9. La noche que Santiago bajó de los cielos
Nueva Guatemala de la Asunción,
martes 6 de noviembre de l877
Los días de noviembre son azules en el Valle de la Ermita. Pero aún lo son más las noches, como ésta que contempla La Taltuza, noche de radiante claridad y de un profundo añil maculado de estrellas. Hay tanta luz nocturnal que el conjunto de la iglesia, la tapia y la casa parroquial que La Taltuza vigila pareciera un telón pintado. El arte está en el ojo de quien lo ve y a La Taltuza le gusta dar ese toque peculiar a los sitios donde se asoma.
Hoy ha elegido la parte trasera de este pequeño templo situado en el arrabal de Candelaria, barrio de tejedores, carniceros y pequeños comerciantes. Y agazapado en la penumbra de un cafetal vecino, aguarda a que el esbirro del presidente haga su aparición en el proscenio.
La cita es a las diez, pero, fiel a su rutina. La Taltuza lleva casi una hora esperando. Su ánimo se encuentra en alza. Ha sabido que Leocadio Ortiz ha vuelto a los calabozos de la Comandancia y está seguro de que su prestigio como informador volverá a reforzarse cuando Córdova conozca la novedad que le tiene.
La Taltuza, ojos pequeños y atentos, cabello áspero y tupido, orejas de grandes lóbulos, deja escapar una sonrisa. El poder es así de estúpido. Ante la conspiración, el chisme o el secreto, se excita con la pasión de una ninfómana. El poder quiere saber siempre todo lo que pasa. Y antes que prescindir de sus informadores, les perdona cualquier yerro. Pero no puede fiarse. Cautela y desconfianza son las reglas de este oficio. Hoy, en especial, debe ser sensato y dar su lugar a Córdova. No le hablará con la arrogancia de quien todo lo sabe y nada se le escapa. Después, continuará otra media hora en el cafetal, al acecho, para asegurarse de que nadie le sigue. Y más tarde hará mutis por el foro durante un mes, o más, hasta que se disipe la tormenta.
Poco antes de las diez, Fernando Córdova asoma por la esquina oriental de la tapia y se detiene. Hay en el aire un perfume apacible, una mezcla de heno y flores, que Córdova aspira con visible placer y los brazos en jarras. Y como no ve a nadie alrededor, decide pasear de un lado a otro de la encalada pared su sombra de zopilote.
La Taltuza sigue los pasos de Córdova y escudriña el entorno, moviendo sus ojillos como si fuesen péndulos. Aguarda a que en el reloj de La Merced den las diez y, sólo cuando está seguro de que el esbirro del presidente ha llegado solo, sale de las sombras.
—Buenas noches, jefe.
Córdova no corresponde al saludo ni oculta su hostilidad.
—Espero que no me haya hecho venir hasta aquí para perder el tiempo.
—No diga eso, don Fernando, que hoy le tengo una sorpresa.
Córdova no responde. Sólo mira con prevención a La Taltuza y frunce la boca en señal de desconfianza.
—Se trata de los conspiradores que faltaban. Planean huir esta noche y sé cómo y por dónde lo piensan hacer.
—No le creo.
—De veras, don Fernando. Pero, primero, la plata.
Córdova está aún como cien mil jicaques, no hay más que verlo, pero el negocio es el negocio y La Taltuza no puede permitirse el lujo de prescindir del valor de sus servicios. Tiene toda la intención de ser humilde, pero no es tonto. Además, no le cae bien este tipo. Como Cuevas, como Sixto Pérez, como todos los favorecidos por el presidente, tiene las manos sucias. Y La Taltuza considera un acto de justicia sacarle a esta gente toda la sangre que pueda.
—No pretenderá que le pague después de la chulada que me hizo el otro día.
—Entonces, usted se lo pierde —dice el oreja, deslizando imperceptiblemente una mano hacia el revólver que guarda bajo el sobretodo.
Fernando Córdova —mirada aviesa, nariz estirada y algo jetón— no mueve una pestaña. Se ha percatado del movimiento y no quiere correr riesgos.
—No le creo una palabra de lo que dice —masculla—. Llevamos seis días buscando a esa gente, haciendo cateos y deteniendo sospechosos. Y viene usted y en cuarenta y ocho horas averigua quiénes son y cuándo y por dónde van a huir.
—¿No fue eso lo que me pidió?
—Sí, fue eso lo que le pedí —concede el otro con impaciencia—. Ahora, dígame, ¿cómo piensan hacerlo?
La Taltuza extiende la mano con gesto de mendicante y replica con un guiño:
—Cayendo el muerto y soltando el llanto, jefe.
Córdova observa con desprecio al espantajo de espejuelos, sombrero y ropón que tiene enfrente y, muy a su pesar, extrae de la levita una bolsa de cuero y se la entrega.
—Como le digo, son ocho o diez —dice atropelladamente La Taltuza, mientras cuenta, ávido, el dinero—. Saldrán a medianoche con la caravana de carretas que parte hacia el puerto de San José. Irán vestidos como los indios y mezclados entre ellos. Lleve a sus hombres a la garita del Guarda Nuevo y allí podrá echarles mano.
