1. El coplón
Cuando a don Porfirio Frutos le preguntaban cuál era su oficio, respondía que el de juntaletras y arrimapárrafos. Y comoquiera que el indagador de turno concluía por lo regular con un «entonces es usted escritor», don Porfirio se refugiaba en una sonrisa socarrona e insistía:
—No, no: soy juntaletras y arrimapárrafos.
Y es que don Porfirio era cajista, ocupación que consistía en alzar textos en un soporte, seleccionando de pequeñas cajas letras y signos de puntuación que después unía en planchas de plomo.
Don Porfirio trabajaba de pie, en un taller caluroso y oscuro propiedad de don Eliseo Taboada, situado en la calle del Hospicio. Lo hacía sobre una mesa inclinada, con el panal de cajitas enfrente y, sujeto por una pinza, un texto que colgaba a la altura de los ojos. Ordenado y perfeccionista, don Porfirio calificaba su trabajo de «menos que un arte y más que un oficio» y presumía de que, ante sus ojos, había pasado la reciente historia de la República, merced al semanario de ocho páginas que armaba con el auxilio de un aprendiz.
De manera inopinada, el semanario dejó de publicarse la penúltima semana de junio de aquel año de gracia de 1871. Sus dos editores, ambos adeptos al gobierno de Cerna, habían huido del país y dejado sin pagar una suma considerable. Don Porfirio temió por su empleo, pero, en medio de la grave situación en que don Eliseo se hallaba, el gobierno revolucionario declaró la total libertad de expresión, sin limitaciones, obstáculos, frenos ni censuras, fueran éstas civiles o eclesiásticas.
Y allí fue Troya. O acaso sea más propio decir la biblioteca de Alejandría. La imprenta comenzó a recibir un aluvión de trabajos tan copioso que, un mes más tarde, ni el taller ni el personal se daban abasto. Don Eliseo recuperó muy pronto la pérdida y, en vista de lo bien que iba el negocio, dispuso importar una nueva máquina que imprimía el doble de páginas y a más velocidad que la vieja.
Don Porfirio asistía, perplejo, al cambio. El taller había vivido hasta entonces no sólo del semanario, sino también de la impresión de hojas devotas, novenarios, estampas, almanaques y vidas de santos que el cajista coleccionaba y exhibía con justificado orgullo por haber salido de sus cajas y sus plomos. Ahora, empero, la imprenta se veía inundada con toda clase de pasquines deslenguados, manifiestos, hojas sueltas, folletos escandalosos y hasta un nuevo semanario, El Liberal Progresista, que don Eliseo Taboada había resuelto editar en reemplazo del fenecido.
Cierto día, don Porfirio recibió el encargo de levantar un texto que había de imprimirse con urgencia: un coplón irreverente y sin firma que se mofaba del clero. Y don Porfirio que, además de ordenado y prolijo, era hombre muy devoto, se horrorizó. No podía entender que su patrón hubiese autorizado la impresión de tal atrocidad y se fue a hablar con él. Pero don Eliseo, sin duda influido por los nuevos vientos que corrían en el país, le dijo que el pecado no era de quien imprimía sino de quienes pagaban por imprimir, y que se limitara a obedecer y a hacer su trabajo sin objeciones ni peros.
Don Eliseo, quien durante toda su vida había sido un conservador de rompe y rasga, no perdía ocasión ahora de gritar viva la libertad y vivan los liberales. Y como don Porfirio tenía seis bocas que atender, volvió a las cajas, colgó el coplón en la pinza y comenzó a juntar las letras y a arrimar los párrafos de una cantinela cuyas primeras estrofas rezaban así:
Si los curas y frailes
supieran la paliza que les van a dar
estarían todo el día cantando
¡libertad, libertad, libertad!