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EL tibio verano español de 1595 se acercaba a su fin. El hermano del Santo Oficio al cual el Consejo de la Suprema le había encargado la lectura de las relaciones de causas procedentes de los tribunales de Indias, se arrimó a la ventana para recibir más luz.
De todos los casos leídos esa tarde, le llamó la atención uno presentado por el inquisidor Erico Lorenzo, a la cabeza del Tribunal de México. La redacción apresurada del texto revelaba la especial agitación que los acontecimientos narrados suscitaban en el relator. La carta había sido escrita dos meses antes, en julio de aquel mismo año, y remitida con urgencia desde la Villa de San Cristóbal de La Habana.
Como buen jurista, el miembro del Consejo de la Suprema pensó, al leer por segunda vez los pliegos, que lo que tenía entre sus manos no era, en rigor, el relato de un proceso. Sin dudas, los hechos narrados por Lorenzo tenían un nefasto vínculo lógico entre sí. Pero carecían de lo más elemental para que se instaurase un caso de herejía: un acusado o grupo de acusados. Sin testigos ni actores sobre los cuales hacer recaer las denuncias, el procurador fiscal no podía obrar. Quizás fuera conveniente poner al tanto de los acontecimientos a un comisario del Consejo, alguien experimentado cuyas observaciones ayudaran al inquisidor Erico Lorenzo a determinar la identidad de los herejes.
Erico Lorenzo contaba en su carta que había decidido volver por segunda vez a La Habana en el mes de julio del año en curso, a pesar de que ya había visitado la isla en marzo, con el fin de desentrañar el escandaloso enigma de los difuntos cojuelos. Según Lorenzo, así llamaban en la Villa de La Habana a las periódicas apariciones de cadáveres de indios con una o dos piernas cortadas.
En la rápida visita realizada por Lorenzo en marzo, unos pescadores habían hallado en la bahía el cuerpo desnudo de un indio con las piernas decepadas y con la cola de un pez enorme atada a los muñones. A pesar de su interés por el caso, Lorenzo se había tenido que ausentar de la Villa obligado por sus responsabilidades de inquisidor en México. Lo máximo que pudo hacer entonces fue ordenarle al alguacil Francisco Treviranus que lo mantuviera informado de las novedades y del progreso de sus investigaciones.
Sin embargo, Erico Lorenzo optó por regresar y permanecer en La Habana hasta que desentrañaran completamente el problema, porque en junio dos nuevos cadáveres de indios sin piernas fueron colgados ante la puerta de una iglesia.
En cuanto desembarcó en la isla, el alguacil Francisco Treviranus le relató a Lorenzo los pormenores del caso. Los dos indios, de apariencia joven, habían sido colgados en una ceiba por la única pierna que les quedaba en el cuerpo (la otra había sido serrada a la altura de las ingles). Habían amarrado la mano izquierda de uno a la mano derecha del otro.
Según Treviranus, la visión de los dos cadáveres que se mecían con la cabeza hacia abajo resultaba sumamente tenebrosa. Recortadas contra el cielo del amanecer, las siluetas hermanadas y simétricas de los indios parecían dibujar el marco invertido de una puerta. Erico Lorenzo daba fe de que Francisco Treviranus era un hombre de escasos temores, porque su propio oficio le había enseñado la naturaleza ilusoria del miedo. Como la esperanza o la alegría, estos sentimientos perduraban menos que una flor dibujada en las nubes. Sin embargo, el alguacil no había ocultado la oscura premonición que tuvo al contemplar el espectáculo, como si esa puerta supusiera un peligro para los inquisidores.
Lorenzo confesaba no compartir las aprensiones del alguacil, debilidades propias de quien carecía de la estricta formación teológica de los altos miembros del Tribunal, como él y sus atentos lectores en el Consejo de la Suprema. Declaraba, en cambio, que había indagado si los cadáveres habían servido de material para los ejercicios caligráficos del asesino. Francisco Treviranus le mostró de inmediato a Lorenzo el dibujo de los dos cadáveres realizado por el pintor de la iglesia (adjuntaba el dibujo a los legajos del caso), así como una copia del texto en latín escrito en el pellejo de los indios.
El dibujante había reproducido con gracia el cuerpo invertido y en suspenso de las víctimas. En el pecho de uno se veía un arco que nacía de la tetilla derecha, subía y tocaba el flanco izquierdo y luego se cerraba a la altura del ombligo. Había un triángulo inscrito en el interior del arco: el lado más largo le servía de base a la figura circular. En el pecho del otro indio se veía el mismo conjunto de figuras geométricas, solo que simétricamente invertido.
Erico Lorenzo contaba que había plegado con mucho cuidado el papel del dibujo, a fin de aproximar los dos arcos. Entonces Francisco Treviranus y el inquisidor de México vieron surgir la misma figura pintada en el pecho del indio hallado en la bahía en el mes de marzo: un óvalo con un cuadrilátero inscrito en su interior. Lorenzo se sonrió ante la constatación, y después tradujo, como si ya lo esperase, la frase latina tatuada en dos partes en los brazos amarrados de las víctimas: “el día más largo del año”.
Treviranus, indignado, dijo que la única relación que veía entre los crímenes era que pretendían alcanzar a la Inquisición, mofándose de su autoridad, y proponía que llevaran a la sala de los suplicios a dos o tres de los miembros de la villa que supieran latín, escogidos a dedo entre los menos encumbrados, para no enfurecer al Cabildo. Estaba seguro de que en cuanto corriera la noticia del castigo ejemplar, el bromista de vocación filológica pondría fin a su juego.
