Marisa

Los bares de los hoteles de lujo son mis favoritos.

Nadie sospecha de una mujer sola que se toma tranquilamente una copa en una mesa discreta del bar de un hotel muy caro. En los hoteles baratos, no sé por qué, el efecto es diferente, como si las ejecutivas en viaje de negocios, las parientes lejanas que acuden a una boda, las funcionarias de provincias que se presentan a una oposición en la capital, o cualquier otra categoría de huésped contemporánea en la que me hayan clasificado por error alguna vez, solamente se animaran a aventurarse más allá del vestíbulo al sentir sobre su cabeza el relampagueante destello de la luz que viaja sin pausa entre las lujosas lágrimas de una araña de cristal, y una alfombra de tres dedos de grueso bajo sus tacones. En el bar de un hotel barato, una mujer sola, no sé por qué, inspira incluso en quienes la contemplan una ambigua punzada de compasión, como si su soledad nunca fuera accidental, ni escogida, ni transitoria, y desvelara a cambio, aun sin proponérselo, la huella de una tragedia reciente. En los hoteles baratos, todas las mujeres solas parecen viudas de un viajante, o huérfanas de un sargento, o amantes clandestinas y abnegadas de un hombre sin corazón.

Los bares de copas son menos solidarios y tal vez, y justo por eso, mucho más amables, aunque no estoy muy segura de que las bebedoras sin pareja lleguen a apreciar de corazón sus intenciones, porque el contacto con el aire azulado de humo y desteñido de sudor amontonado de cualquier local de moda, convierte instantáneamente a la más desvalida de las viajeras solitarias en lo que mi abuela, mi tía y mi madre solían definir con inapelable concisión en una sola palabra, buscona. Ahora ya nadie se atreve a utilizar esa etiqueta rancia y maloliente, un hechizo capaz de destejer el tiempo para evocar con instantánea precisión los días perdidos en un país sucio, tristísimo, que existió de verdad y sólo por eso sigue dando miedo, pero, a pesar de que ya no se reúnan aquellos espontáneos tribunales de matronas veladas que sentenciaban la desventura del prójimo en los pórticos de las iglesias, su espíritu aún no ha llegado a disolverse del todo. Aunque parezca mentira, los bares de copas son uno de sus últimos reductos. La información se procesa desde un punto de vista diferente, casi opuesto, eso es verdad, pero los resultados poseen un inquietante aire de familia con la mirada que las busconas recibían cuando aún conservaban ese nombre, y sin embargo, a veces pienso que quizás entonces mereciera la pena arriesgarse, porque la imagen de una mujer sola, bebiendo una copa detrás de otra en cualquier barra del Madrid de los años cuarenta, de los cincuenta, de los sesenta, evoca una clase de arrogancia que yo nunca me he podido permitir. Al margen de cualquier desafío, de cualquier consolador escándalo, los bares de copas de los años noventa tienen la dudosa virtud de desnudarme de cualquier disfraz para transparentar exactamente lo que soy, una mujer sola, que sale sola por no quedarse en casa, es decir, un habitante marginal del mundo que no inspira ya la condena de los protagonistas del reparto pero conserva íntegramente su bondadosa lástima y, lo que es peor, una especie de autómata obligado a desarrollar, aun al margen de su voluntad, el odioso don de convertir a cualquiera con quien se tropiece en un prototipo de ser superior. Más allá de todo esto se sitúa mi reputación, una inmaculada urna de la que, desde hace ya muchos años, lo único que me preocupa es su desoladora limpieza. En el otro extremo se alinean factores más sutiles. Los clientes de un bar de copas jamás piensan que una mujer sola pueda estar de paso en la ciudad, y así, sin una mínima dosis de misterio, sin la garantía de un anonimato que vaya más lejos de un nombre propio y dos apellidos, no sé divertirme, porque me cuesta demasiado trabajo encajar en el personaje que me haya inventado antes de salir de casa. Y luego están los hombres, esa masa inconcreta de desconocidos de la que siempre acaba destacándose un pesado dispuesto a conquistar a cualquier precio a la chica que está sola en una mesa, por muy horrorosa que pueda llegar a ser. Ya sé que nadie en el mundo estaría dispuesto a creerlo, pero ligar no es exactamente lo que me propongo.

Por eso me gustan los bares de los hoteles muy caros. Allí, los hombres que están solos suelen parecer cansados, pero nunca desesperados. Me gusta verlos circular entre las mesas, rastrear las huellas de un día agotador por las arrugas de una americana que apenas conserva en la tiesura de sus solapas el impecable apresto de las ocho de la mañana, anotar la pátina sudorosa y grasienta que demasiadas horas de lectura aplazada han acabado por imprimir en las esquinas de un periódico descompuesto ya, de tantas veces abierto y cerrado tan sólo en un instante, o medir el grado exacto de sinceridad de las sonrisas que cruzan con hombres tan parecidos a sí mismos que a veces tengo que pararme un momento a pensar a cuál de ellos estaba siguiendo yo con la mirada desde el principio. Sus colegas femeninas se cuidan más, pero de todas formas resulta fácil distinguirlas de las emperifolladas acompañantes de los trabajadores con corbata, que se suelen reunir con sus amantes o maridos -a menudo, la duda es un requisito puramente metódico- a la caída de la tarde, con el rostro a un tiempo radiante y relajado de quien acaba de rematar una siesta de cuatro horas con una sesión de compras en un centro comercial de lujo. Mi propia experiencia laboral me hace absolutamente implacable al menos en este punto: las detesto. En cambio, me conmueve registrar los esfuerzos de quienes, después de haber pasado diez horas trotando por la ciudad -de taxi en taxi, de reunión en reunión, de problema en problema-, se proponen acudir a la cita de la cena como unas señoras, más o menos lo que sus madres hubieran querido que fuesen a todas horas. Las ojeras y las bolsas se insinúan bajo el maquillaje en polvo por muy carísimo y de última generación que sea, los labios conservan intacta la tensión de la jornada a despecho de las mejores intenciones del rojo más fresco y más frutal, y la falta de sueño descuelga párpados y mejillas cuando toda la cara no presenta la uniforme hinchazón que delata los efectos de un éclat, esas ampollas de emergencia que prometen una tersura instantánea y consiguen casi siempre provocar en cualquier rostro una repentina inflamación que parece más bien síntoma de un colapso circulatorio. Y sin embargo, ninguno de estos indicios puede competir en eficacia con la señal que, como una indeleble marca de fábrica, identifica a una mujer trabajadora allí donde se encuentre, vinculándola en secreto con todos los restantes individuos de su especie repartidos por el mundo. El trabajo emancipa, esclaviza, eleva o degrada, pero siempre, e inexorablemente, dilata los tobillos de quien lo realiza. Los bares de los hoteles de lujo están repletos de mujeres que intentan descalzarse con disimulo, que colocan los pies de lado o los apoyan apenas sobre las plantas de los dedos para librarse del taladro de los tacones mientras están sentadas, que aprovechan el travesaño de las sillas para encajar sus zapatos en ellos, y que se atreven incluso, cuando ya no pueden más, a elevar las piernas para apoyar los talones en el canto de una columna, de un arcón, de cualquier mueble lateral y discreto. Yo las miro con cariño, pero se me parecen demasiado para convertirse en mis favoritas. Porque a pesar de que, en estos tiempos, los ejecutivos de cualquier género y categoría, con eventuales aportes de políticos y periodistas -cada vez más similares a los anteriores y más idénticos entre sí-, integren el capítulo principal de la clientela de los hoteles de lujo, los auténticos amos del mundo, los de verdad, los de toda la vida, todavía se dejan ver de vez en cuando.

Ellos, si son europeos, suelen hacer ostentación de una calculadísima sobriedad que se define nítidamente en la línea de sus trajes hechos a medida. Ellas adoran las perlas. Huyen de los peinados aparatosos como de la peste y, si son españolas, suelen recogerse el pelo, apenas cardado en la zona delantera, en un moño bajo, muy sencillo, desdeñando la melenita con mechas rubias de las burguesas con pretensiones. En general, llevan pocas joyas, pero siempre, en alguno de sus dedos, reluce un brillante ofensivo, de puro enorme, y aunque se resisten a hacer publicidad gratuita, contemplan ciertas proverbiales excepciones. Con las panteras de Cartier que pueblan sus inmaculadas solapas, sin ir más lejos, podría formarse una manada de tamaño regular. Por lo demás, cultivan de tal modo la elegancia en todos sus gestos que llegan a resultar aburridos. Los millonarios americanos, en cambio, saben dar espectáculo. Ellos, con toda la estridente vulgaridad que sugiere, aunque seguramente casi nunca sea cierto, que encontraron petróleo antesdeayer en el patio trasero de su casa, son las estrellas indiscutibles de esas noches de las que jamás hablo con nadie. Y sin embargo, tampoco salgo de casa para mirarlos.

No me gusta lo que soy. No me gusta mi cara, ni mi cuerpo, ni mi historia, ni mi vida. Una vez, hace ya muchos años, la inexplicable deserción de Alejandra Escobar -una mujer de la que nunca he llegado a saber nada salvo su nombre, que había pagado por adelantado un viaje a Túnez, y que no se presentó en el correspondiente mostrador de Barajas a la hora acordada, pese a haber volado esa misma mañana de Sevilla a Madrid- me dio la oportunidad de irme de vacaciones con otro nombre, porque la guía del grupo, una belga medio tonta, se negó a comprender que alguien hubiera podido subirse a un avión en Sevilla, y luego, por más que en el apartado «destino» de su billete se leyera claramente «Túnez», hubiera decidido quedarse en Madrid. Se lo expliqué una vez y, quizás para disimular que su dominio del castellano distaba mucho del que prometían los folletos, asintió vigorosamente con la cabeza como si me hubiera entendido pero, aunque pasé el control de pasaportes con mi propio nombre, ella siguió llamándome Alejandra porque había tachado ya al pasajero María Luisa Robles Díaz de su lista, y no hubo manera de hacerla rectificar. Al llegar a Hammamet, casi lamentaba ya que aquel malentendido tuviera que deshacerse, porque en el autobús, mientras miraba de reojo a mis compañeros de trayecto para intentar hacerme una idea de la clase de amistades a la que podría aspirar en los siguientes quince días, se me había ocurrido que tal vez a Alejandra Escobar le fueran las cosas mejor que a mí, y que no estaría mal usar su nombre como amuleto. Cuando me di cuenta de que en aquella especie de campamento de lujo para adultos no me iban a pedir la documentación, porque dentro del recinto no había otra ley que la lista de nuestra guía belga, recogí, junto con las llaves de mi bungalow, una nueva identidad que asumí sin el menor resquicio de inquietud.

