3
EL cirujano Zamarra había llegado al fin de una jornada más. Estaba cansado y somnoliento: había dormido escasas horas la noche anterior. Se sentó en el patio del fondo de su casa de La Habana, a fumarse un mazo de hojas enrolladas de tabaco, como solían hacer los naturales del país. Aspiraba con lentitud y soltaba después el humo que le raspaba la garganta. Inhalar aquel humo le aliviaba la fatiga del cuerpo.
Le agradaba estar solo. Durante un par de semanas no tendría que velar por la salud de don Juan de Tejeda, internado en el fuerte de la bahía de Matanzas. Zamarra podía hacer ahora lo que se le antojara; podía deleitarse a sus anchas con la caída del sol. En contra de su voluntad, la rojiza luz del crepúsculo que teñía el cielo primaveral hacía a Zamarra regresar al pasado.
Zamarra recordaba la época en la que él y la negra Caridad se iban a retozar adonde nadie pudiera verlos, fuera de la ciudad, en una colina a la que llegaban después de una cabalgata en su tordillo. Desde una de las vertientes de la loma se divisaba la Villa de La Habana envuelta en su incompleto murallón de piedras, como un círculo de tierra sólida alzado entre las aguas de la bahía y las propias marismas, que a pesar de tanto esfuerzo aún no habían podido desecar del todo. Del otro lado se veían los bosques de jagüeyes que se arrastraban hasta la orilla del río, cortados en su indiscriminada profusión de copas y penachos de palmas por la línea aserrada de la costa.
A Caridad la hechizaba el llamado del mar: decía que del agua azul surcada por las blancas barreras de espuma les venía la vida. Él, que se creía entonces un hombre mucho más sabio, no compartía esas ideas. En su opinión, no pasaban de ser sino encantadoras ficciones populares, engendradas por la imaginación de la mujer que más deseara en su vida. Sin embargo, por complacerla, mientras le comenzaba a acariciar la oscura piel del cuello y los cabellos negros y duros, poco antes de morderle la boca y de besarle cada palmo del cuerpo, le decía que sí, que la vida venía de esas aguas y que por eso ella sabía a sal y a la masa agria de las caracolas. Después la sorbía desesperadamente, como si de veras fuera un molusco, jurándole que un día se irían a vivir juntos en las playas y que él la convertiría en su señora.
Se entregaban entonces a los ritos de la posesión y el amor, tendidos sobre la hierba que crecía en aquella elevación que parecía dominar el océano. El médico oía a la joven gemir con voz queda al compás de su propia respiración de animal, fundidos en un único cuerpo, felices, mientras a lo lejos, sobre la raya del horizonte, comenzaba a declinar el sol.
Envuelto ahora por el humo del tabaco en su monótono presente de crepúsculos solitarios, el médico Zamarra se confesaba con sorna que, a fin de cuentas, Caridad tenía razón: había llegado a creer que la vida que los rodeaba había surgido en el mar.
Haría ya unos tres años que el cirujano Zamarra había visto a Caridad por última vez. No era más que una negra esclava, nacida y criada en la isla, alquilada a sus dueños con el pretexto de que lo ayudase a realizar las labores de limpieza en la casa de curas de la localidad. No se ocultaba a sí mismo que la había escogido por su hermosura, pero nunca se tomó en serio la posibilidad de llegar a tener trato carnal con ella, y menos que un día se le habría de volver tan necesaria que estaría a punto de poner en riesgo su vida por empeñarse en mantenerla cerca.
Al principio la hacía lavar los utensilios de la enfermería y velar por el orden de las dos habitaciones de la casa. Pagaba poco por una jornada que duraba hasta la hora de almuerzo. Luego de atender las escasas magulladuras de los habitantes del vecindario, a las víctimas de las fiebres del verano y las heridas comunes en los libertos que laboraban en el astillero, el médico se sentaba a la mesa donde ya la adolescente había puesto los platos con el caldo humeante que olía a pimienta y a grasa de patas de novillo. Sin que los dueños lo supiesen, hacía que la esclava también se sentase al otro lado y lo acompañara a comer. Disfrutaba verla acercar la escudilla honda a la boca y sorber ruidosamente la sopa que preparaba ella misma. Los ojos de la joven se encendían de agradecimiento y él tenía la tentación entonces de aproximarse y darle un beso en la mejilla. Mirándola fijamente en esa época, fue que creyó que habían acertado al darle nombre: Caridad.
