Marisa

Dormir sola por las noches es lo mismo que no tener nada.

Ahora la frase me suena bien. Parece inteligente, concisa y verdadera, casi impropia de mí, porque cuando pienso no tartamudeo, pero un instante después de pronunciarla a bocajarro, sin haberme parado a meditar el sentido de cada palabra, me di cuenta de que nunca, nunca, ni siquiera en las largas conversaciones que sostengo conmigo misma, me había atrevido a definir así la esencia de la vida, y me molestó más aquel extravagante acceso de brillantez que no haber sido jamás brillante antes. Por aquel entonces, ya había asumido la crueldad de la paradoja a la que estaba abocada desde que el cielo decidiera concederme de golpe, abruptamente, en una sola dosis, la única gracia que me había atrevido a pedir durante años. Las cosas habían cambiado por fin, desde luego, eso era indiscutible, pero ni siquiera me quedaba el consuelo de reprochárselo vagamente al azar, porque yo había sujetado sus riendas con firmeza entre mis manos. Fui yo quien aplastó a Forito contra la fachada del hotel Ritz. Yo le besé.

Aquélla fue la primera noche que no pasé sola en mucho, muchísimo tiempo, pero también fue la primera noche que pasé casi en blanco desde una fecha incluso anterior a la víspera de aquel lejano viaje de regreso desde Túnez. Soy una máquina de dormir, y sin embargo el sueño me esquivó un minuto tras otro para tejer horas cada vez más largas con una paciencia ruin y exasperante. Soy una mujer sin intuición, y sin embargo aquella indeseable vigilia desplegó ante mis ojos, abiertos en la oscuridad, súbitamente sagaces, el mapa detallado y minucioso del conflicto imposible y vulgar al mismo tiempo en el que se han consumido ya muchos días que han vuelto a ser iguales otra vez, porque ninguno de ellos me ha consentido hallar una salida.

Forito, tan impecable como el más insignificante de los actores secundarios cuyo oculto talento hubiera escogido el destino para depositar entre sus manos el único papel capaz de consagrarlo definitivamente, dormía a mi lado con el silencioso, profundo abandono de un niño dormido. Pero ni siquiera los ronquidos y los carraspeos que aceché en vano mientras intentaba mecerme en el ritmo exacto de su respiración, habrían hecho las cosas más fáciles, porque todos mis demás cálculos habían fallado estrepitosamente. Los repasé despacio, uno por uno, mientras desplegaba una ironía aún amable, tibiamente complaciente con mis propios errores. La verdad es que, durante el breve tiempo en que pude pensar, pensé solamente que estaba equivocando todos mis pasos, que cada beso, cada abrazo, cada gesto más o menos brusco, más o menos estudiado para expresar un deseo aún inconcreto, que crecía solamente hacia dentro, era apenas un tramo sucesivo del largo callejón sin salida donde se acaban estrellando las pobres ilusas que aspiran a seducir a un alcohólico. Y cuando descubrí al fin que el único axioma bueno es el axioma cojo, ya no podía pensar, porque todos los alcohólicos serán impotentes, pero Forito, que después de todo no debía de ser tan alcohólico, me estaba enseñando ya que Fernanda Mendoza, buah, no veas, por poco que le quisiera, ya te digo, no le había querido sólo por su cuenta corriente.

Yo nunca he tenido éxito con los hombres, ésa es la verdad. Pero también es verdad, y de eso estoy segura, que aquella vez tuve éxito, porque muy pocos hombres son capaces de hablar, de acariciar, de querer a alguien, como Forito me quiso a mí mientras me convertía en la suprema emperatriz del universo, una protagonista de novela, una estrella de película, un personaje soñado en tantos fines de semana consumidos a solas, a base de novelas y de películas. Y a lo mejor, si hubiera sido un hombre apasionante, guapo, inteligente, prestigioso, capaz de follar tres veces en cuatro horas, esa sabia manera de llamarme chata, cielo, corazón, su tembloroso culto de una ternura antigua, una ejecución tan virtuosa de la desfasada partitura del caballero español, quizás habrían estado de más, pero yo nunca me he acostado con hombres apasionantes, y a estas alturas de la vida, sé ya que nunca lo haré. El problema es que me sobran razones para sospechar que no volveré a encontrar un hombre como Forito. Y que a pesar de todo, por mucho que abomine de mí misma cada vez que lo pienso, por muy miserable que me sienta, por mucha vergüenza que me dé reconocerlo, Forito sigue siendo un problema para mí.

Eso fue lo que me quitó el sueño. Eso y pensarme a mí misma, pensarlo a él, recorriendo los pasillos de la editorial, a la mañana siguiente, el borracho simpático e inútil, la tartamuda esa de los ordenadores, siempre hay un roto para un descosido, diría algún gracioso, tal para cual, y recordé las palabras de Ramón, nosotros somos pobre gente, Marisa, a nosotros nunca nos toca la lotería, ninguna lotería, y sin embargo, si Ramón hubiera querido acostarse conmigo, me habría sentido halagada, pero no quiso, y había querido éste, que había apagado la luz un instante después de sentarse en el borde de la cama para desnudarse a oscuras, que me había dado la oportunidad de imitarle en el otro extremo del colchón, y por nada del mundo habría querido yo que me viera desnuda, mi torso de niña avejentada, mis caderas de matrona ficticia, este culo injusto, inmenso, y mi piel fea, blanca pero no de porcelana, por nada del mundo habría querido yo enseñarle mis heridas y sin embargo eso es lo que más me cuesta perdonarle, que me incluyera en su propia compasión con aquel gesto inocente, que asumiera de antemano mi miseria fundiéndola a partes iguales con la suya, que le confesara al interruptor de la luz, cuando todo estaba aún por comenzar, cuando todavía no era necesario, que él y yo no éramos más que pobre gente. Tal vez, si hubiera llegado a contemplar su cuerpo, el sucinto andamiaje de piel y de huesos que no me atreví a hurtarle a traición, mientras dormía, mi memoria albergara un recuerdo más agrio de aquella noche en la que apenas conocí sus manos, descarnadas y largas, cálidas, y su boca de coñac, dulce y constante, y su sexo imprevisto, confiado, paciente, pero ahora, cuando ya conozco ese cuerpo tan bien que puedo verlo sólo con cerrar los ojos, sigo echando de menos la mínima audacia que tal vez no habría hecho más que empeorar las cosas.

No recuerdo siquiera cuándo fue la última vez que dispuse de razones tan poderosas para comprenderme a mí misma, y sin embargo sé que nunca me he comprendido menos que ahora, porque nunca la conciencia de lo que soy ha llegado a alcanzar un precio tan alto, nunca un tajo tan profundo me ha partido por la mitad tan limpiamente. Porque es injusto, y es mezquino, y es terrible, pero me cuesta mucho trabajo aceptar que el hombre de mi vida vaya a llamarse al final Carpóforo Menéndez, un nombre tan ridículo, y sin embargo sé que no voy a encontrar nada mejor, y que dormir sola por las noches es lo mismo que no tener nada, y lo que más me duele, lo que me avergüenza hasta en la esquina más oscura de la piel del alma, es que sólo por pensar lo que pienso, sólo por sentir lo que siento, sé que soy indigna de él, y sin embargo no puedo hacer nada por evitarlo.

Abomino de Alejandra Escobar, mujer de mundo, criadora de pájaros en cabeza ajena, pero sé también que Alejandra Escobar nunca ha existido.

Rescaté aquel folleto de la montaña de correspondencia atrasada que se había ido amontonando en la mesita del recibidor desde el día en que murió mi madre. Un par de semanas después del entierro, cuando me impuse la obligación de poner orden en sus papeles, me sorprendió aquella foto de playa con palmeras que habría jurado no haber visto nunca antes, y el nombre impreso en la etiqueta adhesiva, que no era el mío, sino el de otra María Luisa que ha vivido siempre en el piso de arriba y a la que nunca hubiera supuesto yo tan cosmopolita. Por eso lo hojeé, y porque me intrigaba el escueto rótulo que flotaba como una isla postiza en el horizonte azul de un mar maravillosamente falso, tan intenso que parecía pintado con guache. Club Mediterranée, leí. Pero entonces yo no estaba para lujos.

Unos meses después, sin embargo, cuando varias visitas al notario y una mutación de varios ceros en el estado de mi cuenta corriente me convencieron por fin de que era moderadamente rica, fue precisamente la promesa de un lujo que parecía de pronto tan razonable lo que me decidió a conseguir mi propio ejemplar. Me enfrentaba a las primeras vacaciones auténticas que disfrutaría en mi vida, un mes entero para mí sola, sin responsabilidades, sin remordimientos, sin la tenazmente cultivada necesidad de llamar todos los días a Madrid temiéndome lo peor, para encontrarme en efecto casi lo peor al otro lado del teléfono, los suspiros de mi madre, sus quejas apagadas, ¿cuándo vas a volver?, esta enfermera me tiene manía, no tardes tanto, por favor, me voy a morir cualquier día de éstos… La verdad es que hasta entonces siempre me había tentado la distancia, irme lo más lejos posible por la menor cantidad de dinero posible, pero ya estaba harta de viajar de mochilera, en programas de agencias de viajes exóticos a precios sorprendentes que al final nunca resultaban serlo tanto, arriesgadas expediciones que no se podían afrontar sin toallas, insecticida y alcohol para desinfectar las bañeras, y en las que cada año mi edad me descolgaba un poco más del espíritu del grupo, porque nunca lograba convencer a nadie para que me acompañara, y mis accidentales compañeros de viaje eran apenas universitarios, cada año más jóvenes, más pandilleros, más proclives a tratarme con el cariño que se reserva a una madura tía soltera. Por eso pensé que tal vez me merecía un discreto barniz de glamur, una playa con palmeras, un bungalow individual, cócteles en corteza de piña, animación nocturna, esquí acuático, sol, cigalas, y un par de pareos nuevos. En la oficina del club -porque esto es mucho más que una agencia de viajes, me explicaron nada más entrar-, me informaron de otros detalles que acabaron de convencerme. Daba igual que viajara sola porque era muy fácil hacer amistades. Para las comidas, se distribuía a los residentes en mesas de ocho comensales, y casi todas las noches se celebraban bailes, concursos, barbacoas y diversiones de todas clases. Nuestros clientes, me dijo la azafata, tienen un nivel económico medio-alto, muchos son profesionales libres, ejecutivos, funcionarios de alto rango, gente culta en general, distinguida, y el descanso está asegurado. Las posibilidades, entre hacer turismo y tumbarse a leer al sol, son infinitas, me aseguró, y dependen solamente de las necesidades de cada cual.

