3. Bergen County
Los dos hombres echaron a andar hacia los arbustos por entre los cuales culebreaba el sendero que partía del pabellón de caza.
—¿Está familiarizado con algún arma de fuego? —dijo el sargento McInnery, arrojando por la boca una vaharada de vapor.
Sin mirar a McInnery, Néstor negó con la cabeza.
—¿Ha utilizado una alguna vez?
—No, nunca.
—¿Ni para ir de caza?
—No.
—¿Por qué? ¿Le dan miedo?
—Siempre he creído que no son necesarias —dijo soplándose las manos y frotándose las palmas con vigor.
—¿Nunca ha sentido que su vida corría peligro ni ha tenido la necesidad de defenderla?
—Bueno, sí, pero me cuesta aceptar que se fabriquen para matar seres humanos.
McInnery guardó silencio y Néstor imaginó lo que en ese momento debía de pasar por la mente del soldado: «Si no le gustan las armas, para qué diablos ha venido aquí».
—En todo caso, haré lo que usted me diga —se apresuró a repetir, antes de que el sargento hiciera otro comentario.
McInnery se alejó dos o tres pasos y le arrojó el rifle que llevaba en bandolera. Néstor lo atrapó y lo retuvo, presa de una fuerte conmoción.
—Descuide, míster —dijo McInnery—. Conozco este oficio. Durante los próximos días, haré que ese arma se convierta en su mejor amiga. Estará con usted noche y día, incluso cuando duerma. Será su tercer brazo, su segunda sombra, su primer pensamiento cuando despierte. Le enseñaré a desarmarla, a limpiarla, a engrasarla, a mimarla, a cargarla a ciegas. Aprenderá a dispararla de pie, apuntando y sin apuntar, de rodillas y pecho por tierra, andando, corriendo, arrastrándose sobre los codos o cabalgando sobre un caballo a rienda suelta.
McInnery se agachó, tomó una vara del suelo y se internó en el bosque, batiendo con ella las ramas de los arbustos que invadían el camino.
—Mientras haya hombres, habrá guerras. Y mientras haya guerras, habrá armas. Pero usarlas exige prudencia, sensatez, autodominio. Y eso es lo que voy a enseñarle, mister. Hay una dignidad en el hombre de armas que los civiles ignoran. Para nosotros, no es un artefacto que mata, es una responsabilidad. Lo decían los caballeros de su espada: no la uses sin motivo, no la enfundes sin honor. El arma no se lleva en las manos, sino aquí —dijo, volviéndose de súbito y señalando su frente—. No es el dedo, sino el cerebro, el que tira del gatillo.
El bosque estaba poblado de árboles jóvenes, sin demasiada altura, más allá de los cuales se avistaba una pradera que descendía suavemente hacia un pequeño afluente del Hackensack. El sendero que salía del bosque se bifurcaba algo más abajo en dos ramales. Uno conducía a una cabaña de troncos situada casi en la linde del bosque; la otra, pradera abajo, a una planicie que corría a lo largo del riachuelo.
Néstor dedujo que se trataba de un campo de tiro de unas mil yardas de largo. La planicie topaba por el Este con un promontorio arbolado en cuya base se alzaban varios postes con tableros en los que había unas dianas pintadas.
Al pie del declive, en un humedal próximo a la orilla del río, se enredaban los berros y chapoteaban los patos.
Los dos hombres se dirigieron a la cabaña, una construcción elemental de cuyas paredes colgaba una guadaña y herramientas para manejar el heno. El sargento colocó el rifle sobre una mesa de madera, se quitó el frock coat, encendió el fuego y puso a calentar una jarra de peltre con café. Pidió a Néstor que se sentara a la mesa y en voz baja y tono misterioso, dijo:
—Antes de bajar al río, quiero explicarle algo. Este rifle que ve aquí es el arma más rápida y de mayor potencia de fuego que se haya fabricado jamás. En realidad no es un rifle, es una revolución. Todos los ejércitos del mundo lo quieren.
Néstor paseó la mirada por el arma, la madera pulida y oscura de su culata, la nítida caja metálica que alojaba el mecanismo de fuego, el alza graduada de cien en cien yardas y el torneado cañón, sujeto por tres herrajes a la caña de madera.
—Esta es su versión militar. Por eso sé que ustedes no van cazar con ellos. Y por eso sé también que, quien los haya comprado, sabe lo que quiere. Pero no tema —sonrió—. La discreción es otra de las virtudes del hombre de armas.
