Fran

Aquella mañana, al cambiar de bolso, se me había olvidado coger el monedero, y por eso, al salir del trabajo tuve que pasar un momento por mi casa. Iba con mucha prisa, el tiempo justo para llegar a la consulta de la psicoanalista unos cinco minutos después de la hora a la que me había citado pero, al pasar por la puerta del salón, mis ojos me empujaron hacia un espectáculo tan poderoso como la tentación de cualquier placer irreparable.

Los árboles de la Casa de Campo se abrochaban ya el último botón de su traje más hermoso. Las pocas hojas verdes que aún sobrevivían en las ramas más jóvenes se agitaban de desesperación, incapaces de competir con la fragilísima, aterciopelada belleza de sus mayores, destellos rojos, amarillos, anaranjados, violáceos, que brillaban con el esplendor de las estrellas que están a punto de extinguirse bajo la melancólica delicadeza del sol del atardecer en octubre. Madrid, a mis pies, sucumbía al hechizo del otoño, recuperando un color antiguo, de infancia detenida. Las tejas se bañaban en el último resplandor del día como si el horizonte fuera un rodillo que las cubriese sin pausa de purpurina, oro falso, precioso, que proyectaba una sombra imposible sobre las calles limpias, regadas de luz, tan definidas, tan nítidas como si formaran parte de un gigantesco decorado teatral. El mundo parecía un lugar pequeño, un juguete improvisado y desechable frente a la grandiosa voluntad del cielo, y las personas, a lo lejos, se movían como minúsculas hormigas atareadas que no saben que viven dentro de una caja de cristal mientras ejecutan sin pensar la rutina a la que les obliga su estricta condición de seres vivos. Pocas veces aquel paisaje tan familiar me había impuesto una belleza tan abrumadora y creo que nunca hasta entonces me había sobrecogido tanto al contemplarlo. Entonces se abrió la puerta de la calle.

–¿Fran? – la voz de Martín, que interrogaba incrédulamente al aire desde el vestíbulo, me sobresaltó como el eco de un disparo.

–Estoy en el salón -contesté, aunque hubiera preferido marcharme de puntillas, sin hacer ruido, sin que él se diera cuenta, porque era jueves, y los jueves, día de análisis, se habían convertido en un pequeño tormento semanal, una séptima parte de mi vida a la que habría renunciado de buen grado a cambio de que él no me preguntara, al volver a casa, en ese tono grosero y cortés al mismo tiempo que había empezado a cultivar expresamente para esas ocasiones, qué había pasado, de qué habíamos hablado, qué conclusiones había sacado de la última sesión.

–¿Qué haces aquí, con el abrigo puesto? – me preguntó cuando llegó a mi lado, después de besarme casi en el cuello, y me di cuenta de que mi inesperada presencia le alegraba más de lo que le sorprendía.

–Mira -le dije solamente, señalando la ventana, pero él no se dejó impresionar tan fácilmente.

–Sí, es precioso -dijo mientras tiraba la cartera en una silla, y se quitaba la corbata para arrojarla encima-. Quítate el abrigo y siéntate. Te voy a poner una copa.

–No puedo -dije casi con miedo, lamentando no haber deshecho el malentendido desde el principio-. Tengo que irme ahora mismo, voy a llegar tarde…

–Llama -se volvió cuando ya estaba a punto de traspasar la puerta que conducía al pasillo-. Llama por teléfono y di que no vas. Por un día no pasa nada, supongo. Di que tienes a alguien ingresado en un hospital, o que tienes una reunión importantísima y no vas a acabar a tiempo, o que te has pegado una hostia con el coche, yo qué sé… Tampoco es una religión, ¿no?

–No, pero es que no entiendo…

–Llama.

–¿Por qué?

–Porque sí -su tono se había endurecido tanto que hasta él se dio cuenta, y rectificó inmediatamente-. Porque te lo pido yo. Te lo pido por favor. Sólo esta vez, ¿vale?

–Bueno… -admití, quitándome el abrigo mientras sentía, casi a mi pesar, un alivio inmenso sólo de pensar que no tenía que moverme de casa aquella tarde.

–¿Qué quieres tomar?

–Pues no sé, es que no me apetece nada…

–Te va a apetecer -y me sonrió cuando menos lo esperaba-. ¿Qué quieres tomar?

–Me da igual… Lo que tú me pongas.

Anular la cita fue tan fácil como hablar por teléfono dos minutos con una recepcionista educadísima que ni siquiera me pidió detalles acerca de los motivos que me retendrían en la editorial hasta la noche. Luego me senté en un sillón, aprecié mucho más de lo que habría creído el primer sorbo del gin-tonic que mi marido había dejado encima de la mesa -he pensado que nos conviene empezar con algo ligerito, dijo solamente para justificar su elección-, y acabé sonriendo yo también, como un niño que está a punto de implicarse por su propia voluntad en una travesura muy gorda. Por eso me costó tanto trabajo reaccionar, tan helada me quedé cuando él empezó a hablar de aquella manera.

–Me llamo Martín -dijo, medio tumbado en el sofá, el brazo derecho doblado y apoyado en el respaldo, dirigiéndose a mí como si no me conociera de nada-. No es un nombre familiar. Mi padre, militar de carrera por vocación, escogió los nombres castellanos que le parecieron más recios, más viriles, más marciales, para sus hijos, con la excepción de mi hermano mayor, Pedro, que se llama igual que él. Antes de que yo naciera, su segundo hijo se llamó Nuño, y el cuarto, que es sólo un año mayor que yo, Guzmán. Mi hermano pequeño, el séptimo, se llama Rodrigo. Las niñas, que son sólo dos, escaparon a esta regla y llevan nombres de vírgenes, Rocío la tercera y Amparo la sexta, porque la familia de mi madre era de Valencia, aunque su apellido sea italiano…

–Ya está bien, Martín -conseguí decir por fin-. Ya vale.

–Pero, ¿por qué? Si no he hecho más que empezar.

–Sé de sobra cómo se llaman tu padre, tu madre, y todos tus hermanos y hermanas.

–Bueno, pero si quiero contarte mi vida, tengo que empezar por el principio.

–No hace falta que me cuentes tu vida -protesté, con un acento furioso y amargo al mismo tiempo, que traducía fielmente cómo me sentía-. Me la sé de memoria.

–¡Pues no! – él chilló por fin, inclinándose hacia delante, extendiendo las manos hacia mí como si por un momento estuviera decidido a estrangularme- ¡Da la casualidad de que no te la sabes de memoria…! ¡A lo mejor no tienes ni puta idea!

Aquella explosión logró asustarme de verdad. Me encogí en el sillón sin darme cuenta y no encontré argumento alguno que oponer a sus gritos. Él se recompuso lentamente. Recuperó con trabajo la convencional postura de conversador despreocupado del principio, y me pidió perdón.

–Lo siento mucho -me dijo-. De verdad. Puedes irte si quieres, pero me gustaría seguir hablando.

–Bueno, pues vamos a hablar, pero sin numeritos, por favor… Esto parece una película de esas de crisis conyugales de las que nos reíamos tanto antes.

–Eso es, antes.

–Porque ahora ya no hacen películas así -me defendí.

–No. Porque ahora ya no nos reímos. Y tampoco hablamos. Sin el numerito nunca habríamos empezado.

–¿No?

–No. Y lo sabes de sobra. ¿Quieres otra copa?

Le enseñé mi vaso, lleno aún hasta la mitad, y él rellenó el suyo con mucha parsimonia.

–Si lo prefieres, puedo empezar por el final -dijo luego, y me miró a los ojos, que yo le negué enseguida, valorando a ciegas aquella oferta tan apacible en apariencia que parecía entrañar sin embargo alguna misteriosa clase de amenaza, y me hubiera gustado tener valor para aceptarla, aunque sólo fuera por acabar antes, por liquidar aquella escena que seguía sin gustarme nada, pero mi cabeza dijo que no, y cuando abrí los ojos de nuevo tuve la impresión de que él me agradecía la negativa-. Bueno, pues estudié en los Escolapios, como sabes, saqué buenas notas, fui más o menos un buen hijo, más o menos un buen hermano, me enamoré platónicamente de Claudia Cardinale, como la mitad del mundo, empecé a hacerme pajas a los doce años y a los quince estrené un abrigo loden de color verde que acabó de convertirme en el pijo perfecto, de los pies, donde solía llevar unos mocasines de piel color vino, como decíamos entonces, a la cabeza, que me peinaba con medio tubo de brillantina, pese a lo cual, como también sabes, soy milagrosamente el único de mis hermanos que no se está quedando calvo. A lo mejor, la política, aparte de cambiarme la vida, me salvó la cabellera, porque a mitad de COU abandoné todos los fastos de este mundo, loden incluido, por amor a Cristo.

–Y al padre Ercilla -apunté, dando mi primera copa por concluida para empezar inmediatamente con la segunda, que me proporcionó un precario estado de bienestar que crecería al mismo ritmo que mi capacidad para divertirme con el primer episodio de aquel monólogo de incomprensibles propósitos.

–No -sonrió-, al padre Ercilla no le amé nunca. Le admiraba, solamente, pero le admiraba muchísimo, eso sí. Era mi profesor de Religión, y daba unas clases sorprendentes, fascinantes, recitando a Brecht de vez en cuando y hablando siempre de la injusticia, de la pobreza, de la desigualdad, y hasta de las iniquidades del capitalismo. Se convirtieron en mis clases favoritas. Me tiraba horas enteras pensando en lo que nos contaba y preparando mentalmente mis intervenciones, que llegaron a ser tan numerosas que mis amigos llegaron casi a cogerme manía. Entonces me enteré de que él se reunía con un grupo de alumnos con…, digamos inquietudes, fuera del horario de clase, algo así como la Legión de María pero en versión social… -mis labios, que se habían ido curvando solos hasta dibujar una sonrisa, dejaron escapar una breve risita-, no te rías, era todo muy serio. Había reuniones teóricas y expediciones de carácter práctico, que al principio casi me gustaban menos que las otras, porque me sentía muy perdido en aquellos barrios remotos, donde la gente vivía tan mal, era todo tan pobre que acababa deprimiéndome, las mujeres de la edad de mi madre parecían mis abuelas, siempre vestidas de negro, con aquellos pañuelos atados en la barbilla, y sus maridos me daban la impresión de no haber dejado nunca de trabajar en el campo, por más que supiera que eso era imposible, porque tenían la piel muy oscura, y arrugada, y las uñas sucias, y llevaban boina… Tú nunca viste gente así, por muy comunista que fuera tu padre.

–No -admití-, eso es verdad.

