CONTINUACIÓN DE LOS CIEN DÍAS EN GANTE
Monitor de Gante.— Mi informe al rey, y efecto que produjo en París.— Falsificación.
HABÍASE establecido en Gante un Monitor: mi informe al rey del 12 de mayo, inserto en aquel periódico, prueba que mis opiniones sobre libertad de imprenta y sobre la dominación extranjera, han sido siempre las mismas. En el día puedo citar aquellos pasajes, porque no desmienten mi vida.
«Señor, os aprestabais a concluir la obra de las instituciones de que habíais puesto la base... habíais señalado una época para que la dignidad de par comenzase a ser hereditaria: el ministerio habría adquirido más unidad; los ministros hubieran llegado a ser miembros de las dos cámaras, según el espíritu de la Carta: hubiérase presentado un proyecto de ley para que los ciudadanos pudieran ser elegidos individuos de la Cámara de diputados antes de la edad de cuarenta años, y para que tuviesen una verdadera carrera política. Iba a formarse un código penal para los delitos de imprenta, y adoptada aquella ley, la prensa hubiera sido enteramente libre, porque esta libertad es inseparable de todo gobierno representativo.
«Señor, esta es la ocasión de hacer la protesta solemne: todos vuestros ministros, todos los miembros de vuestro consejo, se adhieren inviolablemente a los principios de una prudente libertad: de vos sacan ese amor a las leyes, al orden y a la justicia, sin las cuales no puede haber felicidad para un pueblo. Señor, permitidnos decíroslo, estamos dispuestos a derramar por vos hasta la última gota de nuestra sangre, a seguiros hasta lo último de la tierra, y a participar de las tribulaciones que el Todopoderoso os envié, porque creemos delante de Dios que mantendréis la constitución que. habéis dado a vuestro pueblo, y que el deseo más sincero de vuestra alma real, es la libertad de los franceses. Si fuese de otro modo, señor, hubiéramos muerto a vuestros pies en defensa vuestra, pero no seriamos más que vuestros soldados, y habríamos cesado de ser vuestros consejeros y ministros.
«Señor, en este momento participamos de vuestra real tristeza: no hay un solo consejero y ministro vuestro que no diese con gusto su vida por evitar la invasión de la Francia. Señor, sois francés, y franceses somos nosotros... Sensibles al honor de nuestra patria, orgullosos con la gloria de nuestras armas, admiradores del valor de nuestros soldados, quisiéramos derramar toda nuestra sangre en medio de sus batallones, para reducirlos a su deber, o para participar con ellos de sus triunfos legítimos. Miramos con el más profundo dolor los males que amenazan a nuestra patria.».
De este modo proponía yo en Gante dar a la Carta lo que todavía le faltaba, y manifestaba mi sentimiento por la nueva invasión que amagaba a la Francia: sin embargo, no era más que un desterrado cuyos votos estaban en contradicción con los hechos que debían volverme a abrir las puertas de mi patria. Aquellas páginas habían sido escritas en los estados de los soberanos aliados, entre reyes y emigrados que aborrecían la libertad de imprenta, y en medio de los ejércitos que marchaban a la conquista, y de que éramos, . por decirlo así, los prisioneros: estas circunstancias quizás añadirán alguna fuerza a los sentimientos que me arriesgaba a manifestar.
Mi informe fue conocido en París y mereció gran aceptación; le reimprimió Mr. Le Normant, hijo, que expuso su vida, y para quien me costó el mayor trabajo obtener un estéril titulo de impresor del rey. Bonaparte obró o dejó obrar de una manera poco digna de él: con respecto a mi informe se hizo lo que el Directorio había hecho cuando aparecieron las Memorias de Clery, que se falsificaron muchos de sus trozos: figurose, pues, que yo había propuesto a Luis XVIII necedades acerca del restablecimiento de los derechos feudales, del diezmo, y la anulación de las ventas de bienes nacionales, como si la impresión del documento original en el Monitor de Gante, con fecha fija y conocida no confundiese la impostura, pero se necesitaba la mentira de una hora. El pseudónimo encargado de un folleto sin sinceridad, era un militar de un grado bastante elevado; después de los cien días fue destituido; se atribuyó su destitución a la conducta que conmigo había observado, y sus amigos me rogaron que interpusiese mi mediación para que un hombre de mérito no perdiese los únicos medios de subsistencia con que contaba: escribí al ministro de la Guerra, y obtuve una pensión de retiro para aquel oficial. Ya ha muerto, y su viuda ha permanecido siempre tan adicta a Mme. de Chateaubriand, que confieso estoy muy distante de tener ningún derecho a semejante reconocimiento. Aprécianse mucho ciertos procederes: las personas más vulgares son susceptibles de esas generosidades. Adquiérese renombre de virtud a bien poca costa: el alma superior no es la que perdona, lo es la que no tiene necesidad de perdón.
