LA ISLA DE ELBA
BONAPARTE se había opuesto a embarcarse en un buque francés, no haciendo entonces caso más que de la marina inglesa, porque era vencedora; había olvidado su odio, las calumnias y ultrajes de que había calmado a la pérfida Albión: no veía ya digno de su admiración más que al partido triunfante, y el Vudaunted fue el buque que le transportó al puerto de su primer destierro: no dejaba de inquietarle la manera con que seria recibido: ¿la guarnición francesa le entregaría el territorio que custodiaba? Los insulares italianos, unos querían llamar a los ingleses, y otro ser independientes: en algunos puntos de la isla ondeaban la bandera blanca y la tricolor: sin embargo, todo se arregló. Cuando se supo que Bonaparte llegaba con algunos millones, todas las opiniones se decidieron generosamente a recibir a la augusta víctima. Las autoridades civiles y eclesiásticas adquirieron la misma convicción. José Felipe Arrighi, vicario general, publicó un edicto en que decía: «La divina Providencia ha querido que seamos de hoy en adelante súbditos de Napoleón el Grande. La isla de Elba, elevada a tan sublime honor, recibe en su seno al ungido del Señor. Mandamos que se cante un solemne Te Deum en acción de gracias, etc.
El emperador escribió al general Dalesme, comandante de la guarnición francesa, que hiciese saber a los elbeses que había elegido su isla para su morada en consideración a la dulzura de sus costumbres y de su clima. Desembarcó en Porto-Ferrajo al estruendo de las salvas de la fragata inglesa que lo había conducido y de las baterías de la costa. Desde allí se dirigió bajo el palio a la iglesia en donde se canto un Tedeum. El maestro de ceremonias era un hombrecillo pequeño y grueso, que no podía cruzar las manos sobre su pecho. Napoleón fue en seguida conducido al corregimiento en donde tenía preparada su habitación. Desplegose el nuevo pabellón imperial, fondo blanco, atravesado con una banda encarnada sembrada de tres abejas de oro. Tres violines y dos bajos le seguían ejecutando piezas alegres, El trono construido a la ligera en el salón de los bailes públicos, estaba adornado con papel dorado y guarniciones o flecos de color de escarlata. El carácter cómico del prisionero se acomodaba muy bien a aquellos aparatos. Napoleón gozaba en la capilla, como divertía a su corte con jueguecillos en el interior de su palacio de las Tullerías, y después iba a matar hombres por pasatiempo. Arregló su casa y servidumbre, que se componía de cuatro chambelanes, tres oficiales de órdenes, y dos aposentadores: declaró que recibiría a las señoras dos veces por semana, a las ocho de la noche. Dio un baile: se apoderó del pabellón de los ingenieros para residir en él. Bonaparte encontraba sin cesar en su vida, las dos fuentes u orígenes de donde había salido, la democracia y el poder real: las masas ciudadanas le habían dado su poder, su rango le debía a su talento: así es que se le veía pasar sin violencia desde la plaza pública al trono, y desde la sociedad de los reyes y reinas que se agrupaban en derredor suyo en Erfurt, a la de los tahoneros y vendedores de aceite que bailaban en sus casas en Porto-Ferrajo. Había pueblo entre los príncipes, y príncipe entre los pueblos. A las cinco de la mañana con media de seda y zapatos de hebilla, iba a ver sus albañiles en la isla de Elba.
Establecido ya en su imperio, en que abundaba extraordinariamente el acero desde el tiempo de Virgilio,
Insula inexhausta chalybum generosa metallis.
Bonaparte no había olvidado los ultrajes. que acababa de sufrir, y no había renunciado a desgarrar su sudario, pero le convenía aparentar que estaba sepultado, y aparecer alguna vez como un fantasma al derredor de su monumento. Por esto, como si no hubiese pensado en otra cosa, se apresuró a bajar a sus minas de hierro cristalizado e imán, y cualquiera hubiera creído que era el inspector de ellas. Se arrepintió de haber consignado en otro tiempo las rentas de las fundiciones de il lua a la legión de honor; parecíale entonces que 500.000 francos valían más que una cruz bañada en sangre en el pecho de sus granaderos: «¿En donde tenía yo la cabeza? dijo: pero he dado otros muchos decretos tan estúpidos y de igual naturaleza.» Hizo un tratado de comercio con Liorna, y se proponía celebrar otro con Génova. Valiese lo que valiese emprendió algunas varas de carretera, y trazó el emplazamiento de cuatro grandes poblaciones, como Dido trazó los limites de Cartago. Como filósofo desengañado de las grandezas humanas, declaró que quería vivir como un juez de paz en un condado de Inglaterra, y sin embargo, al subir una colina que domina a Porto-Ferrajo, viendo que el mar se extendía por toda la ribera, se le escaparon estas palabras: «¡Diantre!... es preciso confesar que mi isla es muy pequeña.» en algunas liaras visitó sus dominios y quiso agregarles un peñasco llamado Pianosa. «La Europa va a acusarme, dijo riéndose, de haber hecho ya una conquista.» Las potencias aliadas se regocijaban de haberle dejado como por burla cuatrocientos soldados: no necesitaba más para reunirlos a todos bajo sus banderas. La presencia de Napoleón en las costas de Italia que había visto comenzar su gloria, y conservaba su recuerdo, lo agitaba todo. Murat estaba muy próximo: sus amigos, y algunos extranjeros llegaban a su retiro pública o secretamente: su madre y su hermana Paulina le visitaron, y se esperaba bien pronto a María Luisa y su hijo. En efecto, llegó una mujer con un niño, que fue recibida con gran misterio, y marchó a habitar en una casa de campo, en la parte más retirada de la isla, y en la costa de Ogygia. Calipso hablaba de su amor a Ulises, que en vez de escucharla pensaba en deshacerse de sus pretendientes. Después de dos días de descanso, el cisne del Norte volvió a hacerse al mar para abordar a los mirtos de Bayas llevándose su hijuelo.
