–¿Por qué escogió usted un nombre masculino?
Así empezó todo. Era jueves, y había convocado al resto del equipo a cenar a las 10 porque había que solucionar algún problema, unas fotos de no sé dónde, ya no me acuerdo, poca cosa, todavía no había salido a la calle el primer fascículo y todo marchaba muy bien, pero no me apetecía volver derecha a casa desde aquel despacho tan frío, tan técnico, tan parecido a mi propio despacho de la editorial.
–Mire -le advertí, en un tono lo suficientemente seco como para sugerir que no debía esperar de mí, todavía, respuesta alguna-, antes de empezar, me gustaría dejar claras un par de cosas. En primer lugar, preferiría que no me hiciera preguntas. Yo vengo aquí todas las semanas, le cuento mi vida, y usted me escucha. Si considera que es fundamental que lleguemos a un punto determinado, puede sugerírmelo al principio y yo la complaceré, no tengo ninguna intención de tirar el dinero. En segundo lugar, le rogaría que no tomara notas mientras yo esté aquí. Lo siento mucho, pero cuando la he visto ahí sentada, con esa carpeta y ese bolígrafo, me he sentido igual que si fuera un mono del zoológico. Si no confía en su memoria, puede anotar lo que quiera cuando yo me vaya. Supongo que, teniendo en cuenta su profesión, podrá retener una cantidad considerable de datos durante una hora, las sesiones tampoco son tan largas.
Cerró la carpeta, la colocó encima de la mesa y puso el bolígrafo encima. No parecía enfadada conmigo, ni siquiera desconcertada por mi actitud, y decidí afilar los agudos de mi acento más áspero para prolongar un discurso imprescindible, porque estaba a punto de desmoronarme por dentro, me vendría abajo sin remedio en el instante en que dejara de hablar.
–En tercer lugar, prefiero advertirle de antemano que todo esto, incluida yo misma en el papel que acabo de estrenar, me parece una especie de farsa anticuada e inútil, así que no puedo garantizarle que cuente conmigo entre sus pacientes durante mucho tiempo. Si he venido aquí es porque me encuentro mal sin saber por qué. No es la primera vez que me pasa, pero nunca me había dado tan fuerte. Por principio, me obligo a mí misma a contar con todos los métodos posibles para resolver un problema, y para mí, usted, de momento, no es más que eso, un método posible. Espero no parecerle intolerablemente soberbia o desagradable, pero prefiero ser sincera. No he querido contarle a nadie que me voy a psicoanalizar, nadie lo sabe, ni en casa ni en el trabajo. Para el resto del mundo, yo estoy ahora mismo haciendo gimnasia. Es una buena excusa, porque la gimnasia es uno de los métodos posibles que he utilizado más frecuentemente hasta ahora.
Otro día le contaré la verdad, me iba diciendo mientras mentía a medias, rebozando cada palabra en la calculada distancia de un lenguaje mecánicamente prestigioso, o mejor dicho, lo que sospecho de la verdad, esa esfera gigantesca, perfecta como todas las cosas redondas, que ha explotado de repente en el parto de millones de verdades pequeñas y astilladas, células toscas e inermes de una realidad que se ha roto con ellas, sin dejarme instrucciones para su reconstrucción. Otro día recontaré sus pedazos, me prometí a mí misma sin mover los labios, pero eso será cuando se hayan agotado las preguntas fáciles de contestar, luego, la próxima vez, una tarde cualquiera.
–Bueno, creo que ahora me toca hablar a mí -cuando ya no lo esperaba, aquella desconocida me encaró de frente, con una voz lo suficientemente serena como para no alarmarme, pero sin esforzarse por enmascarar una cierta dosis de dureza que me advirtió que, en contra de lo que había supuesto hasta un instante antes de escucharla, yo no tenía el control-. Si acabara de terminar un libro y estuviera pensando en enviarlo a su editorial, no me quedaría más remedio que aguantarle este tono, pero le aseguro que, de momento, ése no es el caso. Supongo que usted ha venido hasta aquí porque tiene algún problema que supone que yo puedo ayudarle a solucionar. Si no es así, las dos estamos perdiendo el tiempo, y lo mejor será que se marche ahora y no vuelva más.
Ya no recuerdo cuándo descubrí que la única fórmula capaz de garantizarme la capacidad de hacer bien las cosas consistía en controlar cualquier situación antes de que el resto de los personajes que intervinieran en ella hubieran sentido siquiera la necesidad de disputármelo. Desde entonces, y debo de estar hablando de una época en la que mi estatura rebasaba a duras penas el metro y medio, mi relación con el resto del mundo, personas, acontecimientos, estados de ánimo, e incluso objetos, se ha definido por la necesidad de tener el control en todo momento, sin relajar la vigilancia jamás. Martín es la única excepción a esta regla, el único ser vivo al que he llegado a reconocerle autoridad sobre mí misma. Fuera de él, no sé, y nunca he sabido, desenvolverme en situaciones controladas por otros. Odio tener que hacerlo.