El café empezó a hervir. McInnery se levantó, tomó la jarra y llenó dos pocillos de loza.
—Es un Remington, fabricado aquí cerca, en Ilion. Yo lo considero un instrumento de civilización. Lo digo en serio. ¿Ha estado alguna vez en el Oeste de mi país?
—No, señor.
—Si un día decide visitarlo, comprobará que el Remington es tan importante o más que el ferrocarril, el telégrafo o las máquinas de vapor. En el Oeste, el rifle es la insignia del orden, la justicia y la ley, la herramienta más importante para construir una nación. También aquí. Sin el rifle, Nueva York sería el caos. Prevalecería la ley del más fuerte, como casi ocurrió hace unos años, cuando las bandas incendiaron la ciudad. Con el rifle estamos construyendo una nación, mister: la nuestra. Ahora, déjeme explicarle por qué puede servir también para que ustedes construyan la suya.
El sargento McInnery tomó el arma en sus manos y empezó a describir el mecanismo de fuego. Néstor escuchaba con atención, pero al cabo de unos minutos se había perdido en la jerga del militar. No entendía qué significaba rolling block ni muzzle loading ni términos por el estilo.
—Hasta hace muy poco estas armas se cargaban por delante —explicó McInnery—. El soldado descubría la cazoleta de la llave de chispa y sacaba de la cartuchera una bolsita de papel que contenía pólvora negra y una bolita de plomo. A continuación, mordía el papel, colocaba en posición horizontal el fusil y depositaba una pequeña cantidad de la pólvora en la recámara. Apoyaba la culata en el suelo e introducía por la boca del cañón el resto del cartucho con el proyectil y lo apretaba todo con la baqueta. Después empuñaba el arma, se la llevaba a la cara sin preocuparse demasiado en apuntar, pues sabía que rara vez daba en el blanco, y metía el dedo en el guardamonte. Un resorte impulsaba el gatillo de pedernal contra un rastrillo. El impacto del sílex contra el metal hacía saltar chispas que inflamaban la pólvora depositada en la cazoleta. La ignición se transmitía hasta el fondo del cañón a través de un pequeño conducto; la pólvora se inflamaba y los gases impulsaban la bala por el cañón. Total, quince o veinte movimientos. Y luego, vuelta a empezar. ¿Tiene idea de cuántos disparos podía un soldado hacer por minuto?
—No, señor.
—Dos, a lo sumo. ¿Y sabe cuántos de esos disparos daban en el blanco?
—Tampoco.
—Cinco de cada mil. Más allá de cuarenta yardas, sólo se daba en el blanco por casualidad. De ahí que se dijera que para matar a un hombre fuera necesario dispararle su peso en plomo. Hay algo más. En la confusión del combate, el soldado puede perder la baqueta, con lo que el rifle queda reducido a una estaca. Si el tiempo es lluvioso, el pedernal puede que no inflame la pólvora humedecida y eso inutiliza el mosquete o la carabina. Y si la piedra de sílex se ha desgastado o está mal tallada, no salta la chispa y el rifle se atrofia.
El sargento volteó el arma, apuntando la culata hacia Néstor.
—Ahora vea este rifle. Primero, se carga por detrás. Segundo es un arma de largo alcance, quiero decir, puede dar en el blanco a mil yardas de distancia. Pero eso serviría de muy poco si usted no contara con esto.
McInnery sacó del bolsillo un objeto brillante.
—Es un cartucho de cápsula metálica, la innovación que hace del Remington el arma temible que es. La utilizan ahora mismo franceses y prusianos, y su patente ha sido adquirida por los ejércitos de Suecia, Noruega, Dinamarca, Italia, España, Luxemburgo, Argentina y Uruguay.
Se dirigió hacia la puerta sin volverse.
—Venga conmigo. Le voy a decir por qué.
Salieron de la cabaña.
—Quizá usted no le dé importancia, pero el cañón de este rifle tiene estrías. ¿Sabe qué significa eso?
—No tengo la más remota idea.
