2. Chico Andreu

El silbido que escapaba de la válvula de vapor devolvió a Néstor al presente. El Ann Porter había girado en la bocana del puerto y se alejaba con rapidez del rompeolas, al tiempo que Veracruz y el Orizaba se hundían con lentitud en el horizonte.

Néstor dijo sin mirar a Andreu:

—Así que un par de semanas.

—Sí, señor, si el tiempo ayuda.

—¿Y puedo saber, finalmente, qué vamos a hacer en Nueva York?

—¿Qué le parece comprar una levita nueva? —bromeó Andreu—. ¿O comer en un buen restaurante? ¿O ir al teatro o a la ópera?

La respuesta de Néstor fue un gesto entre ofendido y frustrado que Chico Andreu captó al vuelo.

—Vamos a rematar un negocio —dijo en tono más grave.

—Yo no entiendo una palabra de negocios.

—No se preocupe. Se trata de una transacción casi cerrada.

—¿Y no hay personas que sepan de estas cosas más que yo?

—El general no podía ir. Está pendiente de un permiso del gobierno de Benito Juárez para poder cruzar el territorio mexicano con las armas. Por eso dispuso que yo fuera a Nueva York, en vez de él.

—¿Armas? ¿Vamos a hacer un negocio de armas?

—Un pedido de rifles, hecho por el general. Debemos examinarlos, probarlos, adquirir munición y dar el visto bueno a todo antes de que el intermediario los embarque. Después bajaremos a Nueva Orleans y, de ahí, continuaremos a las costas de Tabasco.

—¿Debemos?

Andreu se hizo el desentendido.

—También hay que comprar uniformes, espadines, polainas, alpargatas y otras menudencias.

—¿Y no había personas más versadas que yo en estos asuntos como para acompañarle en el viaje?

—Somos pocos, licenciado. Muy pocos. La mayoría de los combatientes están en Chiapas… creo. Y a excepción del general, ninguno de nosotros habla inglés.

—¿Qué quiere decir con eso de creo?

—Que no tenemos todavía los hombres. Se lo dijo el general, ¿recuerda? Tenemos trabajando en eso a una persona en Chiapas, pero el reclutamiento llevará un par de meses.

—¿Y para eso es para lo que me necesitan, para que le sirva a usted de intérprete? ¿No hay personas en Nueva York que puedan hacerlo?

—Claro que las hay, pero el general no quería correr riesgos. Deseaba que viniese conmigo alguien en quién confiar. Por suerte apareció usted.

Néstor movió la cabeza con desánimo. Le dio la espalda al océano y, acodado en la baranda, alzó la vista a los mástiles y a la oscura nube de humo que escapaba de la chimenea del vapor. Se sentía mortificado. Debía haber supuesto que no le necesitaban para levantar actas notariales de los combates o enseñar derecho a los rebeldes. Qué ingenuo había sido. ¡De modo que la importante y secreta misión al servicio de la más noble de las causas, que era rescatar al país de su noche, poner el valor a prueba hasta morir, si era preciso, y toda aquella épica verbosa de que había hecho gala el general, se reducía a interpretar el papel, no ya de un simple abanderado, quien llegado el caso podría tener su momento de gloria, o el prosaico, pero imprescindible, de intendente militar, como era el caso de Chico Andreu, sino el de un oscuro traductor de inglés!

No volvieron a hablar nada importante. Tras el almuerzo, Néstor se recostó en una tumbona de cubierta y, al llegar la tarde, buscó distraerse en el salón donde los viajeros jugaban a los dados y al póquer. Andreu se retiró temprano y Néstor permaneció algún tiempo en cubierta, paseando de la mura de proa a la de popa.

Cuando la campana de cubierta dio las diez, volvió al camarote. Al pasar bajo el puente de mando, miró el termómetro de doble escala. Marcaba quince grados centígrados, pero la sensación de frío era intensa. Una fina llovizna había empezado a mojar la cubierta del vapor y, por el oeste, la luna se había ocultado tras un manto de nubes.

Entró al camarote sin hacer ruido. Andreu dormía. Cerró el ojo de buey por el que entraba el frío de la noche y subió a la litera superior, una especie de cajón, si no de ataúd, para que los viajeros no cayeran al piso.

Se tumbó cuan largo era, pero no pudo dormir. La memoria le castigaba con el recuerdo de los días en que la vida era más simple, días de juegos, de inocencia, de una ignorancia feliz. Pensaba también en Clara. ¿Qué estaría haciendo? ¿Cómo habría tomado la última carta que le había escrito con apenas unas líneas?