Si hubiésemos sido menos confiados nos hubiera sido fácil descubrir la proximidad de una catástrofe. Bonaparte estaba demasiado cerca de su cuna y de sus conquistas: su fúnebre isla debía estar más alejada y más en el centro de fas aguas. No es fácil comprender como los aliados pudieron imaginar el confinar a Napoleón en los peñascos en donde debía hacer su aprendizaje del destierro; ¿podía creerse que a vista de los Apeninos, y percibiendo el olor de la pólvora de los campos de Montenotte, de Arcola y de Marengo, y que descubriendo a Venecia, Roma y Nápoles, sus tres hermosas esclavas, no se apoderasen de su corazón las tentaciones más irresistibles? ¿Habíase olvidado que tenía conmovida la tierra, y que por donde quiera existían admiradores suyos y hombres que le estaban reconocidos, y que unos y otros eran sus cómplices? Su ambición no estaba extinguida; reanimábanle el infortunio y la venganza; cuando el príncipe de las tinieblas vio al hombre y al mundo desde el borde del universo, resolvió perderlos.
Antes de dar el golpe, el cautivo se contuvo algunas semanas. Su ingenio procuraba adquirir fortuna o un reino; pululaban los Fouché y los Guzmanes de Alfarache. El gran actor hacia largo tiempo que había confiado el melodrama a su política, y se había reservado la ejecución de las piezas más elevadas y difíciles; divertíase con victimas vulgares que desaparecían entre los escotillones de su teatro.
El bonapartismo, en el primer año de la restauración pasó del simple deseo a la acción, a medida que fueron aumentándose sus esperanzas, y que fue conociendo el carácter débil de los Borbones. Cuando la intriga estuvo ya fraguada en lo exterior, se preparó en lo interior y la conspiración llegó a manifestarse de un modo ostensible. Bajo la hábil administración de Mr. Ferrand, Mr. de Lavaletle seguía la correspondencia; los correos de la monarquía llevaban los pliegos del imperio. Ya no se ocultaban las intenciones; las caricaturas anunciaban la deseada vuelta y veíanse entrar las águilas por los balcones del palacio de las Tullerías, por cuyas puertas salía una manada de pavos. De todas partes llegaban avisos y no se los quería dar crédito. El gobierno suizo se había apresurado inútilmente a poner en conocimiento del gobierno del rey, los manejos de José Bonaparte, que se había retirado al cantón de Vaud. Una mujer que acababa de llegar de la isla de Elba, refería los pormenores más minuciosos de cuanto pasaba en Porto-Ferrajo, y la policía la redujo a prisión. Teníase por cosa cierta que Napoleón no se atrevería a intentar nada antes de la disolución del congreso, y que en todo caso sus miras se dirigirían sobre la Italia. Otros más previsores, hacían votos poique d prisionero abordase a las costas de Francia: esto seria mucho mejor, porque así se concluiría con él de una vez. Mr. Pozzo di Borgo declaraba en Viena que el delincuente seria colgado de un árbol. Si se pudiesen examinar ciertos papeles, se encontraría en ellos la prueba de que desde 1814 se tra maba una conspiración militar, que caminaba paralelamente con la conspiración política que el príncipe de Talleyrand dirigía en Viena a instigación de Fouché. Los amigos de napoleón le escribieron que si no aceleraba su regreso encontraría ocupado su puesto en las Tullerías por el duque de Orleáns, y están persuadidos de que aquella revelación apresuró la vuelta del emperador. Estoy convencido de la existencia de aquellas maquinaciones, pero creo también que la causa determinante que impulsó a napoleón a obrar como lo hizo, fue la naturaleza de su carácter.
Acababa de estallar la conspiración de Drouet d’ Erlon y de Lefebre Desnouettes. Algunos días antes del levantamiento de aquellos dos generales, comía yo en casa del mariscal Soult, nombrado ministro de la Guerra el 3 de diciembre de 1814; un bobalicón refería el destierro de Luis XVIII en Hartwell: el mariscal escuchaba, y a cada circunstancia contestaba: «¡Eso es histórico!» —Hablábase de los pantuflos de S. M. —«¡Es histórico!»— El rey se sorbía los días de abstinencia de carne, tres huevos frescos antes de comer. —Es histórico!..» Esta respuesta me chocó en extremo. Cuando un gobierno no se halla sólidamente establecido, todo hombre que no es muy concienzudo, tiene una cuarta parte, una mitad, o tres cuartas partes de conspirador según la mayor o menor energía de su carácter, y aguarda la decisión de la fortuna; los acontecimientos hacen más traidores que las opiniones.
Principio de los cien días.—Regreso de la Isla de Elba.