Cierto día vino a buscar a Zamarra un marino de la absoluta confianza del gobernador Juan de Tejeda, quien andaba aquejado por una enfermedad cuya cura habría de trastornar para siempre la tranquila existencia del médico. Comenzó entonces una nueva época en la vida del cirujano. Zamarra había hallado un buen pretexto para hacer que la esclava permaneciese en su casa todos los días hasta el atardecer. Él, que desde la primera visita al jefe de los destinos de la isla supo que el tratamiento de su paciente lo mantendría ocupado durante varios años, extendió en el contrato con los amos de Caridad el plazo del alquiler, engrosando en poco menos que el doble el monto en metálico del jornal.
Ahora se podía dar el lujo de tenderse en la hamaca para dormir la siesta mientras oía dentro del sueño la voz de la esclava cantando remotas canciones y trajinando en el patio contiguo entre los canteros y los tiestos con hierbas.
El médico había descubierto que Caridad poseía el don del conocimiento de las plantas, desde el secreto de las bondades afrodisíacas de ciertas raíces hasta el enigma de los venenos guardados en los vapores de un brebaje, y le había permitido disponer de un discreto y pequeño cultivo detrás de la última habitación. Los cantos en lengua extraña de la mujer lo conducían en el sueño a un lugar olvidado dentro de sí, donde volvía a hallar la figura perdida de su madre y caricias de ángeles que relataban sobre un pergamino cubierto de caracteres prohibidos la historia de un pueblo en peregrinación y la creación divina de las cosas. Al despertar se encontraba con la mirada indescifrable de Caridad, quien aguardaba a que el amo le ordenase la ejecución de las tareas de aquella tarde.
Una vez, en el sopor de la siesta, el médico sintió el aleteo nervioso de la respiración de una persona haciéndole cosquillas en la frente. Abrió los ojos y reconoció a la joven, ahora asustada, que al parecer había estado examinando su rostro. “Cierra las puertas”, le dijo, y luego la hizo aproximarse. “¿Te preguntas por qué somos diferentes?”. Caridad permaneció callada, aunque el médico notó en su frente un leve signo de curiosidad.
Se quedaron unos segundos en silencio. Entonces el médico se levantó de la hamaca y ante los ojos de la esclava se desnudó completamente. Caridad lo miró de arriba a abajo, sin pavor. Ella se recostó a la pared. El médico pensó que no lograría desnudarla, pero se sorprendió al ver que la joven se sacaba el tosco sayal por encima de los hombros y le mostraba las teticas puntiagudas y duras y el sexo enmarañado como un estropajo. Caridad se acercó y el médico sintió que la respiración se le iba agitando. A pesar de haber tomado la iniciativa, no sabía exactamente qué hacer. La esclava, en cambio, parecía tener un claro dominio de la situación. Sonriente, empujó al hombre contra la hamaca, acariciándole el pecho, y se agachó y comenzó a besarlo. Zamarra se vio naufragar en un tiempo ajeno a todos los tiempos, dulce como un baño tibio en un mediodía sin recuerdos, y en la penumbra se confundieron el olor a sudor de sus sobacos y el olor del sexo de la negra con el olor de las flores en los canteros. Cuando terminaron, afuera hacía mucho que había dejado de llover.
Ahora casi todas las tardes el médico eludía a los clientes sin ofrecer ninguna excusa. Con excepción del gobernador, a quien iba a ver periódicamente, disminuyó el número de sus visitas y a menudo dejó de atender a las personas que tocaban a la puerta, haciéndoles creer que había salido a cumplir sus compromisos en la villa. Cualquier momento les venía bien para trabarse en un abrazo desesperado, y llegaron a ayuntarse en casi todas las posiciones y en todos los rincones de la casa. El médico comprendió que corría grave riesgo de preñar a la esclava si no controlaban aquel ritmo de apareamientos frenéticos, pero ella le dijo que podía descuidarse, pues había aprendido de su madre el efecto abortivo de la calabaza.
Fue de ese modo que tejieron sin saberlo su propia desgracia. Un día el médico recibió el recado de que el inquisidor Erico Lorenzo, de visita aquel mes en la Villa de La Habana, sufría otra vez uno de sus periódicos ataques de asma y le rogaba a Zamarra que fuera a visitarlo. El temible paciente estaba adaptado al clima templado de las mesetas de México y el médico creía que, mientras continuase en la isla de Cuba en la temporada de lluvias, se vería condenado a sus incesantes jadeos de asfixiado. Prometió hacer la visita la tarde siguiente.