De improviso, el barco se empezó a mover con sacudí-das algo más violentas de las habituales e hizo un gesto de fastidio. Le esperaba una larga noche, dando tumbos en la litera y sin poder pegar ojo, si es que estaba de suerte y las nubes que había visto no eran la avanzada de alguna tormenta.

La mar continuó picada algunas horas. Crujían las maderas del camarote como si fueran a reventar, y los golpes del navío contra el agua generaban bajo el piso retumbos aterradores.

A las tres de la mañana, la tormenta pareció ceder. Néstor se sumió en un sueño ligero y, poco antes del alba, despertó sobresaltado. Se incorporó con un rápido movimiento y se asomó a la litera inferior.

Chico Andreu había desaparecido.

Subió de dos en dos las gradas y alcanzó la cubierta. Había dejado de llover, pero el piso estaba mojado y resbaloso. Se agarró al pasamanos de bronce y se encaminó hacia la proa. Las únicas luces visibles eran las del puente de mando y los tres faroles rojos de babor que avisaban a otros navíos del paso y la presencia del Ann Porter.

Al ver la proa vacía, regresó por el lado de estribor, donde se alineaban otros tres faroles, éstos de color verde. Bajo la techumbre de madera que cubría ese lado del navío, había dos bancos de madera atornillados al piso. En uno de ellos, arrebujado en una frazada, estaba Francisco Andreu.

Néstor se sentó a su lado.

—¿Se encuentra bien? Me preocupó ver la litera vacía.

—Llevaré aquí un par de horas. Me despertaron los vaivenes y no pude soportar la claustrofobia del camarote.

Néstor fijó la mirada en el océano. La luna trazaba una línea de luz sobre el horizonte y las nubes se habían empezado a dispersar.

—¿Se siente mejor ahora?

—Me sentiría mejor en tierra. ¿Y usted?

Néstor hizo un breve silencio.

—¿Ha oído hablar de esos barcos errantes que no llevan rumbo fijo y sólo transportan carbón para las naves que lo necesitan en alta mar? —respondió—. Los llaman tramps, vagabundos. Un poco así me siento hoy.

Andreu se quedó observando con su mirada triste, hundida en el fondo de sus ojeras, a un marinero que trapeaba el piso de cubierta. En el húmedo entablado rutilaba el rojo de los faroles y, en el vientre del navío, la maquinaria sonaba como un monstruo atrapado en un cajón.

—Viajar en barco es tedioso. Sólo se puede hablar, jugar a las cartas, leer o mirar el océano. Pero le ayuda a uno a pensar.

Sacó un pañuelo muy blanco y enjugó la humedad de su frente. Néstor sospechó que la claustrofobia era sólo un padecimiento menor de aquel hombre y Andreu pareció adivinar el pálpito de su compañero de viaje.

—Le debo una explicación, licenciado —dijo—. O si quiere, una referencia. Mi familia se arraigó en Guatemala hace cosa de un siglo. Eran catalanes. Mi abuelo fue corregidor y alcalde de Amatitlán, y un tío mío, diputado del partido liberal en los días que siguieron a la Independencia. Crecí en la capital. Y el día que hice la primera comunión, me dije, hombre, esto está muy bien. Si comulgo todos los días, Dios estará siempre conmigo. Pero a medida que pasaba el tiempo, comencé a tener mis dudas. Con diecisiete años, entré en la Academia Militar. Sólo aguanté dieciocho meses. No me gustaba la vida de cuartel y no estaba seguro de querer matar a nadie. Luego quise estudiar medicina. Digo quise porque me quedé a mitad de camino. Dispuse entonces dedicarme a la agricultura y el comercio, al lado de mi padre.

¿Qué edad tendría, treinta, treinta y dos años? Llevaba el sufrimiento escrito en el rostro, pero sus palabras no denotaban rencor. Hablaba con mansedumbre, en voz muy baja, como si quisiera restar trascendencia a lo que decía. Sólo de cuando en cuando dejaba entrever un fugaz gesto de dolor que disimulaba mirando para otro lado.

—Años después, un grupo de amigos formamos un grupo. Le pusimos de nombre La Barra Brava y hacíamos muchas tonterías, sólo por divertirnos. Un día nos dio por conspirar contra el Gobierno. Lo hacía todo el mundo, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotros? Nada serio. Nos reuníamos en el reservado de un mesón y allí, entre copa y copa, paríamos las ideas más locas. Yo conocía al general García Granados porque visitaba con frecuencia a mi padre. Hablaban de política, de la necesidad de botar al gobierno de Cerna. Un día les dije que me gustaría colaborar. Y con la anuencia de ambos, empecé a ayudar a Cruz. Le enviaba víveres, ropa, armas.