Alejandra Escobar me dio suerte, y por eso no me he atrevido a abandonarla todavía. Su nombre reposa en una esquina de mi memoria como un abrigo de pieles suave y lujoso, enfundado con mimo en los primeros días de mayo y colgado en el rincón más fresco del armario a la espera del regreso del invierno. Y cuando cualquier invierno acecha, igual que haría con ese abrigo que no he tenido nunca, lo rescato de la oscuridad, le quito el polvo con mucho cuidado, me lo pongo, y noto enseguida el bienestar de su compañía, una oleada de aire cálido y seco que me devuelve a un verano de días mejores. Entonces, Alejandra Escobar vuelve a salir de mi casa una noche sintiéndose tan segura de sí misma como María Luisa Robles Díaz no se ha sentido jamás, y escoge uno de los grandes hoteles del centro con la naturalidad de quien no ha llegado a conocer un mundo diferente, y taconea con aplomo, casi con gracia, al pasar junto al portero uniformado en dirección al imponente vestíbulo, y cuando la música de cámara se esponja ya dulcemente en sus oídos, se detiene un instante para mirar a su alrededor y, sin equivocarse nunca, elige la mejor mesa, discreta y con buenas vistas. Alejandra Escobar bebe whisky escocés con hielo y un poco de agua, y fuma de vez en cuando un cigarrillo rubio sin tragarse el humo, porque descubrió enseguida que dejar pasar el tiempo resulta más fácil con las manos ocupadas.

Sé que no debería hacerlo. Sé que es una estupidez, y a veces pienso que hasta algo peor, un vicio dañino, un juego peligroso. Pero no me gusta lo que soy, no me gusta mi cara, ni mi cuerpo, ni mi historia, ni mi vida, y Alejandra es como un hada madrina, mi único recurso, la única salida por donde escapar, aunque sea durante un par de horas, de la rutina tediosa y exasperantemente lenta de los días de plomo, que tardan una eternidad en reunirse con los que se fundieron antes en el mar plano de metal que es mi memoria. Y mientras estoy sentada ante una mesa discreta del bar de un hotel de lujo, contemplando a toda esa gente que parece vivir una vida de verdad, mientras registro sus gestos, sus hábitos, esos pequeños ritos sin importancia que por un instante llegan a envolverme a mí también, contagiándome de su propia velocidad, de su propio y frenético ritmo, ya no soy una mujer sola que sale sola por no quedarse en casa, sin más propósito aparente que la confección de un exhaustivo catálogo de la clientela de los bares de Madrid, sino una criatura muy distinta, Alejandra Escobar, una mujer de mundo que mira el reloj cada pocos minutos porque ha quedado con alguien que incomprensiblemente no va a aparecer, o apoya durante un instante las yemas del pulgar y el índice de su mano derecha sobre las comisuras de sus párpados cerrados, para informar a quien la esté mirando de que es una ejecutiva con muchas responsabilidades que disfruta de una copa a solas para relajarse tras un día de trabajo agotador.

Aunque rara vez tenga ocasión de contársela a alguien, Alejandra siempre arrastra una intensa historia personal. Algunas noches está soltera y otras casada, pero también ha estado separada, e incluso viuda, y tiene un hijo único, o un par de hijas, o ha renunciado a la descendencia en pos de una brillantísima trayectoria profesional. Los detalles están siempre en función de mi humor, de la racha que esté atravesando cuando decido resucitarla, porque no siempre me salva del hastío o de la tristeza. A veces recurro a ella por puro aburrimiento, cuando ya ni siquiera me apetece conectarme a Internet. Es tan inagotable, tan poderosa, que ha sobrevivido a todos mis cambios de fortuna. La arrolladora irrupción de la informática en mi vida, sin ir más lejos, la consagró definitivamente.

Por supuesto, cuando Ramón me tendió por sorpresa aquel billete de avión, nunca jamás había asistido a ninguna convención de la empresa. Las teclistas de fotocomposición apenas teníamos una vaga noción de aquellas multitudinarias reuniones, concebidas en teoría para poner en contacto a los editores, que allí mostraban los proyectos en los que habían trabajado durante el último año, con los distribuidores, que tendrían que promocionar y vender esos mismos productos durante el año siguiente, y que, en la práctica, se habían convertido en una complejísima representación de la propia vida de todos ellos, como una especie de termómetro simbólico, pero infalible, que medía sin compasión el grado de éxito y de fracaso de cada aspirante a un presupuesto propio. En los primeros días de septiembre, los pasillos se poblaban de rostros cenicientos, cejas demasiado rotundas, que parecían pintadas con carboncillo, sobre ojos alarmantemente hundidos, y mejillas tan demacradas como si estuvieran condenadas a devorarse a sí mismas, un espejo de la desolación que, de tanto en tanto, se oscurecía por completo al cruzarse ante cualquier despacho con algún despiadado portador de la luz más cegadora, el rostro sonrosado y terso, las mejillas ruborosas, y una sonrisa espontánea, maravillada de sí misma, todo el improvisado candor de una infancia recuperada de golpe, por obra y gracia del consejo de administración. Ambas categorías de notables, los príncipes depuestos y los por deponer, tan íntimamente imbricados como la voz y su eco, se alternaban durante algún tiempo sin conciencia alguna de estar representando un espectáculo fascinante para los trabajadores corrientes, los que no aspirábamos a la menor migaja de poder pero, a cambio, durante un par de semanas al año, teníamos el privilegio de divertirnos en el trabajo más que en el cine. A resguardo de cualquier tormenta, tan por encima de los ejecutivos convocados en la campaña anterior pero con los que no se contaba en el año en curso, como de quienes, habiendo estado ausentes doce meses antes, habían sido invitados a participar esta vez, estaban los imprescindibles, participantes de todas las convenciones pasadas y futuras, como Fran y sus hermanos. El irresistible progreso de la autoedición obró el milagro de situarnos a Ramón y a mí misma en este último grupo durante algún tiempo, mientras los jefes supremos aprendían a superar un miedo innato, reverencial, por cualquier máquina que no fuera una fotocopiadora a pesar de parecerlo, y que hizo de nosotros algo parecido a los hechiceros de una tribu primitiva antes de devolvernos, al extinguirse, a nuestra previa y confortable condición de técnicos que no toman decisiones sobre la línea editorial.

La primera convención a la que asistí se celebró en Barcelona, ciudad que estará asociada para siempre en mi memoria con cierta clase de revelaciones que tienen menos que ver con el asombro que puedan llegar a provocar que con el escepticismo que siembran en quien las padece. Representante escasamente original de la primera generación de españoles abocada por fin a viajar con naturalidad por el extranjero -una condición muy incentivada por mis circunstancias de soltera con sueldo propio y carga familiar agobiante, mi madre, de la que escapaba apenas dos semanas al año en las que intentaba llegar lo más lejos posible-, apenas conocía la ciudad, en la que había estado de paso en tres ocasiones, dos de las cuales no me llevaron más allá de la zona de tránsito del aeropuerto. A los treinta y seis años, por tanto, después de haber llegado hasta Bali, y cuando ya conocía Londres tan bien que podía recorrerlo en metro sin consultar ningún plano, descubrí que Barcelona es, en primer lugar, una ciudad bastante pequeña, y además muy bonita, preciosa, pero con cierto aire de joyero de dama noble venida a menos, una conciencia de sí misma tan exageradamente alerta del menor daño que pueda traer consigo el paso del tiempo, que barniza el ajetreo de la vida cotidiana con un afán de solemnidad más cercano a la precariedad de cualquier recinto monumental de provincias que a la soberbia de las grandes ciudades de verdad, complicadas maquetas a escala del propio mundo donde el futuro tiene tanta prisa que nunca sobra tiempo para mirarse el ombligo, y es tan cierto que no tiene ningún sentido intentar amarrarlo con el garfio de las obras públicas. Hija del caos organizado y magnífico de un laberinto que encierra docenas de ciudades posibles, me sometí con instinto de turista al pintoresco narcisismo de mis anfitriones, y dejé escapar todas las exclamaciones admirativas de rigor mientras detectaba con creciente asombro cómo el histórico complejo de inferioridad de una madrileña de Chamberí, puede transformarse en una inesperada conciencia de distancia, un sentimiento muy semejante a la superioridad, en el inocente trayecto de un recorrido panorámico. Decidí guardar para mí las consecuencias de este descubrimiento, pero algún cabo suelto debió de aflorar a la superficie porque, ante la fachada de una vieja estación, yo, que jamás, en ningún otro momento de mi vida, me habría atrevido a desatar una polémica tan previsible, no pude reprimir los ecos de mi memoria, y recordé una vehemente y caducada sentencia, aquel apasionado juicio que nunca llegué a escuchar de los labios de mi abuelo Anselmo, aunque la mujer a la que abandonó muchos años antes de dejarla viuda solía citarlo, sin saltarse una coma, siempre que le interesaba probar que su marido no era más que un ateo, un bárbaro y un desgraciado. Antes de empezar a sospechar que nunca debió de merecerse esos adjetivos, yo había descubierto ya que tenía razón, pero nunca me atreví a discutirlo en voz alta con mi abuela Pilar. Sin embargo, aquella mañana, tan lejos de casa, afirmé con una convicción más profunda que la indecisión de mi lengua tartamuda que si yo hubiera sido el general Rojo también habría decretado sin dudar la muerte de Durruti, porque la defensa de Madrid era un prodigio, un puro encaje estratégico, tan sutil, tan milagrosamente equilibrado, que lo último que necesitábamos era un héroe solitario y enamorado de sí mismo, un gilipollas dispuesto a romper, él sólito y desde dentro, el cerco con el que no habían podido los nacionales en un asedio tan largo y tan intenso como el sacrificio de la población civil, y los fascistas quieren entrar en Madrid, pero Madrid será la tumba del fascismo, y no pasarán, amén. Aunque Ramón aplaudió mi discurso sin reservas, el distribuidor de la Costa Brava, que precisamente había introducido a Durruti en la conversación, me dirigió una mirada asesina de tal calibre que bastó para restaurar en un instante la innata flaqueza de mi espíritu y ya no volví a abrir la boca, ni para enderezar el rumbo de la verdad histórica ni para decir ninguna otra cosa, hasta que el autobús se detuvo en la puerta del hotel.

Entre las adustas paredes de aquel modernísimo edificio, donde el lujo se expresaba con una frialdad extrema, casi conventual, la realidad me asestaría un nuevo golpe aquella misma noche. Tras la aburrida sesión de la tarde, dedicada a exponer nuevas perspectivas comerciales, y la correspondiente cena, que esta vez se celebró en un restaurante del puerto, descarté la última etapa del programa oficial, copa en una macrodiscoteca muy de moda, para unirme a un pequeño grupo que decidió regresar al hotel caminando. Cuando llegamos, no era todavía la una de la mañana, y yo no tenía sueño, pero no logré convencer a Ramón, que bostezaba aparatosamente mientras la recepcionista iba a buscar su llave, ni a ningún otro de mis ocasionales acompañantes -un par de vendedoras de Zaragoza, muy simpáticas, el distribuidor de Málaga, que había venido con su mujer, y otra pareja más, a cuyos miembros no llegué a identificar- de que me acompañaran al bar del hotel. Como sabía que me iban a mirar raro si anunciaba mis intenciones de tomarme una copa yo sola, me despedí diciendo que quería mirar unas plumas que había visto por la mañana de pasada, en el escaparate de una de las tiendas de la planta baja, y me dirigí, con pasos lentos y firmes, a un bar escondido en una especie de semisótano, al que se accedía por unas escaleras situadas en un extremo del vestíbulo.