De repente el telégrafo anuncio a los valientes y a los incrédulos el desembarco del hombre: Monsieur corrió a Lyon con el duque de Orleáns y el mariscal Macdonald, y se volvió al momento. El mariscal Soult denunciado a la Cámara de diputados cedió su puesto el 11 de marzo al duque de Feltre. Bonaparte volvió a encontrar de ministro de la Guerra de Luis XVIII en 1815, al general que había sido su último ministro en 1814.
La osadía de la empresa era inaudita: bajo el punto de vista político, pudiera mirársela como el crimen imperdonable y la falta capital de Napoleón. Sabia que los príncipes estaban todavía reunidos en el congreso, que la Europa se encontraba armada, y que no consentirían su restablecimiento: con su buen juicio, no podía menos de conocer que si obtenía un triunfo, seria muy efímero: que sacrificaba a su pasión de volver a presentarse en la escena, el reposo de un pueblo que le había prodigado su sangre y sus tesoros: y que exponía a una desmembración a la patria a la cual era deudor de cuanto poseía, de lo que había sido, y de lo que pudiera ser en lo sucesivo. En aquel pensamiento fantástico hubo un egoísmo feroz, y una Lita espantosa de reconocimiento y de generosidad para con la Francia.
Todo esto es cierto, según la razón práctica, para un hombre de más corazón que cabeza; más para los seres de la naturaleza de Napoleón existe una razón de otra especie: esas criaturas de alto renombre tienen una marcha diferente de la de los demás: los cometas describen curvas que se substraen al cálculo: no están enlazadas a nada ni parecen buenas para nada: si encuentran al paso un globo, le destruyen y vuelven a entrar en los abismos del cielo: solo Dios conoce sus leyes. Los individuos extraordinarios son los monumentos de la inteligencia humana, pero no son la regla.
Bonaparte, pues, se decidió a acometer su empresa, no por las falsas relaciones de sus amigos, sino por la necesidad de su genio: se cruzó en virtud de la fe que tenía en sí mismo. Para un gran hombre no es suficiente el nacer; es necesario morir. ¿La isla de Elba era un término para Napoleón? ¿Podía aceptar la soberbia de una era de legumbres como Diocleciano en Salona? ¿Si hubiese esperado más, habría tenido tantas probabilidades de buen éxito, cuando ya no causase tanta impresión su memoria, cuando sus antiguos soldados hubieran dejado de pertenecer al ejército, y se fuesen adquiriendo nuevas posiciones sociales?
Pues bien, dio una embestida al mundo, y en un principio debió creer que no se había equivocado en cuanto al prestigio de su poder.
En la noche del 25 al de febrero, al salir de un baile en que la princesa Borghese había hecho los honores, se fugó con la victoria, por largo tiempo su cómplice y compañera: atravesó un mar cubierto de nuestras escuadras, encontró dos fragatas, un navío de 74 cañones, y el brick de guerra el Zéfiro, que se le acercó e interrogó: él mismo contestó a las preguntas del capitán: el mar y las olas le saludan, y prosigue su rumbo. La cubierta del Inconstante a cuyo bordo iba, le servía de paseo y de gabinete: dicta en medio de los vientos, y hace copiar en aquella movible mesa, tres proclamas dirigidas a la Francia y al ejército: algunas falúas que conducían a sus compañeros de expedición, rodeaban su barca almirante y llevaban pabellón blanco sembrado de estrellas. El 1° de marzo a las tres de la mañana, llegó a la costa de Francia entre Cannes y Antibes, en el golfo Juan: saltó en tierra, recorrió la ribera, cogió violetas y vivaqueó en un olivar. La población estupefacta se retiró. Se apartó de Antibes y penetró en las montañas de Grasse: atravesó por Serauon, Barreme, Digne y Gap. En Sisteron, veinte hombres pudieron detenerle y no encontró a nadie. Avanzó sin obstáculo por entre aquellos habitantes que algunos meses antes habían querido degollarle. Si en el vacío que se formaba en derredor de su sombra gigantesca, encontraba algunos soldados, eran violentamente arrastrados por la atracción de sus águilas. Sus enemigos fascinados le buscan y no le ven: se oculta en su gloria como el león del Sanara se oculta a los rayos del sol, para sustraerse a las miradas de los deslumbrados cazadores. Envueltos en un ardiente torbellino los fantasmas sangrientos de Arcola, Marengo, Austerlitz, Jena, Friedland, Eylau, el Moscova, Lutzen y Bautzen, le acompañan con un millón de muertos. Del seno de aquella columna de nube y de fuego, salen al entrar en las ciudades, algunos sonidos de trompetas mezclados con el lábaro tricolor, y caen las puertas de las ciudades. Cuando Napoleón pasó el Niemen a la cabeza de cuatrocientos mil infantes y cien mil caballos, para volar el palacio de los zares en Moscú, fue mucho menos asombroso que cuando desgarrando su condena, y arrojando sus hierros al rostro de los monarcas, fue a acostarse pacíficamente en las Tullerías.
Entorpecimiento de la legitimidad.—Artículo de Benjamín Constant.— Orden del día del mariscal Soult.—Sesión regia.—Petición de la escuela de derecho A la Cámara de diputados.
Al lado del prodigio de la invasión de un solo hombre, debe colocarse otro que fue como el rechazo del primero: la legitimidad cayó en un gran desfallecimiento: el parasismo del corazón delatado se comunicó a los miembros, y dejó a la Francia inmóvil. Durante veinte días Bonaparte marchó a jornadas regulares: sus águilas volaban de campanario en campanario, y en un camino de doscientas leguas, el gobierno, dueño de todo, y disponiendo de brazos y dinero, no encontró medio ni tiempo de cortar un puente, ni derribar un árbol, para retardar al menos una hora la marcha de un hombre, a quien las poblaciones no se oponían, pero tampoco seguían.