Inmerso en el conteo de las monedas, La Taltuza no se percata de que Córdova se ha quitado el bombín ni de que lo mantiene unos segundos en el aire. Sólo repara en que algo no anda bien cuando el esbirro del presidente lo vuelve a bajar. El movimiento le parece una seña, pero ya es tarde para huir. Tres hombres se descuelgan de lo alto de la tapia y, antes de que pueda reaccionar, lo derriban y lo inmovilizan en el suelo.
—Somos gente madrugadora —le dice Córdova, arrebatándole la bolsa de monedas—. Pero no tiene por qué preocuparse. Si es verdad todo lo que me ha contado, estará libre después de medianoche.
Los hombres ponen de pie a La Taltuza y, cuando Córdova lo tiene a la altura de los ojos, le escupe con voz herida:
—Pero si lo que me ha contado no es verdad, si me vuelve a pintar un violín, que Dios se apiade de su alma.
Poco después de las once, la guarnición del cuartelillo situado a espaldas de la Comandancia de Armas abandona el lugar con los caballos al paso para que los vecinos de sueño ligero piensen que es una reata de mulas. Pero nadie se asoma a mirar. Ni siquiera el hombre descalzo y vestido de dril que, tendido en una esquina, ha rendido sus fuerzas al alcohol. La sigilosa cabalgata pasa por su lado sin prestarle atención alguna y se aleja hacia el sur, en busca de la garita del Guarda Nuevo, situada a corta distancia del Castillo de San José.
El general Cuevas dirige la marcha. En una decisión repentina, ha dispuesto utilizar a todos sus hombres para un menester urgente, tras dejar en las instalaciones una pequeña reserva al mando de un sargento.
El general está eufórico. No podría ofrecer mejor regalo al presidente que la macolla de la conjura que ha intentado asesinarlo.
A mitad de camino, Cuevas adelanta un mensajero, para que la guardia de la fortaleza no se alarme cuando los vean llegar, y otro a las cercanías de la Iglesia del Calvario, donde se ordenan las carretas.
—Esto va a ser muy sencillo —le dice a Fernando Córdova, cuya sombra le acompaña.
Córdova asiente, pero sin la convicción ni el ánimo que parecen animar a Cuevas. No se fía del soplón y, por si acaso, lo ha dejado maniatado y con custodios en el cuartelillo de la Comandancia.
Cerca del Amate, el explorador que Cuevas ha enviado al Calvario le da la novedad.
—Las carretas no han salido aún.
—Magnífico. Las esperaremos en la garita.
El borracho tendido en las cercanías del cuartelillo comienza a reptar de modo imperceptible hasta que finalmente desaparece tras la esquina en la que se había desplomado. Un silencio sepulcral se extiende ahora en los alrededores del palacio y de la Plaza de Armas. Sólo los violines de los grillos, los bajones de las ranas y algún ladrido lejano, alteran la noche del valle. Nadie espera que suceda nada a estas horas y menos los dos centinelas apostados a la puerta del cuartel.
Nadie, excepto el presunto borracho y el grupo de seis jinetes que se acerca al edificio con la misma parsimonia que poco antes lo han hecho los hombres de Cuevas.
Al verlos, uno de los centinelas engatilla el arma. Por los quepis con que se cubren, presume que son gente de uniforme, pero no está muy convencido y duda si darles el alto.
En eso, uno de los caballos se separa del grupo y el centinela reconoce de inmediato la soberbia yegua inglesa del presidente, un espléndido animal, blanco como la espuma, de largas y onduladas crines, que se acerca al cuartel con un elegante braceo, no exento de petulancia.
El centinela corre al interior para dar parte al sargento de guardia, un hombre bajito, de cachetes brillantes y vientre voluminoso, que responde al nombre de Natareno de León.
—No puede ser, Atanasio —dice Natareno, siguiendo al centinela a paso de matrona embarazada—. El señor presidente no se levanta hasta pasadas las tres.
En la calle, el sargento descubre al otro centinela, cuadrado y rígido como una estatua, ante el señor presidente, quien, montado en su bellísima yegua, se ha detenido frente a la puerta del cuartel.
El presidente se baja de un salto, saca el fuete de una bota y poniéndoselo a Natareno en el bigote, más que preguntar, le intimida con una pregunta inesperada.
—¡La contraseña, sargento! ¡Vamos, rápido, la contraseña del día!
Natareno sabe la contraseña, pero se le ha ido el santo al cielo. Es la primera vez que tiene ante sí al presidente. Nunca ha visto de cerca su rostro ni ha oído su voz, pues, hasta hace pocos días, había estado destinado en el Fuerte de Matamoros. La única imagen de don Rufino que conoce es el grabado que preside los despachos de los oficiales.
—¡Viva Barrios!¡Viva la Reforma!. —alcanza finalmente a decir.
—¿Y por qué nadie me la ha pedido?
El sargento hace un gesto de resignación. No hay manera de que la gente entienda, empieza a decir, pero, antes de que pueda hilvanar una respuesta razonada, el presidente le vuelve a aturullar con otra pregunta.
—¿Y dónde está el oficial de guardia?
—No lo sé, no lo sé… —dice Natareno con expresión rendida, ante el inminente descenso de la fusta sobre su cabeza.
—¿Cómo que no lo sabes?