—Que al salir el proyectil, el movimiento que le imprime el estriado da estabilidad a la bala y permite colocarla en el blanco preciso. Los viejos mosquetes tenían el alma lisa y nadie podía asegurar a dónde iría a parar el proyectil. Por eso los soldados no apuntaban. Sabían que acertar era un albur. Aun el mejor tirador no estaba seguro de acertar más allá de las 40 o 50 yardas, fuera a un venado o a un hombre. De manera que, ver venir a un batallón de infantería a cien yardas y hacer fuego, era desperdiciar la munición. Había que hacerlo desde muy cerca y muy juntos para que la descarga fuera efectiva. Por eso la infantería caminaba tan apretada, para que la potencia de fuego tuviese efecto. Los generales medían su eficiencia según el tiempo que se tardaba en preparar y hacer un disparo. Si ha salido de caza, un disparo por minuto no está mal. En el campo de batalla, es un suicidio. Con este rifle, en cambio, lo que se mide no es el número de minutos por disparo, sino el número de disparos por minuto. El cartucho metálico protege la pólvora de la humedad y reduce los gatillazos al mínimo. Y el alma estriada del cañón y la retrocarga hacen de este rifle una revolución que quizá usted no entienda, pero que le voy a demostrar ahora mismo.
McInnery abrió la cartuchera, extrajo de ella un proyectil y lo introdujo en la recámara del rifle.
—¿Tiene un reloj?
Néstor sacó el suyo del interior del chaleco.
—¿Ve aquellos patos, en el humedal que está al pie del promontorio?
—Sí, señor.
—Pues tome el tiempo.
McInnery comenzó a disparar.
Lo hacía con una soltura asombrosa. El rifle escupía el casquillo metálico y, con rápidos movimientos, el sargento introducía otro cartucho en la recámara. Los patos alzaron el vuelo, al tiempo que berros y lirios comenzaban a saltar hechos trizas. La precisión de tiro era extraordinaria, y la regularidad del fuego, insólita.
Cuando el sargento terminó de disparar, Néstor resumió: —Diecinueve disparos en un minuto.
McInnery recogió los casquillos esparcidos por el suelo. Cuando los hubo guardado en el zurrón, dijo:
—Ahora, pregúntese esto: ¿cómo una pequeña tropa de 50 hombres, armados con estos rifles, puede derrotar a un batallón de 500, equipados con mosquetes de mecha?
Durante varios días, Néstor ocupó la mañana y la tarde en familiarizarse con el Remington, llevando a McInnery como una sombra.
—Coloque la culata firmemente en el hombro… así… no, con más firmeza… Aflójese, hombre, no se ponga tan tieso… Tranquilo, baje el rifle… Descanse… No se obsesione con el punto de mira. Es más importante sujetar bien el arma… Si la aprieta demasiado contra el hombro, el arma temblará por el esfuerzo. Si la tiene muy floja, el culatazo le impedirá dar en el blanco… Pruebe otra vez… Súbala al hombro… No, no haga eso. No meta el dedo en el guardamonte ni toque el gatillo hasta no estar seguro de a qué o a quién desea disparar. Todas las armas están cargadas… siempre están cargadas… incluso cuando no lo están… Uno nunca está seguro de haber olvidado un proyectil en la recámara… Agarre el rifle con ambas manos, así, pegado al pecho… Sujete con ésta el cañón, ponga la otra sobre el mecanismo de disparo… Así, con naturalidad… Apunte a aquel pato… rápido. Ya se le escapó… Apunte a uno, sólo a uno. Nunca apunte a algo o alguien que no quiera dañar… Y no se distraiga, esto no es un juego… No, mister, no. No baje la cabeza cuando apunte. Inclínela lo justo para que su ojo enfile el alza con el punto de mira… Relájese, man. El rifle no es su enemigo. Al contrario. Es su mejor amigo, su guardián… Nunca lleve el cañón descuidado. Debe apuntar sólo al cielo o al suelo… Así, eso es… Corra ahora pradera arriba con el arma en la cara, como si estuviera disparando… ¡Arriba, arriba, sin detenerse! ¡Vuelva! ¡Haga lo mismo cuesta abajo!… Bien, muy bien. Descanse ahora…
A medida que pasaban los días, la familiaridad con el Remington le fue haciendo sentirse más tranquilo. Podía moverlo con seguridad, sin que se le cayera de las manos, y había dejado de causarle la tensión de su primer encuentro. Subían del campo de tiro al mediodía, asaban unas salchichas y charlaban. Luego volvían a los ejercicios con el rifle, al bosque o al humedal.
Cierto día, McInnery situó a Néstor en la marca de doscientas yardas. Se acercó a los tableros y clavó tres dianas negras con círculos blancos. Le ciñó a Néstor la cartuchera en la cintura y dijo:
—Quiero ver qué ha aprendido, mister. Ahí tiene el rifle, los cartuchos y las dianas. Dispare cuando esté listo.
