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HABÍA una gran diferencia entre los proyectos y las obras. Bautista Antonelli, conocido en la Villa de La Habana con los apodos de Antonelli el de Romaña y Antonelli el ingeniero, lo sabía muy bien, porque había sido el autor de los planos de la mayoría de las fortalezas edificadas en América.

Dos líneas que se intersecaban en la esquina de una muralla dibujaban un perfecto ángulo recto en el papel del diseño. Sin embargo, en la realidad física esas líneas se extendían más allá de lo previsto, formando un ángulo agudo, para sortear el obstáculo de una roca que los albañiles no habían logrado excavar. Un muro debía medir exactamente cien palmos, para que todas las proporciones de la construcción a la que estaba adosado fuesen múltiplos de diez. Pero de un vistazo al resultado, Antonelli podía jurar que el muro no superaba los noventa y cinco palmos. (La verdad, pensaba el ingeniero, es que ya se había habituado a constatar sin alarma la irregularidad en las almenas, que evocaban la dentadura dispareja de un viejo; la falta de paralelismo entre los vanos de un edificio, concebidos para que por allí asomasen los arcabuces; las escaleras irritantes donde ningún peldaño tenía la misma altura que el anterior.)

Quizás esto fuera inevitable, se dijo Antonelli. Al fin y al cabo, la obra de los hombres jamás podría equipararse a la obra de Dios. Y hasta en la obra de Dios, en la que se encontraban armonías y simetrías perfectas, como las de las espirales de los caracoles o las de los pecíolos de las hojas, había miles de objetos que tendían al amorfismo, a la negación y a la parodia de la impecable idea original, como probaban las olas irrepetibles y azarosas del mar o la molicie de los glúteos de las hembras de Europa.

En cualquier caso, lo cierto es que contar con esa falta de correspondencia entre los proyectos y las obras se había transformado con el paso de los años en una carta formidable en el juego de naipes en el que se le iba la vida al ingeniero Antonelli: un recurso privilegiado que él sabía utilizar a su favor.

Y es que, al igual que cierto pensador vecino de su comarca de nacimiento, estudioso de la política del siglo, Antonelli opinaba que la virtud de un hombre, así como la de los príncipes, se revelaba en su capacidad para actuar correctamente ante las adversidades de la Fortuna, habida cuenta de que el propio curso de la Diosa Fortuna resultaba en general impredecible, y muy a menudo contrario a las necesidades y a los deseos personales. La virtud de un hombre, y de un príncipe, en suma, para aquel pensador y para el propio Antonelli, estribaba en el talento que este demostrara en el arte de alcanzar sus fines valiéndose de los medios que tuviera a mano según la ocasión: o sea, cualesquiera.

Solo que Antonelli era un hombre de ambiciones mínimas si se comparaban las suyas con las de un príncipe o rey, de modo que alcanzar sus objetivos le era mucho más practicable que a un monarca materializar los suyos. A fin de cuentas, Antonelli no necesitaba poner a su servicio costosos ejércitos, ni desplazar flotas por los mares, ni entablar guerras contra rivales temibles, ni pedir onerosos préstamos, ni tenía que malquistarse con reyes vecinos y sufrir luego la amenaza de las confabulaciones de varios adversarios en su contra. (A Antonelli le parecía muy buena suerte no estar condenado, cual magno esclavo, al solitario ejercicio del poder.)

No. A él le bastaba con mucho menos que lo que un príncipe requería para su gobierno. Le bastaba con apelar al medio —nada extraordinario, para ser francos, se decía a sí mismo— que había diseñado para fundar sus decisiones y orientar sabiamente su actuación.

Este medio o método consistía en apostar un poco, parcas cantidades, a todas las posibilidades en juego en el juego de azar de su propia vida. Antonelli se daba por satisfecho si lograba ganar algo, ni reinos ni vasallos, sino cantidades ínfimas de beneficios o de dinero, con cada una de dichas posibilidades. Pero por encima de todo, el ingeniero se sentía colmado si lograba no perder jamás, fuese cual fuese el número que se sacara con los dados de su destino.