Andreu sacó de entre la frazada una mano en la que sujetaba un frasco pequeño. Lo destapó y tomó un trago.

—Nunca pensé que me delataran —dijo repudiando la bebida con un gesto—. Lo tenía todo bien arreglado. Pero un mala sangre, un tipo llamado Antonio Gatica, me denunció. Me detuvieron, me llevaron al Castillo de San José de Buenavista y me aplicaron el suplicio de la red. ¿Ha oído hablar alguna vez de eso?

—No, nunca.

—Le meten a uno en una red y le cuelgan varias horas. Como si fuera una alimaña. Al ratito empiezan los dolores. El peso del cuerpo sobre coyunturas y huesos empieza a volverse insoportable. Apenas puede uno respirar. La inmovilidad es casi absoluta y todo esfuerzo para cambiar de posición se traduce en calambres y pinchazos. Un oficial empezó a interrogarme y, como yo no respondía, me recetó un centenar de azotes con una vara de mimbre. No sé cuánto tiempo estuve allí colgado. Sólo sé que temía respirar por el dolor que me causaba. Cada trozo de piel, cada músculo, cada dedo, imploraban piedad.

Andreu no presumía de entereza ni había pesadumbre en sus palabras. Hablaba de la prisión y la tortura con naturalidad, como si se tratara de un mal que pudiese afectar a cualquiera, como un sarampión o un catarro.

—Cuando se hartaron de flagelarme, dejaron caer la red. No creo haber estado a más de una vara de altura, pero el dolor fue tan horrible que pensé haberme quebrado todos los huesos. Me pusieron grilletes en manos y tobillos y me aherrojaron a una celda diminuta, más pequeña que el camarote. Nunca supe de qué me acusaban. Y nunca llegué a ver un juez. Me encerraron en confinamiento solitario. Hasta el carcelero tenía prohibido hablarme. ¿Sabe usted lo que es vivir sin hablar con nadie, sin una ventana ni un tragaluz? Los ayes y los lamentos de los condenados no me dejaban dormir y había tantos jejenes en la celda que me obligaban todo el tiempo a hacer movimientos súbitos, como los de un imbécil o un loco. Seguramente conoce la razón de este castigo: el silencio y la incomunicación son imprescindibles para que el reo haga examen de conciencia y eso facilite su rehabilitación. Pero no es verdad. El silencio y la soledad enloquecen. Estaba todo el día somnoliento y, cuando lograba dormir, sufría alucinaciones. No sé si alguna vez volví a la red y a la vara de mimbre. A ese extremo llegó mi falta de relación con el mundo real. Más que celda, aquello era un pudridero donde no podía distinguir un minuto del siguiente. Uno espera todo el día a que pase algo y no pasa. Todo se reduce a una rutina tenebrosa. A medida que pasan las fechas, la ansiedad de salir va siendo reemplazada por la resignación y la certeza de que aquel chiquero acabará por convertirse en tu sepulcro. Y en mi caso no estuvo lejos. A poco, mi salud física empezó a deteriorarse, como si quisiera ponerse a la altura de mi desvarío mental. El tifus, la fiebre carcelaria, como la llaman algunos, me tuvo enfermo tres semanas. No sé cómo sobreviví. Las fiebres me debilitaron al extremo de no poderme mover. Padecía fuertes dolores de cabeza, náusea constante y la tortura de un sarpullido en el pecho. Mi padre se enteró de mi estado y empezó a mover influencias. Usted se preguntará cómo, siendo liberal. Pero lo cierto es que en la vida pública siempre hay una frontera promiscua, un territorio donde puede uno encontrar liberales de filiación conservadora y conservadores de conciencia liberal. El asunto es que, al cabo de muchas gestiones, mi padre logró hablar con el presidente.

Y se produjo el milagro. Cerna ordenó que me pusieran en libertad, a cambio de que saliera del país. No me pregunte los motivos. No los sé. Tal vez prefería que yo muriese fuera del castillo. Para evitar murmuraciones, ¿sabe? Mi familia no es importante, pero sí conocida. Se habría armado un gran escándalo, si llego a morir en prisión. Así que Cerna ordenó que fuese puesto en libertad y permitió que se me internara en un hospital hasta que me sintiera con fuerzas para viajar a El Salvador. La primera vez que me vi en un espejo me espanté. No podía creer que aquel tipo que tenía frente a mí fuera yo. El trastorno, además, no cedía. Tenía pesadillas, dificultad para conciliar el sueño, despertares súbitos por la noche, como me ocurrió hace un rato, ataques de ansiedad. Eso fue hace ocho meses. Desde entonces, las fiebres se han ido espaciando, pero de vez en cuando regresan, y cuando lo hacen, me dejan débil como un anciano, al extremo de que no puedo ponerme en pie. Voy saliendo poco a poco de ellas, pero aún sufro unas migrañas horribles para las cuales debo tomar esto —dijo levantando el frasquito que tenía en la mano.