Néstor metió una bala en la recámara del rifle, se lo llevó al hombro, lo amartilló y apuntó.
Tenía la respiración algo agitada y eso le impedía fijar la mira en el blanco. Estaba lo bastante familiarizado con el rifle como para dominar las leves oscilaciones del cañón, pero cuanto más se concentraba en ello más parecía el rifle no querer obedecer. Por un momento, le cruzó por la mente la idea de bajar el arma y calmarse, pero no quería mostrar debilidad ante el sargento y, en un arrebato de impaciencia, tiró del gatillo.
Tronó el rifle. Un silbido doloroso le penetró en el oído, al tiempo que la culata le lanzaba una tremenda coz a la clavícula que se había dislocado en Chiapas cuando salió rebotando del globo.
Dobló la cintura, encogido por el dolor, y en esa postura permaneció unos instantes, tratando de ahogar el grito que pugnaba por escapar de su garganta. El culatazo le había dejado sin respiración. Salivaba sin cesar y el dolor, en vez de remitir, se había propagado al cuello y al brazo.
Sintió la mano de McInnery en la espalda.
—¿Está usted bien?
Néstor enderezó el cuerpo. Sentía en el hombro derecho el mordisco de un mastín, pero no quería que McInnery pensara que podía quebrarse al primer intento.
—No ha sido nada, estoy bien —contestó.
Y sin volver el rostro al sargento, se colocó de nuevo en posición de tiro.
Cargó otra vez el rifle y se lo llevó a la altura del rostro. Sujetó el arma con firmeza, poniendo más atención a los apoyos del brazo y el hombro, tal y como le había recomendado McInnery. Toda la tensión de su cuerpo la concentró en esos dos puntos. Tanteó un espacio en la clavícula donde fijar la culata y tomó con suavidad la caña del rifle. El Remington era ahora una tensa catapulta, lista para arrojar su carga. Y el efecto fue sorprendente. Cuando Néstor dirigió otra vez el ojo a la mira, ésta había dejado de oscilar. A diferencia de minutos antes, cuando los nervios le habían llevado a precipitarse, ahora se sentía cómodo y tranquilo. El rifle había dejado de ser un objeto extraño. Ahora era una extensión de su cuerpo y de su mente. Metió el dedo en el guardamonte, inspiró muy despacio hasta sentir los pulmones llenos y tiró con suavidad del gatillo.
La detonación no le sorprendió y no hubo culatazo. Sólo un suave empujón hacia atrás. La bala abandonó el arma en busca de su destino, pero Néstor no esperó a saber dónde iba. Extrajo un segundo proyectil de la cartuchera, lo metió en la recámara y volvió a hacer fuego.
Cuando llegó al quinto disparo, bajó el rifle y, sujetándolo por el cañón y la culata, se lo puso enfrente del pecho.
McInnery examinaba las dianas con los prismáticos.
—¿Cómo fue? —preguntó Néstor.
El sargento no respondió. Sólo dio media vuelta y dijo:
—Vamos a la marca de trescientas yardas.
Retrocedieron cien pasos y se detuvieron a la altura de una pequeña estaca pintada de cal donde el sargento le volvió a pedir que disparara otras cinco veces.
McInnery alzó los prismáticos.
—¿Cómo fue? —preguntó Néstor de nuevo.
McInnery se limitó a señalar la marca de las cuatrocientas yardas y allí se dirigió sin responder.
—Dispare desde aquí —le dijo cuando llegó a la marca.
Néstor volvió a hacer cinco disparos. Ahora ya no sentía ni siquiera el empujón. Tenía el hombro caliente y pensó que podía estar disparando el resto del día, si era necesario.
McInnery volvió a alzar los prismáticos y luego de unos segundos en silencio, dijo con deliberada lentitud:
—I’ll be damned.
Doscientas detonaciones más tarde, McInnery dispuso volver a la cabaña. Calentó unas salchichas, hizo café y, concluido el almuerzo, le ofreció a Néstor una petaca de whisky. Sacó luego tres dianas de uno de los bolsillos del frock coat y las extendió sobre la mesa.
—¿Qué hice mal? —dijo Néstor.
El sargento lo miró con simpatía.