Miré fijamente a la desconocida, que aguantó mi mirada sin pestañear, mientras ensayaba por dentro la respuesta que ella estaba esperando. Tengo treinta y siete años y acabo de comprender que seguramente he vivido ya más de la mitad de mi vida. No se lo va a creer, pero no me había dado cuenta hasta ahora. Hace tres meses, mi mejor amiga se murió de un cáncer de útero. El mundo ha cambiado también en otras direcciones, no crea. He pasado veinte años -y no es una frase hecha, han sido veinte años de verdad, uno detrás de otro, aunque hasta a mí me parezca mentira- cultivando la utopía de un mundo mejor, más justo y más feliz para todos, con los mismos gestos cursis y relamidos que empleaban para trabajar en su jardín las ratitas presumidas de los cuentos que no me contaron de pequeña. Y de repente, todos mis rosales se han desvanecido, no sé si lo entiende, pero el caso es que han desaparecido, se han esfumado, se han deshecho en el aire, como se deshacen todas las cosas que no han llegado a existir nunca, como las utopías, sin ir más lejos. Mientras tanto, he prosperado. Gano muchísimo dinero, vivo muy bien, no tanto como vivían mis padres, desde luego, aunque para ellos -o quizás sea más exacto hablar sólo de él, porque mi madre ha vivido siempre a remolque, enganchada a su marido igual que una caravana a un coche- este detalle nunca tuvo importancia. Él era un perdedor, hijo de perdedores, digno y entero en la derrota. A mí ni siquiera me ha derrotado nadie y, desde luego, nadie me va a derrotar ya, eso está claro. No he tenido hijos porque mis elevadísimos ideales colmaban con creces el horizonte de mi transcendencia, y ahora que ni siquiera tengo horizonte, me arrepiento, pero todavía no me he atrevido a rendirme porque, por último, aunque no sea lo menos importante, mi marido se dedica últimamente a follar con otras mujeres. Supongo que él también se ha dado cuenta de que ha vivido ya más de la mitad de su vida, que él también ha tenido que enterrar la memoria de los rosales inexistentes y todo eso, pero siempre ha sido más pragmático que yo, y más listo. Por supuesto, él no me ha contado nada. Los dos estamos muy bien educados, somos de muy buena familia, ya se lo puede imaginar, pero yo lo sé, y sé que existe la posibilidad de que me abandone, aunque no quiera pararme a pensarlo siquiera, y también sé que debería hablar con él de todo esto, pero no puedo. He olvidado la manera de hablar con Martín. Antes lo hacíamos, pero ahora no soy capaz de recordar cómo empezábamos. Así que siempre he tenido el control de mi vida, y el control de mi trabajo, y el control de mis amistades, y de mis relaciones con mi familia, y de mi ideología, y de mi futuro, pero ahora, aunque mida casi treinta centímetros más que al principio, no me sirve de nada, porque no sé hacia dónde tirar, qué hacer con el resto de los años que me quedan, que son seguramente menos que los que ya he vivido, no lo olvide. Y Martín, que es el único que ha logrado controlarme a mí, no parece demasiado interesado en seguir haciéndolo. Esto es lo que hay. ¿Qué me dice?
Me fumé un cigarrillo hasta el filtro, y luego otro, y luego rebusqué en el bolso hasta dar con una caja de caramelos balsámicos, sin azúcar, y me metí uno en la boca, y lo reduje prácticamente a la mitad, empujándolo con la lengua contra el paladar, mientras me preguntaba qué iba a hacer después. La solución más sensata habría sido hacer caso a aquella mujer, levantarme y largarme de allí para siempre. La segunda opción de la sensatez habría consistido en pronunciar en voz alta el discurso que acababa de fabricar para mis adentros entre el sabor del tabaco y el del eucalipto. Sin embargo, elegí la posibilidad más insensata, porque odio no tener el control sobre una situación, no sé muy bien cómo actuar cuando eso ocurre, y por eso terminé respondiendo a su primera pregunta como si no hubiera pasado nada después.