Elegí Hammamet, un club mediterráneo situado en la costa de Túnez, por el clima, por la playa, y por la belleza del lugar que aparecía en las fotos, y ninguna de estas cosas me defraudó. Me gustó el pueblo, que era precioso, y el recinto, mi bungalow, que parecía una casita de muñecas, la playa, espléndida, los cócteles servidos en recipientes previsiblemente exóticos, y hasta el despiste de nuestra guía belga, que me regaló el nombre y la memoria de Alejandra Escobar. La compañía, en cambio, no elevó mucho el nivel de los jóvenes mochileros, que al fin y al cabo eran muy simpáticos y me invitaban todo el rato a fumar canutos, detalle que contribuía a mejorar considerablemente mi humor durante la segunda mitad de aquellos descabellados viajes, que apuraba muerta de risa y comiendo galletas sin parar. Las drogas que estimulaban a mis nuevos vecinos eran muy diferentes. A mi izquierda, en la mesa, se sentaba una pareja de españoles tan insoportables que el primer día llegué a celebrar que ninguno de los restantes comensales hablara nuestro idioma, para no tener que pasar más vergüenza de la imprescindible. Él, que se engominaba el pelo hasta para ir a la playa, tenía ademanes de rey del mundo, y era empresario teatral en una capital de provincia bastante opaca, la verdad, aunque se comportara como si Broadway se le hubiera quedado pequeño. Su mujer juraba haber sido actriz en su juventud, y se asombraba mucho de que yo no recordara ni su nombre ni su cara, sobre todo siendo las dos de la misma edad, mentía candorosamente al final. Ahora le había dado por la astrología, detalle que fomentó su amistad con el elemento femenino de una pareja de franceses, tan insoportables como ellos, que se sentaban justo enfrente. Aquella fulminante alianza hispano-francesa partió felizmente la mesa por la mitad, dejándome a solas con dos italianos que bordeaban los treinta años, y un galés que estaba ya cerca de los sesenta.

Guido y Carlo eran muy guapos y muy parecidos entre sí. De la misma altura, un metro ochenta más o menos, con el mismo corte de pelo, un rapado radical, casi militar, el mismo cuerpo lujoso, trabajado con mimo en un gimnasio hasta el sabio límite más allá del cual no se puede esconder este detalle, y el mismo buen gusto para vestirse, ambos trabajaban en la filial italiana de la misma multinacional de software, una empresa que yo conocía muy bien. Pero si esa circunstancia no hubiera animado una pintoresca conversación en dos idiomas desde el primer día, habría acabado charlando con ellos de cualquier cosa, porque eran muy simpáticos, corteses y divertidos, a pesar de que no habían ido hasta allí precisamente para hacer amistades. Se tenían el uno al otro y les sobraba todo lo demás, hasta el punto de que no llegué a verles nunca fuera de las comidas, o mejor dicho, de las cenas. Por las mañanas, se iban a una playa nudista que estaba bastante lejos, a unos cuarenta minutos andando por las dunas, y no volvían hasta el atardecer. Por las noches, justo después del postre, se encerraban en su bungalow y nadie les veía el pelo hasta el desayuno de la mañana siguiente. Para bailes y diversiones, desde luego, los suyos, porque nadie se divertía tanto como ellos.

Jonah, en cambio, era una compañía bastante fúnebre, aunque fue lo más parecido a un amigo que llegué a hacer allí. Típico ejemplo de hombre hecho a sí mismo, había sido minero durante su juventud y, siendo siempre el mejor, me explicaba en un español incierto, había llegado a la cima. Sin embargo, cuando por fin le nombraron gerente de la mina y empezó a ganar dinero de verdad, a su mujer le diagnosticaron una cirrosis bastante avanzada. Se había quedado viudo cinco años antes y desde entonces el gran drama de su vida era el tiempo libre. Sus hijos le habían obligado literalmente a venir a Túnez, pero no podía pasárselo bien porque cada cosa que hacía, cada bocado que probaba, cada gota que bebía, le hacían pensar en su pobre Meg. A Meg le habría encantado esto, era su frase favorita incluso cuando me convencía de que jugara con él al dominó. Yo le escuchaba con ojos de luto mientras pensaba solamente en dos cosas, lo mucho que me habría gustado divisar los monasterios tibetanos tras una espesa niebla de humo de hachís, y que el día menos pensado iba a seguir clandestinamente a los italianos hasta su playa nudista para espiarles, y morirme de envidia, y divertirme un poco yo también, aunque fuera de lejos. Y si Said no hubiera aparecido, creo que habría acabado arriesgándome a hacerlo.

Pero Said apareció, de improviso, el viernes de la primera semana que pasé allí, una noche tonta, como las cinco que habían transcurrido antes de aquélla, barbacoa con baile y juego de las sillas, y un montón de gente mayor sin sentido alguno del ridículo, dando saltitos y emborrachándose con una sola copa. Yo estaba apartada, con Guido y Carlo, que excepcionalmente habían decidido pedir un whisky antes de esfumarse, y ellos lo vieron antes, una mancha blanca al fondo, entre los matorrales que delimitaban la piscina, y al principio sólo noté que se reían, que se daban codazos y de repente se abrazaban, un abrazo auténtico, estrecho, nunca les había visto abrazados, entonces Guido, que era el más fuerte, obligó a Carlo a girarse para poder mirarme desde encima de su hombro, y me dijo algo que no entendí pero me obligó a fijarme con más atención en lo que sucedía, sólo entonces le vi, un hombre joven, moreno, que se había adelantado un par de pasos para que yo lo viera y desde lejos me miraba, y sonreía, y de repente lo entendí todo aunque no hablara italiano, adiviné que ellos lo habían visto primero, y les había gustado, y habían fingido una mínima comedia de celos hasta que se dieron cuenta de que él me miraba a mí, no a ellos, y estaban esperando a que hiciera algo, pero yo no sabía qué hacer, yo me quedé quieta, como clavada en la hierba, y no tuve tiempo para planear ningún movimiento, porque Guido soltó a Carlo para venir hacia mí y darme un empujón, riendo, dai, Alessandra, dijo solamente, y yo eché a andar como un muñeco al que acabaran de darle cuerda.

–Buenas noches -el desconocido me saludó en español.

–Buenas -le respondí, distinguiendo en la penumbra sus ojos negros, relucientes, sus dientes blanquísimos-. ¿Por qué me miras?

Se echó a reír, desbaratando el aire con las manos, para hacerme entender que, aparte de la convencional fórmula de su bienvenida, no hablaba español, y repetí la pregunta en francés, mientras me atrevía a mirarle con más detenimiento y una punta de descaro para descubrir que los italianos no se habían equivocado. Era un chico guapo de verdad, no muy alto, pero más alto que yo, no tan joven, pero bastante más joven que yo, la piel oscura, pero brillante como un espejo, el pelo rizado, las manos bonitas y un cuerpo de niño grande bajo la camisa blanca, ancha, casi completamente abierta, y los pantalones blancos, limpios, más estrechos que ajustados.

–Pareces aburrida -me contestó por fin, en un francés bastante mejor que el mío-, y eso no me gusta. Nuestra misión es que no se aburra nadie.

–¿Trabajas aquí? – le pregunté, sorprendida no tanto por no haberlo visto antes como por la precaución con la que había abandonado su escondite detrás del seto, un detalle que me indujo a pensar que se había colado saltando la verja.

–Claro. Soy el responsable de todo esto… -su dedo índice, extendido, hizo un gesto circular que pretendía abarcar todo cuanto nos rodeaba, y sólo entonces me fijé en que llevaba prendida sobre el bolsillo de la camisa una placa de plástico en la que me costó trabajo descifrar la palabra Entrenen.

–¡Ah! – exclamé, más para mí misma que para él, misteriosamente aliviada por el hecho de que en efecto trabajara en aquel lugar.

–Me he fijado en ti… -me confesó, con una naturalidad pasmosa-. ¿Por qué no bailas?

–Porque nadie me invita a bailar.

–¿El inglés no? – me di cuenta de que se refería a Jonah, y me eché a reír-. Me he fijado en ti -repitió, riendo él también.

–Ya lo veo…

–¿Quieres bailar conmigo?

Me prohibí terminantemente a mí misma pensar siquiera que podría contestar que no, y le cogí de la muñeca para conducirle a la pista de baile, pero él no quiso mover los pies del suelo.

–No, ahí no… -dijo-. Es mejor aquí. Aquí no nos verá nadie.

Al echarle los brazos al cuello, un instante antes de desaparecer con él detrás del seto, pude ver aún a Guido y a Carlo, abrazados y sonrientes, haciendo gestos de ánimo con los brazos en alto, y de repente me sentí muy bien, muy segura, capaz de cualquier cosa, una súbita fortaleza que probó enseguida su eficacia, porque Said me sujetó entre sus brazos como si tuviera miedo de que pudiera salir volando, y pegó su cuerpo contra el mío hasta obstaculizar cualquier posible movimiento de mis piernas, y sólo después inició un dudoso simulacro de baile moviendo despacio la cintura al ritmo de la música que llegaba de muy lejos, tanto que no llegué a identificar la canción, una típica balada lenta de los años setenta, Noches de blanco satén, quizás, no lo sé, yo apreciaba su presión y seguía vagamente el balanceo que imprimían sobre mi cuerpo sus manos abiertas, una en el centro de la espalda, la otra mucho más abajo, deslizándose con cautela hasta lograr posarse encima de mi culo con una franqueza que me desconcertó. Entonces, como si cualquier objetivo ulterior hubiera estado supeditado a esa conquista preliminar, esencial, movió la cabeza y pensé que iba a besarme, pero hizo todo lo contrario, porque separó su cara de la mía, como si necesitara mirarme y, sin soltarme el culo, alargó la otra mano hasta mi cabeza para acariciarla muy despacio.

