PARÍS, 2 DE NOVIEMBRE DE 1820.
PERO ¿quién piensa hoy en estos fútiles debates? Las alegrías y las tiestas del bautismo, están lejos después de nosotros. Cuando nació Enrique el día de san Miguel, ¿no se decía que el arcángel iba a poner el dragón a sus pies? es de temer, por el contrario que la ardiente espada se haya desenvainado para hacer salir al inocente del paraíso terrenal y para guardar sus puertas contra él.
Hago entrar a Mr. de Villele, y a Mr. de Corbiere en su primer ministerio.— Mi carta al duque de Richelieu.— Esquela del duque de Richelieu, y mi respuesta.— Billetes de Mr. de Polignac.— Cartas de Mr. de Montmorency y de Mr.Pasquier.— Soy nombrado embajador en Berlín.— Salgo para esta embajada.
Entretanto los sucesos que se complicaban, nada decidían aun. El asesinato del duque de Berry había producido la caída de Mr. Decazes; lo cual no sucedió sin disgustos. El duque de Richelieu no consintió en afligir a su señor, sino después de una promesa de Mr. Mole de dar a Mr. Decazes una misión lejana. Salió para la embajada en Londres, en que yo debía reemplazarle. Pero nada estaba concluido; Mr. de Villele permanecía retirado con su fatal sombra Mr. de Corbiere. Yo también por mi parte, ofrecía un gran obstáculo; Mme. de Montcalm no cesaba de comprometerme a la paz, a la cual estaba yo muy dispuesto, queriendo sinceramente salir de los negocios que me acosaban, y hacia los cuales tenía un soberano desprecio. Mr. de Villele, aunque más dócil, no era fácil de manejar.
Dos maneras hay de ser ministro: una bruscamente y a la fuerza, y otra en virtud del tiempo y de la astucia; la primera no estaba al uso de Mr. de Villele, pues lo cauteloso excluye lo enérgico, aunque so está más seguro, y menos expuesto a perder la plaza que se ha ganado. En general se llega a los negocios en virtud de lo que se tiene de mediano, y se permanece en ellos por lo que se tiene de superior. Esta reunión de elementos comisarios es la cosa más rara, y por esa hay tan pocos hombres de estado.
Mr. de Villele tenía precisamente las cualidades que le presentaban abierto el camino, y dejaba hacer ruido en rededor suyo, para recoger el fruto del espanto que se apoderaba en la corte. Algunas veces pronunciaba discursos belicosos, pero en los que algunas frases dejaban traslucir la esperanza. Yo pensaba que un hombre de su especie debía comenzar por entrar en los negocios de cualquier modo que fuera. Parecíame que le era necesario primero ser ministro sin cartera, a fin de poder obtener un día la presidencia misma del consejo. Esto le daría fama de moderación, y se haría evidente que el jefe parlamentario de la oposición realista no era un ambicioso, toda vez que consentía, por amor a la paz en hacerse tan pequeño. Todo hombre que ha sido ministro, no importa como lo vuelva a ser; pues su primer ministerio es el escalón del segundo, y queda sobre el individuo que ha vestido el uniforme bordado un olor a cartera, que tarde o temprano le hace encontrarle de nuevo.
Mme. de Montcalm me había dicho de parte de su hermano que no había ministerio vacante; pero que si mis dos amigos querían entrar en el consejo como ministros de listado sin cartera, el rey quedaría muy satisfecho, prometiendo más para lo sucesivo: la ilustre dama añadía que si no me contrariaba el ir algo lejos, seria enviado a Berlín. Yo le respondí que en cuanto a mi, siempre estaba dispuesto a marchar; pero que no aceptaría un destino, si Mr. de Villele no aceptaba su entrada en el consejo. También hubiera querido colocar a Mr. Lainé cerca de mis dos amigos, y me encargué de la triple negociación. Yo me había hecho el señor de la Francia política por mis propias fuerzas, y nadie duda que fui yo quien procuró el primer ministerio a Mr. de Villele y el que empujó al corregidor de Tolosa en la carrera.
Encontraba yo en el carácter de Mr. Lainé una obstinación invencible. Mr. de Corbiere no quería entrar simplemente en el concejo; pero yo le contemplaba, con la esperanza de que conseguiría la carrera de Instrucción pública. He aquí las pruebas, irrecusables de lo que acabo de contar; documentos fastidiosos sobre hechos justamente pasados en el olvido, pero muy útiles a mi propia historia:
20 de diciembre, a las tres .y media.»
Al señor duque de Richelieu.
«He tenido el honor de pasar a vuestra casa, señor duque, para daros cuenta del estado de las cosas: todo marcha a las mil maravillas. He visto a los dos amigos, Villele consiente al fin en ser ministro secretario de Estado sin cartera, si Corbiere consiente en entrar con el mismo titulo en la dirección de Instrucción pública. Corbiere por su parte, quiere entrar con estas condiciones, mediante la aprobación de Villele. Así ya no hay dificultades: acabad vuestra obra señor duque; ved a los dos amigos, y cuando hayáis oído de su propia boca lo que os escribo, daréis a la Francia la paz en el interior, como ya se la habéis dado en el exterior.