—No, señor presidente. Se fue, hace un ratito, con mi general Cuevas y toda la gente que había aquí.
El mandatario baja el fuete, lo que alivia a Natareno, cuya mirada desciende a la altura de las botas de don Rufino, unas botas nuevas, brillantes, recién untadas de grasa y con un ribete negro en la parte superior.
—¿Quiere decir que estás solo?
Natareno adopta una sonrisa de suficiencia.
—No, señor presidente. También está un pelotón.
El gobernante suelta una palabrota, aparta de un empujón a Natareno y se mete en el cuartelillo, seguido por cuatro de sus hombres.
Natareno cuenta rápidamente y repara que son seis caballos, además de la yegua de don Rufino.
Seis caballos para cinco hombres.
Pero no tiene tiempo para esclarecer el significado de la disparidad y corre tras el presidente quien, a grandes zancadas, se ha metido en el pasillo que conduce al patio cubierto donde se ofician las torturas y los interrogatorios.
Cuando el sargento llega a la altura del presidente, éste le pregunta sin mirarle:
—¿Cómo te llamas?
—Natareno, señor.
—Será Nazareno.
—No, señor. Natareno.
—Nombrecito…
Natareno escucha el comentario y sonríe. Ha oído que al señor presidente le hacen gracia ciertos nombres y eso le da tranquilidad y un indicio de que el mandatario, tal vez, haya cambiado de humor.
—Muy bien, Natareno. Quiero ver los presos que tienes ahí —le dice, señalando las puertas de los calabozos.
—¿Los presos? Aquí sólo hay uno, señor —responde, alarmado, el sargento.
—¡Natareno —dice furioso, el presidente—, hay once detenidos en la Guardia de Honor y aquí tiene que haber otros dos!
—Pues aquí sólo está un Joaquín Larios.
—¿Y dónde está Leocadio Ortiz?
—¡Ah, ése! —dice, aliviado, Natareno—. Mi general Cuevas ordenó liberarlo.
—¿Liberarlo? ¿Sin mi permiso? —brama el presidente.
Natareno está a punto de echarse a llorar.
—No lo sé, señor. Son cosas de mi general Cuevas.
—¡Ese imbécil me va a oír!
Natareno baja la mirada, afligido, pero, inesperadamente, el mandatario le pone ambas manos en los hombros y le dice:
—Tranquilízate, Nata. No es culpa tuya.
El sargento tiene aún la mirada en el piso, pero antes de levantarla, agradecido por la comprensión y la familiaridad con que le trata el señor presidente, nota que el mandatario sólo porta un revólver, en lugar de los dos que, por lo visto, suele llevar habitualmente, y que, en lugar de un Colt reglamentario, es un Remington con herrajes de bronce.
Su observación, sin embargo, pasa con rapidez a un segundo plano cuando el presidente le ordena sacar a Joaquín Larios de la celda.
—Este no es un lugar seguro para ese canalla —explica— y ahora mismo me lo llevo a otro sitio.
Luego toma por un brazo al sargento y, en voz baja, le dice en tono confidencial:
—Larios es el cabecilla de la conspiración contra mí, mi esposa y mis hijos. ¿Lo sabías, Natareno?
El sargento niega con vehemencia.
—Por eso tenemos que encerrarlo en un lugar más seguro.
Complacido por la confianza que el presidente le brinda, el sargento le devuelve una expresión de chivo degollado y ordena abrir sin dilación el calabozo.
Cuando en el reloj de la catedral suenan las campanadas de medianoche, la larga fila de carretas cubiertas con toldos de cuero blanqueados por el sol y la lluvia empieza a moverse hacia El Amate, al extremo sur de la ciudad, un paseo donde los vecinos se encuentran y charlan a la sombra de un árbol de grandes dimensiones cuyas ramas extendidas le dan el aspecto de una sombrilla colosal.
Las carretas se han venido alineando desde hace una hora en los bajos de la iglesia del Calvario. Son alrededor de sesenta y van tiradas por bueyes extremadamente flacos, de caras largas y mirada triste. Cada carreta lleva un farol y, cuando la caravana echa a andar, la fila adquiere el aspecto de un enorme gusano de luz.
El convoy marcha tan apretado que la cornamenta de los bueyes toca a menudo el carromato delantero. Cruje el piedrín del camino que va dejando, a la izquierda, el Castillo de San José y, a la derecha, la suave ladera que desciende hasta el precipicio del Incienso. Bufan los animales en la pendiente, responden con patadas a los aguijones o defecan sin pudor, al tiempo que la noche se tupe con las interjecciones y los silbidos de los boyeros.
Cuando la caravana, ya más holgada, se acerca a la garita del Guarda Nuevo, Cuevas da la orden de asalto.
Los soldados se lanzan en tropel a las carretas, dando gritos y profiriendo amenazas. El general no cree que se produzca una respuesta por parte de los conjurados, pero ha tomado sus precauciones para que, si en el primer acercamiento al convoy se produjera algún intento de fuga, dos pelotones de refresco se encarguen de contenerla.