–Tienes un pelo muy bonito -susurró-, rubio, rubio…

Después sí me besó, y lo hizo como nadie me había besado desde que tenía catorce años, con nervios, con prisa, con una torpeza inmensa, su lengua presionando contra mi paladar como el puño de un náufrago desesperado, empujando con saña a mi propia lengua hasta negarle el menor lugar donde replegarse, hasta lograr que de repente me sobrara entera, igual que me sobraban mis dientes, mis encías, mis labios tensos, inútiles, toda mi boca, que no era más que una accesoria prolongación de su boca, todo mi cuerpo, que no era más que un asombrado pretexto de su ímpetu, el afán que me obligaba a la forzosa quietud de una estatua de cera. Aquella irresistible pasividad instaló en mis ojos una mirada ajena, alumbrando un foco de luz blanquísima bajo el que me contemplé con el mismo moderado y distante interés que me habría merecido aquella escena si su protagonista hubiera sido otra mujer, quizás la turista rubia, fea y sola que me había precedido una semana antes de mi llegada, o esa otra, tan parecida, que ocuparía sin duda mi lugar una semana después de que yo partiera. Las veía tan claramente como si las hubiera conocido desde siempre, biografías discretas, físicos discretos, ambiciones discretas, y la discreta elegancia de quien no tiene que cuidar de nadie excepto de sí misma, y lleva siempre los zapatos brillantes y el bolso medio vacío. Sabía que ésas eran sus presas favoritas, las más fáciles, porque se había fijado en mí, que era fácil, y sin embargo no entendía muy bien qué obtenía a cambio un hombre como él, y a la amable hipótesis de que las turistas guapas nunca viajan solas, sucedió una sospecha mucho más terrible, tanto, que antes de comprender que jamás podría atreverse a pedirme dinero porque esa audacia podría costarle el trabajo, sufrí un ataque de pánico que multiplicó en un instante la fuerza de mis brazos, y apenas tuve que esforzarme para apartarlo de mí.

Él se me quedó mirando con una expresión divertida, como preguntándome qué iba a pasar después, y yo, que no lo sabía, eché de menos su calor, la brutal complicidad de su abrazo. Entonces, una sensatez distinta, profunda y verdadera, se abrió paso de golpe desde el sótano al que destierro las cosas que no quiero saber que sé, y en silencio escuché mi propia voz, una pregunta neutra, desapasionada, sinceramente interesada en obtener una respuesta, ¿y para qué quieres tú el dinero, Marisa?, eso decía, si tienes treinta y cinco años, y estás sola en el mundo, y follar te gusta tanto como el chocolate a los niños pobres, y no te comes un colín ni por casualidad, imbécil, ¿quieres decirme en qué coño estás pensando? La dignidad, me contesté tímidamente, y yo misma me mandé a la mierda. Luego, tendí los brazos hacia él, y le besé, y le dije en español, vamos, y él me entendió, pero tampoco esta vez quiso seguirme hasta mis dominios, y tiró de mí en dirección contraria para llevarme a una especie de almacén, un edificio rectangular de paredes de cemento, lleno de maquinarias y herramientas de todas clases, que incluía, al fondo, un cuarto pequeño, con una cama de hierro que encontré extrañamente acogedora a pesar de su estricta desnudez.

Cuando todo acabó, y fue enseguida, no me arrepentí de haber escuchado mi voz más afilada, la más oscura, la que más ferozmente defendía mis verdaderos intereses. Said no era un buen amante, o al menos nunca fue un buen amante para mí, pero su belleza, su edad, el equilibrado conjunto de atributos que lo convertían en un ejemplar insólito en mi raquítica colección de conquistas, una versión juvenil y exótica de esa clase de hombres apasionantes a los que nunca me he atrevido a aspirar, compensaban misteriosamente su inconstancia, su apresuramiento, y hasta el mecánico desinterés con el que insinuaba apenas, tan rápidos eran sus labios, sus dedos, ciertas caricias aprendidas que en ningún momento lograron convencerme de que mi placer le importara en lo más mínimo, un grado de indiferencia que en Occidente habría rebasado el rango de lo imperdonable, pero que en él era tan natural, tan inocente como respirar. Lo absolví de sus pecados sin esfuerzo mientras me vestía de nuevo, y lo seguí en silencio por el camino que me devolvía a mi bungalow sintiéndome mucho más ligera, más satisfecha conmigo misma, de lo que recordaba haber estado en años. Me despidió con un beso mudo al borde de la piscina y no quise esperar a verle marchar. Recuerdo aún mi gozoso reencuentro con las sábanas limpias, la serenidad con la que renuncié al orgasmo que él no había sabido proporcionarme, y la gloriosa pesadez del sueño que me abrazó apenas posé mi cabeza en la almohada, contraseñas físicas de una gesta tan pobre, y tan importante en cambio para mí.

Mi idilio con Said se prolongó hasta el final de mi estancia en Hammamet, acumulando noche tras noche etapas siempre parecidas, casi idénticas entre sí. Los días dejaron de tener importancia hasta el punto de convertirse en un engorro, un ineludible contratiempo, el paréntesis que de repente me apetecía llenar renunciando a la playa para jugar al dominó con Jonah o fingir que leía en el porche de mi bungalow, con la vaga esperanza de distinguirlo a lo lejos, transportando un motor o recortando un seto. Al atardecer amanecía el día verdadero, el tiempo de las cosas importantes, el plazo de la vida. Un par de horas antes de cenar, me encerraba en el cuarto de baño para bañarme, lavarme la cabeza y pintarme lo mejor que sé, que no es mucho, mientras meditaba con cuidado la ropa que me pondría para ir a cenar. En la mesa, Guido y Carlo, los únicos residentes que llegaron a estar en el secreto, celebraban ruidosamente mi aspecto, hacían bromas, me pedían detalles, colaboraban en mi euforia a su manera. Luego, alejándome discretamente de la animación, paseaba por los alrededores de la piscina esperando la aparición de Said. Y Said siempre apareció, siempre llegó a tiempo para llevarme con él a la cama de hierro del cobertizo de las herramientas. Aunque para mí fueran bastante, nuestros encuentros eran muy breves. Nunca dormimos juntos. Él decía que tenía que volver a su casa, en el pueblo, y yo jamás le pregunté por qué, ni siquiera se me ocurrió preguntármelo a mí misma, y llegué a lamentarlo, porque lo que ocurrió tal vez me habría resultado más fácil si hubiera sentido la necesidad de hacerme y de hacerle preguntas.

El viernes por la mañana lo vi aparecer detrás del bar, llamándome con un gesto del dedo índice. Tengo la tarde libre, me dijo, y he pensado que podríamos ir al pueblo, tomar algo, puedo enseñártelo todo y luego llevarte a cenar pescado al bar de un amigo mío, pura cocina árabe, precisó, no esta mierda… A las siete en punto me lo encontré, muy sonriente, en una de las puertas laterales del club, acelerando en vacío el motor de una Vespa cochambrosa, con un bollo enorme encima de la rueda de atrás y mordiscos de óxido por todas partes. Una cuerda, destinada a sujetar algo que no fui capaz de identificar cruzaba en diagonal la zona delantera y el asiento de plástico estaba tan rajado como si un psicópata se hubiera hartado de darle cuchilladas, pero era su moto, me había hablado alguna vez de ella, parecía muy orgulloso de poseerla, y no tenía motivos para decepcionarle, así que sonreí yo también, todo lo que pude, antes de sentarme a su espalda y abrazarle fuerte, porque ya presentía que viajar en aquel cacharro sería lo mismo que sentarse encima de las aspas de una batidora.

Nos detuvimos en una calle corriente, ni ancha ni estrecha, ante una hilera de casas encaladas de tamaño y aspecto parecidos. Said se entretuvo en asegurar la moto a un poste con una cadena, y luego me dirigió, sus manos sobre mis hombros, hasta apoyarme en una pared, lo suficientemente cerca de la moto como para disuadir a un merodeador, pero lo suficientemente lejos como para que cualquier paseante despistado no me vinculara a la fuerza con aquella ruina. Después, a modo de explicación, se tiró de la camisa blanca con la que siempre le había visto, voy a cambiarme, dijo, espera aquí. Le vi cruzar la calle con sus andares de James Bond de bajo presupuesto y entrar en una de aquellas casas, ni mejor ni peor que las demás, y durante un cuarto de hora no pasó nada más y apenas nadie, una pandilla de niños que me miraron sin mucha curiosidad y una anciana velada que parecía ir hablando para sus adentros. Los gritos me pillaron desprevenida, tanto que ni siquiera me esforcé en averiguar de donde venían, pero se hicieron más altos, más frecuentes, más violentos, y reconocí la voz de Said un minuto antes de verle salir, peinándose con un esmero incompatible con la furia que incendiaba sus ojos.

