2. Los recodos de un enigma
No pasan más allá del zaguán. Néstor Espinosa cierra la puerta de la calle y se vuelve a Elena Castellanos, sin mostrar intención de seguir al interior de la casa. El apellido de la mujer le es familiar por una farmacia que ha visto en la calle de Santa Rosa, pero su manifiesta amistad con Clara Valdés le hace presentir que lo que quiere decirle tiene que ver con el tétrico espectáculo que acaba de presenciar frente a la Comandancia de Armas. Y en un tono de voz que no oculta el deseo de que la entrevista sea breve, Néstor Espinosa dice:
—Qué desea, señora.
La pregunta es más bien una orden, pero la mujer no parece inmutarse por ello.
—Usted no me conoce —sonríe Elena—, pero yo a usted sí. Después de oír hablar de su persona toda la noche, le confieso que me lo imaginaba tal cual es.
Néstor Espinosa responde con un mutismo intencional. La mujer ha dicho sólo unas palabras, pero es dueña de un carisma turbador. Su voz es serena, sin forzamientos ni inflexiones fingidas. En su gesto hay una serenidad propia de quien ha entrado en la madurez de la vida, y en su mirada, un inequívoco brillo de inteligencia. Son razones suficientes para que el abogado se esconda tras el embozo del silencio. No quiere corresponder a la empatía que la desconocida pretende entablar con él.
—Iré al grano, licenciado —la mujer parece haber comprendido y opta por cambiar el tono con el que había iniciado la conversación—. Le supongo enterado de los últimos acontecimientos.
—A qué se refiere, señora.
—A la conspiración para asesinar a Justo Rufino Barrios.
—Me acabo de enterar.
—¿Sabe que hay detenidos?
—Eso parece.
—Los soldados de la Guardia de Honor siguen cateando casas y deteniendo sospechosos. Anoche nos dieron un susto que no pasó a más de milagro.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso?
—¿Sabía que uno de los detenidos es Joaquín Larios?
Néstor Espinosa endurece la expresión.
—A qué ha venido a mi casa, señora.
Elena Castellanos dulcifica el gesto.
—Le confieso que yo tampoco supe lo que ocurría hasta anoche. Sólo quería saber si estaba usted informado. Ha ocurrido todo tan de sopetón… y tenemos tan poco tiempo.
—Me parece que no está yendo al grano, señora.
Elena exhala un suspiro. Le cuesta comunicarse con el hombre que tiene enfrente, pero no desiste de su tono amable.
—Clarita me ha contado la relación que tuvo con usted. Cómo se conocieron, su correspondencia, su relación íntima, la ruptura, el duelo con Joaquín Larios. Piensa que cometió un grave error, que no actuó como debía, y se siente muy humillada. Tiene un carácter débil, usted sabe, y está muy afligida. Por eso no ha tenido el valor de venir a hablar con usted y me ha pedido que lo haga en su nombre.
Elena Castellanos hace una pausa intencional a la espera de alguna reacción del abogado, pero éste parece una esfinge. No hay nada en su rostro que demuestre haberse conmovido, ni menos estar interesado en lo que acaba de oír.
Al ver que Néstor Espinosa no responde, Elena prosigue con su relación.
—Llegaron ayer a casa de Clara.
—Quiénes.
—Un grupo de soldados. Se llevaron a Joaquín y no ha vuelto a saber de él. Don Ernesto Solís y ella estuvieron ayer todo el día de Herodes a Pilatos, tratando de mover influencias. No pudieron hacer nada. La acusación es muy grave: conspirar contra la vida del presidente y la de su familia. Clara no sabe a quién acudir. El presidente se ha negado a recibir a don Ernesto y ya usted sabe lo que ocurre en un gobierno como éste: no hay defensa legal posible. Clara no sabe a ciencia cierta si Joaquín forma parte de la conjura. Lo más seguro es que no, pero teme que el presidente cometa un desatino. Y usted es su último recurso, la única persona que la puede ayudar.
Néstor se lleva una mano al pecho y dice con sonrisa forzada:
—¿Quién, yo?
—Sí, usted.
—¿Pretende burlarse de mí?
—No, licenciado, no es una burla. Joaquín y Clara han tenido una relación difícil…
—Por favor, señora, no me cuente intimidades que no quiero ni necesito saber.
—Joaquín tenía un lado oscuro, una pasión más fuerte que el amor por Clara. No hay espejo sin azogue. Todos tenemos un lado así, ¿no es verdad? En unos hombres esa pasión puede ser las mujeres, en otros la bebida o… la política.