Por primera vez en mi vida, yo misma suplanté a Alejandra Escobar, y los resultados no pudieron ser más desastrosos. Es cierto que ni ella ni yo habríamos escogido nunca aquel escenario gélido, desabrido, que evocaba la tristeza antiséptica de un hospital recién estrenado, el suelo desnudo de mármol blanco, los pilares revestidos de acero pulido, la fría amenaza del metal serpenteando entre las mesas, las sillas, las lámparas, mucho cristal opaco y mucho laminado con tacto de plástico y engañosa vocación de madera noble, un espejo helado capaz de empequeñecer y desarbolar la imagen de cualquiera que tenga el valor preciso para enfrentarse a su inmaculado rigor. Mientras me daba cuenta de que ninguna mesa resultaba más discreta que las demás en aquel recinto dispuesto como un escenario, recordé las espléndidas fachadas de algunos viejos hoteles de lujo que había contemplado en el paseo de Gracia, y lamenté el dudoso criterio de quienes hubiesen descartado cualquiera de ellos en favor del templo polar donde nos habían alojado por un precio seguramente no muy inferior al que decretan prestigio y tradición. Sin haberme decidido todavía a sentarme, eché un vistazo a la clientela y sentí una punzada de nostalgia por mi habitación de la tercera planta, la cama inmensa, tan bien hecha, el televisor manso y complaciente, incapaz de discutir mi voluntad, y una novela de seiscientas páginas sobre la mesilla, todo un proyecto de bienestar en comparación con la pobre oferta de aquel local medio vacío, tres mesas ocupadas por grupitos de individuos bien trajeados, incluyendo a alguna mujer con el preceptivo traje de chaqueta de corte clásico -muy parecido al que yo misma llevaba en aquel momento- que se ha convertido en una especie de sinónimo femenino de la corbata, y dos turistas varones de aspecto nórdico y unos cincuenta años, ataviados como para asistir a una póstuma edición del festival de Woodstock, que lucían sus piernas canosas desde los altos taburetes enfrentados a la barra gracias a unos bermudas modelo aventurero de un color indescifrable ya, de tan lavados. Cuando estaba a punto de volver sobre mis pasos, me dije que yo no me llamaba Alejandra Escobar ni necesitaba pretexto alguno para tomarme una copa en aquel lugar, así que, imponiéndome a un certero desaliento, me senté en la silla que estaba más a mano, llamé al camarero con un gesto mudo, y pedí un whisky con hielo y un poco de agua, porque Alejandra y yo siempre bebemos lo mismo. Tres cuartos de hora después, cuando me levanté para marcharme, mi vaso aún contenía dos dedos de un líquido vagamente amarillento. Ése era el único detalle revelador de que se hubiera producido cierto progreso desde el momento en que entré en aquel bar.

Quizás a Alejandra no le hubieran ido las cosas mejor que a mí en esta ocasión. Es difícil saberlo porque ella, que aprendió muy pronto que no se debe esperar gran cosa de los hoteles de lujo recién estrenados e inmediatamente ocupados por una insulsa horda empresarial de medio pelo, jamás habría escogido un escaparate semejante. De todas formas, cuando entré en mi habitación muerta de sueño, sin ganas de tiranizar al televisor, sin ánimo para hacer avanzar la señal a lo largo de las cuatrocientas y pico páginas de la novela que me faltaban por leer y, lo que es más grave, sin fuerzas para embadurnarme la cara sucesivamente con leche limpiadora, tónico y crema nutritiva, tal y como me había propuesto hacer sin falta cada noche desde el día en que me di cuenta de que iba a cumplir cuarenta años mucho antes de lo que me imaginaba, estaba ya segura de que la clave de aquel fracaso tenía que ver sobre todo con mi propia identidad, porque es muy difícil ser feliz cuando una sabe que lleva un vestido feo, incómodo y pasado de moda, y Cenicienta nunca habría llegado a ser princesa con sus viejos harapos manchados de hollín.

El poder de Alejandra Escobar reside también en su propia identidad, el hueco maleable y acogedor donde cabemos cientos de historias diferentes y yo misma, feliz por estrenar un vestido nuevo cada noche, capaz de quererme un poco mientras me apropio de un personaje que no es el mío. Ése es el único propósito de mis noches secretas, esas noches de las que no puedo hablar con nadie y en las que no busco nada que no esté ya dentro de mí misma, de la mujer ajena que soy yo, y que es a la vez mucho mejor que yo. Alejandra jamás fracasa, y si alguna vez nadie se apercibe de su presencia, no falla ella, que es siempre una criatura apasionante, que arrastra una historia intensa y tiene un larguísimo futuro por delante, falla el mundo, incapaz de reconocer a la mejor de sus hijas. Por eso, no importa que no ligue, que llegue a aburrirse, que no hable con nadie. Su único sentido es existir, y con eso basta.

Después de aquella noche de Barcelona, no volví a suplantar a Alejandra nunca más, y sin embargo, casi tres años después de aquel viaje y en unas circunstancias muy distintas, ella se disipó de nuevo para cederme un puesto que yo no contaba con ocupar. Sucedió en el bar del vestíbulo del hotel Ritz, uno de nuestros refugios tradicionales, el salón de aire casi íntimo que se trocó de repente en un páramo hostil, escenario de una muda pero feroz batalla que llegué a creer perdida para siempre. Sin embargo, había empezado aquella pequeña aventura con buen pie. Al volver del trabajo recogí del tinte el vestido rojo que había comprado para consolarme del penoso malentendido que hizo de Ramón el más efímero de mis amantes, y descubrí con satisfacción que no quedaba ni rastro de la mancha de vino que me hizo temer por él la última vez que me lo quité. Aunque sabía que estaba desafiando a la suerte, porque hacía más de un año que Alejandra lo escogía casi invariablemente entre todos los trajes de mi armario, no resistí la tentación de ponérmelo una vez más, porque nada me sentaba mejor que aquel cuerpo ceñido de manga larga, con un considerable escote entre las hombreras, que se cortaba al llegar a la cintura para dar paso a una falda con pinzas estratégicamente colocadas, que se iba estrechando con sabiduría hasta rozar la frontera de mis rodillas. Me mostré más prudente en la elección del lugar, porque aunque tenía más bien cuerpo de Santo Mauro, hacía más de tres meses que no pisaba el Ritz, y siempre he procurado no resultar excesivamente familiar para los camareros, un propósito al que me ayudan ciertas crisis de amarga lucidez que culminan con el abandono de Alejandra durante un periodo de tiempo siempre imprevisible. La compra de aquel vestido de punto rojo, cuyas frecuentes visitas al tinte se empezaban a leer en la liviandad del tejido que recubría los codos, había puesto fin a la última de aquellas separaciones, así que las precauciones estaban más que indicadas, y sin embargo, no habría podido tomar medida alguna para evitar lo que pasó. La que parecía más joven de las dos aparentaba unos veinticinco años. La mayor andaba más cerca de los treinta pero era más guapa que la primera, aunque la verdad es que ambas, hasta sin parecerse a Ava Gardner, reclamarían instantáneamente la atención del espectador más displicente, incapaz de afrontar la belleza ajena con más generosidad que yo misma. Altas, delgadas, una morena y la otra sabiamente teñida de rubio, lucían un bronceado envidiable a mediados de abril, y la certeza de que lo hubieran obtenido por medios artificiales consolaba tan poco como calcular el número de horas semanales que debían de enterrar en un gimnasio para lograr un cuerpo tan espectacularmente fronterizo con la perfección. De todas formas, al principio no les presté más atención que la precisa para anotar estos datos y algún detalle más, como el acento gangoso, afectadísimo, que hirió mis oídos en el breve fragmento de conversación que capté por azar, al pasar a su lado, o ciertos aspavientos de las manos que me permitieron relegarlas en un instante al archisabido y caricaturesco limbo de las pijas rematadas. Sin embargo, su esplendor debió de arrugar alguna fibra secreta del formidable ánimo de Alejandra Escobar porque, al mismo tiempo que completaba una secuencia de gestos neutros, inevitables -desabrocharme la chaqueta, dejar el bolso sobre la mesa, sacar un paquete de tabaco y un mechero, sentarme, cruzar las piernas, volver a coger el bolso para enganchar la correa en el respaldo de la silla, abrir el paquete de tabaco, sacar un cigarrillo, encenderlo, llevármelo a la boca, dejar escapar una gran bocanada de humo, levantar la mano para llamar la atención del camarero, esperar su llegada, pedirle una copa y, por fin, echar una ojeada a mi alrededor-, me di cuenta de que estaba cargando aparatosamente las tintas en cada etapa del proceso, y estiraba los dedos que sostenían el cigarro un poco más de lo imprescindible, me apartaba el pelo de la cara con una frecuencia inaudita, fruncía los labios en un premeditado alarde de hosquedad que carecía de cualquier motivo, improvisaba una mirada de desprecio por el mundo que me extrañaba hasta a mí misma, y todo esto sucedía al margen de mi voluntad, sin que yo conociera la causa, sin que pudiera por tanto evitarlo.

Quizás, esta especie de representación intensificada de lo que no era otra cosa que una representación atrajo sobre mí la atención que menos buscaba, esa que, más precisamente, habría deseado no provocar nunca. Alertada por un inconcreto hormigueo, un repentino sentimiento de mi propia presencia, volví bruscamente la cabeza hacia la izquierda y me topé de frente con cuatro ojos impecablemente maquillados. Ejerciendo sin inmutarse un privilegio de su divinidad, las dos estatuas bronceadas a quienes ya había decidido ignorar, mantuvieron su mirada fija en mí, cuchicheando entre sonrisas que me permitieron entrever sus perfectas, feroces dentaduras. La simple sospecha de que estuvieran riéndose de mí bastó para derrotar en un instante a una luchadora tan curtida como Alejandra Escobar, que se disolvió en el aire sin dejar noticia de su paradero, abandonándome en los brazos de mi propio ridículo. Intenté resucitarla por todos los medios posibles, pero la repetición mecánica de sus ademanes de mujer elegante, que ahora más bien me parecían las esperpénticas muecas de una loca, no hizo más que empeorar la situación. No me atrevía a mirar al enemigo ni siquiera de reojo, pero tenía la impresión de que sus carcajadas, rotundas ya, y desbocadas, alcanzarían mis oídos de un momento a otro mientras me manoseaba el pelo como si me lo estuviera lavando y encendía un pitillo antes de que se extinguiera el humo del anterior. Entonces decidí marcharme. Nadie había conseguido echar jamás a Alejandra Escobar de ningún sitio, pero yo estaba sola, y no era ella. Miré el reloj con mucho detenimiento y un gesto de extrañeza, como si no pudiera comprender el retraso de quien jamás iba a llegar a aquella cita. Dejé pasar tres o cuatro minutos y me fijé en la esfera de nuevo, con tanta atención como si el movimiento de las agujas desvelara la clave de algún enigma vital para mi futuro. Una vez más, me dije, aguanto sólo un ratito, miro el reloj otra vez, me levanto y me voy. Pero entonces, justo cuando dirigía hacia ningún lugar en concreto esa mirada vaga y despaciosa de los que no tienen nada que hacer, excepto tiempo, lo descubrí a lo lejos, perfectamente centrado entre dos columnas, y sentí lo mismo que debe de sentir un náufrago preso en un peñón de dos metros de diámetro cuando distingue la silueta de un barco sobre la línea del horizonte.