Aquel entorpecimiento del gobierno era tanto más deplorable, cuanto que se notaba en París mucha animación en la opinión pública, y se hubiera prestado a todo, a pesar de la defección del mariscal Ney. Benjamín Constant escribía en las gacetas:
«Ha abandonado el suelo de la Francia después de acumular todos los males sobre nuestra patria. ¿Quién no hubiera creído que la dejaba para siempre? Preséntase de repente y promete todavía a los franceses la libertad, la victoria y la paz. Autor de la constitución más tiránica que jamás ha regido a la Francia, habla en el día de libertad... El es quien por espacio de catorce años ha minado y destruido la libertad. No tenía ni aun la escusa de los recuerdos, ni la costumbre del poder, porque no había nacido con la púrpura. Ha oprimido a sus conciudadanos, ha encadenado a sus iguales; sin haber heredado el poder, ha deseado y meditado la tírenla: ¿qué libertad puede prometer? ¿No somos mil veces más libres que en tiempo de su imperio? Promete la victoria, y tres veces ha abandonado a sus tropas en Egipto, en España y en Rusia, entregando a sus compañeros de armas a la triple agonía del frío, de la miseria y de la desesperación. Ha atraído sobre la Francia la humillación de ser invadida, y ha perdido las conquistas que habíamos hecho antes de él. Promete la paz y su nombre es una señal. de guerra. El desgraciado pueblo que le sirviese llegaría a ser objeto del odio europeo: su triunfo seria el principio de un combate a muerte con el mundo civilizado No tiene, pues, que reclamar ni que ofrecer nada. ¿A quien podría convencer o seducir? La guerra intestina, la guerra exterior, he ahí los regalos que nos ofrece.»
La orden del día del mariscal Soult, fechada el 8 de marzo de 1815, repite poco más o menos las ideas de Benjamín Constant, con cierta efusión de lealtad.
«Soldados:
«Ese hombre que poco ha abdicó a la faz de la Europa un poder usurpado de que había hecho un uso tan fatal, ha vuelto a pisar el suelo francés que no debía ver ya nunca.
«¿Qué es lo que quiere? la guerra civil: ¿qué busca? traidores: ¿en dónde los encontrará? ¿Será acaso entre vosotros a quienes tantas veces ha engañado y sacrificado esterilizando vuestro valor? ¿Será en el seno de las familias, a quienes solo el oír su nombre infunde terror?
«Bonaparte nos conoce bastante para creer que podamos abandonar a un soberano legitimo y amado, para participar de la suerte de un hombre que no es más que un aventurero.
«¡Nos desprecia el insensato si lo cree así!.. su último acto de demencia .acaba de ponerle en evidencia.
«Soldados: el ejército francés es el más valiente de Europa, y también será el más fiel.
«Formemos un muro de bronce en derredor de la bandera de las uses, a la voz de ese padre del pueblo, de ese heredero de las virtudes del gran Enrique. El mismo os ha trazado los deberes que tenéis que cumplir. A vuestra cabeza coloca a ese príncipe, modelo de los caballeros franceses, cuyo feliz regreso ha arrojado ya de nuestra patria al usurpador, y que hoy día va a destruir con su presencia, su última y única esperanza.»
Luis XVIII se presentó el 16 de marzo en la Cámara de los diputados: tratábase del destino de la Francia y del mundo. Cuando entró S. M. los diputados y los que ocupaban las tribunas se levantaron y descubrieron, y una estrepitosa aclamación resonó por todo el ámbito del salón. Luis XVIII subió lentamente al trono: los príncipes, los mariscales, y los capitanes de guardias se colocaron a los lados del rey. Cesaron los gritos y todo quedó en el más profundo silencio: en aquel intervalo parecía que se oían a lo lejos los pasos de Napoleón. S. M. tomó asiento, miró un momento a la asamblea y pronuncio con voz firme este discurso.
«Señores:
«En estos momentos de crisis en que el enemigo público ha penetrado en una parte de mi reino y amenaza la libertad de todo él, vengo a estrechar con vosotros, los lazos, que uniéndoos conmigo constituyen la fuerza del estado: al dirigirme a vosotros, voy a exponer a toda la Francia mis sentimientos y mis votos.
«He vuelto a ver mi patria; la he reconciliado con las potencias extranjeras, que serán, no lo dudéis, fieles a los tratados que nos han restituido la paz: he trabajado por la ventura de mi pueblo, y he recibido y recibo todos los días las pruebas más inequívocas y tiernas de su amor; ¿podría yo a los sesenta años terminar mejor mi carrera que muriendo por su defensa?
«Nada temo por mi; pero temo por la Francia: el que viene a encender entre nosotros la tea de la civil discordia trae también el azote de la guerra extranjera: viene a colocar otra vez a nuestra patria bajo su yugo de hierro; viene en fin a destruir esa Carta constitucional que os he dado; esa Carta, mi más hermoso titulo a los ojos de la posteridad, esa Carta que aman todos los franceses, y que yo juro aquí mantener: agrupémonos, pues, en derredor suyo.
