Rosa

Descubrí de repente que la tierra mojada huele a pecado.

Mientras aspiraba el sutilísimo aroma de la culpa emboscado en el prestigio de un olor tan poético, me resigné a vincular aquel hachazo de melancolía con el hueco del sofá donde ya no me sentaba a contemplar con mis hijos las sucesivas entregas de la epopeya imitante, el enigma de confuso principio y desenlace imposible que antes me había permitido regresar a mi propia niñez para gritar y aplaudir igual que ellos. Antes ya quería decir años antes. Aquella precisión cronológica desató un escalofrío de horror a lo largo de mi espalda, y me pasé el paraguas a la mano izquierda para cruzar las solapas de mi abrigo con la derecha pero, aunque hacía un día de perros, ningún gesto podría protegerme del frío que nacía del núcleo de mis propias vértebras.

Sin perder jamás de vista aquella verja pintada de negro, ni la placa de bronce que fijaba en el muro, a la derecha de la puerta, el número 48 y ningún nombre, ni el ciprés joven, pero robusto, que asomaba apenas por encima del seto de tuya verde impecablemente recortado, en el ángulo izquierdo de aquel jardín desconocido para mí, me obligué seriamente a pensar en mis hijos, Ignacio, 10 años, varón, moreno, desobediente pero muy cariñoso, un estudiante vago con intuiciones brillantísimas que debería aprender a explotar de una vez, y Clara, 7 años, mujer, castaña clara, obediente y disciplinada, buena estudiante, responsable pero bastante gruñona y hasta hosca a ratos, que creía aún en los Reyes Magos. Últimamente me imponía esta especie de gimnasia mental con mucha frecuencia y procuraba empezar por el principio, repitiendo los datos que jamás podría olvidar para protegerme de mi propia desmemoria, porque me aterraba la posibilidad de que los niños, con esa inteligencia simple y directa que los adultos han perdido ya, fueran los primeros en descubrir que su madre les había abandonado, que la mujer que les seguía despertando por las mañanas, les hacía el desayuno, les ayudaba a vestirse y los llevaba corriendo a la parada del autobús, esa misma mujer que se ocupaba luego de ellos por las tardes -cuando estaba en casa por las tardes- y los bañaba, les daba de cenar y los metía en la cama, no era la misma de antes, sino una impostora hábil, una copia idéntica que apenas les dedicaba ya una hebra de su pensamiento. Tenía que pensar en los niños porque la Navidad se me echaba encima, pero no tenía ni idea de qué regalos les gustarían más, no tenía cabeza para sentarme con ellos delante del televisor y anotar mentalmente los anuncios de juguetes que les hacían chillar, no les prestaba atención cuando me hablaban, y sin embargo sabía que antes o después tendría que llevarlos a la Plaza Mayor a comprar serrín, y corcho, un cielo de papel y alguna figura nueva para poner el belén y, naturalmente, habría que poner también el árbol, el año pasado se fundieron la mitad de las luces, tenía que contar también con eso, y con que haría falta reponer alguna bola de cristal, de las que se cargaron jugando al fútbol, y Clara se empeñaría en pedirme una zambomba, como todos los años, y luego, como todos los años también, sería incapaz de arrancarle el menor sonido, y lloraría desconsoladamente por su torpeza, como lloraba yo por la mía cuando ella no podía verme.

Un coche verde pasó a mi lado, salpicándome sin querer. Sólo estuvo a mi lado un segundo, pero tuve tiempo de ver la cara del conductor, paralizado por el asombro al comprobar que el bulto oscuro parapetado tras un modesto cartel publicitario de un restaurante de las inmediaciones era una mujer empapada, abrumada por la lluvia, igual que aquella calle, aquellas casas que parecían condenadas a disolverse en el torrente implacable y vertical que estaba a punto de desarbolar la modesta armazón de mi paraguas. Mientras me sacudía en vano, con las manos mojadas, los charcos de agua que aquellas ruedas habían sembrado sobre mi abrigo, sentí un desvalimiento estrictamente físico, una triste sensación de pobreza en la piel, como la fase inicial de un estado de enmohecimiento que ya conocía, aunque hacía siglos que había desertado de la memoria de las cosas recientes. Entonces me di cuenta de que mis hijos no tenían nada que ver con el olor a pecado de la tierra mojada.

El recuerdo era mucho más antiguo, remoto incluso, las monjas habían vendido el colegio un año antes de que yo empezara la primaria, mi hermana Angélica me llevaba tres años de ventaja y yo solía ir a buscarla con mamá a aquel caserón inmenso, un jardín oscuro, de árboles antiguos, aristocráticos bancos de piedra tapizada de musgo, como los que salían en las películas de miedo, y glorietas pasadas de moda, con sus correspondientes arcos de hierro oxidado por los que ya no trepaba ni la memoria del último rosal. Los muros exteriores, altos y espesos como los de una fortaleza, aislaban a las alumnas del bullicio de la Castellana, creando la ilusión de un mundo independiente, suspendido por su propia voluntad en el espacio y en el tiempo. Eso es al menos lo que yo recuerdo de aquel misterioso castillo encantado del que Angélica salía corriendo cada tarde como quien escapa de una cárcel, justo cuando yo pensaba que daría la mitad de mi vida por entrar. Pero yo era una niña feliz, de una familia feliz, mi madre no trabajaba, mi padre sí, y ganaba lo suficiente para que ninguno de sus cuatro hijos, cinco después, cuando Natalia nació casi a destiempo, llegara a sentir jamás necesidad de ninguna cosa importante, y les daba tanta pena mandarnos al colegio que nos tenían en casa, jugando todo el día, calientes y protegidos, hasta que cumplíamos la edad máxima que marcaba la ley de escolaridad, seis años en mi caso. Justo entonces las monjas vendieron el colegio, el jardín oscuro con sus duendes dentro, las ventanas apuntadas con vidrieras de colores tras las que dolía casi no distinguir el capirote azul celeste de una princesa medieval, las glorietas de arcos de hierro oxidado y aquellos bancos de piedra vegetal, pero a mí no me lo dijo nadie, nadie me advirtió de lo que me estaba siendo arrebatado, era el primer sueño de mi vida y se desvaneció en el aire como los pétalos resecos de aquellas rosas perdidas, se deshizo en una nube de polvo de color, y luego en nada. Cuando me monté en el coche de mi padre, aquella mañana, no sospechaba siquiera lo que iba a ocurrir, pero me extrañaba que tardáramos tanto, y pregunté muchas veces, ¿adónde vamos?, al colegio, me repetía él, Angélica lloriqueaba a mi lado, la muy imbécil, pensaba yo, sin anticipar en las suyas mis propias lágrimas de otras mañanas, y al final, cuando ya me había aburrido de esperar, el coche atravesó una verja de barrotes cuadrados, vulgar y corriente, y se detuvo ante un edificio de ladrillos rojos con ventanales grandísimos, más vulgar y más corriente aún, ante un jardín que no era tal, dos o tres manchas de césped en una desnuda extensión de tierra y un inmenso patio de cemento adosado al ala izquierda del edificio. Entonces lo pregunté por última vez, ¿pero adónde me has traído…? A tu colegio, me contestó mi padre, míralo, es nuevo, lo vas a estrenar tú, ¿a que te gusta?

Nunca me gustó, nunca, pero tampoco nunca llegué a odiarlo, porque yo era una niña feliz en general, y quizás por eso dócil, alegre casi siempre, y disciplinada, es decir, una alumna ideal, sobre todo porque aprendí enseguida que el método más rápido y seguro para sobrevivir en aquel laberinto sin secretos consistía en estudiar y sacar buenas notas, y la verdad es que no me costaba un gran esfuerzo aplicarlo. Así que las monjas me dejaban en paz, aunque insistieran en llamarme siempre por mi nombre completo, Rosalía, que no me gusta, y yo las dejaba en paz a ellas, una relación mucho más fértil y apacible de lo que se habían atrevido a esperar de la hermana de Angélica Lara, niña conflictiva, rebelde e hipersensible a la vez, perpetuamente dividida entre los gritos y el llanto, que no sólo las odiaba sino que tenía valor de sobra para decírselo a la cara. Yo no comprendía la infelicidad de mi hermana Angélica, esa especie de perpetua desazón, de decepción constante frente a sí misma y a todas las demás cosas de este mundo que trazaba una parábola perfecta para conectarse con la infelicidad de mi hermano Juanito, tres años menor que yo y como ella inquieto, desilusionado, hermético, incapaz de contar nada de lo que le pasaba, de apreciar nada de lo que le rodeaba. Entre ellos, Carlos y yo solíamos estar bien, contentos y tranquilos, con buenas notas y el sueño sereno, profundo, que se le supone a todos los niños. Ahora, Juan, que abandonó un futuro brillantísimo en España y a su primera mujer al mismo tiempo, vive en Estados Unidos, está casado con una negra de piel bastante clara y una belleza tan espectacular que nadie adivinaría que es bastante mayor que él, da clases de Física en una universidad de Virginia, y tiene tres hijos muy morenos y tan guapos como su madre. Viene muy poco por aquí, pero todos, menos mamá, que suspira puntualmente cada vez que alguien pronuncia su nombre, tenemos la impresión de que le van muy bien las cosas. Angélica ha cumplido cuarenta años pero no los aparenta ni por dentro ni por fuera. Trabaja en una agencia de publicidad, gana montañas de dinero, se ríe muchísimo y, por fin, dice que está muy contenta con su vida. Rompió un matrimonio que todos creíamos que funcionaba, y del que tuvo una hija, enamorándose como una bestia de un músico un par de años más joven que ella con el que se casó enseguida, y enseguida tuvo otro hijo. Llevan siete años juntos y todavía se morrean todo lo que pueden en la calle, en el cine, y hasta en las comidas familiares. Natalia todavía no ha acabado la carrera, pero Carlos y yo seguimos estando bien, casados con nuestras parejas originales, ambas de piel blanca, nacionalidad española, y edad y aspecto y trabajo apropiados, siempre aparentemente contentos y tranquilos, sacando las notas más altas que mis padres han podido nunca atreverse a desear para sus hijos. A veces, en alguno de los raptos de melancolía que aíslan a mi hermano por completo del mundo, en la cena de Nochebuena, o el día de su cumpleaños, siento la tentación de preguntarle si su serenidad representa para él lo mismo que la mía representa para mí.

