por la tarde, cuando llamó Amanda, un tanto preocupada por mi silencio, que duraba ya tres días, se levantó enseguida para anunciar que iba a la cocina a por algo de beber, y no regresó hasta que colgué. Entonces me di cuenta de que me habría costado trabajo hablar con naturalidad estando él presente, aunque más trabajo me costó convencerme de que no era verdad que hubiera preferido que mi hija no me llamara.

Sin embargo hablamos mucho, y no sólo de la niñez, que había sucedido casi simultáneamente, porque era apenas dos años mayor que yo, sino también de pasados más cercanos, cuyas ramificaciones rozaban el presente. Cuando apuró hasta el final mi historia con Félix, se decidió a contarme algunos episodios de su propia vida, cosas sin importancia y otras tan importantes que las escuché en vilo, sin atreverme casi a respirar. Se las arregló para contarme que estaba harto de vivir con su mujer sin llegar a hablar mal de ella en ningún momento, al contrario, como comprendiéndola, amparándola, envolviéndola en adjetivos piadosos que en ningún caso lograban esconder una realidad implacable. Pobre Adelaida, decía, la pobre Adelaida, la llamaba, y asumía en solitario todas las culpas, Adelaida no entiende nada, pobre, es culpa mía, no tiene ni idea, claro, que cómo va a tenerla, si hace siglos que no le cuento las cosas que me pasan, es asombroso, ¿verdad?, bueno, pues le encanta ser mi mujer, qué quieres que te diga, yo no lo entiendo pero es así, pobre Adelaida, tiene una tienda de regalos, dice que la Geografía la aburre mucho, no entiendo por qué hizo la carrera, aunque, eso sí, cuando saqué la cátedra se alegró infinitamente más que yo, y ahora se ha comprado un perro, la pobre… Por supuesto, en ningún momento cedí a la repulsiva tentación de ponerme de parte de la pobre Adelaida. Por supuesto, en ningún momento él pretendió en absoluto que lo hiciera.

Hablamos mucho, y follamos mucho, tanto que cuando volví a sentarme ante mi mesa, tras despedir a Mari Pili en la puerta del estudio, sentí aún la ambigua compañía de un millón de alfileres, huellas casi romas, apaciguadas ya, de las agujetas que me habían obligado a ser consciente de mis piernas durante las últimas horas. Hasta entonces, las había recibido siempre con una intensa punzada de satisfacción, pero entonces, forzada a contemplar la realidad desde ángulos distintos al creado por mi propio deseo, me pregunté más bien si alguna vez llegarían a significar algo en realidad, más allá de un íntimo y templado dolor.

El resto de la mañana fue un desastre. No hice absolutamente nada excepto mirar por la ventana, como si los árboles pudieran escucharme, conocer de antemano todas las respuestas, y mi ánimo se meció blandamente entre sus ramas igual que una hoja más, una diminuta porción de vida animada por el viento que oscilaba arbitrariamente entre la euforia, la tentación de recordar desde la inocencia absoluta, y el desaliento nacido de mi propia experiencia de las cosas. Entretanto, como un martillo obsesivo, una ley sin matices, una condena perpetua, latía entre mis sienes la única pregunta, la misma trampa en la que se desollaban ya, de tanto tiempo presos, los tobillos de Rosa, enloquecida y absorta mientras me preguntaba en voz alta si sería posible que él no hubiera sentido lo mismo, el primer pronombre idéntico, el segundo distinto, de primera persona y mucho más terrible, desafiándome desde el recuerdo de mi piadosa ironía de entonces. Pensaba en lo que Javier estaría haciendo en aquel preciso instante, concentrado y distraído al mismo tiempo quizás, y sonreía, o indolentemente reintegrado al ritmo de su vida previa, y quería morirme. Al llegar a ese punto, reaccionaba, desconfiaba de mi propio pensamiento, tanta insensatez concentrada en un pliegue tan pequeño del tiempo, y me proponía quedarme en blanco, desconectar de mí misma, controlarme con dureza, pero todo volvía a empezar, y en algún momento, no recuerdo si rozando las nubes o el infierno, Marisa repiqueteó con los nudillos en la puerta para reclamar su premio.

Su llegada me obligó a descender al plano de los asuntos prácticos y solamente eso ya me hizo bien. Calculé a toda velocidad mientras avanzábamos sin rumbo fijo por el pasillo y, desdeñando riesgos aparentes, me decidí por el comedor de la empresa a pesar de que estábamos a primero de mes. Aunque Marisa protestó lo suyo -buah, no veas, parece que el amor nos vuelve tacañas- decidí romper la tradición de celebrar las buenas noticias con una comida fuera del edificio porque me pareció más seguro. A aquellas horas ya sabía que Mari Pili estaría comiendo con su marido, que Fran tenía una cita con los distribuidores y que Rosa llevaba toda la mañana encerrada con un fotógrafo francés al que tendría que invitar a comer a la fuerza, así que el Mesón de Antoñita e incluso otros restaurantes de los alrededores bien podrían acabar resultando un bosque de orejas.