Todavía hablaba el rey, cuando una nube oscureció el salón, todas las miradas se dirigieron hacia el techo para descubrir la causa de noche tan repentina. Cuando el monarca legislador concluyó su discurso, volvieron a comenzar los gritos de viva el rey, mezclados can lágrimas. «La asamblea, dijo con verdad el Monitor, electrizada por las sublimes palabras del rey, estaba de pie, con las manos extendidas. hacia el trono. No se oían más que estas voces, «¿va el rey, \morir por el rey\... \él rey en la vida y en la muerte! repetidas con un entusiasmo de que participaban todos los corazones franceses.»
En efecto, el espectáculo era muy patético: un rey anciano y enfermo que en premio de la matanza de su familia y de veinte y tres años de destierro, había dado a la Francia la paz, la libertad y el olvido de todos los ultrajes y de todas las desgracias: ¡aquel patriarca de los soberanos que a su edad iba a declarar a los diputados de la nación, que después de haber vuelto a ver su patria, no podía terminar mejor su carrera que muriendo en defensa de su pueblo... ¡Los príncipes prestaron juramento de fidelidad a la Carta, al que siguieron el del príncipe de Condé, y la adhesión el padre del duque de Enghien. Aquella heroica raza próxima a extinguirse, aquella raza de alcurnia patricia que buscaba en la libertad un escudo contra una espada plebeya más joven, más larga y más cruel, ofrecía en razón de una multitud de recuerdos, alguna cosa en extremo triste.
El discurso de Luis XVIII produjo en lo exterior transportes inexplicables. París era enteramente realista y permaneció tal durante los cien días. Las mujeres particularmente eran borbonesas.
La juventud adora en el día la memoria de Bonaparte, porque se encuentra humillada con el papel que el gobierno actual hace representar a la Francia en Europa: la juventud, en 1814, saludaba a la restauración, porque abatía el despotismo, y establecía la libertad. En las filas de los voluntarios realistas se contaba a Mr. Odilon Barrot, a un gran número de alumnos de la escuela de medicina, y a toda la de derecho: esta dirigió el 13 de marzo la siguiente petición a la Cámara de diputados:
«Señores:
«Nos ofrecemos al rey y a la patria: la escuela de jurisprudencia solicita marchar. No abandonaremos ni a nuestro soberano ni nuestra constitución. Fieles al honor francés os pedimos armas. El sentimiento de amor que profesamos a Luis XVIII os responde de la constancia de nuestra adhesión. No queremos más cadenas; queremos la libertad. Ya la tenemos, y vienen a arrancárnosla: la defenderemos hasta la muerte. ¡Viva el rey!... ¡Viva la constitución!...»
En este lenguaje enérgico, natural y sincero, se descubre la generosidad de la juventud, y su amor a la libertad. Los que nos digan en el día que la restauración fue recibida con disgusto y sentimiento en Francia, son o unos ambiciosos que solo aspiran a hacer su negocio, u hombres nuevos que no han conocido la opresión de Bonaparte, o antiguos embusteros revolucionarios imperial izados, que después de haber aplaudido como los demás el regreso de los Borbones, insultan según su costumbre al que ven caído, y vuelven a sus instintos de muerte, de policía, y de servilismo.
Provecto de defensa de París.
El discurso del rey me había llenado de esperanza. Eu casa de Mr. Lainé, presidente de la Cámara de diputados, se celebraban conferencias. Allí encontré a Mr. de La Fayette, a quien no había visto más que da lejos, en la época de la Asamblea constituyente. Varias eran las proposiciones, pero débiles en su mayor parte, como sucede en tiempo de peligro: unos querían que el rey saliese de París y se dirigiese al Havre; otros hablaban de trasladarle a la Vendee, algunos proferían frases que no concluían, y no faltaba tampoco quien opinase que era necesario aguardar y ver venir; sin embargo, lo que venia era bastante visible. Yo manifesté mi dictamen que era muy diferente, y oí con extrañeza que le apoyó Mr. de La Fayette con calor 5. Mr. Lainé y el mariscal Marmont pensaban también del mismo modo. He aquí lo que yo decía:
«Que cumpla el rey su palabra y permanezca en la capital. La guardia nacional es nuestra: apoderémonos de Vincennes. Tenemos armas y dinero: con el dinero nos atraeremos a los débiles y codiciosos. Si el rey abandona a París, Bonaparte entrará en él sin oposición; y dueño de París, lo es también de la Francia. No se ha pasado al enemigo el ejército entero; muchos regimientos, generales y oficiales no han hecho todavía traición a sus juramentos: mantengámonos firmes y permanecerán fieles. Diseminemos la familia real, y quedémonos solo con el rey. Que Monsieur vaya al Havre, el duque de Berry a Lila, el duque de Borbón a la Vendée, el duque de Orleáns a Metz: la duquesa y el duque de Angulema están ya en el Mediodía. Nuestros diversos puntos de resistencia impedirán a Bonaparte el poder concentrar sus fuerzas. Atrincherémonos en París: ya acuden a socorrernos los guardias nacionales de los departamentos inmediatos. En medio de este movimiento, nuestro anciano monarca permanecerá tranquilamente en las Tullerías sentado en su trono, con la Carta en la mano y bajo la protección del testamento de Luis XVI: el cuerpo diplomático se colocará en derredor suyo: las dos cámaras se reunirán en los dos pabellones de palacio, y los empleados y servidumbre de la real casa, acamparán sobre el Carroussel y en el jardín de las Tullerías: coronaremos con cañones los malecones; que Bonaparte nos ataque en esta posición; que vaya tomando una a una nuestras barricadas; que bombardee a París si quiere y tiene morteros para ello; que se haga odioso a la población, y veremos el resultado de la empresa. Con solo que resistamos tres días, la victoria es nuestra. El rey, defendiéndose en su palacio, producirá un entusiasmo universal. En fin, si debe morir, que sucumba dignamente conforme a su rango, y que la última proeza de Napoleón sea la degollación de un anciano. Sacrificando su vida Luis XVIII ganará la única batalla que ha dado, y la ganará en provecho de la libertad del género humano.»