Llevaba unos vaqueros muy nuevos, planchados con raya, y una camisa Lacoste color salmón, que fue por donde le agarró la mujer que salió de la casa detrás de él, una chica muy guapa, mucho más guapa que yo, y muy joven, más joven incluso que él, que era quien más chillaba, y lo hacía con tanto calor, con tanta rabia, con un convencimiento tan rayano en la desesperación, que al principio no llegué a ver a los dos niños pequeños que debían de haber salido con ella para buscar cobijo en la sombra de su cuerpo, abrazados los dos a las piernas de su madre hasta que ella les obligó a salir y les empujó hacia mi amante. Él respondió a aquel gesto con un último chillido, tan desmesuradamente feroz que provocó una explosión de llanto en el más pequeño, un niño de unos tres años que se tiró al suelo, se hizo un ovillo, y se quedó allí, en medio de la calle, como vencido por su propio desconsuelo. Entonces, Said cambió radicalmente de actitud. Hablando con dulzura, en un susurro rítmico, casi musical, se acercó al crío, le atrajo hacia sí, abrazándolo, y lo meció entre sus brazos hasta que calló, sin advertir siquiera que la mujer había aprovechado aquel paréntesis para meterse de nuevo en la casa cerrando violentamente la puerta. La niña, que era poco mayor que su hermano, giró entonces la cabeza, buscándome, sin dudar por un momento de que yo, o cualquier otra mujer como yo, pudiera no estar cerca de ellos en aquel momento, y cuando me encontró, se me quedó mirando fijamente con ojos indescifrables, intensos pero no expresamente hostiles, una mirada mineral, cansada de puro vieja, de puro sabia, y sin embargo curiosa, la mirada de un animal joven que acecha una presa pero está a punto de huir detrás de una mariposa. Ése fue el detalle que más me impresionó.

Said se acercó a mí por fin, llevando todavía al niño en brazos. Son mis hijos, dijo solamente, tengo que quedarme con ellos esta tarde, y yo no le dije nada, no le pregunté nada. Él sólo me había contado que tenía veintiocho años y ahora vivía en la antigua casa de sus padres, la casa donde él se había criado, pero cuando nos instalamos en una terraza para turistas, al lado del castillo, se sintió en la obligación de inventar sobre la marcha una historia vulgar, previsible, patética, él no quería a su mujer, nunca la había querido, sus padres le habían casado siendo todavía un niño, nunca había podido elegir, me explicaba todo esto en francés, apretándome disimuladamente la mano por debajo de la mesa, y yo apenas le escuchaba, yo sólo quería que se callara, que dejara de decir estupideces, que se limitara a sonreír para no echar a perder aquella noche, y la noche siguiente, que sería la última. El niño se cansó enseguida de oírnos hablar en francés y se fue a corretear por la playa, pero la niña se negó a levantarse de la silla, desafiando la cólera de su padre con una calma infinita. De rodillas sobre el asiento, con los codos apoyados en la mesa, me miraba sin parpadear, la misma mirada extraña, insólita, que nacía de una proporcionada mezcla de interés, de cansancio y de desconfianza. Me caía muy bien, aquella niña, la sentía muy cerca de mí. Supuse que su madre le había encargado que me vigilara y lo entendí, entendí también a aquella mujer furiosa que ahora debía de estar deseándome la muerte. Por eso, cuando Said levantó la mano para llamar al camarero, y volvió a negarle a su hija el helado que le había pedido, que le había exigido ya varias veces, con la voz alta, firme, que hablaba en un idioma que yo no podía entender, me ofrecí a invitarla, pedí una carta, se la enseñé, le dije por señas que escogiera el helado que quisiera, pero ella ni siquiera se dignó a dirigir la vista hacia el cartón que yo sujetaba en vano. No estaba dispuesta a consentir que la invitara a nada, y después de comprenderlo, me di cuenta de que me caía incluso mejor que antes.

Aquella noche me acosté con Said en el cobertizo de las herramientas como si nada hubiera pasado, y sin embargo, nunca he olvidado a aquella niña, y nunca he olvidado a su padre, a pesar de la trivialidad de aquella historia, a pesar de la amargura de aquel helado imposible, nunca, y no sé por qué, la verdad es que no lo entiendo, pero todavía, alguna vez, cuando menos me lo espero, me encuentro pensando en la hija de Said, pensando en su padre.

Los ojos de Said, rasgados y negrísimos, risueños, me miraban también aquella mañana hasta que decidí ahuyentarlos abriendo mis propios ojos. Forito, tendido sobre el costado derecho, dormía aún, la sábana cubriéndolo casi por completo, consintiéndome apenas ver su nuca, el pelo blanquecino que raleaba sobre su cráneo, una cabeza de anciano, me dije, antes de reprocharme con dureza el imperdonable arrebato que me había empujado hacia sus brazos sólo unas horas antes. Decidida a reconquistar lo antes posible el fabuloso territorio que Alejandra Escobar había cedido a la realidad en una sola noche, me levanté deprisa, posando los dos pies en el suelo al mismo tiempo como una íntima promesa de determinación, pero cuando rodeé la cama para abrir las cortinas, confiando a la luz del sol el esfuerzo de inaugurar un día nuevo y distinto, ajeno a la memoria de la noche anterior, vi los zapatos que Forito había colocado con mucho cuidado al pie de la cama antes de acostarse, uno al lado del otro y ambos perfectamente alineados, con su correspondiente calcetín dentro, como los zapatos de un niño que se ha dormido esperando la llegada de los Reyes Magos, y sucumbí sin condiciones a la ternura de aquel objeto, un par de zapatos marrones medio muertos ya de puro viejos, a punto de reventar por las costuras. Él abrió los ojos justo en aquel momento, y le sonreí sin llegar a ser muy consciente de querer hacerlo. Sin embargo, su sonrisa me devolvió lo mejor de la noche pasada, un amante atento, cariñoso y confiado, casi lo mejor a lo que he podido aspirar nunca.

–Buenos días -me saludó con su voz rota, invitándome con la mano a sentarme en el borde de la cama, y deseé que metiera la pata, que dijera cualquier cosa inconveniente, que decidiera por mí, que se expulsara a pulso de mi vida, pero cogió una de mis manos entre las suyas, la acarició con dedos ligeros, y volvió a sonreír, tímidamente-. ¿Qué tal estás?

–Bien -dije, bajando la cabeza para no afrontar el brillo de sus ojos-. Pero voy a-a hacer el desayuno o llegaremos ta-arde a trabajar…

Cuando le vi entrar por la puerta de la cocina, tan elegante como lo había encontrado en el bar del Ritz, el traje de lino crudo, la camisa rosa, la corbata amarilla con dibujos menudos, me asombré de cuánto puede mejorar cualquiera, si no con la felicidad, sí al menos con la buena suerte, y mientras servía el café, sin captar el carácter específicamente íntimo de aquella acción hasta después de haberla emprendido, pensé que tal vez se habían terminado las Navidades para mí sola, las vacaciones para mí sola, los cumpleaños para mí sola, y registré una sensación nueva, rarísima, como si dentro de mi pecho creciera una esponja que se expandiera sin cesar, mi cuerpo relleno de otro cuerpo de algodón ingrávido, un parásito placentero que lo devoraba todo generando a cambio una extraña serenidad. Sin embargo, no cambié ni una coma del discurso que había preparado a solas, mi atención aparentemente dividida entre la cafetera y el tostador.

–M-mira, Foro… -empecé, amontonando las migas con el dedo índice en una esquina de la mesa, sin atreverme a mirarle pero decidida a no volver a llamarle Forito nunca más-, he pensado que es mejor que no cuentes na-ada de esto en la editorial, ¿sa-abes?, porque la gente…, bueno, ya sa-abes cómo es, y no tendría ninguna gracia que empezaran a-a hacernos chistes, en fin, eso es lo que yo…

–Como tú quieras -dijo, y le miré por fin, y vi que me sonreía, y eso terminó de ponerme nerviosa.

–Bueno, quiero decir a-ahora, hoy, ma-añana… Porque al fin y al cabo tampoco ha pasado na-ada… todavía, quiero decir, no sé, n-no me gustaría que pensaras que yo… En fin, que no sé qué opinas tú, pero yo creo que es mejor que no se entere nadie… De m-momento por lo menos… Me pa-arece…

–Que sí, que lo que tú quieras -insistió, tan sonriente como antes, y me di cuenta de que mi mala conciencia había empezado a jugarme malas pasadas.

Nos separamos en el portal, porque él tenía que pasar por su casa a recoger unas fotos, y me subí en el autobús hecha un lío. Cuando bajé, media hora después, no tenía las cosas ni una pizca más claras, y los ordenadores se negaron a echarme una mano. Habría dado cualquier cosa por una buena avería, una catástrofe de las que me sacaban de quicio cualquier otro día, un monstruoso rompecabezas informático capaz de sorberme el seso como si alguien estuviera aspirándolo con una pajita, pero no pasó nada, todas las máquinas estaban a punto, todos los sistemas funcionando, todos los periféricos, sumisos como nunca, se mantenían dócilmente a la expectativa del menor de mis caprichos, y el trabajo pendiente, la maquetación de las columnas de apoyo del sexto tomo, era mecánico y aburrido como pocos, así que no me quedó más remedio que cargar con mi propia cabeza, contar con paciencia las burbujitas que predecían su inminente estado de ebullición, y esperar.