Antonelli se formulaba estos argumentos en su lenguaje predilecto: las matemáticas. Mientras la mayoría de la gente se jugaba sus bienes y su existencia en un único lance de cara o cruz, él prefería hacer lo contrario. Como si el conjunto de su vida fuera realmente su único tesoro valioso, su verdadera fortuna, Antonelli la dividía en reducidas fracciones. Después se jugaba estas fracciones en incontables lances. Le apostaba una pequeña suma a una cara cualquiera de la moneda y al mismo tiempo le apostaba otra suma discreta a la cara contraria, contemplando desde el principio la posibilidad del fracaso, y arreglando sus apuestas para, hasta en la derrota, recibir como vuelto una cantidad superior a la suma originalmente invertida.

Esperar lo mínimo del máximo; jugarle a lo más con lo menos; apostar bajo, pero al mismo tiempo apostarle a todo aquello que tuviera probabilidades reales de suceder: estos constituían los lemas de Antonelli.

Así, recapitulaba consigo mismo, resultaba que ahora estaba en la Villa de La Habana, capital de la Isla de Cuba, en medio del vendaval doméstico que provocaba el embate entre las delirantes ambiciones personales del exgobernador Juan de Tejeda, secundado por hateros y ganaderos de La Habana y por los comerciantes de la Villa de Bayamo, y los intereses contrarios de los representantes del poder peninsular, encarnados en el nuevo gobernador Maldonado, quien buscaba granjearse el apoyo del Tribunal del Santo Oficio de México y de otras poderosas fuerzas de Tierra Firme, pues no lograba afianzar de una vez su gobierno sobre la isla.

Con agudo olfato de ajedrecista, Antonelli intuía además que estos vendavales domésticos eran remota consecuencia del huracán que había desatado en Europa la guerra de intereses entre el Imperio Español y las nacientes potencias que iban entrando en escena a medida que declinaba el siglo: los ingleses, la gente de los Países Bajos, el Reino de Francia.

“A río revuelto, ganancia de pescadores”, se repetía sonriente Bautista Antonelli. No había cómo negarlo: se encontraba ante una situación propicia para la puesta en práctica de su método.

El ingeniero sabía por experiencia propia que si les hacía creer por separado a cada uno de los partícipes en una guerra o conflicto que tenía algo valioso que ofrecerles, podía obtener provecho de todos sin ser él mismo una amenaza para nadie, con lo cual reducía bastante su propio riesgo de verse afectado por el desenlace de los eventos.

En casos así, su seguridad personal dependía exclusivamente de la discreción con la que supiera ocultar sus verdaderas intenciones. Como lo que Antonelli arriesgaba de ser descubierto era su pescuezo, la solución a tal problema se le planteaba de forma muy simple. Él, y nadie más que él, podía conocer la totalidad de sus proyectos: el plano maestro de su edificio.

Precisamente por eso Antonelli cultivaba el hábito de no poner por escrito en papel, ni de registrar en parte alguna, las intrigas que había urdido con ejemplar cuidado durante años. Sencillamente, las llevaba grabadas en su cerebro.

El ingeniero de la Romaña había trazado cada uno de los detalles del plan cubano —así lo designaba— en un pliego imaginario. Todos los días se obligaba a cerrar los ojos y a repasarlo mentalmente para que nada se le olvidara. “Esclavo de lo que hablas, y dueño de lo que callas”, se decía.

A pesar de la opinión contraria que hubiera podido tener cualquiera de sus contemporáneos, Antonelli no se juzgaba a sí mismo un hombre de intenciones aviesas. Con Dios era transparente. A Dios no le hacía trampas. Las puertas de su conciencia estaban abiertas a Dios. Si el Señor lo visitase, creía píamente Antonelli, le esbozaría una sonrisa indulgente, admirando la notoriedad de su humano esfuerzo por remedar los dones de arquitecto del Todopoderoso.

Pero hasta Dios consentiría, por supuesto, que no se comportara de manera tan franca con sus mortales congéneres. La eficacia de su proyecto dependía de que supiera enmascarar sus intenciones últimas. “Hay cosas que, para lograrlas, han de andar ocultas”, musitó Bautista Antonelli, como si este apotegma de ladinos se lo hubiera escuchado a otro hombre en otra vida no vivida aún.

Sin embargo, desde hacía muchos años la vida de secreto no representaba un dilema para el ingeniero Antonelli. (Este reconocía que entre las tantas cosas a las que había terminado por resignarse en su peripatética existencia, se contaba también el forzoso silencio que acompañaba sus maquinaciones.) Gajes de su tercer oficio, se dijo. Porque además de arquitecto, y astrólogo, Bautista Antonelli era espía.

