PARÍS 1839
REVISADO el 23 de febrero de 1845.
Cambio del mundo.
Descender de Bonaparte y del imperio a lo que le ha seguido, es descender de la realidad a la nada, de la cima de una montaña a un precipicio. ¿No ha terminado todo con Napoleón? ¿He debido hablar de otra cosa? ¿qué personaje puede interesar fuera de él? ¿De quién y de qué puede tratarse después de semejante hombre? Solo Dante ha tenido el derecho de asociarse a los grandes poetas que encuentra en las regiones de otra vida ¿Cómo nombra a Luis XVIII en lugar del emperador?
Los mismos bonapartistas se habían replegado: el alma faltó al nuevo universo tan pronto como Bonaparte retiró su aliento, y los objetos se borraron desde que ya no fueron iluminados por la luz que les había dado el relieve y el color. Al principio de estas Memorias solo tuve que hablar de mi, pues hay siempre una especie de primacía en la soledad individual del hombre, en seguida me vi rodeado de milagros, milagros que sostuvieron mi voz; pero ahora ya no hay conquista de Egipto, ni batallas de Marengo, de Austerlitz y de Jena, ni retirada de la Rusia, ni invasión de la Francia, ni toma de París, ni vuelta de la isla de Elba, ni batalla de Waterloo, ni funerales de Santa Elena; ¿qué queda pues? ¡Retratos a quienes solo el genio de Moliere podría dar la gravedad de lo cómico!
Al expresarme sobre nuestro poco valor, he estrechado de cerca mi conciencia, y me he preguntado si no me había incorporado por cálculo a la nulidad de estos tiempos para adquirir el derecho de condenar a los otros, persuadido como estaba, in petto de que mi nombre se leería en medio de todas estas cosas borradas. No: estoy convencido de que todos desapareceremos: primero, porque no tenemos en nosotros de que vivir; segundo, porque en el siglo en el cual comenzamos o terminamos nuestros días, no tienen tampoco con qué hacernos vivir. Generaciones mutiladas, desdeñosas, sin fe, adictas a la nada a quien aman, no sabrían darnos la inmortalidad ni tienen poder alguno para crear una fama: cuando acerquéis vuestro oído a su boca, nada diréis, pues ningún sonido sale del corazón de los muertos.
Una cosa, sin embargo, me llama la atención: el pequeño mundo en el cual entro ahora, era superior al mundo que le ha sucedido en 1830: nosotros éramos gigantes en comparación de la sociedad de insectos que se ha engendrado.
La restauración ofrece al menos un punto en el que puede encontrarse importancia: después de la dignidad de un solo hombre, pasado este renació la dignidad de los hombres. Si el despotismo ha sido reemplazado por la libertad; si entendemos alguna cosa de independa; si hemos perdido la costumbre de arrastrarnos; si los derechos de la naturaleza humana no son ya desconocidos, a la restauración somos deudores de ello.
¡Prosigamos, pues, nuestra tarea! Bajemos gimiendo hasta mí, y hasta mis colegas. Ya me habéis visto en medio de mis sueños, ahora vais a verme en mis realidades, y si el interés disminuye, si decaigo, suplico al lector que sea justo.
Años de mi vida 1815 y 1816.— Soy nombrado par de Francia.— Mi primera aparición en la tribuna.— Diferentes discursos.
Después de la segunda entrada del.roy y de la desaparición final de Bonaparte, estando el ministerio en manos del duque de Otranto y del príncipe de Talleyrand, fui nombrado presidente del colegio electoral del departamento del Loira. Las elecciones de 1815 dieron al rey la cámara imposible. Todos los votos me favorecían en Orleáns, cuando llegó a mis manos el decreto que me llamaba a la cámara de los pares. Mi carrera de acción, apenas comenzaba; cambio súbitamente de dirección ¿cual habría sido, a estar colocado en la cámara electiva? Es probable que hubiese terminado en caso de éxito, en el ministerio.de lo Interior, en vez de conducirme al ministerio de Negocios extranjeros. Mis hábitos y mis costumbres estaban más en relación con la dignidad de par, y aunque esta se me hizo hostil desde el primer momento a causa de mis opiniones liberales, es sin embargo cierto que mis doctrinas sobre la libertad de la prensa y contra el vasallaje de los extranjeros, dieron a la noble cámara esa popularidad de que ha gozado mientras que participó de mis opiniones.
Al llegar recibí el único honor que me hayan hecho mis colegas durante mis quince años de residencia en medio de ellos, pues fui nombrado uno de los cuatro secretarios para la legislatura de 1816. Lord Byron no tuvo más favor cuando apareció en la cámara de los lores, y se alejó de ella para siempre; yo hubiera debido volver a mis desiertos.
Mi estreno en la tribuna fue un discurso sobre la inamovilidad de los jueces: elogié el principio, pero ataqué su aplicación inmediata. En la revolución de 1830, los hombres de la izquierda más adictos a esta revolución, querían suspender por algún tiempo la inamovilidad.
El 22 de febrero de 1816, el duque de Richelieu, nos presentó el testamento autógrafo de la reina: subí a la tribuna y dijo:
«El que nos ha conservado el testamento de María Antonieta, habla comprado las tierras de Montboissier: Juez de Luis XVI, había elevado en medio de esa propiedad un monumento a la memoria de Luis XVI, y grabado él mismo sobre ese monumento en versos franceses un elogio de Mr. de Malesherbes. Esta sorprendente imparcialidad anuncia que todo está fuera de su sitio en el mundo moral.»
El 12 de marzo de 1816 se agitó la cuestión de las pensiones eclesiásticas, y dije: «¿Negareis alimentos al pobre vicario que consagra a los altares el resto de sus días, y concederéis pensiones a José Lebon, que hizo caer tantas cabras: a Francisco Chabot, que pedía para los emigrados una ley tan sencilla qua un niño pudiese conducirlos a la guillotina: a Santiago Boux, que negándose en el Temple a recibir el testamento de Luis XVI, respondió al infortunado monarca.—Yo no tengo más encargo que el de conducirte a la muerte^
Habían llevado a la cámara hereditaria un proyecto de ley relativo a las elecciones: yo me pronuncié por la renovación integra de la cámara de los diputados, pero solo en 1824, siendo ministro, fue cuando la hice entrar en la ley.