Néstor volvió el rostro hacia el Este. La aurora había separado el firmamento del agua y las nubes se disipaban como vaho en un cristal. Era un raro amanecer, sin cantos de pájaros ni tañidos de campanas. El espectáculo le pareció grandioso y quiso comentarle algo a Andreu. Pero cuando se volvió hacia su compañero de viaje, éste dormía profundamente.

Le retiró el frasco de los dedos y le abrigó con la frazada. Luego apoyó la cabeza en el respaldo del banco y, con los ojos a medio cerrar, esperó la llegada del día.

Dos semanas más tarde, el Ann Porter enfilaba The Narrows, el estrecho que abría el paso a la bahía de Nueva York. El vapor había plegado las velas y avanzaba hacia Manhattan escoltado por las suaves colinas de Staten Island, a babor, y el burgo de Brooklyn, a estribor.

Los viajeros se habían aglomerado en la proa y señalaban aquí y allá las señas de identidad de la bahía: las islas de Ellis y del Gobernador, el canal de Gowanus, la ciudad de Jersey, a lo lejos, y la estructura de un puente en construcción de gruesos pilares y arcos en ojiva que se erigía entre Brooklyn y la orilla Este de Manhattan.

Del lado de Staten Island, suspendida por encima de edificios y fábricas, una alargada humareda delataba el paso de una locomotora. Y en la atestada bahía, barcos de toda condición y tamaño se desplazaban con dificultad en medio de un intenso tráfico.

Néstor dejó vagar la mirada por aquel caos de barcazas, cargueros, lanchones, vapores de ruedas, tramps, fragatas, transatlánticos, ferrys. Los muelles estaban cada vez más cercanos y, no sin alguna aprensión, se preguntaba cómo el Ann Porter llegaría hasta ellos sin colisionar con alguna goleta o algún paquebote.

Como por milagro, el vapor se fue acercando suavemente hasta los jardines de Battery Park, en la punta de Manhattan, y finalmente atracó a la orilla del Castle Garden, la fortaleza de piedra rojiza construida por los holandeses sobre una isleta rocosa.

Antes de abandonar el navío, un grupo de inspectores de sanidad examinó a cada uno a los pasajeros, buscando algún indicio de enfermedad. La revisión de Andreu fue más prolongada. Su aspecto no era el mejor y tardaron en darle el visto bueno. Después fueron llevados en un transbordador al muelle de la fortaleza y, acto seguido, a un enorme salón circular.

El espacio estaba colmado de gente que se agrupaba en torno a una docena de empleados de migración.

—¿Qué dicen? —quiso saber Andreu.

—Dan instrucciones a la gente sobre dónde comprar tiques de ferrocarril, qué otros transportes tomar, en qué sitios hospedarse y con quién cambiar su plata. Hay trabajo en Nueva York, les dicen, donde pueden hallar empleo en pocas horas, pero también les indican otros estados, sobre todo los del Oeste. A las mujeres jóvenes les advierten del peligro cuando salgan de este salón. Parece ser que hay bandas que las secuestran para prostituirlas. Y a los hombres les avisan que se cuiden de ladrones, estafadores, extorsionistas y gentes de mal vivir. También les informan sobre dónde encontrar hospitales, en caso de que los necesiten, y oficinas de auxilio legal.

Se dirigieron a una mesa donde un funcionario les pidió sus nombres y el nombre del vapor en que habían llegado.

Consultó en la lista de viajeros y, después de comprobar que estaban en ella, les preguntó el país de origen, edad y ocupación.

—Dígale que si necesita los salvoconductos —murmuró Andreu.

Néstor preguntó al funcionario, quien negó con la cabeza al tiempo que preguntaba:

—¿Les espera alguien en Nueva York?

Néstor le tradujo la pregunta a Andreu.

—Dígale que un señor Maghnus Dougall o algo así.

—Pasen al salón de equipajes —les dijo el funcionario al escuchar el nombre—. Hay una persona ahí que les llevará con el señor Dougall.

Salieron a un largo muelle donde, con la misma actividad febril que había en el interior del edificio, mozos de cuerda cargaban bultos y maletas en los carruajes. Allí divisaron a un hombre de barba rubicunda y entrecana, cabello vigoroso y crespo, cejas espesas y botas lustrosas. Estaba de pie en el muelle, enfundado en un abrigo color azul marino del ejército de la Unión y sostenía en la mano un cartón con la palabra Andrew.