–Me llamo Francisca. Francisca María Antonia Antúnez, si quiere saberlo todo. No son nombres muy bonitos, desde luego, pero tampoco es una tragedia llamarse así, sobre todo porque cada uno de ellos significa algo. La abuela de mi padre se llamaba Francisca Merello de Antúnez, ¿le suena? – negó con la cabeza-, claro, seguramente usted no habrá estudiado nunca solfeo -repitió el mismo gesto para darme la razón-. Sin embargo, fue una mujer muy importante, una pedagoga musical de primera fila, profesora del Instituto-Escuela de Madrid, un colegio muy ligado al espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Tuvo cuatro hijos, todos varones, pero dejó muy claro que si hubiera tenido una niña se habría llamado Elisa, como la musa de Beethoven. Yo debería haberme llamado así, porque soy la primera hembra de tres generaciones de Antúnez, pero mi padre me puso Francisca en su honor. Lo de María fue idea de mi madre, una tontería, ella intentó siempre imponer ese nombre sobre los demás y nunca lo consiguió. Mi abuela, alumna primero, y después nuera de Francisca, se llamaba Antonia Valdecasas. Había nacido en Granada, vino a Madrid a estudiar. Era pintora, hija de un amigo de Ángel Ganivet, hermana de un diputado comunista. Tenía mucho talento y muy mala suerte. En la primavera de 1936, fue a visitar a sus padres y cayó enferma. Tifus. Cuando los nacionales fueron a buscar a su hermano, sólo la encontraron a ella, en la cama, con fiebre. No les importó mucho. La sacaron de allí, la montaron en un camión, y la fusilaron contra la tapia del cementerio. Tenía 34 años. Su marido pasó la guerra en Madrid, y al final, salió por Francia. Murió allí mismo, algunos meses después, en uno de esos espantosos campos de concentración donde los franceses encerraban a los refugiados republicanos españoles, como si todavía no hubieran tenido bastante. Nadie supo nunca cuál fue la causa exacta de su muerte. Mi padre tenía 17 años cuando lo vio por última vez, e intentó convencerle de que lo llevara consigo, pero él no se lo consintió, y lo dejó en Madrid con sus padres, mis bisabuelos Antúnez, todo lo progresistas que se quiera, pero tan cautos y discretos siempre que apenas perdieron algo más que la guerra. La familia de mi abuela Antonia, en cambio, lo tuvo muy mal, porque todo el mundo les conocía en aquella ciudad tan cruel, que de repente se había vuelto tan pequeña…
Cuando tenía catorce años, creí reconocer a mi ilustre bisabuela en una ilustración de un libro de texto, y me emocioné tanto que me temblaron las manos al pasar la página, pero resultó que aquella explosiva combinación de expresión adusta, casi masculina, y carnes incalculables, inequívocamente femeninas, que hundía la barbilla en su propia papada para levantar los ojos hacia el objetivo con una altivez casi teatral, era doña Emilia Pardo Bazán. Por lo demás, el mismo moño de pelo blanco, los mismos vestidos rígidos y entallados hasta la cintura, seda negra, brillante, lentes muy parecidos colgando de una cadena sobre la falda, y un libro entreabierto en las manos, aunque después de fijarme un poco tuve que admitir, no sin una punta de desaliento, que Francisca era bastante más fea de cara.
Sin haber sido tampoco exactamente una belleza, Antonia, en cambio, parece casi una actriz de cine mudo en las pocas fotos que he visto de ella. Morena, menuda, delicada, mira a la cámara con los ojos muy abiertos, improvisando un instante de desconcierto, siempre idéntico. Se atrevía a llevar el pelo suelto, una melena oscura, rizada, sujeta a la altura de las sienes con un arsenal de horquillas y peinas de colores, como las gitanas, y abusaba metódicamente de la bisutería. Las sortijas se agolpan en sus dedos de dos en dos, hasta tres a veces, en las fotos que captaron sus manos, y la piel de su escote, siempre descubierto, apenas asoma entre una maraña de collares de cuentas, con dijes y colgantes extraños, sudamericanos quizás, quizás africanos. Le gustaba que sus pezones se transparentaran por debajo de la blusa, y colgarse dos aros enormes de las orejas. Tal vez por eso, al contemplarla por primera vez, cualquier visitante culto -en casa de mi padre, los incultos nunca han pasado de la cocina- se sigue colgando invariablemente de la trabajada imagen de esa mujer enigmática que se casó con mi abuelo antes de cumplir veinte años, y sin dejar de mirarla, absorto en su poder todavía, murmura antes o después que era una típica intelectual de los años treinta. Me temo que yo también puedo ser interpretada como una típica mujer de mi tiempo pero algunos arquetipos, como algunos colores, favorecen más que otros.
–Decidí acortar mi nombre en el colegio. Allí también se dieron cuenta de que era una abreviatura más frecuente entre los niños, pero no solamente no les molestó, sino que me alabaron por ello. A mis profesores no les importaba mucho que no supiéramos por dónde pasa el Danubio, pero valoraban la formación de una personalidad singular sobre todas las cosas, y el nombre que yo elegí garantizaba, en su opinión, que íbamos por buen camino. Si hubiera decidido llamarme Paquita, el libre ejercicio de mi voluntad se habría saldado con un par de suicidios… -hice una pausa antes de emprender el obligado, detestable prólogo de los hechos de mi vida-. La verdad es que no provengo de una familia muy corriente en ningún aspecto, ¿sabe?, pero recibí una educación especialmente escogida, la más extravagante que era posible dar en Madrid a una niña nacida en 1955. Me eduqué en un colegio de monjas laicas. Ahora, cada vez que una nueva conquista de lo políticamente correcto hace sonar las alarmas, me descojono de risa, porque yo mamé el programa completo cuando no había nada más incorrecto sobre la faz de la Tierra. El clero siempre es clero, de derechas o de izquierdas, católico o ateo, tradicional o alternativo, lo mismo da, es clero, riguroso, dogmático, inflexible, ciego, y sordo, y mudo, despiadado, de puro indiferente, ante cualquier realidad que no convenga a su fe. El mundo era clasista, pero mi educación no lo contemplaba. Las calles estaban llenas de fascistas, sexistas, racistas, asesinos y, en general, hijos de puta de todos los pelajes, pero mi educación era expresamente no competitiva, y nos puntuaban sobre doce para que fuera más difícil suspender. Sólo teníamos prohibidos los cuentos de hadas. Al matricular a cualquier niño de párvulos, se informaba a sus padres de que, según el criterio del equipo docente, esas historias empapadas en sangre por herida de arma blanca transmitían una turbia violencia de connotaciones sexuales que resultaba muy perjudicial, fíjese, todavía puedo recitarlo de memoria. No se puede usted imaginar el coñazo de cuentos que leíamos en clase, la locomotora solidaria, el cirujano responsable, el árbol que se hizo amigo de un caracol, el fusil que se negaba a disparar… Cada protagonista blanco tenía un amigo negro, o chino, y el sexo de los protagonistas estaba rigurosamente equilibrado, el mismo número de niños que de niñas. Cuando aparecía una mujer mayor, era ingeniera, o directora de orquesta. Los hombres, en cambio, lavaban los platos y no sabían conducir. Para realidad virtual, aquello. Todo mentira. Y nuestros días parecían sacados de alguno de aquellos cuentos. En cada curso teníamos algún compañero marginal, ¿sabe?, gitano, o hijo de alcohólicos, o sencillamente pobre, que hacía de florero, pero nuestros padres pagaban un pastón todos los meses, porque naturalmente, el Estado franquista no subvencionaba al enemigo. ¿Le molesta que fume?