A Joaquín le gustaba el juego. Jugaba al monte y perdía por hábito. Casi todos los días. Regresaba al amanecer, dormía hasta la hora del almuerzo y, llegada la tarde, volvía de nuevo al tapete. Una a una, Joaquín fue empeñando o vendiendo las propiedades heredadas de su padre, a excepción del negocio de licores y vinos. Estaba muy endeudado y, quién sabe, tal vez se quiso recuperar como hacen los malos jugadores: apostando su resto a la peor baza de todas, que es la baza del poder. En la mesa de juego se hizo amigo de algunos militares inconformes, como un coronel llamado Kopetzky, uno de esos soldados de fortuna que vinieron al olor de la revolución. Quizás le proporcionó, no lo sé, ya digo, el licor a Kopetzky quien lo mezcló con morfina para adormecer a la guardia del presidente y asesinarle. La conspiración falló y el resto ya lo sabe. Por eso estoy aquí, para pedirle ayuda. Usted es de las pocas personas que podría hablar al presidente en favor de Joaquín.
—No, señora. Usted no ha venido a mi casa a pedir ayuda.
—¿Ah, no?
—Usted ha venido a contarme un cuento.
—¿Cómo puede pensar tal cosa?
—Si no es así, entonces es a usted a quien Clara ha engañado para que viniera a tontearme.
Elena Castellanos guarda un breve silencio, vigilada por la mirada atenta e indignada de Néstor Espinosa.
—No he venido a mentirle ni a ofenderle, licenciado, pero le comprendo. ¿Qué hace esta mujer aquí, se dirá usted, ante un hombre a quien no conoce, tratando de convencerle de que salve la vida a quien le quitó la mujer que amaba?
Néstor observa a la mujer con creciente curiosidad. Cada minuto que pasa le sorprende más su pericia para llevar la conversación al terreno que le interesa.
—Vaya —dice, mordaz—, parece que Clara llegó con usted hasta el fondo del asunto.
—¿Podemos sentarnos? —dice Elena, señalando un banco del zaguán—. Estoy algo desvelada, perdone.
—No, señora. Y disculpe la descortesía. Tengo una cita importante. Tal vez en otro momento…
La respuesta deja a Elena desarmada. El hombre no le permite familiaridad ni cercanía. Se ve desconfiado, sospechoso de ella y de sus intenciones.
—Voy a ser franco con usted, señora. Nada tengo que ver en este embrollo. Si Joaquín se metió en él, que vea cómo sale.
—Eso no es muy razonable, licenciado.
—Le ruego, señora, que tenga la…
—Permítame un minuto, ¿sí? Hay una aclaración que debo hacerle. O quizás dos. Una, haber pensado que Clara había fingido amor en sus cartas fue injusto de su parte. Otra, creer que Joaquín le buscó la espalda y le apuñaló a traición, también. En dos ocasiones, usted le devolvió a Clara, sin abrir, la carta en la que ella le juraba que Joaquín fue siempre leal con usted y que ella no le traicionó mientras vivió en el exilio.
—Discúlpeme, señora, pero no puedo seguir esta conversación.
—Clara estaba confusa. Creía estar enamorada de un abogado tímido con vocación de actor. Resultó ser un aventurero. Más tarde un señor de la guerra. Luego un político de tiempo completo. No podía entender a una persona que cambiara tanto. Demasiados papeles, demasiados rostros. Somos lo que somos de manera provisional. No vivimos una identidad, sino varias. Y usted ha pasado por muchas, demasiadas para una persona como ella. Pero su amor fue siempre genuino. Y sus cartas, sinceras. Lo mismo que la amistad de Joaquín. ¿Se habría jugado usted su libertad y su vida, como él lo hizo, cuando le ayudó a huir de la casa de Clara?
—Le ruego una vez más que me disculpe, señora. Tengo asuntos que atender.
Elena hace caso omiso al ademán del abogado, invitándola a abandonar la casa, y con la misma dulzura que ha venido respondiendo al creciente malestar de Néstor Espinosa, hace una nueva pregunta:
—¿Sabe usted por qué Joaquín no le mató el día que se batieron en el Potrero de Corona?
Néstor Espinosa deja aflorar a su rostro un visible gesto de impaciencia. No quiere seguir hablando con esta mujer, pero tampoco puede forzarla a que se vaya. En los ojos de Elena, además, baila un enigma que le ha inquietado muchos años y que pareciera estar a punto de resolverse ahora.
—¿Cómo puede creer que un hombre que usaba el revólver tan bien o mejor que usted errara el tiro a sólo unos pasos?
—Estaba nervioso y falló —responde Néstor—. Tenía miedo. Le tembló el pulso. Eso es todo.
Néstor se da cuenta de la trampa que escondía el comentario cuando ya ha caído en ella. La mujer ha logrado al fin que el abogado entre en el tema que la ha llevado a hablar con él.