La confusión y el barullo hacen presa de los carreteros que detienen a los bueyes, en medio de mugidos, reniegos y maldiciones. Los hombres son apartados de la caravana y, mientras un grupo de soldados registra el interior de las carretas, otro pone en línea a los boyeros. La rápida acción ha impedido que los conjurados hayan podido escapar. Ahora sólo se trata de identificarlos y detenerlos.
Seguido por Fernando Córdova, Cuevas procede a revisar los rostros de los carreteros. Le auxilian dos soldados que han desprendido sendos faroles de las carretas para alumbrar los rostros de los detenidos. Son alrededor de un centenar y tienen ojos grandes y oscuros. Su expresión estoica e impasible no revela extrañeza. Una larga historia de arbitrariedades y abusos ha hecho de ellos gente flemática y fatalista.
Cuevas busca en sus rostros atezados, en sus pómulos prominentes y en sus ojos levemente oblicuos, algún indicio de mestizaje. Pero, desde las largas y ásperas cabelleras hasta los abultados labios de estos hombres, pasando por su corta estatura, su tronco pequeño, su rostro lampiño y sus manos endurecidas por el trabajo manual, ninguno parece pertenecer a la clase social que se implicaría en una conspiración contra el presidente. Muchos de ellos no hablan español y otros lo hablan tan mal que no entienden lo que Cuevas les pregunta. El general comienza a inquietarse y, cuando concluye la revista, le dice, iracundo, a Córdova: —Aquí sólo hay indios, Fernando. ¿En qué lío me ha metido usted? Córdova no tiene una respuesta, pero ha empezado a sospechar qué es lo que ocurre. Un teniente se acerca a Cuevas y le informa que en el interior de las carretas sólo hay costales de maíz y frijol, leña, piedras de moler, cántaros de agua y cecina. El general se vuelve a Córdova y suelta un bufido. Algo anda mal, muy mal. El instinto le dice que el engaño ha debido de tener algún propósito y da a sus hombres la orden de regresar inmediatamente a la Comandancia. —Quizás aún estemos a tiempo —murmura. Luego se sube al caballo, lo espolea y lo lanza a galope tendido en dirección al centro de la ciudad. Dos hombres sacan al prisionero de la celda. Larios está muy golpeado y le cuesta caminar. El presidente le arroja una mirada de desprecio. —Sáquenlo a la calle —les dice a sus hombres— y súbanlo a uno de los caballos. Natareno ordena cerrar los calabozos y sigue al mandatario hasta la salida, pero, al pasar frente al cuarto de la guardia, ve que el presidente se detiene en forma abrupta al descubrir a un pordiosero sentado entre dos centinelas. La estancia está iluminada por una mortecina candela de sebo, pero, aún así, el mandatario repara que el indigente lleva unos espejuelos ahumados y se cubre con un sombrero de ala ancha.
—¿Qué hace aquí ese hombre?
Natareno corre al lado del presidente.
—Lo trajo hace un rato don Fernando Córdova. Es uno de sus confidentes. Ordenó que lo tuviéramos aquí detenido hasta que él regrese.
—¿Regresar de dónde?
—No lo sé. De donde haya ido con mi general Cuevas.
El mandatario entra en el cuarto de la guardia. Natareno advierte que don Rufino tiene las mandíbulas apretadas y, temiendo un estallido de cólera, se queda dos pasos atrás.
—Póngase de pie y quítese el sombrero.
—Señor presidente, permítame explicarle…
—¡Quítese el sombrero! ¿Quién es usted?
—Me llamo Bernabé Cardona.
—No le he preguntado cómo se llama, le he preguntado quién es usted.
—Ya se lo he dicho, Bernabé Cardona, ¿no me recuerda? Nos conocimos en Chiapas. Soy un veterano de la revolución. Trabajo ahora para don Fernando Córdova. Él se lo puede decir. No soy un pordiosero, señor presidente. Me visto así por necesidades del oficio.
La sonrisa del cautivo se ensancha.
—Investigo asuntos para él, como quiénes fueron los que intentaron asesinarle a usted y a su familia. En eso estoy ahora. Fui actor de teatro siendo más joven, aficionado nada más. Por eso llevo esta ropa.
El señor presidente enarca las cejas.
—¡Ah, actor de teatro! —dice en tono ensoñador.
—Sí, señor presidente. Y estoy aquí por un malentendido.
—Qué injusto, ¿no?
—Don Fernando Córdova le puede decir que soy un hombre leal. A usted y a la revolución.
—Una vez vi una obra de teatro —dice el presidente, quien, por el tono de voz, pareciera tener la mente en otro sitio—. Era de un rey que encarcelaba a su hijo en una torre porque el Zodíaco había vaticinado que sería un gobernante nefasto y cruel.
El detenido está desconcertado, mas no altera la sonrisa, pensando que ese gesto le pueda ayudar a abrir una grieta de complicidad sobre un tema que parece gustar al presidente.
—¿Cree usted que yo soy un gobernante nefasto y cruel?
—¡Por supuesto que no, señor presidente!
—Eso pienso también yo. Pues verá, en la obra, el rey llevaba un sobretodo, muy parecido al suyo, aunque no espejuelos como éstos —dice quitándoselos al detenido.
Las sombras del cuarto impiden ver con nitidez las facciones del mandatario y del presunto pordiosero, pero, por su aspecto parecieran dos fantasmas salidos de la pared. O eso se figura Natareno de León quien observa la extraña escena con los ojos muy abiertos.