Ya me había alarmado en vano un montón de veces cuando una ligera y repentina inquietud, como el presentimiento de otros ojos, me obligó a levantar la vista de la pantalla para dirigirla a las paredes de cristal de mi pecera, y allí le encontré, con la misma ropa de domingo y un nuevo control en el rostro, mirándome. Cuando obtuvo el pequeño premio de mi mirada, tosió ligeramente con la mano sobre la boca, improvisando una torpe táctica de distracción, y desapareció inmediatamente por mi derecha. En esto, como en todo lo demás, se portó siempre como un caballero, respetando las reglas que yo había impuesto con un escrúpulo que a veces parecía rayar en el temor. Por eso, porque sospechaba que la misión de no defraudarme era muy importante para él, siempre que le pillaba mirándome a hurtadillas, o le veía apartarse para dejarme sitio en un pasillo mucho antes de llegar al punto en el que íbamos a cruzarnos, o me sorprendía de la rapidez con que desviaba la mirada si nos encontrábamos en un ascensor, dejaba de pensar por un instante en mi propia confusión para preguntarme qué sentiría él en realidad, qué pensaría de mí, qué papel me habría asignado en su vida si es que él era como yo, incapaz de aceptar lo que el azar le ponía delante sin buscarse por su cuenta problemas que tal vez ni siquiera existieran. Entonces recordaba las bromas amables, inofensivas, casi tradicionales, con las que el resto del equipo celebraba los síntomas de la predilección que Foro solía mostrar hacia mí, las canciones que tarareaba cuando me veía aparecer, el gesto automático de adelantarse a pagarme el café o los imprevisibles accesos de timidez que le asaltaban sin motivo cuando me sumaba por sorpresa a la conversación más inocente. Rosa había afirmado siempre que estaba enamorado de mí, y Ramón la secundaba con tanto entusiasmo que más de una vez, en los tiempos en los que tener razón o no tenerla me daba exactamente lo mismo, llegué incluso a pensar que tal vez supiera algo que no quería contarme, pero que entonces, tan poco me interesaban los sentimientos de Foro, ni siquiera se me ocurrió preguntar. Después de la noche del Ritz, en cambio, porque las cosas por fin habían cambiado aunque todavía no hubiera logrado precisar en qué dirección, la idea me gustaba y me aterraba a partes iguales, tan milimétricamente equilibradas como para animarme a seguir con la boca cerrada. Y sin embargo, había cosas que me daban más miedo que el amor de Forito.

Si hubiera leído mi propia historia en una novela, si la hubiera visto en una película o en una serie de televisión, sé con certeza lo que habría dictaminado sin dudar, ella es una hija de puta. Pero la ficción adorna a los personajes más insignificantes con encantos inéditos en el mundo real, yo lo sé muy bien, porque formo parte de ellos, y sé que la belleza interior ni es belleza ni nada, apenas un pretexto para que los que son bellos por fuera afirmen una calidad moral que no tienen porque no se puede tener, sencillamente. En el mundo no habitan maestritas esmirriadas con alma de poeta capaces de seducir a Gary Cooper, ni fantasmales espectros con el rostro quemado por el ácido y un espíritu tan exquisito como para rendir de amor a la novia del tenor más apuesto, todo eso es mentira. Las maestritas esmirriadas se masturban como locas después de cumplir treinta años y los espectros fantasmales se mueren de asco poco a poco decorando su guarida con los posters del Playboy, y al resto del mundo le importa una mierda la pobreza de su destino, por eso son necesarias las mentiras. Y las mentiras, como todas las drogas necesarias, son peligrosas, porque convierten a una pobre mujer confusa, una criatura tan insignificante que la vida jamás ha condescendido a ponerla a prueba en casi cuarenta años de existencia vana, en toda una hija de puta, y esa miseria ficticia puede llegar a destrozarla tanto como el crimen más cruel, más auténtico y sangriento que haya podido cometer jamás. Pero ni siquiera era eso lo que más me dolía, porque habría renunciado mucho más fácilmente al ficticio galán capaz de enamorarse de la ficticia belleza que me adorna por dentro si, al encontrarnos, Foro no hubiera formado parte ya de la reducidísima parcela de este mundo que es el mío, si lo hubiera conocido fuera de la editorial, en terreno neutral. Entonces, tal vez todo habría sido distinto, y mi silencio habría tenido otro valor.

Él sabía portarse como un caballero, y no me miraba, no me hablaba, no me buscaba por los pasillos, pero después de pasearse por la editorial con aquel traje de lino que nadie había visto nunca, apareció al día siguiente con un blazer azul marino con botones dorados, audazmente combinado con unos vaqueros casi nuevos, y este cambio radical de imagen no pasó desapercibido para las observadoras más malévolas, dos secretarias de dirección solteras y cincuentonas que no tenían nada que hacer y dedicaban las mañanas a pasearse por el edificio en busca de cualquier cosa que desmenuzar durante la comida con sus colmillos de hienas menopáusicas. Y fue en la cola del comedor donde escuchamos sus comentarios, ¿has visto a Forito, cómo se ha puesto?, ¡sí, hija, qué barbaridad!, ¿y a quién habrá enganchado?, a cualquier desesperada, vete tú a saber, desde luego que sí, porque ¡para cargar con eso, ya hay que tener ganas…!, bueno, mujer, ya sabes, siempre hay un roto para un descosido…

Fue Ana la que les plantó cara, Ana la que defendió a Foro, la que se rió de ellas sin mirarlas, pero en un tono lo suficientemente público como para que no dudaran de a quién iban dirigidas sus palabras cargadas de ironía, cargadas de desprecio, cargadas de un cariño incondicional por aquel hombre que se arrojaba por mí a las garras de las arpías, fue Ana, y no yo la que arremetió contra ellas en voz alta, no hay nada más patético que escuchar a alguien que habla de lo que no sabe, ¿verdad?, y fue Fran quien contestó en el mismo tono, desde luego, a mí no hay nada que me dé tanta pena, una de ellas volvió la cabeza a tiempo para comprobar que Ana volvía a la carga, por ejemplo los hombres, dijo entonces, si una sólo los conoce en sueños… ¿no os parece que debería estar callada en lugar de meterse con los que existen de verdad?, pero es que entonces se darían demasiada lástima a sí mismas, apuntó Rosa, sí, Fran se reía, y la cosa acabaría en un suicidio colectivo, pues mira, remató Ana, mucho más económico, y todas rieron, y el honor de mi amante fue vengado por ellas, que no se habían acostado con él, por ellas, que no lo habían negado fuera de las paredes de su casa, por ellas, que no habían oído hablar a su madre, a su tía y a su abuela igual que hablaban aquellas dos mujeres malas e infelices a la vez, y que por eso nunca se habían prometido por dentro no llegar a ser jamás igual que ellas. Y yo estuve callada, y aún más, decidí no volver a acostarme con Forito en el resto de mi vida.

Al día siguiente todavía estaba satisfecha de haber tomado aquella decisión. Veinticuatro horas más tarde, ya había empezado a dudar. El siguiente paso no lo di exactamente yo, sino esa voz feroz que albergaba sin saberlo hasta que trepó por mi garganta desde su remotísimo escondrijo para empujarme a los brazos de Said, una voz que sonó como una alarma cuando Foro se las arregló para tropezarse conmigo el viernes por la tarde y yo no le dije nada, una voz que atronó como el eco de un pelotón de fusilamiento cuando volví sola a casa y cerré la puerta por dentro, una voz que no me dejó dormir, y me atormentó el sábado entero con palabras rotundas como cañonazos, imbécil, imbécil, imbécil, me decía, mira que eres imbécil, y tristísima, y cobarde, injusta, y penosa, sobre todo penosa, porque en el fondo él te gusta, claro que te gusta, si estoy hablando yo, cómo no te va a gustar, y aquí estás, haciendo el imbécil, ¿y a qué esperas?, dime, tonta, ¿qué estás esperando exactamente?, ¿encontrar un novio que le guste a la secretaria del director?, ¡qué pena, Marisa, hija, qué pena!, mira que eres imbécil, imbécil, imbécil, bien que se dio cuenta el tunecino aquel que ahora va a resultar el amor de tu vida, porque en otra como ésta no te vuelves a ver, imbécil, de eso ya puedes estar segura… Fue aquella voz la que el domingo por la mañana levantó el auricular del teléfono, y marcó un número que debía de saberse de memoria, y saludó a Foro, y le invitó a comer paella, y me empujó luego a la calle, a comprar una barra de pan y medio kilo de pasteles, y un ramo de clavellinas preciosas, pétalos de color fucsia atravesados por unas hebras blancas que parecían dibujadas a mano, y mucho muguete, un ramo que quedó estupendamente dentro de un jarrón de cristal, en el centro de una mesa para dos.

La paella la hice yo, y salió buenísima. Fui yo también quien escogió sentarse muy cerca de Foro, en el sofá, después del café, y quien pagó una amarga confidencia -estoy muy contento de que me hayas llamado, dijo, con esa peculiar elegancia natural que le permitía bordear cualquier precipicio por el sendero más precario, sin desprender jamás ni una sola china con el tacón de sus viejos zapatos marrones, ya pensaba que no nos volveríamos a ver- con un beso sincero, asombrosamente sincero, como lo fue mi dedo índice al encender la luz del dormitorio un instante después de que él la hubiera apagado, acertando a activar al mismo tiempo el ventilador del techo, que ya no quiso chirriar con su viejo acento de niño desamparado. Fui también yo, un yo tan puro, tan desprovisto de argucias íntimas que casi lo desconocía, quien desterró de mi conciencia esa confusa amalgama de mentiras innatas y verdades adquiridas que perdió lastre como un globo que se eleva a toda prisa, la noción de que mi cuerpo era feo, mi carne triste. Yo decreté su alegría, pero después, cuando el silencio dejó de ser un sonido armonioso para convertirse en un ruido que no podíamos escuchar mientras fabricaba aplicadamente un obstáculo invisible sobre la almohada, donde nuestras cabezas permanecían inmóviles, y tan juntas como si estuvieran condenadas a compartir un solo aliento a los dos lados de un muro de aire durante toda la eternidad, fue Foro el único que se atrevió a hablar.

–Es… Es una suerte eso de que se haya pasado de moda lo de comentar los polvos después de echarlos, ¿verdad?, porque era un coñazo, buah, no veas, aunque, en fin, también tenía su lado bueno, ya te digo… -entonces soltó una risita, y me miró-. Porque, bien mirado, la verdad es que uno se quedaba más tranquilo.

–Si es por eso -sonreí- puedes quedarte tranquilo. Has estado muy bien.

Hizo una pausa que no conseguí interpretar, cabeceando aparatosamente, como si se felicitara de poder darse la razón a sí mismo.

–Hay una cosa tuya que me hace mucha gracia -dijo después-. ¿Tú te has dado cuenta alguna vez de que después de follar no tartamudeas?

–No… -me quedé más muda que callada, mi lengua paralizada por el asombro.

