Sin embargo, aquella noche, el cepillito embadurnado de pasta negra que sostenía mi mano derecha no llegó a encontrarse con las pestañas tiesas, inmóviles, perfectamente adiestradas, que lo esperaban al borde de unos párpados bien estirados, porque un instante antes de que alcanzara su destino, me di cuenta de que mis ojos estaban brillando demasiado. Sin levantar los pies del suelo, retrocedí con el cuerpo para obtener una vista de conjunto de toda mi cabeza, y no encontré nada nuevo ni sorprendente en ella aparte de aquel destello turbio, como una capa de barniz impregnado de polvo, que insistía en brillar sobre unas pupilas incomprensiblemente húmedas. Invertí un par de segundos en analizar el fenómeno antes de emprender una recapitulación de urgencia. Ya no soy una adolescente. Tampoco me había sentido mal en todo el día. No era fiebre, y tampoco exactamente emoción, ¿será la menopausia, me dije, que se ha vuelto loca, igual que el clima…? Una sola lágrima, aislada, terca, absurda, se desprendió de mi ojo derecho y rodó torpemente a lo largo de mi rostro sin lograr conmover al menor de sus músculos. Entonces comprendí que tenía que hacerlo aquella noche. Hacía ya casi dos meses que aquel sobre alargado de papel grueso, compacto, casi una cartulina de color crema, me desafiaba desde el cajón de mi escritorio. Me había acostumbrado a verlo allí, entre las fotos de los niños y las facturas desordenadas, y confiaba en él con una fe tan intensa como la que un agente desesperado pueda llegar a depositar en su arma final y más secreta, pero entonces me di cuenta de que en el plano desierto de la realidad, donde no existen huecos para esconderse, no iba a servirme de nada. Tiene que ser esta noche, me repetí, esta noche, esta noche. El nombre del destinatario era breve, como su dirección completa, cuatro líneas en total, una mancha cuadrada de tinta azul perfectamente centrada sobre un rectángulo del color más inocente, y detrás, sólo mi nombre de pila, cuatro letras añadidas al final, la solapa soldada al resto con mi propia saliva y esa gota de sabor ácido que explotó de repente, con retraso, en la punta de mi lengua, cuando aquella lágrima tonta e incómoda acertó a alcanzar la grieta de mis labios. Tiene que ser esta noche. En ese preciso momento, Clara empezó a aporrear la puerta.
–¡Mamá…! ¡Abre, mamá, mamá, me estoy haciendo pis!
Me lavé la cara con agua fría tan aprisa como pude y atravesé el baño en tres zancadas, pero cuando descorrí el pestillo, mi hija gritaba ya como si sus zapatos estuvieran ardiendo.
–¿Por qué no has ido al aseo pequeño? – le pregunté cuando se sentó en el retrete, los brazos flojos sobre las piernas, mirándome-. ¿Estaba ocupado?
–Tienes los ojos manchados, ¿sabes? – me anunció a cambio, y sonrió. La sonrisa de los hijos propios envuelve un cebo tan irresistible que, mientras sus labios la sostienen, es imposible sospechar siquiera que se pueda vivir mejor sin ellos-. Me gusta más hacer pis aquí. Éste es mucho más grande.
La cogí en brazos y la besé deprisa en las mejillas, en la frente, en el pelo, sin atender a sus protestas, esos aspavientos de desesperación fingida con los que recibe siempre mis besos. Hace tiempo aprendí que no existe un método más eficaz para quitármela de encima. Apenas sus pies rozaron de nuevo el suelo, salió corriendo a golpe de carcajada, convencida de que me estaba escatimando, por lo menos, dos docenas de besos más. Volví a echar el pestillo y miré el reloj. Disponía de un cuarto de hora escaso para limpiarme la cara, pintarme otra vez, vestirme, dar instrucciones a la canguro, llegar hasta el garaje y coger el coche. En lugar de empezar por el principio, me senté en el borde de la bañera y cerré los ojos.
Aunque desde luego yo no era capaz de adivinar adónde habían ido a parar exactamente, ya habían pasado dos años y medio desde aquella otra noche, aquella otra cena tan parecida en apariencia a ésta. Entonces, octubre de 1992, me había metido en el baño a la misma hora, me había pintado, me había vestido, y había recogido a Marisa camino del mismo restaurante, en el que Fran había convocado a la misma gente. La colección aún no había salido a la calle, pero los seis primeros números estaban prácticamente cerrados, y las treinta primeras hojas del cuaderno de tapas de hule que dormía sobre la mesa de mi despacho prometían, como mínimo, otro trimestre de tranquilidad. Habría jurado que el único motivo de aquella primera reunión consistiría en quitarse importancia por turnos tras escuchar un discurso más que insinuado -sois estupendas, chicas, no puedo imaginar qué habría sido de mí sin vosotras…-, y por eso ni siquiera me propuse interpretar la fúnebre mirada que me dirigió Ana, la editora gráfica, un segundo antes de que Fran disparara sin anunciarse.