Yo no odiaba el colegio, como Angélica, porque aquel estúpido edificio, por muy feo que fuera, por muy poca gracia que tuviera, carecía del poder suficiente para arañar siquiera mi conciencia de niña feliz, pero allí sin embargo aprendí el significado de la tristeza. Nunca olvidaré aquellas tardes horribles de lluvia infinita, la grisura del cielo desplomándose sobre el horizonte como una maldición que yo no merecía, la noche que se cerraba como el puño de un coloso malvado sobre las cinco y media de las tardes de invierno, a la misma hora en la que apenas empezaba a despertarme de la siesta en los deslumbradores días de veranos destilados con cloro de piscina y muchísima pereza, recuerdo el repiqueteo de la lluvia sobre los cristales, aquellos enormes ventanales que me permitían distinguir, al fondo, las luces de los autobuses, encendidas ya cuando sonaba el timbre de la salida, y recuerdo el desconsuelo con el que recogía mis cosas, y bajaba las escaleras, y salía a aquel desierto solar al que todo el mundo llamaba jardín. Tenía que atravesarlo de punta a punta para llegar al autobús y entonces sí, entonces llegaba casi a comprender a Angélica, porque la falda me dejaba las rodillas al descubierto siempre, y algunos años también buena parte de los muslos, mi madre se negaba a comprarme un uniforme nuevo cada curso con la única excepción de los calcetines pero, a despecho del supuesto prestigio del colegio, éstos eran tan malos, tan finos, que aunque los estrenara a mediados de octubre, el elástico se había rendido ya para siempre a principios de noviembre, y desde entonces los llevaba arrugados alrededor de los tobillos, las piernas desnudas. Mi piel se erizaba al contacto con el frío, con la lluvia, con el viento, recuerdo esa humillación del invierno, el sendero plagado de charcos helados que empapaban mis zapatos, el pequeño pero inagotable azote de las gotas de agua que se estrellaban contra mis corvas, y una tremenda impresión de soledad que todavía hoy no sería capaz de definir, pero que me aplastaba contra aquel suelo líquido con la certeza de no tener a nadie en este mundo. El olor a tierra mojada, olor a abandono, a soledad, a amargura, a un exilio cruel del color de los veranos, me acompañaba al interior del autobús escolar, una cárcel portátil gobernada por el vaho que pintaba las ventanas con su horrible baba gris y condensaba la atmósfera hasta hacerla irrespirable, agudizando la tristeza de aquellos asientos de escay, el plástico rajado en las esquinas por las que asomaban las tripas de gomaespuma, y la lentitud, la humedad en todo, la odiosa sensación de llevar a cuestas toda el agua de este mundo y el odioso presentimiento de no ir a ser capaz de desalojarla jamás, porque ya se había infiltrado en la ropa, en la cartera de piel, en los zapatos manchados de barro, en mi imaginación y en mi alma. Entonces, cuando creía ahogarme ya en mi propia nostalgia, cuando llegaba a dudar de la niña feliz que apenas era, la puerta del autobús se abría para mí en el centro del mundo verdadero, Barquillo esquina a Almirante, donde el suelo era de asfalto y las aceras de adoquín, y el agua corría ordenadamente hacia los sumideros disimulados entre las ruedas de los coches, y había luz, y gente, y olía a hojaldre recién hecho en la puerta de la pastelería, y en mis manos, a la corteza de la mandarina que me regalaba el frutero al verme pasar, pronunciando la cálida contraseña de mi nombre, Rosa, un olor estupendo que sobrevivía en los resquicios de mis dedos hasta después de merendar, bien segura ya en mi barrio, en mi casa, mi madriguera, una ciudad antigua de edificios altos como hadas madrinas y bares abiertos hasta la madrugada. El olor a pecado llegó después, como una precisión postrera pero definitiva.

Ya ni siquiera me acuerdo de cómo se llamaba aquel chico que estudiaba COU en el colegio de al lado, lo cual quiere decir que su verja estaba a medio kilómetro de la nuestra, en el último extremo de una urbanización perdida en el culo del mundo. Tampoco me acuerdo de su cara, pero tenía el pelo rizado, castaño rojizo, y sé que era alto, y muy corpulento. Era además lo que entonces llamábamos muy mayor, porque había repetido un par de años, y tenía una moto, y edad suficiente para sacarse el carnet de conducir. Por eso seguramente le hice caso, porque la verdad es que no me gustaba mucho, pero yo le gustaba tanto a él que siguió viniendo con nosotras después de dejar a su novia, una chica de sexto que desertó a cambio, incapaz de contemplar el intenso cortejo semanal que tenía a todas mis compañeras de curso muertas de envidia. Yo estaba en quinto y salía en pandilla todos los fines de semana, hacíamos el recorrido completo, Moncloa, Princesa abajo, Arguelles, Princesa arriba, Moncloa y vuelta a empezar, pero casi siempre me perdía el último tramo. Mis amigas tenían permiso para volver a casa a las diez, y los chicos podían seguir en la calle hasta las diez y media, pero a mí me había costado tanto trabajo convencer a mi madre para que alargara en media hora el vergonzoso plazo inicial de las nueve de la noche, que no me atrevía a desafiarla, nunca me había atrevido, yo me llevaba bien con ella, bien con mis hermanos, y con mi padre, nunca chillaba, como Angélica chilló antes, como Juan chillaría después, jamás di un portazo ni una mala contestación, y no llegaba tarde, nunca les había dado un disgusto, pero siempre en esta vida hay una primera vez.

Era la primera vez que quedábamos solos, sin la pandilla, y cuando llegué a la puerta del Parador de Moncloa y le vi, apoyado con aire de propietario en aquella furgoneta aparcada en doble fila, la emoción me desarmó en un instante, porque no era nada normal salir con gente que tuviera coche. Me decepcionó un poco que no fuera a conducir él, pero al mismo tiempo sentí una ambigua punzada de alivio al comprobar que nuestra intimidad no sería completa. En los términos típicos de la época, éramos tres parejas, y todo lo demás era igual de típico, el inequívoco aspecto de hippies de buena familia que tenían sus amigos, tan parecidos a los de Angélica, la pareja longitud de las melenas de todos ellos, las dos guitarras que cargaron en el coche con más cuidado del que empleaban en sí mismos, y hasta el perro sucio y peludo del conductor, que se tumbó apaciblemente sobre el colchón encajado en la parte de atrás, entre la pareja que teníamos enfrente y la que formábamos aquel chico del que ya no recuerdo su nombre y yo. Me dijeron que íbamos a Valdemorillo, a un mesón estupendo donde daban vino barato y un queso muy bueno, y a mí me pareció bien, quizás porque le di la primera calada a un canuto antes de salir de Madrid, los de enfrente liaban y pasaban sin parar, mi acompañante estaba misteriosamente pendiente de aquel tráfico aunque me metió la mano en el escote y la lengua en la boca justo después de pasar de largo por el último semáforo, yo le devolvía los besos y pensaba que estaba haciendo algo muy grande, muy importante y peligroso, digno casi de mi hermana mayor, y que me gustaba, todo me gustó, hasta aquellos porrones de vino barato en los que bebí demasiado y derramé lo suficiente para ponerme perdida la blusa, y las canciones, casi todas políticas, algunas procaces, brutales incluso, pero todo era divertido, y los besos constantes, inagotables, furiosos, llegaron a hacérseme imprescindibles en algún momento, y besé a aquel muchacho que ha perdido su nombre con un hambre de besar que también yo he perdido quizás para siempre. Me sentía maravillosamente hasta que miré el reloj, y vi que eran las ocho y media. Me daba tanta vergüenza decir en voz alta que tendría que estar en mi casa sólo una hora después, que esperé un rato a que alguien decidiera por mí que había llegado el momento de volver a Madrid pero, por supuesto, eso no ocurrió, y a las nueve menos diez tuve que susurrar en el oído de mi flamante novio que tendríamos que marcharnos ya. Él me dirigió una mueca de fastidio tan nítida que por un momento temí estar perdida, pero debía de gustarle tanto que acabó por complacerme. Sin embargo, no le resultó fácil convencer a los demás, y eran ya las nueve y diez cuando salimos de aquel mesón, donde ninguno de nosotros nos habíamos dado cuenta de que la amenaza gris del cielo que nos había escoltado desde Madrid acababa de desatarse en un chaparrón atroz. Llovía con tal insistencia, con tal empeño, con tal ambición de anegar el mundo, que nos pusimos perdidos de agua en el brevísimo trayecto que nos separaba de la furgoneta, y cuando logramos acomodarnos dentro, convertimos el colchón que nos acogía en una somera e imprevista laguna. Pero todo seguía estando bien. Me entregué a una nueva sesión de muerdos y manoseos con el ánimo tranquilo y un humor excelente, porque no habíamos invertido más de veinte minutos en el viaje de ida, y por tanto, mi retraso no superaría el cuarto de hora, un plazo sensato, tolerable, inocuo incluso. La furgoneta avanzaba a buen ritmo por un sendero de tierra en dirección a la autopista, donde sin duda empezaríamos a ir más deprisa, eso pensaba yo, y sin embargo nos detuvimos justo cuando crecía la luz, y el estrépito de los neumáticos que rodaban sobre el asfalto mojado.