Forito me había visto primero. Levanté los brazos como si llevara toda la vida esperándole y le vi arrancar en mi dirección con pasos indecisos.

Supongo que, si es que lo hizo alguna vez, él describiría aquella escena diciendo que entonces se echó la muleta a la izquierda y se fue para los medios, pero lo cierto es que más bien llegó hasta mí con la justa mezcla de pavor y determinación que agarrota las rodillas de esos diestros muy viejos, muy gordos, muy sabios, que se acercan al toro preguntándose si tanto miedo se puede comprar con todo el oro del mundo. Su desconcierto era tan patente que, absorta como estaba en mi papel, no pude negarle una brizna de atención, y temí que lo echara todo a perder antes de ganar el modesto objetivo de mi mesa. Cuando lo tuve delante comprendí que, a la sorpresa de encontrarme allí, sola pero arreglada como para ir a una boda, se habían sumado una vaga intuición de que yo no era exactamente yo, la mujer que él conocía, y un recelo todavía más intenso, y más turbio, nacido de la euforia que su presencia había desatado. Él, que me había visto aquella misma mañana, no podía entender que mis brazos, tendidos hacia delante con el gesto de gran señora que nunca antes había tenido la ocasión de practicar, y esa sonrisa plena que parecía celebrar un reencuentro acariciado en secreto durante años, no tuvieran otro propósito que convocarle a mi lado, y hasta cuando pronuncié su nombre en voz muy baja, porque decididamente existen pocos nombres menos glamurosos, pero con un acento de infinita satisfacción, se comportó como si creyera que todo aquello iba dirigido a un desconocido que caminara sólo un paso detrás de él.

Mientras se sentaba a mi lado, giré rápidamente la cabeza para comprobar qué cara se les había quedado a esas dos imbéciles que creían haber desentrañado mi impostura, y tuve que encajar el único chasco genuino que la suerte decidió repartir aquella tarde, porque en alguna inadvertida fracción de los últimos dos o tres minutos, ambas se habían levantado y se habían marchado sin hacer ruido ni atender, seguramente, a ningún detalle de lo que yo me prometía como un triunfo apoteósico. Mi primer impulso fue desmentir a mis propios ojos. Luego, cuando ya sospechaba que tal vez ni siquiera hubieran llegado a fijarse de verdad en mí, me pregunté por qué siempre tenían que ser así las cosas. Después, me vine abajo, tanto que me dolió reconocer la voz que se esforzaba por devolverme a la silla en la que estaba sentada.

–Qué casualidad, encontrarnos aquí, ¿no?

–Sí… -reconocí, imponiéndome una sonrisa menos tranquilizadora para él que para mí misma, mientras acababa de hacerme una idea de la ratonera en la que me había encerrado yo sólita.

–Pues… Voy a pedir una copa, ¿no?

–Cla-aro.

Con un gesto de caballero antiguo, uno de los muchos que descubriría en él aquella misma noche, se levantó y echó a andar en dirección a la barra en lugar de esperar la aparición de un camarero. Aproveché su ausencia para trazarme un plan que me permitiera sobrellevar con dignidad los errores cometidos hasta entonces y marcharme a casa lo antes posible. En aquel momento, no sólo no me apetecía nada pasar un rato con él, sino que incluso, y a sabiendas de que ninguna otra sensación podía ser más injusta, sentía un fulminante acceso de antipatía por el inocente peón súbitamente asociado al fracaso de aquella noche, pero todavía teníamos por delante un año de trabajo en común, tal vez más, porque Ana lo llevaría consigo a donde ella fuera, y nadie sabía aún si Fran tenía la intención de disolver el equipo cuando el Atlas estuviera terminado. Aunque sólo fuera por eso, no me quedaba más remedio que comportarme de una manera coherente con mi estruendoso recibimiento, pero además, y sobre todo, a pesar de que lo único que deseaba era desaparecer, marcharme corriendo para que no me encontrara cuando volviera con una copa en la mano, sabía muy bien que él no había tenido la culpa de nada, y que me sentiría fatal a la mañana siguiente si optaba por este o por cualquier otro improvisado proyecto de fuga.

Lo cierto es que siempre me había caído bien. Me obligué a recordarlo mientras le veía cruzar el salón con una actitud muy distinta al temeroso encogimiento de antes. Ahora andaba erguido, los hombros tan firmes, tan crecidos en su firmeza que, de lejos, hasta parecía otro hombre, más alto que desgalichado, más delgado que raquítico, y con cierto aire ensimismado, esa melancólica mirada extraviada de los ojos alcohólicos, que prestaba a su nimiedad física la difícil dosis de espiritualidad que han perseguido sin resultados todos los actores que alguna vez se han atrevido a fracasar con Alonso Quijano. Estaba ya muy cerca cuando me pregunté si no estaría viendo visiones pero, por alguna razón que no acerté a explicarme aunque seguramente tenía que ver con los violentos altibajos que habían estrujado mi ánimo durante la última hora como si fuera una pelota de esparto, al fijarme en su rostro logré distinguir, con una claridad que parecía más bien clarividencia, los rasgos primitivos que aún latían, aunque muy débilmente, bajo la tosca careta tallada gota a gota por el coñac. Claro que, además, iba muy elegante. Acostumbrada a verle con sus eternos pantalones oscuros de color incierto, una mezclilla de lana opaca que, según la luz, parecía a veces gris, a veces marrón, y a veces negra, pero siempre tejida con la gelatinosa sustancia que aplica un brillo siniestro a las alas de los insectos, y una camisa de algodón crema tan usada que el tejido se había deshecho ya en el canto del cuello -invariable prenda invernal que cambiaba en primavera por un par de camisas polo de marca anónima, una verde oscura, la otra burdeos, ambas finísimas y lavadas con tal saña que la piel se transparentaba casi con detalle en algunos claros repartidos tan caprichosamente como las calvas de un monte-, quizás me dejé impresionar más de la cuenta por la impecable línea de su traje de lino crudo, tan nuevo que sus arrugas estaban recién hechas, en lugar de acomodarse a los surcos abiertos por la tenacidad de las arrugas precedentes, un atuendo excesivamente veraniego para una noche de primavera, pero de tan buen gusto que hasta se le podía perdonar que no lo hubiera combinado con algo mejor que una camisa rosa, sobre la que apenas destacaba una corbata de tono amarillo pálido estampada con dibujos muy menudos, es decir, rigurosamente de moda.

En cualquier caso, cuando se sentó a mi lado, ya había descubierto que él también tenía los ojos verdes, aunque empañados por un velo acuoso, grisáceo, y una nariz que habría sido bonita antes de que la sanguinolenta hinchazón de las aletas, ahora una esponja rugosa y dilatada, los poros tan abiertos como los de una fresa, hubiera anulado el nítido perfil del tabique, digno del más severo emperador romano, un rasgo que aún destacaba, sin embargo, por ser la única arista visible en un rostro informe de puro abotargado, que se prolongaba en una papada discreta, pero muy llamativa en un hombre tan delgado como él. Predispuesta como estaba a salvarle de mi propia arbitrariedad a cualquier precio, encontré en el conjunto, pese a todo, cierto aire de nobleza, como el que distingue a las ruinas clásicas menos visitadas, esos montones de piedras sueltas, irreconocibles ya, sobre los que se yerguen, absurdas, solas, pero auténticas, dos columnas desmochadas que desafían el desprecio de los turistas con una especie de enloquecida arrogancia.

Él, que ignoraba por fuerza el proceso que le había convertido en sujeto de tan meticulosa observación, se sentó de nuevo a mi lado, bebió un trago considerable de su copa de coñac, la depositó sobre la mesa con el pulso todavía tembloroso, y me miró, como preguntándome qué iba a pasar a continuación.

–Ha-a sido una suerte encontrarte aquí -rompí el hielo con el acento de templada cortesía que mejor se ajustaba a la bola que iba a soltarle inmediatamente después-, porque he quedado con una a-amiga, ¿sabes?, y no ha aparecido…

–Ya, yo tampoco contaba con encontrarme a nadie de la editorial, porque he venido a la presentación de los carteles de San Isidro.

–¡Ah! – exclamé, sólo por hacer tiempo, aunque no se me ocurrió gran cosa qué decir-. Pero pa-ara eso falta mucho, ¿no?

–Bueno, no tanto… -me miró-. Un mes y medio. Hay que cerrar las corridas con mucha antelación, ya te digo…

–Claro -asentí, y resignada a la uniforme laguna en la que se resumía mi cultura taurina, cambié de tema sin sospechar que un elogio tan trivial como el que escogí casi al azar para burlar al silencio, iba a abrirme las puertas de una historia que no olvidaría jamás-. Va-as muy elegante…, y llevas una corbata preciosa.

