LOS CIEN DÍAS EN GANTE
El rey y su consejo.— Llego a ser ministro interino de lo Interior.— Mr. de Lally-Tolendal.— Mme. \¿. duquesa de Duras.—El mariscal Victor.—El abate Luis y el conde Beugnot.—El abate de Montesquieu.—Comidas de pescado: convidados.
SE me había dado una boleta de alojamiento de que no quise aprovecharme: una baronesa cuyo nombre he olvidado, fue a visitar a Mme. de Chateaubriand a su posada, y nos ofreció una habitación en su casa; nos instaba con tanta gracia... «No hagáis caso, nos dijo, de lo que os cuente mi marido: tiene la cabeza... ¿comprendéis? Mi hija también es un poco extraordinaria: tiene momentos terribles, ¡pobre niña!... pero por lo demás es sumisa como una oveja. ¡Ay! no es ella la que me causa más pesar; es Luis, mi último hijo: si Dios no lo remedia será peor que su padre.» Mme. de Chateaubriand rehusó con delicadeza irá vivir entre personas tan razonables.
El rey que tenía buen hospedaje, su servidumbre Y su guardia, formó su consejo. El imperio de aquel gran monarca consistía en una casa del reino.de los Países Bajos, situada en una ciudad, que aun cuando había nacido en ella Carlos V, fue cabeza de una prefectura de Bonaparte; estos dos nombres forman un buen número de acontecimientos y de siglos.
El abate de Montesquion estaba en Londres, y Luis XVIII me nombró interinamente ministro de lo Interior. Mi correspondencia con los departamentos no me daba malos ratos: la ponía fácilmente en orden con los prefectos, subprefectos, maires y adjuntos de nuestras buenas ciudades de la parte interior de nuestras fronteras; no hacia reparaciones en los caminos, y dejaba que se hundiesen las torres: mi presupuesto no me enriquecía; no tenía fondos secretos; más por un abuso, que era en verdad escandaloso, acumulaba: yo era siempre ministro plenipotenciario de S. M. cerca del rey de Suecia, que como su compatriota Enrique IV reinaba por derecho de conquista, aunque no pudiese alegar el derecho de nacimiento. Discurríamos en el gabinete del rey, en derredor de una mesa cubierta con un tapete verde. Mr. de Lally-Tolendal, que si mal no recuerdo, era ministro de Instrucción pública, pronunciaba unos discursos más extensos y abultados que su persona: citaba a sus ilustres abuelos los reyes de Irlanda, y complicaba el proceso de su padre con el de Carlos I y Luis XVI: por la noche descansaba de sus lágrimas, sudores y palabras que había derramado en el consejo, con una dama que le había seguido desde París entusiasmada con su talento; procuraba caritativamente curarla de su pasión, pero su elocuencia hacía traición a su virtud, y profundizaba más el penetrante dardo.
Mme. la duquesa de Duras había ido a reunirse con Mr. el duque de Duras, que se encontraba con los desterrados. No quicio quejarme ya de la desgracia, pues he pasado tres meses al lado de aquella excelente señora, conversando acerca de cuanto los corazones y talentos rectos pueden encontrar grato, en una conformidad de gustos, ideas, principios y sentimientos. Mme. de Duras era ambiciosa por mi: ella sola conoció desde luego lo que yo podía valer en política, y siempre la desconsolaban la envidia y la ceguedad que me alejaban del consejo del rey; pero se desconsolaba aun mucho más con los obstáculos que mi carácter oponía a mi fortuna: me reprendía y me quería corregir de mi apatía, mi franqueza y naturalidad, y hacerme adquirir modales cortesanos que ella misma no podía sufrir. Nada hay quizá que incline más a la adhesión y el reconocimiento, que el encontrarse bajo la protección de una amistad superior, que en virtud de su ascendiente sobre la sociedad, hace pasar vuestros defectos por buenas cualidades, y vuestras imperfecciones por encantos. Un hombre os protege por lo que vale: una mujer os patrocina por lo que valéis: he aquí por qué de estos dos imperios, el uno es tan odioso y el otro tan dulce.
Desde que perdí una persona tan generosa, da alma tan noble, de un talento que reunía algo de la fuerza de pensamiento de Mme. Staël y de la gracia de Mme. de La Fayette, no he cesado de llorarla, y de reprenderme las desigualdades, con que algunas veces pude afligir a un corazón que me era tan adicto. ¡Velemos mucho sobre nuestro carácter!.. Pensemos que con el afecto más profundo, podemos no obstante envenenar una existencia que quisiéramos rescatar a precio de nuestra sangre. Cuando nuestros amigos han descendido al sepulcro, ¿qué medios nos quedan para reparar nuestros desaciertos? Nuestro inútil sentimiento, nuestro vano arrepentimiento, ¿son un remedio para las penas que las hemos ocasionado? Mus hubieran querido una sonrisa, que todas aquellas lágrimas después de su muerte.
La encantadora Clara (Mme. la duquesa de Rauzan) estaba en Gante con su madre. Ambos formábamos muy malas estrofas para la música de la Tirolesa. Yo he tenido en mis rodillas muchas hermosas nietas que en el día son jóvenes abuelas. Cuando os separáis de una mujer cuyo matrimonio habéis presenciado a los diez y seis años de su edad, si la volvéis a ver después de otros diez y seis años, la encontráis lo mismo. «Ah, señora, parece que no ha pasado para vos día alguno.» Sin duda; pero es a la hija a quien decís esto; a la hija a quien conduciréis también al altar. Pero vos, triste testigo de los dos himeneos, acumuláis los diez y seis años que habéis recibido en cada unión: regalo de boda que apresurará vuestro propio enlace con una señora pálida y flaca.