También fue en este primer discurso sobre la ley electoral cuando respondí a un adversario «Yo no realzo lo que se ha dicho de la Europa, relativamente a nuestras discusiones. En cuanto a mí, señores, sin duda debo a la sangre francesa que corre por mis venas, esa impaciencia que experimento cuando para determinar mi voto se me habla de las opiniones colocadas fuera de mi patria; y si la Europa civilizada quisiera imponerme la Carta, me iría a vivir a Constantinopla.»
El 9 de abril de 1817 presenté en la cámara una proposición relativa a las potencias berberiscas, y la cámara decidió que había lugar a ocuparse de ella. Ya pensaba yo en combatir la esclavitud antes de haber obtenido esa decisión favorable de los pares, que fue la primera intervención política de una gran potencia en favor de los griegos.—«Yo he visto, decía, a mis colegas, las ruinas de Cartago, y he encontrado entre esas ruinas los sucesores de aquellos infelices cristianos, por cuya libertad hizo San Luis el sacrificio de su vida. La filosofía podrá tomar su parte en la gloria unida al éxito de mi proposición, y envanecerse de haber obtenido en un siglo de luces, lo que la religión intentó inútilmente en un siglo de tinieblas.»
Yo estaba colocado en una cámara donde mi palabra se volvía contra mí las tres cuartas partes del tiempo. Una cámara popular puede conmoverse, una cámara aristocrática es sorda: sin tribunas, a puerta cerrada; ante ancianos, restos disecados de la antigua monarquía, de la revolución y del imperio, lo que salía del tono más común parecía locura. Un día, la primera fila de sillones más inmediata de la tribuna, estaba llena de respetables pares, más sordos los unos que los otros, con la cabeza inclinada y teniendo en el oído una trompetilla acústica, cuya embocadura dirigían hacia la tribuna; conseguí dormirlos, lo cual es muy natural. Uno de ellos dejó caer su trompetilla y despertando su vecino, quiso recogérsela urbanamente; pero se cayó. El mal estuvo en que me eche a reír, a pesar de estar hablando patéticamente sobre no se qué objeto.de humanidad.
Los oradores que triunfaban en esta cámara, eran los que hablaban sin ideas, con tono igual y monótono, o que solo encontraban sensibilidad para enternecerse sobre los pobres ministros. Mr. de Lally-Tolendal, tronaba en favor de las libertades públicas, y hacía resonar las bóvedas de nuestra soledad con el elogio de tres o cuatro lores de la cancillería inglesa, abuelos suyos, según decía. Cuando estaba terminado su panegírico sobre la libertad de la prensa, llegaba, un sin embargo, fundado en circunstancias, el cual, sin embargo, nos dejaba salvo el honor bajo la útil vigilancia de la censura.
La restauración dio un movimiento a las inteligencias y libertó el pensamiento comprimido por Bonaparte; el ingenio como una cariátide descargada de la arquitectura que se encorbaba la frente, alzó la cabeza. El imperio había vuelto muda a la Francia; la libertad restaurada la devolvió la palabra; encontráronse talentos en la tribuna que tomaron las cosas donde los Mirabeau y los Cázales las habían dejado y la revolución continuó su curso.
Monarquía según la Carta.
Mis trabajos no se limitaban a la tribuna, tan nueva para mí. Espantado de los sistemas que se abrazaban y de la ignorancia de la Francia sobre los principios del gobierno representativo, escribía y hacia escribir La Monarquía según la Carta. Esta publicación ha sido una de las grandes épocas de mi vida política; ella me hizo tomar puesto entre los publicistas, y sirvió para fijar la opinión sobre la naturaleza de nuestro gobierno. Los diarios ingleses ensalzaron este escrito hasta las nubes, y entre nosotros, el mismo abate Morellet no cesaba de hablar de la metamorfosis de mi estilo y de la precisión dogmática de las verdades.
La Monarquía según la Carta es un catecismo constitucional, y de ella se han tomado la mayor parte de las proposiciones que hoy se presentan como nuevas. El principio de que el rey reina y no gobierna, se encuentra todo entero en los capítulos cuarto, quinto, sexto y sétimo sobre la prerrogativa real.
Exponiendo los principios constitucionales en la primera parte de la obra, examinó en la segunda los sistemas de los tres ministerios que hasta entonces se habían sucedido desde 1814 a 1816: en esta parte se encuentran predicaciones verificadas después y exposiciones de doctrinas entonces ocultas. En el capitulo diez y seis, parte segunda, se leen estas palabras: «Pasa por constante, en cierto partido, que una revolución de la naturaleza de la nuestra no puede terminar sino por un cambio de dinastía; otros más moderados, dicen por un cambio en el orden de sucesión de la corona.»
Cuando terminaba mi obra, apareció el decreto de 5 de setiembre de 1816; esta medida dispersaba los pocos realistas reunidos para reconstruir la monarquía legítima y me apresuré a escribir la Postdata, que hizo estallar la cólera del duque de Richelieu y del favorito de Luis XVIII, Mr. de Decazes.
Añadiría la Postdata, corro a casa de mi librero, Mr. Le-Normant, y al llegar encuentro unos alguaciles y un comisario de policía que se habían apoderado de los paquetes y puesto los sellos. Yo no había desafiado a Bonaparte paca dejarme intimidar por Mr. Decazes: me opuse al secuestro, y declaré como francés libre y como par de Francia, que no cederla sino a la fuerza. Vino esta, y me retiré entonces. El 18 fui a casa de Mr.: Luis Marthe Mesnier y su colega, notarios reales, y protestando ante ellos, hice consignar mi declaración sobre el secuestro de mi obra, queriendo asegurar de este modo los derechos de los ciudadanos franceses. Mr. Baude me ha imitado en 1830.