Yo no sé de dónde ha sacado Bonaparte en Santa Elena, que yo había prestado en Gante servicios esenciales: si juzgaba demasiado favorablemente mi papel, había por lo menos en su dictamen una apreciación de mi valor político.
El Beaterío.— Cómo era recibido.— Gran comida.— Viaje de Madama de Chateaubriand a Ostende.— Amberes.— Un tartamudo.— Muerte de una joven inglesa.
En Gante me sustraía cuanto podía a las intrigas antipáticas a mi carácter y mezquinas a mis ojos; porque en el fondo, veía en nuestra catástrofe la de la sociedad. Mi refugio contra los ociosos y murmuradores era el recinto del Beaterio; recorría aquel pequeño universo de mujeres cubiertas con velos, que vivían en comunidad y estaban consagradas a las diferentes obras de caridad cristiana: región tranquila, colocada como las africanas syrtes al borde de las tempestades. Allí mis ideas eran exactas y rectas, porque el sentimiento religioso es tan elevado, que jamás es extraño a las más graves revoluciones: los solitarios de la Tebaida y los bárbaros destructores del mundo romano, no son hechos discordantes y existencias que se excluyen.
Era muy bien recibido en el Beaterio, como autor del Genio del Cristianismo: por donde quiera que voy, en los países católicos, me visitan los curas; en seguida las madres me presentan sus hijos, y estos me recitan mi capitulo sobre la primera comunión. Después las personas desgraciadas me refieren el bien que he tenido la dicha de hacerlas. Mi paso por una población cristiana se anuncia como el de un misionero o un médico. Esta doble reputación me enternece; es el único recuerdo agradable que conservo: todo lo demás concerniente a mi persona y nombradla me desagrada.
Con bastante frecuencia era convidado a los banquetes que celebraban Mr. y Mme. Ops, ancianos respetables rodeados.de una treintena de hijos, nietos y biznietos. Un convite que me vi precisado a aceptar en casa de Mr. Coppens, se prolongó desde la una de la tarde hasta las ocho de la noche. Conté nueve principios; se comenzó por los dulces y se concluyó con las chuletas. Solo los franceses saben comer con método, así como también saben componer un libro.
Mi ministerio me retenía en Gante: Mme. de Chateaubriand menos ocupada, fue a ver a Ostende, en donde me embarqué para Jersey en 1792. Había bajado desterrado y moribundo aquellos mismos canales, por cuyas orillas volvía a pasearme desterrado otra vez pero en buen estado de salud: ¡siempre fábulas en mi carrera!... Revivían en mi pensamiento las miserias y alegrías de mi primera emigración: volvía a ver la Inglaterra, a mis compañeros de infortunio, y a aquella Carlota a quien debía mirar todavía. Nadie se crea como yo una sociedad real evocando sombras: hay un punto en que la vida de mis recuerdos absorbe el sentimiento de mi vida real. Aun las personas de quienes nunca me he ocupado, si llegan a morir, invaden mi memoria: diríase que ninguno puede llegar a ser mi compañero, si no ha atravesado ya la tumba, lo cual me inclina a creer que soy un muerto. En donde los demás encuentran una separación eterna, veo yo una reunión perdurable: si uno de mis amigos desaparece de la tierra, es como si viniese a habitar en mi hogar; ya no me deja. A medida que se retira el mundo presente vuelve el mundo pasado. Si las generaciones actuales desprecian a las que han envejecido, pierden su menosprecio en lo que a mi toca; ni aun siquiera fijo la atención en su existencia.