–Naturalmente que no, sobre todo después de lo que me está contando… -me sonrió y yo celebré su ironía con otra sonrisa y la sensación de estar firmando un tratado de no agresión.
–No me gustaría que me entendiera mal -continué, en un tono más manso, más sincero quizás-, y desde luego no creo que aquel colegio fuera peor que uno de monjas. Pero tampoco era mucho mejor, eso es todo. Es malo que te digan desde un estrado que si te masturbas te vas a quedar ciego, pero igual de malo es que te anime a masturbarte tu profesor de Ciencias Naturales desde un estrado parecido. La diferencia es que, cuando por fin lo haces, resulta mucho más emocionante si de paso te sientes pecador y culpable, y sin embargo no pierdes la vista, pero en otros temas la ventaja cayó de nuestro lado, eso también tengo que reconocerlo.
Me paré en seco e invertí un par de minutos en estudiar una esquina del techo. Llevaba muchos años hablando así, muchos años instalada en la herejía más atroz para quienes hicieron de su herejía una ortodoxia, muchos años dudando de la esencia de ciertos privilegios, pero hacía muy poco tiempo me había dado cuenta de que, aunque nuestras palabras eran muy diferentes y los conceptos que expresaban casi antagónicos, en el fondo estaba empezando a hablar igual que mi madre.
Cuando nació, se llamaba Inmaculada Concepción de María Martínez Pacheco, hija del capitán Martínez, del cuerpo de Ingenieros del Ejército de Tierra, y de doña Mercedes Pacheco, de profesión sus labores. Sus compañeras de colegio, ex alumnas de las Madres Trinitarias, la conocieron como Inma Martínez hasta que terminó el bachiller. Era una alumna muy aplicada, ordenada y responsable, piadosa sin llegar a ser beata, alegre, sociable, una niña feliz que sacaba buenas notas en general y sobresaliente en lengua extranjera. El último año, en la fiesta de fin de curso, recitó a Corneille de memoria con un acento impecable. Ya tenía el cuerpo más espectacular del Distrito Centro, y ningún miope habría dudado un instante antes de apostar cualquier cosa a que su belleza derrotaría en un plazo implacable, brevísimo, a barros y espinillas, para diluir después ese impreciso tinte adolescente, el golpe de rojo que anula los pómulos y transforma la redonda cara de los bachilleres en una especie de empanada mal cocida, recubierta de semillas de sésamo. Luego dejó de estudiar. Su padre hubiera preferido que se quedara en casa, pero una amiga de la familia, esposa del coronel del regimiento, montó una pequeña perfumería de lujo en el hall del hotel Palace y le ofreció un trabajo cómodo, tranquilo y razonablemente bien pagado, y ella aceptó, muy animada por su madre, que se tiraría de los pelos durante el resto de su vida por haberle llevado la contraria a su marido en aquella ocasión.