–Nos falta Suiza.
–¿Qué dices? – pregunté, sin acabar de decidirme entre la perplejidad y esa blanda placidez con la que se acogen las bromas tontas.
–Lo que oyes, Rosa -Fran parecía tranquila, en cambio-. No hay fotos de Suiza.
–Es imposible…
–Sí -Ana cabeceaba en mi dirección, como si su asentimiento pudiera consolarme-, es imposible, es increíble, pero es verdad. Lucerna y Zermatt, no hay fotos. Es decir -hizo una pausa casi dramática antes de empezar a contar con los dedos-, hay fotos malas, hay fotos buenas sin permiso de reproducción, hay fotos buenas pero tan antiguas que son impublicables, hay fotos buenas llenas de esquiadores con gorritos de colores y, por último, hay fotos buenas tan caras que desequilibrarían el presupuesto de ilustración de todo el fascículo. Resultado: no hay fotos.
Cerré mis dos puños y los estrellé contra la mesa.
–¡Me cago en la…! – antes de que me decidiera entre los diversos conceptos susceptibles de rematar adecuadamente aquel juramento, Fran posó su mano derecha sobre uno de mis puños. Con la izquierda, me alargaba el cuaderno de tapas de hule que había tenido el detalle de recoger antes de salir de la oficina.
Sólo entonces me quité el abrigo, me senté, y vacié de un solo trago una copa de vino. Cuando noto que mis nervios empiezan a crecer en todas las direcciones, y se atiesan, y se hinchan, y me advierten de su inminente intención de desparramarse por las zonas neutrales de mi cuerpo, procuro comportarme como cualquiera de los seductores héroes mutantes cuyo destino trágico, casi clásico, convoca cada tarde a mis hijos ante el televisor, esos seres hermosos, atléticos, mejores o peores pero siempre inocentes, que son capaces de anticiparse en unos segundos al desencadenamiento del proceso que los transformará en verdaderos monstruos, como si el dudoso principio de esconderse a los ojos de los demás mortales compensara de alguna forma la azarosa arbitrariedad de su existencia.
–Los Alpes suizos empiezan en el número 28 -anuncié, mientras luchaba por mantener bajo control las imaginarias garras que me amenazaban desde la punta de mis dedos, y sin mirar a nadie en especial. No necesitaba consultar mi cuaderno, me sabía de memoria la planificación hasta el número cincuenta-. Podemos sacar antes los franceses y los italianos. Eso nos permitiría ganar cinco semanas, y si seguimos con los austríacos, tendremos unos veinte días más. Pero hay que solucionar lo de las fotos, desde luego, no comprendo…
–Lo siento. – Ana retorcía el borde del mantel con los dedos. En aquel momento, yo habría retorcido su cuello con los míos-. Hans me dijo que tenía material de sobra para cubrir Centroeuropa. Sus fotos de Alemania son muy buenas, Austria, Polonia… Tengo tantos problemas en África y en Asia que ni se me ocurrió comprobarlo. Cuando ha llegado el envío, esta mañana, creí que me moría. La foto más moderna tiene veinte años. Lo siento muchísimo, Rosa, de verdad.
–No tiene importancia, Ana -Fran se anticipó para contestar en mi lugar y mostrarse tan magnánima como siempre que decidía ejercer de gran editora-. Le podría haber pasado a cualquiera.
No, me dije a mí misma, sin levantar la voz, a cualquiera no, a mí no… La repugnante naturaleza de aquella conclusión me resultaba extrañamente consoladora, pero al menos, algún reflejo superviviente de mi antigua fe me impidió recordar en voz alta que la obligación de Ana habría sido informar directamente del desastre a su inmediata superior, yo misma, en lugar de buscar de antemano la protección de la jefa de ambas.