En seguida me encontré, enredado en una correspondencia bastante larga con Mr. el canciller, el ministro de Policía y el procurador general Bellard, hasta el 9 de noviembre, día en que el canciller me anuncio la sentencia dictada en mi favor por el tribunal de primera instancia, la cual me puso en posesión de mi obra. En una de sus cartas me decía que había tenido un gran disgusto al ver el descontento del rey sobre mi obra. Este descontento provenía de los capítulos en que me pronunciaba contra la creación de un ministro de policía general en un país constitucional.
Luis XVIII.
En mi relación del viaje de Gante ya habéis visto lo que Luis XVIII valía como hijo de Hugo Capeto: en mi escrito: ¡El rey ha muerto: viva el rey! anoté las cualidades reales de este príncipe: pero el hombre no es siempre uno: ¿por qué hay tan pocos retratos fieles? porque se ha hecho el modelo en cierta época de su vida, y diez años después el retrato ya no se parece.
Luis XVIII veía todos los objetos y todo le parecía bello o feo, según el ángulo de su mirada. Atacado por las ideas de un siglo, es de temer que la religión no fuese para el rey cristianísimo más que un elixir propio para la amalgama de las drogas de que se componía la monarquía.
La imaginación libertina que había recibido de su abuelo pudo inspirar alguna desconfianza sobre sus costumbres; pero él se conocía, y cuando hablaba de una manera positiva, se alababa de ello y se burlaba tic si mismo. Un día le hablaba yo de la necesidad de un nuevo matrimonio del duque de Borbón, a fin de volver a la vida la raza de los Condé: el rey aprobó mucho la idea, aunque se cuidaba muy poco de la dicha resurrección: pero a este propósito me habló del conde Artois, y me dijo: —«Mi hermano podría volverse a casar sin cambiar en nada la sucesión a la corona, pues nunca tendría más que segundones: yo nunca tendré sino primogénitos, no quiero tampoco desheredar al duque de Angulema.»
Egoísta, y sin preocupaciones, Luis XVIII quería su tranquilidad a todo precio; sostenía a sus ministros en tanto que tenían la mayoría; pero los despedía cuando esta faltaba y podía ser incomodado en su reposo, y nunca vacilaba en retirarse cuando para obtener la victoria le hubiera sido preciso dar un paso adelante. Su grandeza era la paciencia, y jamás buscaba él a los sucesos, sino que los sucesos le buscaban a él.
Sin ser cruel, este rey no era humano, pues no le sorprendían ni conmovían las catástrofes trágicas: Excusándose el duque de Berry por haber tenido la desgracia de turbar con su muerte el sueño del rey, este se contentó con decirle: «He dormido bien.» Y sin embargo, este hombre tranquilo se encolerizaba terriblemente cuando era contrariado; este príncipe frío, tan insensible, tenía amistades que parecían pasiones, y así se sucedieron en su intimidad el conde de Avarai, Mr. de Blacas, Mr. Decazes, Mme. de Balvi, y Mme. de Cayla: todas estas personas amadas eran favoritos.
Luis XVIII se nos apareció en toda la profundidad de las tradiciones históricas, y se mostró con el favoritismo de las antiguas monarquías. ¿Se producía en el corazón de los monarcas aislados un vacio que llenan con el primer objeto que eucuentran? ¿Es esta simpatía, amistad de una naturaleza análoga a la suya? ¿Es una amistad que les cae del cielo para consolar sus grandezas? ¿Es una inclinación hacia un esclavo que se da en cuerpo y alma, ante el cual no se oculta nada, esclavo que se hace una idea fija unida a todos los sentimientos, a todos los gustos, a lodos los caprichos de aquel a quien ha sometido y a quien tiene bajo el imperio de una fascinación invencible? Mientras más bajo e ínfimo ha sido el favorito, menos se le puede despedir porque está en posesión de secretos que harían ruborizar si fuesen divulgados: este preferido tiene una doble fuerza en su infamia y en la debilidad de su Señor.
Cuando el favorito es por casualidad un grande hombre como Richelieu o Mazarme, detestándole las; naciones, se aprovechan de su gloria o de su poder: entonces no hacen más que cambiar un miserable rey de derecho por un rey ilustre de hecho.
Mr. Decazes
Tan pronto como Mr. Decazes fue nombrado ministro, los carruajes invadieron el muelle Malaguais para depositar en el salón del afortunado todo lo que habla de más noble en el barrio de Saint-German; por más que haga el francés nunca será más que un cortesano, no importa de quien, con tal que sea un poderoso del día.
Pronto se formó en favor del nuevo favorito una coalición formidable de necios. En la sociedad democrática, charlad de libertades, declarad que veis la marcha del género humano y el porvenir de las cosas, añadiendo a vuestros discursos alguna cruz de honor, y estas seguro de vuestra plaza: en la sociedad aristocrática, jugad al wist, presentad con un aire grave y profundo lugares comunes, y buenas palabras arregladas de antemano, y está asegurada la fortuna de vuestro genio.
Compatriota de Murat, pero de Murat sin reino, Mr. Decazes nos había venido de la madre de Napoleón. Era familiar, urbano, jamás insolente, y aunque me quería bien, no se porqué vino con él el principio de mis desgracias.
El rey le colmó de beneficios y de influjo, y se casó más tarde con una persona bien nacida, hija de Mr. de Saint-Aulaire; verdad es que Mr. Decazes servía demasiado bien a la monarquía; él fue quien desenterró al mariscal Ney de las montañas de Auvernia, donde se había ocultado.
Fiel a las inspiraciones de su trono, Luis XVIII, decía de Mr. Decazes: «Yo lo elevaré tan alto., quedará envidia a los más grandes señores.» Estas palabras tomadas de otro rey, eran un anacronismo; para elevará los otros, es preciso estar uno seguro de no descender, y en el tiempo a que Luis XVIII había llegado ¿qué eran los monarcas? Si aun podían hacer la fortuna de un hombre, no podían hacer su grandeza, ya no eran más que los banqueros de sus favoritos.