–Claro que, a cambio, también eres mucho más religiosa que yo, así que no necesitabas ver para creer, pero yo sí, yo tuve que ver muchos niños descalzos en invierno, y muchas chabolas sin agua y sin luz eléctrica, y muchos hombres que vivían escondiéndose de la policía, antes de acabar de creerme lo que estaba viendo. Luego todo empezó a resultarme más fácil. Les llevábamos lo que podíamos, dinero, ropa usada, hasta comida, y el padre Ercilla hablaba con ellos, se enteraba de lo que necesitaba cada familia, intentaba organizados, resolver los problemas que surgían. Era un tío cojonudo, en serio, eso lo sigo pensando todavía, pero era cura, y por supuesto también decía misa en un altar improvisado en una casa, o en plena calle cuando hacia buen tiempo, porque aquella gente no estaba ni siquiera asignada a una parroquia, así que muchas familias no nos recibían bien, y otras ni siquiera nos abrían la puerta. Uno de nuestros enemigos más feroces era un hombre de la edad de mi padre, más o menos, que se había quedado sin trabajo porque siempre estaba borracho, o estaba siempre borracho porque se había quedado sin trabajo, vete a saber, nunca logré averiguar cuál era la causa y cuál el efecto. Se llamaba Fausto y cuando nos veía, nos insultaba y hasta nos tiraba piedras. Tenía una hija un poco mayor que yo, una chica muy guapa, muy muy guapa, que se llamaba Lucía, un nombre rarísimo en aquel barrio donde todas las niñas se llamaban Socorro, Antonia, o Juanita, cosas así, que entonces me parecían como de pueblo. Pero no me fijé en ella por su nombre, la verdad, sino porque estaba buenísima, pero buenísima, en serio, y además parecía una mujer mayor, tenía diecinueve años pero siempre iba muy arreglada, muy pintada, con las uñas rojas, y el pelo largo, y medias negras, con tacones, unos zapatos muy gastados, muy feos, pero muy limpios. Era imposible no fijarse en ella, porque tenía unas piernas de puta madre, unas tetas enormes y un culo acojonante, era todo cuerpo, y unos ojos negros, inmensos, que brillaban mucho, siempre… -entonces se detuvo para mirarme-. Esto no te lo sabes.

–No, porque nunca me lo has contado.

–No podía -y antes de que pudiera preguntarle por qué, él mismo me lo explicó-. Me porté con ella como un cabrón. No me interesaba que lo supieras.

Aproveché esta pausa para mirarle, para intentar imaginar su fragilidad, su desconcierto, aquel voluntarioso afán de ser otro, alguien mejor, distinto, que había funcionado como motor de una metamorfosis que yo conocía tan bien, tan minuciosamente la había escuchado mil veces de sus mismos labios, como para dudar ahora de la eficacia de mis propios oídos, y tuve ganas de echarme a reír, de interrumpirle con cualquier frase hecha, venga ya, no te tires el rollo, pero sentí una curiosidad instantánea por la historia que podía haber llegado a inspirar aquella extravagante confesión, tan abrupta, tan brutal, tan increíble, y además, no conseguí descifrar del todo la expresión del rostro de mi marido. Porque Martín me miraba también desde su cara angulosa, levemente irregular, el pelo uniformemente oscuro todavía, las cejas muy anchas, sus raros ojos pardos de color animal, ojos de gran felino, instalados en un lugar extraño, a medio camino entre la nostalgia y la ironía, entre la obligación y el placer de recordar, una inaudita secuencia de luces que no cambió ni un ápice cuando por fin se decidió a seguir hablando.

–Todas las chicas de aquel barrio zumbaban a nuestro alrededor como un enjambre de abejas furiosas, persiguiéndonos como si estuvieran convencidas de que éramos su salvación. Eso era exactamente lo que debíamos parecerles, un montón de niños ricos, bien vestidos, con dinero y mucha mala conciencia, la universidad por delante, y por detrás, una familia capaz de financiar cualquier sueño de unas niñas que se habían criado sin nada, o mejor dicho, con el deseo desesperado de una diadema para el pelo, unos pendientes con perlas, un traje de Primera Comunión y cosas por el estilo, las más tontas de las que les sobraban a mis hermanas. Suena a panfleto barato, pero así era el mundo, y el padre Ercilla apenas tenía una idea remota del envilecimiento moral al que nos exponía con esa ambición suya de redimir a todos los pobres de Madrid. Porque era difícil resistirse, ¿sabes?, por mucho amor a Cristo que uno sintiera, por muy buena voluntad que uno pusiera, por muy consciente que uno llegara a ser de la injusticia, de los males de la pobreza, de las virtudes de la caridad, es que no había manera de resistirse, o por lo menos yo no la encontré, ésa es la verdad. Al principio, ellas se conformaban con que las invitaras a merendar, un batido de chocolate y un curasán decían, y con eso se ponían como locas, porque no pasaban hambre en casa, pero nunca veían un bollo, ni bombones, ni pasteles, esa clase de lujos superfluos, y estaban hasta las tetas de comer cocido todos los días, como es natural… Por ahí empezábamos los chicos del cura, como nos llamaban, por ahí empecé yo, un batido de chocolate y un curasán, la primera chica a la que invité se llamaba Socorrito, por eso me he acordado antes de su nombre, pero era bastante fea, la pobre, no me gustaba nada, y ella debió de darse cuenta porque no quiso ir más allá… Entonces yo ya me había enterado de que algunos de mis compañeros de aventuras, no todos desde luego, porque la mayoría eran auténticos meapilas que se rifaban el privilegio de hacer de monaguillos en las misas del colegio, pero algunos, los más mayores y los más concienciados políticamente, los que ya habían empezado la carrera pero seguían en el grupo del padre Ercilla porque no habían encontrado todavía un sitio mejor donde militar, estaban medio liados con algunas de las chicas de aquel barrio. Los más beatos hacían circular historias confusas de pecados mortales, una vez habían pillado a Fulanito con la bragueta abierta besándose con la hija de la dueña del bar detrás de una tapia, otra vez habían visto a Menganito en la Gran Vía abrazando a otra de aquellas chicas, cosas así… En las reuniones teóricas que celebrábamos antes de ponernos en marcha, el padre nos soltaba unos discursos terribles, en los que afirmaba que no podía concebirse nada más vil que explotar a los necesitados, y nos prevenía contra la tentación de abusar de aquellas pobres muchachas que apenas tenían más patrimonio que su cuerpo. No sé a los demás, pero a mí, aquella última frase me ponía cachondo. Luego nos poníamos el abrigo y, ¡hala!, a hacer caridad. El pobre padre Ercilla no veía más allá de su propia santidad, y no estaba dispuesto a perder el tiempo vigilándonos mientras se convencía de que la mies era mucha y… ¿cómo era? ¿Los brazos pocos?

–No lo sé. Yo no daba clases de religión de pequeña.

–Eso que te perdiste -sonrió.

–Ya -y le devolví la sonrisa-, ya me estoy dando cuenta…

–Bueno, lo que fuera… El caso es que él estaba todo el rato muy atareado, dejándose besar la mano y haciéndose el imprescindible, porque una cosa es que siga pensando que era un buen tío y otra sería no reconocer el atracón de vanidad que se daba en aquellas expediciones, y nosotros íbamos a nuestro aire, ocupándonos mejor o peor de lo que nos había encargado. Estos chicos son mi infantería, solía decir, y la infantería, pues ya se sabe… A medida que me convencía de que la revolución y la Santa Madre Iglesia tenían muy poco que ver, fui descubriendo cómo funcionan las cosas en este mundo. Una chica que se llamaba Mari, me cogió una vez la mano y me la puso encima de una de sus tetas mientras me preguntaba por qué no traíamos nunca ningún bolso, porque ella ya tenía faldas y blusas y lo que le hacía ilusión de verdad era un bolso, que nunca había tenido ninguno. A la semana siguiente, le di un bolso que le robé por las buenas a mi hermana Rocío, me llevó a un descampado y me dejó que la metiera mano todo el tiempo que quise. Cuando me corrí, con los pantalones puestos, frotándome contra ella, me dijo que tampoco tenía medias… Te lo podría contar de otra manera, pero fue así, y sin embargo, aquella noche me fui a casa tan contento, y casi convencido de haber hecho una buena acción, porque no puedes figurarte cómo le gustó el bolso, no te puedes ni imaginar qué cara de felicidad tenía, cómo me abrazó, cómo me dijo, qué bueno eres conmigo… El curso siguiente yo mismo empecé a ir a la universidad, pero seguí formando parte del grupo del padre Ercilla hasta febrero o marzo, no me acuerdo exactamente, cuando entré en las Juventudes. Entonces ya estaba liado con Lucía. Era amiga de Mari, la chica del bolso, y no le di la oportunidad de acercarse a mí, fui yo directamente a por ella. Total, ya había perdido la fe…

Él no dejaba de atender a la expresión de mis ojos mientras hablaba, intentando anticipar la naturaleza de mis reacciones, pero no quise interrumpir su historia con el impreciso relato de una emoción difusa, que crecía, y retrocedía, y se multiplicaba, y se enredaba en sí misma a medida que se sucedían sus palabras, aunque habría podido resumirla en un simple par de frases, contándole cuánto me habría gustado conocerle entonces, qué feliz habría llegado a ser si él hubiera podido invitarme a merendar un batido de chocolate y un curasán. Nunca me había contado gran cosa de aquella época. Aunque le gustaba hablar del padre Ercilla y de sus clases, sólo había aludido alguna vez, y de pasada, a sus visitas a aquel barrio de la periferia que aun no quería concretar, como si le diera miedo volver a pronunciar su nombre, pero yo podía imaginarle muy bien en aquel papel, porque conocía a sus padres, a sus hermanos, y la casa en la que vivía entonces, tan distinta de la mía que al principio me provocaba menos respeto que temor, miedo de meter la pata, de decir algo inconveniente, de no haber aprendido nunca las fechas, las canciones, las historias que todos sus habitantes recordaban en voz alta. Cuando le vi por primera vez, todavía estaba en cuarto, había pasado muy poco tiempo desde que desistió de su amor a Cristo, su aspecto no podía haber cambiado mucho en sólo tres años, y tampoco su espíritu, su carácter, ese irresistible carisma de líder auténtico que ahora cabía en el pequeño hueco de un bolso robado sin perder ni una pizca de su brillo, y no me detuve en consideraciones morales, obedecí simplemente a su voz, aceptando que lo repugnante era repugnante, y lo inevitable era inevitable, y lo comprensible era comprensible, aunque no llegara todavía a comprender muy bien por qué me sentía tan cerca de él al escuchar aquel relato de unos años que no habíamos vivido juntos.

–Lucía iba un paso por delante de todas las demás chicas que conocí allí. En todo. Me di cuenta enseguida, porque la primera vez que intenté pagarle una Coca-Cola casi se rió de mí, y me dijo que me guardara mi dinero, que con ella no valían esa clase de trucos. Me sacaba sólo un año y medio, pero parecía una mujer hecha y derecha, y yo, que acababa de cumplir los dieciocho, me asusté un poco, la verdad, y decidí no volver a intentarlo. Pero ella tenía sólo diecinueve años, por más que disimulara, y además, desde aquel día, ya no me perdió de vista. Aparecía cuando menos me lo esperaba, en las clases de alfabetización por ejemplo, aunque supiera leer y escribir, en las reuniones que convocábamos en el bar, o en la puerta de su casa, simplemente, justo cuando yo pasaba por la calle. Llegó a venir incluso a misa, a pesar de que su padre le había prometido una paliza si llegaba a enterarse de que se mezclaba con el cura. Y la verdad es que no se mezclaba, porque nunca intervenía, nunca decía nada, sólo se dejaba ver, y me miraba, con una sonrisa burlona que me sacaba de quicio, en serio, es que me ponía frenético sólo de verla, apoyada en la pared, descargando todo su peso sobre una pierna para balancear las caderas, bailando sola, y jugando con un collar de cuentas rojas que llevaba siempre colgado del cuello como si nada de lo que ocurría fuera con ella, como si estuviera empeñada en convencerme de que si no me la follaba pronto, me iba a morir, como si yo ya no lo supiera… Hasta que una noche, después de una de sus exhibiciones, convencí a Mari para que se viniera conmigo al descampado al que fuimos la primera vez, y ella, todavía no sé cómo, se dio cuenta, y nos cortó el paso en plena calle. Ahuyentó a su amiga diciéndole que su madre la andaba buscando y que ya se podía ir a casa si se quería salvar de una buena, y luego se encaró directamente conmigo. ¿Y a ti qué te pasa?, me preguntó, y yo le contesté que nada, que creía que era ella la que no quería saber nada de mí. Como ésa no, murmuró, señalando a lo lejos, y luego, más o menos, me expuso sus condiciones. Odio este barrio, me dijo, odio estas calles, odio estas casas, odio toda esta mierda… Quedamos al día siguiente, en la boca de metro de Quevedo, y la invité a merendar en una cafetería que se llamaba Madison y estaba en la calle Arapiles, no sé si te acuerdas, un sitio muy grande, con lámparas de las que colgaban una especie de estalactitas de cristal y mucho lujo del de entonces, mucho terciopelo y cristales ahumados… Le encantó.