Néstor se acercó a él y preguntó:

—¿Andrew o Andreu?

Al hombre se le iluminó el rostro con una sonrisa.

—¿Mister Andrew? From Mexico, ¿right?

Néstor señaló a Andreu.

—Gracias a Dios —respondió el hombre en inglés—. Me llamo Brendan McInnery. Síganme, por favor.

Descendieron del muelle y se dirigieron a un carruaje del cual salió un hombre vestido de levita y chistera, ojos grandes y saltones, mejillas sonrosadas y aspecto epicúreo que se presentó como Maghnus Dougall. Se estrecharon las manos y, a partir de ese momento, Néstor tuvo dificultades en mantener el ritmo de la traducción. El hombre tenía una locuacidad fangosa, muy difícil de seguir, incluso para quien lograba entenderle, y no se medía en mostrar una sofocada y obsequiosa cortesía que a Néstor le parecía forzada, quizá porque todo actor descubre con facilidad si lo es quien está enfrente.

McInnery se subió al pescante y, tras cruzar los arbolados jardines de Battery Park, el carruaje enfiló Broadway. Las aceras estaban atestadas de gente y la calle, plagada de carretones con barriles de cerveza, ómnibus de cuatro caballos, diligencias urbanas, carros de reparto con costales de fruta, verduras y carne. Todo era prisa y nerviosismo en una avenida sin orden, con un intenso olor a orines y estiércol, saturada de chirridos de tranvías, gritos y cloqueos de herraduras, en la que Brendan McInnery debía hacer milagros para mantener el rumbo del landó.

Un niño tocado con una gorrilla se acercó y les ofreció un periódico.

—¡Dos centavos, dos centavos! —gritaba.

Dougall le compró un ejemplar para quitárselo de en medio.

Néstor miró a lo alto. En las paredes de mármol y ladrillo se estampaba el hollín que escapaba de miles de chimeneas y, aferradas a los cables del telégrafo, centenares de palomas observaban cómo gentes de todas las razas parecían haberse dado cita en las aceras, bajo un sinfín de toldos blancos que daban a Broadway el aspecto de una feria.

Por encima de la barahúnda, surgía de vez en cuando el ritmo de una tarantela, interpretada por un trompetista con un sombrero a sus pies o las nostálgicas notas de Oh Danny boy, tañidas en el violín de algún músico indigente.

Esta calle fue por un tiempo un lugar de elegantes residencias para gente distinguida —parloteaba Maghnus Dougall—, pero ya ven en qué se ha convertido. Aunque peor está el Bovery, aquí cerca. Allí las casas se han vuelto burdeles, tabernas y hoteles baratos. No es una ciudad exquisita, como pueden ver —y soltó una carcajada—, es un atolladero. Pero a mí me gusta. Vine de Irlanda de muy niño y Nueva York me parece el mejor lugar del mundo. Tenemos el mayor número de banqueros, arquitectos, abogados y millonarios per cápita del planeta. Y también de delincuentes —dijo, soltando otra carcajada—. La prosperidad es desordenada, qué le vamos a hacer.

A medida que pasaban los minutos, Néstor se iba formando una peor opinión de Maghnus Dougall. Había oído hablar de los carpetbaggers, negociantes que al término de la guerra civil se aprovechaban de los sureños, comprándoles las tierras por unos dólares o vendiéndoles baratijas, y tenía la impresión de que a Dougall le alentaba un espíritu parecido.

—El año pasado hubo más de ochenta mil arrestos —dijo el negociante, tras encender un enorme puro—. Y eso en una ciudad de menos de un millón de habitantes no es poco. Cada día hay más casuchas, más barrios miserables y, claro está, más delitos. Pero no se preocupen, ustedes van a estar en un sitio muy tranquilo y muy seguro, ¿verdad Brendan? —dijo, dando un fuerte empujón a su asistente y soltando otra risotada.

Cuando el landó giraba en Canal Street hacia el West Side, Andreu le susurró a Néstor:

—Pregúntele que si tiene las armas listas para el embarque, como le escribió al general, y que si ha recibido el anticipo.

La respuesta de Maghnus Dougall fue tan altisonante y solemne que Néstor volvió a percibir la tendencia del irlandés a sobreactuar.

—Todo está en orden, caballeros —dijo con extremada seriedad—. El adelanto del general García obra ya en mi poder y las armas sólo esperan en un almacén del puerto a que sean revisadas por ustedes. Puedo embarcarlas cuando lo deseen, después de que se hayan familiarizado con ellas y les den el visto bueno, como acordé con el general. Entretanto, les aseguro que no encontrarán en todo el estado quien sepa más de esos rifles que Brendan. ¿Verdad, Brendan?