Era domingo. Yo lo sabía aquella mañana, cuando me levanté, y seguía sabiéndolo a la hora de comer, lo sabía mientras me arreglaba y hasta cuando acudí a mi cita, a las cinco y media, y al volver a Madrid, ya de noche, seguía siendo domingo aunque yo lo hubiera olvidado, y además llovía, y por eso, porque estábamos atrapados en la noche de un domingo lluvioso, la carretera de La Coruña era un inmenso río de luces detenidas, un infinito estanque de motores inútiles, una doble fila india de desesperados que arropaba mi propia desesperación y algo más, porque el repetidor del colegio de al lado me besaba y me metía mano en la oscuridad, y yo no podía dejar de corresponderle aunque fuera igualmente incapaz de dejar de pensar en la que se me venía encima, y me lo estaba pasando muy bien y me estaba jugando la vida al mismo tiempo, pero el embotellamiento era monstruoso y ninguna cantidad de angustia podría resolverlo, yo no tenía ningún control sobre la situación exterior pero podía aprovechar los beneficios de la interior, y eso fue lo que hice mientras dentro de mí florecía una sensación nueva y extraña, inevitablemente asociada a la lluvia y el frío de una noche de febrero, al olor de mi ropa húmeda de vino y de agua, de mis zapatos manchados de barro, y me sentía por dentro infinitamente culpable de no sentirme lo suficientemente culpable, y por fuera me reía, y bromeaba, retorciéndome por obra de ese inquietante placer que provocan las caricias que se quedan a medias, sabiendo que no me estaba portando bien, pero sin fuerza alguna para dejar de portarme exactamente así. Fuera de la furgoneta olía a tierra mojada, dentro de la furgoneta olía a tierra mojada, aquél era también el olor de los besos y del miedo, un escalofrío que no me abandonó hasta que entré por fin en el salón de mi casa, que ya no era la casa de una familia feliz, porque no era feliz mi padre, que rumiaba su furia en silencio, ni mi madre, que lloraba a gritos como si la estuvieran desollando viva, las doce menos veinte, decía, las doce menos veinte y no has llamado siquiera, las doce menos veinte, como si no tuviera ya bastante con tu hermana, las doce menos veinte y un día de éstos me vais a volver loca entre todos…

Me castigaron a quedarme en casa todos los fines de semana durante un montón de tiempo, ya no me acuerdo si tres meses, o seis, y yo acaté el castigo con una mansedumbre inexplicable en cualquiera que no estuviera acostumbrado a ser feliz, pero mi concepto de la felicidad, y del precio que hay que pagar por ella, cambió de una vez y para siempre. Eso no se lo pude explicar a aquel chico, que me abandonó casi en el acto, menos escandalizado por los resultados de nuestra aventura que por la docilidad con la que me plegué sin rechistar a la disciplina paterna. No me importó mucho, porque la verdad es que él no acababa de gustarme, y quizás por eso olvidé tan deprisa que la tierra mojada huele a pecado.

Tuvieron que pasar más de veinte años y una calamidad para que recuperara de golpe el sentido de aquel olor en el cruce de dos calles de la urbanización más remota de Pozuelo de Alarcón, mientras acechaba la verja de hierro de una casa en la que jamás había sido invitada a entrar, desde la parte trasera de un cartel metálico que anunciaba un restaurante de las inmediaciones. Y la tierra mojada me golpeó con más eficacia que ninguna palabra, ninguna reflexión, ningún consejo, quizás porque había eludido cuidadosamente el concepto de pecado durante los últimos tiempos y la lluvia y el frío de la última tarde de noviembre lo rescataron para mí, tan puro y deforme como antes, pero distinto, porque al volver a casa me esperaba algo mucho peor que una bronca, que un castigo, que un disgusto, y mis hijos no tenían nada que ver con todo esto. Estaba pecando contra mí, y no existe perdón para un pecado semejante.

Estornudé dos veces y pensé en mi hermana Angélica, en mi hermano Juan. Quizás la costumbre de la felicidad es como una de esas drogas dañinas que se asimilan al organismo hasta el punto de llegar a resultar ineficaces e imprescindibles a la vez, destruyendo la voluntad para siempre. Quizás yo seguía siendo feliz pero no me daba cuenta. Quizás los niños felices llegan a creer que su estado es un don perpetuo, una condición irrevocable, un destino fijo, definitivo, como una posesión, y por eso se niegan a aceptar las reglas de otra vida, no pueden asumir un final diferente. Nacho Huertas no podía saber que estoy acostumbrada a ser feliz, y yo no había descubierto aún la manera de convencerle cuando la tierra mojada empezó a atormentarme con su olor a pecado.

No podía seguir soportándolo ni un minuto más. Estaba a punto de marcharme ya, cuando las verjas de hierro se abrieron por sí solas, como las puertas de la cueva de Aladino, y un coche negro, nuevo, pequeño, asomó el morro al camino de tierra que hacía las veces de acera y se detuvo, tan cerca de mí que, a través de la lluvia, podía leer sin ninguna dificultad los números de una matrícula que me sabía de memoria. El corazón me dio un salto en el pecho, creí que iba a morirme de ansiedad, pero no tuve suerte.

La mujer de Nacho Huertas pasó a mi lado y también ella me salpicó sin querer, pero no tuvo la curiosidad de mirarme siquiera.

Después de aquella noche de sexo aplazado que cobré a destiempo en el clandestino futón de su estudio, decidí que correspondería a aquel hombre que me había llamado amor mío con mi propio e ilimitado amor, pero esta determinación, que él todavía ignoraba, no le animó a llamarme, así que empecé a llamarle yo. Cuando dejó de coger el teléfono, para privarme de largas conversaciones de media mañana repletas de chistes sexuales y alusiones a citas inminentes que jamás llegaban a concretarse, empecé a dejar largos mensajes en su contestador. Cuando dejó de devolverme las llamadas, respuestas cada vez más breves y desganadas a reclamos cada vez más complejos y audaces, que llegué a escribir incluso, con el mejor estilo de la redactora de encargo que fui en otro tiempo, antes de vaciarlos en los insensibles oídos de una máquina, empecé a marcar su número a todas horas sólo para oír su voz al otro lado de la línea. Cuando empecé a tropezarme con el pitido de su fax, conectado durante muchas más horas de lo que parecía razonable, me convencí de que el legendario prestigio que las ciencias ocultas se han labrado durante milenios, no puede asentarse de ninguna manera en el vacío, y empecé a frecuentar a Bambi. Cuando recuperé por fin la cordura en la certeza de que el tarot es un camelo, porque ninguno de los augurios favorables inscritos en las estrellas para mí desde mucho antes de mi nacimiento llegó a cumplirse ni siquiera oblicuamente, escribí a Nacho Huertas una carta conmovedora, sutil, irónica, sincera y honda, a la que nunca contestó. Cuando me cansé de esperar una sola respuesta a mi segunda, mi tercera, mi cuarta, mi quinta carta, empecé a merodear furtivamente por su casa. Mientras tanto, pasaba el tiempo.