—Tenía razón un mi conocido.
—¿Ah sí?
—Decía que no se reconoce bien a las personas hasta que uno les ve los ojos.
El presidente mira de arriba abajo al cautivo.
—Pues, como le decía, nunca me cayó bien el personaje —continúa—. Nunca pude entender a un hombre que encerraba en una celda a su hijo desde que éste era un recién nacido y lo sometía al cautiverio y a la soledad durante tantos años, basándose en un horóscopo. Quizás yo sea muy ignorante…
—Cómo va a ser, señor presidente —dice el otro en tono servil.
—… pero no me cabe en la cabeza, no lo entiendo. Castigar de esa manera a un hijo y, luego de veinte o treinta años, hacerle creer que el tiempo transcurrido en la cárcel ha sido un sueño es una cabronada, ¿no le parece?
El cautivo no responde. Su sonrisa se le ha ido congelando en el rostro hasta adquirir el aspecto del bufón que pretende forzar la risa del público sin conseguir que su gesto sea natural.
—Ese rey era un canalla. Tenía el corazón y los ojos atrofiados, como la taltuza, y eso le impedía ver el mal que hacía. ¿Sabe lo que es una taltuza?
El detenido cabecea con viveza.
—Y si fue capaz de hacer a su hijo semejante infamia, ¿qué no habría sido capaz de hacer a sus amigos?
Uno de los hombres del mandatario, a quien el uniforme le queda algo grande, se acerca y le susurra unas palabras al oído. El hombre parece nervioso y por sus ademanes da la impresión de querer recordarle al presidente alguna urgencia.
—¡Ahora me acordé! —dice, de pronto—. La obra se llamaba La vida es sueño. ¿Ya ve? También hay presidentes cultos. No sólo van a ser palurdos y chafarotes sin ninguna educación.
El cautivo ha enmudecido y su rostro se ha transformado en una máscara acartonada y patética.
—Debí haber sido actor en lugar de presidente —agrega, en tono vanidoso—. Y a propósito, ¿sabe cómo se llamaba aquel rey canalla?
El presidente ha dado unos pasos adelante y se ha situado a la altura del preso. Acerca los labios al oído de éste y en un susurro de rabia contenida, dice:
—Basilio.
Le arroja luego los espejuelos a los pies, da media vuelta y abandona rápidamente el cuarto de guardia.
—¡Natareno! —vocifera—. ¡Me respondes con tu vida si este hombre llega a escapar!
Natareno responde un dócil sí, señor presidente, y le sigue, desconcertado. Hay cosas que no le cuadran. Además del asunto de las pistolas, el presidente anda siempre en la penumbra, se aparta de las candelas de sebo, como si fueran avispas, y su voz, después de escucharla un rato, parece que fuese impostada.
La última de estas irregularidades tiene que ver con la yegua, un animal de gran alzada, pero inquieto que, al nomás sentir la rienda y el peso del presidente, caracolea y se pone de patas ante Natareno. El sargento tiene entonces una revelación cercana a la que debió de experimentar San Pablo, pues la yegua no es una yegua, sino un caballo que, con las patas en alto pareciera orgulloso de mostrar sus atributos al sargento.
Pero Natareno no tiene tiempo para reaccionar. Don Rufino se ha lanzado al galope con su escolta y Joaquín Larios, justo en dirección contraria a la que habían tomado los hombres del general Cuevas.
Diez minutos más tarde, el general llega al cuartelillo. Viene lívido y ansioso. Y lo primero que hace es pedir la novedad a Natareno.
—Ninguna novedad, mi general. Sólo que el señor presidente estuvo aquí y se fue hace un tantito.
—Ah puta, ¿y eso no es novedad?
—Pues yo digo que sí.
—¿Y qué quería el señor presidente?
—Ver a los prisioneros.
—¿Y los vio?
—Sí, mi general. Bueno, sólo vio a Joaquín Larios. Y se molestó mucho de que no estuviera el otro.
Fernando Córdova, que ha escuchado la conversación, le dice en voz baja a Cuevas:
—Le dije que, en estas circunstancias, no era prudente soltar a Leocadio Ortiz.
—¿Y qué dijo el señor presidente?
—Decir, no dijo mucho, pero se llevó a Joaquín Larios.
—¿Que se llevó a Joaquín Larios?
—Sí, mi general.
—¿Adonde?
—Dijo que a un lugar más seguro, pero yo mandé…
Natareno se detiene. Teme decir al general lo que ha averiguado, tras la marcha del presidente.
—¡Pero qué, Natareno, pero qué!
—Pues que mandé a dos de mis hombres a preguntar en la Guardia de Honor y en la Casa Presidencial y allí no saben nada del detenido. A no ser que el señor presidente se lo haya llevado a Matamoros o al Castillo de San José.
—¿Y en la Casa Presidencial? ¿Qué saben de don Rufino?
El sargento no responde.
—¡Natareno! —amenaza el general.
—Dicen que no se ha levantado todavía.
—¡Me lleva la tiznada, Natareno! ¡Quiero que me digas una cosa y piensa bien la respuesta! ¿Estás seguro de que quien entró aquí hace un rato era el señor presidente?