Dougall volvió a dar al hombre del pescante otro empujón en la espalda que, al igual que los anteriores, no recibió ninguna respuesta. Y Néstor tuvo la impresión de que, a aquel hombre adusto y serio que conducía el carruaje, no le hacían demasiada gracia las bromas de su jefe.

—A propósito, y perdón por la descortesía, ¿tienen hambre?

Néstor hizo un gesto negativo.

—Comimos en el barco —dijo.

—Dígale que no podemos quedarnos mucho tiempo en Nueva York —le susurró Andreu— y pregúntele cuánto tiempo va a llevarnos el entrenamiento con las armas.

Néstor se volvió a su compañero de viaje. Le pareció que estaba más pálido y que las pupilas se le habían empequeñecido. Estuvo tentado de preguntarle si se sentía bien, pero, en lugar de hacerlo, se limitó a traducir la pregunta al señor Dougall.

—Una semana como mínimo y mejor si fueran dos, respondió el irlandés.

Cuando el carruaje llegó al muelle del ferry que cruzaba el río Hudson, Maghnus Dougall fue el primero en apearse.

—Creí que pensaban descansar un par de días en Nueva York, pero veo que tienen prisa, así que les dejo en manos del sargento Brendan, persona de mi absoluta confianza. El les llevará a una propiedad que tengo en Jersey. La uso para entrenar a los cazadores y a enseñar a la gente a usar con seguridad las armas. En especial los rifles. Me refiero a los nuevos, como los que me pidió el general. Son armas muy sofisticadas, pero nadie como Brendan para revelarles sus secretos, ¿verdad, Brendan?

El militar recibió con estoicismo el último embate de su jefe y se apeó del vehículo.

—Hasta pronto amigos. Nos veremos al regreso.

Néstor tomó el New York Tribune y siguió a Andreu y Brendan hasta la entrada del ferry entre un tumulto de carruajes y pasajeros, y quince minutos después atracaban en el muelle de Hoboken, al otro lado del río.

Brendan les condujo hasta la estación de ferrocarril donde tomaron un tren de color verde musgo que, por entre una dilatada campiña, escasamente poblada, de colinas verdes, pequeños riachuelos y viviendas estilo holandés, les llevó hasta el apeadero de Schraalenburg, en Bergen County, a unas quince millas de Jersey. Allí les esperaba un carromato descubierto con un negro al pescante que les condujo a una granja con varias construcciones entre los árboles, a orillas del río Hackensack, cerca de un pequeño grupo de casas que un rótulo de madera identificaba con el nombre de Cresskill.

Pasaron ante la vivienda de la propiedad, unas caballerizas y un henil, y entraron a una construcción alargada.

De no saber que era un pabellón para albergar cazadores, a Néstor le hubiera parecido el dormitorio de un asilo o la sala de un hospital. La estancia tenía diez camas, un par de armarios, un excusado, una mesa, varias sillas y una chimenea.

—Les espero a las siete —dijo Brendan McInnery—.

Cenaremos en mi casa, con mi esposa, y hablaremos de lo que vamos a hacer mañana. Enciendan la chimenea. Hasta ahora, el invierno ha sido benigno, pero las noches aquí son muy frías.

Llegaron a la hora señalada. La esposa de McInnery, una mujer de poco más de treinta años, rostro agraciado y cofia blanca, les recibió en la puerta. En su rostro bailaba el gesto turbado de una niña obligada a saludar a personas desconocidas cuyo idioma no entendía.

Néstor se apresuró a romper el hielo.

—Buenas noches, señora. Somos sus invitados de esta noche. Yo soy Néstor, él es Francisco.

Al oír el saludo en inglés, la cortedad de la señora McInnery se transformó en cordialidad genuina. Brendan apareció acto seguido y, mientras ella daba los últimos toques a la cena, Néstor, Andreu y McInnery se sentaron junto al fuego.

Brendan no era precisamente un cortesano. Sus recursos como anfitrión eran limitados y costaba hablar con él. Néstor comprobó, además, que era un hombre de ideas simples y vocabulario limitado.

Cuando la cena estuvo lista, se sentaron a la mesa. La señora McInnery había preparado chuletas ahumadas, salchichas y una ensalada de berros. Los cubiertos eran de madera; los vasos, de metal. Todo era allí sencillo y austero, desde los muebles hasta las cortinas estampadas de cretona, pasando por la breve plegaria que Brendan recitó con los ojos cerrados antes de atacar las salchichas.

Sobre una mesa de madera, había una pequeña imagen de la Virgen María y la fotografía enmarcada de un Bren-dan mucho más joven, con el uniforme de sargento de la Unión, la mochila reglamentaria a la espalda y un rifle con bayoneta.