Así hablé: jamás puede consentirse a nadie que diga que todo está perdido cuando nada se ha intentado. ¿Donde había cosa más hermosa que ver a un anciano, hijo de San Luis, derrocando con los franceses, en algunos momentos, a un hombre a quien todos los reyes de Europa coligados habían tardado tantos años en abatir?
Esta resolución desesperada en la apariencia, era en el fondo muy racional, y no ofrecía ningún peligro. Siempre estaré convencido de que si Bonaparte hubiese encontrado resistencia en París, y al rey dentro de su recinto, no hubiera intentado penetrar en él a viva fuerza. Sin artillería, sin víveres, sin dinero, sus tropas reunidas al azar, asombradas de su brusca mudanza de escarapela, y de sus juramentos prestados a la ligera en los caminos, se hubieran prontamente dispersado. Algunas horas de retraso perdían a Napoleón, y bastaba con tener un poco de ánimo. Hasta se podía contar ya con una parte del ejército: los dos regimientos suizos se mantenían fieles: el mariscal Gouvion Saint-Cyr hizo que la guarnición de Orleans volviese a tomar la escarapela blanca dos días después de la entrada de Bonaparte en París. Desde Marsella a Burdeos todos reconocieron al rey en^ el mes de marzo: en esta última ciudad las tropas titubeaban, y hubieran sostenido a la duquesa de Angulema, si hubiesen sabido qua el rey permanecía en as Tullerías, y que París se defendía. Las ciudades de provincia habrían imitado a la capital. El 10 de línea se vatio muy bien a las órdenes del duque de Angulema: Masena se manifestaba cauteloso e incierto. En Lila la guarnición correspondió a la proclama del mariscal Mortier. Si había todas estas pruebas de fidelidad a pesar de temerse una fuga, ¿qué no se hubiera hecho en caso de una resistencia?
Si mi plan hubiese sido adoptado, los extranjeros no habrían asolado otra vez la Francia: nuestros príncipes no hubieran vuelto con los ejércitos enemigos, y la legitimidad se habría salvado por si misma. Solo debía temerse una cosa después del triunfo, la demasiada confianza de la corona en sus propias fuerzas, y por consiguiente los atentados contra los derechos de la nación.
¿Por qué he llegado a una época en que mi posición era tan poco favorable? ¿Por qué he sido realista contra mi convencimiento, en un tiempo en que una miserable raza palaciega no podía ni oírme ni comprenderme? ¿Por qué he sido lanzado entre esas medianías que me calificaban de atolondrado cuando hablaba de valor, y de revolucionario cuando abogaba por la libertad?
Tratábase de defensa: el rey no tenía miedo y le gustaba mi plan porque tenía algo de grandioso a Luis XIV, pero al mismo tiempo se empaquetaban los diamantes de la corona (adquiridos antiguamente con el dinero particular de los soberanos), y se dejaban 33.000.000 de escudos en el tesoro, y cuarenta y dos millones en efectos. Estos 75.000,000 eran producto de las contribuciones: ¿por qué no se devolvían al pueblo más bien que dejárselos a la tírenla?
Por la escalera del pabellón de Flora subía y bajaba una multitud de gentes: todos preguntaban qué debía hacerse, y nadie contestaba. Dirigían se al capitán de guardias, y preguntaban 4 los capellanes y los cantores: todos guardaban el más profundo silencio. Yo vi llorar a algunos jóvenes pidiendo enfurecidos ordenes y armas, y ponerse malas las muge res de cólera y desprecio. Llegar hasta el rey, era imposible: la etiqueta cerraba la puerta.
La gran medida adoptada contra Bonaparte fue una orden para salirle al encuentro, y contenerle. Luis XVIII, que apenas podía hacer uso de sus piernas, ¿correr detrás del conquistador que había dominado la tierra?.. Esta fórmula de las antiguas leyes, renovada en aquella ocasión, basta para dar a conocer el talento de los hombres de estado de la época, ¿y a quién se le iba a tos alcances en 1815? ¿a un lobo? ¿a un jefe de bandoleros? ¿a un señor rebelde? no: ¡á Napoleón que había puesto en fuga a los reyes, que los había hecho prisioneros, y marcado en la espalda su N indeleble!
De este decreto, considerado de cerca, emanaba una verdad política que nadie veía: la raza legitima, extraña a la nación por espacio de veinte y tres años, había quedado en el lugar en que la revolución la había sorprendido, en vez de que la nación había marchado con el tiempo y por el espacio. De aquí la imposibilidad de entenderse y amalgamarse: religión, ideas, intereses, lenguaje, tierra y cielo, todo era diferente para el pueblo y para el rey, porque no se encontraban en el mismo punto de partida, y los separaba una cuarta parte de siglo que equivalía a algunos siglos.