Un par de décadas antes, Antonelli le había prestado sus servicios de ingeniero al rey Sebastián de Portugal. Felipe II le pagaba puntualmente a Antonelli por la entrega de información sobre el arsenal y las condiciones defensivas del país vecino. Fueron datos extremadamente valiosos para la conquista y la anexión de Portugal a las posesiones del soberano español.

Antonelli sonreía, recordando con cuánta facilidad le había sustraído la información a los portugueses.

Una vez le propuso al alcaide de un fuerte que calculasen la malla de fuego de la edificación que este capitaneaba. El ingeniero le presentó al militar uno de los planos de la fortaleza cuya construcción él mismo había supervisado, cubierto por una red de líneas discontinuas que representaban el alcance de los proyectiles disparados desde los posibles emplazamientos de la artillería sobre contrafuertes y torreones. Bautista Antonelli le ofreció una pluma y tinta roja al desprevenido alcaide, para que este señalara los sitios en los que realmente se ubicarían las cureñas. El alcaide marcó inocentemente varios puntos en el plano. Antonelli acentuó entonces las líneas de tiro más probables de cada cañón. Como el alcance de los proyectiles variaba según el ángulo del arma, Antonelli marcó sobre cada línea de tiro tres crucetas separadas por cierta distancia entre sí, señalando los disparos de corto, de medio y de gran alcance. Después Antonelli unió cada uno de estos tres conjuntos de crucetas mediante arcos cuyo radio era igual al grado de alcance de los proyectiles. El plano se pobló de semicírculos y de sectores de circunferencias de color rojo.

Como si favoreciera al militar portugués, Antonelli le reveló a este los puntos vulnerables de la defensa del castillo, y hasta le sugirió otras ubicaciones más convenientes para la artillería, de modo que ciertos flancos estuviesen mejor protegidos.

El ingenuo militar no se imaginó nunca que, al revelarle al espía el dato de la cantidad efectiva de cañones que había en el fuerte, este pudo efectuar varios cálculos de los que extrajo información de alto valor estratégico para la Corona española.

Mediante este y otros ardides semejantes, Antonelli infirió acertadamente el volumen de producción anual de cañones de Portugal, los cuellos de botella de su tecnología de forja, las dificultades que enfrentarían para pertrechar sus cuarteles y armar a sus flotas si sus adversarios cruzaban la frontera y les tomaban por sorpresa las fábricas de armas. Antonelli descubrió también graves errores logísticos de los que el enemigo podía aprovecharse.

Toda esta información le fue muy útil al Gran Duque de Alba para planear la incursión de sus ejércitos en el territorio de los portugueses. Felipe II, pensaba Antonelli no sin cierta vanidad, le debía en parte al ingeniero el dominio que hoy ejercía sobre los súbditos de Portugal.

El arte del espionaje, corroboraba de nuevo Bautista Antonelli (las técnicas de memorización a las que solía apelar lo hacían reiterativo), dependía del secreto. Como los camaleones, que cambiaban de color según la parte de la planta en la que estuvieran, verdes sobre el follaje y de color marrón sobre la corteza de los troncos, Antonelli sabía que, para no ser descubierto, lo más importante era no atraer la atención de los demás sobre su persona. Todo lo que él hiciera o dijera tenía que parecer pertinente a los ojos y oídos de los espiados. Nada de provocar sorpresas, de alterar su rutina, de comportarse de forma sospechosa, de dar pie a la inquietud ajena.

Y también del secreto, ciertamente, dependía la sobrevivencia de un espía. Por ello Bautista Antonelli se obligaba a no poner por escrito su proyecto, sino a llevarlo a buen recaudo en su cabeza (en este punto sus ideas volvían a repetirse). Menos mal, después de todo, que desde joven se había adaptado a almacenar volúmenes descomunales de datos en la memoria, del mismo modo que en América se había adaptado a las escaleras imperfectas, a las disparejas almenas y a la universal falta de correspondencia entre planes y obras.

A lo único que tal vez que no se acostumbraría jamás, consideró por otro lado Bautista Antonelli, sería al calor de la isla de Cuba, ni a la humedad insoportable que lo hacía a uno sentirse ensopado a cualquier hora. Un calor gelatinoso que le empeoraba al ingeniero los síntomas de la enfermedad que arrastraba cual cruz desde su infancia. Pues resulta que, en la calurosa Cuba, al ingeniero se le habían hinchado la cara y las manos, y había vuelto a sentir los remotos dolores de su niñez.