Miguel Antúnez Valdecasas salía del bar del Palace con un paquete cuando la vio por primera vez, detrás de una cristalera. Le gustó tanto que entró en la tienda sin pensar en lo que haría después. Cuando ella le preguntó qué quería, le pidió una pastilla de jabón sin más, a secas, y encajó airosamente el asombro de aquellos ojos inmensos, que de repente parecían perdidos en el minúsculo local donde sólo algún extranjero despistado había entrado alguna vez para comprar esa clase de menudencias. ¿Perfumada o sin perfumar?, preguntó después de un rato, perfumada, precisó él, ¿nacional o de importación?, de importación, ¿rosa salvaje o albaricoque?, rosa salvaje, y su voz se hizo más hueca, más ronca, más profunda, al pronunciar esas dos palabras, que se hincharon en el aire como las mitades de un obsceno juramento, ¿grande o pequeña?, grande, él contestaba con tanta seguridad que nadie se habría atrevido a sospechar que no necesitara desesperadamente poseer aquella pastilla de jabón, pero ella la retuvo un instante entre los dedos antes de formular la última pregunta, ¿es un encargo de una señora o la va a usar usted mismo?, la voy a usar yo mismo, respondió él, para engrasar los tornillos. Entonces ella se rió, no pudo evitarlo, antes de comportarse como lo que era, una buena chica, verá, dijo, en cualquier perfumería de la calle podrá comprar un jabón más corriente por menos de la mitad de precio, ya, él asentía con la cabeza como si ella no le hubiera descubierto nada nuevo, pero yo quiero éste, porque mis tornillos son muy sensibles… Antes de pagar miró el reloj, las siete y cuarto. Detrás de la registradora, un cartelito enmarcado, tan empachosamente ñoño y vulgar, pensó él, como todo lo demás, informaba de que el horario comercial de aquel establecimiento finalizaba a las ocho y media de la tarde. Miguel Antúnez sintió la tentación de ser responsable, pero invocó todo su valor para resistirse a ella. Las dependientas de las tiendas guardan los objetos perdidos debajo del mostrador durante un par de días, se dijo, antes de avisar a la policía, y al fin y al cabo, en París no pueden haber confiado nada importante a un correo tan trivial, una vieja amiga francesa de los abuelos, y tampoco voy a abandonarlo, nada de eso, ahora me siento en uno de aquellos sillones, me tapo la cara con el periódico y vigilo cómodamente, total, no es más que una hora, los riesgos son tan mínimos que no existen… El paquete fue deliberadamente olvidado sobre un abominable mostrador de madera lacada en blanco con adornos de purpurina dorada, y mi padre salió de aquella tienda con gestos lentos, ensayados, mientras la seguridad de la principal, casi la única, organización antifascista española que operaba clandestinamente en el interior del país, crujía y se resquebrajaba en cada uno de los favorecedores pasos de sus zapatos cosidos a mano.
Siempre he sospechado que a mi madre le gustaba aquel mostrador, y mientras fui una niña, cada vez que escuchaba esta historia, con más o menos detalles en función de mi edad, el escenario, o la ideología de los presentes -a él le entusiasmaba contarla en público, ella miraba al suelo, se ponía colorada y jamás corregía a su marido-, me preguntaba cómo habría sido posible que lo abandonara para seguir a mi padre. Pero nunca fui una niña lista.
Ella estaba sola en la tienda, y sin embargo esperó a que dieran las ocho y media en punto antes de empezar a recoger. Entonces vio el paquete, y después de cerrar la caja, devolver todas las muestras a su lugar en los estantes, y echar la llave en armarios y vitrinas, lo cogió, junto con su bolso, para dejarlo en Recepción antes de marcharse. Desde un sillón situado a cierta distancia, él la vio salir, sobrecogido de placer. Las cosas no habrían podido ir mejor, pensó, y se levantó para ir a su encuentro, sin advertir que, en la otra punta del hall, un oficial del Ejército de Tierra vestido con el uniforme reglamentario, se levantaba al mismo tiempo para encaminarse hacia el mismo punto, como si pretendiera trazar en el suelo una imaginaria línea convergente con sus propios pasos. Ella vio primero al desconocido, y levantó la mano derecha, como si se alegrara mucho de encontrarle. Luego, el alférez la llamó, ¡Conchita!, y ella giró la cabeza para sonreírle. Estás jodido, Antúnez, se dijo quien por un momento perdió toda esperanza de llegar a ser mi padre, pero bien jodido, me cago en la patrona de Infantería, insistió para sí mismo, y se detuvo bruscamente en el centro geométrico de la gigantesca alfombra. Inma/Conchita Martínez estaba a su lado antes de que dispusiera de tiempo para darse cuenta de nada. Esto es suyo, le dijo, tendiéndole el paquete, ¿verdad?, y él lo cogió antes de contestar, sí, claro, muchas gracias, he vuelto hace un momento al darme cuenta de que lo había perdido… El alférez Barrachina era su novio, y se cuadró marcialmente para saludar. Vengo a buscarla todas las tardes, le dijo, en ese musculoso tono confidencial que los hombres escogen para hablar con los hombres, porque no me hace ninguna gracia que este bombón ande solo por la calle, ya me entiende… Sí, claro, dijo mi padre, es lo más prudente, y cuando se despidió de ellos, en la puerta del hotel, se juró no volver a verlos nunca más.