«Permitid que os someta una idea: ¿encontrarlas un grande inconveniente en dar a Villele la dirección vacante por la retirada de Mr. de Barante? de ese modo seria colocado en una posición más igual a la de su amigo. Sin embargo, me ha dicho positivamente que consentiría en entrar en el consejo sin cartera, si se daba a Corbiere la instrucción pública. Solo digo esto como un medio de satisfacer completamente a los realistas, y de asegurarnos una mayoría inmensa y fuerte.
«Tendré el honor de haceros observar que mañana por la noche se verificará encasa de Piet la gran reunión realista, y que seria muy útil que los dos amigos pudiesen decir alguna cosa que calmase todas las efervescencias e impidiese todas las divisiones.
«Como yo estoy señor duque, fuera de todo este movimiento, espero que solo veréis en mi la lealtad de un hombre que desea el bien de su país y vuestros triunfos.
«Recibid señor duque, la seguridad de mi distinguida consideración:
Chateaubriand.»
Miércoles.
«Acabo de escribir, caballero, a Mres. de Villele y de Corbiere, invitándoles a pasar esta noche a mi casa, porque en una obra tan útil, no debe perderse un momento. Os doy gracias por haber hecho marchar el negocio tan pronto, y espero que llegaremos a un feliz término. Estad persuadido, caballero, de! placer que longo en deberos esta obligación, y recibid la seguridad de mi afta consideración.
Richelieu.»
«Permitidme, señor duque, facilitaros por la feliz conclusión de este gran negocio, y aplaudidme por haber tenido en él alguna parte. Es muy conveniente que los decretos aparezcan mañana, pues harán cesar todas fas oposiciones.
«Tengo el honor, señor duque, de renovaros la seguridad de mi mayor consideración.
Chateaubriand:»
Viernes.
«He recibido con gran placer el billete que el señor vizconde de Chateaubriand me ha hecho el honor de escribirme, y creo no tendrá que arrepentirse de haber contado con la bondad del rey y con mi deseo de contribuir a lo que puede serle agradable. Le suplico reciba la seguridad de mi alta consideración.
Richelieu.»
Hoy jueves.
«Sin duda sabéis mi noble colega, que el negocio ha sido concluido ayer noche a las once, y que todo se ha arreglado sobre las bases convenidas entre vos y el duque de Richelieu: vuestra intervención nos ha sido muy útil; gracias os sean dadas por la dichosa marcha hacia el feliz desenlace que desde este momento puede contarse como seguro. «Vuestro afectísimo
J. DE POLIGNAC.»
París, miércoles 20 de noviembre a las once y media de la noche.
«Acabo de pasar por vuestra casa, y ya estabais recogido, noble vizconde, llegó de casa de Villele que también se ha retirado tarde de la conferencia que le habíais preparado y anunciado. Me ha encargado, como más próximo vecino vuestro, comunicaros lo que Corbiere quería también haceros saber por su parte, que el negocio que realmente habéis conducido y manejado, en el día está decidido de la manera más sencilla y breve: el sin cartera, su amigo con la Instrucción pública. Vos sois quien seguramente les ha abierto la entrada en esta nueva carrera y cuentan con vos para allanar sus dificultades. Por vuestra parte, durante el poco tiempo que tengamos la ventaja de conservaros entre nosotros; hablad a vuestros mejores amigos en el sentido de secundar, o a lo menos de no combatir los proyectos de unión. Buenas noches. Aun os felicito de nuevo por la prontitud con que habéis manejado las negociaciones. Así debéis arreglar la Alemania para volver pronto al lado de vuestros amigos.
«Os renuevo todos mis sentimientos.
Mr. de Montmorency.»
«Adjunta va, caballeros una petición dirigida por un guardia de corps el rey al rey de Prusia: me ha sido remitida y recomendada por un oficial superior, y os suplico que hagáis uso de ella, si os parece; cuando hayáis examinado un poco el terreno en Berlín, que puede obtener algún éxito.
«Me aprovecho de esta ocasión para felicitarme con vos de El Monitor de esta mañana, y para daros gracias por la parte que habéis tenido en esta feliz conclusión, que espero tendrá sobre los negocios de nuestra Francia la más dichosa influencia.
«Tened a bien recibir la seguridad de mi alta y sincera consideración.
Pasquier.»
Esta serie de billetes muestra bastante que no he exagerado la parte que tuve en estas negociaciones.
Revisado en diciembre de 1846.
Año de mi vida 1821.— Embajada de Berlín.— Llego a Berlín.— Mr. Ancillon.— Familia Real.— Fiestas por el matrimonio del gran duque Nicolás.— Sociedad de Berlín.— El conde de Humboldt.— Mr. Chamiso.