A aquellas alturas, ya no sabía muy bien lo que quería, lo que esperaba encontrar buscándole de aquella descabellada manera. Quizás no era más que una palabra, una respuesta, una fórmula capaz de despejar la incógnita que me mantenía en vilo, atada de pies y manos, suspendida de un gancho invisible atornillado en la clave de la bóveda celeste, planeando, como el Robin torpe, lento y voluntarioso que jamás ha sido aprendiz de Superman, sobre el mundo que los otros habitaban como lo había habitado yo hasta que aquella dañina pasión me expulsó violentamente de su seno, viviendo sin vivir, durmiendo sin dormir, sabiendo sin saber lo que todos los demás sabían. Me preguntaba si un hombre feliz con su mujer se habría lanzado de cabeza a los brazos de una imprevista compañera de viaje, si un hombre capaz de desatarse en una noche de amor no prevista habría podido salir indemne de esa prueba, si un hombre capaz de sumergirse en otra piel sin alterarse, se habría levantado por la noche para dedicarse a hacer fotos a una mujer accidental mientras dormía, si era posible, en definitiva, que ese hombre no hubiera sentido lo mismo que yo, que no le hubiera pasado lo mismo que a mí, que no estuviera escuchando al menos una vez, todos los días, un susurro que nacía del centro mismo de su conciencia y no se cansaba de repetir siempre lo mismo, como un disco rayado, como una maldición sonora, como un inquebrantable desafío, todavía estás a tiempo, debía decir esa voz, a la fuerza tenía que decirlo, ella es el camino del resto de tu vida, llámala o te arrepentirás hasta en el día de tu muerte. Quizás habría bastado una palabra, olvídame, pero él jamás quiso salvarme al pronunciarla.

Aunque llegó un momento en el que dejó de existir para mí en el terreno neutral de la realidad, aunque a partir de entonces dejara de ser un hombre y se fuera desprendiendo poco a poco de su carne, de sus huesos, de su volumen y su capacidad de movimiento, para encajar más bien en el descarnado estuche de una idea, una obsesión permanente que se desentendía de sí misma para crecer sólo dentro de mí, reemplazando poco a poco todo lo que yo albergaba como si pretendiera hacerme reventar al final, desbordarse por las costuras de un cuerpo incapaz de sostenerla por más tiempo, el hombre llamado Nacho Huertas no había abandonado el mundo de los vivos y, de tarde en tarde, daba señales de su existencia.

Nada sería más injusto que reprochárselo, descargar en sus hombros el peso de mi propia locura, esa venenosa infección que él había causado sin pretenderlo, igual que un virus microscópico, egoísta e inocente de por sí, eternamente atrapado en su propia maligna naturaleza, pero lo cierto es que a él le gustaba aquella situación, estaba segura de que disfrutaba conmigo igual que un niño disfrutaría con un juguete cuyas pilas no se agotaran nunca, un muñeco capaz de hacer cada día una cosa distinta, cada día más complicada y difícil, más gratificante en su excentricidad. Su amor propio debía de dispararse con la intensidad de mi amor, con la incondicionalidad de mis ofertas, con mi resignación y con mi fe, alimentos de una autoestima que rozaría ya el rango de la divinidad, un prestigio íntimo al que no estaba dispuesto a renunciar porque jamás me dejaba caer hasta el fondo, nunca dejaba de enviarme una señal cuando yo desesperaba, cuando me cansaba de recuperar una y otra vez los recuerdos más placenteros, más intensos, más felices, cuando me daba cuenta de que ciertas frases, ciertos gestos, ciertos polvos, se estaban empezando a parecer a esos cromos sobados, con las esquinas dobladas y un impreciso barniz de mugre impregnando para siempre una ilustración que parecía ya impresa en cartón mate, que mi hijo barajaba sin parar a todas horas. Justo entonces me mandaba recuerdos con alguien, o llamaba por teléfono o, aunque esto sólo sucedió dos veces, aparecía por la puerta de mi despacho, saludándome como si no hubiera vuelto a saber nada de mí desde que regresamos de Lucerna.

La primera vez apenas logré entreverle a través de la puerta que había abierto con una aparente decisión que no le llevó sin embargo más allá del umbral. Desde allí dijo hola, me guiñó un ojo, y alguien a quien no pude identificar tiró de él inmediatamente hacia fuera. Luego nos vemos, fue la fórmula que escogió para despedirse, y yo le contesté con el mismo aturdido silencio que había opuesto a su saludo, porque la clásica imagen de la muerte como una anciana velada que arrastrara un manto negro por el suelo, la reluciente cuna de la guadaña festoneando el perfil de su encorvada espalda, no me habría impresionado tanto. Pasaron por lo menos diez minutos, quizás más, hasta que logré recuperar un mínimo control sobre mis músculos, el justo para encender un cigarrillo y fumármelo muy deprisa, quemando tabaco como un adolescente escondido en un cuarto de baño. Sólo después comprobé que, para mi sorpresa, no estaba contenta. La certeza de que en aquellos momentos él se encontrara bajo el mismo techo que yo, quizás apenas a unos metros de distancia, me sumía en una profundísima inquietud, pero la tensión a la que me forzaba era tal que al principio pensé que habría sido mucho mejor no haberlo visto siquiera. Seguramente, esta reacción primeriza formaba parte de mi propio asombro, como una especie de resaca instantánea de una emoción dolorosa de puro intensa, porque enseguida me levanté, y salí a encontrármelo, buscándolo primero en el estudio, donde Ana se alegró casi de decirme que no le había visto, y luego en el Archivo, por donde jamás deja de pasar un fotógrafo que esté de visita en el edificio, y donde me dijeron que se había marchado por lo menos media hora antes, y después por Texto, por Grandes Obras, por Ciencia y Tecnología, hasta que recorrí todos los pasillos de todas las plantas sin resultado para salir después a la calle y comprobar que tampoco estaba en ningún bar de los alrededores, una expedición fracasada que culminó en una larga serie de maldiciones que descargué sin piedad sobre mí misma, abominando de mi falta de reflejos, de mi lentitud, de mi torpeza. Pero en aquella época todavía hablábamos de vez en cuando, por las mañanas, él no había dejado de existir, ni de buscarme, yo aún no había perdido la esperanza.

Cuando le vi en la editorial por segunda vez, aún no había conseguido sacudirme los efectos del resfriado que obtuve como único premio después de aquella penosa sesión de vigilancia bajo la lluvia. Él no podía saber que había estado haciendo guardia durante horas enteras en la puerta de su casa, pero ya tenía que haber recibido todas mis cartas, y sin embargo, su saludo fue igual de trivial, igual de convencional y risueño, aunque después de decir hola, cerró la puerta por dentro y se dirigió directamente a mi mesa sin darme margen siquiera para la inmovilidad, porque me levanté como impulsada por un resorte al contemplar una turbia determinación en sus ojos, el anuncio de una violencia que no supe descifrar hasta que llegó a mi lado y me abrazó con fuerza. Aquélla fue la última vez que lo besaría en mi vida, pero no sentí nada especial, quizás porque enseguida pude oír un ruido familiar, el de mi puerta, que se abría otra vez, y aunque él no se detuvo, no se volvió siquiera, yo giré la cabeza y abrí un ojo a tiempo para distinguir el estupor de Fran, paralizada en el quicio, el picaporte aún en su mano derecha, un gran sobre rectangular en la izquierda. Un instante después, ya había desaparecido. La puerta se cerró de nuevo mientras Nacho aflojaba lentamente su abrazo. Antes de deshacerlo por completo me miró, sonriendo.

–Tenemos que hablar, Rosa -dijo entonces.

–Sí… -acerté a responder solamente, alarmada al detectar ciertos indicios de la brevedad de su visita.

–Ahora tengo que irme… -después de recuperar un par de libros y una carpeta que había dejado sobre mi mesa, recogió del suelo la gabardina que llevaba doblada encima del brazo al entrar-, pero un día de éstos te llamo y quedamos… ¿Vale?

Me acarició la cara con dos dedos y se marchó.

–Vale… -contesté yo cuando ya no podía oírme, y luego me eché a llorar.

Cuando calculé que las huellas del llanto se habrían atenuado lo suficiente como para que cualquier espectador poco atento pudiera confundirlas con la congestión propia de mi indudable resfriado, me fui al cuarto de baño e intenté ahogarlas en agua fría. Tenía una cara horrible, pero no podía retrasarme más. Fran estaba en su mesa, firmando facturas, y cuando me vio se puso colorada, una reacción que no esperaba y no hizo más que acentuar mi propio sonrojo. Había decidido no comentar la escena anterior, pero antes de darme cuenta me encontré balbuciendo las excusas más tontas.

–Siento mucho lo que ha pasado, Fran, yo no… En fin, no sé qué decir…

–No importa, no importa -me contestó ella, como si también estuviera deseando pasar aquello por alto.

Luego sacó de un cajón el gran sobre rectangular que no me había podido entregar antes y desplegó su contenido sobre la mesa. Era la maqueta de un fascículo en el que nos habíamos quedado cortas de texto, pero que al final Marisa había logrado resolver jugando con márgenes casi imperceptibles de cajas y de interlíneas, hasta lograr que su aspecto fuera idéntico al de los demás. Después de celebrarlo brevemente, quise marcharme, pero antes de que lograra abandonar su despacho, ella me llamó con el mismo tono que habría empleado sí se le hubiera olvidado algo muy importante.