Sin embargo, al día siguiente, a las siete y cuarto de la tarde, empujó la puerta de cristal, se acercó al mostrador abominable, y pidió una pastilla de jabón. Llegó a comprar veintiocho -lo sé con exactitud porque las he visto durante toda mi vida, cuidadosamente apiladas, el envoltorio intacto, en una pequeña vitrina de madera inglesa que es el único mueble de su despacho que no contiene libros, como si fueran un trofeo de caza- antes de que ella accediera a salir con él a tomar una caña después del trabajo, pero sólo porque mi novio está de guardia, le advirtió mientras se ponía el abrigo, muy seria. Entretanto, él había aprendido muchas cosas hablando con ella a través del mostrador, y tenía esperanzas. Por su parte, le había contado sólo lo que le convenía, que era hijo único, huérfano de padre y madre, que había sufrido muchísimo por ambas ausencias desde muy pequeño, que había tenido que hacerse a sí mismo, que poseía una librería y una pequeña editorial, montada con la ayuda de sus abuelos -y que, la verdad, ganaba bastante dinero, para qué mentir-, que no tenía novia porque no le interesaban las historias triviales, sino un amor verdadero para toda la vida, etcétera. Ella se creía apenas la mitad, ya, ya, le decía, menudo golfo estás tú hecho…, pero sonreía siempre al final, como si no le molestara mucho la idea. La segunda vez fueron a un cine de la Gran Vía. Ponían una de John Wayne, el galán favorito de mi madre. Mi padre estuvo observándola toda la película, y no dijo nada, pero se dio cuenta de hasta qué punto parecía gustarle aquel macho tan excesivo, y tuvo todavía más esperanzas, porque él no era tan guapo de cara como su rival pero, desde luego, abultaba más o menos el doble. Y sin uniforme, que tiene más mérito, le gustaba precisar. Luego, el alférez Barrachina se fue un mes de maniobras a las Bardenas Reales. Así no se las pusieron ni al rey David, pensó Miguel Antúnez.
Explotó la libertad coyuntural de su presa desde la primera tarde, y atacó con un libro de poemas, Azul, de Rubén Darío. Más tarde recurrió a Bécquer -Rimas-, a Lorca -Romancero gitano-, a Juan Ramón -Diario de un poeta reciencasado- y, cuando se sintió seguro, a Salinas -La voz a ti debida-, con la poesía siempre se ha follado una barbaridad, es todavía uno de sus lemas favoritos. Le leía poemas en voz alta y los comentaba ladinamente, adornándolos con el tipo de historias edificantes que más le convenían, como los amores del rey Salomón con la reina de Saba, la fuga de Verlaine con Rimbaud, o la pasión de Lord Byron por su hermana Augusta, pero siempre de poetas muy distantes, antiguos, o extranjeros, para no asustarla demasiado, y ella le miraba muy fijo, con los ojos húmedos, brillantes, mientras los escuchaba, y decía al final, en fin, gracias a Dios, en España no pasan esta clase de cosas, un instante antes de empezar a pedir detalles.
Y fue ella, aun sin saberlo, quien dio el paso definitivo. Acababan de salir del cine, siempre una del oeste, y en Callao escogieron la acera derecha de la Gran Vía en dirección a Alcalá. Iban a tomar un café en el Círculo de Bellas Artes, pero un semáforo en rojo les detuvo a la altura de la Red de San Luis. Ella aprovechó para acercarse a mirar el escaparate de Alexandre, aquella suntuosa tienda de bisutería que ahora se ha convertido en un triste despacho de hamburguesas a cuarenta duros la unidad, pero no se alejó tanto como para no escuchar el eco de una voz bronca, aguardentosa, ¿me das fuego, guapo?, y se volvió con tanta brusquedad como si un alacrán hubiera atinado a morderla en la nuca. Una mujer que aparentaba unos treinta años, abrigo blanco sobre los hombros, moño alto y muy historiado, como un rascacielos generosamente revocado con varias capas de pintura amarillo canario, y los labios, más que teñidos, heridos por un carmín del color de la sangre seca, acercaba un pitillo al mechero que Miguel sostenía en la mano derecha, y al hacerlo, se las arreglaba para mostrar un vestido negro, ceñidísimo, con un escote en uve tan profundo que ni siquiera se habría podido calificar de insinuante. La hija predilecta del teniente coronel actuó por puro instinto. Antes de que el cigarrillo hubiera empezado a tirar, ya se había colgado del brazo de su acompañante. Bueno, chica, ya me voy, dijo aquella mujer, ¡qué barbaridad, ni que una estuviera haciendo algo malo…!
El semáforo cambió a verde, pero ninguno de los dos hizo ademán de cruzar. Él decidió esperar a que ella hablara primero. Era una puta, ¿verdad?, dijo por fin, y él asintió con la cabeza, eso me ha parecido… Gustavo nunca quiere contarme nada, le confió después, mencionando por primera vez al alférez Barrachina por su nombre de pila, él dice que nunca se ha acostado con ninguna, pero yo no me lo creo, la verdad, aunque a lo mejor, como es tan pasmado… ¿Tú vas de putas, Miguel? Él la miró intensamente a los ojos durante un par de segundos, meditando en silencio acerca de la respuesta que ella preferiría escuchar, y al final fue sincero, sí, claro que voy de putas, y contempló la chispa de emoción que incendiaba sus ojos, y llegó un poco más lejos, tal y como están las cosas, en este país no hay otra solución, y todavía unos metros más allá, ¿por qué me lo preguntas?, ¿a ti te interesan? Ella estaba confundida y muy nerviosa, eso lo reconoció siempre, afirmando vigorosamente con la cabeza cada vez que él contaba la historia, no sé…, dijo al final, me gusta mirarlas, esas ropas que llevan, tan pintadas, no las entiendo muy bien, a veces me pregunto qué sentirán, cómo podrán vivir así…