–B-bueno… -Marisa tartamudeaba más de la cuenta en las situaciones comprometidas-, n-no es tan gra-ave. A mí, en realidad, no me afecta. El tra-atamiento de imagen es el mismo para todos los Alpes…
En el primer curso de la carrera conseguí cinco matrículas de honor. En segundo y en tercero se me resistió una asignatura, pero entré en la especialidad como un elefante en una cacharrería. Era la alumna más brillante del curso, pero me daba lo mismo, porque estaba convencida de que Mi Vida, una enorme caja de cartón envuelta en papel rojo, brillante, asegurado por docenas de cintas de colores que explotaban en sofisticados lazos y serpentinas, no estaba rellena de universidad. En quinto me vine arriba, definitivamente abajo como estudiante. Salía mucho de noche, tomaba muchas copas, ligaba con muchos chicos y tenía centenares de proyectos, iba a vivir en el extranjero, iba a estudiar arte dramático, iba a aprender a tocar el piano, iba a viajar a países exóticos, pero, de momento, me conformaba con ser la cantante de un grupo de nuevo pop español que no conseguía colocar una maqueta ni en la emisora más casposa de Alcobendas. Ignacio era el hermano mayor del bajista. Cuando empecé a salir con él, me dije que a una chica tan inteligente como yo no le hacía ninguna falta un título universitario, y ni siquiera me presenté a los exámenes. Cuando nos casamos, era muy consciente de estar renunciando a centenares de proyectos, al extranjero, al arte dramático, al piano y a los países exóticos, pero ninguna de estas ausencias me pesaba porque, de pronto, era muy divertido estar casada, y Mi Vida seguía siendo un enorme paquete lleno de cosas al que apenas le había pellizcado una esquinita del envoltorio.
–¿… eh, Rosa? – la voz era de Fran, pero al levantar la cabeza, encontré una interrogación unánime en tres pares de ojos distintos.
–Lo siento -traté de aparentar desenvoltura-, me he perdido.
–¿Volvemos a la cacería o hacemos fotos nuevas?
–Si no nos destroza el presupuesto, sería más rápido y más seguro hacer fotos nuevas. Además -marqué una pausa antes de hacer justicia-, cuando Ana dice que no hay fotos, lo que suele suceder es que no hay fotos.
Fijé los ojos en el mantel para evitar la mirada de gratitud de la mejor documentalista con la que he trabajado jamás, el catálogo andante de todos los archivos fotográficos del mundo, un lujo capaz de ilustrar cualquier cosa, desde un folleto publicitario de la patata gallega hasta un artículo sobre la prevención de la toxoplasmosis, y mientras detectaba cómo crecía su confianza en cada sílaba, volví a preguntarme qué me estaba pasando, por qué me estaba convirtiendo, día a día, en una persona odiosa.
–Si quieres, puedo recurrir a algunos archivos ingleses y americanos que no he tocado todavía -no necesitaba mirarla para saber que me estaba hablando a mí-. Me temo que encargar las fotos desde aquí sería bastante más barato que comprárselas a ellos, pero siempre se puede pedir precio y comparar…
Si el día de mi boda alguien me hubiera advertido que estaba corriendo el riesgo de inspirar un concepto tan pobre de mí misma a la mujer que terminaría siendo algún día, me hubiera muerto de risa. Pero entonces todavía no había empezado a perder los años. Cuando miraba hacia atrás, siempre los encontraba en su sitio, bien ordenados, exactos y limpios, dispuestos en fila india, como un ejército de soldaditos de juguete, ahí estaban todos, y antes de cumplir veintidós, tenía veintiuno, y antes veinte, y antes diecinueve años, era tan fácil como aprender a contar con los dedos. Ahora voy a cumplir treinta y siete, y procuro no volver jamás la cabeza, porque no sé muy bien adónde ha ido a parar mi última década, no comprendo en qué agujero perdí los veinticuatro años, por ejemplo, o dónde se me cayeron los veintiséis, o qué me pasó cuando cumplí veintinueve, pero lo cierto es que no los recuerdo, no soy consciente de haberlos vivido, es como si el tiempo se devorara a sí mismo, como si cada día que pasa me robara un día pasado, como si los años se anularan entre sí. Ahora sé que el enemigo juega con cartas marcadas, y ya no puedo hacer nada por rescatarme a mí misma de todos los lugares, de todas las personas, de todas las mañanas y las noches que fueron un error, pero por lo menos no intento exprimir el mundo para forzarle a justificar mi vida cada doce horas. Ésa es la mezquina, desoladora medida, en que el destino se ha mostrado magnánimo conmigo en los dos años y medio que han pasado desde aquella cena, cuando todavía podía partirme un rayo al escuchar que nos faltaban fotos de Suiza.
–Muy bien, entonces de acuerdo -Fran se ocupó de lo que ella llamaba reconducir la cuestión, y levantó las cejas en dirección a Ana-. Lo único que no sabemos es el nombre del fotógrafo.
–Habría que decidir si conviene más encargarlo aquí, o allí, en la misma Suiza. Mañana a mediodía puedo tener preparada una lista de nombres disponibles.
–Y si no… -Marisa dominaba las sílabas a la perfección mientras se reía entre dientes-, ¡siempre podemos recurrir a Forito!