Mme. de Princeteau, hermana de Mr. de Decazes era una persona agradable, modesta y excelente: el rey se había enamorado de ella en perspectiva. Mr. Decazes, padre, a quien vi en la sala del trono con casacón, espada ceñida y sombrero debajo del brazo, no tuvo sin embargo éxito alguno.
En fin, la muerte del duque de Berry acreció las enemistades de una parte y otra, y produjo la caída del favorito. Ya he dicho que sus pies se le deslizaron en la sangre; lo cual no significa, no lo permita Dios, que fuese culpable del asesinato, sino que cayó en la mar enrojecida que produjo el cuchillo de Louvel.
Se me borra de la lista de los ministros de Estado.— Vendo mis libros y mi posesión.
Me había opuesto al secuestro de La Monarquía según la Carta, para ilustrar a los realistas engañados, y para sostener la libertad del pensamiento y de la prensa, y abracé francamente unas instituciones a las cuales siempre he permanecido fiel.
Después de estas bastardías, me resentí de las heridas sangrientas que se me habían hecho al aparecer mi folleto; y no me fue posible tomar posesión de mi carrera política sin llevar a ella las cicatrices de los golpes que se me asestaron al emprenderla; me encontraba mal, y no me era dado respirar.
Poco tiempo después, un decreto que tenía la firma de Richelieu, me borró de la lista de los ministros de Estado, privándome de una plaza reputada hasta entonces como inamovible; dicha plaza se me había concedido en Gante, y con ella desapareció también para mí la pensión que disfrutaba; me hirió la misma mano que había asido a Fouché.
He tenido el honor de ser arruinado tres veces por la legitimidad: la primera por haber seguido al hijo de San Luis a su destierro: la segunda por haber escrito en favor de los príncipes de la monarquía otorgada, y la tercera por haber guardado silencio respecto a una ley funesta, cuando precisamente hacia que triunfasen nuestras armas: la guerra de España reunió las tropas a la bandera blanca, y a haberme sostenido en el poder hubiera lijado nuestras fronteras en las orillas del Rin.
Mi naturaleza me hizo completamente insensible a la pérdida de mis pensiones: todo se desquitó con andar a pie, y con ir en fiacre cuando llovía, a la cámara de los pares. Con mi traje popular, y bajo la protección de la gente baja que me rodeaba, entré a disfrutar de los derechos de la clase proletaria, de la cual formaba parte, y desde mi carro desafiaba el soberbio tren de los reyes.
Me vi precisado a vender los libros, y Mr. Merlín los puso a pública subasta en la sala Silvestre. Solo conservé un Homero griego, en cuyas márgenes había algunas traducciones y notas de mi puño. No tardé mucho en tocar la parte más sensible, pidiendo al ministro del Interior permiso para rifar mi casa de campo, abriéndose el despacho de números en casa del escribano Mr. Denis. La rifa constaba de noventa billetes, de mil francos cada uno, y los realistas no los tomaron; la señora duquesa de Orleans pidió tres, y uno mi amigo, Mr. de Laine, ministro del Interior, que había firmado el decreto de 5 de setiembre, y consentido en el consejo que se me borrase de la lista, valiéndose para verificarlo de un nombre supuesto. Las sumas se devolvieron a los compradores, mas no por eso quiso retirar Mr. Laine sus 1.000 francos, y se los dejó al escribano para los pobres.
Poco tiempo después se vendió asimismo mi posesión de Aulnay, en la plaza de Chatelet, como se venden los muebles del pueblo bajo. Mucho sentí entonces este suceso, porque tenía una afición decidida a aquellos árboles que se habían desarrollado y engrandecido por decirlo así, en medio de mis recuerdos. El tipo era de 30.000 francos, y fue cubierto por el vizconde de Montmorency, que solo se atrevió a pujar 100 francos, quedó, pues, por suya la finca, y la ha habitado después: pero no es bueno mezclarse con mi suerte.
Continuación de mis discursos en 1817 y 1818.
En el mes de noviembre de 1816, continué mis trabajos, después de la publicación de la Monarquía según la Carta, y a la apertura de la nueva asamblea en la sesión del 2 J del mismo mes, presenté a la cámara una proposición reducida a que se suplicase al rey tuviese a bien mandar que se examinase cuanto había pasado en las últimas elecciones. La corrupción y la violencia del ministro fueron palpables en ellos;
El 21 de marzo de 1817 me levanté contra el titulo XI del proyecto de ley de hacienda. Tratábase de los bosques del estado, que se querían afectar a la caja de amortización, y de los cuales se querían vender al momento ciento cincuenta mil hectáreas. Aquellos bosques se componían de tres clases de propiedades, a saber: de los antiguos dominios de la corona, algunas encomiendas de la orden de Malta, y el resto de bienes de la iglesia. No sé por qué encuentro hoy un triste interés en mis propias palabras de aquella época: tal vez sea por la analogía que guardan con mis Memorias.
«A pesar de las teorías de los que solo han administrado las rentas públicas en tiempos de revueltas, el crédito no es una prueba material, sino la consecuencia de la moralidad de una nación. ¿Harán valer esos nuevos propietarios los títulos de sus recientes propiedades? O se les citarán para despojarles herencias de nueve siglos robadas a sus antiguos dueños. En voz de los bienes y muebles, patrimonio en que las familias sobrevivían a los mismos ancianos, tendréis propiedades movibles en que las plantas tendrán apenas el tiempo necesario para nacer y morir antes que cambien de amo. Los pacíficos hogares cesarán de ser los guardianes de las costumbres domésticas, y perderán su venerable autoridad; tampoco se verán consagrados los caminos de travesía por la presencia del abuelo y la cuna de su nieto.
