Nueva Guatemala de la Asunción,

ocho años después

No hay brujas en el Valle de la Ermita, qué ocurrencia. A no ser que quieran llamarse así a la tristeza, la angustia y la incertidumbre, esas tres sombras aciagas que vuelan como enormes pajarracos esta noche sobre la llanura. Solloza el agua en las fuentes públicas, murmura el aire un réquiem en las arboledas y, desde la Plaza de Armas hasta los pueblos cercanos, corre una funesta catarsis que amenaza despertar a los dormidos volcanes.

Pero la noche es plácida y gentil. Las campanas están calladas, el viento duerme. Aromada por las flores del corredor, la casa de Elena Castellanos se ha arropado como siempre en la profunda quietud de esta hora. El quinqué amarillea la estancia y, sentada ante su diario, Elena espera con los párpados caídos a que la voluntad responda. El día ha sido largo y tiene pocos deseos de escribir, pero no quiere perder el hábito. Sólo una página, parece decirse, sólo una, pues mañana no podrá recordar con la misma emoción los sucesos que ha vivido hace unas horas.

La voluntad vence al fin y un suspiro de conformidad lo comprueba. Elena alza la mirada, observa unos instantes las dos rosas del florero de cerámica, moja la pluma en el tintero de peltre y escribe.

Lunes 6 de abril de 1885

«Hoy he asistido al entierro de J. Rufino Barrios. No he podido resistir la curiosidad. Y el resto de los vecinos, al parecer, tampoco. La ciudad se ha volcado a las calles y rara es la casa que no ha colgado en ventanas y puertas algún crespón o alguna bandera enlutada. No me lo explico. Llorar de esta manera a un dictador, escapa a mi entendimiento. Es como si la larga práctica de tomar en diarias dosis el tóxico del despotismo hubiese creado en la gente inmunidad a la ponzoña.

»No llegué hasta el cementerio nuevo. Me quedé en el paseo del Calvario, donde el féretro del presidente, llevado hasta allí a hombros de amigos y adeptos, fue depositado en un carruaje tirado por caballos enjaezados con gualdrapas y penachos negros.

»La multitud era imponente. No cabía un alma en el lugar. Había ministros, diplomáticos, militares y hasta hombres de sotana. Nadie se quería perder el último adiós al héroe muerto en los campos de Chalchuapa, cuando combatía por fundir en una las cinco repúblicas de la América Central. Nada hay más honroso en la vida que el modo con que uno la deja. Y la gloriosa muerte de Rufino, me sospecho, será lo que salve un día su nombre.

»Ver alejarse un ataúd causa siempre una honda tristeza, pero también sentí por el presidente un manojo de emociones en conflicto. Desbancó el Antiguo Régimen, partió nuestra historia en dos y puso a la Iglesia en su lugar. Pero hizo del terror una epidemia y, en última instancia, sólo cambió una aristocracia por otra. Tenemos, gracias a él, ferrocarril, telégrafo, registro y matrimonio civil, luz eléctrica, educación laica y una prosperidad nunca vista, pero promulgó leyes que no cumplió, fundó instituciones que no respetó y, en nombre de la libertad, sumió al país en una dictadura inclemente. Sus defensores y epígonos seguirán diciendo de él, sin embargo, lo que muchos aducían en el entierro: no había en el país un solo hombre con el valor suficiente para enfrentarse a las brujas del pasado ni había otro modo de acabar con ellas.

»Tras el féretro, vestido de gala, con medallas y cordones al pecho y tocado con un bicornio de plumas, cabalgaba el ministro de la Guerra. Verlo solo, en medio de aquella pompa, me llevó a cavilar sobre si lo que estaba viviendo no sería parte del teatro de sombras al que Clara Valdés se refería cuando me contó el episodio del toro suelto, pues, como ella solía decir, la vida te hace presenciar sucesos cuyo significado no es fácil de entender hasta que el paso del tiempo los descifra.

»El cortejo se desplazaba estremecido por las salvas que desde el Castillo de San José decían el último adiós al presidente, cuando de entre la multitud vi salir a un caballero de mediana edad. Llevaba una niñita en brazos. El hombre se acercó al carruaje, sacó de la levita un pañuelo y lo depositó sobre las coronas de flores.

»Cuando el carruaje pasó junto a mí, me fijé en el pañuelo. Era de un color rojo desvaído y tenía bordada en blanco la palabra liberté.

»Volví, sorprendida, la cabeza. No había reconocido al licenciado Espinosa, uno de los abogados más distinguidos del país y persona con la que comparto un secreto que ni este cuaderno sabe.

»Hacía mucho que no lo veía. La ciudad se ha empezado a abrir hacia el Llano de la Virgen, hay barriadas nuevas en los potreros y cada día es más difícil encontrarte con gente que conoces. Pero él sí me reconoció. Al verme, hizo una inclinación de cabeza y luego se perdió entre el gentío.

»Regresé a casa muy turbada y pasé el resto de la tarde en la rebotica. Y allí, abstraída por el trabajo, pensé largamente en Clara y en Néstor. Su amor tuvo el mismo destino que la libertad que anhelaban, quizás porque de la libertad, como del amor, rara vez se alcanza todo lo que se espera. No obstante, quiero creer que son felices y que no se han olvidado uno del otro. Pues el amor verdadero, el que es zarza y a un tiempo espiga, deja siempre una huella imborrable. A veces una cicatriz, para qué engañarnos. Pero aun lacerado y vencido, el buen amor vuelve siempre, como la lluvia y los sueños de junio, para cercarnos con su nostalgia y herirnos con su dulzura».