Carpóforo Menéndez, Forito para los íntimos, era el fotógrafo de plantilla de nuestro departamento, la cruz que más pesaba sobre los hombros de Ana, y el principal protegido de todas nosotras, ella a la cabeza. Aunque seguramente era más joven, aparentaba unos cincuenta y cinco años, medía casi un metro noventa, no pesaba más de sesenta kilos, y su productividad se cifraba en unas ocho fotos técnicamente correctas -es decir, bien iluminadas, bien enfocadas, y con una definición aceptable a simple vista- por cada carrete entregado. Entre ellas, a veces podíamos publicar una, o dos, siempre que resistiéramos la tentación de mirarlas a través de un cuentahilos, pero seleccionábamos muchas más, aunque estuvieran quemadas, borrosas o veladas en los bordes, para justificar ante Contabilidad la nómina que cobraba todos los meses. Él nos lo agradecía de corazón, y no pedía otra cosa. Ni siquiera había vacilado al aceptar el puesto que Ana había inventado a su medida al comprender que iba a ser difícil mantenerlo como fotógrafo en un proyecto como el nuestro, que exigía comprar fotos en archivos de casi todos los países del mundo. Ocuparse de la recepción y clasificación de los envíos parecía tarea más propia de un meritorio que de un fotógrafo en activo, pero él no parecía echar de menos las ocasiones de promoción profesional. Ver su nombre, compuesto en versalitas de cuerpo ocho, trepando hacia arriba desde el ángulo inferior derecho de una imagen no le producía la menor emoción porque, en los buenos tiempos, se había acostumbrado a leerlo todos los días, más grande y más centrado, en periódicos y revistas ilustradas. Antes de empezar a beber -o antes de vivir lo suficiente para empezar a beber-, Forito era el fotógrafo taurino más prestigioso de Madrid, el ganador de todos los trofeos a la mejor foto de la Feria, el retratista favorito de los veinte primeros nombres del escalafón, pero cuando yo le conocí desayunaba ya coñac a palo seco, y le temblaba el pulso de tal manera que era incapaz de remover dos cucharadas de azúcar en una taza de café sin derramar mucho más que una gota.
Supongo que cada una de nosotras le tenía cariño por un motivo distinto, y me temo que a él, por más cuidado que pusiera en repartir equitativamente los estruendosos piropos de su repertorio, le pasaba más o menos lo mismo, aunque Marisa, desde luego, era su favorita. Cuando a mí me caía algo del estilo de ¡cómo vienes hoy, madre mía, que me voy a tener que poner las gafas de sol para mirarte, que es que deslumbras!, ya sabía que, antes o después, Forito se las arreglaría para perderse dentro de la pecera, y de rodillas ante la mesa de Marisa, con los brazos en cruz, y los pies a punto de arruinar el precarísimo encaje que los cables de interconexión dibujaban sobre las losetas de corcho sintético, cantarle una copla de Miguel de Molina. Hasta Fran, tan estrictamente seria y apresurada siempre, se ablandaba sin remedio cuando Forito, desde la otra punta del pasillo, emitía su grito de guerra, ¡guapa, guapa, guapa, que mira que eres guapa, cooooño!, a modo de saludo. A mí me conmovía más otras veces.
No debía de llevar ni un mes trabajando con la colección, porque aún invertía la mayor parte de la mañana en recibir a redactores, traductores, correctores, ilustradores o cartógrafos, y no era la primera vez que un aspirante faltaba a la cita, pero nunca se me había ocurrido salir a la calle a tomar un café en el hueco de la entrevista fallida. No tuve que esforzarme mucho para escoger un local. La flamante sede del grupo al que pertenecía la editorial que acababa de contratarme estaba situada en un polígono industrial de lujo que no dejaba de parecer exactamente eso, por muy lujosos que fueran los edificios que ocupaban cada parcela rigurosamente cuadrada, delimitada con tiralíneas, y por más que cada calle ostentara con arrogancia el nombre del respectivo coloso del columnismo periodístico nacional en lugar de una letra mayúscula o de un simple número sin adorno alguno. A nuestra izquierda, la autovía de Barcelona zumbaba a todas horas como una jaula de grillos mecánicos, pero entre la valla que delimitaba nuestras posesiones y la que señalaba los dominios de la autopista, se habían quedado atrapadas algunas casitas bajas que el Ministerio de Obras Públicas, por alguna desconocida razón, había renunciado a expropiar en su momento. Pequeñas, chatas, encaladas, con sus arbolillos raquíticos y sus rosales infectados por el perpetuo azote del humo que derrochan los tubos de escape en la articulada pero infinita elipse que dibuja el tráfico entre Madrid y el aeropuerto, parecían ya un vestigio arqueológico catalogado y protegido, una reliquia intencionada, cuidadosamente preservada para enseñar a las generaciones futuras cómo se vivía en este país cuando