Salí de Francia dejando a mis amigos en posesión de una autoridad que les había comprado a precio de mi ausencia; fui un Licurgo en pequeño. Lo que había de mejor, era que el primer ensayo de mi fuerza política me devolvía mi libertad. En el fondo de esta posición, nueva para mi, vela no sé que novelas confusas entre realidades. ¿No había nada en las cortes? ¿No eran soledades de otra especie? Tal vez eran Campos Elíseos con sus sombras.
Salí de París el 1º de enero de 1821. El Sena estaba helado, y por la primera vez de mi vida viajaba con los refuerzos del dinero. Poco a poco renegaba de mi desprecio hacia las riquezas, y sentía que era bastante dulce caminar en un buen carruaje, ser bien servido, no tener que ocuparse de nada y ser precedido de un buen cazador de Varsovia, siempre hambriento, y que, a falta de los zares, él solo hubiera devorado la Polonia. Pero pronto me habitué a mi dicha; tenía el presentimiento de que duraría poco, y que pronto sería apeado como era conveniente. Antes e haber llegado a mi destino solo me quedaba del viaje mi gusto primitivo por el viaje mismo; gusto de independencia, satisfacción de haber roto los lazos de la sociedad. Ya veréis cuando vuelva de Praga en 1833, lo que digo de mis recuerdos del Rin; a causa de los hielos me v| obligado a subir sus orillas y a atravesarlo más arriba de Maguncia. No me ocupé ni un momento de Maguncia ni de su arzobispado, ni de la imprenta, por quien sin embargo, reinaba yo. Fráncfort, ciudad de los judíos, solo me detiene para uno de sus negocios, un cambio de moneda.
El viaje fue triste, el camino estaba lleno de nieve y de escarcha colgada en las ramas de los pinos. Jena se me apareció a lo lejos con los vestigios de su doble batalla, y atravesé a Erfurt y a Weimar. En Erfurt faltaba el emperador, en Weimar habitaba Goethe a quien tanto había yo admirado, y a quien admiro mucho menos; el cantor de la materia viva, y su antiguo polvo se modelaba aun alrededor de su genio. Hubiera podido ver a Goethe, pero no le vi; dejando así un vacío en la procesión de personajes célebres que han desfilado ante mis ojos.
El sepulcro de Lutero en Wurtemberg tampoco me llamó la atención; el protestantismo solo es en religión una herejía ilógica, y en política una resolución abortada. Después de haber comido, pasando el Elba, un panecillo negro petrificado, hubiera tenido necesidad de beber en el gran vaso de Lutero conservado como una reliquia. Atravesando luego a Postdam y el Spree, río de tinta sobre el cual se arrastran barcos guardados por un perro blanco, lleguen Berlín, allí vivió como he dicho el falso Julian en su falso Atenas, y en vano busqué el sol del monte Himeto. En Berlín he escrito el libro de estas Memorias, en el cual habéis encontrado la descripción de esta ciudad, mi excursión en Postdam, mis recuerdos del gran Federico, de su caballo, de sus lebreles y de Voltaire.
El día 11, en el cual llegué, fui a vivir en seguida bajo los tilos, en la casa, que había dejado el marqués de Bonnay, y que pertenecía a la duquesa de Dino; allí fui recibido por Mr. Decaux, de Flavigny y de Cussy secretarios de legación. El 17 de enero tuve el honor de presentar al rey la carta de llamamiento del marqués de Bonnay y mis credenciales. El rey alojado en una simple casa, tenía por toda distinción dos centinelas a la puerta, y entraba quien quería, y se le hablaba en su cuarto. Esta sencillez de los príncipes alemanes contribuye a hacer menos sensibles a los pequeños el nombre y las prerrogativas de los grandes, Federico Guillermo iba todos los días a la misma hora a fumar un cigarro al parque en un cabriolé descubierto que él mismo guiaba, y yo le encontré muchas veces, siguiendo cada cual nuestro camino. Cuando volvía a Berlín, el centinela de la puerta de Brandeburgo gritaba a más no poder, la guardia tomaba las armas, el rey pasaba, y todo quedaba concluido.
En el mismo día hice mi visita al príncipe real y sus hermanos, militares jóvenes muy alegres. Vi al gran duque Nicolás y a la gran duquesa recientemente casados, en obsequio de los cuales se estaban celebrando tiestas. También vi al duque y a la duquesa de Cumberland, al príncipe Guillermo, hermano del rey, y el príncipe Augusto de Prusia, por largo tiempo nuestro prisionero. Había querido casarse con madame de Recamier, y poseía el admirable retrato que Gerad había hecho de ella y que ella había cambiado con el príncipe por el cuadro de Cerina.
En seguida me di prisa a buscar a Mr. Ancillon, ya nos conocíamos mutuamente por nuestras obras, n París lo había encontrado con el príncipe real, su discípulo, y en Berlín estaba encargado interinamente de la cartera de Negocios extranjeros durante la ausencia del conde de Bernotorff. Su vida era muy interesante; su mujer había perdido la vista; todas las puertas de su casa estaban abiertas, y la pobre ciega se paseaba de sala en sala entre las llores y descansaba a la ventura, como un ruiseñor aprisionado; cantaba muy bien, y murió pronto.