Mi toisón de oro no estaba aun en Brujas, y madama de Chateaubriand no me le trajo. En Brujas había en 1426, un hombre llamado Juan, el cual inventó o perfeccionó la pintura al óleo: démosle las gracias a Juan de Brujas: sin la propagación de su método las obras maestras de Rafael hubieran ya desaparecido. ¿De donde han tomado los pintores flamencos la luz con que iluminan sus cuadros? ¿Qué rayo de la Grecia ha ido esparciéndose por las riberas de Batavia?
Después de su viaje a Ostende, Mme. de Chateaubriand hizo una excursión a Amberes. Allí vio en un cementerio pintadas las almas del purgatorio con colores negro y de fuego. En Lovaina me reclutó un tartamudo, sabio profesor que vino expresamente a Gante para contemplar a un hombre tan extraordinario como el marido de mi mujer. Me dijo: Illus...ttt..rr... faltole la palabra a su admiración, y le convidé a comer. Cuando el helenista bebió el licor de Turazao, se le desató la lengua. Pusímonos a conversar sobre el mérito de Tucídides, que el vino nos presentaba tan claro como el agua. A fuerza de hacer frente a mi convidado, concluí, según creo, por hablar holandés, o por lo menos yo mismo no me comprendía.
Mme. de Chateaubriand pasó muy mala noche en Amberes: moríase por momentos una joven inglesa que acababa de parir: quejose mucho durante dos horas, luego se debilitó su voz, y su último gemido que apenas percibió un oído extranjero, se perdió en un silencio «terno. Los gritos de aquella viajera solitaria y abandonada, parecían preludiar las mil voces de la muerte prontas a hacerse oír en Waterloo.
Movimiento desusado de Gante.— El duque de Wellington.— Monsieur.— Luis XVlll.
La acostumbrada soledad de Gante se había hecho más notable por la multitud de extranjeros que le animaba entonces y que pronto iba a desaparecer. Los reclutas belgas e ingleses hacían el ejercicio en las plazas, y debajo de los árboles de los paseos: los artilleros y dragones, bajaban atierra los trenes de artillería: rebaños de bueyes y caballos pataleaban en el aire suspendidos de las cinchas con que se los bajaba a tierra: las vivanderas desembarcaban los sacos, los niños, y los fusiles de sus maridos: todo esto se trasladaba sin saber porqué, y sin tener en ello el mayor interés, al punto de destrucción que les habla señalado Bonaparte. Veíanse gesticular a los políticos a lo largo de un canal junto a un pescador inmóvil: los emigrados corrían desde la residencia del rey, a la casa habitación de Monsieur, y desde esta a la del rey. El canciller de Francia, Mr. de Ambray, con vestido verde, sombrero redondo, y un libro debajo del brazo, se dirigía al consejo para enmendar la Carta: el duque de Levis iba a hacer la corte con unos zapatos viejos que se le salían de los pies, porque como otro nuevo y valiente Aquiles había sido herido en el talón. tenía mucho talento, como puede juzgarse por la colección de sus pensamientos.
El duque de Wellington pasaba algunas revistas. Luis XVlll salía todas las tardes después de comer en un coche con seis caballos, acompañado de su primer gentil hombre de cámara y sus guardias, y daba vuelta a iodo Gante, como si se encontrase en París. Si por casualidad hallaba al duque de Wellington, le hacia al pasar por delante una pequeña inclinación de cabeza, con cierto aire de protección.
