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MADRID, agosto de 1595

Dicho así, Padre, crudamente como se lo he dicho, parecería que los asuntos de la fe son cosa harto mundana. Y bueno, a decir verdad, no habría que temerle a ello, porque, al fin y al cabo, por supuesto que lo son. ¿No es Roma la prueba viva de que el futuro de nuestra religión depende de que el Vaticano se comporte como un Estado? ¿Por qué piensa si no que el Papa financia flotas contra los turcos y los ingleses, o que el Rey Felipe II envía sus tropas contra los príncipes protestantes? No, Padre, no hay que temer a que el poder espiritual y el secular se confundan. A veces la cruz tiene que ser blandida como una espada.

Así que por favor, Padre, no se me cohíba usted, ni me venga con que no mentará en vano el nombre de Nuestro Señor, ni me hable de falsos testimonios. Que si la Iglesia, Padre, hubiera dependido solamente de la prédica de los misioneros y de la buena voluntad de los bárbaros para imperar en aquel lado del planeta al que ahora llaman el Nuevo Mundo, hace tiempo que nuestras Biblias habrían alimentado el fuego con el que aquellos salvajes asarían a nuestros hombres para devorarlos como a cabritos.

¿O no sabe usted cómo son, Padre? A la primera oportunidad de celebrar sus ritos que les damos, se emborrachan y bailan y traen a la luz el demonio que llevan adentro, y se desnudan y juntan, sin importarles quién es familia de quién, ni quién padre o madre, ni hermana o hijo, y menean los cuerpos alrededor del fuego mientras aúllan en esa lengua luciferina en la cual cantan y hablan. Que el alba luego los agarra exhaustos, con los cuerpos tendidos en la arena, niñas y niños desnudos revolcados entre los adultos, y cuando eso pasa, no hay quien los haga trabajar.

¿Y se imagina lo que será de esas islas, que más parecen un antro infernal que Paraíso terrestre, ahora que también las estamos poblando de negros? ¿Qué orden habrá allí cuando esas razas se junten? ¿Cómo haremos para que nos obedezcan?

Puede imaginarlo, ¿no es cierto? Sí, cómo no recordar Babel, Padre. Por supuesto, no pongo en cuestión que Dios nos haya castigado la soberbia de querer alcanzar sus alturas. Pero supongo que dará usted por sentado que Dios no se molestará si levantamos una Catedral en su gloria en las tierras del Nuevo Mundo y en todas sus islas.

Pero entonces, Padre, dígame usted: ¿Cómo construiremos allá siquiera un techo para guarecer a los fieles de la lluvia, en aquellos países donde parece cada tarde que el Diluvio y el día del Juicio Final se les vienen encima a los pobres cristianos, si no somos capaces de llevar la verdad de la palabra de Cristo a aquellos rebaños que el Señor olvidó?

Claro, Padre, nuestra misión es hacer que negros e indios abracen la fe. Y hasta los conversos que allá se fueron. Que si cedemos, pronto los piratas luteranos nos roban aquel suelo y levantan sus iglesias donde han de ir nuestras catedrales.

Sí, Padre, se irá usted a la Villa de La Habana. Claro, por eso mismo, porque es allí donde se juntan las flotas, es allí donde todos los que trasiegan de un lado a otro del mundo se reúnen. Es allí donde más gente nos verá. Ya iremos con el tiempo asentándonos en otros lugares. Ahora lo que conviene es hacernos notar, divulgarnos.

Pues diga usted, Padre, dígame cómo se le ocurre que los haremos abrazar la fe: ¿solo rezando y esperando? No sea tonto, Padre. No fue con rezos ni con ruegos que les arrebatamos a los malditos moros las tierras de España. No fue de rodillas ante el altar que recuperamos los reinos y las iglesias de nuestros abuelos. ¿Cree usted que las Cruzadas a la Tierra Santa las emprendían hombres que se dedicaban exclusivamente a orar?

Que no, Padre. Si hay que apelar a la fuerza, usaremos la fuerza. Y si hay que apelar a la astucia, usaremos la astucia. Así que no se le ocurra volver a contradecirme, ni a afirmar que de contar esa historia sin testigos actuaríamos como perjuros. No se le ocurra acusarme de soberbio y de macular nuestra religión, Padre. Usted hará exactamente lo que digo, que para eso soy su superior y se lo ordeno, y lo hará sin protestar ni remorderse, que Dios, que todo lo ve, premiará su buena obra, y es así y punto.

Y como es usted tan versado en la pluma, Padre, y como le vienen las palabras a la boca con tanta soltura, y como devora al derecho y al revés esos libros impresos que pululan ahora en España, y como además le encanta rimar y componer frases y latinajos, pues le ordeno lo siguiente: váyase a la mayor de esas islas, a la de Cuba, y eche a rodar una leyenda, una leyenda cualquiera en la que cuente la aparición de la Virgen con arcángeles luminosos y trompetas celestiales y videntes arrodillados con los brazos abiertos en cruz, y denos un milagro con el cual religar a los pobladores de aquella Villa y de todas las comarcas vecinas.

Claro que no me importan los detalles. Puede hacer como quiera la historia, siempre y cuando mantenga la esencia de lo que le he dicho. Sea cual sea su relato, sé bien que quienes lo oigan lo adornarán con elementos de su propia cosecha cuando lo cuenten. Lo importante es que sea una revelación bien estruendosa, Padre, y que se haga popular muy pronto. Entonces, cuando se manden los legajos a Roma y se sigan los procedimientos de siempre, le será fácil a usted contar su versión oficial desde el púlpito.

¿Que le gustan los relatos de milagros en los pueblos de pescadores? Pues bien que podría tratarse de una de esas historias, Padre. Digamos que sí, que la aparición de la Virgen se produzca en un momento crucial, en medio de un ciclón, por ejemplo. Pues cómo no, si así lo cree conveniente, la Virgen se les aparece sobre las aguas a dos pescadores asustados. Sí, a dos pescadores, la idea de que sean dos los testigos inclinará menos a pensar que el relato pudo venir de boca de un mentiroso.

¿Tres, por qué tres...? Excelente idea: el indio, el negro y el blanco... ¿Y qué nombre le daría usted a los pescadores, Padre? ¿Juan llamará usted a los tres? Lindo, Padre, muy lindo. Los tres Juanes y la Virgen.

Pues piense bien la historia, que en una semana me la dará escrita, y ya verá cómo habrá de divulgarla en aquel rincón del mundo. No, Padre, claro que no podemos vernos inmiscuidos, no directamente. Se supone que la Iglesia entre en escena solo al final, para certificar el milagro.

Pero de la misión de difundirlo se encargará usted. No me pregunte más que cómo hará. Usted tiene imaginación de sobra para armar el relato, Padre. Sé también que ya se le ocurrirá un medio de hacerlo popular cuando se encuentre en Cuba, algo que le vaya bien a la fábula de la realidad, no menos fabulosa que nuestras leyendas.

Y ahora venga, Padre, bese mi anillo, deme usted un fuerte abrazo, y ¡buena suerte!

OTOÑO