Mr. Ancillon, lo mismo que Mr. de Humboldt era de origen francés; ministro protestante, sus opiniones habían sido al principio muy liberales. En 1828, estando en Roma, había vuelto a la monarquía templada, y luego retrogradó hasta la monarquía absoluta. Con un amor casi frenético a los sentimientos generosos, tenía el miedo y el odio de los revolucionarios, y esté odio es el que le ha llevado hasta el despotismo, a fin de pedir en él un asilo. Hubo una fiesta en la corte y allí empezaron para mí los honores de que era bien poco digno. Juan Bart se había puesto para ir á Versalles un vestido de tela de plata, el cual le incomodaba mucho. La gran duquesa, hoy emperatriz de Rusia, y la duquesa de Cumberland, eligieron mi brazo para una marcha polaca. El aire de esta era una especie de potpurrí compuesto de muchos trozos, entre los cuales, con gran satisfacción mía, reconocí la canción del rey Dagoberto; esto me alentó y vino en auxilio de mi timidez. Estas fiestas se repitieron, y una de ellas, sobre todo, se celebró en el gran palacio del rey. No queriendo tomar a mi cargo la relación, la doy tal como está consignada en el Morgen Blatt de Berlín por la baronesa de Hohenhausen.
«Berlín, 22 de marzo de 1821.
Morgen-Blatt (diario de la mañana) número 70.
«Uno de los personajes notables que concurrían a la fiesta era el vizconde de Chateaubriand, ministro de Francia, y cualquiera que fuese el esplendor del espectáculo que se desenvolvía ante sus ojos, las bellas berlinesas aun tenían miradas para el autor de Atala, soberbia y melancólica novela donde el amor más ardiente sucumbe en el combate contra la. religión. La muerte de Atala y la hora de felicidad de Chactas durante una tempestad en los antiguos bosques de la América, pintada con los colores de Milton, permanecerán para siempre grabadas en la memoria de los lectores de este libro, Mr. de Chateaubriand escribió la Atala en su juventud y en el destierro de su patria: de aquí esa profunda melancolía y esa pasión ardiente que respira en toda la obra. Ahora, este hombre de estada consumado dedica únicamente su pluma a la política. Su última obra, La vida y la muerte del duque de Berry, está escrita en el mismo tono que empleaban los panegiristas de Luis XIV.
«Mr. de Chateaubriand es de una estatura menos que mediana, y sin embargo, esbelta. Su rostro ovalado, tiene una expresión de piedad y de melancolía; sus cabellos y sus ojos son negros, y estos brillan con el fuego de su talento.»
Pero ya tengo los cabellos blancos; perdonad, pues, a la baronesa de Hohenhausen por haberme bosquejado en mi buen tiempo. El retrato es muy bonito, pero debo a mi sinceridad el decir que no se parece.
Ministros y embajadores.—La corte y la sociedad.
El palacio bajo los tilos (unten dem lindem), era demasiado grande para mi; frío y medio ruinoso, solo ocupaba de él una pequeña parte.
Entre mis colegas, ministros y embajadores, el único notable era Mr. de Alopeus: después he encontrado a su mujer y a su hija en Roma al lado de la gran duquesa Elena. Si esta hubiese estado en Berlín en vez de la gran duquesa Nicolás, su cuñada, más feliz habría sido yo.
Mr. Alopeus, mi colega, tenía la dulce manta de creerse adorado, y de que se veía perseguido por las pasiones que inspiraba: «A fe mía, exclamaba, que no se lo que yo tengo. Por todas partes donde voy me siguen las mujeres; pero Mme. de Alopeus se ha adherido obstinadamente a mi.» En la sociedad privada, sucede lo mismo que en la sociedad pública; en la primera siempre hay adhesiones formadas y rotas, negocios de familia, muertes, nacimientos, penas y placeres particulares; en la otra siempre cambios de ministros, batallas perdidas o ganadas, negociaciones con las cortes, reyes que se van y monarquías que caen.
En la época de Federico II, elector de Brandeburgo, apellidado Diente de hierro; en la de Joaquín II, aprisionado por el judío Lippold; en la de Juan Segismundo, que reunió a su electorado el ducado de Prusia; en la de Jorge Guillermo el Irresoluto, que, perdiendo sus fortalezas, dejaba a Gustavo Adolfo entretenerse con las damas, de su corte, y decía «¡Qué hacer! ellos tienen cañones.» En tiempo del gran elector, que solo encontró en sus estados montones de ceniza, que dio una audiencia a la embajada tártara, cuyo interprete tenía una. nariz de madera y cortadas las orejas; en tiempo de su hijo, primer rey de Prusia, que despertado una noche de repente por su mujer, le atacó una calentura y se murió de miedo; bajo todos estos reinados, todas las memorias no son más que una repetición de las mismas aventuras en la sociedad privada.