—La naturaleza ha sido pródiga con usted, mister. Por este campo de tiro pasan cientos de tiradores al año, pero es raro encontrar a alguno con el don. Sólo una entre mil personas viene al mundo con el ojo y el pulso de un marksman. Hay quienes lo consiguen a base de práctica y perseverancia, pero usted es un natural. Vea estas perforaciones. Casi el noventa por ciento están dentro del círculo de diez pulgadas y más de la mitad en el de cinco. Sólo he conocido a un tirador así. Pertenecía al batallón de fusileros del coronel Berdan, el cuerpo de tiradores más selectos de la Unión. Podía acertar una ardilla a mil yardas. Y usted puede hacerlo también, si se lo propone. Sólo le falta velocidad y manejar bien el alza del rifle.
Néstor se retrepó en la silla. Darse cuenta de que uno atrae a las mujeres o es hábil para los negocios o tiene voz de tenor podía no tener precio, pero descubrir que se es un tirador nato, un tipo capaz de poner la bala allí donde pone el ojo era una experiencia chocante. Cuando menos para él, que siempre había detestado las armas sin saber en qué medida las armas le amaban a él. El suyo era sin duda el drama de quienes hacen mal lo que más quieren hacer, y hacen bien aquello que no desean.
Sintió que un leve rubor le subía a las mejillas, mientras McInnery, sin perder el gesto de sorpresa que le había causado el hallazgo, movía la cabeza con admiración y decía:
—You are a natural, mister. You are a natural born sharpshooter.
Chico Andreu se les unió dos días después. La salud había regresado a sus azotadas carnes. El clima frío de Bergen County, el reposo y las atenciones de la señora McInnery, habían obrado el milagro de alejar aquella secuela tardía de la tifoidea adquirida en la cárcel. Parecía otro hombre. Había dejado de tomar el opiáceo que le aliviaba las migrañas y los dolores de vientre y se había afeitado la barba apostólica. Su rostro comenzaba a ser, ahora sí, el espejo de su alma, siempre animosa y cordial. Apelaba con frecuencia al buen humor y todo le parecía extraordinario, desde el paisaje de Bergen County hasta el camastro del pabellón de caza. Y cuando tuvo noticia de la clase de tirador que era Néstor, no pudo dejar de bromear sobre tan insólita paradoja.
—El que huele la pólvora de un rifle es como el que aspira el perfume de una mujer. Ya no puede vivir sin su aroma.
Tiraban cada mañana al blanco bajo la atenta mirada de McInnery y volvían al refugio antes de que la luz se extinguiese y el frío de la tarde arreciara. Andreu se acostaba temprano y Néstor se quedaba leyendo el New York Tribune del día antes. Buscaba con ansiedad noticias sobre Guatemala, pero a los editores del diario parecía tenerles sin cuidado lo que ocurría en un país nuevo, prácticamente desconocido y al margen todavía de la historia.
El resto del mundo, en cambio, seguía inmerso en su inveterada turbulencia. La guerra franco-prusiana se inclinaba a favor de los alemanes. La monarquía volvía al trono español de la mano de Amadeo de Saboya. San Francisco estaba conmovida por disturbios callejeros. Rusia había encontrado un enorme yacimiento de petróleo en Bakú. El censo de los Estados Unidos arrojaba una población de 38 millones de habitantes. El líder de los mormones había sido arrestado en Utah por polígamo. Y Washington anunciaba severas medidas contra los comancheros, un grupo de traficantes ilegales que vendían armas y whisky a los indios de Texas y Oklahoma.
Lo de siempre: la violencia, el poder, la codicia, constantes inseparables de la vida humana.
Uno de aquellos días, McInnery quiso probar el pulso de los dos con el revólver. Enfundó en la pistolera un Remington de cinco tiros por el cual sentía un gran aprecio y, cuando llegaron al campo, dijo con orgullo:
—Es la mejor arma corta que se fabrica en la Unión. Durante la guerra se llegaban a cambiar tres Colt por uno de éstos. Pero hay que saberlo usar.
El sargento les enseñó a disparar el revólver, no como lo haría un pistolero, sino como un militar. Y durante toda la mañana les obligó a usarlo apuntando de perfil y con el cuerpo recto, levantando el brazo en dirección al blanco y bajándolo lentamente hasta que el punto de mira coincidía con la diana.
A Andreu le costó ajustarse al arma corta. Tenía algunos vicios que eran difíciles de corregir. En cuanto a Néstor, su destreza con el revólver no era la misma que con el rifle. Era mejor. Su pulso y su ojo parecían agudizarse en las distancias menores y, a cuarenta yardas, no había rama ni blanco ni pato que se le resistiera.
McInnery insistía:
—Recuerde. No es sólo cuestión de ojo. Lo es también de temple y dominio. Si faltan estas cualidades, el don pierde su poder.