–Rosa…

–¿Qué? – pregunté, volviéndome, y vi cómo me miraba a los ojos, y comprendí que las huellas del llanto no habían cedido ni un ápice de su color sobre mi rostro.

–No… -dijo, sonrojándose de nuevo y clavando después la vista en los papeles que tenía delante-. Nada.

Entendí muy bien el sentido de aquella negativa, una ausencia de palabras raramente expresiva, los puntos suspensivos que rellené sin esfuerzo al regresar a mi sitio con el paso menos cansado que harto de un ejército muchas veces derrotado, acaba con esto de una vez, había querido decirme, no te lo tomes en serio, y no se había atrevido, pero era eso, lo mismo que me había dicho Ana al principio, lo mismo que me había dicho Marisa hacía ya mucho tiempo, ella había querido repetirlo ahora, cuando yo ya estaba segura de que Nacho no me llamaría jamás, ni un día de éstos ni ningún otro, cuando ya presentía la negrura del final, una oscuridad sin matices como única cosecha, y entonces, mientras arrastraba los pies por el pasillo, me pregunté cómo habría reconstruido Fran el tormentoso argumento de mi historia, porque yo no le había contado nada, jamás se me habría ocurrido, nadie se había atrevido jamás a comentar con ella ni el menor detalle de su vida privada, y sin embargo lo sabía, de eso estaba segura, porque nunca me había mirado así antes, y nunca jamás la había visto ponerse colorada, ni muchísimo menos atreverse a insinuar un consejo para nadie, pero no me detuve mucho tiempo en aquel misterio porque su solución no me interesaba apenas, en realidad me daba lo mismo, no me importaba que la gente anduviera hablando de mí a mis espaldas, en el comedor, en los despachos, en los corros espontáneos que florecen alrededor de las fotocopiadoras, de las máquinas de café, Marisa me habría desmenuzado a conciencia con Ramón, Ana habría ido poniendo a Forito al corriente de todo, a Fran se lo podía haber contado cualquiera, porque hasta Bambi se había enterado por fin de la identidad de aquel hombre al que perseguía desesperadamente por encima de su mesa, y al final hasta hacía chistes, veo una cámara fotográfica, me dijo una vez, pero buenísima, eso sí, y él mismo se regocijó de su ocurrencia, y a mí no me molestó, al contrario, el hecho de que todos hablaran de Nacho y de mí respaldaba hasta cierto punto la existencia real de una historia que ya no existía, que tal vez no hubiera existido jamás, representaba un guiño reconfortante frente a la sordidez de la realidad, y además llegó un momento en el que aprendí a experimentar un cierto placer en mi propia degradación, cierta incomprensible alegría al reconocerme en los mezquinos límites de un gusano infinitesimal que se mueve arrastrando su vientre por el suelo, y sin embargo, hasta eso se acababa, lo supe ya antes de empujar la puerta de mi despacho, que aquella belleza trágica se estaba difuminando poco a poco como se borra la belleza en las fotografías de las muchachas muertas, que la aureola de heroína fracasada y maldita que era ya lo único que poseía se apagaba por momentos sobre mi vulgar cabeza de mujer, al cabo, típicamente insatisfecha, que la fuga de los años había triunfado y el futuro estaba ahí, despiadado e intacto, esperándome con la burlona sonrisa de un ganador que no ha llegado a dudar ni por un momento de la seguridad de su victoria.

La fórmula más sencilla y más tramposa a la vez para sujetar la felicidad entre las manos es la resistencia. Yo soy una resistente nata, igual que Madrid, y siempre lo he sabido, siempre he sido así, desde pequeña. Esa era la principal diferencia entre Angélica y yo, entre Juanito y yo, mi paciencia, mi constancia, y una facilidad congénita para hacerme un ovillo ante el menor signo de una amenaza, para improvisar un caparazón instantáneo y durísimo capaz de protegerme de cualquier agresión exterior, fuera de la naturaleza que fuera. Lo importante es resistir, conectar el oído izquierdo con el derecho a través de un túnel imaginario, su diámetro capaz de absorber cualquier caudal de palabras desagradables que me asalten por un lado de la cabeza y evacuarlas instantáneamente por el otro lado, manteniéndome a salvo de su significado y de sus consecuencias. Resistir, esperar el momento adecuado para rebelarse, fingir una conformidad completa en los malos tiempos, anhelar sigilosamente la llegada de los buenos, ceder antes de que ceder sea inevitable, disfrazar las cesiones de concesiones, asegurarse una posición, por pequeña que sea, antes de asaltar la siguiente, y nadar, lo más deprisa que se pueda, sin perder jamás la ropa de vista. Así había vivido yo, esquivando los problemas y las grandes decisiones, una actitud tan profundamente sensata que me había valido todos los augurios de una felicidad eterna, ya me lo decía mi padre, tú no te estrellarás, no, contigo estoy tranquilo, tú no acabarás como Juan, no acabarás como Angélica… En eso tenía razón, pero su acierto no me habría dolido tanto si el tiempo hubiera seguido siendo infinito, como aquella vez, cuando me castigaron a quedarme en casa todos los fines de semana durante un montón de meses y yo calculé que no merecía la pena armar un follón por un plazo tan insignificante. Pero luego empecé a perder los años, empecé a darme cuenta de que miraba hacia atrás y no podía verlos porque ya no estaban en su sitio, se habían caído, se habían deshecho, se habían anulado salvajemente entre sí, y el tiempo que me quedaba era cada vez más corto, más corto, demasiado breve para albergar con comodidad el espíritu de una resistente.

Sólo unos meses antes, tal vez sólo unas semanas antes, las borrosas promesas de Nacho Huertas habrían bastado para prolongar mi resistencia hasta los límites de mi propia agonía, pero siempre hay una primera vez para todo, y cuando llega su final, todo se acaba, por eso ya no fui capaz de aferrarme a sus palabras como si fueran un globo que remonta el vuelo cuando parece a punto de deshincharse, no pude alimentar mi fe con ellas, no me bastaron siquiera para prolongar mi estado de moribundo pertinaz, de esos que, con un único, debilísimo hilo de vida, juegan hábilmente al escondite con su destino. Cuando lo comprendí, me miré por dentro y no vi nada, escudriñé hasta el último rincón y lo encontré vacío, me dije que era lo mejor que me había podido pasar, y no fui capaz de creerme ni una sola palabra de lo que me decía.

A la mañana siguiente, no fui a trabajar. Llamé para anunciar que estaba enferma y me quedé todo el día en la cama. Estaba enferma de verdad. La Navidad había llegado por fin y yo nunca había tenido tantas ganas de morirme.

Mis hijos pusieron tal empeño en rescatarme de aquel misteriosamente placentero y a la vez terrible estado de aniquilación interior, que al final lo consiguieron. Insistieron tanto en movilizarme, en convencerme de la absoluta necesidad de inaugurar a tiempo los ritos menores que preceden a la gran celebración anual de la familia, la indigestión y el despilfarro, que antes de darme cuenta me encontré sobrecargada de trabajo, mi agenda repleta de pequeñas tareas tan laboriosas y urgentes que no me dejaban mucho tiempo libre para ocuparme de la desoladora certeza de no tener ya nada que hacer. Ignacio tenía un papel importante en una obra de teatro sobre el espíritu navideño que había escrito su profesor de Lengua, y me tuve que aprender de memoria sus réplicas para ensayar con él a todas horas. Clara iba a hacer de pastorcilla en el Belén viviente que recibiría a los padres en el vestíbulo del colegio el último día del trimestre, justo antes de la función, y tuve que ir con ella a escoger las telas para su vestido, y llevarla un par de veces a casa de mi madre, que conservaba en buen estado su vieja máquina de coser y la pericia con la que nos había hecho ropa a todos durante años, para probárselo. El esfuerzo mereció la pena, porque estaba monísima con su falda larga, de rayas, una blusa blanca con el cuello de encaje, y un chaleco de borreguillo sintético en el que su abuela había echado el resto, tan perfectamente cortado y cosido estaba que parecía casi de piel natural. Creo que en el instante en que apareció ante mí con el disfraz completo fue la primera vez que conseguí mirar algo de verdad desde hacía muchísimo tiempo, y la contemplé sin pensar en ninguna cosa que no fuera su divertido regocijo de niña presumida y encantada de sí misma. El fenómeno se repitió a partir de entonces con cierta frecuencia, y disfruté de verdad con las gamberradas de mi hijo Ignacio, que en cuanto le daba la espalda, me colocaba un muñeco del Increíble Hulk entre los pastores que adoraban el portal del Belén, o secuestraba al niño Jesús para pedirme después un rescate de quinientas pelas, y con los berrinches de Clara, que se echaba a llorar sin remedio cada vez que descubría la rosquilla, la longaniza de chorizo o la figura articulada del Doctor X que su hermano había colgado del árbol entre las bolas de cristal, y le amenazaba con escribir una carta suplementaria a los Reyes Magos para chivarse de todo.

