5. La Hermandad del Gorro Frigio
El hermano Sarastro abrió sigilosamente la puerta del salón y entró en él de puntillas, seguido por Arcadio, Néstor, Lucio y Joaquín. Con ademanes que delataban su pesar por el retraso, se dirigieron a las sillas alineadas a lo largo de dos de las paredes de la pieza. Media docena de bujías alimentadas con aceite de higuerillo daban a las manos y a los rostros una palidez lunar.
La única decoración del recinto era el escudo de la Federación de Centro América. Aquel sello pintado en madera era el orgullo de la hermandad. Sus miembros lo veneraban como prueba de que la verdadera independencia de España había sido obra del espíritu que alentaba por igual a masones y liberales. Y el propio escudo contaba la historia. Flotando sobre un sol naciente, había un gorro frigio, emblema de la libertad. Un refulgente triángulo equilátero, representaba la igualdad.
Y cinco volcanes unidos por su base, simbolizaban la fraternidad y la unión de las cinco provincias centroamericanas.
Néstor se sentó junto a un joven de cabello abundante y cara de pícaro, frac azul oscuro y pantalones gris marengo, quien, sin mover la barbilla que apoyaba en un bastón de bambú, cuchicheó:
—Llegan como el correo del Golfo.
—No nos avisaron a tiempo.
—Desde que se inventaron las excusas se acabaron los babosos —replicó impávido el otro—. Por cierto, llevas la botica abierta.
Néstor se echó una mirada rápida a las ingles con el gesto de quien ha sido sorprendido en un delito. Basilio, pues tal era el apodo del granuja, el cual había tomado del personaje que interpretaba en la La vida es sueño, miró para otro lado con cara de ángel.
Néstor movió la cabeza, enojado. Basilio era un tipo sin filtros ni frenos, saboteador por vocación, extravertido y botarate. Decía lo primero que se le venía a la cabeza, sin preocuparse si ofendía a quien hablaba. No destacaba por su talento, sino por sus bromas y sus ganas de incordiar. Criaba gusanos de seda en una pequeña finca del Llano de la Virgen, actuaba en el teatro de aficionados como actor suplente y andaba siempre al tres menos cuartillo. Pero nadie le negaba una cerveza o un cigarro con tal de gozar de su compañía. Tenerlo al lado en las reuniones del club, no obstante, era como tener un zancudo en la oreja.
Néstor se quitó el sombrero, depositó el morral en el piso y dirigió su atención al hermano Hiram, un joven de gesto adusto, hijo del dueño de una fábrica de candelas. A su lado, sobre una tarima de pino, había otras dos personas sentadas a una mesa detrás de la cual colgaba un severo cortinaje negro.
—¿Y con cuántos hombres ha entrado Cruz al país? —preguntaba en ese momento Hiram.
El interpelado era también un muchacho joven a quien todos conocían por Sebastián y que regentaba un negocio de botas, bridas y correajes de cuero.
—Como treinta, digo yo —respondió Sebastián.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Hiram, forzando la ironía—. ¡Un militar fracasado invade el país con una fuerza ridícula y usted quiere hacernos creer que será capaz de botar el Gobierno!
—Ésos son sus planes, hermano.
—A ver si he entendido bien. El partido liberal nos pide que salgamos a la calle a protestar y a hacer bulla y a enardecer a la gente.
—Así es.
—¿Para qué? ¿Para que nos suceda lo que a Rubio y a los demás el mes pasado?
—Lo del licenciado Rubio fue una imprudencia. Por eso lo mataron. No debió salir a la calle. Había más de tres mil soldados protegiendo la Cámara de Representantes cuando reeligieron a Cerna.
—Mejor diga el día que lo volvieron a sentar en el trono sin pedir permiso al pueblo —comentó una voz rasposa.
El que así había hablado era el hermano Saint-Just, un estudiante de último año de medicina, suelto de palabra, escéptico y anticlerical. Tendría veinticinco años, el rostro huesudo, bolsas bajo los ojos, labio inferior desafiante y erguido y una despectiva sonrisa que solía remarcar cuando el interlocutor no era de su agrado. Si el club era una ensalada, Saint-Just era su vinagre. Pero tenía talento y sabía de lo que hablaba.
Hiram hizo caso omiso al comentario del médico y siguió encarando a Sebastián.
—¿Y usted cree que el Gobierno no sabe ya que Cruz ha ingresado al país?
Sebastián se encogió de hombros.