Miguel Antúnez cogió a Inma/Conchita Martínez Pacheco del brazo, cruzó Montera con ella, y unos metros después, se lo jugó todo a una carta dudosa. Estamos enfrente de Chicote, dijo en un susurro, murmurando casi en su oído, ¿quieres que entremos? Ella negó con la cabeza sin mucha convicción. Muy bien, concedió él, pero te advierto que no pasaría nada raro. Ahí dentro hay muchas putas, pero también parejas de gente normal, grupos de amigos, hasta escritores, pintores, periodistas, personas corrientes que toman una copa, eso no es pecado. Ella dudaba con la cara, con las manos, con los ojos, con todo su cuerpo. ¿Estás seguro?, le preguntó al final, absolutamente, fue la respuesta, y mi madre nunca llegó a acceder de palabra, pero él se detuvo en otro semáforo, y atravesaron juntos la Gran Vía, y unos metros antes de ganar la puerta giratoria, la obligó a detenerse, se colocó justo detrás de ella, y empezó a desprender de su cabeza las horquillas que mantenían sujeto el flequillo, antes de desbaratar del todo su peinado recogido de mujer decente, retirando un ancho pasador metálico adornado con flores de tela que guardó en uno de sus bolsillos. Ella no dijo nada hasta que una mano helada, los dedos extendidos, recorrió su cráneo desde la nuca hacia arriba, para despegar de la piel sus cabellos aplastados. ¿Por qué haces eso?, preguntó por fin, y él se dio cuenta de que estaba temblando, así que procuró improvisar un acento chistoso, eres demasiado guapa por ti misma, dijo, no hace falta que desentones tanto como si pretendieras llamar la atención…
El bar era un local más pequeño de lo que ella había supuesto, y sin embargo no la decepcionó, porque estaba abarrotado de gente y lleno de humo, y en el aire se mezclaban toda clase de sonidos frívolos -ecos de carcajadas, de besos, mecheros que se prendían, botellas que se abrían, copas que chocaban en brindis incesantemente repetidos- que ahogaban una tenue música ambiental. Miguel localizó a una pareja que estaba a punto de abandonar dos taburetes junto a la barra y después de ocuparlos pidió un whisky con hielo. ¿Qué quieres tú?, le preguntó, no lo sé, reconoció ella después de un rato, nunca bebo, pero… ¿y si me tomo un dry martini, que es lo que piden siempre en las películas?, estupendo, dijo él, y ella acabó tomándose tres, uno detrás de otro, mientras descubría que aquellas mujeres no parecían tan perdidas como había supuesto siempre, y algunas hasta actuaban como si se lo estuvieran pasando bien de verdad. Él fue un momento al baño, e incluso durante su ausencia tuvo suerte. Cuando volvió, un par de hombres maduros y bien vestidos intentaban dar palique a la novia del alférez, que estaba tan borracha que sonreía sin entender muy bien el sentido de aquella conversación. Voy a besarte, le anunció él, después de espantarlos, para que todos sepan que estás conmigo, es lo mejor, lo más seguro, ¿de acuerdo?, y la besó una vez, y otra, y otra, y ella al principio sólo se dejaba besar, pero luego le echó los brazos al cuello, y empezó a besarle, y no protestó cuando él le puso una mano en la cintura, ni después, cuando aquellos dedos empezaron a recorrer su costado, subiendo hasta la base del pecho, bajando hasta el final de la cadera, acariciándole un muslo, ella aprovechó una pausa para confesarle que no se encontraba muy bien. Vamos a mi casa, propuso él entonces, te haré café, y ella le siguió sin decir nada, y a él le temblaron las piernas por primera vez desde que la conocía, porque lo había leído en su cara, una imperceptible hinchazón en los labios, la ávida tensión de la barbilla, y ese líquido turbio que empañaba sus ojos, no había duda posible, está cachonda, diagnosticó para sí mismo, cachonda perdida, se repitió, y va a ser esta noche, eso se iba diciendo, será esta noche o no será nunca…
Cuando el relato llegaba a este punto, trepando hacia la cima del pico más alto, mi padre contaba que en aquel momento no había acertado a comprender cómo era posible que ella se dejara conducir tan mansamente hacia su destino. Algunos días después, sin embargo, mi madre le confesó que se había creído a pies juntillas lo del café, un ofrecimiento tremendamente amable y cortés, y ambos se rieron, y se seguían riendo al recordarlo. Ahí terminaba la historia, pero lo demás es fácil de imaginar.
Una fría noche de marzo de 1949, Inma/Conchita tuvo, al menos, un desliz, quizás alguno más. Y le gustó. Cuando Gustavo Barrachina regresó de las Bardenas Reales, ya no tenía novia. Antes de que terminara el año, mis padres se casaron en la iglesia de Santa Bárbara, magnífica escalinata para las fotos de una boda que fue al mismo tiempo un entierro encubierto. Inmaculada Concepción de María Martínez Pacheco murió para siempre aquel día. La mujer de mi padre nunca tuvo otro nombre que Coco Antúnez. Y nunca volvió a tener un lugar propio en el mundo.