Bautista Antonelli estaba convencido de que sin el concurso del talentoso cirujano Zamarra, acaso la única persona que apreciaba en la isla, hoy su aspecto sería el de un cerdo monstruoso, un animal mitológico con los pómulos, las mejillas y el cuello inflamados. Gracias a Dios que el médico lo había curado con las pócimas y cataplasmas de hierbas de los trópicos que, según le contaba, había conocido por aquella negra esclava (y puta) de la que se había enamorado: la Caridad.

Dicho con absoluto rigor (el ingeniero se dejaba de digresiones y retomaba disciplinadamente el hilo de sus ideas), en lo que concernía a su temerario y oculto proyecto —el plan cubano— lo único que Bautista Antonelli se había atrevido a escribir sobre el papel habían sido los cálculos monetarios del costo y el beneficio de cada una de las transacciones que había realizado hasta el momento, o de las transacciones que planeaba realizar aún, así como las proyecciones en el tiempo del flujo de sus finanzas, ya que al ingeniero le resultaba fácil enmascarar estos números entre las cuentas que le requería su oficio.

Antonelli seguía en sus cálculos financieros el método contable de los venecianos, que había aprendido en su tierra gracias a un libro de fray Luca Pacioli. Había estudiado este libro con más cuidado que un tratado de ingeniería, y aplicaba concienzudamente el método para llevar el control de sus ingresos y sus gastos.

El ingeniero tenía diferentes cuentas. A cada asiento en una cuenta le correspondía a su vez un asiento en otra. Todas las entradas estaban duplicadas, y la suma de las entradas debía al final ser siempre idéntica a la suma de las salidas.

Tenía una cuenta a la que denominaba Caja, que apuntaba mentalmente a un cofrecillo que guardaba en una celda muy segura del convento en el que vivía. Tenía además otras cuentas a las que identificaba por sus siglas: L.C. para letras de cambio, B.I. para bienes inamovibles, F.E. para la cuenta de favores especiales.

Antonelli hacía las anotaciones y los cálculos en sus folios con un rigor maquinal, casi inconsciente. Sin embargo, prestaba total atención a las proyecciones del estado de sus finanzas a lo largo del tiempo, pues si algo realmente le interesaba, era el valor futuro de su riqueza.

En uno de esos folios magníficos había dibujado una tabla con una hilera de cuadrículas que se extendían de izquierda a derecha por la parte superior. En las cuadrículas se leían las abreviaturas de los nombres de los meses del año, repetidos en cinco ciclos anuales. Por la parte izquierda, y en dirección perpendicular a la de la hilera con los meses, bajaba una columna formada por una sucesión de cuadrículas más anchas que las anteriores. En la parte superior de esta columna, las cuadrículas se agrupaban en una lista en la que Antonelli consignaba sus entradas en caja, identificadas por las siglas que correspondían al nombre de las cuentas: Caj., L.C., B.I. Debajo de estos campos, en la misma columna, una segunda lista, correspondiente a las salidas en las cuentas: Caj., F.E., y otras.

Debido a su larga experiencia en el comercio de información sensible para las Coronas, Antonelli sabía que todo podía ser negociado. A todo, por lo tanto, se le podía poner precio. Y ese precio bien que se podía expresar con símbolos matemáticos, tal y como él hacía, en las celdas que diseñaban en su tabla las numerosas intersecciones de las columnas de los meses con las hileras de las cuentas.

Recapitulando sus transacciones más recientes, Bautista Antonelli constató una vez más la fría e inexorable universalidad del comercio.