la distancia entre la pobreza y la opulencia, una resta tan exigua que una sola generación ha llegado a conocerlas casi a la vez, ya no pueda producirles vértigo. A mí me gustaban aquellas casas, me gustaba verlas desde cualquier gigantesco ventanal de nuestro edificio inteligente, me gustaba saber que estaban ahí, resistiendo imperturbables a la especulación y a la síntesis de tantos materiales inefables, contribuyendo con su heroica modestia a la gran paradoja del siglo que viene, cuando esta ciudad malquerida, maltratada, maltrecha, se convertirá sin duda, gracias a tanto descuido, a tanto desamor, a tantos crímenes de la razón y a la insospechada fortaleza de su carácter, en el más exhaustivo y monumental catálogo de la arquitectura urbana del siglo pasado, el nuestro, porque casi nada de lo que se haya podido destruir para construir encima, ha dejado casi nunca de destruirse aquí, y la piel de las ciudades envejece también, como la de sus hijos, pero el tiempo posa sobre sus poros de piedra, de cristal, de cemento, una pátina brillante y bella, dorada, tensa, tan inexorable su poder como el que ahonda los surcos que el mismo tiempo abre sin piedad en las esquinas de nuestros labios, de nuestros ojos, de nuestra frente.
Madrid es una resistente nata. Yo también. La paciencia es el rasgo predominante de nuestro carácter, y por eso elegí sin dudar el Mesón de Antoñita, el bar-restaurante especializado en chuletas a la brasa y conejo al ajillo, como todos los de la zona, que estaba más cerca de la editorial, a despecho de las plastificadas ofertas de los locales del centro comercial, al que habría llegado andando en menos de diez minutos. No me arrepentí, porque al atravesar por primera vez el umbral sentí que acababa de penetrar en una película española de los años cincuenta. El bar era oscuro y fresco, y el mobiliario parecía una réplica poco sofisticada del diseñado para la familia Picapiedra, una versión atávica del estilo castellano elaborada a base de troncos de madera apenas desbastados, remachados con clavos de cabeza negra y diámetro semejante al de una cuchara sopera. A cambio, la decoración era rabiosamente andaluza. Rejas, farolillos de papel blancos y verdes, muñecas vestidas de flamencas alternando con botellas de whisky de importación sobre una balda corrida detrás de la barra y la radio sintonizada en una emisora de coplas 24 horas. No sé si me gustó, pero me hizo mucha gracia. Entonces no sabía que el Mesón de Antoñita acabaría convirtiéndose en una especie de sucursal de la propia editorial, un recurso irresistible cuando el menú del comedor de la empresa nos diera arcadas a media mañana, una contraseña de todos esos pequeños triunfos laborales que era inevitable celebrar con una comida especial, un reducto de privacidad imprescindible para lanzarse a las confidencias que nunca querrían haberse confesado en voz alta. Aquella mañana, al contrario, el local parecía pertenecer a la categoría de esos negocios malditos que no llegan a llenarse jamás, y el único cliente, que ocupaba un taburete frente a la barra, no volvió la cabeza cuando empujé la puerta. Forito se recorría con una mano, muy lentamente, la parte delantera del cráneo, un gesto incierto que no se parecía del todo a una costumbre, a cualquier pequeño rito cotidiano de esos en los que buscamos cada día un poco de consuelo. Cuando le saludé, giró la cabeza en mi dirección y levantó las cejas. La copa de balón que tenía delante estaba prácticamente vacía, menos de un dedo de un líquido espeso del color del té, pero me senté a su lado de todas formas.
–¿Qué quieres tomar? – me preguntó-. Yo invito.
Aunque suponía que el coñac era más caro, renuncié con cierto pesar al croissant a la plancha cuyo hipotético aroma había guiado mis pasos hasta allí, y me conformé con un café con leche. Él pidió que le rellenaran la copa y no dijo nada más. Su mano no terminaba de peinar los escasos pelos que podían contarse más allá de su frente, no terminaba de abrillantar esa piel casi calva, ni eliminaba un sudor improbable en aquel local, donde el aire acondicionado, único pero feroz testimonio de la auténtica cronología de aquella escena, desmentía la calurosa realidad de una mañana de julio. No conseguí adivinar cuál era el sentido del rítmico, calculado viaje de esos dedos que no se detenían jamás, pero cuando me dio vergüenza seguir mirándolo, levanté la cabeza y eché un vistazo a mi alrededor. Más que decoradas, las paredes parecían infestadas de fotos en blanco y negro, algunos retratos y muchos pases al natural, muchas chicuelinas, muchos desplantes y vueltas triunfales, y la misma firma en casi todas ellas, un grueso trazo negro que dibujaba una ce mayúscula cuya base se prolongaba en un par de ondas ilegibles, un garabato que yo conocía muy bien.