El día antes de que abandonaran Cresskill, McInnery invitó a Néstor y a Andreu a dar un paseo después de almuerzo. Quería enseñarles un sitio especial.
Ensillaron los caballos y trotaron cuatro o cinco millas a través de un paisaje parecido al que habían visto desde el tren. Penetraron en un largo bosque al término del cual el terreno comenzó a ascender y el fértil suelo del condado, cuadriculado de granjas y establos, comenzó a volverse rocoso.
Una milla adelante, alcanzaron una meseta salpicada de arbustos y rocas. Se apearon de los caballos, los soltaron en el pasto y caminaron hacia una línea de árboles que se erguía en el horizonte, más allá del cual se adivinaba el vacío.
Un espectáculo sobrecogedor les esperaba en el límite de la meseta. El Hudson discurría unas ciento cincuenta yardas abajo del promontorio. Las gaviotas volaban muy lejos, a la altura de los veleros que navegaban por el río, y pese a su experiencia en recorrer a caballo los profundos barrancos que bordeaban la ciudad de Guatemala, Néstor no pudo reprimir un alzado de cejas.
—Se llama The Palisades y, siempre que subo aquí, me ocurre lo mismo —dijo McInnery—. El silencio me recuerda los momentos que viví en la guerra civil, detrás de un parapeto o agazapado en una trinchera, esperando la orden de asalto. Todos sabíamos que en cualquier momento se produciría la orden del teniente o el toque de la trompeta, y luego el griterío y el estruendo de las armas. Era un silencio augural, para muchos horrible, pues todos sabíamos que, en segundos, muchos habríamos muerto.
—Es un lugar maravilloso —dijo Andreu.
—Sabía que les gustaría.
Néstor aspiró el aire de la tarde y cató la fragancia insípida del frío. A lo lejos, del lado por el que el río desembocaba en la bahía, el nublado había dejado un boquete que, a modo de tragaluz, iluminaba la ciudad de Nueva York.
—Después de muchos asaltos, el silencio que precedía al combate comenzó a volverse para mí algo más que el preludio de la muerte —prosiguió McInnery—. Aquel silencio augural reunía en mi cerebro y mi memoria emociones que hasta ese instante habían estado dispersas, un silencio que apelaba a todo lo bueno que uno conserva, a sus ideales, a sus emociones más nobles, a sus seres más queridos, al amor de la mujer que se ama, un silencio, en fin, como éste. Y cuando los años de la guerra retornan a mi memoria y el caos se apodera de mi mente, y vuelvo a oír el estruendo de los cañones, y los gritos, y el terrible espectáculo de la sangre, subo aquí. El silencio de este arrecife me devuelve la paz y me hace sentir que haber combatido por la libertad es lo más extraordinario que pudo haberme ocurrido y que, si algo merece la pena en la vida, es luchar por aquello en lo que uno cree.
El momento era tan solemne como el espectáculo que tenían ante sus ojos. Y a medida que Néstor traducía a Andreu las palabras del sargento iba tomando conciencia de un saber inesperado.
Se escuchó a sí mismo decir:
—¿Nunca tuvo miedo?
—Siempre —sonrió McInnery—. Pero había que saltar de la trinchera. Pensaba en Dios, en mis padres, en la novia que había dejado en Wisconsin. La vida te ha llevado hasta esa zanja, me decía, hasta esa trinchera, y no te queda más alternativa que luchar. Todo ocurre en un segundo, después de ese silencio que pone en orden tu mente y te hace recordar tus mejores horas. Y no es el whisky lo que infunde valor. Ni el grito descompuesto del teniente ni el nervioso alarido del clarín. Son las convicciones, mister, las que le ponen a uno en pie.
Partieron una mañana oscura y fría del apeadero de Cresskill. Había empezado a nevar. El viento agitaba los copos y los convertía en una pelusa helada que ocluía la vista y se metía en la nariz. Fue la última imagen que Néstor conservaría de Bergen County, junto a la de aquel irlandés de ojos azules, enfundado en su frock coat azul salpicado de nieve, que se despedía de ellos con la gorra de la Unión en la mano.
Néstor sintió una punzada. Sabía que no volvería a ver a aquel hombre que le saludaba bajo la ventisca, pero le recordaría siempre. McInnery le había enseñado algo que ignoraba de sí mismo y que nunca había sido capaz de expresar en palabras, algo mucho más importante que descubrir aquel raro don con que la naturaleza le había dotado para colocar una bala allí donde muy pocos podían hacerlo.