—¡Por supuesto que lo sabe! —se apresuró a decir Hiram—. El ministro Echeverría debe tener ya a sus hombres en estado de alerta para sofocar cualquier vínculo de los rebeldes con la capital. A estas horas, la ciudad ha de estar ya cercada y el Castillo de San José, sobre las armas. No son tontos, hermano. No de balde llevan treinta años en el poder.
—Están gastados y viejos, es verdad, su seguridad en sí mismos es lo que les vuelve débiles.
—Eso habría que probarlo. ¿Ha dicho La Gaceta algo acerca de la insurrección?
Hiram había dirigido la pregunta a los asistentes, pero la mayoría respondió con gestos de no saber.
—¡Qué puede decir un papelucho del gobierno que asegura publicarse dos veces por semana y sale cada diez días! —exclamó Saint-Just.
Basilio dejó el bastón en el asiento, se puso de pie y, sacando del bolsillo un ejemplar de La Gaceta, preguntó muy serio:
—¿Puedo informar de lo que dice su último número?
En la fraternidad se produjo un murmullo de risas en voz baja. El hermano Basilio era un zascandil irredento, pero sus intervenciones aliviaban la tensión y auguraban alguna chanza.
—En primera página, cartas de adhesión y felicitación de los serviles al presidente. Segunda página, más de lo mismo. Tercera, informes de los corregidores diciendo que el país es un edén. Siguen remates, velorios, ventas de fincas. También viene un anuncio de un tónico oriental contra la caspa, otro de zarzaparrilla de Bristol, para curar el cáncer, y un tercero de los afamados productos del doctor Bernardini. ¿Sigo?
La Hermandad votó un retozón y unánime sí.
Estimulado por la respuesta, Basilio prosiguió, muy excitado, en un tono que se iba acelerando a medida que leía.
—Hay una lista con los números premiados de la lotería de la Sociedad Económica. Si alguien tiene el 555, sepa que se ha ganado mil pesos. Don Federico Laguardia anuncia que ha recibido bacalao de Terranova y lomos de salmón y de lenguado. Y al almacén de don Joaquín Laríos, padre —dijo haciendo una reverencia a Joaquín—, ha llegado un surtido de Saint-Emilion, Chateau Laffite, Chateau Margot, trufas, coñac, champagne y vino de barril. ¡Salud!
Joaquín frunció el ceño.
—¡Exijo que se calle ese bufón! —se dirigió, muy molesto, al presidente—. ¡No se puede hablar nada en serio cuando este payaso abre la boca!
Basilio le devolvió por respuesta una máscara: las cejas a mitad de la frente, los ojos casi fuera de las órbitas y las comisuras de los labios extendidas hasta el límite. Una mueca que podría ser asesina o burlona según el ojo de quien la observase y que la barra celebró con otra escandalosa bullanga.
Basilio mantuvo unos segundos el gesto y, sin dar respuesta al insulto, prosiguió con su minuto de gloria.
—También se anuncia la reedición de la novena «Jesús desmayado al pie de la columna» y una oferta de fijador.
—¡Lo dicho! —interrumpió Saint-Just—. ¡Ni una noticia, ni un comentario político!
—¿Y qué más puede usted pedir por un real? —dijo Basilio.
El hermano Hiram esperó a que se apagara el nuevo vendaval de risas y siguió con sus razones.
—Pues si lo que cuenta el hermano Sebastián ocurrió hace dos días, y ni La Semana ni La Gaceta dicen una palabra de Cruz, eso confirma que el Gobierno quiere ocultar la «invasión» y que está al acecho para ver por dónde salta la liebre.
—Eso es algo que no sé, pero si nosotros no salimos a la calle, serán otros quienes lo hagan —dijo Sebastián con inflexión heroica—. De momento, la gente del partido liberal ha dispuesto manifestarse esta noche frente al Teatro de Carrera y nosotros deberíamos unirnos a ellos.
—Dudo que el partido haga tal cosa —dijo Basilio—. No son tan brutos.
Hiram hizo como que no había escuchado.
—Cuando Cruz se rebeló en Sanarate, hace dos años, decían lo mismo. Y todos sabemos lo que ocurrió después: acabó huyendo a México. ¿Qué habría sucedido si hubiésemos salido a la calle?
—Cruz ha aprendido de la experiencia —razonó Sebastián—. Y sí, es cierto, tiene pocos hombres, pero en menos de un mes tendrá más de mil.
—Mil hombres no son suficientes para botar a Cerna —dijo Joaquín, comentario que fue corroborado por buen número de asistentes con cabezadas y murmullos.
—¿Y las armas? —cuestionó Basilio—. ¿O es que piensan sacar a los conservadores del poder con escopetas mecheras?