Viendo que la conversación no fluía, Néstor tuvo una inspiración para animar la cena.

—Usted no es de aquí, ¿verdad, sargento?

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé, lo intuyo. Este lugar parece una colonia holandesa y usted tiene apellido irlandés.

—Es verdad. Mi padre era de Thurley, en el corazón de Irlanda. Vino a América muy joven, pero yo nací en Wisconsin, donde él tenía una finca.

—¿Se alistó allí?

Brendan McInnery era un hombre de fría dignidad, siempre marcial, siempre serio, siempre erguido, pero al escuchar la pregunta de Néstor, suavizó ligeramente la expresión.

—Es cierto, allí me alisté. Firmé un contrato de cinco años. En Camp Randall. Combatí luego en Tennessee, Mississippi, Alabama y Kentucky. Entré con Sherman en Atlanta y me hirieron en Chattannooga. Eso fue en 1865.

El sargento McInnery se había aseado y peinado y la luz amarilla de las velas le daba a su cabeza un aire senatorial que contrastaba con el tono cortado y simple de su conversación.

—Había terminado la guerra. Dejé de ser útil y me licenciaron. Las guerras cambian el destino de los hombres.

Y más aún las posguerras. Los civiles nos miraban por encima del hombro. No encontraba empleo. El señor Dougall me ofreció éste. La gente que vive lejos de las ciudades depende de la caza si quiere comer carne fresca. Y los que marchan al Oeste, necesitan saber manejar las armas para defenderse. A entrenarlos me dedico. Vivo aquí desde hace cuatro años.

La confianza parecía querer instalarse en el grupo. Se escuchaban con interés, se respondían con franqueza y las breves intervenciones de la señora McInnery hacían la conversación más cordial.

—¿Le gusta lo que hace ahora? —preguntó Néstor.

—No digo que no, pero preferiría estar en el Ejército.

—Le gusta el combate.

—Me siento orgulloso de la guerra que libramos y ganamos con la ayuda de Dios.

—Háblenos de ella.

—No fue una guerra. Fue una revolución. Pero la gente no suele verla así.

—¿Ah, no? —dijo Néstor.

—Bueno, sí, fue una guerra civil, pero su motivo fue concluir una revolución que había quedado a medias. Nuestra independencia terminó en una paradoja. Eramos un país libre, pero fundado en la esclavitud. Una abominación, ¿comprende?

—Para serle franco, no muy bien. Yo tenía una idea diferente.

—En los estados del Sur, la esclavitud estaba protegida por la Constitución. Fue la condición de los sureños para fundar la Unión. De manera que nuestra Carta Magna consentía la esclavitud al tiempo que exaltaba la libertad. Algo semejante a una partida de ajedrez en la que las blancas tuvieran total libertad y las negras no se pudieran mover. Esa fue la causa de la guerra. Por eso luchamos, para concluir la revolución de 1776.

Cuando Néstor le tradujo estas palabras a Andreu, éste comentó:

—Un problema parecido al nuestro. Conseguimos la independencia, pero la libertad no llegó.

El sargento Brendan escuchó a su vez la traducción de Néstor y preguntó:

—¿Es ésa la razón de que estén aquí?

Andreu prefirió responder con otra pregunta.

—¿Por eso se alistó en el Ejército?

Brendan se incorporó de la mesa e invitó a sus huéspedes a sentarse otra vez al fuego. Trajo una botella de whisky y llenó tres vasos.

—Es de Tennessee, el mejor —dijo sonriendo.

Se acomodó en su butaca y tomó un sorbo.

—Sí, señor, por eso me alisté —dijo—. Mi padre me inculcó unos valores a los que he sido siempre fiel. Lo pasó muy mal en Irlanda de niño y veía este país como the land of the free. Detestaba la esclavitud y me animó siempre a luchar contra ella.

La frialdad del principio se había ido entibiando al amparo del whisky y el fuego en una ambiente desembarazado y cordial. El sargento Brendan era lo que parecía: un hombre sencillo, gobernado por sus ideales mozos y su fe en Dios.

—Hábleme de su país —dijo Brendan.

—No sería capaz de hacerlo bien —contestó Néstor—, no le haría justicia. Es mejor verlo.

Rieron los cuatro, pero Brendan que miraba alternativamente a Néstor, cuando traducía, y a Andreu cuando preguntaba, detuvo de repente su mirada en este último.

—Are you all right, mister Andrew?—preguntó.

Néstor se volvió sorprendido a su compañero de viaje. Andreu tenía la expresión apagada y un gesto parecido al del día que había escapado del camarote.