Esa tarde, sin embargo, después de almorzar con Caridad un suculento caldo de plátanos, se puso a retozar con ella en la habitación que estaba al fondo de la casa. Había dejado las ventanas abiertas por el calor y el médico sentía cómo el sudor que le brotaba de la piel se evaporaba enseguida de su espalda al entrar en contacto con la brisa. Debió haberse extrañado al oír el brusco alboroto que formaron las gallinas en el patio de tierra contiguo, agitando las alas y cacareando escandalosamente, y más con el silencio abrupto que reinó después, tan solo interrumpido por el sonido del viento en las hojas de los cocoteros, pero el médico estaba tan excitado jugueteando con Caridad, embadurnándole las nalgas negrísimas con miel y con manteca, que no prestó atención a las cosas que sucedían afuera.
Solo al año siguiente se habría de enterar de que aquella tarde el inquisidor Erico Lorenzo, al ver que el cirujano no acudía a la cita, mandó al alguacil Francisco Treviranus en su busca. El alguacil ejercía como brazo policial del Santo Oficio en La Habana y estaba habituado a espiar la vida de los demás. A través de una rendija en la pared había presenciado la cópula del médico con la esclava.
Cuando Caridad iba de regreso a la casa de sus amos al siguiente día, Treviranus la retuvo en el camino. Le dijo que la había visto retozando con el cirujano y que si no quería que sus dueños lo supiesen y se le acabase el trato con el mediquito, tendría que darle a él los mismos placeres que le ofrecía al otro. “Aquel debe ser hijo de quemado, un converso de mierda”, dijo; “cuidado con hablar algo, que nadie de su oficio debería acostarse con una como tú. Te juro que lo hago arder en una pira si nos crea algún contratiempo”.
La esclava fue presa de tanto pavor que se resignó a los manejos a los que el otro habría de someterla. Ahora, al salir de la casa de curas, debía desviarse de las estrechas callejuelas de la villa y, dando un rodeo tortuoso, penetrar por el fondo de una sacristía construida con madera y guano. Allí, Treviranus la aguardaba. La obligaba a desnudarse y durante poco menos de una hora la hacía víctima de su lascivia y de unos usos que a la joven cada vez más se le parecían a la tortura. Le decía que se acuclillara y le hacía besarlo y lamerle el sexo. Luego la colocaba bocabajo sobre una viga de madera, apoyada en el estómago, con las piernas colgando y las manos en el suelo, y arremetía con todas sus fuerzas hasta arrancarle gemidos de dolor. Una vez le amarró pies y manos y la levantó en suspenso con una soga: riéndose del llanto desesperado de Caridad, Treviranus disfrutó el cuerpo indefenso de la negra, arqueado por el efecto de su propio peso. Otra vez la obligó a sentarse a horcajadas encima de él, y cuando ella menos lo esperaba, dos secuaces de Treviranus aparecieron en el local polvoriento y por turno la fueron sobando y gozando sin compasión.
La esclava soportó los vejámenes sin decir nada a su amante el cirujano, hasta el día que este fue a besarle los muslos y descubrió un verdugón morado y las marcas frescas de varias mordidas. Al principio Caridad se resistió a hablar, pero luego se deshizo en llanto y sentada en la hamaca, sintiendo la mano del médico que le acariciaba la frente, le fue relatando todos los ultrajes de los que había sido objeto.
El amante la imaginaba sin dificultad en la penumbra de la sacristía; podía hasta sentir el olor a paja de los colchones donde dos o tres hombres la poseían a la fuerza poco antes del anochecer, con una regularidad semejante a la de sus acoplamientos de la siesta. Zamarra se sintió el hombre más infeliz y el más estúpido del mundo por no haber ido a visitar al inquisidor Lorenzo cuando este se lo pidió.
Por una casualidad, por una simple imprudencia, él y Caridad se habían convertido en cautivos de uno de los seres más odiados de la villa. El alguacil Francisco Treviranus representaba más peligro para Zamarra que una eventual incursión de piratas e incluso que uno de aquellos huracanes arrasadores que periódicamente asolaban la isla y que, si bien acrecían el número de los pacientes necesitados de sus servicios, desmantelaban con frecuencia la casita de curas y se llevaban en pocas horas la totalidad de sus bienes, sus frascos con remedios, los libros y los instrumentos valiosos.
Durante varios días estuvo tan agobiado que ni siquiera pudo tocar a la mujer. Urdía imaginarias venganzas contra el alguacil; pensaba en enviarle un veneno o en prepararle una emboscada y arrojarlo a los tiburones de la bahía. Llegó incluso en la desesperación a compartir estos planes con la esclava. Sin embargo, se sabía impotente. Aquel hombre no dejaba de ser un soldado vestido con las ropas de la religión, poseedor de espada, puñales, una tremenda habilidad en la pelea y la conciencia muy clara de que todos veían en él a un detestable enemigo. Zamarra nunca lograría acercársele sin levantar sospechas.