—Se comprarán con el dinero que les enviemos nosotros y todos los que están con nosotros.
—Será el de usted, porque yo no pienso dar un real, entre otras razones porque no lo tengo.
Nueva interrupción aprobatoria y nuevo rumor de golpes de bastón en el suelo.
—Hermano Basilio, por favor, respete el orden.
—El Gobierno acabará con Cruz en la primera escaramuza —dijo, enfático, Joaquín.
De un lado del salón brotó un abucheo. El grupo de jacobinos fieles al hermano Saint-Just se dejaba oír con fuerza.
—Me da que eso no va a suceder —dijo Sebastián—. La idea de Cruz es resistir, golpear y salir corriendo, moverse con rapidez de un sitio a otro, por Nebaj, Chiantla, Joyabaj y otros pueblos. Cada golpe de mano, cada emboscada, será una victoria que irá mermando la moral del Gobierno hasta que se pueda reunir la fuerza necesaria para atacarlo de frente.
—Pues a mí me parece bien eso de salir a la calle y hacer ver al Gobierno que lo de Cruz no es un movimiento aislado —terció Saint-Just.
Basilio se echó materialmente encima de Néstor y, en tono confidencial, le murmuró al oído:
—Me huele que esto ya estaba cocinado y que los radicales nos quieren meter a los demás en su olla. Por cierto, qué raro. No ha venido Eneas, el pendolista.
—¡Cállate, Basilio!
—Te lo he dicho alguna vez. No debería pertenecer al club. Un calígrafo que, además de escribir cartas y hacer invitaciones de boda, se dedique a falsificar documentos y firmas, no es persona de fiar.
Saint-Just vociferó:
—¿Se puede hablar aquí sin interrupciones o tendremos que hacerlo en el potrero?
—Se puede —replicó Basilio—. Pero en lo que a mí respecta, prefiero ser confesor en vez de mártir, así que no esperen que me una a Tata Lapo.
—Un respeto —le reprochó Joaquín—. No se llama Tata Lapo. Se llama Serapio Cruz.
—Se llame como se llame, ese hombre está mal de la azotea. Sigue resentido porque Carrera eligió a Cerna, y no a él, como sucesor. Y desde entonces no hace otra cosa que machadas.
Volvió el pateo al salón. El hermano Hiram golpeó la mesa con un mallete, al tiempo que recordaba a todos lo peligroso que era hacer tanto ruido y el perjuicio que podrían causar al dueño de Las Acacias.
El hermano Juliano, un protestante dueño de una tienda de tejidos situada en la calle Mercaderes y quien había adoptado tal apodo en memoria del emperador apóstata, pidió la palabra. Juliano tenía semblante de hombre antiguo. Llevaba un lazo de seda negra que parecía bufanda, el cabello aplastado y con raya en medio y, para darse respetabilidad e importancia, se quitaba los anteojos de tanto en tanto, se pasaba los dedos por la frente y soltaba alguna frase profunda, como por ejemplo:
—Salir a la calle hoy sería un suicidio.
—Así creo yo —dijo Hiram—. Lo prudente es esperar y ver si progresa lo de Cruz.
—En política, hay oportunidades que no se repiten —dijo Saint-Just, con petulancia—. Por eso debemos apoyar la idea del hermano Sebastián.
—Aquí no se apoya nada ni se deja de apoyar, porque no se va a votar sobre este asunto —replicó Hiram—. Vamos a reunir todo el dinero que se pueda para ayudar a Cruz. Vamos a multiplicar las hojas clandestinas y a extender nuestro repudio al régimen. Pero con discreción y prudencia, como hacemos todas las cosas.
—Eso no es prudencia, hermano. ¡Eso es cobardía! —dijo Saint-Just en tono de reto.
Un silencio espeso cayó sobre el salón. Saint-Just se había encaprichado con la idea del bochinche y, cuando a Saint-Just se le metía algo en la cabeza, era de temer. Su porte se tornaba altanero, su expresión, antipática, y su boca ardía al hablar.
Basilio tocó con el bastón la pierna de Néstor y farfulló:
—Tiene la lengua un poco gorda. Para mí que se ha tomado antes de entrar un par de tragos de ese raspalalma que vende don Jaime. Eso o no duerme por las noches.
Viendo que el hermano Hiram estaba a punto de perder el control de la asamblea, Joaquín resolvió intervenir.
—En el tiempo que nuestra hermandad tiene de vida —dijo, dirigiéndose a Sebastián y a Saint-Just—, nunca nos hemos manchado las manos con acciones como la que ustedes proponen. La violencia es el arma de los ineptos. Y ése no es nuestro estilo.
