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MAR CARIBE, costas de San Juan de Puerto Rico, diciembre de 1595
Aunque fue el más delirante de todos sus sueños, estaba destinado a cumplírsele parcialmente. Al final de ese sueño, el corsario inglés sir Francis Drake se vio a sí mismo encerrado en un ataúd de plomo. Se vio siendo arrojado al fondo del mar dentro de ese ataúd. Se vio rodeado por peces y corales por los siglos de los siglos.
Entonces se despertó.
Se incorporó en su cama de oficial, con el torso grueso y desnudo bañado en sudor. A pesar de los numerosos viajes al Nuevo Mundo, su cuerpo jamás se le acostumbraría al clima de estas latitudes. Hacía un calor intenso. El barco no se mecía. Drake supuso, acertadamente, que se habían metido en el atolladero de uno de esos momentos de calma chicha que preludiaban las tormentas del Caribe. Se inclinó, sobresaltado aún por las imágenes de la noche, y recostó la espalda sobre el almohadón.
Desde niño, el corsario inglés pensaba que los sueños eran el recuento del porvenir de quien soñaba. Lo mejor era no olvidarse de ellos, para estar alerta cuando el futuro llegara.
Sir Francis Drake se concedió el derecho de repasar el sueño que acababa de tener.
No era un sueño feliz, comprobó. No como aquel formidable en el que vio a toda una armada invicta vencida por el mal tiempo de los mares ingleses. No, este había sido diferente.
Soñó que al arribar a San Juan de Puerto Rico, poco antes del amanecer, su escuadra era sorprendida por una inusitada defensa. Desde un fuerte cuya existencia Drake desconocía, una batería de cañones había hecho fuego y se había llevado de cuajo los mástiles de varias de sus naves. Soñó que a esa hora de la madrugada el viento le soplaba en contra, como había estado contra los españoles cuando Felipe II quiso tomar a Inglaterra por asalto. Soñó que el terral amortiguaba el avance de las balas disparadas desde los barcos, de modo que estas no hacían mella en los muros del fuerte costero. Los proyectiles españoles, en cambio, venían al encuentro de la armada inglesa con el doble de velocidad, haciendo estragos en las arboladuras de las naves, en los castillos de popa, en el maderamen de las cubiertas, en los puentes. Las pesadas bolas de metal perforaban los cascos, inundando velozmente las bodegas.
Era un sueño silencioso: sin gritos, sin estampidos, sin el ruido de las explosiones. Drake veía la escena de forma entrecortada, a la luz de los disparos de sus cañones, o bajo el fugaz resplandor que provocaba en el cielo el estallido de los barriles de pólvora alcanzados por la artillería del enemigo. En aquel sueño silente, el tiempo era tan lento como el deslizarse de la miel en un pote que se ha sacado de una despensa en invierno. El sol no subía nunca en el horizonte del combate; se demoraba una eternidad el amanecer.
Drake renunció al asalto de aquella ciudad donde no amanecía. Le ordenó a su escuadra que emprendiera un nuevo rumbo. Soñó que se alejaban entonces por el sur de Puerto Rico y de Cuba, y que tomaban las rutas de los alisios que tan bien él conocía.
Soñó que intentaba ahora tomar la ciudad de Cartagena, pero allí lo aguardaba una sorpresa muy parecida a la anterior. Ante sus ojos se alzaba otra fortaleza de muros sólidos, de piedras inquebrantables, erizada de cañones. Aquellos cañones como púas en el paisaje de la costa vomitaban fuego en la madrugada, astillando los barcos de la menguada escuadra de Drake.
El famoso corsario inglés soñó que tenía que marcharse de Cartagena, y esta vez les ordenaba a sus naves tomar el rumbo de las costas en las que estaba enclavada la ciudad de San Felipe de Portobelo. Pero también allí al corsario lo esperaban las fortalezas, el fuego adverso, los desastres para su tripulación y sus buques, en un mar Caribe que se hacía eternamente lúgubre, mar en perenne madrugado.