Por supuesto que se podía, como él ya había hecho, comprarles el perdón y la libertad de algún pirata francés preso en el Castillo de la Fuerza a los hateros que gobernaban en el Cabildo, asentando este gasto en la cuenta de F.E. y en las salidas de caja. Se podía, asimismo, usar en embajada hacia Europa a este pirata cuyo indulto él había comprado, como retribución por la merced de que le hubieran perdonado la vida, a fin de que un mensaje que el pirata le transmitiera a cierto destinatario en Francia, se tradujera al cabo de unos meses en un ingreso jugoso en la cuenta de letras de cambio del ingeniero. Concretamente, Antonelli le había remitido poco tiempo atrás unas cartas de marear y una misiva cifrada con el nombre de una ciudad y una fecha en el calendario a su viejo amigo Antonio Pérez, el secretario de Felipe II caído en desgracia. Este, por su parte, le había adelantado al ingeniero varias letras al portador en ocasiones anteriores. (Las cifras de la operación, escritas con tinta negra en las proyecciones del flujo financiero de Antonelli, formaban una larga hilera sobre el papel; el total acumulaba varios ceros.)

También resultaba posible, como había aprendido en Portugal Antonelli, cederle información estratégica a una potencia en conflicto con una nación vecina, a cambio, por ejemplo, de una moderna y lujosa casa en alguna ciudad italiana. Por tal motivo, con la mediación y colaboración de Antonio Pérez, el ingeniero les había dado a los ingleses una increíble fórmula para apropiarse de la Carrera de Indias. Pronto los ingleses habrían de ponerle a Antonelli una mansión en Florencia a nombre de su hermano mayor, otro ingeniero ilustre; además, les cederían una parte del futuro botín americano, en carácter de pensión vitalicia, al antiguo secretario español de Felipe II y a su informante en América.

No representaba esto último, como es lógico, algo con lo que Bautista Antonelli de verdad contara, pues a él los ingleses no le parecían de fiar, y, por otro lado, sus propias obras de fortificación eran demasiado buenas como para ceder ante el ataque de un bando cualquiera de piratas.

Por tal razón, a los dueños actuales de la Carrera de Indias, a los poderosos españoles, Bautista Antonelli les vendería a su debida hora la voz de alarma ante una inminente incursión inglesa, con el dato fidedigno de la fecha y el lugar de desembarco. El ingeniero justificaría esa delación con base en sus conocidas virtudes como astrólogo. A cambio de tan sutil y oportuna denuncia, Antonelli solicitaría que se obligase a los oficiales del rey a pagarle todos los salarios que se le debían en la Villa de San Cristóbal de La Habana por sus servicios especializados en la construcción de la zanja del agua: en total, más de un millar de ducados. O que, en su lugar, le costearan la construcción en La Habana de un palacete de su exclusiva propiedad, según los planos que él mismo trazaría.

Por su experiencia con las autoridades en el Nuevo Mundo, Antonelli no contaba con que un ingreso como este último se produjera en corto plazo. Por eso proyectaba las entradas en caja para no antes de cincuenta meses. (El ingeniero no se olvidaba de descontar, por supuesto, en las celdas de las salidas mensuales, el coste de oportunidad que para él representaba el haberse pasado unos años sin recibir la suma considerable que el Cabildo de La Habana le debía.)

Todo lo compraba y lo vendía Bautista Antonelli, el ingeniero de Romaña, y todo lo consignaba en su hoja, repleta de cálculos. Había aún otras transacciones.

A su amigo y médico personal, el cirujano Zamarra, lo había obsequiado con la posibilidad tangible de una venganza. Claro que Zamarra no lo sabía, pero a cambio de la venganza que Antonelli le daría de regalo, el médico libraría a la isla de Cuba del nefasto dominio del exgobernador Juan de Tejeda.

A su vez, por el favor de que le quitaran del camino el estorbo de Tejeda (esto sí ya estaba pactado y parecía bastante seguro), el nuevo gobernador de la Isla, el señor Maldonado, se había comprometido con Antonelli a compensarlo en un futuro próximo, autorizando a que el sobrino del ingeniero, Cristobalito, asumiera las labores de fortificación en el puerto de La Habana. Según lo acordado entre Maldonado y el ingeniero, al entonces más ocioso Baustista Antonelli se le mantendría su salario actual, al tiempo que a su sobrino se le asignaría un sueldo similar al suyo en el nuevo cargo.

En la tranquila soledad de su religiosa celda, Antonelli terminó de comprobar una vez más las cifras estampadas en el papel, para ver si no se había equivocado en sus cálculos. La vista de los formidables totales lo entusiasmó tanto que levantó el puño al aire, con gesto de soldado victorioso en una pelea.

Por mucha mala suerte que tuviera, pensó, nada perdería. Y hasta si se materializaba la peor de las hipótesis, al menos unas barras de oro llegaría a juntar.

VERANO