–Sí… -admitió él, bajando la cabeza como si necesitara estudiarse un instante para recordar cómo iba vestido-. El traje me lo ha regalado un colega mío de toda la vida, ¿sabes? Su viejo era utillero de la plaza de Vista Alegre, no sé si te acordarás, una que había en Carabanchel, que le echaron el cierre hace muchos años… -me interrogó con una mirada a la que respondí negando con la cabeza, y siguió hablando-. Bueno, pues, ya te digo, el caso es que le conozco desde chavalín y, buah, no veas lo que hemos pasado los dos… Lo más grande. Íbamos juntos a todas partes, hasta le acompañé un montón de veces a tentar vacas, ¿sabes?, cuando tenía permiso del dueño y hasta cuando no lo tenía, porque se le metió en la mollera lo de ser torero, oyes, la verdad es que le tenía al toro una afición que no veas, y eso que ya se veía de largo que él no… Porque es que eso se nota, no sé, lo notaba hasta yo, siendo tan crío como él, que no tenía trapío, ese toque especial de los que van para figura, pero él, dale que te pego, ya te digo… Llegó a debutar, ¿sabes?, como novillero sin picadores, Chulito de Vista Alegre, se quería llamar, pero entre su padre y el mío le quitaron esa idea de la cabeza y al final lo cambió por Chicuelo, Chicuelo de Vista Alegre, que suena mucho mejor. Su primera novillada fue en San Sebastián de los Reyes, yo estuve allí y, buah, no veas, la verdad es que al pobre le tocaron dos chotas que sabían más que Lepe, yo creo que hasta las habrían soltado ya en algún encierro de esos que hacen en los pueblos de la sierra… Total, que el pobre hizo lo que pudo y… ruina total, te lo puedes figurar, pero el infeliz salió hasta contento, no he estado mal, ¿verdad?, me decía, ¿a que no he estado mal…? Tres novilladas más le salieron, antes de que le convenciéramos de que recogiera los trastos para siempre. Bueno, pues, lo que es la vida, cuando parecía que el Antoñito iba para abajo, porque al dejar de torear se quedó sin ganas de nada, oyes, pues se le ocurrió montar un videoclub, uno de los primeros, allí, en los Carabancheles, y le fue de puta madre, ya te digo, no te lo puedes ni figurar, y entonces un día se llegó a la Escuela de Tauromaquia esa que ha montado la Comunidad, habló con un par de chavales, se convirtió en su apoderado, con la guita que ganó montó un mesón en Marqués de Vadillo, le volvió a ir de puta madre y ahora…, buah, no veas, está el tío en grande, pero en grandeza máxima, oyes, tiene dinero para quemar una vaca, el tío. Total, que como le gusta ir hecho un figurín, y no tiene tiempo de ponerse toda la ropa que se compra, pues, de vez en cuando me cae un ternito. Éste lo heredé casi nuevo, porque está echando barriga, el Antonio, aunque hace unos meses se metió a socio de un gimnasio, se lió a hacer pesas y adelgazó un montón. Entonces se compró este traje, pero como se cansa enseguida de todo, que es lo que les pasa a los ricos, que acaban hartos de todo, pues, ya te digo, lo dejó, volvió a engordar, me lo pasó, y yo tan contento… Me pagó hasta el arreglo, porque la verdad es que se estira, eso desde luego, cada vez que quedo con él, cuando traen la cuenta…, buah, no veas, me aparta con la mano y siempre dice, quita de ahí, que yo me hago empresa, eso dice, y luego lo paga todo, las cosas como son. Y yo me alegro de que le vaya tan bien, oyes, me alegro mucho por él, porque es el único chaval del barrio que ha levantado la cabeza de verdad, ya te digo, lo que se dice salir por la puerta grande… El peluco -y estiró el brazo para mostrarme un reloj dorado muy aparatoso- también me lo dio él. Parece de oro, pero no es, a tanto no llega, claro… La corbata no es suya, sin embargo. Ésta me la regaló mi chico. Bueno, ésta y las demás, porque casi todos los años me viene con un paquetito del Simago, el pobre. Regalo del Día del Padre, te lo puedes figurar…

–N-no tenía n-ni idea de que tuvieras un hijo -intervine, con asombro genuino y una punta de la curiosidad que iría creciendo minuto a minuto durante toda la noche, hasta convertirse en una irrefrenable necesidad de llegar hasta el final-. Yo creía que eras un soltero empedernido, igua-al que yo…

–Ojalá -me contestó, sin disimular la amargura que fermentaba en las vocales de aquella palabra-, ojalá me hubiera quedado soltero, como tú…

Hizo una pausa, se miró los zapatos, unos mocasines marrones viejísimos, descoloridos y a punto de reventar por las costuras, en los que tampoco yo había reparado hasta entonces, levantó la cabeza, me sonrió sin ganas y, cabeceando como si nada en el mundo tuviera remedio, prosiguió en un voluntarioso tono de normalidad.

–Pero no, chica, no. Nada de eso. Yo estuve casado, casadísimo, no te puedes figurar cuánto… Es que, ya te digo, no tengo remedio. Soy todo lo contrario del Antonio, pero todo lo contrario, oyes… A mí nadie me mandaba meterme en aquella ruina, pero nadie, porque yo tuve mucha suerte al principio, a mí me iban muy bien las cosas. Mi padre era fotógrafo taurino, ¿sabes?, igual que yo. Él me enseñó el oficio, y puso mucho cuidado en que no metiera la pata en los mismos hoyos donde él se había hundido. Yo siempre trabajé por mi cuenta. Vendía fotos sueltas y reportajes completos a agencias del mundo entero, nunca quise estar fijo en un periódico, como mi viejo, y enseguida pude contratarle, no te digo más. Puse estudio, y retraté a todas las figuras del escalafón, buah, no veas, pues no era nadie, yo, en aquella época… Luego me asocié con un primo mío y empezamos a hacer películas. Aquello empezó a parecer una empresa, pero grande, ya te digo, yo entraba a las Ventas cada tarde con seis o siete empleados, el operador, un par de chavales que le ayudaban, mis propios ayudantes, mi viejo, que iba con otra cámara, total… Lo del cine acabó de arreglarme el cuerpo, porque te hablo del principio de los setenta…, o por ahí, yo debía tener poco más de 20 años, y todavía no habían quitado el No-Do, así que les colocábamos la mayoría de las películas que hacíamos, como cambiaban todas las semanas, pues, buah, no veas, durante la temporada nos lo llevábamos manso, pero manso, ya te digo, sacábamos guita de sobra para pasar el invierno, no te digo más… Fíjate que durante un par de años, el 74 y el 75, creo, porque Franco se murió por entonces, hasta fuimos a América, Méjico, Colombia, Venezuela, y no compensaba, así de claro, yo se lo dije a mi viejo, oyes, para lo que nos llevamos de aquí, mejor nos quedamos en casa. Luego se acabó el chollo del No-Do, pero yo seguí estando en grande, porque le vendía muchas películas a la televisión y empecé a tener muchos clientes entre los aficionados, esos tíos forrados de pasta que van con sus señoras a la barrera, siguiendo a un torero de plaza en plaza… Les cogí el tranquillo enseguida, ¿sabes?, y siempre, antes de que empezara la faena, les filmaba un momento, ellos gordos y con un puro en la mano, ellas cargadas de joyas y con un clavel en la solapa, y cuando salían las mulillas, un poco más de lo mismo y, buah, no veas, es que se volvían locos, me compraban lo que les quisiera vender. Y mientras tanto seguía con las fotos, claro, que era lo mío, así que, ya te digo, me iba de puta madre… Pregúntale a Ana y verás.

Mientras me interpelaba de esta manera, yo todavía estaba haciendo números para mis adentros. Cuando nos conocimos, en una de las reuniones preparatorias del Atlas, yo debía de tener treinta y siete años recién cumplidos y, sin pensármelo mucho, le situé más cerca de los sesenta que de los cincuenta, y allí se había quedado hasta apenas un par de minutos antes. La insinuación de su verdadera edad, que le hacía sólo cinco o seis años mayor que yo, me había dejado atónita, porque ni siquiera el alcohol podía ser el único responsable de semejante desgaste, la cabeza monda, atravesada al azar por unas pocas hebras de un blanco purísimo, el cuello descolgado, la piel cayendo hacia abajo en temblorosos pliegues asimétricos, las manos salpicadas de flores de cementerio, esas manchas oscuras que anuncian el final, y canas en el pecho, que la camisa, abierta un botón por debajo del límite que marca la elegancia, la corbata floja, me permitía entrever furtivamente. Me preguntaba qué otras catástrofes estarían asociadas a la perenne copa de coñac que habitaba en el hueco de su mano derecha, cuando la alusión a Ana me obligó a intervenir, excitando al mismo tiempo mi ya avarienta curiosidad en una dirección distinta.

–¿A-ana y tú os conocéis desde hace tanto tiempo?

–Bueno, poco más o menos… Yo la conocí cuando acababa de volverse a Madrid, justo después de dejar a su marido, sería el año 83, o el 84, ya te digo, porque mi chico era muy crío todavía… Me acuerdo porque una vez lo llevé al archivo y ella me dijo que tenía una hija de la misma edad. Entonces quedamos para ir con ellos al parque de atracciones, y buah, no veas cómo se lo pasaron, de puta madre para arriba, así que quedamos otras veces, siempre los fines de semana, con los niños, claro está, a ver si te vas a pensar cosas raras, oyes, y no, para nada, pero yo estaba solo y, ya te digo, no sabía qué hacer con el David los fines de semana, y Ana, que trabajaba como una burra, andaba medio peleada con la familia, porque su madre quería que dejara el archivo y se fuera a vivir con ella, o algo por el estilo, así que, buah, no veas, los sábados nos juntábamos y llevábamos a los chavales al cine, o a comer a la Dehesa de la Villa, o a merendar chocolate con churros a la Plaza Mayor, cosas de esas que entretienen a los críos… Ellos se cansaban mucho, porque estaban todo el tiempo a la greña, peleándose cada dos por tres, y luego se tiraban media hora llorando porque no querían separarse, ya te digo, y bueno, al llegar a casa no había más que acostarlos y a la mañana siguiente estaban como una malva, oyes… Claro que yo ya no era el de antes, ésa es la verdad, que yo ya iba para abajo, pero todavía tenía muchísimo material colocado en todos los archivos y vendía muchas fotos. Podía vivir de las rentas, no muy bien, pero sacaba para ir tirando… hasta que se fue todo al carajo. Primero el negocio, porque el mundo del toro cambia muy deprisa, y los toreros a los que yo había seguido se fueron retirando, y salieron otros muy jóvenes, que yo ya no conocía, y los retrataban otros chavales jóvenes también, total, una ruina… Luego acabé de irme al carajo yo solo, la verdad, que si hubiera seguido trabajando como entonces ahora estaría en grandeza máxima yo también, pero… Así es la vida, oyes. Cuando Ana me llamó para lo del Atlas, estaba canino, pero canino de verdad, buah, no veas, a punto de dejar el apartamento y meterme por la patilla en casa de mi hermana, ya te digo…

Bajando de nuevo la vista hacia sus zapatos, hizo una pausa que no supe interpretar. No quería ofenderle con cualquier fórmula de compasión convencional, pero tampoco encontraba una manera digna de acercarme a él, ningún hilo del que tirar para animarle a seguir hablando, ahora que ya comprendía la naturaleza del vínculo indestructible que obligaba a Ana a jugarse su puesto todos los días, ese intrincado misterio que seguramente nadie, en toda la editorial, había llegado a desentrañar antes que yo. Todavía buscaba ese cabo suelto que no terminaba de asomar por ninguna parte, cuando él dio por concluido el exhaustivo examen de su calzado y, mirándome, remató con una media verónica más que previsible.

–Pedimos otra copa, ¿no?

Asentí con la cabeza y le seguí, con más gestos que palabras, en una especie de conversación de entreacto -¡Qué bien está este sitio, ¿verdad?! Éste y el Palace serán siempre los mejores hoteles de Madrid, ya te digo, por mucho que inauguren otros de esos modernos, tan horteras…-, hasta que, de un solo trago, dejó su copa por la mitad, pero más vacía que llena. Luego se restregó la frente con la mano derecha y una sorprendente violencia, y siguió hablando en la dirección que más me interesaba, como si fuera capaz de leer en mi pensamiento.

–Pues, aquí donde me ves, la culpa de todo la tengo yo sólito por haberme casado con quien no debía, ya te digo… Y que las mujeres sois muy malas.

–A-algunas -protesté.

–Casi todas.