Francis Drake sintió en su angustiosa pesadilla que poco a poco, pero inexorablemente, se internaba en los corredores de un laberinto marino de muros tan altos que ningún ser humano podía escalarlos. Un nefasto ingeniero había edificado las paredes de piedra de aquel laberinto con el único propósito de que el corsario se perdiera con sus barcos por sus insondables vericuetos. Soñó que jamás volvería a dar con la salida.
Después soñó otras cosas mucho más truculentas. Soñó que cuando por fin desembarcaban en la costa de América, los españoles y los criollos apresaban uno por uno a sus hombres. Soñó que desnudaban y bañaban en brea a sus hombres, y que luego los quemaban vivos a todos en una gran hoguera nocturna, declarando que los corsarios ingleses se merecían ese final por herejes y por sodomitas.
Soñó que sir Hawkins lo amonestaba por haberse olvidado de traer cerveza con la expedición. Hawkins argumentaba que si hubieran traído cerveza, los marineros se la habrían podido beber poco antes de caer prisioneros, a fin de sofocar el fuego con un concierto de orina sobre los trozos de leña cuando fueran a prenderlos con las antorchas inmisericordes.
A continuación, Drake soñó que los fantasmas tiznados de sus propios marinos lo perseguían y lo injuriaban desde lo alto de los muros de otro laberinto mucho más pequeño que el laberinto del mar, edificado con rigor geométrico sobre un lecho de rocas ásperas, en el que fue encerrado por el hecho de ser líder y cabecilla de los corsarios. Los fantasmas se burlaban del que había sido su jefe, le lanzaban piedras y botellas de aguardiente vacías, o se ponían en fila, con las salchichas tostadas por el fuego de la hoguera en la mano, para mearle la cabeza cuando él pasaba.
Por último, en el sueño de Drake surgía de la nada un viejecillo implacable, acompañado por una turba de furibundos pobladores criollos de las posesiones ultramarinas de España, quienes venían a defenestrar al corsario por los siglos de los siglos.
Era un viejo alto, de larga barba canosa y de siniestros ojos negros, con una benigna sonrisa sin dientes que guardaba algo del brillo de la gallarda juventud, y con el pellejo tostado como el de un cerdo en Navidad, o como el de los gallegos demasiado expuestos al sol (los gallegos, pensó Francis Drake, esos primos celtas de los galeses).
Este viejecillo sin una gota de piedad en el alma se alzó de pronto entre los fantasmas de los marineros del corsario Drake, se paró sobre los hombros de la multitud enardecida que había surgido con él, y tomó la palabra.
Blandiendo un imperioso índice, el infalible y enérgico anciano dijo con la voz áspera y pastosa típica de los hombres que llegan a la tercera edad, que sir Francis Drake era la mayor prueba viva de la ignominia del Reino de Inglaterra, que quería someter a su arbitrio a los felices habitantes de las tierras de América. Que por culpa de la repudiable obra de gente de la calaña de Drake, los territorios de América tardaban en encontrar su destino de naciones libres de los designios de lejanos imperios. Que, de no ser por la honradez y la dignidad y el coraje de los pueblos de las islas antillanas, y entre ellas, de la mayor, la isla de Cuba, llave del golfo y antemural de las Indias, sin ignorar la valentía y la capacidad de sacrificio del no menos glorioso pueblo de la Tierra Firme, Drake se habría salido con la suya.
Pero menos mal, arguyó el feroz viejecillo de su sueño, que un clarividente criollo había descifrado años antes las arteras intenciones de Drake, las nefastas patrañas de Drake, quien no era más que un vil lacayo al servicio del imperialismo de lengua inglesa, y menos mal, repitió, que este digno criollo había puesto a todos los americanos sobre aviso, para impedir a tiempo que los corsarios de lengua inglesa se extendieran, “con esa fuerza más (cito), sobre nuestras tierras de América”.