No sé lo que se siente al salir de un periodo prolongado de amnesia, pero no debe de ser muy distinto de lo que experimenté yo entonces, mientras paseaba con los niños por los alrededores de la Puerta del Sol, todas las calles comerciales de los alrededores reventando de luces, arcos y más arcos de bombillas de colores amparando el entusiasmo de centenares de ojos clavados en los escaparates de las jugueterías, un bosque de pequeñas manos enguantadas firmes contra los ventanales de cristal, como si pretendieran proteger del frío su precioso contenido, y las narices heladas, como se quedaban las narices de mis hijos cuando por fin conseguía arrastrarlos de la puerta de una tienda para que se helaran de nuevo un instante después, ante el siguiente reclamo, apenas dos pasos más allá. Todo les gustaba, todo les maravillaba, todo les asombraba y les obligaba a cambiar varias veces cada tarde su lista de prioridades en los regalos irrenunciables, modificando la lista de sus benefactores hasta agotar todas las combinaciones posibles, y ya no le voy a pedir esto a la tía Angélica, ¿sabes, mamá?, le voy a pedir mejor esto otro, y lo que le iba a pedir antes se lo pido mejor a los abuelos, que siempre consiguen que los Reyes les traigan justo lo que yo quiero, y al tío Alvarito le voy a pedir aquello, que me ha dicho que pida una cosa pequeña, que no se debe de portar muy bien porque los Reyes nunca se gastan mucho dinero en sus regalos… Yo les miraba con placer, y envidiaba su ambición, un caudal de alegría intacta, los constantes signos de un tiempo infinito, e intentaba recordar qué había ocurrido doce meses antes, y no podía recuperar siquiera un fragmento de aquellos días, aunque sabía que todo había sido igual, que habría paseado con ellos por las mismas calles, que se habrían quedado helados delante de los mismos escaparates, que habrían formulado los mismos deseos, sumando y restando cifras del total de la felicidad posible, todo habría sido tan parecido que me parecía increíble haber perdido también aquel recuerdo, pero era así, porque la mujer que había acompañado a los mismos niños un año antes en las mismas expediciones de descubierta, a la caza del placer, era mucho más que yo y era a la vez muchísimo menos, y aunque pudiera estar atenta a la mecánica tarea de esquivar a los coches o a retener la marca de un futbolín sin apuntarla en ninguna parte, no llegaba a vivir de verdad en aquel tiempo, porque estaba presa a voluntad entre los perversos barrotes de un amor imaginario.

No recordaba nada, ni fechas, ni frases, ni anécdotas, pero podía reconstruir sin dificultad las sucesivas fases del espejismo fabricado en otras tantas sesiones de tarot, y el día exacto en el que un fotógrafo salvadoreño había venido a verme para darme los cariñosos recuerdos que Nacho le había encargado con mucho interés que me transmitiera un mes antes, en un campamento guerrillero perdido en una sierra de América Central. Cuando me di cuenta de todo esto, sentí un amago de terror auténtico porque, por no perder los años, había estado a punto de perderme la infancia de mis hijos, había perdido ya algunos tramos que jamás lograría recuperar, fechas, frases y anécdotas para las que yo misma había decretado que no había espacio posible en una conciencia repleta de estupideces. Sólo entonces empecé a pensar otra vez, y apliqué mi imaginación, tiranizada durante tanto tiempo por la monótona estrechez de una obsesión, al diseño de un futuro posible con los niños y sin Nacho Huertas. Entonces me di cuenta de que, además, seguía teniendo un marido.

Ignacio se convirtió repentinamente en la gran incógnita, y creo que siempre conservará para mí un paradójico carácter de misterio sin interés, como el de aquel feo edificio que una vez fue mi flamante colegio. Arropada por el ambiente familiar y festivo del mes de diciembre, me dediqué a observarle a todas horas como jamás lo había hecho antes, con atención y a la distancia justa, analizando objetivamente sus palabras, sus gestos, sus hábitos cotidianos, sus humores y sus manías, su forma de vestirse y los programas que le retenían ante el televisor. Obedeciendo a un mandamiento generacional que no invalida un porcentaje todavía alto de excepciones, acababa de cumplir cuarenta y dos años pero conservaba un juvenil aspecto de muchacho alto y delgado, que las canas caprichosamente repartidas entre sus cabellos y las arrugas finas, levísimas, que prolongaban la línea de sus ojos, matizaban en la medida justa. Siempre había sido atractivo pero tal vez ahora estaba en su mejor momento y eso significaba también que, desde un punto de vista estrictamente físico, una mirada imparcial le concedería quizás cierta ventaja sobre Nacho Huertas. Lo sé porque, aun proponiéndome lo contrario, nunca pude conseguir que mi mirada dejara de ser imparcial. En lo demás, mi marido tampoco había cambiado mucho durante los tres años en los que había fingido con éxito seguir viviendo con él. Estaba perpetuamente ocupado, a menudo completamente ausente hasta cuando regresaba a casa a media tarde, jugaba al tenis todos los sábados, y controlaba satisfactoriamente una incipiente adicción a la cocaína que no le impedía reprocharme casi a diario que siguiera enganchada al tabaco que él había abandonado poco después de cumplir los treinta. Los fines de semana invertía su mejor voluntad en ocuparse de los niños y jugaba con ellos hasta caer reventado por muy pronto que se agotara su paciencia, una virtud escasa que él suplía a fuerza de tesón sin consentirse el menor desfallecimiento, inmolándose por su propia iniciativa en un sacrificio semanal que mis hijos, incapaces aún de apreciar estas sutilezas, nunca llegarán tal vez a agradecerle lo bastante. Por las noches, todos los viernes, muchos sábados y algunos jueves, salía a cenar y tomar copas con sus amigos de toda la vida, otros hombres de cuarenta y dos años que conservaban mejor o peor un juvenil aspecto de muchachos más o menos altos y delgados, y que le recibían con chistes archisabidos y palmadas en la espalda, ¿qué pasa, chavalón?, pues aquí estamos, mejor que nunca… Habían pasado ya bastantes años desde que los dos renunciamos a la vez a seguir saliendo juntos, pero decidí acompañarle un par de veces seguidas y me aburrí mucho, y, lo que es peor, me sentí como si estuviera viviendo una noche de diez, de quince años antes, pero sin ganas de reírme con las bromas que entonces lograban que me desternillara de risa.

Mi investigación terminó pronto, después de haber cosechado los resultados más distantes que puedan concebirse de aquellos que me habían empujado a iniciarla. Yo deseaba haber estado enferma de verdad, estar equivocada, llegar a lamentar la pérdida de Ignacio como había lamentado la de los niños, incorporarle de nuevo a mi vida, si es que era vida lo que yo vivía, pero no funcionó. El único elemento que tenían en común la Rosa que había ardido entre las llamas de una pasión insensata y la que se había propuesto renacer con trabajo de sus cenizas, era una indiferencia profunda por aquel hombre que no dejó de ser un extraño cuando todo lo demás volvió a pertenecerme, y la sorpresa fue aquí en dirección contraria. Lo que me asombraba no era ya ser incapaz de recordar las cosas, sino haber sido efectivamente capaz de hacerlas, porque yo nunca había dejado de vivir con aquel hombre, nunca había dejado de follar con él, le había hecho regalos y los había recibido, le había besado varias veces al día y le había cogido del brazo al salir del cine, me había preocupado por su salud y le había comentado mis preocupaciones más corrientes, habíamos llevado juntos a Clara al hospital cuando hubo que operarla de anginas, habíamos recogido juntos las notas de Ignacio el año que suspendió las matemáticas para septiembre, habíamos ido juntos a bodas, bautizos y funerales, compartíamos los mismos coches, la misma casa y la misma cama, nos lavábamos los dientes dos veces al día delante del mismo espejo, y de repente, no podía creerme nada de esto, no entendía cómo había podido llegar a ocurrir, no me reconocía en aquella mujer extraña que caminaba al lado de un hombre extraño.