—Lo estuve… lo estaba…
—Y ahora no lo estás.
—No, mi general, no lo estoy.
Cuevas toma por un brazo a Fernando Córdova, lo arrastra hasta su despacho y, una vez dentro, cierra la puerta de golpe.
—¡Es usted un perfecto imbécil! ¿Qué clase de información es la que me dio? ¿Cómo vamos a explicar al presidente que Joaquín Larios ha huido?
—En todas partes hay fugas, general. Lo entenderá, no se preocupe.
—¿Que no me preocupe? ¡Es usted un irresponsable!
—Encontraremos alguna solución, ya verá.
—¡Dígame una, una sola!
Fernando Córdova se quita el bombín y con la palma de la mano arrastra las gotas de sudor que se le han depositado en la frente.
—Estamos en un aprieto, pero no hay que perder la calma.
Camina hacia la ventana del despacho. La luna baña a los jinetes formados frente al cuartelillo de la Comandancia.
—-Voy a movilizar a mis hombres —dice Cuevas dirigiéndose a la puerta—. Esos tipos no han podido ir muy lejos. ¡Voy a poner la ciudad patas arriba hasta que los encuentre!
—¡Espere, general! No haga eso. ¿Quiere que el presidente se entere de que unos desconocidos han entrado en el cuartel y se han llevado de aquí a Joaquín Larios? ¿Sabe cómo… mejor dicho, sabe dónde acabaríamos usted y yo?
—¿Y qué quiere que haga? ¿Cómo le explico al presidente que uno de los prisioneros se ha fugado?
—Envíe mensajeros a las garitas, para que estén alerta, pero no vaya a armar un relajo. Tengo una idea mejor.
Córdova se despoja de la levita y agrega:
—¿Puedo dar una orden en su nombre?
—¿Qué clase de orden?
—¿Puedo? —insiste Córdova.
Cuevas mueve la cabeza con visible desasosiego. Se despoja del quepis y lo arroja sobre el escritorio.
Córdova toma el gesto por un sí, abre la puerta y se dirige al cuarto de la guardia donde Basilio, la cabeza hundida entre las manos, parece meditar. De una patada, le desvía los codos y Basilio cae al suelo.
—¡Hijo de la gran puta! —le dice en voz baja.
—¡Puedo explicarle lo que ha ocurrido —dice Basilio —puedo explicárselo todo! Sé quién es el hombre que se hizo pasar por el presidente. Es muy sencillo, mire…
Por toda respuesta, Basilio recibe un puñetazo en la boca y, acto seguido, un vendaval de patadas y pisotones.
—¡Natareno! —grita Córdova fuera de sí.
Natareno aparece en la puerta.
—¡Cuelga a este cabrón de una red!
—Usted no puede hacerme esto —balbucea Basilio.
—¡Claro que puedo! ¿Con quién cree que habla?
Córdova levanta a Basilio por la pechera y mirándole a los ojos, le dice con la voz saturada de rabia:
—Se lo advertí, rata inmunda, pero me volvió a engañar. No habrá una tercera ocasión. Para cuando salga el sol, no lo va a conocer ni la madre que lo trajo al mundo. Será un bonito disfraz, antes de emprender el viaje del que no se regresa.
El grupo de jinetes que cruza el arrabal de Candelaria cruza como una exhalación alquerías, huertas y herbazales que se van haciendo más escasos a medida que se acercan al Guarda del Golfo. Dejan atrás la antigua parroquia de la Asunción y, tras cruzar un extenso bosque de encinos, divisan una puerta de tres arcos y unas instalaciones modestas que albergan a la docena de soldados que vigilan la salida hacia el Atlántico. La noche está a favor de los fugados, el primero de los cuales se aproxima al lugar dando gritos.
—¡Abran paso al señor presidente de la República!
Sorprendidos por las voces, los tres hombres que guardan la salida descuelgan sus rifles, los engatillan y apuntan al bulto que se acerca. No son soldados expertos, sino hombres elementales, como la mayoría de los que integran el nuevo ejército nacional.
El más espabilado de los tres se atreve, no obstante, a decir:
—¡Alto, alto! ¿Quién vive? ¡Quién vive o disparo!
De las modestas instalaciones situadas enfrente del fielato, salen otros hombres armados en auxilio de sus compañeros y, en instantes, los fugitivos tienen frente a ellos una línea de gente uniformada que les apunta con sus rifles.
Los jinetes se detienen. Uno de ellos se separa del grupo y pone su cabalgadura al paso, un bellísimo corcel blanco de cuyos sudorosos ijares la luna arranca destellos.
Hay algo mágico en esta especie de centauro, algo de ensalmo o de misterio que relaciona el inconsciente de la soldadesca con la imagen de Santiago Apóstol, protector de la ciudad y del Valle de la Ermita, icono de la antigua capital del Reino, y emblema del Cabildo en la nueva, imagen que los indios veneran en aldeas y pueblos o tallan en pequeñas efigies con las cuales danzan en las procesiones religiosas.
Pero el cabo al mando de la tropa, quizás menos devoto que sus compañeros, no las tiene todas consigo. Se ha percatado de que uno de los jinetes apenas puede sostenerse en su cabalgadura y exige con voz bronca la consigna del día.