Luis XVIII jamás olvidó la preeminencia de su cuna: era rey donde quiera que se encontrase, como Dios es Dios en todas partes, en un pesebre o en un templo, y en un altar de oro o de arcilla. Jamás le arrancó su infortunio la más pequeña concesión: su altanería crecía en razón de su abatimiento: su diadema era su nombre: parecía que decía, «Matadme, pero no liareis morir a los siglos escritos sobre mi frente...» Si se hubieran arrancado sus armas del Louvre, no le habría importado mucho: ¿no estaban grabadas en el globo? ¿Se habían enviado acaso comisionados para borrarlas de todas las partes del universo? ¿Se las había hecho desaparecer en las Indias, en Poudichery, en América, en Lima, en Méjico; en el Oriente, en Antioquia, Jerusalén, San Juan de Acre, Alejandría, en el Cairo, Constantinopla, Modas y Morca: en el Occidente sobre las murallas de Roma, en los cielos rasos de Casería y el Escorial, en las bóvedas de los salones de Ratisbona y de Westminster, y en el escudo de todos los reyes? ¿Se las había quitado de la aguja de la brújula, en donde parece que anuncian el reinado de las lises en las diversas regiones de la tierra?
La idea constante de la grandeza, de la antigüedad, de La dignidad, y de la majestad de su raza, daba a Luis XVlll un verdadero imperio. Sentíase su dominación: hasta los generales de Bonaparte la confesaban y se intimidaban más en presencia de aquel anciano inofensivo, que en la de su terrible señor que los había mandado en cien batallas. Cuando Luis XVIII concedía en París a los monarcas triunfantes el honor de comerá su mesa, pasaba el primero por delante de aquellos príncipes cuyos soldados acampaban en el patio del Louvre, y los trataba como a unos vasallos que no hablan hecho más que cumplir con su deber, llevando sus hombres de armas al señor feudal. en Europa no hay más que una monarquía, la de Francia; el destino de todas las demás está enlazado con «1 suyo. Todas las razas reales son de ayer, comparadas con la de Hugo Capeto, y casi todas son hijas suyas. Nuestro antiguo poder real, lo era en otro tiempo del mundo: desde el destierro de los Capetos, deberá comenzarse a contar la era de la expulsión de los reyes.
Cuanto más impolítica era aquella soberbia del descendiente de San Luis (que ha sido funesta para sus herederos) tanto más agradaba al orgullo nacional: los franceses se complacían al ver que unos soberanos, que vencidos habían arrastrado las cadenas de un hombre, tenían que sufrir, siendo vencedores, «I yugo de una raza.
La fe inalterable de Luis XVIII en su sangre, es la potencia real que le devolvió el cetro: esta fe hizo caer sobre su cabeza por dos veces una corona por la que la Europa ni creía, ni trataba tampoco de agotar sus poblaciones y sus tesoros. El desterrado sin soldados era en último resultado el que ganaba las batallas que no había dado. Luis XVlll era, por decirlo así, la encarnación de la legitimidad que cesó de ser visible en cuanto él desapareció.
Recuerdos históricos en Gante.— Mme. la duquesa de Angulema llega a Gante.— Mme. de Séze.— Mme. la duquesa de Levis.
Yo hacia en Gante, como hago en todas partes, mis correrías particulares. Las barcas que al deslizarse por unos estrechos canales, tenían que atravesar diez o doce leguas de praderas para llegar al mar, parecía que bogaban sobre la yerba, y me recordaban las canoas salvajes en las lagunas de bayuca del Misuri. Parado a orilla del agua mientras introducían en ella las piezas de lienzo crudo, mis ojos se fijaban en los campanarios de la ciudad: la historia se me aparecía en las nubes del cielo.
Los ganteses se insurreccionaron contra Enrique de Chatillon, gobernador por la Francia: la esposa de Eduardo III dio a luz a Juan de Gante, tronco de la casa de Lancaster: después vino el reinado popular de Artevelle: «Buenas gentes, ¿quién os engaña? ¿Por qué estáis tan alterados conmigo? ¿En qué puedo haberos irritado? —Es necesario haceros morir, gritaba el pueblo.» eso es lo que el tiempo se encarga de hacer con todos. más tarde veía a los duques de Borgoña, y llegar los españoles. Después la pacificación, los sitios y las tomas de Gante.
Cuando estaba soñando con los siglos, me despertaba el sonido de un clarinete o de una gaita escocesa. Veía a los soldados vivos que corrían a incorporarse con los sepultados batallones de la Batavia: siempre destrucción, potencias abatidas, y por último, algunas sombras desvanecidas y nombres pasados.