–Te lo digo -advertí a Marisa- para que no te vayas de la lengua, ¿eh? Ni con Ramón.

–¡Pero bueno! – fingió indignarse-. Pa-arece mentira…

–Por si acaso… -concluí, mientras me colocaba detrás de ella en la cola del autoservicio.

Rellené la bandeja con lo primero que vi. No tenía ganas de comer ni de no hacerlo, todo me daba lo mismo, pero escogí la mesa con cuidado, en el rincón más aislado que encontré, y me senté de cara a la puerta, para controlar posibles compañías. Luego, bebí un sorbo de vino, y la miré.

–Soy toda oídos -dijo.

Empecé a contarle la historia desde el principio y, resignada ya a mi incapacidad para aprehender el hilo de mis propios cambios de humor, el frenesí emocional que impulsaba una especie de noria disparada a toda velocidad en el centro de mis tripas, conseguí revivir sin esfuerzo cada escena, cada frase, cada sensación que recordaba en voz alta, y me sentí mucho mejor porque Javier existía de verdad, porque de verdad había ocurrido todo lo que yo contaba, y tal vez eso fuera ya bastante, aunque no volviera a verle nunca más. Llegué a entusiasmarme hasta tal punto que olvidé las condiciones que yo misma había impuesto a mi interlocutora y, lo que fue peor, aunque estaba sentada enfrente de la puerta, no vi entrar a nadie, nadie cruzó ante mis ojos mientras Marisa separaba exageradamente las palmas de las manos para componer un gesto característico, y eso sucedió en el preciso instante en que una voz familiar alcanzaba mis oídos por la izquierda.

–¿Quién tiene ese pedazo de polla? – Rosa, tranquila y sonriente, dejó una bandeja sobre la mesa con toda la naturalidad del mundo y se sentó a mi lado, para indicar, más allá de toda duda, que se disponía a comer con nosotras.

–¿Pero tú no estabas con un francés? – pregunté con un hilo de voz, sobre el que se impuso sin dificultad la respuesta de Marisa, mucho más contundente.

–El riguroso autor.

–Seguro -Rosa asintió con la cabeza sin mirarnos a ninguna de las dos, absorta en su pelea con un frasco de catchup abierto que se negaba obstinadamente sin embargo a dejar escapar ni una sola gota de su contenido-. Todos los hijos de puta la tienen enorme. Qué le vamos a hacer, así es la vida…

–No es ningún hijo de puta -murmuré, aunque no estoy segura de que mis palabras lograran abrirse un hueco entre el chasquido de los azotes con los que la recién llegada castigaba la base del frasco de cristal-. Y tampoco es… -tan enorme como dice ésta, iba a añadir, pero acerté a callarme a tiempo. Mira por dónde, os vais a joder, pensé, tan molesta como si Rosa no le hubiera insultado a él, sino a mí.

–¿Y quién es el beneficiario y/o beneficiaria de semejante prodigio? – volvió a preguntar mientras observaba satisfecha el caudaloso río de líquido rojo, brillante y espeso como sangre impostora, que caía, imparable ya, sobre sus patatas fritas.

Marisa me miró, encogiendo los hombros y torciendo los labios simultáneamente, una mueca que quería decir «lo siento pero nos han pillado» y «al fin y al cabo, ¿qué más te da?» al mismo tiempo, y como no logré responder en el brevísimo periodo de tiempo que estaba dispuesta a concederme, ella misma interpretó mi silencio como mejor le convino.

–A-aquí… -y marcó una pausa para crear expectación-, mi prima.

Rosa se atragantó con un trozo de filete empanado, y tuve que alargarle mi propio botellín de agua cuando parecía ya a punto de reventar.

–¡¿Quién?! – preguntó, como si no estuviera muy segura de haber recuperado el oído tras una vida entera siendo sorda, y decidí que ya estaba bien de exclamaciones.

–Yo -respondí, en voz alta-. A ver. ¿Qué pasa?

Entonces se echó a reír.

–¡Coño! Pues sí que tiene que ser riguroso…

–Y co-oncienzudo -añadió Marisa entre carcajadas.

Estaban muertas de risa, tan divertidas que no pude resistirme a acompañarlas, y reí yo también, de puras ganas de reír, hasta que Rosa recuperó el control de su rostro, y sus labios se cerraron a medias para insinuar una sonrisa nostálgica, casi triste, y desesperanzada. Entonces, enarbolando un testigo que nadie le había entregado, Marisa rescató el rastro de nuestra conversación previa.

–Resumiendo -dijo, dirigiéndose a la rezagada-, que ésta quedó con Ja-avier Álvarez el miércoles por la tarde, y el tío se empeñó en que le contara su vida, y se les hizo tarde, y cuando se levantaron a preparar la cena, él atacó delante de la nevera, y se fueron a la cama, y le echó dos polvos, y a la mañana siguiente, otro, ¿qué me dices?, con cua-arenta tacos…

–Con treinta y ocho -corregí, pero ella pasó por alto aquel matiz.