«Pares de Francia, no defiendo mi causa, sino la vuestra; os hablo, en interés de vuestros hijos; en cuanto a mí, nada tendré que disputar con la posteridad, porque no tengo heredero, he perdido cuanto dejó mi padre, y pronto cesarán de ser míos algunos árboles que he pintado.»
Reunión Piet.
Por la semejanza de opiniones, a la sazón muy vivas, se había establecido una especie de amistad entre las minorías de ambas cámaras. La Francia aprendía entonces el gobierno representativo, y, como yo, cometía la necedad de entenderlo al pie de la letra y de apasionarme a él, sostenía a los que lo adoptaban, sin cuidarme de investigar si no encontraban en su oposición más motivos humanos que amor patrio, tan puro como el que yo sentía por la Carta. No me tenía ciertamente por un simple, pero idolatraba el objeto de mi opinión, y hubiera atravesado una hoguera a fin de salvarlo entonces. En 1810, y en medio de aquel acceso constitucional fue cuando conocí a Mr. de Villele. Estaba más tranquilo, se sobreponía a su mismo ardor, y pretendía conquistar así la libertad, pero ponía el sitio en regla y abría metódicamente la brecha; yo, por el contrario, no me empeñaba en tomar la plaza de un solo golpe de mano; subía a la brecha, y continuamente me veía arrojado en el foso.
Encontré por primera vez a Mr. de Villele en casa de la señora de Levis, pues había llegado a ser jefe de la oposición realista en la Cámara electiva, así como yo era en la hereditaria. Conservaba la amistad de su colega Mr. de Corbiere, que siempre estaba unido a él, y se decía Villele y Corbiere, como se dice Pilades y Orestes o Niso y Curialo.
Me parece propio de una vanidad ridícula entrar en pormenores fastidiosos acerca de personas cuyos nombres nadie pronunciará mañana: creo, pues, que los oscuros movimientos que afectan un grave interés, al paso que a nadie interesan, y el baturrillo de opiniones que no han determinado suceso alguno de consecuencia, deben ocupar únicamente a los dichosos inocentes, que se figuran ser o haber sido objeto de la atención de sus semejantes.
Había con todo momentos de orgullo en que mis polémicas con Mr. de Villele me parecían como los altercados de Sila con Mario, o de César con Pompeyo. Continuamente íbamos con los demás miembros de la oposición a la calle de Teresa a pasar la noche deliberando en casa de Mr. de Piet. Llegábamos de cualquiera manera, y nos sentábamos en un salón iluminado por una lámpara que goteaba. En aquel centro legislativo hablábamos de la ley presentada, de la moción que debía ponerse en tela de juicio, y del amigo a quien convenía nombrar secretario o hacerle entrar en tal o cual comisión. Todos discutíamos a un tiempo, y nos parecíamos bastante a los que formaban las reuniones de los primeros fieles, según la pintura que de ellas nos hacen los enemigos del cristianismo. Allí se difundían las malas noticias, se aseguraba un cambio en los negocios públicos, trastornos en Roma y desastres en nuestros ejércitos.
Mr. de Villele escuchaba, reasumía y no cerraba las deliberaciones: era allí el verdadero hombre político, y a fuer de marino prudente, nunca daba a la vela durante la tempestad. Noté muchas veces, con motivo de nuestra polémica acerca de la venta de los bienes del clero, que los más religiosos eran aquellos que con más ardor defendían las doctrinas constitucionales. La religión es la fuente de la libertad: en Roma el flamen dialis solo llevaba en el dedo un anillo hueco, porque a haber sido macizo hubiera parecido formar parte de una cadena: tampoco debía tener ningún nudo el pontífice de Júpiter en sus vestiduras ni en su cabeza.
Después de concluidas las sesiones, se retiraba Mr. de Villele acompañado de Mr. de Corbiere. Yo examinaba a muchos individuos, me enteraba de muchas cosas, y hacia infinitas observaciones interesantes en aquellas reuniones, y así aprendía lo relativo a hacienda, que ya sabia, todo lo concerniente al ejército, a la administración de justicia y al gobierno general del país: salía de ellas algo más hombre de estado, o tal vez más convencido de la pobreza e inutilidad de tan hermosas teorías científicas.
El Conservador.
Conocía yo que mis combates de tribuna en una Cámara cerrada y en medio de una asamblea que me era poco favorable serian inútiles para alcanzar la victoria, y que por lo mismo necesitaba otras armas. Establecida ya la censura para los periódicos diarios, solo podía conseguir mi intento por medio de otro semicotidiano, en el cual me proponia combatir el sistema del ministerio y las opiniones de la extrema izquierda que defendía Mr. Esteban en La Minerva. Hallándome en Noissel, en casa de la señora duquesa de Levis, en la primavera de 1818, cuando fue a verme mi librero Mr. de Lenormant, a quien di noticia del pensamiento que me ocupaba. Lo apoyó con entusiasmo, y ofreciose a correr el riesgo y a sufragar todos los gastos: hablé en seguida con mis amigos, les pregunté si querían asociarse, y consintieron, y no tardó en aparecer el periódico con el titulo de El Conservador.
La revolución que obró este periódico fue inaudita; en Francia cambio la mayoría de las dos Cámaras, y en el extranjero trasformó el espíritu de los gobiernos.
Los realistas me debieron la ventaja de hacerles salir de la nada en que yacían a vista de los pueblos y de los reyes, y puse la pluma en las manos de las principales familias de la nación. Convertí en periodistas a los Montmorency y a los Levis; convoqué a la nobleza, e hice que el feudalismo marchase a defender la libertad de la prensa reuniendo a los hombres más señalados del partido realista, como Villele, Corbiere, Vitrolles, Castelbajac y otros muchos. Bendecía a la Providencia siempre quo veía protegidas la páginas de El Conservador por algún príncipe de la iglesia, y cuando llegaba a mis manos un articulo con la firma de el Cardenal de la Luzerne. Sucedió que después de haber conducido a mis héroes a la cruzada constitucional, no bien conquistaron el poder y llegaron a llamarse príncipes de Edeso, de Antioquia y de Damasco, cuando se encerraron en sus nuevos estados con Leonor de Aquitania, y me dejaron abandonado y confundido al pie de los muros de Jerusalén cuyo sepulcro volvieron a tomar los infieles.