–Gracias por el café, Forito -me despedí como si no me hubiera dado cuenta de nada-. Voy a ver si vuelvo a trabajar un rato…
–De nada, mujer -me sonrió-. Ahora voy yo para allá.
Mientras respondía al respetuoso saludo del portero, y al saludo de la respetuosa recepcionista, y pasaba de largo por los ascensores para subir dos pisos de escaleras muy despacio, y recorría el pasillo, y abría la puerta de mi despacho, y ganaba mi mesa, y me sentaba tras ella, me iba preguntando si la vida me concedería, algún día, alguna dosis de la dignidad que acababa de contemplar en el exiguo cuerpo de un hombre arruinado y calvo, que se emborrachaba con coñac a las once y media de la mañana muchos años después de haberse atrevido a abandonar. Mientras escuchaba el monótono discurso de la enésima ilustradora de cuentos de hadas que intentaba pasarse a la ilustración para adultos porque el mercado infantil estaba saturado, me preguntaba qué pasaría si yo también cediera a la eterna tentación de escapar de puntillas, sin grandes gestos, sin hacer ruido, quedarme en la cama simplemente, una mañana, en vez de levantarme para ir a trabajar, y después decidir que aquel día no iba a hacer la comida, y marcharme al cine yo sola, por la tarde, y dormir otra vez, dormir mucho tiempo. Entonces dejaría de perder los años, porque ya no habría futuro para mí, ninguna expectativa de la que descontar las horas consumidas, ninguna meta que alcanzar en horas sucesivas, nada que esperar… Tardé un buen rato en sacudirme aquella confortable borrachera seca, pero todavía no he superado los efectos de la resaca, y jamás río los chistes sobre Forito, porque el silencio que eligió para comentar conmigo sus viejas fotos triunfales le revestirá siempre, en mi memoria, de la elegancia de los náufragos que saben hundirse de pie.
Yo, en cambio, boqueaba desesperadamente, con los pulmones llenos de agua hasta la mitad, cuando Fran me propuso coordinar aquellos fascículos, Atlas de Geografía Universal, una tabla sobre la que monté a horcajadas mientras guiñaba los ojos para convencerme de su poderoso perfil de transatlántico. Necesitaba el espejismo más incluso que el dinero, porque la escasez de encargos interesantes me había obligado a recurrir, meses atrás, a las traducciones juradas, el más ingrato, monótono y descorazonador de los trece o catorce trabajos con los que me gano irregularmente la vida. Inclinada sobre un documento de 200 folios impresos a un espacio en el que se describían, aplicación por aplicación, todas las especificaciones técnicas de un flamante microchip japonés destinado a revolucionar el campo de los programadores de lavadoras, lavavajillas, aspiradores, secadoras, aparatos de aire acondicionado, controladores de riego a distancia, y unas cincuenta o sesenta máquinas más, no sólo me sentía obligada a preguntarme a cada momento qué clase de cretino estaría sufriendo al imaginarme al borde de la más sucia traición -mis labios susurrando en el oído de un desconocido que el IJ150e garantiza al ama de casa un ahorro de energía de ± 2% en relación al rendimiento del IJ145e o cualquier dispositivo equivalente de la competencia-, sino que me pasaba las mañanas deseando que cualquier cuadrilla de gánsteres de cualquier edad, de cualquier tamaño y de cualquier nacionalidad, asaltaran mi casa una buena mañana, le pegaran una patada a la puerta de mi estudio, y nos secuestraran, a mí y a doscientos folios de especificaciones técnicas, en nombre de los sagrados intereses de cualquier multinacional, eso me daba lo mismo, aunque preferiría que nuestro escondite estuviera en Sudamérica, que parecía lo más emocionante. Y eso no era lo más grave. Lo peor era que, como los gánsteres no llegaban nunca, ya estaba empezando a fijarme en el vecino del segundo.