Esa insoportable sensación de ajenidad, como una sucia y permanente sospecha de vivir atrapada en el cuerpo de otro, la casa de otro, la vida de otro, cualquier ser extraño nacido de un mal sueño y aterradoramente capaz de medrar en mi propio cuerpo, en mi propia casa, en mi propia vida, relegándome insensiblemente, sin brusquedades, a una especie de estado de no existencia que apenas me consentía contemplarme a lo lejos, desde una perspectiva lejanísima y traidora, se convirtió en la herencia póstuma de mi malhadado amor por Nacho Huertas, en el último dolor, la última ofensa. La ilimitada ambición de aquella fantasía que me había extirpado del mundo real para mantenerme dentro de los límites de una aventura imaginaria funcionaba en todas las direcciones, igual que una mampara de cristal instalada en una terraza para proteger su interior del frío del invierno, acaba concentrando inevitablemente el calor del sol en las tardes del verano. Mientras viví pendiente de un hilo, a merced de mi propia voluntad y de los caprichos del azar, la realidad se mantuvo aparte para lo bueno y para lo malo, para negarme la clemencia de un amante desmemoriado, pero también para protegerme de la existencia de un marido tan tenazmente rebelde a mis planes como aquél. Mientras soñaba con Nacho Huertas, mientras le hablaba a todas horas sin mover los labios, mientras le buscaba en cada cosa que me sucedía, mientras le acariciaba con los dedos del pensamiento y le coronaba en el enjoyado pedestal de mi futuro, mi marido había sido tan inofensivo como un títere, una figura de cartón instalada en un tosco decorado que no lograba engañarme, por más que simulara no haber dejado de ser jamás el mundo auténtico de todos los días. Por eso podía vivir con él, hablar con él, dormir con él sin ser muy consciente de lo que arriesgaba cada día en empeños tan triviales, porque entonces era yo misma quien dictaba las leyes de la realidad, era yo quien decidía lo que era real, lo que era importante, y lo que no existía ni tenía importancia alguna. Pero cuando desperté contra mi voluntad de aquel sueño de poder ilimitado, descubrí que la realidad no había dejado nunca de avanzar por más que yo hubiera decretado implacablemente su suspensión, y me pareció más extraña que nunca, e insoportable, increíble, mucho más ajena a todo lo que soy de lo que se atrevió a resultar en el peor de mis delirios. Mis hijos se salvaron enseguida y por sí solos. A Ignacio, en cambio, no pude rescatarle ni siquiera tirando de él con todas mis fuerzas.

Después de renunciar al enésimo intento, seguía sin entender cómo había llegado al punto en el que me encontraba, pero lo más asombroso de todo era que mi marido, que no había aparentado detectar ningún cambio en mi conducta durante los últimos años, tampoco parecía detectarlo ahora, y asumía con una naturalidad pasmosa mi repentino interés, mi observación constante, como si estuviera resignado a vivir con una autómata, de un signo o del contrario, o como si más bien le diera exactamente igual con quién vivía. Mi inquietud llegó a rebasar tal punto que, durante la última cena del año, cuando noté por primera vez que mi hermana Natalia me miraba con un insistencia extraña, como si intentara acercarse a mí para hacerme una confidencia y no acabara de decidirse por alguna oscura razón, me sentía ya como si estuviera viviendo dentro de una película de terror y cualquier detalle de esos que antes habrían logrado alarmarme por lo insólito de su naturaleza, me parecía ya de lo más natural.

Pero Natalia seguía mostrando el mismo interés por mí la siguiente vez que nos encontramos, y ya me costó trabajo pasar por alto su repentina afición a mi persona. Diciembre había expirado al fin, y celebrábamos el cumpleaños de mi padre, tan equidistante del Fin de Año como de la Noche de Reyes, tres de enero, una fiesta extra en nuestro agotador calendario navideño de familia numerosa. Mi hermana pequeña no hizo otra cosa que mirarme para desviar inmediatamente su mirada cuando se tropezaba con la mía, vigilándome con la misma atención que yo había volcado en el malogrado estudio de mi marido, perforándome con los ojos como si pretendiera llegar mucho más lejos de la frontera de mi ropa, de mi piel y de mis palabras, pero aunque me hice la encontradiza aposta en el vestíbulo, tardando un poco más de lo imprescindible en ponerle el abrigo a los niños mientras Ignacio iba a buscar el coche, no quiso decirme nada.

Tres días después, en casa de Carlos, a lo largo de una merienda aún más caótica, más ruidosa, más feroz, todos los niños corriendo por el pasillo, despedazando el envoltorio de los regalos, pegándose con sus espadas nuevas y tirándose los muñecos a la cabeza, la encontré un poco menos nerviosa, pero exactamente igual de rara, y la curiosidad, aquella vieja y amable tentación, renació para certificar mi lento pero imparable retorno al mundo donde vivían los demás.

–¿Qué te pasa, Natalia? – le pregunté directamente, llevándole un trozo de roscón a la esquina donde permanecía de pie, mirándolo todo con cara de cansada.

–Pues… Es que no te lo puedo contar.

–¿Pero es grave?

En ese momento, Clara se colgó de mi cinturón, llorando porque una de sus primas le había robado las pilas a su muñeca nueva que ya no hablaba, ni lloraba, ni tiraba el chupete, y tuve que restablecer el orden y la justicia recurriendo al bolso de mi madre, que todas las vísperas de Reyes compra un par de docenas de pilas de tamaño variado en previsión de este inevitable género de catástrofes. En algún momento, mi hermana pequeña se acercó a mí, sonriendo, y me hizo con la mano un gesto de «no pasa nada, en serio», que me acabó de convencer de que estaba pasando algo, aunque no me ayudó a adivinar qué era lo que pasaba exactamente.

Natalia, veinticinco años, estudiante de arquitectura, era un modelo tan perfeccionado de mí misma como yo hubiera podido resultar respecto a Angélica en los mejores y más dóciles momentos de mi infancia. Hija de padres viejos, mimada y consentida además por todos sus hermanos, tenía sin embargo un carácter apacible, conforme con el mundo, que no le impedía divertirse, aunque su concepto de la diversión no se alejaba mucho de la definición de muermazo que manejábamos en los tiempos de mi propia juventud, mucho más agitados. La diferencia básica entre nosotras era que yo nunca me había atrevido a ser una mala chica, por mucho que me tentara aquel proyecto, y ella no parecía esforzarse en absoluto para lograr ser todo lo contrario. Estudiosa y responsable, no fumaba, no bebía apenas ni consumía drogas de ningún tipo, excepto, en mi opinión, unos cereales para el desayuno que convertían su tazón de leche en una especie de gachas destempladas cuya sola visión me daba arcadas. Era ecologista con moderación, partidaria de la vida sana y clienta de un gimnasio, y aunque desarrollaba un nivel de actividad enloquecedor, tenía tiempo para seguir saliendo con su novio de toda la vida, que le pegaba tanto como si lo hubieran fabricado expresamente para ella. Cuando me llamó por fin, un par de semanas después de mi frustrado interrogatorio, para pedirme que la invitara a comer cualquier día porque había pensado que, después de todo, sí que tenía que contarme una cosa, se me ocurrió que a lo mejor se había quedado embarazada, o que se había enamorado de otro hombre, o que había decidido colgar la carrera, o irse a vivir al extranjero, o montar una granja, o hacerse budista, todo menos que el destino, esa especie de dios esquivo que se divertía en su disfraz de liebre mecánica para que yo lo persiguiera como un galgo furioso y medio atontado ya por el esfuerzo, la hubiera escogido precisamente a ella como instrumento para transmitirme el código de instrucciones de uso de mi propia vida, una respuesta que había acechado en vano entre las cartas del tarot, la suma de los números de las matrículas de los coches, los nombres de las calles de Pozuelo de Alarcón, los cambios en el mensaje del contestador de Nacho Huertas, y la asombrosa profundidad de mis miserias.

–Mira, Rosa, en primer lugar quiero advertirte una cosa… -al final, me había decidido por el Mesón de Antoñita porque, por encima del recuerdo de ciertas conversaciones de amarga memoria, había recuperado de golpe, y muy felizmente, mi antigua debilidad por las judías con perdiz de los jueves, pero Natalia, que se dedicaba a remover el contenido de su plato con la cuchara, sin acabar de atreverse a empezar por alguna parte, no parecía tener demasiado apetito-. Yo no sé si lo que voy a hacer está bien. De verdad, a lo mejor me arrepiento de haber dado este paso todos los días del resto de mi vida. Por eso quiero que sepas que lo hago porque creo que es lo mejor, y porque estoy convencida de que tienes que saber… Bueno, no sé, antes de empezar tienes que prometerme que me perdonarás si meto la pata… Prométemelo.

Fernando es médico, eso era lo único que alcanzaba a pensar mientras ella me arrancaba aquel compromiso casi infantil, que su novio era médico, y trabajaba en un hospital, y que en los hospitales hay pediatras, y oncólogos, y especialistas con otros nombres igual de horribles, y muchas camas blancas y pequeñas, como pequeñas porciones de un infierno equivocado de color.

–Tienes que prometérmelo, Rosa…

–Son los niños, ¿no? – pregunté en cambio, resignada en unos pocos segundos a que lo peor de todo fuera que me tenía más que bien empleada cualquier desgracia-. ¿Cuál? ¿Qué les pasa, Natalia? Dímelo.

–Pero ¡qué dices! – y a pesar de la extraña tensión que soportaba, se echó a reír-. A los niños no les pasa nada, ¿qué les va a pasar?

–¿Seguro?

–Pero bueno, Rosa, ¿no eres tú su madre? Si les pasara algo, la primera en enterarse serías tú, ¿o no? – no me quedó más remedio que asentir con la cabeza-. Pues entonces… Esto no tiene nada que ver.

–Entonces no puede ser grave.

–Sí que lo es.

–A ver…

–¿Te acuerdas del día de Nochebuena? – arrancó por fin-. ¿Te acuerdas de que te marchaste con los niños a casa de tus suegros el día 23 por la tarde porque había nevado y querían jugar con la nieve?