Federico Guillermo I, padre del gran Federico, hombre duro y bizarro, fue educado por Mme. de Rocoules la refugiada; amó a una joven que no pudo dulcificarlo; nombró al bufón Gundiling presidente de la academia real de Berlín; hizo encerrar a su hijo en la ciudadela de Custrin, y delante del joven príncipe fue cortada a Quatt la cabeza; esta era la vida privada de aquellos tiempos. El gran Federico ya en el trono, tuvo una intriga con una bailarina italiana, la Barbarini, única mujer a quien se acercó en su vida: cuando se casó con la princesa Isabel de Brunswick, se contentó con pasar la primera noche de sus bodas, tocando la flauta al pie de las ventanas de la princesa. Federico tenía el gusto de la música y la manía de los versos. Las intrigas y los epigramas de los dos poetas, Federico y Voltaire, turbaron a Mme. de Pompadour, al abate Bernis y a Luis XV: la margrave de Bayreuth estaba mezclada en todo esto. Reuniones literarias en el cuarto del rey; luego conciertos ante las estatuas de Antínoo, y grandes comilonas; más tarde mucha filosofía, libertad de prensa y bastonazos, y por último, cierto pastel de anguilas que puso fin a los días de un anciano, gran hombre que quería vivir: he aquí de lo que se ocupo la sociedad privada de aquellos tiempos de letras y batallas. Y sin embargo, Federico ha renovado la Alemania, establecido un contrapeso al Austria, y cambiado todas las relaciones y todos los intereses políticos de la Germania.
En los nuevos reinados, encontramos el palacio de mármol; Mme. de Rietz, con su hijo Alejandro, conde de la Marche; la baronesa de Stoltzemberg, querida del margrave Schwed en otro tiempo cómica, el príncipe Enrique y sus sospechosos amigos; la señorita Voss, rival de Mme. de Rietz; una intriga de baile de máscaras entre un joven francés y la mujer de un general prusiano, y en fin, Mme. de H... cuya aventura puede leerse en la historia secreta de la cortado Berlín; ¡quién sabe todos estos nombres! ¡quién se acordará de los nuestros! Hoy día apenas si los octogenarios de la capital de Prusia conservan la memoria de esta generación pasada.
Guillermo de Humboldt.—Adalberto de Chamiso.
La sociedad de Berlín me convenía por sus hábitos; entre cinco y seis se iba a las tertulias; a las nueve estaba todo concluido, y en seguida me acostaba, como si no hubiese sido embajador. El sueño devora la existencia, y esto es lo que tiene de bueno. «Las horas largas y la vida corta, dice Fenelon.» Mr. Guillermo de Humboldt, hermano de mi ilustre amigo el barón Alejandro, estaba en Berlín. Yo le había conocido de ministro en Roma, y sospechoso al gobierno a causa de sus opiniones, hacia una vida retirada, aprendiendo p ira matar el tiempo todas las lenguas, y aun todos los dialectos de la tierra. El encontraba los pueblos, habitantes antiguos de un ciclo, por denominaciones geográficas del país, y una de sus hijas hablaba indiferentemente el griego antiguo y el griego moderno; si hubiera venido a cuento, comiendo un día se habría hablado en sanscrito.
Adalberto de Chamiso vivía en el jardín de las Plantas, a alguna distancia de Berlín, y yo le visité en esta soledad, donde las plantas se helaban en sus invernaderos. Era alto y de un rostro bastante agradable, y sentía yo cierto atractivo por este desterrado, viajero como yo, pues él había visto aquellos mares del polo, donde yo me había envanecido de penetrar. Emigrado como yo, había sido educado en Berlín en calidad de page. Recorriendo Adalberto la Suiza, se encontró sobre el lago, donde pensó perecer. Este mismo día escribía: «Ya veo que necesito buscar mi salvación en los grandes mares.»
Chamiso había sido nombrado por Mr. de Fontanes profesor en Napoleónville, y después de griego en Estrasburgo; pero él rechazó la oferta con estas nobles palabras: «La primera condición para trabajar en la instrucción de la juventud, es la independencia, y aunque yo admire el genio de Bonaparte, no puede convenirme.» Del mismo modo rehusó las ventajas que le ofrecía la restauración diciendo. «Yo no he hecho nada por los Borbones, y no puedo recibir el premio por los servicios y la sangre de mis padres: en esto siglo cada hombre debe proveer a su existencia.» En la familia de Mr. de Chamiso se conserva este billete escrito en el Temple de mano de Luis XVI: Recomiendo a Mr. de Chamiso, unos de mis fieles servidores, a mis hermanos.» El rey mártir había ocultado este billete en su seno para hacerlo entregar a su primer page, Chamiso, tío de Adalberto.
La obra más interesante tal vez de este hijo de las musas, oculto bajo las armas extranjeras, y adoptado por los bardos de la Germania, son estos versos que escribió primero en alemán, y luego tradujo al francés en el castillo de Boncours, su residencia paterna.
Jo reve encoreámon jeune áge
Sous le poids de mes cheveux blancs,
Tu me poursuis, fidele image.
Et renais sous la faux du temps.