Empero si la orden de ir a los alcances parece extraña por conservarse el antiguo idioma de la ley, ¿tuvo acaso Bonaparte en un principio la intención de obrar mejor, aunque usaba un lenguaje nuevo? Los papeles de Mr. de Hauterive, inventariados por Mr. Artaud, prueban que costó mucho trabajo disuadir a Napoleón de que hiciese fusilar al duque de angulema, a pesar del documento oficial del Monitor, porque le parecía insoportable que aquel príncipe se hubiese defendido. Y sin embargo, el prófugo de la isla de Elba, al despedirse de sus soldados en Fontainebleau, los encargó que fuesen /leles al monarca que la Francia se había elegido. La familia de Bonaparte había sido respetada: la reina Hortensia había aceptado de Luis XVIII el título de duquesa de Saint-Leu: y Murat, que todavía reinaba en Nápoles, solo perdió su reino por las instigaciones de Mr. de Talleyrand en el congreso de Viena.
Aquella época, en que ninguno tenía franqueza, nos oprimía el corazón: todos hacían su profesión de fe para salir de los apuros del día, y se encontraban dispuestos a variar de dirección, vencida ya la dificultad: solo la juventud era sincera, porque estaba aun muy próxima a su cuna. Bonaparte había declarado solemnemente que renunciaba la corona; partió, y volvió al cabo de nueve meses. Benjamín Constant imprimió una protesta enérgica contra el tirano, y cambió de opinión en veinte y cuatro horas. En otro libro de estas Memorias veremos quien le inspiró este noble movimiento a que la movilidad de su carácter no le permitió permanecer fiel. El mariscal Soult anima a las tropas contra su antiguo caudillo: algunos días después se reía a carcajadas de su proclama en el gabinete de Napoleón en las Tullerías, y llegó a ser mayor general del ejército en la batalla de Waterloo: el mariscal Ney besa las manos al rey, promete traerle a Napoleón encerrado en una jaula de hierro, y entrega a este todos los cuerpos que manda. ¡Ay!.. ¿Y el rey de Francia? declara que a los sesenta años, no puede terminar su carrera de otro modo mejor que muriendo en defensa de su pueblo... y huye a Gante... Al ver semejante falta de verdad en los sentimientos, y tal desacuerdo entre las palabras y las acciones, no puede menos de apoderarse de nosotros una fuerte impresión de disgusto hacia la especie humana.
Luis XVIII, el 20 de marzo pretendía morir en medio de la Francia; si hubiese cumplido su palabra, la legitimidad hubiera podido durar todavía un siglo: hasta la naturaleza parecía quitar al anciano rey la facultad de retirarse, encadenándole con enfermedades; pero los futuros destinos de la raza humana hubieran encontrado traba con el cumplimiento de la resolución del autor de la Carta. Bonaparte acudió presuroso en auxilio del porvenir: ese Cristo del poder maléfico tomó de la mano al nuevo paralitico, y le dijo: levántate y llévate tu lecho: surge tolle lectum tuum.
Fuga del rey.—Parto yo con Mme. de Chateaubriand.— Obstáculos en el camino»— El duque de Orleans y el príncipe de Condé.— Tournai, Bruselas.—Recuerdos.— El duque de Richelieu.— El rey me llama a su lado en Gante.
Era evidente que se proyectaba la fuga: con el temor de no poderla efectuar, ni aun se les participaba a los que, como yo, hubieran sido fusilados una hora después de la entrada de Napoleón en París. En los campos Elíseos me encontré al duque de Richelieu: «Nos han engañado, me dijo: yo monto aquí la guardia, porque no cuento con esperar solo al emperador en las Tullerías.
Madama de Chateaubriand envió la tarde del 19 un criado al Carroussel con orden de que no volviese hasta que estuviese bien seguro de la fuga del rey. Como aquel criado no había vuelto aun a media noche, me acosté. Acababa de meterme en la cama, cuando entró Mr. Clausel de Coussergues y nos dio la noticia de que S. M. había marchado en dirección de Lila: venia a traerme aquella desagradable nueva de parte del canciller, que conceptuándome en peligro, violaba el secreto en mi obsequio, y me remitía doce mil francos a cuenta de mi sueldo como ministro en Suecia. Me obstiné en permanecer, porque no quería dejar a París, hasta que estuviese físicamente convencido de que el monarca había emprendido su movimiento. Volvió el criado enviado a la descubierta, y nos dijo que había visto destilar los carruajes de la corte. Madama de Chateaubriand me hizo entrar en su coche el 20 de marzo a las cuatro de la mañana, y me hallaba tau poseído de un acceso de rabia, que ni sabia donde estaba, ni lo que me hacia. Salimos por la barrera de S;»n Martin. Al rayar el alba, vi a los cuervos descender pacíficamente de los olmos del camino real en donde habían pasado la noche, para ir a hacer su primera comida en los campos, sin cuidarse en lo más mínimo de Luis XVIII, ni de Napoleón: no se veían obligados a abandonar su patria, y merced a sus alas se burlaban del mal camino quedaba a mi carruaje un movimiento muy incómodo. ¡Antiguos amigos de Combourg, más nos asemejábamos cuando en otro tiempo, al despuntar el día, nos desayunábamos con las zarzamoras de los espinos de la Bretaña!