—¡Quién vive o disparo! —insiste.
La aparición se acerca al soldado y le grita:
—-viva Barrios y viva la Reforma y déjese de joder!
El soldado retrocede. El apóstol dice palabrotas, así que no debe de ser Santiago, sino el mismísimo presidente de la República. Todos pueden ver, además, su barba de candado, su cabello cortado a punta de tijera, sus botas y su elegante levita. Saben que nunca viste uniforme y han sido advertidos, además, de las visitas intempestivas que en los últimos días hace a los cuarteles y a los guardas que vigilan la ciudad.
—¡Abran paso a don Rufino! —ordena, de pronto, el cabo con voz trémula.
Los jinetes no saludan ni se entretienen en ceremonias. Corren hacia el borde del abismo y emprenden el descenso al riachuelo. Hacen la bajada a pie y en fila india, llevando a los caballos de la rienda, pero a medida que se hunden en la sima, la noche se vuelve más tenebrosa. El sendero que concluye en el río Las Vacas ha sido tallado en un despeñadero tupido por una espesa enramada de árboles, y sólo el claro balasto de poma que serpea por su falda permite ver el trazo del camino. Los fugitivos saben que no estarán a salvo hasta en tanto no asciendan por el farallón de enfrente y que los hombres de la garita pueden ser alertados en cualquier momento, pero no pueden apresurar la bajada. El barranco es tan cortado que, en algunos tramos, un resbalón o un mal paso puede concluir en una caída fatal.
Cuando al fin tocan el lecho del río, reparan que el verano ha reducido el caudal a un arroyo y que su cauce es en realidad una brecha sísmica en cuyo fondo yacen rocas milenarias, troncos atravesados, piedrín y arbustos. Sin darse un respiro, salvan la cañada y atacan la subida por el camino de mulas que zigzaguea en la ladera opuesta. No hay señales de que nadie les siga, lo que pone alas a su fuga, y un cuarto de hora más tarde logran alcanzar la meseta que da cima al farallón.
Los siete hombres respiran con alivio. Una hora antes, no tenían seguridad de salir con vida de la Comandancia de Armas. Ahora, con el barranco a sus espaldas y, frente a ellos, el camino que conduce al Golfo Dulce, piensan que han pasado lo peor.
Antes de lanzarse de nuevo al galope, el hombre del caballo blanco se acerca a Joaquín Larios.
—¿Se siente con fuerzas para seguir? —le pregunta.
El aludido, desfigurado el rostro, sanguinolenta la piel, trata de identificar al líder de la fuga, pero sus párpados están ulcerados y renuncia a la pesquisa. Ha cabalgado hasta aquí de la rienda de uno de sus liberadores y tendrá que seguir así hasta que lleguen a puerto seguro.
—Puedo, puedo —susurra—. No nos detengamos.
El hombre del caballo blanco azota el cuello del animal y pica espuelas, pero, en vez de tomar la ruta hacia el Atlántico, enfila el camino que conduce al pueblo de Lavarreda y a la labor de Ballesteros. Cruzan más adelante el Rincón de los Potros y, al cabo de media hora, alcanzan el Valle de Pinula. Ascienden luego a una llanura extensa y, en la encrucijada donde el camino se divide en dos rumbos opuestos, el que lleva a El Salvador y el que regresa a Guatemala, el hombre del caballo blanco se detiene. Desengancha de la grupa una cartera de cuero en cuyo interior se puede oír el inconfundible ruido de las monedas y se la entrega a uno de los fugitivos. Se detiene frente al reo liberado y, al examinar su rostro cruzado de llagas, no puede reprimir un gesto de dolor.
—Adiós, amigo —le dice en voz baja—. Está en buenas manos. Estos hombres le ayudarán a cruzar sano y salvo la frontera.
—¿Quién es usted? ¿Por qué hace esto?
Néstor Espinosa no responde a la pregunta de Joaquín Larios. Espolea los ijares del corcel y lo hace galopar hacia el boscoso descenso que conduce al Llano de la Virgen y al pueblo de Ciudad Vieja. Por su mente pasan docenas de recuerdos; por su corazón, otras tantas emociones.
Piensa en Clara, golpeada por los avatares de la vida, en su belleza madura y en el amor que aún siente por ella.
Piensa en el pequeño sacrificio al que se refería Elena Castellanos y en la íntima complacencia que le causa haber incurrido en él para salvar a Joaquín.
Y piensa en la peripecia de su vida, en el círculo que se cierra en torno a ella, en la revolución, en los muertos, en los fracasos, en las heridas.