Mi polémica dio principio en El Conservador y duró desde 1818 hasta 1820: es decir, hasta el restablecimiento de la censura a la cual sirvió de pretexto la muerte del duque de Berry. En aquella primera época hice caer el antiguo ministro, y abrí a Mr. de Villele las regiones del poder.
Después de 1824, cuando volví a publicar algunos folletos y a escribir en él Diario de los Debates, habían cambiado mucho las respectivas posiciones. Pero ¿qué me importaban aquellas miserias supuesto que jamás he creído que pertenezco a otra época, que no tengo fe en los reyes ni convicción en los pueblos, que de nada me cuido, a excepción de los sueños de mi fantasía, a condición de que solo duren una noche?
El primer articulo de El Conservador pinta la situación de las cosas cuando yo me presenté en la palestra. Tuve ocasión de conocer a fondo la infamia de aquella correspondencia privada que la policía de París publicaba en Londres. Ese género de escritos puede calumniar más no deshonrar: lo que es vil no tiene el poder de envilecer; solo al honor está reservada la ventaja de castigar a los hombres, con la animadversión pública. «Calumniadores anónimos, les dije: tened valor para decir quienes sois: la vergüenza pasa pronto para vosotros; añadid vuestros nombres a vuestros artículos, y solo tendremos que despreciar una palabra más en cada uno de ellos.»
Algunas veces me burlaba de los ministros, y cedí a la propensión irónica que siempre me he echado en cara. En fin, el número de El Conservador del 5 de diciembre de 1818, contenía un articulo serio acerca de la moral de los intereses y la de los deberes: de él nació la fraseología intereses morales intereses materiales, que yo adopté, y que después han adoptado todos los escritores. Lo público hoy algo abreviado porque se eleva sobre las proporciones de un articulo de periódico, y porque mi razón le concede cierto valor. No ha envejecido porque las ideas que encierra corresponden a todas las edades.
De la moral de los intereses materiales y de la de los deberes.
«El ministerio ha inventado una moral nueva: la moral de los intereses; la de los deberes se abandona a los imbéciles. Pues bien, la primera sobre la cual se pretende fundar el gobierno, ha corrompido más al pueblo en tres años, que la revolución en la cuarta parte de un siglo.
«Lo que hace desaparecer la moralidad en las naciones, lo que hace desaparecer a las mismas naciones con la moralidad, no es la violencia sino la seducción, entendiéndose por esta todo lo que tienen de halagüeño y es precioso las falsas doctrinas. Los hombres equivocan muchas veces el error con la verdad, porque cada facultad del corazón o del entendimiento posee una falsa imagen.
«El siglo XVIII fue un siglo destructor; todos fuimos seducidos; desnaturalizamos la política; nos perdimos en novedades culpables buscando la existencia social entre la corrupción de nuestras costumbres. La revolución vino a despertarnos, a arrebatar a los franceses de sus lechos y a convertir estos en cadalsos. Y sin embargo, de todas las épocas de la revolución, la del terror fue tal vez la menos peligrosa para la moralidad, porque las conciencias eran libres, y el crimen aparecía en su desnudez. Orgías entre torrentes de sangre; escándalos que ya no merecían este nombre por el horror que inspiraban, a esto se reducía todo. Las mujeres del pueblo se establecían para sus trabajos alrededor de la guillotina, lo mismo que en sus hogares; el cadalso reasumía las costumbres públicas y la muerte el pensamiento del gobierno. Todas las situaciones eran claras y no se hablaba de especialidades, de cosas positivas, ni de sistemas de intereses. Se decía a un hombre. «Tu eres realista, noble, y rico, pues muere,» y en efecto moría. Antonelle escribía que aunque no encontraba pruebas contra los presos los había condenado como aristócratas. Monstruosa franqueza, que no obstante deja subsistente el orden moral, porque no perturba la sociedad el inocente cuando muere como tal sino cuando se le inmola como culpable.
«La moralidad bajo el régimen del Directorio, tuvo que combatir más bien la corrupción de las costumbres, que la de las doctrinas. Los placeres ocuparon el lugar de las cárceles y se quería obligar al tiempo presente a que adelantase goces para el porvenir, por temor de eme volviesen las desdichas pasadas. Como nadie había tenido tiempo para crearse ocupaciones interiores, todos Vivian en las calles, en los paseos, en las grandes tertulias. Familiarizado el pueblo con los cadalsos, nada malo esperaba como consecuencia de su disposición. Solo se trataba de bailes, de artes, de modas, y se mudaba de adornos y de trajes, del mismo modo que se hubiera dejado quitar la vida.
«Mandando Bonaparte comenzó la seducción, pero su remedio se encerraba en si misma: Bonaparte seducía por el prestigio de la gloria y todo lo que es grande, lleva consigo un prestigio de legislación. Conocía además la utilidad de permitir que se enseñase la doctrina de todos los pueblos, la moral de todos los tiempos, y la religión de toda la eternidad.
«No hubiera extrañado que se me contestase: Fundar la sociedad sobre un deber, es elevarla sobre una ficción; colocarla en un interés, es establecerla sobre una realidad; deber que tiene un origen divino desciende hasta la familia, en la cual establece relaciones entre padres e hijos; desde allí se divide en dos ramas; arregla en el orden político las relaciones del rey y el súbdito, y organiza el orden moral, la cadena de los servicios y de las protecciones, de los beneficios, y del reconocimiento.
«El deber por lo tanto, es un hecho positivo, supuesto que proporciona a la sociedad la única existencia durable a que puede aspirar.