El mariscal Victor, se reunió con nosotros en Gante con una sencillez admirable: nada pedía, ni importunaba jamás al rey: apenas se le veía, y no sé si alguna vez se le dispenso el honor de convidarle & comer con S. M. Después he vuelto a encontrar al mariscal Victor, he sido su colega en el ministerio, y siempre he observado en él un carácter excelente. en París, en 1823, el del fin manifestó gran dureza con. este honrado militar: ¿debía pagarse con una ingratitud tan marcada, una adhesión tan modesta? El candor me arrebata y me conmueve aun cuando en ciertas ocasiones llegue a la última expresión de su ingenuidad. El mariscal me refirió la muerte de su espesa con el lenguaje de un soldado y me hizo llorar: pronunciaba algunas palabras un poco mal sonantes, pero lo hacia con tanta ligereza y pudor, que hubieran podido escribirse.
Reuniéronse también con nosotros Mr. de Vanblanc y Mr. Capelle. El primero decía que tenía de todo en su cartera. ¿Queréis fragmentos de Montesquieu o de Bossuet? pues helos ahí. A medida que nuestra situación iba mudando de aspecto, llegaban nuevos viajeros.
El abate Luis y Mr. el conde Beugnot fueron a parar a la misma casa en donde yo estaba hospedado. Mi esposa sentía una fuerte opresión y dificultad en la respiración y yo la velaba. Los dos nuevos huéspedes se colocaron en una habitación separada únicamente de la de Mme. de Chateaubriand por un tabique muy delgado, por manera que se oía cuanto se hablaba, a no ser que nos tapásemos los oídos: entre once y doce de la noche, los recién llegados comenzaron a conversar en voz alta, y el abate Luis decía a Mr. Beugnot: «¿Tú ministro? No lo serás; no has hecho masque necedades.» No entendí claramente la respuesta del conde, pero habló de que había dejado 33.000,000 en el real tesoro. El abate, sin duda, encolerizado, dio un empujón a una silla y la hizo rodar por el suelo: entre el ruido que aquel incidente produjo pude percibir estas palabras: «¿El duque de Angulema?.. es necesario que compre bienes nacionales en la barrera de París. Yo venderé el resto de los montes del estado: lo cortaré todo, los olmos del camino real, el bosque de Boulogne, los campos Elíseos: ¿para qué sirve todo eso?..» La brutalidad formaba el principal mérito d”Mr. Luis: su talento consistía en un desmedido apego a los intereses materiales. Si el ministro de Hacienda conseguía que los montes desapareciesen, tenía sin duda otro secreto que Orfeo, que hacia le siguiesen los árboles de los bosques, con los armoniosos sonidos de su lira. En el lenguaje de aquel tiempo llamaban a Mr. Luis un hombre especial: su especialidad rentística le había conducido a acumular el dinero de las contribuciones en el tesoro, para que se apoderase de él Bonaparte. Bueno, cuando más para el Directorio, Napoleón no quiso valerse de aquel hombre especial, que no era tampoco un hombre único.
El abate Luis había ido a Gante a reclamar su ministerio: estaba en buenas relaciones can Mr. de Talleyrand, con quien había oficiado solemnemente en la primera confederación del campo de Marte; el obispo hacia de preste, el abate Luis de diácono, y el abate d'Ernaud de subdiácono: Mr. de Talleyrand, recordando aquella admirable profanación, decía al barón Luis: «Ábate, estabas muy bien de diácono en el campo de Marte.» Hemos sufrido esta ignominia detrás de la tiranía de Bonaparte: ¿debíamos sufrirla después?..
El rey Cristianísimo se había puesto a cubierto de toda censura de hipocresía: tenía en su consejo un obispo casado, Mr. de Talleyrand, un sacerdote concubinario, Mr. Luis, y un abate poco religioso, Mr. de Montesquion.
Este último, ardiente como un enfermo del pecho, y con cierta facilidad para expresarse, era de talento limitado, corazón rencoroso y carácter áspero. Un día en que yo había perorado en el Luxemburgo en favor de la libertad de imprenta, al pasar por delante de mi el descendiente de Clodoveo, sin duda porque yo solo procedía del bretón Mormoran, me dio un rodillazo en el muslo, lo cual no era de buen tono, y yo se lo devolví, aunque no era tampoco muy político: jugábamos al coadjutor y al duque de la Rochefoucauld. El abate de Montesquion llamaba chistosamente a Mr. de Lally-Tolendal «un animal a la inglesa.»
En Gante suele venderse un pescado blanco muy delicado, y esperando las batallas y el fin de los imperios, íbamos, tutti quanti, a comer tan excelente pescado en una especie de hostería situada fuera de la ciudad. Mr. Laborie no faltaba jamás al punto de reunión: le había encontrado por primera vez en Savigny, cuando huyendo de Bonaparte entró por un balcón en casa de Mme. de Beaumont, y se salvó por Otro. Infatigable para el trabajo. y aunque multiplicaba sus excursiones tanto como sus cartas, y deseaba hacer favores como otros anhelaban recibirlos, ha sido calumniado: la calumnia no es la acusación del calumniado, es la escusa del calumniador. Yo he visto fastidiarse de las promesas de que era pródigo Mr. Laborie: más ¿por qué? Las quimeras son como la tortura que siempre hace sufrir una hora o dos. Yo he llevado algunas veces con bridas de oro, rocines muy viejos, que inspiraban, es cierto. muchos recuerdos, pero que no podían tenerse en pie, y que yo lomaba como jóvenes y bulliciosas esperanzas.
VI también, en las comidas del pescado blanco, a Mr. Mounier, hombre de razón y probidad. Mr. Guizot se dignaba favorecernos con su presencia.