La Flandes marítima fue uno de los primeros acantonamientos de los compañeros de Clodion y de Clodoveo. Gante, Brujas y sus campiñas, suministraban más de una décima. parte de los granaderos de la antigua guardia: aquella terrible milicia fue sacada en parte de la cuna de nuestros padres, y vino a dejarse exterminar cerca de ella. ¡El Lirio ha dado su flor a las armas de nuestros reyes!
Las costumbres españolas imprimen su carácter: los edificios de Gante me recordaban los de Granada, menos el cielo de la Vega. Una gran ciudad casi sin habitantes, calles desiertas, canales tan desiertos como las calles... veinte y seis islas formadas por aquellos canales, que no eran los de Venecia, y una enorme pieza de artillería de la edad media, era lo que reemplazaba en Gante a la ciudad de los Zegríes, al Darro y al Genil, al Jeneralife y a la Alhambra: antiguos sueños míos, ¿os volveré yo a ver?...
Madama la duquesa de Angulema, que .se. había embarcado en la Gironda, llego por la vía de Inglaterra con el general Donnadieu y Mr. de Séze, que había atravesado el Océano con su cordón azul colocado sobre su chaleco. El duque y la duquesa de Levis vinieron en la comitiva de la princesa: habían logrado tomar asiento en la diligencia y salir de París por el camino de Burdeos. Sus compañeros de viaje hablaban de política. «Ese pícaro de Chateaubriand, decía uno de ellos, no es tan necio: hace tres días que tenía cargado su carruaje en su cochera, el pájaro ha volado de su nido. Si Napoleón le atrapa, le hubiera ahorrado ese trabajo.»
Mme. la duquesa de Levis era muy bella, muy buena y tan tranquila, como agitada estaba la duquesa de Duras. No dejaba un punto a Mme. de Chateaubriand, y fue en Gante nuestra asidua compañera. Nadie me ha comunicado en mi vida más quietud, cosa de que tenía gran necesidad. Los momentos menos turbulentos de mi existencia han sido los que pasé en Noisiel, en casa de aquella señora, cuyas palabras y sentimientos solo llegaban a vuestra alma para infundiros serenidad. ¡Con cuanta pesadumbre recuerdo los instantes que pasé debajo de los castaños de Noisiel!.. con el ánimo apacible y el corazón convaleciente; miraba las ruinas de la abadía de Cheles, y las lucecitas de las barcas detenidas entre los sauces del Mame.
El recuerdo de Mme. de Levis es para mí el de una silenciosa noche de otoño. Ha pasado en pocas horas, y se ha mezclado con la muerte como la fuente de todo reposo. La he visto descender sin ruido a su sepulcro en el cementerio del padre Lachaise: está colocado por encima del de Mr. Fontanes, y este duerme cerca de su hijo Saint-Marcellin, muerto en un desafío. Así es que postrándome en el monumento de Mme. de Levis, he tropezado con otro dos sepulcros: el hombre no puede despertar ningún dolor sin resucitar otro: durante la noche, se abren las diversas flores que necesitan sombra.
A la afectuosa bondad que me profesaba Mme. Levis, se agregaba la de su padre Mr. Levis: yo no debo contar más que por generaciones. El señor duque de Levis escribía bien: su imaginación era variada y fecunda, y tenía el sentimiento de su noble raza, como se la encontraba en Quiberon en su noble sangre derramada por las playas.
No debía concluir todo allí: aquel era el movimiento de una amistad que pasaba a la segunda generación. El duque de Levis, hijo, en el día unido al conde de Chambord, se ha acercado a mí: no le faltará mi afecto hereditario, como tampoco mi fidelidad a su augusto amo. Su esposa. la nueva y encantadora duquesa de Levis, reúne al gran nombre de d'Aubusson, las cualidades más brillantes del corazón y del talento: ¡puede muy bien vivirse cuando las gracias toman preciadas a la historia sus infatigables alas!..
Pabellon Marsan en Gante.— Mr. Gaillard consejero en el tribunal real de justicia.— Visita secreta de Mme. la baronesa de Vitrolles.— Billete escrito por mano de monsieur Fouché.