–Pues es verdad. Me di cuenta la otra noche y ahora te he dicho la tontería esa de hablar de los polvos sólo para comprobarlo, ya te digo. Y me has contestado de un tirón.

–¿En serio? – asintió con la cabeza y me resigné a que llevara razón-. Bueno, puede ser… Tampoco tartamudeo siempre. Digo bien la mayoría de las letras, normalmente me engancho en las aes, en las enes, y a veces, si estoy muy nerviosa, en las emes también -Alejandra nunca tartamudea, pensé entonces, lo sé desde el principio, desde que la escuché hablar en Túnez, su francés tan pobre como el mío-. ¿He tartamudeado ahora?

–No.

–¿Seguro? – volvió a asentir y yo le creí-. Desde luego, parece mentira… Avísame la próxima vez que lo haga.

–Vale -se rió-. Pero lo que yo estaba pensando es que… A ver si me entiendes, si tartamudeas más cuanto más nerviosa estás, entonces es que follar te tranquiliza.

–Claro, como a todo el mundo.

–O sea, que si te echaras un novio que te gustara, y vivieras con él, y follaras un día sí y otro no, por decir algo, y él estuviera bien, ya te digo… Pues dejarías de tartamudear.

–N-no… n-no lo sé.

–Has tartamudeado.

–Ya-a me he da-ado cuenta.

–Lo siento.

–N-no, déjalo tumbado.

Rió conmigo aquel chiste malísimo y no quiso añadir nada más, porque no hacía falta. Fui yo quien decidió ir un poco más allá cuando se agotaron los besos, y los abrazos, y otros temas de conversación mucho menos peligrosos -su memoria infantil de Carabanchel era como la chistera de un mago, un lugar del que podía salir cualquier cosa-, y lo hice sin pensar. Estaba a punto de ofrecerme a preparar algo para cenar, porque se había hecho de noche en la ventana, y en el reloj de mi mesilla, sin que nos diéramos cuenta, cuando aquellas palabras, prodigiosamente enteras, brotaron de mi boca sin permiso.

–¿Sabes una cosa? Me lo he pasado muy bien esta tarde, Foro.

–Ahora no has tartamudeado.

–Porque no quiero ta-artamudear. A lo mejor eres tú lo que me tranquiliza.

–Pues ya sabes.

–¿Qué?

–No tienes más que llamarme.

Esa oferta sin condiciones, lo más parecido a una declaración de amor que he llegado a recibir nunca, inauguró una época marcada por la desconcertante insubordinación del tiempo.

Mis días, que hasta entonces parecían incomprensiblemente felices en la estrecha horma de una pauta siempre idéntica, exacta, matemática, veinticuatro horas en total, ocho para trabajar, ocho para dormir, dos o tres para alimentarme, el resto sólo para hacerme consciente de su paso por mi vida, empezaron a escapar de mi control, a estirarse y encogerse como si fueran de goma, a escurrirse entre mis dedos -días de agua, de gas, de humo-, o a permanecer quietos, sólidos e inamovibles, durante muchas más horas de las que les correspondían -días de piedra, de tierra, de plomo-, al margen de mi voluntad y de mi capacidad para aprehender el destino que los guiaba. Y sin embargo, mi situación se prolongó sin un solo cambio verdadero durante muchos meses. En el exacto corazón del vértigo, podía percibir muy bien mi propia inmovilidad.

Mi vida sucedió a partir de entonces en dos planos diferentes, contiguos y paralelos como esas dos rayas infinitas que jamás acertaban a juntarse sobre la pizarra del colegio. El mejor de ellos era íntimo, fértil, casi perfecto, porque mi historia con Foro trabajaba por sí misma sin cesar, consolidando poco a poco triunfos menores pero definitivos, y primero dejé de comprar pasta de dientes con sabor a canela porque a él no le gustaba, y más tarde desterré definitivamente el pimiento verde de todos mis guisos incluso cuando no iba a venir a comer conmigo, porque le sentaba mal, y después tiré a la basura un pijama de franela marrón muy abrigado, porque él decía que me convertía propiamente en una patata cruda, y ni siquiera llegué a echarlo de menos cuando regresó el frío. Pero ninguno de estos gestos logró arañar siquiera el signo de otro tiempo que era peor y también sucedía, nunca a la vez, siempre un poco antes, o un poco después, un plano público, frío y objetivo, que yo vivía como una espectadora imparcial de mi propia historia, manejando los datos que poseían los demás, utilizando sus mismos códigos, sucumbiendo a sentimientos que no por ajenos dejaban de pertenecerme, y que traían consigo la hora de jurar que ni un día más, ni una noche más, ni un solo beso más, a despecho de esa voz cruel que vigilaba siempre, esperando mi menor descuido para insultarme con el brutal acento de esas verdades que pueden ser más falsas que cualquier mentira.

La realidad se fue contagiando poco a poco de la repentina cualidad elástica que enrarecía el paso del tiempo, e interpretarla se convirtió en una tarea impredecible, muy sencilla algunos días, terriblemente complicada otros, irresoluble casi siempre. Cuando estaba con él, Foro me gustaba, me divertía su manera de hablar, de entender las cosas, las historias que contaba, y hasta su manía de interrumpir continuamente los diálogos de las películas que veíamos juntos por la televisión con chistes y opiniones que lograban que me retorciera de risa, compensándome de sobra por las frases que no conseguía escuchar. Era incapaz de tomarse una película en serio, de involucrarse en las vidas de los personajes, de arriesgar la menor emoción por cualquiera de ellos, y ni siquiera comprendía muy bien la codiciosa avidez con la que yo escrutaba la pantalla, al acecho del menor hueco que me consintiera meterme en el argumento, para reír o llorar o enamorarme o morirme de miedo en el cuerpo del actor correspondiente. A veces pensaba que precisamente ahí, en la exacta longitud del abismo que nos separaba frente a cualquier historia inventada, residía su ventaja sobre mí, su capacidad para apreciar el mundo verdadero, un territorio del que yo le había desterrado sin darme mucha cuenta desde que mi propia confusión, mis propios miedos, y esa repugnante versión de la vergüenza en la que detestaba reconocerme, construyeron para él una realidad aparte. Porque Foro existía tan indudablemente como existía yo misma, cuando Alejandra Escobar salía a la calle, pero el tiempo que pasaba junto a él no formaba parte del mundo de todos los días, el mismo mundo que yo estaba dispuesta a negarle. Allí, Foro parecía eternamente condenado a ser un hombre viejo y derrotado, borracho e inútil, gracioso a destiempo, un figurante secundario en un sainete malo y antiguo, un intocable. Y eso volvía a ser, sin matiz alguno, en cuanto se separaba de mí unas cuantas horas. El tiempo también puede desangrarse.

En medio de todo, estaba el amor, que salva o condena, que legitima los crímenes más atroces. Yo estaba segura de no amar a Foro porque el amor habría salvado por sí solo todos los obstáculos, yo lo sabía, lo había leído en los libros, lo había visto en las películas. Pero también sabía que lo echaba de menos por las noches, justo antes de dormirme, y eso se parecía mucho a un amor distinto, pequeño, de andar por casa, demasiado corriente como para que los libros se ocupen de él. A veces me preguntaba si no existirán amores diferentes, como son diferentes las personas, las estaciones del año, los cielos de las ciudades, pero no sabía qué contestarme, porque nunca había estado enamorada de nadie que me correspondiera, no tenía muy claro cómo funcionan estas cosas. Ni siquiera estaba segura de que estar enamorada fuera imprescindible para ser feliz con alguien, me preguntaba si no sucedería más bien lo contrario, y a ratos dudaba de que enamorarse bastara para todo. Pensaba mucho en la historia de Ana con Javier Álvarez, que había empezado poco después de que Foro y yo nos encontráramos en el bar del Ritz, y trataba de calcular cómo habría reaccionado ella si el azar le hubiera asignado un amante como el que me había tocado a mí, pero tampoco llegué a resolver aquel enigma, quizás porque se apoyaba en premisas erróneas, y a las mujeres como Ana no se les pasa siquiera por la cabeza la posibilidad de enrollarse con hombres como Foro. Por eso cuentan en voz tan alta sus amores con hombres apasionantes, a los que no se les pasa siquiera por la cabeza enrollarse con mujeres como yo. Eso creía, pero tal vez estaba equivocada, a ratos me convencía de que Ana nunca habría llegado a caer tan bajo, y esa sospecha me dolía más que la aceptación de que existieran dos clases diferentes de destino, para dos clases diferentes de hombres y de mujeres, pobre gente, gente apasionante. No lo sabía, no sabía nada de mí, nada de nadie, con una única excepción, porque existía una sola cosa que sabía con certeza, con una apabullante seguridad de que iba a ocurrir, como sé que la noche sucede al día, que las nubes se disipan cuando cesa la lluvia, que la muerte implacable paraliza los cuerpos. Así sabía que si dejaba escapar a ese hombre me labraría un futuro de soledad completa, el horizonte que vislumbraba ya cuando la suerte tiró para mí unos dados que seguramente no me correspondían, y sacó un tres. Podría haber sacado un seis, pero la mitad de seis es mucho más que cero, y dormir sola por las noches es lo mismo que no tener nada, y sin embargo, y sabiendo todo esto, no sabía qué hacer con mi vida. Jamás me había imaginado que intentar ser feliz pudiera llegar a resultar tan difícil.