Y el viejo fiero, orador sin final, añadió que el recuerdo imborrable de aquel criollo clarividente perduraría por los siglos de los siglos en la memoria de su pueblo, porque le había mostrado a América su verdadero destino de comunidad elegida entre las comunidades de naciones, su futuro de potencia internacional, su papel revolucionario en la historia de la emancipación del hombre, porque la verdad sea dicha, compañeros, dijo ahora el orador con la voz engolada, este mártir nuestro hizo que América alcanzara “su definición mejor”.
En cambio, agregó el viejo en su discurso, a Drake le esperaba la peor de las suertes, el peor de los destinos, que era el escarnio y la deshonra eterna. A Drake lo esperaban el gesto —y el acto— de repudio. Le esperaba el mismo fin que se merecen todos los gusanos que estropean el sabor sin igual de la fruta magnífica que es la independencia de nuestra patria americana, esa fruta que, como ya estaba madura, querían agarrar del suelo, cual mango bajito, Drake y los señores imperialistas, a los que no les tenían en absoluto ningún miedo ni el viejo feraz ni su turba de criollos.
A pesar del tono amenazador del discurso del viejo de su sueño, Francis Drake no consideró el contenido de sus largas frases, porque no pudo comprender la mayoría de los anacrónicos conceptos. En cambio, le llamó sobremanera la atención que el viejo alto y desgarbado diera leves salticos sobre sus pies cada vez que concluía una sentencia, como si la solidez retórica de sus palabras duras cual clavos no le bastara, no fuera suficientemente convincente, y tuviera que asestarles a cada palabra y a cada frase un martillazo final: el dedo imperioso, un martillo; el salto en punta de pies, el impulso para el martillazo.
Drake no habría comprendido al viejo de su sueño, pero los achicharrados fantasmas de sus hombres y la turba de furibundos criollos al parecer sí lo habían entendido bien, ya que prorrumpieron en una salva de aplausos y en una ovación generalizada cuando el viejo altísimo de barba canosa finalizó su discurso frunciendo el ceño y exclamando, con el índice imperioso más alto que nunca: “¡Abajo Sir Francis Drake!” (y el corito de corsarios y de criollos: “¡Abajo!”); “¡Gloria eterna a los mártires de nuestra patria!” (y el corito: “¡Gloria!”); “¡Viva nuestra América libre y soberana!” (y el corito de criollos y de corsarios: “¡Viva!”); “¡Abajo el Imperialismo!” (y el corito: “¡Abajo!”); “¡Patria o muerte!” (Y el corito: “¡Venceremos!”)
Entonces los corsarios tiznados y los criollos feroces de su sueño izaron una bandera y la hicieron ondear frente al mar Caribe, mientras cantaban en coro un himno que afirmaba que era mejor morir por gloria y persistir en la memoria infinita del pueblo que vivir de rodillas en anónima condición, y aunque Drake en otras circunstancias habría estado de acuerdo con esta heroica tesis, ahora no lo estaba ni un poco, sino que pensaba, al contrario, que lo mejor era vivir de la peor o mejor manera que se pudiera. Porque Drake detectó al instante el clima de mortales intenciones que aquel himno patriótico había nutrido entre los presentes. Y supuso que, con respecto a él, esas intenciones que la multitud abrigaba no serían particularmente misericordiosas.
Por eso el pirata echó a correr cuando vio que unos cuantos de sus diestros marineros, ya fantasmas, arrojaron una cuerda desde lo alto para enlazarlo. Y aunque el gran corsario huyó por los pasillos del laberinto y trató de protegerse en los rincones, lo enlazaron como a un pobre novillo en una montería.
No, mis queridos lectores, sir Drake no pudo evitar que lo atraparan; no pudo evitar que lo izaran hasta los muros como un cargamento estibado en la bodega de un barco; ni pudo impedir que los chicharrones fantasmas lo mirasen con la mirada perdida de los que están viendo al infinito en uno y no lo ven a uno en carne y hueso; ni logró disuadirlos tampoco, pese a sus desesperados ruegos en lengua inglesa, de que se prestasen a aquel juego horroroso, a aquel sacrificio ejemplar, en el que Drake estaba destinado a servir de escarmiento a los corsarios que trataran de pisar con su extranjera planta el suelo de la patria americana.