—¡Nuestro estilo, nuestro estilo! ¿Cuál es nuestro estilo, si se puede saber? ¿El de la metafísica, el de la parusía o el de la collonería? —dijo Saint-Just.
La cohorte de radicales golpeó el piso con los pies en señal de aprobación.
—Ninguna de esas tres cosas —saltó Basilio—. ¡Es la paja que mastica usía!
Nueva rechifla, nuevo alboroto y más golpes de mallete en la mesa.
—¡No me alce usted la voz, que no estamos en la plaza de toros! —replicó, airado, Saint-Just.
—¡Yo se la alzo a quien me place! ¡A usted y a la campana mayor, si hace falta! ¿Está claro?
—No, señor, no está claro. Las cosas sólo están claras cuando usted deja de hablar.
El barullo volvió al salón y Néstor Espinosa pidió la palabra. Esperó a que la tranquilidad regresara y, cambiando su viso natural por otro más petulante, y su voz por la de un orador engolado, se metió los pulgares en el chaleco, miró al techo unos segundos, como si quisiera recordar algo, y peroró de esta guisa:
—Veamos, hermano Saint-Just. Su propuesta puede no ser mala y puede no ser buena. Si no es buena, entonces también es inútil. Y si no es mala, ¿por qué habríamos de darle nuestra aprobación?
Saint-Just quedó perplejo ante la pregunta, pero Néstor no aguardó a que respondiera. En vez de eso, continuó soltando frases de Shakespeare a la tarabilla.
—¡Ah, vasallos revoltosos, siempre dispuestos a mancharos las manos con la sangre de vuestros congéneres! ¡Qué fácil es llamar cobardía a la mesura, y necedad a la inteligencia! ¡Oh pueblo zoquete y vulgar! ¿Podrás entender cuando menos que todo lo que está más allá de la prudencia es el abismo? Pero, silencio… la dulce Ofelia…
El último ademán de Néstor, señalando con una mano la entrada del salón, hizo girar las cabezas hacia donde no había Ofelia ninguna y la carcajada fue general.
A Saint-Just se le descompuso el gesto y levantó el brazo, pidiendo la palabra, pero Joaquín se le adelantó.
—Nos ha llamado cobardes a quienes no estamos de acuerdo con su plan —dijo sosteniendo la mirada de Saint-Just—. Ahora le toca escuchar a usted. ¿Qué es lo que nos pasa? —agregó en tono de queja—. Somos personas comprometidas, es verdad, pero no beligerantes. La nuestra es una filosofía de moderación y de templanza. ¿O estoy equivocado? Queremos libertad, igualdad, fraternidad, unión. Esa es nuestra divisa. Inducimos la acción, no intervenimos en ella. Somos la levadura, no la masa. Rechazamos los métodos de la plebe. Lo nuestro es la persuasión y la presión, no la provocación. Queremos una patria distinta, pero no podremos avanzar mucho en tanto vivamos sumidos en la ignorancia. Es preciso antes promulgar leyes positivas, educar, enseñar a nuestro pueblo a ser libre…
—¡Pajas, señor licorero, puras pajas! —le interrumpió Saint-Just—. Lo que usted propone no es una revolución, es un pasatiempo. Y en el sentido más estricto de la palabra. Un jueguecito para que pasen los años y no se haga lo que se debe hacer.
—Saint-Just, el jefe de la policía de Robespierre, tenía veintisiete años cuando murió en la guillotina. ¿Cuántos tiene usted?
—Eso ni le va ni le viene.
—Más o menos los de él, calculo. Saint-Just era persona valerosa, pero poco inteligente. Pudo haber sido más tiempo útil a su patria, pero murió joven por ser un exaltado. Lo mismo nos ocurrirá a nosotros si nos dejamos llevar por improvisadas aventuras como ésta que usted y el hermano Sebastián proponen. Nuestra revolución no puede ser popular, la plebe no la entendería.
Joaquín había callado a Saint-Just, y Néstor no pudo por menos de sentir orgullo por quien, con un argumento tan sencillo, había dejado sin palabras al líder radical.
—Sólo unos pocos ilustrados pueden hacer una revolución como la que usted propone y me…
Joaquín no pudo concluir. De improviso, todos se pusieron a hablar a la vez.
—¡No pasaremos de la esquina, si salimos a la calle! —decía Arcadio, señalando a Saint-Just con el dedo.
—¡Entonces nunca veremos la luz!
—¡Usted es quien no quiere verla! ¡Usted sólo quiere brillar!