–Si tú lo dices…

–Desde luego que sí, no te digo lo que hay… Claro, que yo me llevé el premio gordo, oyes. La peor, la más perra. Y eso que nadie me engañó, todo lo contrario. Mira que me lo dijeron mis amigos, el Antonio me lo dijo un montón de veces, pero… ya te digo, se me metió en la mollera lo de casarme y me casé, y buah, no veas… Es que yo siempre he sido un romántico, aquí donde me ves, y un tontaina, un gilipollas, eso es lo que soy, y cuando la vi allí, en aquella carpa tan sucia, que olía a meados de caballo, y ella medio desnuda, con los tacones tan altos encima del serrín, y aquel frío que hacía, madre mía, que yo me estaba quedando helado, oyes, que no llegué a quitarme el abrigo mientras la veía bailar, y oía las voces que daba la gente, cuatro hijos de puta, porque casi todas las sillas estaban vacías, pero había un grupito que chillaba sin parar, guarra, tía buena, lo típico, ¿a qué hora sales?, ya te digo, pues me puse malo, pero malo, te lo juro, me entró… Buah, no sé lo que me entró, y me volví y les dije que se callaran, un respeto para la artista, chillé, y fíjate en qué tono lo diría que me hicieron caso, a mí, que no soy más que un tirillas, no veas, pero se callaron, y entonces fue casi peor, porque en el silencio aquel la música sonaba como si los altavoces estuvieran metidos dentro de una lata vieja, y la canción, que era como de estriptis, se volvió de repente tan triste que me di cuenta de que las lentejuelas de su vestido no relucían ya, de puro viejas, y de que tenía un roto en una malla, le brillaban los ojos como si estuviera a punto de llorar de rabia, y todo aquello me daba tanta pena… Es lo malo del toro, ya te digo, que cuando lo mamas desde pequeño acabas siendo torero de una manera o de otra, porque eso es lo que toca, así de claro, y ella era mal ganado, y yo lo sabía, pero lo último que me esperaba cuando aquella mañana salí de Madrid a cubrir la novillada de uno de los chavales que llevaba Antonio en aquella época, era encontrármela precisamente allí, oyes, en El Tiemblo, un pueblo perdido de la provincia de Ávila… o de Salamanca, vete a saber, que ya ni me acuerdo. Estaban en fiestas, claro, por eso había toros, y debí pasar por delante de aquellos carteles un montón de veces, porque todas las tapias estaban empapeladas con ellos, pero ni me fijé, eran como pasquines de papel muy fino, ya te digo, impresos en tinta azul, y al final los miré por puro aburrimiento mientras hacía tiempo para que abrieran las puertas de la plaza. Ella ni siquiera aparecía como la vedete principal, que estaba en el centro, sino justo debajo, como segunda vedete… Primero leí su nombre, Fanny Mendoza, y tuve que forzar la vista para reconocerla en aquella foto tan pequeña y tan mala. Actuaba todas las noches en una especie de teatro chino de tercera, medio circo y medio cabaré ambulante, buah, no veas, una ruina, y ni siquiera sé por qué se me ocurrió ir a verla… Bueno, sí que lo sé, lo sé de sobra, yo… Total, que uno acaba enamorándose siempre de quien menos le conviene.

–Porque ya la conocías… -sugerí, dispuesta a hurgar en la herida hasta el fondo por mucho que doliese, aunque siempre podré alegar en mi defensa que nadie habría presentido dolor en un rostro tan radiante, porque la expresión de su cara había cambiado como si de repente se hubiera hecho de día en su interior. El hombre hastiado y tembloroso que yo conocía recordaba aquel episodio con la ilusión de un niño que cuenta sus canicas una y otra vez, sin cansarse nunca de mirarlas, de acariciarlas, de sostenerlas sobre la palma de sus manos para apreciar su peso o de acercarlas a la luz para maravillarse de su transparencia. Aquélla había sido su gran historia, esa historia que marca una vida para siempre pero no siempre llega a marcar todas las vidas, una historia como la que yo no había vivido jamás, y que ahora envidiaba hasta el punto de necesitar vivirla por mi cuenta en las pausas que dejaban sus palabras.

–Claro que la conocía, ya te digo… O, mejor dicho, conocía a otra mujer, una tía imponente, guapísima, buenísima, uf, tendrías que haberla visto entonces, pues no era nadie, Fernanda, si ni siquiera parecía de verdad, si parecía un póster de esos del Playboy, buah, no veas… Fue querida del Antonio durante una buena temporada. La había sacado de un coro de revista y se colgó con ella… pero bien, oyes, yo nunca le había visto así. Entonces, cuando la empezó a pasear por Madrid, iba siempre como una reina, llevaba un traje distinto cada día, y unas joyas para caerse de espaldas, él le compraba todo lo que se le antojaba, perfumes, visones, ropa, y hasta un coche, nuevo y todo. Le comía en la mano, oyes, y podría haber seguido así, viviendo de puta madre, durante un montón de años, pero ella era mal ganado, ya te digo, no era buena, y siempre quería más, más, más, y de tanto ir el cántaro a la fuente… Un buen día, le fue al Antonio con el cuento de que estaba embarazada y quiso colgarle el mochuelo, y el otro… Buah, no veas, pues sí, bueno es Antoñito, encoñado y todo, y a su señora ni tocarla… ¿No ves que está rico? Le dio boleto en menos que se tarda en decir amén. Entonces se perdió de vista. Debió venderlo todo, poco a poco, hasta que no le quedó más remedio que volver a trabajar, y entonces, ya te digo, como tres años después…, más o menos, fue cuando me la encontré yo en aquel pueblo. A mí me gustaba mucho, muchísimo, y ella lo sabía, no lo iba a saber, total, que se pasaba las noches enteras coqueteando conmigo, de coña, claro, que si Forito por aquí, que si Forito por allí, que si hay que ver, Forito, cómo te las gastas, ese tipo de cosas… A Antonio no le importaba, porque sabía que yo no era competencia y además, Fernanda nunca llegó a tomarme en serio, pero yo estaba loco por ella, oyes, loco de verdad, porque sólo a un loco se le habría ocurrido hacer lo que yo hice. Aquella noche, en el teatro chino, vino a verme en cuanto terminó su actuación. Se sentó a mi lado y, buah, no veas cómo cambia el tiempo, si no parecía la misma con la cara lavada y aquella ropa, una faldita tableada de las que llevaban entonces las estudiantas y un minipul desgastado en las coderas, ya te digo, una ruina… Empezó a contarme cómo vivía, en una ruló cochambrosa, todo el tiempo viajando de pueblo en pueblo, aguantando al baboso del empresario, ganando lo justo para comer… Como esto siga así, dijo al final, me meto en una barra americana, eso dijo, y nunca sabré si lo hizo aposta, pero a mí me dio… Mira, no sé qué me dio. Mucha pena, y mucha rabia, y unas ganas muy grandes de matar a alguien. Haz la maleta, le dije, que te vienes conmigo a Madrid esta misma noche. Eso le dije, y no chistó, oyes, y luego, cuando ya estábamos en el coche, se me echó a llorar, Fernanda, y empezó a decirme que yo era su padre, que era el único hombre bueno que había conocido, que nunca me podría pagar lo que estaba haciendo por ella… Eso por lo menos fue verdad, que nunca me lo pagó, ya te digo…

Con unos reflejos que jamás habría imaginado en alguien tan absorto en su propia memoria, levantó la mano para detener a un camarero que pasaba a nuestro lado con una botella de coñac, y pidió que le rellenara la copa con un gesto del dedo pulgar. Luego me miró, sonriendo de una forma diferente a la que yo había visto hasta entonces.

–Tú me recuerdas a ella -disparó sin anunciarse.

–¿Yo-o? – estaba tan asombrada que me encasquillé en la o, una vocal que siempre pronuncio a la primera-. Si yo no soy una tía imponente…

–Ni falta que hace, pero eres muy rubia, igual que ella, y tienes los ojos claros, y la piel blanquísima, y se te hacen dos hoyitos en las mejillas cuando te ríes.

–Pero yo soy buena -sonreí.

–De momento… -soltó una carcajada y yo reí con él-. Es broma -aclaró enseguida-, no te enfades. Lo que pasa es que ella también fue buena al principio, o mejor dicho, se comportaba como si le gustara estar conmigo, y yo creía que éramos felices, ¿sabes?, yo por lo menos fui muy feliz entonces, ya te digo… Empezamos a vivir juntos por esta época del año, más o menos, y yo no se lo conté a nadie porque me conozco a mis clásicos, y a ver a quién coño le importaba lo que hiciéramos o lo que dejáramos de hacer, pero luego empezó la feria y… ruina. Ahí me perdió la vanidad, oyes, y lo reconozco, que si la hubiera dejado en casa, quién sabe, pero ella se había aficionado a ir a Las Ventas con el Antonio y, buah, no veas, cualquiera la decía de perderse una corrida, pues no era nadie, Fernanda, cuando se cabreaba… Y además, que estaba otra vez, uf, buenísima, pero buenísima, oyes, sólo le hizo falta dormir mucho y comer bien durante un par de semanas para ponerse como siempre, de bandera, ya te digo. Yo no me cansaba de mirarla, ésa es la verdad, que a veces me tiraba la noche en vela viéndola dormir, intentando convencerme de que aquella mujer era la mía, de que estaba en mi cama de verdad, y no me lo creía, ni yo me lo creía, así que te puedes figurar cómo me puse la primera vez que hicimos juntos el paseíllo, buah, no veas… Ya en el mentidero liamos una que para qué. Nos miraba todo quisqui, pero todo, oyes, y yo me fijaba en la cara de mis conocidos y adivinaba lo que estaban pensando, joder con el Forito, la tía que se ha llevado, ver para creer… Corté las dos orejas, ya te digo, hasta que el Antonio me amargó la tarde. Primero, porque estaba celoso, eso lo primero, por mucho que siga negándolo hasta ahora, que lo niega, y fíjate si ha llovido, pero la verdad es que estaba muerto de celos, si lo sabré yo, oyes, verde de envidia, estaba, y luego, que lo diría por mi bien, no digo yo que no, pero aquello me sentó como una patada en los cojones, así mismo me sentó… Ten cuidado, Foro, me dijo en un rincón, que ésa está muy toreada, que tiene menos formalidad que el coño de una cabra, que te lo digo yo, que la conozco… Yo no le contesté nada, no creas, yo, chitón, pero le cogí por las solapas y le solté dos hostias que si no llegan a separarnos, acabamos mal, pero mal… Años enteros estuvimos sin hablarnos, hasta que nació mi chico y vino a conocerlo al hospital, muy señor, eso sí, que lo primero que hizo fue pedirme perdón, y luego nunca se ha atrevido a decirme que él ya me lo advirtió, y yo eso se lo agradezco mucho, oyes… Alguna bronca más tuve en aquella feria, pero la verdad es que Fernanda no tenía la culpa, todavía no, porque ella llamaba mucho la atención, ya te digo, pero no podía remediarlo, y hay mucho cabrón suelto por ahí, mucho bocazas y mucho chulo de vía estrecha, y en el toro… buah, no veas, menudo ganado hay en el toro, pero la sangre nunca llegó al río. Luego, enseguida, empezó el calor. Madrid se fue quedando vacío, que es como más me gusta, y yo le dije que, si quería, nos podíamos ir a la playa unos días, y hasta un mes entero, lo que ella quisiera, porque a mí todo me daba igual con tal de que Fernanda estuviera contenta, oyes, que si me hubiera pedido que me tirara por una ventana, me habría tirado, te lo juro, y eso que nunca había disfrutado tanto estando vivo, pero habría hecho por ella lo que fuera, lo que fuera, hasta meterme un mes a pensión completa en un hotel de Benidorm, que es lo que más me da por culo en este mundo, ya te digo… Pero no, porque ella tenía gustos de señorita, y me dijo, mejor nos vamos en septiembre, que no hay nadie, y estamos en un hotel de lujo por el precio que ahora nos cuesta uno barato, y yo pensé para mí, gloria, y le dije que sí, que lo que ella quisiera, y pasamos julio y agosto en grande, pero en grande de verdad, buah, no veas, todo el día encerrados en casa, con las persianas echadas para que no entrara el calor, ganduleando en la cama hasta la hora de comer… Luego, a la caída de la tarde, ella hacía una tortilla de patatas y unos filetes empanados y nos íbamos a la Casa de Campo a cenar y, ya te digo, allí estábamos hasta las dos o las tres de la mañana, tan ricamente…