Pero sobre todo, piensa en Basilio, el bufón perverso, el hombre que encarnaba, a la vez, el siniestro lado del payaso y la simpática faz del malhechor. Sus guasas y chirigotas eran la máscara tras la que escondía sus rencores. Y nadie reparaba en ello porque la gente suele ser benévola con quien hace gracia y rara vez somete a juicio la bufonería. Le habría sido difícil atribuir un solo móvil a sus bajezas, de no haberse delatado él mismo. El dinero fue sin duda uno: la delación y el secreto suelen ser mercancías valiosas. Pero su resentimiento contra Joaquín, una de las pocas cosas que era incapaz de ocultar, le había llevado a cometer vilezas tales como inventarle una inexistente relación amorosa con Clara a fin de instigar una pelea que él era incapaz de librar. Incluso se había ofrecido como padrino del duelo con el avieso designio de ver cómo Néstor mataba a Joaquín. Pero si era Néstor quien caía, qué más daba. Ya habría oportunidad de acabar con el catrín en otra ocasión. Y al cabo la había encontrado en la conspiración para asesinar al presidente, incluyendo el nombre de Joaquín en la lista de los conjurados. Basilio pertenecía a esa raza de hombres que vienen al mundo a hacer daño, a destrozar vidas sin pesar, a segar la felicidad o la inocencia de quienes tienen la desgracia de cruzarse en su camino. Leocadio Ortiz le había puesto sin duda un buen apodo. Porque la taltuza era eso, el mal a ciegas, el impulso animal que late en el seno de los hombres que devoran y destruyen lo que otros siembran. Mas, a pesar de su olfato y de su astucia, el azar había querido que ésta cayera en la trampa de Néstor.
Y lo que Córdova hiciese ahora con Basilio era algo que a Néstor no le preocupaba ni incumbía.
Al llegar a Ciudad Vieja, las primeras luces del alba corren ya los azulados velos que oscurecen la llanura. Néstor evita cruzar la aldea y se adentra en el bosque por senderos semiocultos por la vegetación. Descabalga en un claro y toma en sus manos la jaula que se oculta bajo la frazada estribera. La abre y libera la paloma. El ave despliega un ruidoso aleteo, se eleva por los aires, circunda el claro y emprende el vuelo hacia la ciudad.
Néstor desensilla el caballo, lo acaricia y murmura:
—Lástima que no pueda retenerte, compañero.
Le da una palmada en las ancas y el animal galopa hasta perderse entre la centenaria arboleda y las lagunetas del Llano de la Virgen. Se echa la montura al hombro y se encamina a la propiedad heredada de su madre. No hay aún humo en los ranchos. Los peones y sus familias duermen.
Abre la puerta de la casa y deja la montura en un rincón. Llena una palangana con agua, se lava el rostro, las manos. Al verse en el espejo observa que todavía quedan huellas de corcho ahumado en los párpados y en los lacrimales. Y se dice que todo ha funcionado como el día en que los hombres inventaron el teatro. La gente ve lo que quiere ver. O como decía míster Ross, el engaño es posible debido a la magia y el encantamiento que el engaño crea.
Y el teatro es puro engaño. Sólo hace falta que la actuación y el disfraz sean convincentes.
Retira de las sienes y la barba el maquillaje con que ha simulado algunas canas. Se enjabona la perilla de candado y se la afeita junto con el bigote. Y cuando concluye la operación experimenta una emoción singular, pues el rostro que ve ahora en el espejo se le antoja tan fresco como en sus mejores días. Puede que la vida no sea tan maravillosa como antes ni él una persona del todo feliz, pero en esta hora se siente limpio y redivivo. Y se felicita de tener unos amigos como los suyos. Todos guardaban motivos para filtrar al Gobierno la información de la fuga, pero se habían abstenido de hacerlo. Sus principios habían sido más fuertes que sus negocios, sus intereses, sus convicciones o sus creencias. Y eso les enaltecía y les hacía acreedores al título de hombres justos. Un día les contaría la aventura de esta noche y, con toda seguridad, se alegrarían de haber contribuido, sin saberlo, a salvar la vida de Joaquín. A fin de cuentas, habían sido ellos quienes habían insistido que alguien hiciera algo por él.
Otra cosa era entender que no basta con ser justos a sabiendas de que el mundo alrededor es inicuo. Nada es gratuito en la vida, nada bueno se alcanza sin trabajo ni riesgo. Y si en el mundo prevalecía la injusticia era porque muchos hombres, aun siendo justos, seguían creyendo que la justicia es un bien gratuito que otros deben llevarles a su puerta en vez de un trabajoso derecho que es preciso salir a buscar aun a costa de la propia vida.
Néstor se pasa los dedos por la barbilla y echa al espejo un último vistazo. No hay derrotas, sólo experiencias, se dice. Luego se dirige a la ventana. El bosque próximo al barranco aún sigue oscuro, pero las aves ya han empezado a cantar. La aurora no tardará en sacarle los colores al macabro día que acecha tras los cerros.
Se quita la camisa, el pantalón, las botas, y se deja caer en el camastro. Está cansado y tiene sueño, mas no por la peripecia de esa noche. Ha atravesado medio mundo en barco, en globo, en lancha, a pie y a caballo. Ha ganado y ha perdido batallas. Ha muerto y ha resucitado. Y al término de su andanza ha venido a reparar que su espíritu tiene más edad que su cuerpo. Y eso es lo que más le fatiga.
Su memoria canalla, sin embargo, no le agobia. Está silenciosa y duerme. No le recuerda hoy sus desatinos, sus muertos ni sus errores. Y Néstor se congratula por ello, pues ahora sabe que no morirá recordando únicamente lo malo que ha hecho en la vida.
También ha hecho algo bueno y justo. Algo que, hoy al menos, le redime.