Abanicándose con el panamá, Basilio mascullaba en voz baja:
—Esto se ha vuelto un gallinero. Propongo que nos vayamos a comer.
El hermano Juliano creyó necesario intervenir, pero esta vez, en lugar de quitarse los anteojos y pasarse los dedos por la frente, alzó los brazos al cielo y soltó otra de sus frases escogidas:
—¡Creemos en la fuerza de la razón, no en la razón de la fuerza!
—¡Pues yo no pienso quedarme aquí, papando moscas mientras el partido recalcitrante y los curas mantienen su poder sobre los humildes, y los aristócratas se empeñan en decir que no hay nada que cambiar! —exclamó Sebastián.
—Entonces las paparemos nosotros, que en este lugar hay bastantes —dijo Basilio.
El sector ácrata de la hermandad volvió a soltar la carcajada y a aporrear el piso con los bastones.
—¡Ya estuvo bueno de bromas! —tronó Saint-Just.
El delgado cuerpo del estudiante de medicina parecía un sobretodo colgado de una percha, pero el brillo de sus pupilas, aunado a su ronco vozarrón, imponían al más templado.
—¡Hay que derribar este gobierno de aristócratas y frailes, eso es lo que hay que hacer! El país perdió la ocasión de hacerlo hace treinta años. Recuperaron el poder, rompieron el lazo federal y nadie pudo moverles de donde están ahora. ¿De qué nos sirvió la independencia de España, si el sistema no se movió un tanto así? Erigieron a un caudillo-rey, le dieron ese título a perpetuidad, enmudecieron a la prensa y se amancebaron con la Compañía de Jesús. ¡Y nosotros haciendo bromitas y perdiendo el tiempo!
Basilio pidió la palabra con el bastón, pero Saint-Just no estaba por dar a nadie la oportunidad de interrumpirle.
—¡Hay que romper el sepulcro en el que el partido retrógrado nos enterró! —siguió perorando—. ¡Debemos levantarnos al llamado de la civilización moderna! ¡Eso es lo que hay que hacer, en lugar de contar chistes! ¡Seremos otra generación perdida, si no empezamos ahora!
—¡Lo que hay que hacer es reformar el país, no ponerlo del revés!—replicó Joaquín Larios.
—¡Qué del revés ni qué india envuelta! ¡Este gobierno se cae en dos días, no más se le empuje un poco!
—¿En dos días? Bien se ve que no conoce los métodos de Cruz. ¿Sabe, por casualidad, qué les ha dicho a los indios de San Marcos?
Saint-Just esperó la respuesta con rabia contenida.
—Les ha ofrecido las tierras de los blancos y de los ladinos y acabar con el monopolio del aguardiente.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—¡Poca cosa, hermano! Despertar los malos instintos de los indios y desatar una guerra de castas. Y yo a esa revolución no me apunto. La libertad ha de ser para todos, indios, blancos y ladinos. O todos hijos o todos entenados.
—Mire lo que ocurre en Yucatán —intervino Arcadio, dirigiéndose a Saint-Just—. Los indios se alzaron hace más de dos décadas, dispuestos a exterminar a mestizos y blancos. Y el problema sigue sin resolverse.
Joaquín machacó:
—Cruz no tiene ninguna posibilidad de hacer él solo ninguna revolución. Necesita a los indios. Y si los consigue unir, nos vamos todos a escupir a la calle.
Saint-Just intentó retomar la manija de la polémica.
—Luchamos contra el pasado, contra la teocracia colonial y la opresión de los aristócratas. Nadie nos va a regalar la libertad, si no nos la tomamos nosotros. ¡Con indios o sin ellos!
—A la fuerza, ni el pan es bueno —dijo, sentencioso, Juliano.
Las pupilas de Saint-Just se volvieron dos centellas.
—¿Y cómo se liberó América de los imperios que la sujetaban? ¿Sólo con palabras hermosas? ¿O por la acción de hombres como Washington, La Fayette, Jefferson, el cura Hidalgo, Bolívar, San Martín? Al país hay que darle cara-vuelta, ¡y por las malas, porque por las buenas no hay modo! La única educación primaria que nuestro pueblo recibe es el catecismo. Nuestros niños no conocen la ciencia ni la historia. Nuestras escuelas parecen madrashas islámicas y los curas y los moralistas de a dos reales justifican su postura diciendo que la razón crea monstruos. Califican la libertad de teoría satánica. No aceptan la separación de la Iglesia y el Estado. Se resisten a la democracia, a la industrialización del país, a la educación laica, al ferrocarril, al telégrafo…
—¡Y a una banca moderna! —exclamó Turgot.