En algún momento, entre mi hijo y mi hija, después de cumplir los treinta, me acordé de Mi Vida, aquella caja tan grande, envuelta en un papel rojo y asegurada con tantos lazos, y me pregunté de qué había resultado estar rellena. Desde entonces, lo único que me compensa por las pocas cosas que hay dentro es la certeza del amor que siento por esas pocas cosas, una docena de luces de colores -dos niños, un par de libros que me pertenecieron un poco mientras los traducía, ciertos amigos, ciertas amigas, la memoria de un amante que se convirtió en marido, el pequeño talento que hizo de mí una cocinera autodidacta, la asombrosa emoción que experimento todavía al hablar tres idiomas que no son el mío, algunos sabores, algunos olores, algunas noches memorables, algunas risas que aún no se han apagado del todo- que apenas lucen entre cuatro paredes de cartón repletas de la nada negra y compacta de mi insatisfacción.
Desde luego, no soy el tipo humano del que se espera un análisis semejante. Sonrío muy a menudo, como con apetito, disfruto de las copas y de la conversación, nunca he tenido una depresión, me gusta hablar por teléfono y tengo un orgasmo cada vez que me lo propongo, y eso significa la abrumadora mayoría de las veces. En general, no me molesta trabajar y ocuparme al mismo tiempo de los niños, y cuando llego a casa rendida, después de una tarde de cine y un McDonald's, por ejemplo, y decido que no tengo ganas de cenar, y me meto en la cama presintiendo que el sueño me noqueará sin piedad apenas pose la cabeza en la almohada, me estremece un placer difícil de describir, la conciencia de una tarde invertida en hacer cosas de verdad, la deliciosa productividad del cansancio muscular, objetivo, mensurable, el único que ahuyenta al insomnio y, con él, a todas esas preguntas intolerablemente cursis acerca del futuro, el destino al que se encamina mi vida y todo lo demás. Cada vez que escucho a una madre de familia decir que necesita más tiempo para ella, se me ponen los pelos de punta. Yo lo que necesito es menos tiempo, que me lo quiten, que me lo aplacen, que no cuente, porque si hay algo que sobra en todos los años que he perdido es precisamente eso, tiempo. Quizás, lo único que ocurre es que mi insatisfacción contradice el modelo de insatisfacción consagrado por las estadísticas para mujer española emancipada de clase media urbana universitaria de mi edad. Eso espero, porque siempre he detestado a las mujeres insatisfechas.
Por eso me asusté tanto al darme cuenta de que había empezado a tontear así, como quien no quiere la cosa, con el vecino del segundo. De todos los modelos de mujeres insatisfechas que detesto, el que más definitivamente me saca de quicio es el construido alrededor del prestigioso axioma «yo lo que necesito es tener una aventura». Es que no se puede ser más gilipollas. Porque otra cosa sería decir cómo me gustaría tener una aventura, eso sí, o cómo me apetece echarme un novio, naturalmente, y a mí también, pero esa forma de conjugar el verbo necesitar que consiste en comprarse ropa de dos tallas menos que la habitual, ir a la peluquería, pintarse como una puerta, y salir a la calle en plan loba, dispuesta a capturar con lazo al primer incauto que se presente para echar el polvo reglamentario, reglamentariamente alcohólico, y espeso, y trabajoso, a las cuatro y media de la mañana, y levantarse a las cinco menos cuarto de una cama ajena, y no encontrar un taxi, y desplomarse en la cama propia una hora y media antes de que suene el despertador, y justificar las ojeras después, en la oficina, proclamando que has visto a Dios y que te han dejado el cuerpo como un reloj, eso es que me pone de los nervios, es que da pena, en serio… Creo que no existe una manera más indigna de envejecer. Y la verdad es que el único precio del vecino del segundo era que trabajaba sólo por las tardes, en un hotel, y cuando mi instinto de supervivencia me ordenaba abandonar al microchip y darme un paseo por la casa, o bajar un momento a comprar cervezas en la bodega de al lado, me lo encontraba a veces en el ascensor, o me saludaba desde su ventana, al otro lado del patio.
Era un chico alto, demasiado rubio para mi gusto, y con una cara peculiar, no tanto por sus rasgos considerados de uno en uno, ni por la relación que guardaban entre sí, sino por una cierta expresión de asombro permanente que mantenía sus ojos muy abiertos y separaba sus labios, dejando ver el filo de la hilera de dientes blanquísimos y sanísimos a la que obligaba su aspecto de joven atleta. No llegué a descubrir si se lo tenía muy creído, si conservaba su inocencia intacta o si era tonto de remate, pero como me aburría tanto por las mañanas y él siempre estaba a mano, le invité a desayunar un par de veces, y no solamente aceptó, sino que la última vez hasta se preguntó en voz alta por qué bajábamos a la calle con lo bien que podríamos estar en mi casa, o en la suya. El café de los bares está mucho más bueno, contesté yo, y además, aquí hay churros. Eso sí, admitió él, después de marcar una pausa muy larga en la infructuosa búsqueda de un argumento que oponer, y no volvió a decir nada, pero su torpe retórica ya había bastado para encender todas las luces de alarma.