–A mí también me encantaban esos sitios, de pequeña -reconocí-. Pero yo iba con mi madre sobre todo a los Californias de la calle Goya, y siempre pedía tortitas con nata, era estupendo.

–Ella también tomó tortitas, todavía me acuerdo, y un chocolate, y después, cuando ya llevábamos un rato hablando, me preguntó si me quedaba dinero y cuando le dije que sí, me pidió que le invitara a un cubata.

–Y la invitaste.

–Sí.

–Y luego te dejó que la metieras mano…

–No. Lucía era más lista que las demás, ya te lo he dicho, iba un paso por delante. Aquella tarde me besó en la boca cuando volví a acompañarla al metro, y ahí se acabó todo. Ella no quería un bolso, ni unas medias, ni un chico rico que enseñarle a sus amigas. Lucía quería cazarme, pero yo era más listo que ella, y cuando me di cuenta, la historia cambió como si alguien la hubiera puesto boca abajo. Y ahí fue donde empecé a portarme como un cabrón.

–Tampoco -protesté, defendiéndole aun en contra de su voluntad-. Al fin y al cabo, ella se lo había buscado.

–No, no era tan fácil, ¿sabes…? Al principio lo parecía, porque era muy caprichosa y se portaba fatal conmigo, y un buen día me bajaba la cremallera en el cine para cogerme la polla y al día siguiente no me dejaba ni que la besara siquiera. Se pasaba la vida inventándose ofensas inexistentes y, de vez en cuando, coqueteaba descaradamente con otros tíos, y no sólo en su barrio, con conocidos suyos, sino hasta cuando salíamos por el centro y le devolvía la sonrisa a alguien que no conocía de nada para que yo me retorciera de celos. Y yo me retorcía, por supuesto. Quería tenerme en un puño y durante algún tiempo lo consiguió. Estuve muy enamorado de ella, con ese amor absurdo de los adolescentes que se quedan colgados de una manera de sonreír, o de mirar, o de moverse, aunque quien sonría, quien mire, o quien se mueva, no tenga absolutamente nada que ver con ellos, aunque cualquiera, excepto ellos mismos, pueda descubrir de un simple vistazo que su amor es un amor equivocado… Pero a pesar de todo estuve muy enamorado de ella, ciego, enfermo, atontado de amor, hasta que entré en el Partido, dejé el grupo del padre Ercilla, y mi vida cambió, claro, tenía más cosas que hacer, conocí a mucha gente nueva, muchas chicas, ninguna como Lucía desde luego, pero chicas, al fin y al cabo, y me di cuenta de que, aunque todavía era incapaz de resistirme, empezaba a estar hasta los cojones de ser la marioneta de aquella tía… -desvió la vista hacia sus uñas, que estudió con mucho interés, y añadió una frase emboscada en una sonrisa cómplice, como de niño gamberro-. Prefiero ser yo el que decide las reglas del juego, como sabes…

–Desde luego -admití-, y me alegro.

–Bueno, no adelantemos acontecimientos -se echó a reír y me arrastró a su risa. Yo me estaba divirtiendo de verdad, por más que no fuera capaz de adivinar aún ni remotamente la naturaleza de sus intenciones-. Bien… ¿por dónde iba? ¡Ah, sí…! Lucía se dio cuenta de que me tenía hasta demasiado encoñado, de que la tuerca no admitía muchas vueltas más, y cambió de estrategia para convertirse en mi novia con todas las consecuencias. Entonces fue ella la que empezó a fingir celos, ella la que se interesaba mucho por mí, y me cuidaba, y me mimaba, y me preguntaba a todas horas por mi familia, a qué se dedicaba mi padre, de dónde era mi madre, cómo me llevaba con ellos, con mis hermanos, quiénes eran esos amigos nuevos que me tenían ahora tan ocupado… Cuando ya estaba maduro, absolutamente emocionado, conmovido hasta los huesos por su repentino amor, me dijo que me avergonzaba de ella, que por eso no la llevaba a mis reuniones, que ponía mucho cuidado en que nadie nos viera juntos fuera de su barrio. Le dije que no fuera imbécil, que eso era mentira, y desde entonces fui con ella a todas partes… ¡Pobre Lucía! Si yo era un señorito revolucionario, eso es lo que era, Marita tenía razón, un señorito, igual que casi todos. ¡Cómo iba a importarme a mí enseñársela a los demás, con lo que molaba tener una novia del lumpen, y con lo buena que estaba, además, que a los de la célula se les salían los ojos de las órbitas cada vez que la veían…! Y ella, que era muy lista, ya te lo he dicho, empezó a vestirse de otra manera para acompañarme a según qué sitios, y cuando quedábamos con mis compañeros de la facultad aparecía con vaqueros y se pintaba muy poco, porque las tías se habían quedado de piedra cuando la vieron por primera vez, con aquellos taconazos y una falda tan corta, y nos habían puesto a parir a los dos, sin discriminar, y ella sospechaba que eso no la convenía, aunque sabía de sobra que a mí me gustaba más cuando iba de…, digamos mujer fatal, y también sabía que esa clase de comentarios me tocaban mucho los cojones… De todas formas, por muy enamorado que estuviera, en aquella época yo ya me había puesto en guardia. Lucía me seguía pareciendo la tía más buena del mundo, pero cuando salíamos solos, si no podíamos enrollarnos, me aburría mucho con ella. Ya no tenía sentido coquetear a todas horas, jugar a los celos, a las broncas y a las reconciliaciones, ya estábamos de vuelta de todo eso, y la verdad es que no teníamos nada de qué hablar, nos tirábamos horas enteras callados, haciendo manitas y morreando por hacer algo… Y ahí fue donde se equivocó del todo, donde metió la pata hasta el fondo, porque un día me dijo, con otras palabras, claro, palabras más rebuscadas, más románticas, más torpes también, que nos aburríamos porque aquella situación no daba más de sí, y que lo que teníamos que hacer era buscar una casa, irnos a vivir juntos, casarnos incluso…

–Y tú te acojonaste.

–¡Te diré…! – sonreí al comprobar que seguía poniendo cara de miedo al recordarlo-. Naturalmente. Pero le di largas todo el tiempo que pude, para poder seguir follando con ella.

–Porque follabas con ella…

–¡Hombre, claro! Si no, de qué…

–Muy bien, pero eso no lo has dicho antes.

–No. Es que eso acabó siendo lo peor. Bueno, también fue lo mejor. Era lo mejor y lo peor a la vez. Ella se resistió, porque, claro, como lo que quería era casarse conmigo, intentó estirar de la cuerda todo lo que pudo, pero yo ya no estaba para caprichitos, y le dije que si éramos novios, follábamos, y si no, lo dejábamos y tan amigos… Entonces me dijo que era virgen, y yo me lo creí, y lo pasé fatal, porque por una parte me moría de ganas de follar con ella, pero por otra, me parecía una barbaridad desvirgarla cuando ya sabía que quería cazarme y yo no tenía claro que me quisiera dejar, que era una forma medio decente de decirme a mí mismo que no pensaba dejarme de ninguna manera. Era todo muy confuso, ¿sabes? Yo quería a Lucía, la quería pero me aburría con ella, y sin embargo me gustaba más que cualquier cosa de este mundo, y por un lado, respetar la virginidad de una mujer sería una actitud todo lo paternalista y reaccionaria que se quiera, pero lo contrario era lo que habían hecho los señoritos de toda la vida de Dios, y yo era un señorito empeñado en dejar de serlo… Y además, qué hostia, en el mundo de Lucía la virginidad era un patrimonio auténtico, algo que tenía valor, así que no sabía qué hacer, follármela para nada sería como robarle algo, qué quieres, yo sólo tenía diecinueve años… Al final, la decisión la tomó ella. Estábamos en una fiesta, en un piso de estudiantes, en casa del Mono, tú lo conociste, ¿no?, y me llevó a la cama, y me lo dijo, quiero acostarme contigo hoy, ahora… ¡Joder! Casi se me saltan las lágrimas de la emoción.

–Pero lo hiciste.

–Nos ha jodido… -me eché a reír y esta vez fue él quien se rió conmigo-. Claro que lo hice. Con mucho cuidado, con mucha paciencia, con mucha ternura… Ya sabes, lo típico. Con mucho miedo también. Y no me arrepentí, te lo juro, no me arrepentí ni media, me gustó tanto que me habría casado con ella allí mismo. Y fíjate, a lo mejor me hubiera casado de verdad si no me hubiera llegado a enterar de hasta qué punto hice el pardillo aquella vez…

–Porque no era virgen -no sé por qué, aquel dato fue casi el único que logré intuir desde el principio, y se lo dije-. Me lo imaginaba.

