10. Madrugada
-Ahora sí que me cayó el peso de la noche encima, Elena. Quisiera descansar un rato.
—Ven, te mostraré la habitación.
—Espera un segundo… Gracias por escucharme. Hay pocas personas que tengan la paciencia de atender desgracias ajenas y que estén, además, dispuestas a ayudarte.
—No tienes nada que agradecer, Clarita.
—Por supuesto que sí. Las mujeres como tú son espejos en los que las demás nos miramos. Lástima que estuviste tantos años fuera. Siempre fuiste un ejemplo para mí, desde que íbamos al colegio. Eras fuerte, inteligente y, sobre todo, protectora con las vulnerables y las débiles.
—Exageras.
—Muy al contrario. Tuvo que ocurrir algo como lo ocurrido hoy para que pudiera hacer un balance de mi vida sin engaños ni tapujos. Así que, además de mi espejo, ahora eres también mi confesora.
—El pasado no se puede cambiar, pero confiemos en que el malentendido tenga arreglo.
—Temo al presidente, Elena, temo que no permita que los tribunales aclaren lo de Joaquín. Alguien tiene que hablarle y yo no puedo pensar en otra persona que en Néstor. ¿No es una fatalidad? Es como si le dieras un bofetón a alguien y le exigieras, encima, que te pidiera perdón. Pero no tengo a quien recurrir. Sólo a él… ya ti, mi querida amiga.
—Si Néstor te amó una vez como me dices, no debes perder la esperanza.
—No sé qué decirte. La memoria me tortura por lo que hice y no puedo evitar sentirme culpable. Es como si un duende se hubiese introducido en el tapanco de mi casa y deambulara por él haciendo crujir día y noche sus maderas… ¿Oíste eso?… ¿Oíste esos golpes o me estoy volviendo loca?
—Sí, los he oído.
—Parece que llaman a la puerta.
Los golpes eran contundentes, pero opacos. No tenían el sonido ligero de las aldabas, sino otro más áspero y exigente.
Elena se acercó a una de las ventanas.
—La calle está llena de soldados —dijo.
—¡Es lo que me temía, Elena! ¡Debieron ver que venía hacia aquí y me están buscando!
—Cálmate, Clarita. Tranquila. Es en la casa de enfrente. No pasa nada, tranquila.
Afuera, los culatazos estremecían las maderas del portón vecino, y los reniegos y amenazas de los soldados agrietaban el silencio de la noche.