La asamblea emitió un resoplido de contrariedad. Turgot era empleado del Consulado de Comercio, entidad oficial en manos de unos pocos empresarios que monopolizaban el intercambio con el exterior y cuya estructura criticaba. Librecambista empedernido, Turgot tenía propensión a filosofar sobre economía política, materia exótica donde las hubiere, pues no se estudiaba en la universidad, con el consiguiente pesar del club donde nadie entendía una jota del asunto.
—Aquí sólo da préstamos la Iglesia —dijo Turgot—. No existe un solo banco en el país, por imposición del clero. El dinero no se canaliza en actividades productivas y, como no hay donde gastarlo, el sobrante se usa para presumir, para hacerlo sonar en la bolsa, adquirir tierras y caballos, construir iglesias y catedrales o sepultarlo en ollas bajo tierra. Nadie puede beneficiarse del ahorro nacional. El paso del feudalismo al capitalismo moderno, señores, demanda un cambio radical de las instituciones. ¿Qué clase de economía es ésta que…?
Saint-Just le disparó a Turgot una mirada homicida que tuvo la virtud de hundir al economista en el asiento.
—El camino hacia la reforma no es el metafísico paseo que usted propone —prosiguió Saint-Just, dirigiéndose a Juliano—. La lógica sirve de muy poco en un país dominado por el fanatismo. Lo único que puede barrer todas esas lacras es un alzamiento como el de Cruz. ¡Se acabó el tiempo de la revolución romántica, ésa que se hace con buenos modales y con palabras bonitas!
—Estamos aquí para crear un movimiento, no para destruirlo —dijo Néstor Espinosa.
—Ya.
El cortante, pero burlón, gesto de Saint-Just, provocó un silencio expectante. Había adoptado el aire de superioridad intelectual y el gesto propio de los ungidos.
—Nuestro benévolo, nuestro inocente hermano quiere erradicar el fanatismo religioso, la ignorancia y la superstición, ¿me equivoco? Quiere a los curas fuera del Gobierno, de la Cámara de Representantes, de la educación, del registro y de los cementerios. Aspira a que haya matrimonio civil. Y divorcio. Y libertad de expresión. Cree firmemente que el poder no viene de Dios, sino del pueblo, ¿no es así?
A Néstor se le salieron los colores.
—Bueno, pues el hermano Moliére debe saber que esas cosas no caen del cielo, sino que hay que arrebatárselas a los curas, a los chafarotes y a los aristócratas.
En el salón no se oía un roce ni un ruido. Las dos barras estaban ahora pendientes de la elocuencia de Saint-Just.
—Venimos de una cultura plagada de intolerancias y privilegios. Somos hijos de la Contrarreforma romana, represiva, con manías persecutorias y obsesionada con suprimir al adversario. Del absolutismo monárquico, soberbio, inapelable, monopolista y repartidor de mercedes. Y del bonapartismo militar, dictatorial, expeditivo, incuestionable. La tiranía está en la cultura y en eso no hay desacuerdo, ¿voy bien hasta aquí, hermanos?
Esta vez el apoyo fue unánime y Saint-Just respondió al murmullo dirigiéndose a Néstor con insultante agresividad.
—Ahora dígame una cosa, hermano Moliére, ¿cuánto tiempo tardaríamos en erradicar una cultura de esa índole? Nuestros valores, tradiciones y creencias no congenian con la democracia y el librecambio, ¿cómo quiere usted que lleguemos a los indios y a un pueblo que no es todavía pueblo, sino plebe? ¿Explicándoles nuestra verdad y haciéndoles caer de hinojos ante ella? ¿Una verdad que es racional, y culta, y complicada, incluso para nosotros? ¿Cómo va a convencerles de que el mundo no lo hizo un Dios que premia y castiga, sino un Arquitecto sin nombre como el que usted venera? ¡No sea ingenuo! No le darían la razón, aunque la tuviese. Lo único que le darían sería una patada en el trasero.
Los parciales de Saint-Just hicieron un nuevo escándalo que humilló todavía más a Néstor.
—El pueblo no pide libertad por la sencilla razón de que es caudillista y ovejuno. Sólo la gente pensante la exige. El hombre vulgar ha sido siempre un ser sumiso. Acepta la servidumbre como un estado natural y sólo le podrán librar de ella minorías insumisas, como la nuestra. La plebe sólo obedece a los militares y a los curas. A los primeros, porque tienen las armas. A los curas porque, para la gente sin letras, todo predicador es un enviado de Dios y eso les infunde un terror teológico que les lleva a hincarse ante ellos. Por eso los aristócratas, los militares y los jesuitas aborrecen este invento que llamamos libertad, pues ella les quitaría el poder sobre sus pobres, sus súbditos y sus ovejas. El alma y el cerebro de la plebe está en sus manos. ¿De qué modo se los va usted a arrebatar, en un país donde los gastos del culto son el doble que los del Gobierno? ¿Cómo va a desplazar a una organización religiosa que, además del poder, tiene la plata?