–Claro que no. Yo no tenía ni idea, y no sólo porque no hubiera notado nada, que eso es una tontería y además yo sí que era virgen y bastante tenía con lo mío, sino porque no me podía imaginar que me hubiera mentido, no sé por qué, pero es que ni se me pasó por la cabeza, a lo mejor me sentía demasiado gallito como para aceptar eso. Fui bastante más tonto que tú. Pero acabé enterándome y de malísima manera, por cierto… Al principio solíamos ir a follar a casa del Mono, pero cuando sus padres se cabrearon y lo metieron en un colegio mayor, porque en segundo las cargó todas, las cosas se nos pusieron un poco más difíciles. Acabábamos encontrando sitio, sin embargo, y si no, lo hacíamos en el coche, pero pasamos una temporada jodida, ¿sabes? Yo acababa de empezar tercero, el coche que había heredado de mi hermano Nuño se había muerto de viejo, los pisos a los que podíamos ir, por una cosa o por otra, dejaron de estar disponibles, y al Mono le dijeron que como volviera a meter tías en la habitación le echaban del colegio, y se acojonó… Así que la situación volvió al punto en el que estábamos antes de follar, aunque ahora nos aburríamos todavía más, y yo empecé a espaciar mis citas con Lucía, nos veíamos sólo los fines de semana, y a veces ni eso. Entonces se equivocó por segunda vez, pobrecilla… Pensó que era más importante seguir follando conmigo que dejar de esconderme ciertas cosas y un buen día me dijo que podíamos ir a su casa. Yo me puse muy contento, porque creía que no había nadie, pero su padre estaba allí, y aunque escupió al suelo cuando me vio, no dijo nada. Luego ella me pidió un poco de dinero para comprar su silencio, y se lo dio, eso seguro, porque no quería que su madre, una pobre mujer que era la que les mantenía a todos limpiando casas, se enterara nunca de nada. Una vez me dijo que estaba dispuesta a todo antes que a acabar como su madre, y la primera vez que la vi, te juro que lo entendí… El caso es que follamos en su cama, que estaba separada del resto de la única habitación de la casa, que ella llamaba salón, por una cortina… Horroroso, no me pidas detalles porque no podré soportarlo. A partir de aquel día, empecé a tener claras muchas cosas, y ahí fue cuando Lucía se convirtió en un problema de verdad. Porque yo no estaba dispuesto a casarme con ella, no quería, no podía, ¿lo entiendes?, nuestra historia no tenía ningún sentido, pero tampoco me atrevía a abandonarla, no me atrevía a afrontar las consecuencias de aquella decisión, ahora que sabía a lo que estaba expuesta, yo qué sé… Supongo que, por no querer hacerle daño, le hice mucho más daño del que habría querido hacerle, porque me quedé estancado, incapaz de hacer nada, ni de tomarla ni de dejarla, nada, excepto seguir follando con ella, que durante mucho tiempo iba a seguir siendo lo que más me gustaba de este mundo, y luego ya ni eso… Entonces fue cuando se me ocurrió tomarme la política en serio. Para poder estar muy ocupado de verdad, para tener excusas de sobra cuando no me apetecía quedar con ella, para borrarla de mi cabeza, para justificarme cuando le hacía alguna putada. Era lo único que tenía a mano, lo único que me interesaba, lo único en lo que podía creer ya. Cada vez que Lucía empezaba a quejarse, y me exigía que confesara que ya no la quería, y lloraba, y se desesperaba, yo me decía a mí mismo que ella no podía comprender, no podía darse cuenta de que yo tenía cosas mucho más importantes que hacer. Y al día siguiente, por la mañana, en cualquier asamblea, hablaba de la explotación de las clases oprimidas, de la plusvalía y los derechos humanos, de la amnistía y de la reconciliación nacional, a cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades, ya sabes, y tú me aplaudías, por ejemplo… Al final, la pobre ya no se atrevía a decir nada, hacía todo lo que yo quería, jamás protestaba si estábamos un par de semanas sin vernos, se agarraba a lo que podía, estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de seguir teniendo una esperanza, aunque fuera muy débil, de que su historia conmigo iba a acabar bien, pero un buen día me di cuenta de que ya ni siquiera me compensaba seguir follando con ella. Y la dejé tirada. Y no me quedó más remedio que convertirme en un líder auténtico, como tú dices, el padre Ercilla corregido y aumentado. ¿Qué te parece?

Le miré en silencio, celebrando íntimamente cada uno de sus delitos, cada uno de sus pecados, siguiendo el rastro de aquella remota crueldad nacida del vértigo de la edad y del deseo, las huellas de la culpa que le había dejado llegar hasta mí una vez, hacía ya tantos años, y me lo devolvía de nuevo, después de tantos años, más impuro quizás, pero por eso más limpio y más entero, más misteriosamente digno de amor, y no encontré una buena manera de decirle que jamás le habría perdonado que se casara con aquella mujer que no se lo merecía tanto como me lo había merecido yo, que jamás le habría perdonado que me hubiera descartado antes de conocerme siquiera, que eso era lo único que jamás habría podido perdonarle y que todo lo demás me daba igual, porque lo único que me importaba era tenerle cerca, estar cerca de él, y yo también estaba dispuesta a pagar cualquier precio por ciertos privilegios.

–Nunca te había contado esto porque, si empezaba, iba a tener que contarte un montón de cosas más, y cuando me enrollé contigo en Italia, tenía sólo veinticinco años y todavía me sentía culpable… No estaba muy seguro de que te gustara escuchar esta historia porque, por muchas vueltas que quiera darle, la verdad es que me porté con Lucía como un cabrón, y eso no tiene arreglo. Además, yo la dejé definitivamente muy poco antes de tropezarme contigo en aquella reunión donde te dedicaste a ponernos a parir, y pensé que, total, como ya no ibas a poder enterarte por otro lado… Luego supongo que me dio pereza. Suena un poco patético lo de ponerse a confesar historias antiguas y terribles que se han ido quedando en nada con el paso del tiempo, ¿no?, eso creo yo por lo menos, por eso me jodió tanto enterarme de que te estabas psicoanalizando. Pero precisamente por eso, cuando me enteré, me dije que a lo mejor te venía bien enterarte de ciertas cosas. Y no es que esté satisfecho de mí mismo, que conste no se trata de que lo haya superado todo, cuando pienso en Lucía todavía me siento como un miserable, eso es cierto, y sin embargo ahora sé que portarme bien con ella habría sido lo mismo que destrozarme la vida… Así que, ya ves, yo también tengo secretos terribles que guardar -sonrió-, pero no lo parecen tanto cuando se cuentan en voz alta…

Mientras le escuchaba, recuperé una remotísima sensación de seguridad, la confortable certeza de estar a salvo, esa especie de agradable insensibilidad que se extendía por todo mi cuerpo cuando, de pequeña, la tata me curaba una rodilla herida con un río de mercromina y un vendaje mucho más aparatoso de lo imprescindible. Todavía no había empezado a sacar conclusiones, no pensaba, no deducía, no relacionaba los datos entre sí, pero me gustaba escucharle, siempre me había gustado, sobre todo en el tono preciso que empleó aquella noche, una voz misteriosamente pura que nacía de la pacífica coexistencia de emociones contrarias, una voz serena que llegaba hasta el mismo límite de la agitación, una voz irónica y sincera, clara y enturbiada por cierta mínima dosis de indispensable oscuridad, brutal y sutil al mismo tiempo, palabras como dedos perfumados y frescos, como manos suaves y expertas, implacables en la desagradable misión de curar heridas dolorosas, que no eran capaces aún de deshacer mi propia confusión, pero me hacían tanto bien que casi habría querido aplazar para otro día ese misterioso montón de cosas a las que llevaban ineludiblemente éstas que acababa de conocer.

Pero aquella noche Martín tenía ganas de hablar, y no pidió mi opinión antes de seguir.

–Yo también me fijé en ti antes de conocerte. Eso tampoco lo sabes pero de entrada no tiene por qué significar nada, era inevitable, en aquella época todos los rojos de la Complutense nos conocíamos, aunque fuera de vista, ¿no? – asentí brevemente y él siguió hablando-. Ya sabes que era muy amigo de tu novio, Teo…

–No me lo recuerdes, por favor -rogué, tapándome la cara con las manos para fingir un cómico acceso de desesperación.

–¿Por qué? – él se rió-. Si de él sí que hemos hablado un montón de veces…

Teófilo Parera, estudiante de Derecho, compañero de curso de Martín, mi primer novio, era una especie de versión izquierdista del ogro de los cuentos infantiles. Alto y robusto, bastante gordo, llevaba el pelo muy largo, una melena crespa, castaña y perpetuamente sucia, cuyos mechones delanteros se enredaban a ambos lados de la cara, en las faldas de una barba tan abundante y descuidada como una zarza en invierno, que trepaba hacia arriba para fundirse con un bigote igual de espeso, y se expandía hacia abajo, salvando el breve desierto de la garganta, para sembrar de pelo el resto de su cuerpo. Siempre iba vestido igual, con unos vaqueros más que usados, una camisa gorda, de lana, estampada con cuadros escoceses, y unas botas de montañero tan aparatosas que daban miedo. Su manera de entender la vida no desentonaba con el monótono rigor de aquel vestuario. Todavía no sé muy bien por qué me enrollé con él, supongo que porque él quería enrollarse conmigo, y porque era el jefe de mi grupo y allí nadie parecía atreverse a discutir sus menores deseos.

–¡Qué bruto era! ¿Te acuerdas? – Martín paladeaba con placer la memoria de mis errores-. No he vuelto a conocer a nadie como él. ¡Qué animal! El caso es que a mí me caía bien, ya lo sabes, me hacía mucha gracia, hablábamos mucho, yo intentaba convencerle de que la lucha armada era un error estratégico y él me decía que yo era un maricón, y no había forma de sacarle de ahí… No te pegaba nada.

–¡Claro que me pegaba! – protesté, sonriendo-. Yo también defendía el horizonte de la lucha armada.

–No… Tú eras una señorita. Igual que yo. Por eso me fijé en ti.

–¿Cuándo?

–Cuando me enteré de que eras la novia de Teo.

–Imposible… -murmuré-. Yo me enrollé con Teo en primero.

–Sí -asintió tranquilamente.

–Y lo dejé cuando estaba en segundo…

–Antes de Navidad -precisó.

–Sí… -asentí yo esta vez-. Pero la primera vez que yo te vi a ti en mi vida fue aquel mismo curso, después de Semana Santa…

–Bueno -sonrió-. Pero yo te había visto a ti antes. Bastantes veces. Que tú no te fijaras en mí no quiere decir que yo no me fijara en ti. Ya sabes que frecuentábamos los mismos bares.

–No me lo creo…

–Pero es verdad. Yo sí te conocía. Y enseguida me enteré de quién eras, claro.

–Una joven heredera insatisfecha -le recordé, resignada a aceptar una versión inédita de mi propia historia.

–Pues sí. ¿Te parece poco? Era una combinación irresistible, demasiado para el pobre Teo, desde luego, ésa es la primera cosa que no entiendes… Cuando le dejaste se quedó jodido, no creas, aunque disimulara. Me lo encontré una mañana en el bar y me lo dijo, ya sabía yo que con esa tía no iba a ninguna parte, y yo le di la razón, es una pija, Teo, eso le dije, por mucho rollo que se tire no es más que una niña bien que juega a dar disgustos en su casa, no te conviene, hazme caso.

–¡Uy! – exclamé, tan sorprendida como una niña pequeña que acaba de descubrir el doble fondo de la chistera de un mago-. ¡Eso tampoco me lo habías contado nunca!

–No, claro que no… Pero de todas formas no puedes reprochármelo porque no hice nada malo. Tú querías quitártelo de encima y yo te ayudé, él estaba hecho polvo y le di argumentos para que se recuperara.

–¿Y tú?

–Yo pensaba en ti de vez en cuando. No todo el tiempo, la verdad, porque estabas en otra facultad, te conocía sólo de vista, y después de romper con el gordo ni eso, pero de vez en cuando me acordaba de ti, porque durante una época, mientras fuisteis novios, llegué casi a engancharme de las cosas que Teo me contaba, y luego también, no creas, la verdad es que no le dejaba en paz. pobre hombre, tú te habías convertido en mi pasatiempo favorito, hasta el punto que él llegó a mosquearse, y aunque le pedí muchas veces que nos presentara, no por nada, sólo por verte de cerca, él nunca quiso porque tenía celos de mí, en serio… Debió ser la única vez que acertó en su vida. Por eso nos conocimos tan tarde, tú y yo. Eso tampoco podía contártelo, por lo menos al principio, porque cuando te conocí, yo jugaba con mucha ventaja, sabía muchas cosas de ti, y no quería que pensaras que las había puesto en práctica, que desde luego, fue lo que hice…

–¡Pero si eso me habría encantado! Y tú lo sabes. Tienes que saberlo.