—Tuve un ligero vahído, pero ya estoy bien.

—Estamos algo cansados por el viaje —se apresuró a decir Néstor—. Creo que es hora de retirarnos. Gracias por todo, sargento.

—Tiene razón. Mañana hay mucho que hacer.

Néstor extendió la mano a la señora McInnery y dijo:

—Gracias, señora, por tan magnífica comida. El pastel de manzana era una obra maestra.

La señora McInnery bajó el rostro, ruborizada, y se metió las manos en el delantal.

Les costó alcanzar el pabellón de caza. Chico Andreu se sentía muy débil y debía detenerse a cada poco para recobrar las fuerzas. El frío le hacía temblar y caminaba inclinado, con las manos en las sienes.

Al llegar al edificio tropezó en un escalón del porche y casi se da de bruces con el entablado. Néstor se colocó uno de los brazos de Andreu sobre los hombros y le llevó a la cama.

—Qué manera de hacer el ridículo —dijo, mientras Néstor le cubría con dos frazadas.

—No diga eso. No es culpa suya. Descanse ahora.

—¿Qué va a decir esta gente de nosotros?

Andreu tiritaba, encogido sobre sí mismo, y de vez en cuando exhalaba un gemido lastimero.

Néstor le palpó la frente. Ardía con un sudor frío y disperso. Los ojos se le escondían tras las órbitas y parecía estar a punto de perder el sentido.

Al contacto, Chico abrió los ojos y extendió un brazo.

—En el bolsillo de mi levita… por favor… allí.

Néstor se levantó, metió la mano en uno de los bolsillos de la prenda y sólo encontró unos papeles, pero al registrar el otro dio con el pomo de vidrio que había visto sostener a Andreu en el barco.

Lo destapó. Tenía un fuerte olor a alcohol y un lejano aroma a cerveza. Sujetó a Andreu por la espalda y le dio un sorbo del contenido que éste bebió con avidez.

—Son las fiebres otra vez… sólo las fiebres.

No le habían dicho que viajaba con un hombre enfermo, pero lo debía haber imaginado, dada la extrema delgadez y el demacrado semblante que la mortecina luz de gas del pabellón exageraba. Néstor discurrió entonces que su papel en la misión, acaso, no se limitara a ejercer como un simple traductor, sino también de enfermero.

Pensó en volver a la casa de McInnery y pedirle que le ayudara a llevar a Chico a un hospital o al menos a la casa de un doctor, pero los gemidos de éste eran ahora más espaciados y parecía dormir.

Néstor encendió un quinqué, lo puso cerca de la cama de Andreu, echó mano del ejemplar del New York Tribune que le había regalado Maghnus Dougall, lo desplegó y se dispuso a leer.

La voz de Chico Andreu llegó hasta él como un susurro.

—Va a tener que hacerlo usted… —decía—. Va a tener que hacerlo usted solo.

Brendan McInnery salió de su casa a hora temprana. Llevaba un zurrón de cuero en bandolera, una cartuchera a la cintura, unos prismáticos al cuello y un Remington en la mano, sostenido por el cañón. El día estaba anubarrado y, aunque la brisa soplaba en suaves ráfagas, hacía frío suficiente como para que el sargento se apretujara el viejo frock coat de botones dorados y llevase las solapas subidas para proteger el rostro del cierzo.

Néstor le esperaba en el porche del pabellón.

—Buenos días. Les traje el desayuno —dijo el sargento, sacando un jarro de café y unos sándwiches.

Néstor le ayudó con el zurrón, tomó los bocadillos y el café y entró al edificio.

—Enseguida vuelvo —le dijo a McInnery.

Regresó minutos después. El sargento le preguntó:

—¿El señor Andrew no viene?

—Me ha pedido que le excuse. No se siente hoy muy bien.

Brendan guardó un discreto silencio. Luego dijo:

—¿Y usted? ¿Se siente bien esta mañana?

Néstor dejó escapar una sonrisa triste. Lo único que sabía era que la vida no le daba tregua y que le zarandeaba de un oficio a otro y de una latitud a otra, como si fuera un pelele, sin poder tomar las riendas de su destino. Era libre para todo, menos para gobernar su vida. Aquí, frente a usted, estuvo a punto de decirle a McInnery, tiene a un abogado sin futuro, desterrado de su país por las buenas, exiliado sin plazo fijo, preso de un amor imposible, actor de medio tiempo convertido en traductor y que, en este día y esta hora, se dispone a recibir instrucciones de uso sobre unos objetos que detesta.

Pero todo eso era muy largo de explicar. Así que se limitó a decir:

—Sólo dígame qué tengo que hacer, sargento.