—¿Y usted? ¿También estaba nervioso? ¿Después de haber visto la muerte de cerca tantas veces? ¿Falló el tiro por miedo, por nerviosismo? ¿O fue por otra razón?
Elena mira fijamente al abogado.
—Usted no es un asesino. Usted no mató a Joaquín Larios para que Clara no sufriera, pero también porque no deseaba llevar en su conciencia la muerte de un hombre que, pese a todo, había sido su amigo. Lo mismo que hizo Joaquín. Curioso… ¿O no lo es que, en el día y la hora acaso más intensa de sus vidas ambos pensaran de la misma forma? Por suerte, los dos se dieron cuenta a tiempo de que estaban cometiendo un despropósito y ninguno quiso llevar en su conciencia la muerte del amigo ni el sufrimiento de la mujer que amaban.
Néstor Espinosa trata de ignorar la revelación. Se siente desnudo e intenta cubrirse.
—¿De dónde sacó esa historia, señora? ¿Cómo se atreve a hablar de cosas que ignora sobre personas a quienes no conoce?
—Joaquín se lo confesó a Clara un día. Debió de pasar un mal momento mientras usted le apuntaba. En cuanto a usted, licenciado, sólo puedo especular. Usted conoce su verdad. Joaquín, la suya. Pero sospecho que en ambos casos es la misma. Con una diferencia, licenciado. Que Joaquín falló primero. No sólo no tiró a dar, sino que puso su vida en manos de usted. Si con ese gesto quiso enviarle un mensaje, es cosa que ignoro. Aunque tengo la impresión de que fue así y que usted lo entendió de esa manera. Se sentía, lo mismo que Joaquín, incapaz de matar a un amigo. Y resolvió disparar al aire, como había hecho él. La vida se nos desordena sin quererlo, licenciado, y por motivos que no siempre alcanzamos a entender. Pero quizás, después de todo, la vida no sea irreversible.
—Tal vez no lo sea para usted, señora, que no parece tener muchos problemas.
—¿Eso cree? ¿Sabe lo que es quedarse viuda y con tres hijos, después de tener la vida hecha? Mi esposo se suicidó hace dos años. Trabajaba en un banco de Hamburgo. Hizo un desfalco y, cuando le descubrieron, no soportó la idea de ir a prisión. Tuve que regresar a Guatemala y emprender aquí una nueva vida. Por suerte, mi familia me permitió habitar la casa de mi padre. Había estudiado farmacia en Liverpool, así que abrí una modesta botica. Y créame, no ha sido fácil, en un país donde los pocos farmacéuticos que hay son hombres. No pretendo ser ejemplo para nadie, pero, sí, soy de las que cree que podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas y que, a veces, un pequeño sacrificio nos redime. Es todo lo que necesitamos para recobrar nuestra salud mental. Nadie sabe quién es ni cuánto vale hasta que descubre sus carencias y sus limitaciones y sabe sobreponerse a ellas. Yo lo hice por mis hijos. Volví a empezar, tras haberlo perdido todo. Y pude darme cuenta en ese tiempo de que nuestra felicidad depende, en gran medida, de hacer felices a las personas que amamos.
La expresión de Elena es ahora suplicante.
—Don Ernesto Solís ha oído que el presidente se propone ejecutar a algunos de los detenidos, sin hacerles juicio formal. Una arbitrariedad de las tantas que se gasta don Rufino. Sólo le ruego que hable con él, sólo eso.
—Está soñando, señora. No sabe lo que me pide.
—Usted conoce bien al presidente.
—Y usted lo subestima, señora. Lo más sensato que un hombre puede hacer en estas circunstancias es evitar pedirle algo así.
—A un setentaiunista genuino, como usted, a un hombre de la vieja guardia, no le puede cerrar la puerta. Usted luchó codo con codo a su lado, incluso le salvó la vida.
—También sabe eso.
—Clara me lo contó.
—Estamos perdiendo el tiempo, señora. Rufino no entiende de piedad.
—Sólo le suplico que lo intente.
—Pedirme eso es una ingenuidad. Pedírselo a Rufino, una extravagancia. El presidente sólo escucha a los aduladores y a los delatores, no a quienes demandan clemencia. Quienes se atreven a hacerlo, sólo se exponen a un ultraje o una paliza.
La mujer cierra los ojos y asiente con un frunce resignado.
—Lamento mucho que piense así. Creo que venir aquí ha sido un error.
—No es culpa suya.
—Claro que lo es. Buenos días, licenciado.