–Pues no te creas, no estaba tan seguro… Tú parecías admirarme tanto, estar tan dispuesta a adorarme, a convertirme en Dios, y a mí me gustaba tanto todo eso que, no sé… Los dioses hacen trampas pero nadie llega a enterarse jamás de que las hacen, ¿no? Además, al principio la tentación de resultar el hombre irresistible era demasiado fuerte, y luego, bueno, tú parecías bastante más progre de lo que eras en realidad, querida, así que igual me salías con que no había sido lo suficientemente sincero contigo, vete a saber… La verdad es que estaba un poco en lo mismo de antes, porque no te podía contar una parte de la historia sin contártela entera, aunque de esto sí que temí que acabaras enterándote de todos modos. No he vuelto a ver a Teo desde que acabamos la carrera, pero sé, por otra gente, que cuando se enteró de lo nuestro le contó a todo el mundo que yo era el mayor hijo de puta de la historia, ya ves… Mientras tanto, mi rollo con Lucía iba de mal en peor, y sin embargo, todas las tías que había a mi alrededor se quedaban en nada cuando las comparaba con ella. Y eso fue lo que me llevó definitivamente a la ruina porque, en cambio, las amigas de mi hermana Amparo me gustaban más de lo que estaba dispuesto a reconocer, por mucho que supiera que eran tan intocables como si tuvieran la lepra… El lumpen caía muy lejos de mi casa pero podía pasar, hasta estaba bien, era correcto, ya sabes, pero la pijería desaforada de aquellas niñatas que soñaban con casarse con un notario, por muy buenas que estuvieran, las convertía en el enemigo, y a los veinte años uno no puede acostarse con el enemigo impunemente… Lo sé bien porque conseguí enrollarme con una, yo creo que hasta les hacía gracia, mi hermana les avisaba, no le hagáis caso a éste, que es del Partido Comunista, y ellas me preguntaban, muy serias, si era verdad, y cuando les contestaba que sí, se me quedaban mirando con unos ojos muy grandes y muy asustados, como si acabara de convertirme en el demonio, y yo jugaba a darles la razón, no tengáis miedo, les decía, que cuando llegue el momento y os monten en un camión para llevaros a fusilar, ya llegaré yo a tiempo para salvaros, y chillaban, y me insultaban, pero a alguna le gustaba aquel juego, ¿sabes?, le gustaba la idea de tenerme miedo, y a mí me gustaba que me lo tuvieran, así de claro, se me ponía dura sólo de verlas merodear a mi alrededor como ratoncitos provocando al gato, y se llevaron algún zarpazo, nada grave, hasta que una, que era mi favorita y lo sabía, decidió tomarse el juego en serio… Se llamaba María Jesús, pero todos la llamaban Machús…

–¡No me lo puedo creer! – se me escapó una carcajada entre aquellas palabras, y él se rió conmigo.

–Pues sí. ¿Qué quieres? Eran niñas de las Irlandesas, todas de buenísima familia, algunas con muchísimo dinero, y hasta las que no tenían tanto, como mi hermana, con peinado de peluquería, ropa de marca y pinturas de calidad, no como las de mi pobre novia, que se le corría el rímel a la media hora de ponérselo… Además, Machús tendría un nombre ridículo, pero estaba muy buena, era igual que una manzanita, los ojos muy redondos, los labios muy gordos, monísima de cara, y bajita, pero con tetas y muy buen cuerpo. ¿Y tú también vas a quemar iglesias?, me preguntó un día, sí, le contesté, pero contigo dentro. Entonces me miró como si lo estuviera deseando, y la cogí de la cintura, y la apreté contra mí, y la empecé a sobar, y ella se dejó, y la besé, y ella me besó… Este sábado voy a dar un guateque en mi casa, me dijo luego, ¿por qué no vienes? Amparo no puede, porque se va a esquiar, y mis padres estarán en Baqueira, esquiando también… Sé que no te lo vas a creer, pero te juro que estuve a punto de no ir sólo por miedo a que me viera alguien, a que alguien se enterara de con qué clase de tías me juntaba, lo pasé fatal, en serio, me tiré la noche en blanco, pero al final me armé de valor y fui, y allí estaba ella, esperándome, y no tuve que convencerla, ¿sabes?, no tuve que soltarle un rollo para ablandarla, ni bailar antes, ni emborracharla, seguramente cualquiera de los tíos que había en aquella fiesta lo habría tenido mucho más difícil, pero yo era el demonio, y al demonio no tiene sentido hacerle esperar, y no importa lo que piense de las buenas chicas, ni va a casarse jamás con ninguna, ni conoce a la gente que puede hacerlas daño… Vamos, le dije, con la primera copa por la mitad, y como ella estaba esperando que le dijera exactamente eso, me llevó de la mano hasta un dormitorio, cerró la puerta, y se quedó de pie, muy quieta, enfrente de mí, sin atreverse a hacer absolutamente nada, pero tan excitada, tan nerviosa, que empezó a respirar por la boca y yo creo que no se dio ni cuenta… Entonces empecé a desabrocharle la blusa despacio, mirándola a los ojos, llevaba un sujetador de encaje muy blanco, muy nuevo, muy bonito y muy escotado, yo adoro esa clase de sujetadores, ya lo sabes, y unas bragas a juego, y me gustó tanto verla así, como empaquetada para regalo, que la tumbé en la cama sin desnudarla del todo, y me tiré un buen rato acariciándola y mordiéndola por encima de la ropa…

–No sigas. Martín -le miré y él me sonrió, para hacerme entender que había descifrado perfectamente el sentido de mis palabras.

–Te estás poniendo fatal, ¿no? – asentí con la cabeza y él celebró mi confesión con una carcajada-. Conociéndote como te conozco, no me extraña nada, pero vas a tener que esperar bastante, y escucharme con atención, aunque no quieras, porque todo esto es más importante de lo que parece, y tiene mucho más que ver contigo de lo que tú te crees… Bien. Pues Machús resultó todo un hallazgo, para lo bueno y para lo malo. Lo bueno fue que me lo pasé de puta madre con ella, pero de puta madre, en serio, casi tan bien como las primeras veces que follé con Lucía, hasta el punto de que lo único que me pidió fue que no se la metiera porque quería seguir siendo virgen, y ésta sí que decía la verdad, y aunque me di cuenta de que perdía el control por momentos, de que si forzaba la situación sólo un poquito más, acabaría consiguiendo que me lo pidiera por favor, no me costó ningún trabajo respetarla, como ella decía, porque me compensó de todas las maneras que conocía, e incluso de alguna que ni siquiera se imaginaba antes de empezar. Y hasta eso fue lo de menos. Porque incluso si se hubiera portado como una chica medio decente, ya me habría dado cosas que no conseguía de ninguna de las tías de la facultad con las que me acostaba de vez en cuando, todas esas de las que sí que te lo he contado todo desde el principio. Y esas cosas me volvían loco aunque no pudiera soportar siquiera la idea de que fuera así. Yo sí que habría necesitado un buen psicoanalista, en aquella época. Porque Lucía me había colocado en el centro de un callejón sin salida, y ahora ya tenía dos donde elegir, una encrucijada de la hostia para mí solo, un niño bien comunista que había echado a perder a una chica pobre a la que la ponía cachonda acostarse con un niño bien, para encoñarse luego con una niña bien a la que la ponía cachonda acostarse con un comunista. Era la hostia, desde luego. Y las dos tenían ciertas cosas en común, precisamente esas que me enloquecían, y que eran precisamente las que jamás podría encontrar entre las chicas que me convenían. Una iba vestida de puta por fuera y la otra iba vestida de puta por dentro. Las dos estaban igual de dispuestas a hacer mi santa voluntad, una para salvarse y la otra para condenarse. Las dos olían muy bien, y cada vez que se acostaban conmigo se comportaban como si aquello fuera algo muy importante. Y conseguían que yo me lo creyera, por más que el precio fuera sentirme horriblemente culpable después. Y saber que con ninguna de las dos tenía ningún futuro. Y haz el favor de dejar de tocarte los pezones porque me estás poniendo nervioso.

Bajé la vista hacia mis manos y las encontré exactamente donde él me había advertido.

–Lo siento -dije, escondiéndolas debajo de mis muslos-, no me había dado cuenta -sonreí-. Sigue, por favor.

Todavía no podía intuir adónde quería ir a parar, me faltaban todavía demasiados datos, pero por debajo de un deseo que empezaba a amenazarme con reventar de pura necesidad, tan imprescindible me parecía ya que él se decidiera a levantarse del sofá de una vez y empezara a desabrocharme la blusa muy despacio, mirándome a los ojos para obligarme a mantenerlos abiertos, fijos en los suyos, ausentes de sus manos, crecía ya una urgencia de saber que no era menos necesaria, una curiosidad parecida al hambre y a la sed, a la solución de esos misterios por los que la gente llega a dar la vida, y fue ese presentimiento, la inquietante sospecha de que yo había apostado mi vida en aquel juego sin enterarme, lo único que me consintió quedarme sentada, quieta, atenta a sus palabras, imponiéndome a una excitación tan consciente de su ferocidad que no cedió ni un milímetro de terreno mientras la gobernaba con una autoridad que desconocía en mí misma, aunque siguiera allí, oculta, agazapada, latiendo sordamente durante toda la noche, combatiendo incluso con un sorprendente coraje algunas emociones mucho más fuertes que aquélla. Pero eso tampoco lo sabía aún cuando Martín siguió hablando.

–Con Machús nunca llegué a estar liado de verdad. La veía de vez en cuando y sólo con una cama por medio. Ella, naturalmente, no estaba interesada en un tipo como yo para marido, y a mí me interesaba todavía menos una tía como ella para novia, porque a ésta sí que me habría dado vergüenza enseñarla por ahí. Pero a pesar de que todo parecía muy claro, muy limpio, muy inofensivo, mi conciencia se resintió casi más de mi rollo con Machús que de mi historia con Lucía, y no sólo porque ella fuera el enemigo, que lo era, sino porque además, Lucía y yo éramos novios, teníamos una relación de verdad, lo nuestro era un noviazgo auténtico, aunque se estuviera viniendo abajo, aunque yo no le dijera toda la verdad, aunque me estuviera aprovechando de ella. Al principio había sido al revés, y yo la quería, la había querido mucho y seguía teniéndole mucho cariño, era todo distinto… Pero mi rollo con Machús era frío, calculado, definitivamente burgués en el peor sentido que tenía esta palabra entonces. Me sentía fatal, despreciable, traidor, igual que si alguien me estuviera arrastrando por el barro de los pelos… Y ella era tremenda, pero tremenda, no te lo puedes ni imaginar. Infinitamente sucia, demasiado hasta para mí. Porque yo no la conocía apenas, no me interesaba conocerla, no teníamos nada en común, pero me daba cuenta de que no sufría, a ella le parecía todo estupendo, no echaba nada de menos, y seguía esperando a que apareciera un chico que la conviniera para casarse, y seguía pidiéndome que la respetara, y para no perderse nada, me sugirió que la diera por el culo y yo acepté, claro, y lo aguantó todo sin quejarse, estaba encantada de seguir siendo virgen y follar a la vez, hacía bromas sobre su futuro marido, pobrecito, decía, y planeaba nuestro futuro de adúlteros eternos, y yo me sentía como una mierda, te lo juro, parece una tontería, pero era así, qué quieres que te diga, y sabía que el noventa por ciento de los hombres de cualquier edad habrían dado cualquier cosa por un rollo como éste, que estaba en una situación teóricamente privilegiada, pero una cosa es la teoría y otra la práctica, y si es difícil llevar una doble vida, imagínate lo que significa llevar una vida triple, y yo tenía veinte años, y era un hipócrita y un hijo de puta y un impostor, pero tenía una ideología, y un concepto del mundo, y de la gente, que eran verdad, que tenían que ser verdad porque eran lo único que podía salvarme… Por eso, Machús acentuó el proceso en el que Lucía me había metido, y en tercero me volqué en la política con todas mis fuerzas, empecé a tener ambiciones concretas, a escalar puestos en el partido, porque eso era lo único que me hacía sentir bien, era lo único que podía hacer por mí mismo y por los demás al mismo tiempo, y cuarto fue mi gran año, trabajaba muchísimo, me tiraba horas y horas reunido, me apuntaba a los mítines más tirados, esos sitios adonde nadie quería ir, pueblos perdidos de la sierra pobre, fábricas donde ni siquiera existía una mínima organización sindical, allí iba yo, y la gente se admiraba de mi valor, de mi audacia y de mi fe, que era la fe de los desesperados, y por eso aquello se me daba tan bien, lograba conversiones en masa, igual que san Pablo, y empecé a tener partidarios acérrimos, estudiantes de primero y de segundo que me escuchaban como si fuera Dios, con el mismo fervor, con la misma disposición incondicional, con el mismo amor…