Pues los corsarios carbonizados actuaban como si ya nada les importara en esta vida, porque, después de todo, Drake era el único de ellos que todavía no estaba muerto, y sin embargo, era el que más se merecía la muerte, por haberlos embarcado en aquella terrible y fracasada aventura.
Los criollos, en cambio, creían ciegamente lo que les decía el viejo: que a fin de perdurar como pueblo y salvar a la patria de la temible amenaza enemiga, había que obrar con pulso firme. No les podía temblar la mano, no podían cejar en su empeño, no podían darse el lujo de ceder en sus principios por las endebles pulsiones de la compasión o de la lástima.
Todos o casi todos se iban a cubrir de gloria este día, compañeros, todo el mundo (o casi), gritaba el viejo, porque aunque fuera cierto que toda la gloria del mundo cabía en un grano de maíz, el colectivo de criollos allí presentes merecía también recibir su pequeña cuota de gloria de manos de la patria agradecida, un cachito del grano, por imponerle al pirata y vendepatria y lumpen y malparido de Francis Drake la pena que se le impondría: la severa pena de muerte.
Y el viejecillo implacable que comandaba a las masas, les permitió a los fantasmitas tiznados de los piratas de Drake sumarse al acto, al soberbio y patriótico auto de fe, para descargarse la rabia que les daba haber sido víctimas del engaño del corsario, de haber sido ciegos al destino, más alto, tan alto como el viejo, que les aguardaba en esta hora.
Así que los piratas le rogaron al viejecillo sonriente que les permitiera hacerle a Drake esto que ellos le iban a hacer, esto que le harían entre todos, con todos y para el bien de todos, esto que harían por los humildes, con los humildes y para los humildes, esto que perpetrarían, unidos todos codo con codo, los anónimos corsarios y los furibundos criollos, conducidos en su histórica misión por el alto y desgarbado anciano de barba blanca.
Y fue así como Francis Drake vio nítidamente en su sueño que aquel bando de gente sorda a sus súplicas y a sus protestas lo agarraba por las piernas y por los sobacos, lanzándole escupitajos e improperios al rostro, y lo acostaba en un ataúd de plomo, dispuestos ya a tachar el registro de su existencia del libro de la vida.
Y como todos sabían que el vil y artero Francis Drake, el gusano Drake, iba a tener la tentación, de muy mal gusto, de querer escaparse de su propio féretro, en lugar de arrostrar con valor su destino, como habría hecho cualquiera de los allí presentes, uno de los corsarios tiznados ejecutó la orden dada por el fiero viejecillo que los comandaba: con un florete, le dio una estocada en el pecho al corsario.
Aunque ahora ya estaba muerto, Drake siguió viendo en su sueño como taparon el ataúd, como lo sellaron con brea de barcos, y como lo lanzaron desde los altos muros de aquella fortaleza al fondo del mar Caribe.
“Que tu esqueleto de mortal enemigo se hunda para siempre en nuestras aguas, sir Francis Drake, y que tu ignominioso ejemplo le enseñe al mundo el destino que les espera a quienes se atrevan a invadirnos”, gritó con sílabas largas y profundas y con el imperioso índice alzado el viejo alto con piel de gallego. Después remató, en una frase cuyo eco sonó por las más distantes montañas y por los más remotos valles: “¡Quien intente apoderarse de nuestro país, recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre si no perece en la lucha!”
Todos los presentes, corsarios y criollos, prorrumpieron en una rabiosa salva de aplausos.
No bien sir Francis Drake hubo terminado de rememorar el aciago sueño, el contramaestre del barco tocó a la puerta de su camarote, para informarle que ya se avistaban en el horizonte las costas de Puerto Rico.