DESTRUCCIÓN DEL MUNDO NAPOLEÓNICO
Imponerunt omnes sibi diademata, post mortem eius... et multiplicata sunt mata in terra (Machad).
«TODOS quisieron para si la diadema después de su muerte... y se multiplicaron los males sobre la tierra.»
Estas palabras de los macabeos respecto de Alejandro, parece haberse escrito para Napoleón. «Se han repartido sus coronas, y se han multiplicado los males sobre la tierra.» Veinte años han trascurrido apenas desde la muerte de Bonaparte, y ya no existen ni la monarquía francesa, ni la española. El mapa mundo ha cambiado, habiendo sido preciso estudiar una nueva geografía; separados de sus soberanos legítimos, los pueblos se han echado en brazos de reyes aventureros, actores de nombradla han desaparecido de la escena, reemplazándoles en ella cómicos desconocidos, las águilas se han remontado hasta el espacio invisible desde de la copa del alto pino sumido en el mar, mientras que las débiles conchas se agarran todavía ron fuerza a la corteza del tronco protector.
Como en último resultado todo marcha a su fin, el terrible espíritu de innovación que recorría el inundo, que decía el emperador, y al cual había opuesto el dique de, su genio, ha vuelto a emprender su carrera; las instituciones del conquistador se debilitan; porque la última de las grandes existencias individuales será la suya, porque nadie dominará ya en las sociedades ínfimas niveladas, porque la sombra de Napoleón se levantará solitaria en la extremidad del antiguo mundo destruido, como el fantasma del diluvio al borde de su abismo: la posteridad más remota descubrirá esta sombra a través de la nada en que desaparecen los siglos desconocidos, hasta el día señalado para el renacimiento social.
Mis últimas relaciones con Bonaparte.
Supuesto que escribo mi propia vida al ocuparme de otras ajenas, grandes o pequeñas, me veo precisado a mezclarla con los hombres y con los acontecimientos, cuando por casualidad lo requiere mi propósito. ¿He olvidado acaso completamente, sin detenerme alguna vez en su recuerdo, al ilustre deportado que en su prisión colonial esperaba la ejecución de la sentencia de Dios? No.
Napoleón hizo conmigo la paz, que nunca firmó con sus carceleros, coronados; también yo soy como él hijo de las olas, como él naci en una roca, y me precio de haber conocido mucho mejor a Napoleón que los que le han visto más a menudo y han permanecido más tiempo a su lado.
No teniendo Napoleón ya en Santa Elena motivo para seguir irritado contra mí, renunció a la enemiga que me había profesado; más justo yo a mi vez después de su caída escribí en El Conservador el siguiente articulo:
«Los pueblos han llamado a Bonaparte un azote; pero los azotes que Dios envía conservan algo de la grandeza y de la expresión eterna que revela su origen divino: Ossa arida... dabo vobis spiritum et viveris. Huesos áridos, os enviaré mi aliento y viviréis. Nacido en una isla para morir en otra situada en los limites de tres continentes; arrojado en medio de los mares en que Camoens profetizó tal vez su presencia al colocar en ellos el genio de las tempestades, Bonaparte no puede moverse en su roca sin que su sacudimiento nos lo advierta, poique un paso dado en el otro polo por el nuevo Adamastor, se hará sentir en el nuestro. Si Napoleón, libre de sus cadenas, se retirase a los Estados Unidos, sus miradas fijas en el Océano, bastarían para turbar a los pueblos del antiguo mundo, y su existencia en las playas americanas del Atlántico haría que la Europa se viese obligada a establecer su campamento general en la ribera opuesta.»
Bonaparte leyó este artículo en Santa Elena; una mano que él creía enemiga derramaba el último bálsamo sobre sus heridas, y en su consecuencia dijo a Mr. de Montholon:
«Si en 1814 y en 1815 no se hubiese depositado la confianza real en hombres inferiores a las circunstancias, o que renegando de su patria solo ven la salvación y la gloria del trono en el yugo de la Santa alianza; si el duque de Richelieu cuya ambición tuvo el objeto de libertar a su país de!a presencia de bayonetas extranjeras, o Chateaubriand que ha prestado eminentes servicios en Gante, hubiesen tenido a su cargo la dirección de los negocios, la Francia seria hoy poderosa y temida, después de las dos últimas crisis nacionales. Chateaubriand ha recibido de la naturaleza el fuego sagrado de la inspiración; sus obras lo acreditan: en ellas no predomina el estilo de Racine, sino el del profeta. Si algún día llega Chateaubriand a empuñar el timón del estado podrá extraviarse: ¡Tantos otros se han perdido al hacer la prueba! Pero lo cierto es que todo lo grande y nacional debe convenir a su genio, y que hubiera rechazado con indignación esos actos infamantes de la administración de aquella época »