–Como te escuché yo, aquella vez…

–Como me escuchaste tú. Y yo me dejaba querer por ellos, porque no tenía motivos para quererme a mí mismo, y les daba mi bendición en la barra de cualquier bar, al despedirme, justo antes de irme a follar con un arquetipo del proletariado prostituido por la burguesía, que era yo mismo, o directamente con el enemigo, lo cual era incluso peor… Me sentía muy mal, pero no podía resistirme a la tentación, y ellas tampoco me dejaban, y sin embargo, por lo menos un millón de veces me miré los pies y me dije que hasta aquí, ni un paso más, y decidí terminar con todo, acabar de una vez, empezar desde el principio, borrón y cuenta nueva, pero ya te puedes imaginar lo que tenía delante… Un montón de tías ideológicamente admirables que esperaban encontrar un compañero para lo bueno y para lo malo, para la lucha y la intimidad, para avanzar codo con codo hacia un mundo mejor… Y yo lo intentaba, te lo juro, lo intenté por lo menos un millón de veces, en serio, igual que había intentado amar a Cristo, me soltaba un discurso a mí mismo todas las mañanas, abominaba de mis debilidades burguesas, de mi mentalidad reaccionaria, de mi sexualidad deformada, lo intentaba, y me juraba que cada día sería el último, pero no había manera. A lo mejor no tuve suerte con el lote, que también puede ser, pero aquellas chicas parecían todas iguales, fabricadas con el mismo molde… Naturalmente a ellas no las podía desnudar, no se dejaban. Se quedaban en pelotas en un momento, con la misma naturalidad que si estuvieran solas y a punto de meterse en la ducha, y todas eran jóvenes, y muchas guapas, y algunas muy guapas, pero no solían llevar sujetador, y cuando lo llevaban era liso y de color carne, y usaban bragas de niña pequeña, con muchos pelos a los lados, y tampoco solían depilarse las piernas, y si se las depilaban no usaban medias, sino leotardos de lana o calcetines largos hasta la rodilla, y no llevaban zapatos de tacón ni para ir a una boda, y todas se afeitaban las axilas con una maquinilla y se ponían encima desodorante Williams, que era el mismo que usaba yo… Y yo me las follaba, y me gustaba, no te digo que no, pero hacían exactamente lo contrario que Machús, es decir, se la dejaban meter y punto, y cuando intentaba cualquier otra cosa me preguntaban que si me había vuelto loco y que qué coño me había creído, y se asustaban, pero su miedo era de una clase que no me gustaba nada, en cambio… Y sin embargo, ellas eran mi futuro. Porque antes de acabar cuarto tuve que dejar a Lucía porque no quería casarme con ella, y al principio de las vacaciones, Machús, a pesar de lo planificado que tenía el adulterio, me notificó que ya no podía seguir acostándose conmigo porque se había echado un novio para casarse, y yo no podía dar ni un solo paso atrás, tenía que avanzar como fuera, y me resigné a renunciar a mis pocos placeres oscuros y verdaderos, porque tú, que eras mi última esperanza, desapareciste también, sin haber llegado antes a aparecer del todo. En el último curso de la carrera te vi sólo una vez, en el vestíbulo de la facultad. Estabas de pie, como esperando a alguien, y yo ya estaba saliendo por la puerta cuando me di cuenta, y luego no me atreví a volver a entrar para darte conversación. A aquellas alturas, Teo ya no quería ni oír hablar de ti, y yo echaba mucho de menos sus confidencias, la verdad, porque antes, cuando me mantenía al corriente de su vida sexual, llegué a pensar que, a lo mejor, no todo estaba perdido, porque me enteré de cosas que no pegaban nada con lo que tú decías, con lo que tú hacías, con lo que tú aparentabas.

Me miró como si ya hubiera pasado lo peor, con una pacífica expresión de alivio capaz de invertir la dirección de su sonrisa, una invitación a entrar por fin en escena a la que no quise resistirme.

–Por ejemplo…

–Por ejemplo, que te gustaba mucho follar, pero sólo con hombres machistas.

–¡Eso no es verdad!

Aquel ataque, que cambió de golpe el eje de la conversación, convirtiendo al comprensivo juez que yo había encarnado hasta entonces en un acusado repentino e ignorante de su culpa, me despejó con la misma eficacia que una ducha de agua fría, pero en menos de un segundo, el mínimo plazo que invertí en reaccionar con toda la firmeza de la que era capaz, recuperé también el recuerdo de aquella larga cadena de fracasos, el sexo sano, igualitario y festivo que practiqué con aquel imbécil que se comportaba como si follar fuera una cosa sin importancia, un entretenimiento trivial para los ratos muertos en los que no hay nada mejor que hacer, una tontería, y me recordé a mí misma, tan religiosa como Martín dice que soy, poniéndolo todo, lo que tenía y lo que sospechaba que algún día podría llegar a tener, en aquellas ceremonias vanas que se resolvían en el enésimo chiste que mi novio no era capaz de callarse, cuando se corría con un breve bufido que significaba que no, que otra vez más no había sucedido nada de lo que tenía que suceder, que no había visto la muerte, que no me había desprendido de mi cuerpo, que el cielo no se había abierto sobre mi cabeza ni se había desvelado para mí secreto alguno mientras mi cuerpo, eso sí, sudaba desaforadamente con aquel pedazo de gordo encima.

–¡Por el amor de Dios, Fran, estamos hablando de Teo! Cualquiera diría que no sabes cómo era… Si lo que buscabas eran sutilezas, no tendrías que haberte liado con él -se reía como si no se hubiera divertido tanto en muchos años, y seguramente era verdad, pero además tuve la impresión de que la risa le hacía mucho bien, después de pronunciar palabras más oscuras, y por eso me dejé arrastrar por él, y reímos juntos-. Le tenías hecho polvo, al pobre, completamente desorientado… No para de darme órdenes, me decía, y luego me suelta que a ella no le gusta tomar la iniciativa. ¡Joder! No me deja hablar, no me deja reírme, no me deja chuparla porque dice que la babeo, si le llega a gustar tomar la iniciativa, no sé qué…

En ese punto la risa le impidió seguir hablando, y aproveché su ruidoso silencio para intentar imponer mi versión.

–Es que me babeaba -Martín me miró como si estuviera a punto de decir algo pero volvió a echarse a reír-. Eso ya te lo he contado, y es verdad. Te lo juro. No sé por qué, pero me daba un beso en el cuello, por ejemplo, y me lo dejaba empapado. Debía ser por la barba, que se le quedaba la saliva dentro, a lo mejor… -yo misma tuve que imponerme a una breve carcajada para poder continuar-. Y no paraba de hablar, todo el rato, como una cotorra, hacía chistes, le ponía nombres a mis tetas y cosas así, yo no podía concentrarme y, claro, no me corría, y entonces él, en vez de dejarme en paz, se angustiaba mucho por eso y me decía, vamos a hablarlo, y entonces era cuando yo le daba órdenes, pero porque él me preguntaba, que conste… Yo intentaba que comprendiera cómo me gustaría que me tratase, pero tampoco me atrevía a decírselo muy claro, para no ofenderle…

–¡Oh! Pues él se ofendía, no creas… ¿Qué espera de mí?, me decía, ¿que la trate como un chulo repugnante, como los actores de las películas yanquis, como si no fuéramos compañeros? Y me confesó cosas incluso peores. Por ejemplo que cuando terminabais de follar le preguntabas si lo único que sabía hacer era metértela, y que sin embargo, nada más empezar, le exigías que te la metiera inmediatamente.

–Yo sólo buscaba un poco de emoción.

–Me lo imagino, pero lo que conseguías era volverle loco en sentido literal. Yo me ponía de su parte, ¿sabes?, fingía escandalizarme mucho, y le decía, ¡qué barbaridad!, ¿pero a qué aspira esa tía?, para poder tirarle de la lengua y enterarme de más detalles, pero él no podía dármelos porque no te comprendía, no tenía ni idea de lo que pretendías, sencillamente no daba para tanto, qué le vamos a hacer… Por eso logré que me aceptara como una especie de mezcla de consejero sentimental y asesor sexual al mismo tiempo, y me contaba vuestros polvos paso a paso, lo que hacías tú, lo que hacía él… Decía que te tirabas en la cama y te quedabas quieta, como si te hubieras muerto, y le mirabas a los ojos, y que entonces ya no sabía por dónde empezar. Si lo que todas las tías dicen es que ya no están dispuestas a seguir siendo pasivas, ésa era su letanía favorita, ¿te das cuenta?, me preguntaba, muy intelectual él, de repente, si de lo que se quejan es precisamente de eso… -en sus dientes brilló por un momento cierto deslumbrante destello de perversidad-. Te confesaré, ya que estoy por confesártelo todo, que yo le daba ideas. A lo mejor, lo que quiere es que la uses, le dije una vez, que seas tú el único que dé órdenes, que la trates como si fuera una cosa, como si te diera igual, o como si la despreciaras, a muchas tías les gusta eso…

–¿Y qué te dijo él? – pregunté sólo por escucharme, porque me imaginaba perfectamente lo que Teo le habría dicho.

–Casi me hostia, no te digo más… Yo la quiero, ¿comprendes?, me decía, la quiero, y yo traté de explicarle que eso no tenía nada que ver, que podía quererte más que a su madre y darte marcha en la cama al mismo tiempo, que era como jugar a policías y ladrones, que el que hace de malo no tiene por qué serlo de verdad, le puse un montón de ejemplos, pero a mí tampoco me entendió y no acabamos pegándonos de puto milagro… Compréndelo, Fran, eso le parecía asqueroso y contrarrevolucionario. Él presumía de ser capaz de llorar, como todos entonces, era el nuevo hombre, tierno, blando y antiautoritario.

–Pero tú no eras así, ni siquiera en aquella época.

–Yo era estalinista, te recuerdo, un vil instrumento del aparato. Eso decíais, ¿no?, y que habíamos pactado con la derecha burguesa, que habíamos vendido al pueblo, etcétera. Estaba más que justificada mi adicción a la autoridad, mi incondicional fe en la disciplina… Pero naturalmente eso no lo sabía nadie, quizás sólo Machús, Lucía no, de eso estoy seguro. Yo también presumía en voz alta de ser capaz de llorar. Y sin embargo, me gustaba mucho escuchar a Teo, me pasaba la vida pidiéndole detalles sobre ti, fantaseaba mucho contigo… Y no eran sólo fantasías sexuales, no creas, aunque a veces, cuando veía lloriquear al gordo encima de la barra, pensaba para mí que el día que te pillara, te iba a quitar las ganas de dar órdenes durante una buena temporada, de lo suavísima que te ibas a quedar. Pero también me excitaban otras cosas, la descripción de tu casa por ejemplo, de tus padres. A mí me interesaba más él, porque le conocía de vista, de los congresos provinciales y cosas así, pero el pobre Teo hablaba muchísimo más de tu madre, que le tenía loco de admiración y yo creo que hasta un poco enamorado, fíjate. Luego, cuando te conocí, me di cuenta de que no había podido empezar con peor pie, pobre Teo…

–Pues ya sabes que a mamá no le gustaba nada -recordé por los dos-, fue lo primero que dijo cuando te vio, que menos mal que por fin me había echado un novio con buena pinta.