Y sin embargo, eso fue lo único que hice durante mucho tiempo, intentar ser feliz, aprovechar lo que traía de bueno ese tiempo que pasaba deprisa y parecía no pasar nunca, apreciar el calor de otro cuerpo bajo las sábanas, esmerarme en cocinar platos nuevos y difíciles para las cenas de los viernes, veranear en Madrid, con las persianas echadas y el ventilador en marcha, aguardando la tregua del atardecer para emigrar a la Casa de Campo y desplegar un botín de tortilla y filetes empanados en una buena mesa, al fresco, justo delante del lago, en la gloria, ya te digo. No eché de menos Katmandú, ni Bali, ni Hammamet, aquel verano, pero eché de menos a Foro cuando se marchó con David a la playa, a primeros de agosto, aunque fuera lo que más le da por culo en este mundo, y llegué a arrepentirme de no haber aceptado su invitación, porque me quedé en casa, sola, para pensar, esas tonterías que se dicen a veces, y no hice más que ver la televisión y aburrirme como una de esas ostras que se estarían comiendo en las Rías Bajas. Cuando volvieron, me asombré de cuánto estaba empezando a parecerse Foro a su hijo.

La transformación de aquel rostro, de aquel cuerpo, las manos que no temblaban, la carne que reconquistaba un espacio perdido entre la piel y los huesos, la voz firme, el café con leche, con bollo y todo, que reemplazaba a la vieja copa de coñac de las viejas mañanas, era ya tan evidente que, en la editorial, septiembre fue el mes de Foro, y las conjeturas sobre la identidad oculta de la desesperada que había cargado con aquella ruina bajaron repentinamente de volumen, cediendo a la presión de hipótesis de otra naturaleza, comentarios menos cargados de asombro que de admiración por una metamorfosis que parecía aspirar a lo absoluto y en la que todo el mundo daba por sentado que había una mujer de por medio. Yo seguía a distancia aquel proceso, sintiéndome orgullosa de él, de ese cambio del que me consideraba responsable, y cedía incluso a la modesta audacia de sacar el tema a la menor oportunidad, buscando tal vez fuerzas en la unanimidad de los otros, un empujón que me animara a dejarme caer por fin del lado correcto, cualquiera que éste fuese, y jamás pensé que pudiera existir más de uno hasta que un día, después de que la casualidad nos reuniera alrededor de la máquina de café, a media mañana, Ana me abrió los ojos sólo para que Ramón consiguiera meterme después los dedos dentro.

–No me quiere decir quién es -nunca una de mis mínimas insinuaciones cosecharía a cambio un discurso tan largo-. Ayer se lo volví a preguntar, y nada. Y mira que yo se lo cuento todo, y se lo dije, no es justo, Foro, yo te cuento cómo me van las cosas y tú… Yo también te lo cuento, me dijo, todo, menos el nombre. Y yo le dije que creía que éramos amigos, y él me dijo que no fuera tramposa, y así… Yo creo que ella debe de ser un poco tonta, ¿no?, porque prohibirle decir quién es, a estas alturas… Ni que fuéramos al colegio todavía, joder. Y seguro que trabaja aquí, él dice que no, pero yo estoy segura de que sí, y debe de estar ahora mismo en este edificio, porque a ver si no, para qué tanto secretito. Lo único que le he sacado es que es una mujer muy solitaria, de treinta y muchos años, que nunca ha estado casada, y que tiene un carácter débil… Bueno, eso lo digo yo, porque él está empeñado en protegerla, en justificarla siempre… Da la impresión de que la cuida tanto como si fuera una niña pequeña, que no se entere de esto, que no vaya a pensar lo otro, que no crea lo de más allá. ¡Coño! Si yo lo único que quiero es que me la presente, y no por mí, que a mí me da lo mismo, sino por él, porque si se lo mete en la cama de noche, a ver por qué no puede ni saludarla de día. ¿Pero quién se habrá creído esa tía que es? ¡No te jode!

–Una hija de puta -asintió Ramón, dándose a sí mismo la razón con la cabeza-, de eso estoy seguro, desde luego.

–Pues mira que se lo digo -prosiguió Ana, sus mejillas más acaloradas de repente, como agradeciendo la llegada de los refuerzos-, pero él nada, tío, él la defiende siempre. Tú no lo entiendes, me dijo el otro día, pero es mi última oportunidad. Y una mierda, Foro, le contesté yo, ¿y me dices eso ahora, precisamente ahora que has dejado de beber y que vas hecho un pincel? Y él dale que te pego, que no, Ana, que tú no lo entiendes, y yo que sí, que sí, que cómo no lo voy a entender… Cualquiera entendería que una mujer se volviera loca por un hombre capaz de hacer algo así por ella, ¿no?, y en cambio ésta, ya veis, le tiene muerto de miedo, con los labios cosidos, pero es que tendríais que verlo, en serio. Yo creo que la quiere mucho, pero me temo que ella no se lo merece, la verdad… Ahora, que aunque sea una gilipollas, la verdad es que me alegro por él, porque no hay más que verle…

En ese momento susurré que necesitaba ir al baño y eché a andar por el pasillo. Sin pensar siquiera adónde se dirigían, seguí a mis pies hasta la pecera, me senté en mi silla, y miré la pantalla de mi ordenador, donde una pelota de tenis botaba sin parar, animando en cada movimiento una estela amarillenta que probaba el rumbo errático, puramente casual, de su trayectoria. Con los ojos clavados en cada una de las cadenas de luz que se anulaban eternamente entre sí, encontré una asombrosa semejanza entre la vida de cualquiera de aquellas ilusiones esféricas y mi propia vida, que tampoco sabía en qué dirección iba a botar la próxima vez.

Lo de menos era que, al cabo, esos espectadores imparciales que acababan de dictaminar sin duda alguna que ella era una hija de puta, estuvieran tan cerca de mí. Con eso ya contaba, y contaba también con obtener un grado de comprensión mucho mayor del que ellos mismos sospechaban si alguna vez llegaban a conocer por fin mi identidad. Pero lo que jamás se me había ocurrido era que mi historia pudiera contarse de aquella extraña manera. Estaba tan acostumbrada a pensar en Foro como en un mal menor, un remedio de urgencia, un recurso para desesperadas, que apenas podía creer que alguien afirmara en voz alta lo que yo misma me reprochaba sin mover los labios. Porque ellos no sabían lo que yo sabía, y sin embargo, estaban seguros de que Foro era mejor que la mujer con quien dormía algunas noches. Y había algo todavía más asombroso. La simple posibilidad de que, al final, aquel hombre a quien yo no me decidía a tomar, pudiera dejarme por otra mujer que le mereciera más, dibujaba ante mis ojos, con la espantosa precisión de una pesadilla, el umbral de un infierno que aún no había visitado nunca. Y todo esto ocurría cuando ya me había decidido a disfrutar indefinidamente de mi situación, cuando ya había aceptado las reglas de mi doble vida sin discutirlas conmigo misma, cuando ya creía que había pasado lo peor. Y sin embargo, nunca he pasado una noche peor que aquélla.

Cuando me levanté, a la mañana siguiente, sin haber dormido ni un minuto, sabía algunas cosas más que al acostarme la noche anterior. La primera era que me costaba infinitamente renunciar a Foro, y no sólo porque un cálculo egoísta hubiera establecido que era la única solución para mi futuro, sino porque, además, le quería. La segunda era que ni todos los parabienes del mundo lograrían convencerme de que no había ni una sola posibilidad, por mínima que fuera, de que alguno de los hombres a los que amaba Alejandra Escobar pudiera existir en realidad, y de que no mereciera la pena morir esperándolo. Esto ocurría porque no estaba enamorada de Foro. La tercera cosa que sabía con seguridad era que no me quedaba más remedio que hacer algo. La cuarta, que diciembre estaba al caer, y no se puede imaginar siquiera una época peor para tomar decisiones. La quinta, que mi carácter es muchísimo más que débil. Lo que no llegué a sospechar ni lejanamente es que aquella aparente riqueza, el inaudito exceso de poder elegir entre dos hombres distintos, uno real, siempre igual, imperfecto, y otro perfecto, siempre distinto, irreal, pudiera llegar a transformarse con el tiempo en una fuente de angustia permanente, permanentemente intensa. Eso fue sin embargo lo que ocurrió.

La Navidad, con sus luces y sus cantos, la alegría prefabricada de los anuncios de la televisión y la sinceridad de los buenos deseos de la gente corriente, trajo consigo una tregua engañosa. La dosis de auténtica felicidad que extraje de ese tipo de trabajo extraordinario del que el resto de la Humanidad abomina -decorar la casa, pensar el menú de la cena, ir al mercado con mucha más frecuencia de lo habitual, encargar el marisco y el pavo con varios días de antelación, encerrarme en la cocina la noche del veintitrés para ir adelantando trabajo, poner la mesa a las seis de la tarde del día de Nochebuena, arreglarme a toda prisa cinco minutos antes de que sonara el timbre de la puerta, y empezar otra vez a hacer lo mismo apenas puse un pie en el suelo a la mañana siguiente- no fue más que un anticipo de la que sentí al ver llegar a Foro muy arreglado y sonriente, con una botella en cada mano, como si pretendiera recordarme que, sólo un año antes, a aquellas horas yo estaba en pijama, delante de la televisión, masticando con desgana un filete con patatas. El día de Navidad, David vino a comer con nosotros, y me regaló un pañuelo de gasa estampada, muy bonito.

–Ha sido Papá Noel -dijo, sonriéndome mientras me guiñaba un ojo en dirección a su padre-, no me des a mí las gracias.

Hacía tantos años que nadie me regalaba nada por Navidad que casi se me saltaron las lágrimas. Pero el tiempo no quiso detenerse en una alegría tan pura y tan pequeña a la vez, y el vino de Nochevieja fue más amargo.