Du sein d'une mer de verdure
Si eleve ce noble chateau;
Je reconnais et sa toiture,
Et ses tours avec ses crenaux;
Ces lions de nos armoiries
Ont encoré leurs regards d'amour;
Je vous souris, gardes cheries,
Et je m'elance dans la cour,
Voila le sphinx á la fontaine,
Voila le figuier verdoyant;
La s'epanouit l'hombre vaine
Des premiers songes de l'enfant.
De mon aieul, dans la chapelle
Je cherche et revois le tombeau:
Voila la colonne á laquelle
Pendent ses armes en faisceau.
Ce marbre que le soleil dore,
Et ces caracteres pieux,
Non, je ne puis les lire encore,
Un voile humide est sur mes yeux.
Fidele chateau de mes peres,
Je te retrouve tout en moi!
Tu n'es plus, superbe nagueres,
.La charrue á passe sur toi!...
Sol que je cheris sois fertile.
Je te benis d'un coeur verein;
Benis, quel qu'il soit, l'homme utile
Dont le soc villonne ton sein.
Chamiso bendice al trabajador que labra la tierra de que ha sido despojado. Yo echo de menos a Combourg; pero con menos resignación, aunque no haya salido de mi familia. Embarcado en el buque armado por el conde de Romanzoff Mr. de Chamiso descubrió con el capitán Kotzebue, el estrecho al Este del de Bering, y dio su nombre a una de las islas desde donde Cook había entrevisto la costa de América, en el Kamtschatka encontró el retrato de Mme. Recamier, bocho en Porcelana, y el cuentecillo Peter Schlemill, traducido en holandés. El héroe de Adalberto, Peter Schlemill, había vendido su sombra al diablo; mejor hubiera querido yo venderle mi cuerpo.
Me acuerdo de Chamiso como de la brisa insensible que hacia encorvar ligeramente los trigos que yo atravesaba al volver a Berlín.
La princesa Guillerma.— La ópera.— Reunión musical.
Conforme a un reglamento de Federico II, los príncipes y las princesas de la sangre no veían en Berlín al cuerpo diplomático; pero gracias al carnaval, al matrimonio del duque de Cumberland con la princesa Federica de Prusia, hermana de la difunta reina, y gracias también a cierta infracción de etiqueta que se me permitía a causa de mi persona, según decían, tuve ocasión de encontrarme con más frecuencia que mis colegas con la familia real. Como yo visitaba de vez en cuando el gran palacio, allí encontró a la princesa Guillerma que se complacía en llevarme a sus aposentos. Jamás he visto una mirada más triste que la suya; en los salones inhabitados del castillo que caían sobre el Spree, me mostraba un aposento habitado en ciertos días por una dama blanca, y estrechándose contra mi con cierto terror, tenía todo el Aspecto de esa dama blanca. Por su parte, la duquesa de Cumberland me contaba que ella y su hermana, la reina de Prusia, siendo ambas muy jóvenes, habían oído a su madre, que acababa de morir, hablarles detrás de las cortinas corridas de su lecho.
El rey, en cuya presencia me veía yo al salir de mis visitas de curioso, me llevaba a sus oratorios; me hacia notar el crucifijo y los cuadros, y me pedía parecer sobre ellos, porque habiendo leído, decía en El Genio del cristianismo que los protestantes habían despojado demasiado su culto, había encontrado justa mi advertencia. Aun no había caído en el exceso su fanatismo luterano.
En el teatro de la Opera tenía yo un palco al lado del de la familia real, enfrente del escenario. Yo charlaba con las princesas, y el rey salía en los entreactos y me lo encontraba en los corredores: mirando entonces si alguna persona podía oírnos me confesaba en voz muy baja su animadversión a Rosini y su amor a Gluch, extendiéndose en lamentaciones sobre la decadencia del arte y sobre las notas destructoras del canto dramático, me confesaba que no se atrevía a decir esto a nadie más que a mi a causa de las personas que lo rodeaban, y cuando veía venir a alguien se metía apresuradamente en el palco.
Allí vi representar la Juana de Arco de Schiller: la catedral de Reims estaba perfectamente imitada. El rey, que era formalmente religioso, no soportaba sino con disgusto, la representación del culto católico en el teatro. Mr. Spontini, el autor de la Vestal, era el director de la ópera. Su esposa, hija de Mr. de Erard, era una mujer agradable, más parecia espiar la volubilidad del lenguagede las mujeres por la lentitud que ponia en hablar: cada palabra, dividida en silabas, espiraba en sus lábios y si hubiera querido deciros: os amo, el amor de un francés hubiera podido estinguirse entre el principio y el fin de estas dos palabras. Ella no podía terminar mi nombre; y jamás llegaba al fin sin cierta gracia.