Justo entonces, en el peor momento, porque sus ojos habían empezado a arder con la súbita necesidad de consumirse que acelera la muerte de esos carbones que parecen ya apagados cuando un golpe de viento les devuelve de pronto al temblor rojo de la vida, tres individuos que respondían con una precisión casi sospechosa, tan ajustada al modelo como un disfraz, a la imagen que las turistas nórdicas deben de tener de los toreros de paisano -tupés negros engominados, relucientes, las patillas largas, las camisas abiertas, unas medallas de El Rocío de oro puro y cinco o seis centímetros de diámetro enredadas en el vello ensortijado y brillante que trepa hasta la clavícula, pantalones muy ajustados, botines oscuros, enormes gafas de sol y anillos en los dedos que sostienen un puro habano-, se acercaron a nuestra mesa para despedirse de mi confidente, que se levantó enseguida para intercambiar palmetazos en la espalda, bromas desgastadas por el exceso de uso e inmejorables deseos para el futuro de todos. Antes, por supuesto, me los presentó, utilizándome como excusa por haberlos dejado solos en el bar, y añadiendo al nombre propio de dos de ellos un mote que tal vez sirviera de nombre artístico. El tercero se llamaba Antonio, a secas. Mientras lamentaba que mi presencia no fuera a apabullarles en absoluto, sin advertir siquiera que ese sentimiento no era otra cosa que el principio de una rampa por la que me estaba deslizando, una vez más, en una historia que me pertenecía tan poco como la vida que usurpo a los protagonistas de las novelas que leo los fines de semana, como la vida que me invento para Alejandra Escobar antes de salir de casa, me pregunté si aquel hombre no sería el mismo que flotaba en el aire desde el principio de nuestra conversación.

–Ese Antonio, ¿no será…? – pregunté en voz baja apenas nos dieron la espalda, pero enseguida me di cuenta de que era demasiado joven para haber compartido la infancia de mi interlocutor.

–¿Ése? No, qué va… -Forito me había entendido, de todas formas, pero no quiso ser más explícito. Se entretuvo durante algunos segundos en impulsar su mechero con los dedos para hacerlo girar encima de la mesa y luego, después de un suspiro que parecía anunciar un cambio de tercio, se dio dos palmadas en las rodillas, y me miró-. Nosotros también nos vamos, ¿no?

–¿A-adónde? – pregunté, sin tratar de disimular mi inquietud.

–Pues… no sé -ahora, él parecía tan desconcertado como yo misma un segundo antes-. Nos vamos, ¿no?

Cuando ambos tuvimos claro que, en aquel extraño intercambio de preguntas, ninguno de los dos había pretendido proponerle al otro ningún final comprometedor, se abrió un silencio turbio y espeso como un charco de aceite, una inconcreta señal de que Forito estaba arrepentido de haber hablado demasiado. Sin embargo, yo, que había empezado a escucharle por pura cortesía, todavía no sabía lo suficiente para dejarle marchar sin más. Por eso, cuando él ya había levantado la mano para pedir la cuenta, me dije que aquella noche no me podría dormir sin conocer antes el final de la historia, y me atreví a preguntar a bocajarro.

–¿No me va-as a contar lo que pasó después?

–Es que… -y de nuevo su mirada buscó refugio en sus zapatos- no sé, no entiendo por qué me ha dado por contarte mi vida de repente. Me da hasta un poco de vergüenza, tengo la sensación de estar haciendo el ridículo… Es lo que me pasa, ya te digo, que me tomo un par de copas y se me suelta la lengua, no puedo evitarlo, oyes… Y que no sé hablar de otra cosa, hay que joderse. Pero a ti no te importa un carajo todo esto, debes estar harta de mí…

–Llevas tres copas -precisé-, y no estoy harta de ti, todo lo contrario… Mira, Foro, a mí no me pasa nunca nada, ¿sabes? Yo podría conta-arte mi vida en tres minutos. Todos los días me levanto, me voy a trabajar, vuelvo a casa, me hago la cena y me meto en la cama, poco más o menos… Por eso me encanta escuchar las historias de los demás, te lo digo en serio…

–Pero ésta… yo qué sé. Si es una historia corriente.

–No tanto -le miré-. A mí nunca me ha pasa-ado nada por el estilo.

–Mejor para ti.

–N-no. Peor, mucho peor para mí.

–¿Sí…? – me dirigió una mirada esquinada, asombrosamente sagaz, y muy sabia-. Espera a saber el final.

–Eso es lo que llevo intentando desde hace un rato -sonreí-, sa-aber el final…

Entonces se echó a reír, cabeceando, como si acabara de admitir para sus adentros que no podía conmigo.

–Pues tendremos que pedir otra copa, ¿no?

–Claro.

–¿Dónde estábamos?

–Cena-ando filetes empanados en la Casa de Campo… Que es una cosa que, dicho sea de paso, no entiendo muy bien, porque si tu mujer tenía gustos de señorita, no le pega mucho lo de lleva-arse la comida a un merendero…

–Ya, pero es que, aunque le tuviera tanta afición al lujo, aunque se pirrara por vivir muy bien, ella se había criado en Mesón de Paredes, ya te digo, y no podía remediar que le gustaran también otras cosas, las que había mamado desde pequeña… Era muy castiza, Fernanda, muy recia, le gustaban hasta los bocatas de gallinejas, que a mí me dan un asco que…, buah, no veas, y eso que he nacido en Carabanchel. Total, que muchas noches nos íbamos derechos a Lavapiés, y yo me tomaba un agua de cebada, que eso sí que me gusta, mientras ella se ponía ciega de guarrerías de ésas… La volvía loca toda la comida que se vende por la calle, pero en aquella época, ella todavía se preocupaba por mí, le gustaba que yo estuviera a gusto, y por eso, las más de las veces, yo me salía con la mía, una tortillita, unos filetitos, y gloria bendita… Hasta que, de repente, cuando mejor estábamos, empezó a hacer frío por las noches, ya te digo, y se nos echó encima septiembre sin avisar. Entonces le pedí que se casara conmigo, porque algo tenía que hacer, para que durara más aquel verano…

–Y ella te dijo que sí.

–Pues, no, no creas que fue tan fácil. Lo primero que me preguntó fue si me había vuelto loco, ya te digo, y luego, buah, no veas… ¿Es que no me conoces?, me soltó, ¿es que todavía no sabes quién soy yo? Eso me dijo, pero yo le contesté que la quería, y que todo me daba igual, lo que pensaran los demás, lo que fuera a decir la gente, todo eso me la sudaba, así de claro, oyes, y ella se quedó pensando y no quise insistir más… Yo, a ver si me entiendes, yo sabía que no estaba enamorada de mí, pero con eso y más, yo la adoraba, estaba tan enamorado que habría hecho cualquier cosa por vivir con ella hasta los restos, incluso a sabiendas de que ella seguía conmigo porque no había encontrado a otro mejor que la aguantara, hasta con eso habría tragado, así que, ya te digo… ¿Qué podía hacer yo? Pues intentar que se casara conmigo, que me fuera cogiendo cada vez más cariño, que tuviéramos un crío o dos, total, el cuento de la lechera… Estuvo pensándoselo cerca de un mes. Luego, a principios de octubre, me dijo que sí en Torremolinos, en un hotel de cinco estrellas donde pasamos quince días que me costaron un huevo y parte del otro, pero hasta eso se me olvidó, oyes, cuando me dijo que sí, que nos casábamos, porque me puse como loco, buah, no veas… Nos casamos al año siguiente, en abril, porque ella quería llevar un traje de novia de los más aparatosos, con mucho escote y una cola de diez metros, ya te digo, y tuvimos que esperar a que volviera el buen tiempo, pero aquel invierno pasó rápido, con los preparativos. Vendí el piso que acababa de comprarme en una bocacalle de la Avenida de los Toreros y compré otro, mucho más caro, en la Fuente del Berro, porque Fernanda no quería vivir al lado de Las Ventas, y luego hubo que amueblarlo, y poner la cocina nueva, y elegir el restaurante para el banquete, y hacerse los trajes de la boda, y buah, no veas… Firmé más letras que un tonto, pero tan a gusto, oyes, lo que es la vida. Y nos casamos, ya te digo, a lo grande, y todo se fue a la mierda antes de que mi mujer hubiera aprendido a usar los electrodomésticos…

Me miró, como pidiéndome una opinión sobre lo que acababa de oír, y me atreví a ir un poco más allá.

–¿Tú crees que lo hizo aposta?

–¿El qué?