–Ya… Ya sé que no le gustaba, y no me extraña, la verdad… Sin embargo él la adoraba, se pasaba la vida preguntándose cómo era posible que te llevaras tan mal con ella, una mujer guapísima, me decía, pero imponente, en serio, vale cien veces más que su hija… Entonces hasta me empezaste a caer simpática, porque me pareció injustísimo que tu madre, que ya había vivido, le gustara más a tu propio novio que tú, que estabas empezando a vivir. Siempre me han impresionado mucho esa clase de cosas, y por eso tu madre me pareció una gilipollas desde el primer momento en que la vi, desde antes incluso de que descubriera que era exactamente eso lo que esperabas de mí. Pero antes descubrí otras cosas, porque Teo me lo contaba todo con pelos y señales, y un buen día me explicó la historia de tus padres, cómo se la había ligado él, cómo se había dejado ligar ella, cómo se habían hecho novios, ya sabes, la leyenda completa, después he vuelto a escucharla un montón de veces. A él se la había contado tu propio padre, naturalmente, un día que le invitaste a cenar y se liaron a tomar copas después del postre, y el pobre gordo, que al fin y al cabo era un romántico, estaba entusiasmado, le parecía una historia estupenda, la caída de tu madre le ponía cachondísimo, y a mí también me gustó, aunque me interesaba más el papel de tu padre, y se lo dije, y él me contestó, eres igual que Fran, ella también se pone siempre de su parte, a lo mejor todo lo que la pasa es que está enamorada de su padre, fíjate, y lo dijo así, como en broma, el muy imbécil, que no veía más allá de sus narices, pero yo lo vi claro en un momento, yo sólo necesitaba ese detalle para acabar de atar cabos, para poder estar seguro de qué clase de marcha te iba a ti, mi vida… -Martín sabía que esa frase me iba a sacar de quicio y la pronunció muy despacio, con el acento preciso para lograrlo, una voz honda, ligeramente ronca, que acarició mi piel por dentro, pero deshizo su propio hechizo un instante después, cambiando bruscamente de tono para advertirme que no estaba dispuesto a perder el control antes de tiempo-. También descubrí que tu padre me gustaba mucho para suegro.

–¡Joder! – protesté dócilmente, en el mismo tono jocoso que él había adoptado para pronunciar aquella última sentencia-. Pues ya podías haber hecho algo para conseguirlo. Tiempo tuviste, desde luego.

–No tanto… Dos años escasos. Cuando tú te liaste con Teo yo ya estaba en tercero, y tenía como mínimo dos novias, te recuerdo… Y además, luego, cuando empecé quinto, me eché por fin una novia sola, única, auténtica, Carmen, a la que tú conocías de vista, ¿no?, porque también estudiaba Filosofía, aunque terminó el mismo año que yo… Estaba muy bien aunque tú la llamaras el tentetieso…

–Era todo culo -le interrumpí-. Parecía milagroso que pudiera sostenerse de pie.

–… a pesar de que el tamaño de su culo no mereciera ese mote -prosiguió, como si no me hubiera oído-, que no se dedicaba a ponerme en ridículo en las reuniones del partido, sino que me admiraba mucho y me decía a todo que sí. Era del tipo atormentado, ya sabes, le encantaba sufrir, y yo creo que por eso se enrolló conmigo, para tener una historia complicada, con un tipo complicado, que no la dejara dormir bien por las noches. Así era feliz pero, con todo y eso, a mí me gustaba, la verdad. Sin embargo, debo confesarte que ni ella, ni ninguna otra buena chica de las de entonces, ni ninguna cosa, palabra o acontecimiento que me sucedieron durante todos los años que invertí en hacerme abogado, ni Lucía, ni Machús, ni nada, llegó a impresionarme tanto como verte aparecer a ti, con el gordo, por sorpresa, en aquella reunión. En aquel momento, creí que el corazón se me iba a salir por la boca, te lo juro. Estaba tan acostumbrado a hablar de ti con Teo sin haberte tenido nunca cerca, que casi tenía la impresión de que no existías en realidad, de que eras sólo una de mis fantasías, un tema de conversación, un personaje inventado. Pero resultó que existías, que por fin te tenía delante, y que me gustabas, joder, me gustabas mucho… Siempre me has gustado, ya lo sabes, aunque también sé que no te lo crees, porque como cada vez que te miras en el espejo, lo que esperas es encontrarte la cara de tu madre, pues no hay manera, claro… Y cuando te pusiste a insultarnos de aquel modo, pronunciando tan bien la equis de marxista, fingiendo toda aquella furia que no podías sentir ni de coña, tan lista, tan apasionada, tan… capaz de arder, me di cuenta de que no me había equivocado, de que eras una tía especial, una tía perfecta para mí… Pero me metí contigo para que te dieras cuenta de todo esto y, o no lo hice bien, o no lo entendiste. Me jodió mucho que te esfumaras de la noche a la mañana, pero no podía buscarte. Marita y yo nos llevábamos como el perro y el gato, el gordo no tenía noticias tuyas, borraste todas las pistas, y tampoco podía acercarme a tu padre, así, por las buenas, y preguntarle por ti, sobre todo porque tampoco lo volví a ver. Y luego me enrollé con Carmen, seguía estando medio liado con ella cuando me fui a Italia, ya lo sabes… Al encontrarte en la recepción de aquel hotel, en Bolonia, que era el sitio donde menos lo esperaba, me puse nerviosísimo, en serio, y me dije, hoy no vamos a meter la pata, y de entrada decidí que lo mejor sería pasar de las historias de Teo, intentar comportarme como si nunca hubiera sabido nada de ti…

–Y lo conseguiste -le dije-. Y no me pareciste nada nervioso, y tampoco metiste la pata en ningún momento -sonreí-. Aunque hasta hoy mismo no he descubierto por qué encajabas tan bien en el papel de seductor.

Movió la mano en el aire como si no le hubiera gustado que se lo recordara, y pasó por alto mi comentario.

–Y luego en la fiesta bebimos bastante, ¿te acuerdas?, y ya conseguí soltarme un poco, organizarme mejor la cabeza, yo sabía que tenía que pensar en tu padre, no en mí mismo, ni en un contrario ideal de Teo, sino en tu padre, y por eso, a las dos, cuando empezaron a cerrar las casetas, hice como que no pasaba nada, y eché a andar hacia el hotel como si fuera lo más natural del mundo, que por otro lado lo era, claro, porque como, por una vez, estábamos en el mismo sitio… Tú te colgaste de mi brazo y apretaste la cabeza contra mi hombro un momento, y aquel gesto me gustó, de eso también me acuerdo, ya te había besado, y me había fijado en que cerrabas los ojos y echabas la cabeza para atrás, como si te abandonaras completamente, me dio la impresión de que si te hubiera soltado sin avisar, te habrías caído de espaldas, y eso también me gustó, porque entonces todavía podía pensar, podía analizar tus gestos, tus palabras, calcular mis movimientos, interpretarte, y me dije que lo mejor sería no preguntarte nada, asumir tu silencio como una señal de conformidad, aunque cuando ya estaba abriendo la puerta del hotel, en el último momento, decidí cogerte de la mano y ya no me atreví a mirarte, pero me apretaste con los dedos un momento, ya no te acordarás -sí que me acordaba-, y pensé que había tenido una buena idea, y no sólo por la aparente ingenuidad de aquel gesto, sino porque tu mano me permitiría detectar lo que sentías… Cuando pedí solamente la llave de mi habitación, sin mencionar la tuya, tus dedos no se movieron. Cuando te miré, me sonreíste. Cuando eché a andar hacia el ascensor, me seguiste. Ahí empecé a perder la cabeza, y lo último que llegué a decirme fue que no era posible, que no existían los milagros, que no podía tener tanta suerte, que ni siquiera me la merecía… Cuando el ascensor se paró en el sexto piso tú saliste primero, ¿te acuerdas?, llevabas la chaqueta abierta, yo te la había desabrochado entre el primer piso y el quinto, pero ni siquiera la cerraste con las manos, me miraste solamente, como diciendo, ¿adónde vamos? Cuando entraste en la habitación te quedaste de pie, muy quieta, al borde de la cama, mirándome, y respirando por la boca sin darte cuenta… Llevabas la chaqueta abierta, pero no te la quitaste, te la quité yo, y descubrí debajo un sujetador negro, de Christian Dior, que no olvidaré jamás, será el último recuerdo de este mundo que abandone mi memoria, un sujetador negro de tul transparente con unas rayitas negras verticales muy finas, que llegaban hasta una línea que coincidía con el pezón, y lunares pequeñitos, también negros, desde esa línea…, costura se llama, ¿no?, hasta abajo…

–Mi madre me registraba los cajones de la ropa interior -recordé en voz alta-, y me tiraba a la basura sin consultarme todo lo que estaba viejo, desteñido o gastado de muchos lavados.

–No, Fran, no me jodas… No metas a tu madre en esto. A los veinticuatro años irías sola de compras, supongo…

–Bueno -sonreí-, vale. Pero sí es verdad que me compraba el mismo tipo de cosas que llevaba ella, y en la misma tienda, porque tenía abierta una cuenta y así yo no tenía que pagar nada. Tenía a las dependientas muy bien aleccionadas, y… Bueno, vale -repetí, cuando vi que se tapaba la cara con las manos-, a mí me gustaba.

–A mí también me gustó. Mucho. Muchísimo. Infinitamente más de lo que te puedas imaginar. Me acuerdo también de las bragas, no creas, que tenían lunares por delante y rayitas por detrás, y me gustaste tanto, tanto… -levanté la mano instintivamente para pedir la palabra, pero él no me dejó intervenir-. Sí, vale, ya sé lo que me vas a decir, que te lo quité todo enseguida, pero es que tú eras una roja genuina, ¿sabes?, y no me podía arriesgar, ni falta que hacía, porque eso era lo maravilloso, que ibas vestida igual que Machús, igual que intentaba vestirse Lucía, pero eras tú, una mujer a la que podía llevar a todas partes, una compañera ideológicamente admirable, una tía con la que podía follar a gusto sin sentirme culpable después, un mirlo blanco, ¿no lo entiendes…? Y sin embargo al principio no me di cuenta de eso, no calculé nada de lo que hacía, porque estaba loco, porque me estabas volviendo loco, porque no me lo podía creer, recuerdo que me fijé en algunas cosas, que no te quitaste el collar que llevabas, que adivinabas lo que yo quería hacer contigo sólo con que te lo insinuara con la punta de un dedo, que te anticipabas a mis propios movimientos… Luego sí, aquella noche tardé mucho en dormirme y pensé en todo esto mientras te veía dormir, pensé en el pobre gordo, que decía que eras pasiva, si sería imbécil, y pensé en ti, que me habías parecido felicísima al final, y pensé en mí mismo con tranquilidad por primera vez en mucho tiempo.