«El interés, por el contrario, es una ficción cuando se la toma, como hoy se hace en su sentido físico y riguroso; por lo mismo que no es por la mañana lo que es por la noche; por lo mismo que a todos momentos cambia de naturaleza; por lo mismo que tiene toda la movilidad de la fortuna.
«Por medio de la moral de los intereses, cada ciudadano se encuentra en estado de hostilidad con las leyes y el gobierno, porque en la sociedad siempre sufre el mayor número. Ya no se baten los hombres por ideas abstractas de orden, de paz, y de patria, o si lo hacen, es porque en ello pueden encontrar sacrificios, un cuyo caso abandonan la moral de los intereses, y abrazan la de los deberes. ¡Tan cierto es que fuera de estos limites no hay existencia para la sociedad!
«El que cumple con sus deberes conquista la estimación pública: el que cede a sus intereses, es poco estimado. Haced que los hombres políticos solo piensen en la que les atañe, y solo tendréis ministros corrompidos y avaros, semejantes a aquellos mutilados esclavos que gobernaban el bajo imperio, y que todo lo vendían al acordarse que ellos también habían sido vendidos.
«Reflexionad bien que los intereses solo son poderosos cuando prosperan; si la ocasión no les es propicia, se debilitan. Los deberes nunca son tan enérgicos, como cuando cuesta cumplirlos. Yo quiero un principio de gobierno que se engrandezcan en la desgracia, porque tendrá mucha semejanza con la virtud.
«¡Qué cosa más absurda que gritar a los pueblos: no os sacrifiquéis; no tengáis entusiasmo; no penséis más que en vuestros intereses!» Esto seria lo mismo que decirles: «No acudáis a nuestro auxilio; abandonadnos, si así conviene a vuestros intereses.» Con semejante política, llegado que sea el instante del peligro, cada cual cerrará su pueda, se asomará a la ventana, y verá morir a la monarquía.»
El 3 de diciembre de 1819, volví a subir a la tribuna de la Cámara de los pares, y hablé contra los malos franceses que pedían acarrearnos por motivos de tranquilidad, la vigilancia de los ejércitos extranjeros. «¿Tenemos por ventura necesidad de tutores? ¿Por qué se nos habla de circunstancias? Estamos en el caso de recibir, por medio de notas diplomáticas, certificados de buena conducta? ¿Habremos admitido en relevo de una guarnición de cosacos, otra guarnición de embajadores?
Desde entonces he hablado de los extranjeros como hablé después de la guerra de España. Yo soñaba con nuestra independencia, hasta un punto en que los mismos liberales me combatían. Los nombres opuestos en opiniones meten mucho ruido para llegar hasta el silencio. Dejad que transcurran algunos años, y los actores se retirarán de la escena sin contar con espectadores que los silben o aplaudan.
Año de mi vida 1820.—Muerte del duque de Berry.
Acababa de acostarme el 13 de febrero, cuando entró en mi cuarto el marqués de Vibraye para noticiarme el asesinato del duque de Berry. En medio de su agitación no me dijo el lugar en donde había pasado el suceso, y levantándome precipitadamente, me metí con él en su coche. Quedé sorprendido al ver al cochero que tomaba la calle de Richelieu, y más admirado aun, cuando paramos en la Opera, en cuyos alrededores era inmensa la multitud: subimos por entre dos filas de soldados que nos dejaron pasar porque llevábamos los uniformes de pares. Llegamos a una especie de antesala pequeña, en la cual estaba toda la servidumbre de palacio, y deslizándome hasta la puerta de una habitación; me encontré frente a frente con el duque de Orleans. Me sorprendió ver en sus ojos una expresión mal comprimida de júbilo, al través del aire compungido que sabía afectar cuando era necesario; ya veía desde más cerca el trono: mis miradas le embarazaron, y dejando el puesto, me volvió la espalda. En derredor mío contaban los detalles del crimen, el nombre del sujeto, las conjeturas de los diversos participes en el arresto, y todos estaban agitados, porque los hombres gustan de todo lo que es espectáculo, sobre todo del de la muerte, cuando esta muerte es la de un grande. A cada persona que salía del laboratorio ensangrentado, se pedían noticias, y se escuchaba al general A. de Girardin, que habiendo sido dejado por muerto en el campo de batalla, no por eso había dejado de curar de sus heridas: unos esperaban y se consolaban, otros se afligían, y pronto quedó la multitud en silencio. De lo interior de la sala, salió un rumor sordo, y aplicando mi oído a la puerta, distinguí claramente el estertor: cesó el ruido; ¡la familia real, acababa de recibir el último suspiro de un nieto de San Luis! Yo entré inmediatamente.
Figúrese un salón de teatro vacio, después de la catástrofe de una tragedia, el telón levantado, la orquesta desierta, las luces apagadas, la tramoya inmóvil las decoraciones fijas y ahumadas, los cómicos, los cantantes, las bailarinas desapareciendo por entre bastidores y pasillos.
En una obra aparte, he publicado la vida y muerte del duque de Berry. Mis reflexiones de entonces son aun hoy día verdaderas.
«Un hijo de San Luis, último vástago de la rama primogénita, se libra de las vicisitudes de un largo destierro, y vuelve a su patria, donde empieza a gustar de la felicidad, y se congratula por ver renacer la monarquía en los hijos que Dios le promete. De repente es herido en medio de sus esperanzas, casi en los brazos de su esposa. ¡Va a morir! ¿No podría acusar al cielo, y preguntarle por qué le trata con tanto rigor? jAh, muy perdonable le hubiera sido quejarse de su destino! Porque en fin, ¿qué mal hacia? vivia familiarmente en medio de nosotros en una sensillez perfecta, y se mezclaba en nuestros placeres y consolaba nuestros dolores: ya han perecido seis de sus parientes ¿por qué matarlo también ár él inocente, tan Jejos del trono y veinte y siete años después de la muerte de Luis XVI? ¡Conozcamos mejor el corazón de unBorbon! Este corazón partido por el puñal, jamás ha murmurado lo más mínimo contra nosotros, ni jamás ha expresado un sentimiento de la vida, ni una palabra amarga. ¡Esposo, hijo, padre y hermano, presa de todas las angustias del alma, de todos los padecimientos del cuerpo, no cesa de pedir gracia para el hombre a quien no llama siquiera su asesino! El carácter más impetuoso, se convierte de repente en el carácter más dulce. Es un hombre apegado a la existencia por todos los lazos del corazón; es un príncipe en la flor de su edad, es el heredero del más hermoso reino de la tierra el que espira, y sin embargo, dirían al verle que es un desgraciado que nada pierde aquí en el mundo.»