Por muy vacía que estuviera la caja, en Mi Vida no podía haber sitio para pasatiempos de urgencia con un tipo como el vecino del segundo, y por eso no me lo pensé dos veces antes de colgarme del universal cuello de la Geografía, que había adoptado la forma de un milagroso contrato de obra para acudir en mi ayuda. Por primera vez en mi vida tenía por delante tres años de estabilidad, un sueldo fijo que cobrar a fin de mes, y hasta una secretaria a medias con Ana. Nunca había coordinado una colección de fascículos, pero había trabajado para muchos coordinadores y editores, Fran entre ellos, haciéndome cargo de cada una de las parcelas que ahora tendría que supervisar, con la única excepción de los dibujos y los mapas. Es el momento ideal para convertir una oferta laboral en un golpe de suerte, me dije a mí misma, y volví a sentirme la alumna más brillante de la clase, pero ya no solamente no me daba igual, sino que ni siquiera me bastaba con saberlo. Ahora iba a tener que enterarse todo el mundo.
Ése fue mi principal objetivo durante los seis meses que nos habíamos dado de plazo para preparar la edición, y hasta que fallaron las fotos de Suiza, nada ni nadie se había atrevido a fallar.
–¡Dejad a Forito en paz! – el acento autoritario, incluso levemente amenazador, que había aflorado espontáneamente a mi garganta en los últimos meses, disolvió sin esfuerzo los residuos de esa risa a la que no me sumaba nunca-. El fotógrafo tiene que ser español, y si vive aquí, mejor. A estas alturas, no podemos correr riesgos.
–¿Ana? – preguntó Fran, para que nadie olvidara quién mandaba allí.
–Sí, estoy de acuerdo.
Sólo a partir de ese momento la reunión empezó a ser una auténtica cena, pero aunque disfruté del jamón, delicioso, y de unos estupendos pimientos rellenos de merluza, aunque pregunté, y contesté, y di mi opinión cuando me la pidieron, no llegué a involucrarme en ninguno de los temas de conversación, una secuencia clásica, previsible, que nació en las ofertas del mes de esa cadena de tiendas de decoración tan baratas que lo importan todo de Extremo Oriente y expiró en la curva del culo de Richard Gere, estancándose a ratos en los inevitables cotilleos editoriales, quién compra, quién vende, quién sube, quién cierra. Durante una hora y cuarto lo único que hice fue mirar a Fran, observarla, estudiarla, leer en el relajamiento de sus hombros, en la descuidada precisión que guiaba su mano derecha mientras apartaba el flequillo de su cara, en su elegante manera de fumar, de comer, de sonreír, la satisfacción de un cachorro destacado de esa élite que nunca ha dejado de tenerlo todo bajo control, y por una vez, no dudé de mi capacidad para llegar a donde me proponía, pero cuando el camarero tomó nota de los postres, ya no sabía si ser la chica más lista de la clase compensaba más que vivir esperando la ocasión de echar un polvo estupendo con el vecino del segundo. A cambio, sabía exactamente qué tipo de postre necesitaba pedir.
–Yo tomaré un helado de vainilla con nueces y chocolate caliente, por favor.
–¿Grande o pequeño?
–Grande.
–¿Con nata por encima?
–Mucha.
Ignacio hijo aporreaba la puerta del baño con los dos puños y más fuerza que su hermana, pero a él no se lo pensaba consentir, él ya estaba a punto de cumplir once años.
–¡Como vuelvas a tocar la puerta, te la cargas! – chillé.
–Es Marisa, mamá -él chilló más que yo, y reprimió una risita malévola antes de seguir-, queee cu-cu-cuándo piensas saalir…
Miré el reloj. El cuarto de hora escaso había expirado hacía casi diez minutos, y yo ni siquiera me había limpiado la cara.
–Dile que no me has encontrado -aullé a través de la puerta del baño, mientras me frotaba los ojos con un algodón húmedo-, que estoy bajando ya por las escaleras… Y no imites a mis amigos si quieres que los tuyos sigan viniendo a mi casa, ¿entendido?
Por supuesto, no me contestó, pero tampoco tenía tiempo para salir corriendo detrás de él, sobre todo después de decidir que iba a ir a cenar con la cara lavada.
Luego, más por supuesto todavía, decidí no tomar ninguna otra decisión. Tenía que ser aquella noche. Antes de salir, y aunque ya sabía que nunca llegaría a echarla en un buzón, cogí aquella carta y le puse uno de los sellos que llevo siempre en el monedero. Las había escrito peores, y sin embargo, aquélla me quemó en la punta de los dedos cuando la metí en el bolso.