La carretera estaba malísima, el tiempo lluvioso, y Mme. de Chateaubriand sufría mucho: a cada momento miraba por la ventanilla del carruaje si éramos perseguidos. Pernoctamos en Amiens, en donde nació Du Cange, y después en Arras, patria de Robespierre: allí me conocieron. Habiendo enviado a pedir caballos el 22 por la mañana, el maestro de postas dijo que los tenía embargados por un general que llevaba a Lila la noticia de h entrada triunfante del emperador y rey en París. Mme. de Chateaubriand tenía mucho miedo, no por ella, sino por mí. Corrí a la casa de postas, y con dinero allané la dificultad.
Llegamos a Lila el 23 a las dos de la mañana y encontramos las puertas cerradas: había orden para no abrirlas a nadie. No pudieron o no quisieron decirnos si el rey había entrado en la ciudad. Decidí al postillón por medio de algunos luises, a que sacándonos de los glasis nos pusiese al otro lado de la plaza y nos condujese a Tournai: yo había andado a pie y de noche aquel mismo camino con mi hermano en 1792. Cuando llegué a Tournai supe que Luis XVIII había efectivamente entrado en Lila con el mariscal Mortier, y que pensaba hacerse fuerte y defenderse allí. Despaché un correo a Mr. de Blacas, rogándole me concediese el permiso de entrar en la plaza. Mi correo volvió con un permiso del comandante, pero sin una palabra de Mr. de Blacas. Dejaba a Mme. de Chateaubriand en Tournai e iba a volver a subir en el carruaje para trasladarme a Lila, cuando llegó el príncipe de Conde. Por él supimos que el rey había partido, y que el mariscal Mortier le había hecho escoltar hasta la frontera. Según sus espiraciones, Luis XVIII no estaba ya en Lila cuando llegó allí mi carta.
El duque de Orleans siguió al príncipe de Conde: aunque disgustado ¿a la apariencia, estaba muy satisfecho de verse fuera de la zambra: la ambigüedad de su declaración y de su conducta estaba marcada con el sello de su carácter. En cuanto al anciano príncipe de Conde las emigraciones eran sus dioses lares. No tenía miedo a monsieur de Bonaparte, y se batiría si querían, o marcharía si así se lo indicaban: las cosas estaban un poco embrolladas en su cerebro: no sabia si detenerse en Rocroy para dar la batalla, o si iría a comer al Gran Ciervo. Levantó sus tiendas algunas horas andes que nosotros, encargándome hiciese preparar el café para los de su servidumbre que venían detrás. Ignoraba que yo había hecho mi dimisión cuando murió su nieto, y aun no estaba muy seguro de si había tenido alguno: únicamente sentía en su nombre un acrecentamiento de gloria, que podía pertenecer muy bien a algún Conde de que ya no se acordaba.
¿Os acordáis de mi primer paso por Tournai con mi hermano, cuando mi primera emigración? ¿Os acordáis del hombre trasformado en asno, de la joven de cuyas orejas salían espigas de trigo, y de la lluvia de cuervos que todo lo incendiaban? En 1815 éramos nosotros una verdadera nube de cuervos; pero no aplicábamos el fuego a ninguna parte. ¡Ay! ¡ya no estaba yo con mi desgraciado hermano! Entre 1792 y 1815, habían pasado la república y el imperio: ¡cuantas revoluciones se habían efectuado también en mi vida! El tiempo había impreso en mí su huella destructora como en todo lo demás. Y vosotras jóvenes generaciones del momento, dejad pasar veinte y tres años, y diréis a mi tumba en donde están vuestros amores y vuestras ilusiones de hoy día.
A Tournai habían llegado los dos hermanos Bertin: Mr. Bertin de Vaux se volvió a París: Bertin el mayor era amigo mío: ya sabéis por estas Memorias los vínculos que me unían a 61.
Desde Tournai fuimos a Bruselas: allí ya no encontré ni al barón de Breteuil, ni a Rivarol, ni a aquellos jóvenes ayudantes de campo que habían muerto o envejecido, que todo viene a ser lo mismo. No pude adquirir ninguna noticia del barbero que me había dado asilo: no tomé el mosquete, pero si la pluma: de soldado me convertí en emborronador de papel. Buscaba a Luis XVIII, pero estaba en Gante, adonde le habían conducido Mres. de Blacas y Duras: su primera intención fue la de embarcar al rey para Inglaterra. Si el rey hubiese consentido en aquel proyecto, jamás hubiera vuelto a subir al trono.
Entré en una casa.de huéspedes con objeto de ver la habitación, y me encontré en ella al duque de Richelieu fumando, medio tendido en un sofá en un cuartito oscuro. Me habló de los príncipes de la maneta más brutal, manifestándome que se iba a Rusia, y que no quería volver a oír el nombre de semejante gente. Mme. la duquesa de Duras que acababa de llegar a Bruselas, tuvo el sentimiento de perder allí a su sobrina.
La capital del Brabante me horroriza: siempre ha servido de paso para mis destierros, y constantemente ha sido infausta para mí o para mis amigos!
Una orden del rey me llamó a Gante. Los voluntarios realistas y el pequeño ejército del duque de Berry habían sido licenciados en Bethune en medio del fango y de los accidentes de una disolución militar: allí se presenciaron las más tiernas despedidas. Quedaron doscientos hombres de la guardia real, y fueron acantonados en Alost. Mis dos sobrinos Luis y Cristian de Chateaubriand, formaban parte de aquel cuerpo.