Erico Lorenzo no tenía cómo negar que el autor de las fechorías se estuviera burlando de ellos, debido a las ridículas intromisiones en la serie de asesinatos, pero su carácter de puro razonador lo inclinaba a buscar una solución exclusivamente intelectual para el problema. Sabía que por detrás de esa trama se movía una mano hereje. La mano de un hereje sumamente instruido, sin lugar a dudas, pero al fin y al cabo un hereje; alguien, por lo tanto, que no gozaba del favor de Dios.
A continuación Erico Lorenzo relataba que sobre un papel en blanco había trazado un conjunto de signos y de líneas, a fin de ordenar los incidentes en el tiempo (adjuntaba copia de tales papeles a la relación del caso, y recomendaba consultar el Anejo II, en especial los grabados del 2.3 al 2.10).
A primera vista, según Lorenzo, los hechos obedecían a la serie zodiacal.
Marzo. Un cadáver sin piernas en el agua. Agua, cola de pez: Piscis. ¿Pero por qué el día 21?, se preguntaba Lorenzo. ¿Algún contratiempo habría demorado los planes del asesino? El día 21 de marzo ya estaban bajo el signo de Aries.
Sin embargo, el mes anterior, el día diez de febrero, una mano anónima había clavado un imponente pergamino en la puerta de una iglesia. En el pergamino, el dibujo de un hombre que vertía el contenido de un cántaro. Era el signo de Acuario: al hombre de la figura también le faltaba la pierna.
Antes, en el mes de enero, había tenido lugar el incidente que realmente daba inicio a la serie: el primer día del año apareció un chivo muerto a la entrada de una iglesia. Al chivo le faltaba una de las patas traseras: chivo, cabra, animal caprino... Capricornio.
Después del incidente de marzo, el diez de abril, ocurría otro pequeño escándalo. Al amanecer, un párroco encontró una armadura rodeada por un círculo de sangre ante las puertas de su edificio. La armadura estaba vacía y colocada boca abajo. Las láminas destinadas a proteger los brazos estaban abiertas en cruz. Le faltaba una de las piernas. Lorenzo descifró la alusión con rapidez: armadura, guerrero, sangre y guerra. Ares, Marte, el dios de la guerra. Sólo podía ser el signo Aries, simbolizado por el color rojo.
En mayo el asesino ya daba pruebas de que la imaginación se le estaba agotando. Esta vez dejó ante las escaleras de otra iglesia un toro muerto, con una de las patas traseras amputadas. ¿Signo? Tauro.
Luego, en junio, habían aparecido los dos indios colgados de la ceiba. Dos cadáveres sin piernas; las manos amarradas en un gesto filial, fraterno. Dos hermanos, dos gemelos. Lorenzo no tenía dudas: se trataba del signo de Géminis. Sin embargo, otra vez el asesino parecía haber vuelto a atrasarse. Los indios fueron hallados el día 21 de junio, cuando ya se estaba bajo los auspicios de Cáncer.
No bien entrado el mes de julio se produjo la última de las apariciones, añadía Lorenzo en su carta. El inquisidor estaba de acuerdo con Francisco Treviranus en que el más reciente de los episodios parecía más bien una diatriba. Habían amarrado una cuerda a lo alto del campanario de una iglesia y la habían tendido de forma que pudiera verse desde toda la plaza. La cuerda llevaba ensartados varios cientos de cangrejos vivos, todos sin las patas del lado derecho. Cangrejos, signo de Cáncer.
Si se leía el nombre de los signos en orden cronológico —Capricornio, Acuario, Piscis, Aries, Tauro, Géminis, Cáncer— era de esperar que se produjeran al menos cinco nuevos incidentes hasta el final del año 1595.
Sin embargo, a pesar de que después de descubierta la serie todas las piezas parecían entablar una relación previsible y lógica entre sí, Erico Lorenzo no se daba por satisfecho. Varias preguntas lo inquietaban. ¿Qué significaban las sistemáticas amputaciones? ¿Por qué una pierna cercenada y no un brazo, por ejemplo? ¿Y a qué se debían las dos fechas erróneas en la serie? Imposible no darse cuenta de que se producían precisamente en los meses en los que los episodios implicaban la aparición de cadáveres humanos. Justo cuando los cuerpos traían pintado el enigmático dibujo del óvalo que rodeaba a la figura de un rombo. Eso sin considerar, por otra parte, las dos frases en latín: “la noche es igual al día”, “el día más largo del año”. ¿Qué tramaba el asesino? ¿Qué era de veras lo que pretendía?, preguntaba el inquisidor en su misiva.
El alguacil Francisco Treviranus opinaba que incurrían en una peligrosa pérdida de tiempo al emprender el camino al que los llamaba aquel laberinto de sutilezas. Una buena tunda de palos contra el lomo de dos o tres sospechosos bastaría para volver a imponer el orden y mantener las cosas en el sitio de siempre. Pero la última palabra sobre este caso en los reinos de Ultramar, por supuesto, la tenía Erico Lorenzo, el inquisidor del Tribunal de México, quien les notificaba ahora lo sucedido a los excelentísimos miembros del Consejo de la Suprema, a fin de que, con su concurso e infinita sapiencia, lo auxiliasen a dar con la figura de los malhechores.
Bostezando, con la vista cansada por la escasísima iluminación de esa hora, el hermano del Santo Oficio encargado en el Consejo de la Suprema de la lectura de las relaciones de causas procedentes de los tribunales de Indias, decidió entregar los pliegos de Erico Lorenzo a uno de los experimentados comisarios de la Santa Hermandad con los que se codeaba en el refectorio. Sintió alivio al pensar que en unos instantes tendría servida la cena.