–Sí, claro que me acuerdo -desde que el padre de Ignacio se jubiló, mis suegros vivían todo el año en Cercedilla, en el chalet grande y antiguo, destartalado y delicioso a la vez, donde habían veraneado siempre. Mis hijos adoraban aquella casa, sobre todo en invierno, cuando amanecía nevada, y no había podido resistirme a sus súplicas, me acordaba muy bien de todo aquello.

–Y me llamaste, ¿no?, el 24 por la mañana, porque te diste cuenta de que se te había olvidado pasar por casa para recoger el regalo de Papá Noel de tu hijo, y me pediste que fuera a tu casa y lo dejara encima de tu cama con una nota, para que tu marido se lo llevara a Cercedilla por la tarde…

Subrayé cada una de sus afirmaciones con un movimiento de cabeza. Mi padre, que siempre ha sentido auténtica pasión por los juguetes mecánicos, le regaló a mi hijo Ignacio un tren eléctrico cuando cumplió ocho años. Él mismo cortó un tablero a la medida para clavar las vías, lo forró de césped artificial, se entretuvo en pegar arbolitos y señales de tráfico, consiguió en alguna parte balasto en miniatura para sembrarlo entre las traviesas, y compró una locomotora, un vagón de carga, otro de pasajeros y una estación. La alegría con la que mi hijo lo recibió fue tan inmensa que juró solemnemente en voz alta que nunca, en toda su vida, ninguna cosa podría gustarle como le había gustado aquel regalo. Su abuelo, entusiasmado por aquella respuesta, empezó a explicarle entonces lo que iban a hacer entre los dos para que aquel tren fuera verdaderamente especial, y decidieron que tendrían que comprar otras máquinas, y muchos vagones, y semáforos que funcionaran de verdad, y figuritas de viajeros para colocarlas en el andén, y medio millón de cosas más. Desde entonces, en cada cumpleaños de Ignacio, y en cada Navidad, mi padre escoge por mí los materiales necesarios para llevar a cabo la siguiente fase de su babilónico proyecto y mi hijo sigue agradeciendo ese regalo más que ningún otro, pero la víspera de Nochebuena, era cierto, con las prisas del viaje anticipado y la preocupación por sobrecargar el equipaje de prendas de abrigo, una típica neurosis materna a la que no soy capaz de sustraerme, se me había olvidado recoger el AVE completo que le regalé a Ignacio en aquella ocasión. Por eso, y porque sabía que quizás no lograría localizar a mi marido en toda la mañana, me asusté tanto un instante antes de recordar que Natalia, nuestra canguro habitual, tenía un juego de llaves de mi casa. Sin embargo, cuando la llamé a casa de mis padres y la encontré al otro lado del teléfono, se me olvidó completamente esa historia que ahora ella se empeñaba machaconamente en recordar en voz alta.

–Bueno, pero el tren llegó a tiempo… -recapitulé-. Y estaba entero, no sé…

–Sí -admitió ella-. Pero tuve que dejarlo encima de la mesa del salón porque no pude dejarlo encima de tu cama.

–¿Y qué más da? – pregunté, absolutamente confusa ya, a aquellas alturas.

–¡Pues sí que da! – para rematar mi perplejidad, Natalia parecía ahora hasta enfadada conmigo-. ¡Claro que da! ¿Es que no lo entiendes?

–No.

–A ver, ¿por qué…? – se quedó callada un momento, se mordió el labio inferior, y decidió cortar por lo sano-. No pude dejar el paquete encima de tu cama porque, aunque eran las diez de la mañana, en tu cama había una persona durmiendo.

–¿Ignacio? – aventuré, sin gran curiosidad.

–¡No, coño, no! – descargó los dos puños cerrados encima de la mesa, y cuando la indignación acabó de colorear su rostro, tan plácido siempre, me pareció tan graciosa que casi me eché a reír-. ¡Cómo iba a ser Ignacio, joder, si eran las diez de la mañana!

La miré sonriendo, encendí un cigarrillo, le di una calada, y me propuse tranquilizarla lo antes posible.

–Supongo que, por lo menos, sería una tía… -afirmé, mirándola a los ojos.

–Claro -me contestó, muy sorprendida-. ¿Qué iba a ser?

–Bueno, podría haber sido un tío aunque, bien mirado, no creo que me caiga esa breva…

–No te entiendo, Rosa -los ojos que habían perseguido sin pausa el menor rastro de emoción en mis propios ojos, se estrellaban ahora contra su ausencia como si fueran incapaces de creer en lo que estaban viendo.

–No me extraña, Natalia, la verdad es que no me extraña, pero hazme un favor, deja de preocuparte, en serio. Te agradezco mucho que me hayas contado esto. Ni me has dado un disgusto, ni me has destrozado la vida, ni te has metido donde no te llaman, ni nada por el estilo.

–No me digas que vosotros sois de ésos… -y volvió a ponerse colorada, pero no de ira-, de esa gente que…, o sea, que os cambiáis de pareja o algo por el estilo…

–¡Por supuesto que no! – ahora la escandalizada era yo-. ¡Pues no faltaría más! Natalia, por Dios, pero ¿por quién me tomas…? No. Lo que pasa es que, bueno, de alguna manera, ya me lo imaginaba, y además, si quieres que te diga la verdad, no me importa, y no porque seamos una pareja abierta, sino porque no me importa, y ya está.

–¡No te importa!

–No.

–¿Pero nada nada nada, ni una pizca de nada?

–Nada.

–No es posible.

–Sí que lo es.

–Y entonces… ¿Para qué sigues viviendo con él?

Apagué el pitillo, encendí otro, y me quedé mirándola.

–Pues mira… Esa sí que es una buena pregunta, ¿ves?

No pude encontrar una respuesta para esa pregunta tan directa, tan fácil y sencilla en apariencia, porque la ausencia de razones para contestarla encerraba precisamente la única respuesta posible. Aquella conclusión no me entretuvo más de dos o tres segundos, pero cuando me despedí de mi hermana para volver al trabajo, a solas en mi despacho, lamenté de nuevo que Natalia no hubiera pillado a Ignacio en mi propia cama con un hombre en la víspera de la Nochebuena, detalle que me habría facilitado enormemente las cosas, y yo misma me asombré de la neutralidad con la que era capaz de pensar lo que estaba pensando como lo estaba pensando, antes de celebrar la vuelta a casa de aquella vieja y afilada ironía, una facultad radicalmente incompatible con la desesperación, que, como el hijo pródigo, llegaba cuando ya no la esperaba, para animar y dar color a mis pálidos coloquios interiores.

Sin embargo, el bendito renacimiento de mi innata capacidad para ironizar sobre mí misma no podía salvarme de la serenidad con la que mi hermana pequeña, una de las personas más responsables, más sensatas, menos irónicas que conozco, había apretado el gatillo de la pistola que anunciaba la salida de la última carrera. Porque no me había preguntado por qué, sino para qué. Porque era verdad, y una verdad absoluta, que no me importaba nada que Ignacio se acostara con otras mujeres, ni siquiera en mi propia casa, ni siquiera en mi propia cama, ni siquiera unas pocas horas antes de que el niño Jesús naciera en Belén, pero sí me importaba que, más allá de mi indiferencia, hubiera ocurrido algo que me permitiera afirmarla en voz alta y escucharme a mí misma mientras lo hacía, porque sólo en ese momento pude estar segura de que Ignacio me daba lo mismo, sólo en ese momento, aunque a mí misma me parezca mentira, me consentí advertir que Nacho Huertas, al cabo, tenía que llamarse Ignacio, igual que mi marido.

Después imaginé una puerta flamante, recién pintada, un piso antiguo, recién reformado, en el mismísimo centro de Madrid, quizás la calle Barquillo, quizás la calle Almirante, donde ya puede caer el diluvio universal que no te enteras, porque el suelo es de asfalto, y las aceras de adoquín, y las ruedas de los coches arrullan dulcemente a mis hijos dormidos, esos dos niños que, con suerte, no llegarán a saber jamás a qué huele el pecado, pero aprenderán muy pronto que las mandarinas que te regala un frutero que conoce tu nombre de pila huelen a estar en casa, a protección y a seguridad, a ese único sitio de todo el mundo al que se pertenece de verdad y para siempre. Entonces se me saltaron las lágrimas, y recordé que yo siempre había sido feliz, que tengo esa costumbre, y la ilusión, la fe, y hasta la curiosidad por un futuro que había creído enterrar en la misma tumba que mi amor perdido, bailaron otra vez ante mis ojos.

A partir de entonces, me concentré en descubrir una fórmula para garantizarme la verdadera y definitiva resistencia, un método eficaz y razonablemente indoloro, un plan de fuga distinto a todos los que había emprendido en vano, antes y después de ir a Lucerna, porque esta vez sería verdad. Jamás me había creído a mí misma capaz de abandonar a Ignacio algún día, pero tampoco había tenido nunca ganas de morirme.

Por supuesto, a él no le dije nada, ni un reproche, ni una lágrima ni una bronca antes de tiempo. Soy una resistente nata. Igual que Madrid. La paciencia es un rasgo predominante en nuestro carácter.