–Pues… eso -de repente, tuve miedo de estar pasándome de lista, pero no encontré la marcha atrás-. Ca-asarse contigo primero, quiero decir, y mandarlo todo a la mierda después…

–No sé, chica, yo también lo he pensado muchas veces, pero es demasiado fuerte, ¿no?, demasiado horrible… Yo creo que lo que pasó es que, de repente, se creyó que por estar casada conmigo tenía derecho a todo, ya te digo, que todo era suyo y que la única que mandaba allí era ella, y… ruina, claro, ruina total, porque cada día quería más de todo, más ropa, más dinero, más joyas, más cosas, más, más y más, igual que con el Antonio. Se le antojaba todo lo que veía en la televisión, cualquier cosa que apareciera en un anuncio, pero todo, oyes, y buah, no veas… Y eso que yo entonces vivía bien, pero bien, y hasta me podía permitir algunos lujos, pero todo lo que ella quería, pues no, claro. Y un buen día tuvimos una bronca, y dos días después, otra, y así siempre, que si yo era un tacaño, que si yo era un desgraciado, que si era poco hombre para ella, ya te digo, te lo puedes figurar… Luego me salió con que no la volviera a llamar Fernanda, porque ella se llamaba Fanny, y eso sabiendo de sobra que ese nombre es el que más me da por culo del mundo, y empezó a quedar con sus amigas a todas horas, bueno, a mí me decía que quedaba con sus amigas, quiero decir, hasta que una noche volvió a casa con una cadena de oro que yo no conocía, que me dijo que se la había comprado ella con su dinero, o sea, con el mío que yo la daba, y no me lo creí, y tuvimos una pero gorda… Entonces me fui de casa, me emborraché, y cuando ya no me cabía ni una gota más, me quedé sobado en un banco de la calle Goya, buah, no veas, fue el principio del fin… Me encontró un coche de la madera y me llevó a casa a las seis de la mañana, ya te digo. Fernanda, que estaba muy asustada, me pidió perdón y me prometió que todo iba a volver a ser como antes, y durante una temporada, por lo menos, guardó las apariencias, pero no era buena, ésa es la verdad, y que además no pensaba, y no tuvimos ni seis meses de tranquilidad, y volvieron las broncas. Ella me decía que yo era un celoso, que si me creía que la había comprado, que no tenía derecho a meterme en su vida, y que a ver si no iba ella a poder entrar y salir a su antojo, con treinta años que iba a cumplir. Y no tenía razón, no la tenía, pero yo lo veía todo tan mal, tan a punto de irse a la mierda para siempre, y tenía tantas ganas de que saliera bien, que al final hasta me convenció, oyes, y llegué a sentirme culpable, que… buah, no veas, es que es el colmo, si seré gilipollas, yo, pues llegué a creerme lo que me decía, fíjate si estaría loco por ella. Pero todo fue a peor, ya te digo, y llegó un momento en que no habría engañado ni a un niño de teta. Y lo que más rabia me da, lo que me pone malo todavía, es que no fuera por amor. Porque si se hubiera enamorado de otro, pues bueno, qué le íbamos a hacer, oyes, pero putear así, a lo tonto…, uf. Entonces empecé a beber, pero bien, porque mi vida era una mierda, y no quería dejarla, todavía no, ésa es la verdad, que no podía dejarla, cómo iba a marcharme de casa si la adoraba, si no podía vivir sin ella… En éstas, viene y me dice que se ha quedado preñada, igual que hizo con el Antonio, pero esta vez de verdad. Y ahí sí que me mató, te lo juro, porque no sabía qué hacer, no lo sabía… Por un lado, por mucho que jurara, ni siquiera estaba seguro de que el crío fuera mío, pero por otro… No sé, llevábamos dos años casados, no era tanto tiempo, y yo pensé, a lo mejor, con el niño…, pues no sé, oyes, sienta la cabeza y deja de hacer tonterías, así que… ya te digo. Me tiré todo el embarazo rezando para que se pusiera como una foca, pero no, estaba cada día más guapa, la hija de puta, aunque no le quedaba más remedio que quedarse en casa, claro, y parecía que el niño le hacía ilusión, y a mí también me la hacía, mucha, la verdad, así que pasamos una buena racha. Cuando nació el David, me dije que una criatura tan pequeña, tan débil y tan importante al mismo tiempo, a la fuerza iba a cambiar las cosas, pero no… Qué va. Se negó a darle de mamar para no estropearse las tetas, y no tendría mi hijo ni tres meses cuando empezó a dejarle conmigo para irse por ahí. Y a mí no me importaba, ya te digo, porque me encantaba estar con el crío, que además salió bueno, pero bueno, oyes, que ni una mala noche me dio, el pobrecito, y se tomaba los biberones en diez minutos, que así se puso, hecho una fiera, que daba gusto enseñarlo por la calle… Eso es lo que más rabia me da, que cuando me dejó se llevara al niño, y que el hijo de puta del juez no me escuchara, que cuando salió la sentencia me entró…, buah, no veas, no sé lo que me entró, pero es que le hubiera matado, y a ella, porque no la he vuelto a tener delante a solas, que si no, la mato también, ya te digo…

–A-así que fuiste a juicio… -resumí, más para mí misma que para él, porque lo que acababa de escuchar me parecía sencillamente asombroso, aunque hacía ya rato que habría jurado que mi capacidad de asombro se había disuelto por saturación.

–Claro que sí, no te digo… Pa chasco. Tú nunca has tenido hijos, ¿no? – negué con la cabeza-. A lo mejor por eso no lo entiendes, pero sí, claro que fui a juicio, a varios juicios, porque recurrí la sentencia hasta quedarme sin un puto duro, y para nada, oyes, que no hubo manera… Yo quería que mi hijo viviera conmigo. Estaba dispuesto a meter en casa a mi madre, a contratar a una muchacha interna para que lo cuidara, lo que fuera, pero conmigo. Alegué que ella había abandonado el hogar conyugal, que se había llevado al niño sin avisar, que la vida que hacía no le permitía cuidarlo, buah, no veas, hasta me metí en un grupo de alcohólicos anónimos y estuve año y medio sin probar una gota, porque ella alegó que yo bebía, ya te digo… Pero no, el niño con la madre y yo, dos fines de semana alternos y dos tardes entre semana, lo típico… Así hemos estado hasta ahora, porque no le perdono ni un minuto del tiempo que me toca, pero ni un minuto, oyes, y aunque me muera de ganas de tomarme una copa, cuando estoy con él, sólo bebo vino con la comida, y nada más, te lo juro, es que ni olerlo… No quiero que me vea borracho nunca, nunca. Es lo único que tengo, pero es bastante, y además, me adora, ésa es la verdad, que me quiere un montón, el David, y yo a él… Fíjate que estoy ahorrando, con lo que me cuesta ahorrar a mí y con la mierda que gano ahora, para que se haga alguien… importante, no sé, ingeniero o arquitecto, o algo así, y él, en cambio, dice que quiere ser fotógrafo, como su padre, buah, no veas… Se me hace un nudo en la garganta cada vez que lo oigo. El año pasado se vino a mi casa el diez de mayo y estuvo conmigo toda la feria porque le dio la gana, ya te digo, y su madre no pudo hacer nada para impedirlo, porque él le dijo, si denuncias a papá, voy yo a hablar con el juez y se lo explico, eso le dijo, mi chico, con catorce años y un par de cojones, oyes, y ella se achantó, y no pasó nada. Todas las tardes, nos íbamos a los toros por la patilla, porque yo tengo muchos amigos en Las Ventas, y me dejan pasar gratis, y estaba todo el rato preguntándome, qué va a pasar ahora, por qué hacen esto o lo otro, se ponía de un pesado… Yo se lo explicaba todo, y él me decía, es que tengo que aprender, papá, para cuando venga a trabajar aquí, dentro de unos años… Por eso he venido hoy, para enterarme de los carteles porque, dentro de nada, lo tengo en casa otra vez, ya hemos hablado de eso y él, dale que te pego, que quiere ser fotógrafo, igual que yo… No se le quita de la cabeza, ya te digo, y entonces pienso que, a lo mejor, todo lo que he pasado ha estado bien empleado, que al final he tenido suerte y todo… Y ya sé lo que estás pensando, lo sé, aunque me digas que no, porque es lo que piensa todo el mundo, yo mismo lo pensaría, si alguien me contara una ruina como ésta, pero el niño es mío, oyes, mío, pero mío, estoy seguro, y no porque su madre me lo haya jurado, que esa tía ni tiene palabra, ni seso, ni nada dentro, sino porque yo soy su padre, he sido su padre desde que nació y seré su padre hasta que me muera, y punto. Y encima, es clavado a mí, fíjate…

Se sacó del bolsillo una cartera que parecía de cartón, tan desgastada estaba la piel que el uso había mordido las esquinas hasta hacerlas desaparecer, convirtiendo el rectángulo original en un objeto oblongo, delicado de puro precario, y extrajo con mucho cuidado una foto embutida en una funda de plástico que me tendió con la punta de los dedos. La miré, y no pude contener una sonrisa. Lo que tenía delante era todo un premio para la minuciosa labor de reconstrucción en la que mis ojos se habían empeñado con un tesón creciente, casi amoroso, a lo largo de toda la noche. Por eso, porque aquella imagen tenía algo de triunfo, me felicité íntimamente mientras contemplaba una fotocopia del rostro que una vez había poseído el hombre que ahora me miraba en vilo, aguardando con impaciencia un veredicto. Allí estaban sus ojos verdes, de mirada limpia, incontaminada de cualquier veneno, la nariz romana, recta y severa, y el ángulo de una barbilla nítida, equidistante entre dos pómulos salientes y afilados.

–Desde luego, es hijo tuyo -sentencié, al devolvérsela.

–Claro que sí -exclamó con disimulada euforia, mientras la guardaba de nuevo-, si lo dice hasta el Antonio, y eso que no puede ver a la madre… Cuando era pequeño, que no se notaba tanto, pensé que, si no era mío, por lo menos podía agradecerle al destino que se me pareciera, pero desde que pegó el estirón… buah, no veas, si no hay duda, oyes, si es que es escupido, pero escupido a mí, ya lo ves… Y además, que igual que te digo que con lo de la boda no sé qué pensar, con lo del crío siempre lo he tenido claro, que Fernanda se quedó embarazada aposta para poder largarse de casa y seguir viviendo de mí, ya te digo…

–Pues la historia no termina ta-an mal… -resumí, mientras advertía que nos habíamos quedado solos en un bar de mesas vacías. Hasta los músicos -dos violines y un violoncelo- que llevaban un rato recogiendo sus bártulos, se habían marchado ya. Forito pidió la cuenta a un camarero que esperaba pacientemente, apoyado en una columna, a que nos diéramos cuenta de que eran casi las dos de la mañana, y ya no fui capaz de tender ninguna trampa eficaz para detenerle.

Le dejé pagar, porque sabía que cualquier otra solución le ofendería, y recorrimos en silencio los pocos metros que nos separaban de la calle, mientras una tremenda sensación de vacío, como un hueco húmedo y frío que avanzara sin pausa desde el centro de mi cuerpo para conquistar hasta el más insignificante residuo de calor, me anulaba un poco más a cada paso. Conocía muy bien ese fenómeno, la garra de la desolación que me esperaba, agazapada entre los magníficos muebles de la cocina de mi casa, cada domingo por la noche, cuando el reloj me obligaba a abandonar la novela que estaba leyendo para imponerme la obligación de hacer una cena mínima, la tortilla francesa que engulliría a solas, sin ganas, a veces hasta de pie, antes de acostarme por pura disciplina para afrontar una semana idéntica a la anterior, idéntica a la inmediatamente sucesiva, ese tiempo entre paréntesis que es mi vida.

Entonces, por mirar a alguna parte, miré mis propios zapatos forrados de tela roja, los elegantes zapatos de Alejandra Escobar, y comprendí de repente que aquella noche sí me pertenecería para siempre, que aquella noche había sido mi noche, aunque no hubiera tartamudeado apenas, aunque hubiera bebido más de la cuenta, aunque apenas hubiera hecho otra cosa que escuchar, y la conciencia de mi propia identidad cambió el signo de ese fantasmagórico parásito interior, que mutó en un instante desde la negra naturaleza de la desolación hasta un dolor mucho más confortable, que nacía del simple presentimiento de la ausencia. El final de aquella noche, de aquella historia, me producía una tristeza inmensa, casi insoportable.

Fuera hacía mucho frío. Forito, que no era un personaje de novela, supuso en voz alta que querría coger un taxi. Yo, a cambio, le aplasté contra la fachada lateral del hotel Ritz, y le besé.