En Gante existía, como en París, el pabellón Marsan. Cada día recibía Monsieur noticias de Francia, que creaba el interés o la imaginación,
Mr. Gaillard, antiguo oratoriano, consejero del tribunal de Justicia, y amigo íntimo de Fouché, se reunió también con nosotros, se dio a conocer, y se le puso en relaciones con Mr. Capelle.
Cuando yo iba a casa de Monsieur, que era rara vez, los que le rodeaban me hablaban con palabras embozadas y muchos suspiros, de un hombre (era preciso convenir en ello), que se conducía maravillosamente; entorpecía todas las operaciones del emperador, defendía el arrabal de San German, etc. etc. etc. El fiel mariscal Soult, era también objeto de la predilección de Monsieur, y después de Fouché, el hombre más leal de Francia.
Un día se detuvo un coche a la puerta de mi posada y vi bajar de él a la señora baronesa de Vitrolles: venia encargada de los poderes del duque de Otranto. Traía además un billete escrito por mano de Monsieur, en el cual declaraba el príncipe que conservaría un reconocimiento eterno al que salvase a Mr. de Vitrolles: no quería más Fouché: provisto de aquel billete, estaba seguro de su porvenir si se llevaba acabó la restauración. Desde aquel momento ya no se trató en Gante más que de los inmensos favores que se debían a Mr. Fouché de Nantes, y de la imposibilidad de volver a entrar en Francia sin obtener la anuencia de aquel justo: lo dificultoso era hacer agradable al rey el nuevo redentor de la monarquía.
Después de los Cien días, Mme. de Custine me obligó a comer en su casa con Fouché. Ya le había visto una vez, cinco años antes, con motivo de la condenación de mi pobre primo Armando. El antiguo ministro sabia que yo me había opuesto a su nombramiento en Rolle, Gánese y Arnouvilie; y como me suponía poderoso, quería hacer las paces conmigo. Lo que mejor había en él, era la muerte de Luis XVI; el regicidio era su inocencia. Charlatán, como todos los revolucionarios, y profiriendo frases huecas, hacia uso de una porción de lugares comunes en que abundaban las palabras destino, necesidad, derecho de las cosas, mezclando con aquel contrasentido filosófico, y sobre el progreso y la marcha de la saciedad, máximas inmorales en provecho del fuerte contra el débil, sin avergonzarse de descaradas confesiones sobre la justicia de los sucesos, el poco valor de una cabeza que. cae, la equidad del que prospera, y la iniquidad del que sufre: al mismo tiempo aparentaba hablar con la mayor ligereza e indiferencia de los más espantosos desastres, como un genio superior a aquellas boberías. No se le escapó, fuese o no conducente, una idea escogida y una observación notable: salí de allí encogiéndome de hombros y volviendo la espalda al crimen.
Mr. Fouché no me ha perdonado jamás mi sequedad y el poco efecto que produjo sobre mí. Había creído fascinarme haciendo subir y bajar a mis ojos, como una gloria de Sinaí, el cuchillo del instrumento fatal: había pensado que yo tendría por coloso al energúmeno que hablando del terreno dcLyon había dicho: «Ese suclo«será destruido: sobre las ruinas de esa soberbia y rebelde ciudad, se elevarán chozas, que los amigos de la igualdad se apresurarán a venir a habitar Tendremos la energla y valor de atravesar los sepulcros de los conspiradores es necesario que precipitados al Ródano sus sangrientos cadáveres; ofrezcan en las los orillas y en su embocadura, la imágen terrible del poderdel pueblo Celebraremos la victoria de. Tolón, y esta tarde expondremos doscientos rebeldes al fuego y al hierro del cañón.»
Aquellas horribles fanfarronadas no me impusieron, por que Mr. de Nantes había mezclado atrocidades republicanas con el fango imperial, ni porque el sans-culotte, trasformado en duque, hubiese cubierto la cuerda de la linterna con el cordón de la legión de honor, no me parecía ni más hábil, ni más grande. Los jacobinos aborrecen a los hombres que no hacen caso alguno de sus atentados, y que desprecian sus asesinatos: irritase su orgullo como el de los autores a quienes se disputa su talento.