Tomó aire Saint-Just y, más sereno, añadió:
—No podemos esperar, hermanos. Venimos de una etapa teológica y metafísica, la que dominó la era colonial. Es preciso iniciar otra nueva, en la que la educación y la cultura sean orientadas al aprendizaje de ciencias como la Física, las Matemáticas, la Química, la Medicina, la Astronomía. Los credos y los fanatismos constituyen manifestaciones propias de la infancia del hombre, fervores que debe ser superados por el advenimiento de la razón. Es hora de que un país niño y de cultura sumisa, como el nuestro, sea llevado a su edad adulta.
Joaquín tomó la palabra sin pedirla.
—Eso es tentar a Dios con las manos sucias. Cristo habló de libertad, igualdad y fraternidad antes que lo hicieran los masones y los revolucionarios franceses. Y fue con ese mensaje que llegó a los ignorantes y a los pobres. La Jerarquía traicionó a Jesús, por desgracia, y el cristianismo se convirtió en la tiranía política y la máquina de cobrar diezmos e impuestos que es hoy… ¡no me interrumpa! —le espetó a Saint-Just, apuntándole con un dedo—. El clero cobra por todo: bautizos, matrimonios, entierros. Y eso es lo que hay que cambiar. Queremos un cristianismo de espiritualidad y de luz, no de coacción y de miedo… ¿puede usted entender esto? Así que no se trata de suprimirlo, como tantas veces le he oído decir aquí, sino de alejar a los curas de asuntos que no les conciernen y proclamar la libertad, la igualdad y la fraternidad que impartía Jesucristo.
—¡Qué va a decir un católico —dijo Saint-Just con desprecio—, sino paparruchas como ésas!
—¡Y qué va a decir un cirujano, sino barbaridades que no entiende!
—¿Ah, sí? Dígame una cosa, hermano Petronio, ¿dónde ve usted aquí la libertad, la igualdad y la fraternidad de Cristo, trescientos años después de que esa doctrina llegara a estas tierras? La Iglesia juega siempre con dos barajas. Dice uno y hace otro. Ahora explíqueme, ¿cómo vamos a separar lo que los jesuitas tienen por inseparable desde los días de Constantino? Vivimos en un país cuyo vínculo social es la religión, no el derecho, y donde la política nacional la hace una institución religiosa. Cuando Cerna llegó al poder, juró proteger la religión y gobernar la República. ¡En ese orden, hermano! Y ésa sigue siendo su prioridad. Los conservadores han tenido siempre al cristianismo como un medio para gobernar y aquietar a las masas cuando se ponen ariscas. ¿Debo recordarle que, todavía hoy, los curas de la capital son enviados a los pueblos para apagar las sublevaciones? ¡Qué van a querer las sotanas, y menos los jesuitas, libertad, igualdad y fraternidad! Lo que quieren es seguir imponiendo su hegemonía. Esa es la historia de nuestro país, hermano, y no hay otra.
Saint-Just engrosó la voz y concluyó en tono solemne:
—Los hombres han estado gobernados hasta hoy por los dioses. ¡Es hora de que los dioses sean gobernados por los hombres! ¡Frente a la tiranía clerical-aristocrática, el despotismo de la libertad!
Ovación cerrada de los radicales, quienes, con la furia de sus palmas pretendían acallar las apostillas de quienes pedían la palabra «para una aclaración».
—¡Ningún político, ningún revolucionario inteligente debe pelear con la fe cristiana! —saltó Juliano, el apóstata—. Lo ha dicho el conde de Cavour: Iglesia libre en Estado libre. ¡Eso es lo que hay que hacer!
—¡Babosadas como ésa sólo se les puede ocurrir a los condes! —se revolvió Saint-Just—. ¡El ideal ha de ser Estado libre y religión sujeta! ¿O no, hermano Moliére? —agregó dirigiéndose a Néstor—. Usted que ha visto mundo fuera de esta aldeíta, sabe lo que quiero decir.
—No, señor, no lo sé. Y no me llame Moliére.
—Pensé que ése era su apodo —ironizó Saint-Just.
—¿Por qué?