El asesino Louvel era un hombrecillo de aspecto sucio y asqueroso, como se ven millares de ellos en las calles de París. Es probable que Louvel no formase parte de ninguna sociedad, era de una secta pero no de un complot; pertenecía a una de esas conjuraciones de ideas, cuyos miembros se pueden reunir algunas veces, pero que obran más frecuentemente uno a uno, según su impulso individual. Su cerebro nutria un solo pensamiento como un corazón que alimenta una sola pasión. Su acción era consecuente con sus principios, y hubiera querido matar la raza entera de un solo golpe. Louvel tiene admiradores lo mismo que Robespierre. Nuestra sociedad material, cómplice de toda empresa material, ha destruido pronto la capilla alzada en expiación de un crimen. Tenemos el horror del sentimiento moral, porque en él se ve el enemigo y el acusador: las lágrimas habrían parecido una recriminación, y habíanse apresurado a quitará algunos cristianos una cruz para llorar.
El 18 de febrero de 1820, el Conservador pagó el tributo de su sentimiento a la memoria del duque de Berry. El artículo terminaba con este verso de Racine:
Si du sang de nos Rois quelque goutte echapée.
¡Ay, esta gota de sangre se consume en tierra extranjera!
Mr. Decazes cayó: la censura llegó y a pesar del asesinato del duque de Berry, voté contra ella y no queriendo que el Conservador se manchase con ella, este diario terminó por este apostrofe al duque de Berry:
«Príncipe cristiano, digno hijo de San Luis, ¡vástago ilustre de tantos monarcas, antes que hayas bajado a la última morada, recibid nuestro último homenaje! Gustabais y leíais una obra, que la censura va a destruir, y algunas veces nos habéis dicho que esa obra salvaba el trono; ¡ay! ¡No hemos podido salvar vuestros días! Vamos a dejar de escribir, en el momento en que vos dejáis de existir, y así tendremos el doloroso consuelo de unir el 6a de nuestros trabajos al fin de vuestra vida.»
Nacimiento del duque de Burdeos.—Las mujeres del mercado de Burdeos.
El duque de Burdeos vino al mundo el 29 de setiembre de 1820. El recién nacido fue llamado el hijo de Europa y el hijo del milagro, en tanto que llegaba a ser el hijo del destierro.
Algún tiempo antes del parto de la princesa, tres mujeres del mercado de Burdeos, en nombre de todas sus compañeras, quisieron regalarle una cuna, y me eligieron a mí para que las presentase, a ellas y a su cuna, a la señora duquesa de Berry. Las señoras Dasté, Duranton y Aniche me hablaron del caso, y yo me apresuré a pedirles a los gentiles hombres de servicio la audiencia de etiqueta. Pero Mr. de Séze creyó que le correspondía semejante honor. Estaba decidido que yo no baria jamás negocio alguno en la corte, y como aun no estaba reconciliado con el ministro, no parecí digno del cargo de introductor de mis humildes embajadoras.
Todo esto se convirtió en un negocio de estado del cual se ocuparon los diarios: las damas bordalesas tuvieron conocimiento de ello y me escribieron con este motivo la caria siguiente:
Burdeos 24 de octubre de 1820.
«Señor vizconde: os debemos mil gracias por la hondad que habéis tenido deponer a los pies de la señora duquesa de Berry nuestra alegría y nuestros respetos; por esta vez a lo menos no se os habrá impedido el ser nuestro intérprete. Hemos sabido con la mayor pena el escándalo que el señor conde de Séze ha dado en los periódicos; y si hemos guardado silencio, es porque hemos temido causaros disgusto. Sin embargo, señor vizconde, nadie mejor que vos puede rendir homenaje a la verdad, y sacar de error al señor de Séze sobre vuestras verdaderas intenciones en la elección de un introductor cerca de S. A. R., os prometemos declarar en el periódico que digáis, todo lo que ha pasado; como nadie tenía el derecho de elegirnos un guía, como hasta el último momento nos felicitábamos de que seríais vos ese guía, y en fin, declararemos sobre este punto, lo necesario para hacer callar a todo el mundo.
«A eso estamos decidas, señor vizconde, pero hemos creído que era deber nuestro no hacer nada sin vuestro parecer. Contad con que publicaríamos de todo corazón los buenos procederes que habéis usado con todo el mundo sobre el asunto de nuestra presentación Si nosotros somos la causa del mal, aquí estamos dispuestas a repararlo.
«Somos y seremos señor vizconde, vuestras humildes y respetuosas servidoras.
Daste, Doranton, Aniche.»
A estas generosas mujeres que tan poco se parecían a las grandes señoras, responden estos términos:
«Os doy las gracias por la oferta que me hacéis de publicar en un periódico todo lo que ha pasado relativamente a Mr. de Séze; sois unas excelentes realistas, y yo lo soy también: pero debemos acordarnos antes de todo que Mr. Séze es un hombre respetable, y que ha sido el defensor de nuestro rey: esta bella acción no se borra por un leve impulso de vanidad: así pues, guardemos silencio, pues, me basta vuestro buen testimonio para con mis amigos. Ya os he dado gracias por vuestros excelentes fruto? Mme. de Chateaubriand y yo comemos todos los días vuestras castañas hablando de vosotras.
«Mi mujer os hace presentes sus recuerdos, y yo soy vuestro servidor y amigo:
Chateaubriand.»