–Y luego dijo que se tenía que ir a Los Monegros porque está escribiendo un libro sobre la zona, que ya se ve que lo suyo es el rigor en todo, pero enseguida volvió a llamar y le dijo a A-ana que si le invitaba a comer se daba la vuelta… Ahí nos habíamos quedado. Para conocer detalles sexuales, tendrías que ha-aber llegado antes…

–¿Y volvió? – Rosa me miraba con la misma expresión que iluminaba los ojos de Amanda cuando era muy pequeña y no podía resistirse a preguntar, un poco antes del final del cuento, si la princesa prisionera acababa muriendo o casándose con el príncipe.

–Sí, volvió -contesté.

–Y se volvió a ir…

–Esta mañana.

–¡Joder! – escondió un instante la mirada en su regazo antes de imponerse una sonrisa forzada-. ¡Qué bien! ¿No?

–Sí… -admití, antes de seguir hablando.

Al llegar al final, tuve la impresión de que mi historia había desatado más cabos de los que era capaz de calcular, porque no solamente Rosa me miraba de una forma especial. Marisa también se había puesto nerviosa, hasta el punto de que la vi encender un cigarrillo y fumárselo, aunque no se tragara el humo, por primera vez en mi vida. Estaba extrañamente callada, pensativa, y no miró en mi dirección ni aproximadamente mientras Rosa me sometía a una descabellada balería de preguntas que se contestaba a sí misma antes de que yo pudiera hacerlo.

–Pero ¿cuándo te diste cuenta de que te habías enamorado de él?

–Enseguida.

–Ya, pero enseguida quiere decir cuando pudiste reflexionar y repensarlo todo, cuando te quedaste sola, ¿no?

–Pues… no sé qué decirte. Es posible. Pero entonces ya estaba enamorada de él, eso seguro, porque me acuerdo de que lo pensé antes de dormirme.

–¿Cuándo?

–El miércoles por la noche.

–No puede ser.

–Bueno…, yo creo que sí.

–¡No! – hablaba ya con tanta pasión como si le fuera la vida en cada sílaba-, porque el enamoramiento es un acto cerebral, una creación, una elaboración de la realidad…

–Pues a mí me pilló follando.

–¡Que no! – parecía furiosa-. Es imposible.

–¡Que sí -y consiguió enfurecerme a mí-, joder, Rosa, qué quieres que te diga!

–Porque no te has dado cuenta, porque has tenido mucha suerte y ha pasado todo muy deprisa, pero yo te digo a ti que el enamoramiento es un proceso muy lento.

–Será a veces… -concedí, sin atreverme a decirle que ya estaba bien de que intentara manipular cualquier cosa que sucediera a cualquier hora de cualquier día en cualquier parte del mundo para justificar su obsesión por Nacho Huertas.

–Siempre.

–Ni hablar.

La discusión acabó de golpe, cuando Marisa decidió volver al mundo para hacerme la única pregunta que no podía contestar.

–¿Y qué vas a ha-acer ahora?

La había comprendido perfectamente, pero no quise admitirlo tan deprisa.

–No te entiendo -musité.

–Pues sí, es muy sencillo -hablaba alto y claro-. ¿Qué vas a ha-acer? ¿Vas a buscarle, vas a pasar de él, vas a esperar a que él te llame, va-as a llamarle tú?

–Te lo vas a encontrar aunque no quieras -intervino Rosa-, dentro de diez días… En la fiesta de la editorial, ¿no te acuerdas? Todos los autores están invitados. Él también, seguro. Y Nacho. Espero que venga…

Ella cruzó los dedos mientras yo sentía que las alas de un ángel misericordioso me elevaban sin esfuerzo hasta el techo del comedor, y estuve a punto de besarla sólo por tener tan buena memoria mientras recuperaba en un instante la información que nunca tendría que haber olvidado, un rito anual, la fiesta de la editorial, en la azotea del edificio, un par de semanas antes de que empezara la Feria del Libro, barra libre y música bailable, era muy divertida y siempre venía todo el mundo, todos los autores venían, siempre…

–Te lo digo porque es lo único que importa de verdad en este mundo -Marisa insistió, su frente súbitamente sombría-. Y yo lo sé, porque todo lo demás lo tengo. Tengo una casa, tengo trabajo, gano dinero, me sobra el tiempo libre, estoy conectada a la red, voy mucho al cine, ya te digo… Pero duermo sola por la-as noches. Y eso es lo mismo que no tener n-nada.

Sus dos últimas frases se quedaron prendidas en el aire, para planear sobre nuestras cabezas como una extraña suerte de amenaza.

Pero, a veces, las cosas cambian.

Ya sé que parece imposible, que es increíble pero, a veces, pasa.