Nada me inducía a sospecharlo cuando llegamos a aquella fiesta. El célebre Antoñito convocaba todos los años a sus amigos para recibir el año nuevo en su local de Marqués de Vadillo, decorado para la ocasión con guirnaldas de papel de colores que serpenteaban entre los jamones colgados del techo, creando un efecto tan pasmoso como el que se obtenía de la combinación del mobiliario -mesas y sillas de madera basta, casi dignas del Mesón de Antoñita- y los atuendos de las invitadas, todas lentejuelas, terciopelos, y joyas demasiado aparatosas para ser auténticas. El conjunto, incluyendo las patillas, los habanos y el esmoquin de los acompañantes masculinos de todas aquellas duquesas postizas, era tan fascinante que mi humor, que ya era bueno a la entrada, se disparó como los tapones de las botellas de champán que saltaban sin cesar. Me encontraba muy bien, quizás porque había estrenado un vestido largo, el primero que había tenido la ocasión de comprarme en toda mi vida, un traje rojo, de tirantes, muy ceñido, tanto que apenas cené para evitar accidentes con la cremallera, y tal vez ese detalle podría explicarlo todo, porque cuando empecé a beber, una copa detrás de otra, mi estómago debió de convertirse en una inmensa piscina de alcohol donde flotaban apenas, a la deriva, tres o cuatro gambas y una docena de uvas, que había engullido, eso sí, religiosamente, una por cada campanada, convocando a la suerte con todas mis fuerzas. Me encontraba tan bien que mucho antes de llegar a estar borracha, arrastré a Foro al espacio improvisado como pista de baile en el centro del mesón, y le abracé con fuerza, y le besé muchas veces, como sólo le había besado a solas hasta entonces, desentendiéndome de la música y moviéndome sin embargo con él, arrastrándole en mi abrazo. Entonces ocurrió. Aprovechando una mínima pausa en la que liberé su boca de la mía para apurar una copa, él, que estaba mucho más sobrio, se separó ligeramente de mí, me miró, y me hizo la pregunta que nunca había podido hacerme antes.

–Dime una cosa… ¿Por qué no te importa besarme y abrazarme delante de mis amigos, y en cambio no me consientes que te hable siquiera delante de los tuyos?

–Yo no tengo amigos -contesté deprisa, mis labios indecisos entre la sonrisa que aún dibujaban y la desolación que presentían.

–Eso no es verdad -pronunció estas palabras en un tono que yo aún no había escuchado, a medio camino entre la seriedad y la dureza.

–N-n… N-no te en-ntiendo -mentí a medias-. Yo…

–Mira, ya estás tartamudeando otra vez -me interrumpió con un murmullo desalentado-, así que vamos a dejarlo.

Ahí se acabó la noche. Nos quedamos por lo menos otras tres horas en aquel lugar, juntos a ratos, a ratos yo sola y él bromeando y riendo con toda aquella gente, bebiendo los dos, yo más, mientras pensaba que lo más triste de todo era que Foro no acabara de tener razón, porque Ramón, o Ana, o Rosa, eran mis amigos sólo porque no tenía otros, amigos como los suyos, como Antoñito, que le decía a la cara las cosas que no quería escuchar cuando estaba bien y le solucionaba la vida cuando estaba mal, yo no podía recurrir a nadie así, no le había mentido al decir que no tenía amigos, él no podía entenderlo, pero la editorial era mi mundo sólo porque no podía aspirar a otro. Aquella noche no sólo me di cuenta de que Foro ya había empezado a sufrir por mi culpa. También descubrí que, a despecho de cualquier apariencia, él era mucho menos pobre que yo.

Si no lo sospechaba ya, debió de comprobarlo poco después. Cuando el coche de aquellos primos suyos, no sé si figurados o legítimos, que se habían ofrecido a traernos al centro, se paró en la puerta de mi casa, él pidió al conductor que le esperara un momento antes de salir a la calle conmigo, y yo lo escuché, pero había bebido tanto que no me paré a pensar en lo que significaban aquellas palabras. Metí la llave en la cerradura al tercer o cuarto intento y entré en el portal manteniendo la puerta abierta, para dejarle pasar, pero él no quiso seguirme. Salí otra vez, sin entender todavía muy bien lo que pasaba, y él me empujó con suavidad para apoyarme contra la puerta, manipulándome con cuidado, como si fuera algún objeto frágil. Entonces me besó en la boca con su boca de coñac, dulce siempre, dulce todavía.

–Yo te quiero mucho, Marisa -me dijo. Después me dio la espalda y echó a andar.

–¡Foro! – le llamé cuando ya había abierto la puerta de aquel coche-. ¿No vas a subir…?

–No -contestó.

Su primo arrancó y yo me quedé quieta, apoyada en el portal, sin saber muy bien qué hacer, hasta que el frío me obligó a subir a casa.

Al día siguiente me llamó, y me pidió perdón, y yo le dije que no tenía nada que perdonarle, y vino a verme, y se quedó a dormir, y los dos fingimos que no había pasado nada, los días fingieron sucederse igual que antes, pero el tiempo cambió de piel, y se hizo pesado, amenazante, turbio, y cada hora presagiaba un indicio de final, cada minuto aplastaba con saña al anterior, cada segundo dolía. El 14 de febrero, cuando vino a verme por la noche, sin avisar, con un montón de copas encima y las manos vacías, para sentarse en la butaca del salón, cruzar los brazos y mirar fijamente sus zapatos antes de empezar a hablar, ya sabía lo que iba a decirme.

–Mira, Marisa, yo quería hacerte un regalo, ¿sabes?, llevaba un montón de tiempo pensándolo, buah, no veas, y no sabía muy bien qué te gustaría más, un bolso, unos zapatos, unos pendientes, ya te digo… Yo querría haberte comprado alguna joya, algo de oro, pero como no quería que pensaras cosas raras, pues al final decidí comprarte una caja de música, porque el otro día me dijiste que te gustaban mucho, ¿no?, y que nunca habías tenido una, y al salir del curro, me he ido derecho a la tienda esa de las muñecas de la Gran Vía que te gusta tanto, y he estado a punto de entrar, pero a punto, ya te digo, y de repente no me he atrevido. Me ha dado miedo comprarte un regalo, a ver si me entiendes, y no sólo porque tú eres mucho más fina que yo y seguro que esto de San Valentín te parece una horterada, que seguro que te lo parece, porque, buah, no veas cómo eres tú de señorita para según qué cosas, sino porque yo… Yo no sé lo que estoy haciendo aquí ahora mismo, Marisa, no sé qué pinto en tu vida, ni siquiera sé si pinto algo, ya te digo, y entonces he pensado… ¡yo qué sé! La verdad es que estoy empezando a llevar todo esto muy mal. Si somos novios, deberíamos comportarnos como novios, ¿no?, y si no… No sé. Yo ya comprendo que no soy ningún buen partido, eso lo comprendo, aunque haya dejado casi de beber y eso, ya te digo, comprendo que no te tires a mis pies, que también sería una tontería, porque, buah, no veas, con lo tarras que somos ya… Y no sé, es que no sé qué piensas de mí, qué piensas hacer conmigo, pero no me apetece seguir así y tener miedo de hacerte regalos, porque es que me siento fatal, esta tarde me he sentido fatal, pero gilipollas perdido, ya te digo. Y está claro que yo tengo más que perder que tú, y tampoco te pido que te cases conmigo, porque no es eso, pero, a ver si me entiendes, tengo que contarte lo que me pasa, y tienes que decirme algo, decirme si estoy dentro o fuera, si puedo contar contigo o no, si vamos a estar juntos mañana por la mañana o si esto se va a acabar antes, ya te digo…

Entonces levantó la vista y me miró, preguntándome con los ojos, y yo, la espalda rígida contra el respaldo del sofá, las piernas juntas y quietas, los puños cerrados, como clavados a los cojines, no fui capaz ni de pestañear siquiera.

–Bueno… -dijo él después de un rato que pareció durar eternamente-. Si no tienes ganas de hablar, me voy.

Le vi levantarse, frotarse la cara con las dos manos, meterlas luego en los bolsillos y mover un pie, pero antes de que llegara a dar un solo paso, algo estalló dentro de mi cabeza, y sentí un eco de cristales rotos, y después una paz inmensa.

–Sí, quiero decirte algo -chillé casi mientras las lágrimas se agolpaban en la frontera de mis ojos, y no tuve tiempo para calcular cuántos años habían pasado desde que lloré por última vez-. No te vayas, Foro, por favor…

Sólo después se me ocurrió aquella estupidez, mucho después, él dormía como un niño pequeño, igual que la primera noche, y yo trataba de acostumbrarme a la idea de que siempre sería así, trataba de acostumbrarme al futuro que yo misma me acababa de asignar sin atreverme a decirlo siquiera, enunciando con cuidado todas las cosas buenas que me esperaban, sin olvidar ninguna, encerrando mis dudas en un cofre remoto cuya llave era imprescindible perder lo antes posible, entonces se me ocurrió, y me pareció una estupidez, seguramente lo era, pero todo parecía a mi favor, yo tenía por delante una semana de vacaciones y una coartada perfecta, Foro estaría trabajando en Madrid, los clubs como aquel de Hammamet funcionan todo el año, y no iba a hacer nada malo, sólo lanzar una moneda al aire, ésa era una manera como cualquier otra de decidir, de forzar al destino a elegir por mí, de devolver al azar un guante que llevaba demasiado tiempo en mi poder, y sería la última vez o sería para siempre, Alejandra Escobar me abandonaría definitivamente o yo me encarnaría para siempre en Alejandra Escobar, cara o cruz, par o impar, negro o rojo, habría otro hombre en mi vida o no habría ningún otro nunca más, sonaba bien, parecía astuto, emocionante, justo. Por la mañana, estaba decidida.

–Dame un poco de tiempo, Foro -le dije cuando se despertó, antes de levantarnos-. Seguramente no me lo merezco, ya has esperado bastante, pero los próximos quince días van a ser horrorosos, tú lo sabes, estamos acabando el Atlas y tengo que rematar un montón de cosas, voy a tener que ir a trabajar hasta los sábados. Luego me gustaría aprovechar la semana de vacaciones que nos va a dar Fran para irme al pueblo de mi madre, a Jaén, a arreglar lo de las tierras esas de mi abuela que te conté, porque mis primos me han llamado ya veinte veces y no pueden hacer nada sin mi firma… A la vuelta, si tú quieres, podemos empezar a vivir juntos.

Ningún traidor ha sido pagado jamás con un beso más dulce que el que recibí yo, aquella mañana.