—Por lo comediante que es.
La barra de los radicales pateó otra vez el piso en medio de carcajadas y burlas.
—Pero dejemos el teatro y explíquele a este ignorante —dijo señalando a Juliano— cómo resolvió Inglaterra el problema de la religión.
—¿Cómo vamos a dejar la comedia, con lo bien que lo está haciendo el primer actor? —replicó Néstor.
La anarquía volvió al debate, esta vez del lado de los conservadores, y el orden tardó en volver más de lo habitual.
Néstor observó el rostro descompuesto de Saint-Just. No era la primera vez que le veía con aquella expresión. El cirujano padecía una urgencia vital por que se compartieran sus ideas in solidum, sin que nadie las corrigiera un ápice. Y esa urgencia le apremiaba hasta el punto de humillar y saltar por encima de las personas.
—Pero ya que ha tenido la gentileza de pedírmela con tan buena educación —dijo Néstor, poniéndose de pie y adoptando la pose de un lord—, voy a darle una opinión personal. Verá usted, hermano Tácito…
—No me llamo Tácito —dijo molesto Saint-Just.
—Entonces le llamaré Explícito.
—¡Déjese de joder y vaya al grano!
—No tengo ninguna intención de ir a ninguna parte.
Ante la avalancha de risas, el hermano Hiram llamó a ambos contendientes al orden y cuando la calma volvió, Néstor se dirigió a Saint-Just en estos términos:
—A ver cómo se lo explico, hermano. Si usted entra en la Bolsa de Londres, verá negociar a un judío, a un cristiano y a un mahometano, como si fueran de la misma religión.
Allí el presbiteriano se fía del anabaptista, y el anglicano cree en las promesas del cuáquero. Pero al concluir la jornada, uno se va a la sinagoga, otro al templo, otro a la iglesia y el resto a beber whisky hasta ver a Dios. Así ha resuelto Inglaterra el problema. No ahogando la religión, como usted pretende, sino dejando que cada quién crea lo que tenga a bien creer. Le diré algo más, hermano Explícito…
—Por favor… —suplicó el presidente del club.
—Perdón, hermano, ya termino. Si no hubiese más que una religión en Inglaterra, el despotismo sería su signo más visible, como nos ocurre aquí. Si hubiese dos religiones, se cortarían el cuello una a la otra. Pero como hay más de treinta, todo el mundo vive en paz. La razón es muy sencilla. Cuando hay muchas religiones, el fervor, o sea, el hervor, se debilita. Pero cuando hay una sola, se concentra y escalda las nalgas al personal.
Néstor hizo una profunda reverencia, floreó su jipijapa y, barriendo el piso con él, concluyó:
—He dicho.
El escénico ademán provocó una descarga de aplausos por parte de una audiencia predispuesta al jolgorio y tuvo cuando menos el mérito de desarmar a Saint-Just.
—Estuviste brillante, hermano —le dijo Basilio en voz baja.
—El que estuvo brillante fue Voltaire, que dijo eso antes que yo.
Juliano suspiró y dijo:
—Que el Señor nos libre de actores, bufones y cómicos de la legua.
El hermano Sebastián, quien desde hacía rato daba muestras de impaciencia, aprovechó la ocasión para volver a la perorata que le había llevado esa tarde al club.
—¡Señores, esto es una pérdida de tiempo! Yo me marcho a unirme a los valientes que esta noche van a plantar cara al gobierno conservador.
—Pues vaya usted, si le apetece —dijo Basilio—. Yo me quedo. Puedo ir vestido de lana, pero no tengo espíritu de oveja.
Sebastián cruzó el espacio que le separaba de Basilio con intención de agredirle, pero varios miembros del club lo impidieron.
—¡Por favor, hermanos, no saquemos las cosas de quicio! ¡Razonemos! —dijo Joaquín.
Saint-Just observó unos momentos a aquel burgués atildado, gente de dinero nuevo que, siendo tan religioso, no podía a su juicio ver con claridad los problemas del país.
—Se acabaron las razones, caro Petronio —le dijo en tono impertinente—. Y cuando las razones se acaban, hay que reemplazarlas por… ya sabe usted… otras cosas.
Luego, tomando en la mano el sombrero y, saludando a los presentes, gritó con emocionado tono:
—¡Los que estén con el hermano Sebastián y conmigo, que nos sigan! ¡Viva la revolución liberal! ¡Abajo la tiranía de los sables, las sotanas y el dinero!
Y ciñéndose el panamá en las sienes, se encaminó con gesto decidido a la puerta del salón seguido por Sebastián y el grupo de radicales.