Dos o tres veces por semana se verificaba una reunión lirica: al volver por las tardes de su tarea, las obreras y los trabajadores jóvenes, aquellas con sus canastillas debajo del brazo, estos con las herramientas de sus oficios, entraban mezclados en una sala, y distribuyéndoles un papel de música, se unían en coro general con una precisión sorprendente. Concluida el coro, cada cual tomaba el camino de su morada. Muy lejos estamos nosotros de este sentimiento de la armonía, medio poderoso de la civilización que ha introducido en las cabañas de los campesinos de Alemania una educación que falta a nuestros hombres rústicos: donde hay un piano no existe la grosería;
Mis primeros despachos.— Mr. de Bonnay.
El 17 de enero empecé mis relaciones diplomáticas con el ministro de Negocios extranjeros. Mi ingenio se pliega fácilmente a este género de trabajo: ¿porqué no? Dante, Ariosto y Milton, ¿no han sido tan buenos políticos como poetas? Sin duda que yo no soy Dante, ni Ariosto, ni Milton; la Europa y la Francia han visto sin embargo, por el Congreso de Varona, lo que yo podía hacer.
Mi predecesor en Berlín me trataba en 1810 como trataba a Mr. de Lameth en sus miserables versos al principio de la revolución. Cuando uno es tan amable no conviene dejar detrás de si registros, ni tener la rectitud de un oficinista, cuando no se tiene la capacidad de un diplomático. Sucede en los tiempos en que vivimos que una ráfaga de viento envía a vuestro puesto a aquel sobre quien os habíais elevado; y como el deber de un embajador es conocer primero los archivos de la embajada, acontece que se encuentra con notas en que es tratado por mano de maestro. ¿Qué queréis? Estos talentos profundos, que trabajaban en el triunfo de la buena causa, no podían pensar en todo.
Extracto de los registros de Mr. de Bonnay.
Número 64.
23 de noviembre de 1816.
«Las palabras que el rey ha dirigido a la secretaria nuevamente formada de la Cámara de los pares han sido conocidas y aprobadas por toda Europa. Me han preguntado si era posible que hombres adictos al rey, personas de su servidumbre y que ocupan empleos en palacio o en los cuartos de los príncipes huyesen podido, en efecto, dar sus votos para llevar a monsieur de Chateaubriand a la secretarla.
«Mi respuesta ha sido, que siendo secreto el escrutinio, nadie podía conocer los votos particulares. —¡Ah! exclamó un hombre importante: si el rey pudiese cerciorarse de ello, creo que la entrada en las Tullerías seria cerrada al instante a esos servidores infieles.» —He creído que nada debía responder, y nada he respondido.»
13 de octubre de 1816.
«Lo mismo sucedería, señor duque, con las medidas de 5 y 20 de setiembre, pues una y otra solo encuentran en Europa aprobadores. Pero lo que sorprende es que muy puros y dignos realistas continúen apasionándose por Mr. de Chateaubriand, a pesar de la publicación de un libro que establece en principio que el rey de Francia en virtud de la Carta, no es más que un ser moral, esencialmente nulo y sin voluntad propia. Si otro cualquiera hubiese aventurado semejante máxima, los mismos hombres, no sin apariencia de razón, le habrían calificado de jacobino.»
Por los despachas de Mr. de Bonnay y par los de algunos otros embajadores del antiguo régimen, me ha parecido que estos despachos trataban menos de negocios diplomáticos que de anécdotas relativas a personajes de la sociedad y de la corte. Así es que Luis XVIII y Carlos X gustaban mucho más de las cartas divertidas de mis colegas que de mi seria correspondencia. Yo hubiera podido reírme y burlarme como mis antecesores; pero había pasado el tiempo en que las aventuras escandalosas y las intrigas se ligaban en los negocios, ¿qué bien habría resultado a mi país del retrato de Mr. Hardemberg, hermoso viejo, blanco como un cisne, sordo como una tapia, que iba a Roma sin licencia, divirtiendose de todo, creyendo en toda clase de sueños, y entregado al magnetismo en manos del doctor Koreff, a quien encontré a caballo galopando por lugares extraviados entre el diablo, la medicina y las musas?
Este desprecio hacia una correspondencia frívola, me hacia decir a Mr. Pasquier en mi carta del 13 de febrero de 1821.
Número 13.
«No os he hablado, señor barón, según costumbre, de recepciones, bailes, ni espectáculos, ni os he hecho retratos ni sátiras inútiles, pues he intentado sacar a la diplomacia de los chismes de comadres. El reinado de lo común volverá cuando pase el tiempo extraordinario: hoy día solo se debe pintar lo que ha de vivir, y no atacar más que lo que amenaza.»
El parque.—La duquesa de Cumberland,
Berlín me ha dejado un recuerdo durable, porqué la naturaleza.de los recreos que allí encontraba me trasportaba a los tiempos de mi infancia y de mi juventud; solo que unas princesas muy reales reemplazaban el lugar de mi sílfide. Viejos cuervos, eternos amigos míos, venían a posarse en los tilos que estaban delante de mi ventana, y yo les echaba ele comer; cuando habían agarrado un pedazo grande de pan, lo soltaban con una destreza inimitable para pillar otro más pequeño, de modo que pudiesen coger otro un poco más grueso, y así sucesivamente hasta el trozo capital, que en la punta de su pico, impedía que pudiesen caerse los que tenía dentro. Terminada la comida, el pájaro cantaba a su manera: cantus cornicum ut secla vetusta.