–Perdóneme -la pausa se había alargado tanto que me disculpé por el silencio, como si fuera ella quien hubiera pagado por escucharme-, pero al hablar del colegio me he quedado colgada en historias de aquella época. Es curioso, ¿sabe?, pero ahora que me acerco a los cuarenta, me acuerdo de la infancia cada vez más, es como si la tuviera más cerca que otras épocas que vinieron después. No me cuesta nada imaginarme de niña. El otro día lo comentaba con una compañera de trabajo algo más joven que yo, y ella me dijo que lo que sentía es que iba perdiendo los años, como si la memoria inmediata del año pasado anulara los recuerdos de otro, el que vivió ocho, diez años antes. Es curioso, pero no soy capaz de describir muy bien cómo llegué a adolescente, ni siquiera me recuerdo con precisión en la universidad, bueno, en general quiero decir… Tal vez lo único que ocurre es que pertenezco a una familia demasiado singular, y demasiado complacida en su extravagancia, y eso puede ser muy atractivo para los de fuera, pero llega a asfixiar a los de dentro. Es difícil competir con la memoria de una bisabuela genial que tuvo una nuera igualmente genial, y encima mártir, pero, aunque parezca mentira, mucho peor es tener una madre tan abrumadoramente guapa como la mía y ser la única de sus hijos que no ha heredado su cara, sino la cara de mi abuelo, el que murió en Francia… De todas formas, tampoco puedo quejarme demasiado. Cuando terminó la carrera, mi padre se hizo cargo de la librería que tenían sus abuelos en la calle Arenal, y empezó a publicar libros por su cuenta, una editorial pequeña, muy moderna, elitista de puro minoritaria, ya sabe, una colección de Poesía, otra de Ciencias Humanas, en fin. Al principio era como un hobby, pero luego empezó a tirar, gracias a una serie de textos universitarios de autores marxistas que, en los años setenta, se convirtieron en el Evangelio para muchos profesores de todo el país. Increíble pero cierto, Noam Chomsky nos hizo ricos. Y la editorial, que ya no era tan pequeña, se fusionó con otras empresas independientes que también habían crecido por el camino, total… Seguramente ya conoce el resto de la historia. Tengo el 16% del total de las acciones del grupo, un puesto en el consejo de administración, y el Departamento de Obras de Consulta para mí sola. Mi padre se jubiló hace tiempo, repartiendo equitativamente su parte de la empresa entre sus tres hijos, y no da la lata, pobre. Algún día le contaré su historia, le gustará, es muy romántica, y además, creo que ahora he empezado a entenderla. De pequeña no era muy lista…
–Ni muy guapa -añadió, y el sonido de sus palabras me sobresaltó, como si se me hubiera olvidado que ella también podía hablar.
–En efecto, ni muy lista ni muy guapa, y además me llamo Francisca -sonreí-. ¿Qué le vamos a hacer?
–En mi opinión, es usted una mujer muy atractiva.
–¿Sí? No me diga… Se lo agradezco mucho, pero pensaba pagarle igual, de todas formas -reí sin ganas mientras miraba disimuladamente el reloj-. Y por cierto, tengo que irme. Volveré la semana que viene, ¿de acuerdo?
Ella asintió con la cabeza y yo empecé a recoger mis cosas en silencio. Metí el tabaco en el bolso, me levanté, me puse la chaqueta, y cuando estaba a punto de marcharme, su voz me detuvo.
–¿Le puedo hacer sólo una pregunta más? – asentí con la cabeza-. ¿Está usted casada, o unida a alguien?
–Sí, estoy casada.
–¿Y es feliz?
–Ésa es otra pregunta… La verdad es que no lo sé. Supongo que no del todo. Pero estoy muy enamorada de mi marido. Mucho, en serio. Muchísimo, en realidad, yo… No sabría qué hacer sin él.
Ella no dijo nada más, y yo salí de su despacho, del piso, del edificio, con el cuerpo peor que cuando había entrado. Y sin embargo, y por muy falso y muy desesperado que ese último alegato me hubiera sonado hasta a mí misma, todo lo que había dicho era verdad. La única verdad que me quedaba.
Todos los días, durante dos años, sentí la tentación de huir, de abandonar, de dejarlo para siempre. Todas las mañanas acaricié el teléfono, me construí un pretexto, una fórmula innecesaria para decir algo tan simple, quiero anular mi próxima cita y las citas futuras, no voy a volver, lo siento, gracias por todo. Todos los jueves me presenté allí, sola, desganada, a las ocho y media de la tarde. Me sentía increíblemente débil, definitivamente fracasada, sólo por acudir a aquel despacho. Y sin embargo, la última vez no sentí nada especial. Y después no llamé para anular la cita siguiente. De repente, ni siquiera me hacía falta el teléfono.
Seis meses después de decidir por mi cuenta que el análisis se había acabado para siempre, también había quedado para cenar con mi equipo, y aquella noche invitaba yo, teníamos que celebrar el cierre del último fascículo. Cuando estaba a punto de escoger uno de mis trajes de chaqueta de uniforme, vi el jersey, tirado encima de una butaca. Martín se lo acababa de quitar, todavía estaba caliente. Me dejé los vaqueros y me lo puse encima de la camiseta, y me sentí bien, hacía muchos años que no usaba su ropa. Me miré en el espejo y me encontré rara. Tenía que estar rara, todo estaba en orden. Llegué antes que las demás al restaurante pero, por una vez, tampoco me pareció ridículo sentarme sola en una mesa, y esperarlas.