Al fin optó por la solución más practicable. Devolvería a Caridad a sus amos y solo solicitaría sus servicios una o dos veces por semana, sin establecer previamente el día, con la condición de que, para que la joven siempre estuviese disponible, les pagaría a sus dueños una suma mayor.
Fue por esa época que comenzaron las escapadas a los montes de extramuros, saliendo secretamente por un sendero tendido entre pantanos y resguardado de la mirada de los vigías por los árboles que se encontraban en la parte aún no amurallada de la ciudad.
Para evitar que lo echasen de menos en la villa, el médico corrigió la imprudencia que casi lo había llevado a la perdición de la amante con una laboriosidad imprevista que lo hacía aparecer de repente donde menos lo esperaban, presentarse en el momento oportuno en la casa de un enfermo al que hacía unos minutos se le había recrudecido la tos, pasearse por el astillero a la hora en la que una duela mal cerrada reventaba en un tonel y le llevaba tres dedos a un negro de la estiba, a quien había que aplicar entonces un urgente torniquete.
Durante casi un año el médico y la esclava se fugaron a la colina alzada frente al océano una o dos veces por semana. Allí, lejos de todos, se sentían pertenecer el uno al otro. Poco a poco los abusos a los que ella se hubiera visto sometida se fueron borrando en el recuerdo, como si se tratase de los episodios de una pesadilla que les hubiese sido contada por una tercera persona. Caridad se ponía a cantar y a relatar raras leyendas mientras el médico la miraba tendido sobre la hierba. Fue en esas ocasiones que ella le habló de santos que curaban las heridas, de un dios que era mujer y a la vez guerrero, de adivinos que podían descifrar el futuro mirando el envés de las conchas desparramadas sobre una estera, de todo un universo de pájaros y fieras que había nacido de una gota de sangre disuelta en el agua del mar.
Cuando Caridad le habló al cirujano del origen acuático del mundo, el médico no pudo evitar una sonrisa. Durante más de una hora trató de explicarle a la joven que Dios había creado el universo usando el mero poder de la palabra. Casi se enredan en una disputa, pero el deseo los llevó a ahogarse a besos antes de que hubiese aflorado una verdadera animadversión.
Esa tarde, de regreso a la villa, escoltados por la luz naranja que se había derramado en el cielo con la caída del sol, el médico iba a retomar el polémico tema cuando divisaron la silueta de un hombre en medio del camino. Zamarra tuvo una vaga aprensión, que se convirtió en miedo, al advertir los temblores y el silencio aterrorizado de Caridad. Detuvo el caballo, y pensó en dar la vuelta, cuando dos jinetes que aparecieron entre los árboles les cortaron la retirada. El hombre que había estado oculto se aproximó entonces y ambos reconocieron en él a Treviranus.
Aquella sería la última vez que el cirujano viese de cerca a la esclava. En su memoria se estancaron para siempre los gritos de horror que le oyó a Caridad, violada entre los árboles por el enemigo y un segundo hombre, mientras el tercer guardia lo conducía a él a la prisión de la villa, acusado de periódicas fugas con intenciones heréticas.
La intervención del gobernador Juan de Tejeda salvó al cirujano de un proceso que lo hubiera llevado directamente a la hoguera. Durante varias semanas lo tuvieron internado en el fondo de una mazmorra construida encima de una roca costera llena de pozos ciegos por los que subía el agua de mar todas las noches. Una ventana alta y estrecha, excavada en el muro de cantos de la celda, permitía el paso del aire y de la luz.
Cierta noche el médico se despertó de uno de sus largos desmayos de torturado con la impresión de que lo estaban vigilando. Unos metros más abajo, en el suelo musgoso de la cárcel, divisó el brillo de un ojo que lo miraba sin parpadear. El médico permaneció toda la madrugada hecho un ovillo en su sitio, abatido por la fiebre y el miedo, con la certidumbre de que de un momento a otro el monstruo al cual pertenecía aquel ojo vendría a devorarlo. Al amanecer, el guardia encargado de conducirlo a la sala de torturas se lo encontró arrinconado contra la pared, con los ojos abiertos y fijos en una única dirección.