Un día dando vuelta a la muralla del recinto, Hyacinthe y yo nos dimos de cara con un viento. Este era tan penetrante, que nos vimos obligados a correr más que deprisa para llegar a la ciudad medio muertos. Como íbamos atravesando terrenos acotados, todos los perros de guarda nos saltaban a las piernas persiguiéndonos. El termómetro descendió este día a veinte y dos grados bajo cero, y en Postdam se helaron algunos centinelas.
Lo que se llama el parque en Berlín, es un bosque de encinas, hayas y tilos de Holanda, que está situado en la puerta de Charlottembourg, y atravesado por el camino que conduce a esta morada real. A la derecha del parque hay un campo de Marte, y a la izquierda una porción de tabernas.
En el interior del parque, que entonces no estaba abierto en avenidas regulares, se encontraban praderas y sitios salvajes con bancos de piedra, sobre los cuales la joven Alemania había grabado con un cuchillo corazones atravesados con puñales: sobre uno de estos se leia el nombre de Sand. La naturaleza vegetal, y una mulütud de ramas negras eran devoradas por ánades en.las aguas medio desheladas: estos ruiseñores abrian la primavera en los bosques de Berlín. Sin embargo de esto, el parque no dejaba de tener algunos lindos animales: las ardillas circulaban sobre las ramas, o jugueteaban en tierra haciendo pabellones con sus colas; y cuando yo me acercaba a la fiesta, los actores se encaramaban al tronco de las encinas, y gruñian viendome pasar por debajo de ellos. Pocos paseantes frecuentaban el bosque, cuyo suelo desigual estaba cortado con canales. Algunas veces me encontraba un viejo oficial gotoso, que me decía muy contentó hablándome del pálido rayo de sol, bajo el cual yo tiritaba:—¡Cómo pica el sol! de cuando en cuando me encontraba al duque de Cumberland a caballo, y casi ciego, detenido ante una haya de Holanda, contra la cual acababa de tropezar. También pasaban algunos coches tirados por seis caballos, que conducían a la embajadora de Austria, a la princesa de Radziwill con su hija de quince años, encantadora como una de esas nubes con rostro de virgen, que rodean la luna de Osian. La duquesa de Cumberland daba casi todos los días el mismo paseo que yo, volviendo unas veces de socorrer en su cabaña a una pobre mujer de Spandau, deteniéndose otras, y diciéndome que había tratado de encontrarme: ¡amable hija de los tronos, que había bajado de su carro, como la diosa de la noche, para andar errante por los bosques!
La princesa Federica ha pasado después sus días a orillas del Támesis, en sus jardines de Kew, que en otro tiempo me vieron vagar entre mis dos acólitos, la ilusión y la miseria. Después de mi salida de Berlín, me ha honrado con una correspondencia, donde describe hora por hora la vida de un habitante de esas malezas donde pasó Voltaire, donde murió Federico y donde se ocultó ese Mirabeau que debía comenzar la revolución de que yo fui victima.
He aquí algunos extractos de la correspondencia que entabló conmigo la duquesa de Cumberland.
«Jueves 19 de abril.
Esta mañana al despertar, me han entregado el último testimonio de vuestro recuerdo, más tarde he pasado por vuestra casa, y he visto sus ventanas abiertas como de costumbre; ¡todo estaba en el mismo sitio excepto vos! ¡No puedo deciros lo que esto me ha hecho experimentar! Ya no sé ahora donde encontraros, pues, cada instante os aleja más; el único punto, fijo, es el 25, día en que contáis llegar, y el recuerdo que os conservo.
¡Dios quiera que todo lo encontréis cambiado para vuestro bien, y para bien general! Acostumbrada a los sacrificios, sabré soportar este de no volveros a ver, si es por vuestra dicha y por la de la Francia:
Desde el jueves he pasado todos los días por vuestra casa para ir a la iglesia, donde he orado mucho por vos. Vuestras ventanas siguen constantemente abiertas, y esto me conmueve. ¡Quién tiene la atención de seguir vuestros gustos, y vuestras órdenes, a pesar de estar ausente! Algunas veces me ocurre la idea de que no os habéis marchado, sino que ocupado con negocios, habéis querido deshaceros de ese modo de los importunos para terminarlos cómodamente. No creáis que esto sea una reconvención.»
«23.
«Hace hoy un calor tan extremado, aun en la iglesia, que no puedo dar mi paseo a la hora ordinaria; esto me es indiferente ahora. ¡El amado bosquecillo ya no tiene encantos para mí y lodo me fastidia en él! Este cambio súbito de lo frío a lo caliente es común en el Norte.»
«La naturaleza está muy bella; todas las hojas han nacido después de vuestra marcha; hubiera deseado que apareciesen dos días antes, para que hubieseis podido llevar en vuestro recuerdo una imagen más risueña de vuestra permanencia aquí.»