–Esto sí que me lo habías contado… -murmuré. Habíamos hablado mucho de sexo al principio, larguísimas conversaciones de cama deshecha y risas, y él siempre empezaba igual, recordando aquel collar de falso azabache y la intensidad de su asombro, repitiendo que jamás habría podido ni soñar que yo pudiera llegar a comportarme así, a desmayarme hasta conseguir borrarme del todo, y a mí no me extrañaba su sorpresa porque, aunque él nunca quisiera acabárselo de creer, lo cierto es que la compartía. Para mí, acostarme con un hombre nunca había sido nada parecido a aquello, por eso no tenía ningún modelo previo con el que compararme, hablábamos mucho de eso, yo intentaba convencerle, desentrañar sus reacciones, interpretarlas en voz alta, y los dos nos divertíamos mucho mientras tanto-. Lo que no podía imaginarme es que fuera tan importante para ti. Siempre me has parecido segurísimo de todo lo que haces.

–¿Lo ves? – sonrió-. ¿Ves cómo tenía motivos para no contarte según qué cosas? Ahora parece la gilipollez del siglo, ¿no?, es que no me puedo creer ya cómo pude llegar a ser tan tonto, pero la primera vez que te vi todavía era algo importante para mí, era importantísimo, hostia, aunque a la vez fuera una tontería, una simple cuestión de fetichismo elemental, de machismo residual, de personalidad dominante, un simple accesorio de la vida o ni eso, una manera de follar, tan inocente como jugar a policías y ladrones… Eso le decía yo a Teo, pero cuando me lo decía a mí mismo tampoco me lo creía. Y ahora sé que no es ninguna tontería, pero también sé que por mucho que haya contribuido a formar mi carácter, no debo sufrir por eso. Porque es que no te lo vas a creer -se reía, y sin embargo, yo no solamente le creía, sino que me alegraba de poder hacerlo-, pero antes de conocerte hubo una época en la que llegué a sufrir mucho, pero muchísimo, en serio, te lo juro, y renegaba de mí mismo todos los días, intentaba arrancarme cosas que ni siquiera yo entendía, de lo enterradas que estaban, y me sentía fatal porque no veía solución, porque nunca podría ser yo y ser feliz del todo al mismo tiempo, porque nunca podría controlar la zona oscura de mi cabeza, nunca jamás, podría aprender a dominarlo todo menos eso, y por muy enamorado que pudiera llegar a estar de una buena chica, por muy considerado que fuera follando con ella, todas las putas noches de mi vida, antes de dormirme, me acordaría de las cosas que las chicas malas se dejan hacer… A veces pensaba que más me habría valido ser homosexual, porque para comprender la homosexualidad sí que estábamos todos preparados. Y tiene gracia, pero era precisamente eso lo que me impedía romper con Lucía, con Machús, aunque luego la situación mejoró, desde luego, primero porque, quieras que no, uno se va haciendo mayor y al mismo tiempo la vida menos dramática, y luego porque las chicas malas se fueron quedando tan atrás que dejé de acordarme de ellas a todas horas. Además, descubrí que existían chicas regulares, marchosas a su pesar, que no estaban mal del todo, y seguía estando muy ocupado, que era lo que más me convenía… Y de repente, cuando ya había elegido un camino para llegar a estar conforme conmigo mismo, cuando dejé de pedirle a la vida más de lo que podía darme, cuando ya había decidido extirpar hasta la menor fantasía nociva de mi cabeza con la misma amable pero férrea disciplina que aplicaba a mis subordinados, apareciste tú, y fue como descubrir que los Reyes Magos existen de verdad a los veinticinco años. Entonces comprendí que no eras solamente la mujer perfecta sino mucho más. Eras la única mujer que existía para mí en este mundo.

Hizo una pausa que no fui capaz de rellenar con mis propias palabras, demasiado absorta en la tarea de descifrar lo que me estaba ocurriendo a mí misma mientras le escuchaba, mientras sus palabras convocaban una tumultuosa amalgama de sentimientos de muchas naturalezas distintas, y reconocí el amor, y reconocí el deseo, pero además, dentro de mí crecía el asombro, y la vanidad, la complicidad y el estupor, la comprensión, la certidumbre, y un vago reproche por los años vividos al amparo de una verdad escondida, y una seguridad en mí misma, en todo lo que yo era, que no había probado nunca hasta entonces, y mezclado con todo esto, casi oculto por emociones más urgentes, volví a distinguir los perfiles de una mujer mayor que estaba en paz, porque entre otras muchas cosas, las palabras de Martín me habían devuelto el futuro.

–Mira, Fran, tú, con esa especie de afán litúrgico con el que te empeñas en analizar el mundo, estás convencida de que yo te salvé. Pero fue al revés, y te he contado todo esto precisamente ahora, que sé que estás jodida, que sé que estoy jodido, que sé que lo que nos jode es que nos estamos haciendo viejos y que, por mucho que sea una barbaridad, eso tampoco tiene arreglo, para que te enteres de una vez. Fuiste tú quien me salvó a mí, y no sólo porque me dieras la razón a destiempo, muchos años después de que yo hubiera sospechado por primera vez que eras la mujer ideal, sino porque sólo tú, y el culto que fundaste alrededor de lo que soy con la asombrosa facilidad que tú tienes para esas cosas, le dio sentido a mi impostura.

–Tú no eres un impostor, Martín -acerté a decir, y dos lágrimas encontraron el camino de mis ojos aunque nadie las hubiera invitado.

–Sí que lo soy. O mejor dicho, lo era hasta que tú me liberaste de la obligación de seguir sobreactuando, de seguir trabajando para no pensar, de seguir afirmando que creía seis veces en cosas en las que me costaba trabajo creer todavía… Porque cuando me contaste que te habías enamorado de mí porque te recordaba al cuadro de Lenin que había en tu casa y al que le rezabas de pequeña, me di cuenta de que todo aquello había servido para algo, y me dejó de pesar el recuerdo de Lucía, y dejó de avergonzarme el recuerdo de Machús, dejé de sentir la lucha política como una condena perpetua y merecida, dejé de juzgarme a mí mismo como un gusano ruin y miserable, y no me perdoné del todo, pero me enamoré de ti, y volví a tener algo entre las manos. Todo lo demás también estuvo muy bien, descubrir que el pobre Teo tenía más razón de lo que pensaba, y hasta qué punto eres capaz de transfigurarte cuando estás conmigo desnuda en una cama, cómo llega a embellecerte esa capacidad para agotarte de placer que has debido heredar de tu madre por mucho que te joda, y conocerte, y encontrarte, tan acojonantemente complicada como eres, más que yo, que ya es decir, debajo de aquel sencillo disfraz de activista radical que nunca logró engañarme del todo, y desentrañar tu propia impostura, aprender que no eres una mujer dura, ni insensible, ni autosuficiente, porque nadie que merezca la pena lo es, y descubrir que si eres así de religiosa, fue porque te criaron en el culto incondicional a la personalidad de tu padre y a la belleza de tu madre, y coger de la mano a la patita fea que no llegó a convertirse en cisne para convencerla de que a mí me gusta así… A veces pienso que enamorarme de ti es lo único elevado que he hecho en toda mi vida, y es desde luego la única verdad que tengo para justificar todo lo demás, mi propia actitud, mi propio pasado, mi ambición y mis dudas, porque si no hubiera abandonado a Lucía no habría podido casarme contigo, porque si no me hubiera enrollado con Machús, nunca te habría reconocido en los comentarios de Teo, porque si no hubiera hablado tanto con Teo, quizás nunca habría llegado a descubrirte, porque si no me hubiera comportado como un cabrón, nunca me habría convertido en un líder auténtico, porque si no me hubiera convertido en lo que tú querías ver en mí, jamás me habrías querido como me quieres, porque si tú no me quisieras como me quieres, yo sería un hombre mucho menos feliz, e infinitamente peor de lo que soy.

Hizo una pausa para mirarme, y concluyó.

–Eso es lo que no va a decirte ningún psicoanalista. Y ahora, cuando por fin he conseguido recuperarme de un ataque de vértigo tan ridículo, tan lamentable como habría sido que me tiñera las canas o me hubiera dado por comprarme vaqueros ceñidos, puedo añadir que últimamente he tenido muchas ocasiones de comprobar que sigues siendo la única mujer de este mundo con la que puedo vivir. Y estoy seguro porque me he acostado con muchas otras. Demasiadas. Ya lo sabes.

Una semana después todavía acudí a mi cita de todos los jueves, pero después de disculparme copiosamente por el plantón del día anterior, no le conté nada de todo esto a mi silenciosa interlocutora, que me miraba como si mi aspecto, mi rostro, el tono de mi voz o las palabras que pronunciaba, hubieran logrado desconcertarla de verdad y por primera vez en casi dos años de encuentros sistemáticos y programados. Me fui antes de tiempo, anunciando que tenía una cena de trabajo importantísima en la que no podía presentarme vestida de cualquier manera, y me despedí con la fórmula habitual, aunque creo que ella se dio cuenta de que era para siempre.

Entonces ya había terminado de comprender todo lo que había escuchado una semana antes, las palabras que Martín quiso pronunciar y las que prefirió callarse, la historia que me había contado y las que ya no me contaría nunca, un pasado remoto para taponar los huecos del pasado reciente, un silencio más elocuente que su voz, una raya en el suelo, la clase de cosas que nosotros sí solíamos hacer. Pero no acepté su oferta sólo por eso.

La idea me daba vueltas por la cabeza desde antes de empezar con el psicoanálisis, y tal vez, si me había embarcado sin ganas en aquella peripecia tan pintoresca, fue solamente para ganar tiempo, para aplazar, quizás indefinidamente, la decisión de embarcarme en una aventura más extravagante, y que sin embargo, a ratos, me parecía hasta mucho más fundamental que apetecible, cualidades muy raras, y peligrosas, si lo que adornan es una rendición. Lo había afirmado tan tajantemente, tantas veces, que me flaqueaban las piernas incluso cuando no me lo tomaba en serio, y ni siquiera necesitaba pensarlo, sólo recordar mis propias palabras, las despiadadas sentencias de otras veces, quizás mi única colección de verdades inmutables que no había cambiado en nada durante décadas. No se pueden hacer así las cosas, escuchaba sin esfuerzo a mi memoria, no se puede tomar una iniciativa como ésta para superar un momento de crisis, no puede concebirse un error semejante, no es justo, ni bueno para nadie… Pero el silencio de Martín me sugirió que la vida es quizás la única realidad razonable, el único impulso al que merece la pena obedecer.

La noche que yo elegí para hablar, él pagó mis palabras con palabras, y esta vez fueron ellas las que acabaron de convencerme. Parecía absolutamente entusiasmado, y aún más, descabelladamente optimista hasta donde yo era más pesimista, segurísimo como nunca de que todo iría bien y acabaría mejor, y feliz, tanto como para desbaratar mis últimas dudas razonables con la definitiva certeza de que él mismo me habría empujado en aquella dirección mucho antes si en algún momento yo hubiera llegado a ofrecerle el menor punto de apoyo. Se acabó, Fran, dijo solamente, se acabó. La utopía no era ni eso, el mundo mejor se ha ido a la mierda para siempre, ya lo sabes, así que no hace falta que sigas siendo perfecta, coherente, impecable… Deja de nadar contra la corriente y relájate. Esto está bien, tiene que estar bien, ya lo verás…

Él también sabía qué edad tendríamos los dos después de que pasaran veinte años, pero eso fue lo único que no quiso decir en voz alta. Sin embargo, acertó misteriosamente en el resto de sus cálculos. A despecho de la edad de mis hormonas, me quedé embarazada en noviembre de 1994, unos meses antes de cumplir cuarenta años. Con un poco de suerte, por mucho que cambiaran las leyes laborales, cuando mi hijo cumpliera los veinte, yo no habría alcanzado aún la edad de jubilarme.