El hombre no pudo dejar de reír al entender la causa del espanto del médico. “Estos bichos”, dijo, “se están acostumbrando a la carne que aquí les damos”. Entonces sacó la daga que llevaba presa en el cinto y dio varios pasos cuidadosos hacia la boca de la poceta. Lo único que vio el médico fue la hoja del puñal, brillando como un relámpago, que se hundió en algo de consistencia gelatinosa. El guardia se volteó; levantó con mucho esfuerzo el brazo y le mostró al médico la inmensa sierpe de agua que colgaba con la cabeza atravesada por el acero. La morena tenía casi su misma altura. Después añadió: “No se preocupe, cirujano. Ahora el bicho está muerto”.
Todas las mañanas Treviranus esperaba que le trajesen el reo a la sala de suplicios de la cárcel, llamada la fábrica de la verdad. Poco a poco, valiéndose de la inestimable ayuda de las pinzas de hierro para arrancar uñas, de las vasijas de aceite hirviente destinadas al baño de los pies, del látigo y la salmuera que enrojecían la espalda, del sarcófago de los clavos de bronce, pero fundamentalmente del potro de las confesiones que estiraba huesos y músculos como si el cuerpo fuese una tripa de violín, el alguacil, secundado por el inquisidor Erico Lorenzo, había acumulado un expediente de declaraciones que ameritaría que a la víctima la arrojasen de cabeza a las llamas.
El médico admitió que había venido a estas tierras imposibilitado de ejercer su oficio en España por no ser cristiano viejo; que ya en su aldea, muchos años antes, hubo quien afirmara que parecía proclive a la nigromancia y a la sodomía, lo que le valió salir huyendo el día que llegaron al pueblo los oficiales de la Santa Hermandad; que creía en las potencias del mundo inferior, las cuales se podrían controlar mediante el voto de secretos conjuros; que sus tratos con la negra esclava no solo obedecían al aborrecible pecado de la lujuria, sino a los afanes del conocimiento luciferino, que —y esto era universalmente sabido— podía encontrar ilustración conveniente en el trato con una raza que había sido marcada por el estigma y la amistad con las huestes del demonio.
Contó también que creía en la posibilidad de la transmigración de las almas, si se hacía transitar a estas convenientemente de un cuerpo a otro en el Instante de la Reencarnación Absoluta. Lo más relevante, sin embargo, a los ojos de Erico Lorenzo, fue que el reo confesase —después de que le hundieran la cabeza en una cuba repleta de orina hasta casi asfixiarlo, mientras Treviranus jugaba a apagar contra su piel varios trozos de carbón encendido— que desde hacía algún tiempo soñaba con crear un hombre mediante métodos artificiales, partiendo de materias viles y de la energía primaria del fuego, del mismo modo que Dios, que esté siempre en la gloria, había creado por su voluntad a nuestro padre Adán.
El inquisidor Lorenzo miró en el acto a Treviranus con un resplandor inusitado en los ojos. Entonces aquí, también aquí, se había entronizado esta forma sutil de la herejía, de la que no oía hablar desde los tiempos de sus rigurosos estudios teológicos en la dulce y lejana patria, chilló. Treviranus no pudo entender por qué razón Erico Lorenzo le arrebató abruptamente los tizones que tenía en la mano y los arrojó contra la pared de la sala, ordenando que cuidasen al reo, “no me lo maten”, decía, “no me lo maten”, mientras prometía, más jubiloso que colérico, un proceso como nunca se había visto en esta villa de mierda, con interrogatorios y nombres y la lista pormenorizada de todos los implicados, y mucho mejor si había gente importante entre ellos, pues a fin de cuentas, y sobre ese asunto no podía haber dudas, la verdadera soberana del Reino, en este y en el otro lado del mar, era una sola, inmaculada y pura: nuestra santa y severa y bendita Religión.
—¿No se lo hago entonces? — preguntó el alguacil Treviranus, con aire decepcionado.
—¿Qué?— preguntó el otro sin entender.
—Lo de siempre, lo que más les duele...
El inquisidor lo miró con desencanto. Unas gotas de sangre se escurrieron en ese momento por la frente del reo, mezcladas con el orine que le resbalaba por los cabellos.
Como tantas veces cuando revivía aquel recuerdo, un manantial de rabia ciega y efervescente como lava estuvo a punto de aflorar en el ánimo de Zamarra. Una oportuna bocanada de humo le permitió alejarse poco a poco de la desagradable visión.
Al levantar la vista hacia el horizonte, se dio cuenta de que en el cielo se había producido el ligero cambio de posición de las estrellas que su amigo Bautista Antonelli, ingeniero y astrólogo, le había pronosticado.