Elena se dirige rápidamente hacia el portón. Néstor reacciona y la alcanza a tiempo para echar mano a la puerta y abrir. Antes de traspasar el umbral, no obstante, Elena se vuelve a Néstor y, con voz casi imperceptible, murmura:
—Si no desea hacerlo por Joaquín, hágalo al menos por ella. Cuando dos personas se han amado tanto, no pueden dejar de socorrerse, y menos cuando en la ruptura no ha intervenido ni la maldad ni la mentira, esos dos malos espíritus que, por lo que veo, le han atormentado estos últimos años.
Néstor cierra el portón y se queda con la espalda apoyada en los cuarterones de madera. Sólo una hora antes, el día tenía aspecto de paloma en vuelo. Ahora es un repugnante zopilote. Creía tener el aplomo, o cuando menos la experiencia, para manejar su vida sin tropiezos, pero en su vida siempre parece surgir algo que bloquea sus propósitos cuando está a punto de alcanzarlos, algún barranco, alguna barrera. Una mujer le visita, le recuerda algunas cosas del pasado y se produce el alud, auxiliado por el perturbador espectáculo que acaba de presenciar frente a la Comandancia de Armas.
¿Qué me falta, qué me sucede?, se pregunta. Si este asunto no me incumbe, entonces ¿por qué me inquieta? Entre Clara, Joaquín y yo hay una distancia insalvable, ¿por qué han de preocuparme sus vidas? ¿Y por qué esta desazón? Pues, se escucha a sí mismo responder, porque unos nacen para ser trigo, otros para ser piedra de molino. Y tú debes de pertenecer al primer grupo, siempre con el peso de la piedra encima, siempre triturado por esa conciencia despiadada y hostil que tanto se parece a la voz de tu madre. Creías haberte librado de tus brujas, pero otra vez están de regreso, como los piratas del Grijalva, como la tropa de Tacaná, como las Furias, diosas infernales, hijas de la muerte y de la noche, encargadas de ejecutar los castigos impuestos a los hombres por los dioses y de llevar a buen término la reparación moral por los daños causados. Otra estupidez, pues, ¿qué reparación moral tienes pendiente? Nada tienes que ver en este pleito, pero, ¿qué puedes hacer para librarte de su ruido? Irte de aquí, eso es, alejarte de todo este asunto. Despojarte de la levita y los botines, ponerte ropa de campo y unas botas de montar. Te harán bien unos días en Ciudad Vieja, lejos de todo y de todos.
—Pasó por aquí don Chico Andreu —le sorprende la voz de Josefa, una mujer de edad madura y gesto afable que le administra la casa—. Me encargó que le dijera que le espera a almorzar. Que su esposa ha hecho demasiado fiambre y que, si no va usted, teme que tenga que comer toda la semana de lo mismo. Y que van a llegar los muchachos.
—Gracias, Josefa.
Eso está bien. Irás un rato a casa de Chico. Sólo para saludar. Después te marcharás a Ciudad Vieja. Necesitas caminar entre barrancos, cabalgar, oxigenarte.
—También trajeron este sobre.
—¿Quién lo envió?
—No lo sé. Lo echaron por debajo de la puerta.
Néstor abre el sobre. Hay una nota breve y una lista. La nota dice:
Si desea averiguar quién fue el hombre que les delató en Las Acacias, en Villahermosa, en Tacaná y Retalhuleu, y desea saber por qué ocurre lo que está ocurriendo, puedo darle información que le interesa. Acuda mañana a las doce, frente al Almacén Áscoli, a la vuelta del Portal del Comercio. Alguien que usted conoce le estará esperando. L. O.
Examina el otro papel. Es una lista de nombres y está escrito con letra diferente. Cuenta las personas. Son doce y todos miembros de La Hermandad del Gorro Frigio. Su nombre es el último de la lista. El documento, sin firma ni cabecera, concluye de manera extraña. La segunda ese de Espinosa está incompleta. Apenas iniciada la escritura, el trazo cambia en forma abrupta, como si el amanuense hubiese sufrido un mareo o un empujón y la pluma hubiese cruzado el papel con un largo garabato.
—¿Lograste hablar con él?
—Sí, Clarita. Hablé con él.
—¿Le contaste?
—Sí.
—¿Y qué impresión te dio?
—No pudimos hablar mucho tiempo. Tenía prisa. ¿Qué impresión? La de un hombre que ha pasado por todo y sabe todo y no quiere que sus fantasmas resuciten.
—¿Qué te dijo? ¿Hablará con el presidente?
—No te lo puedo asegurar.
—Pero, ¿notaste en él voluntad de hacerlo?
—Quisiera decirte que sí, pero te engañaría. Hice todo lo que pude para que así fuera.
—Su despecho es más fuerte que su voluntad.
—Fue reticente, sí, pero tal vez no a causa del despecho. Sería más justo decir que sigue herido.
—No quiere saber nada de Joaquín ni de mí.
—A primera vista. Algo me dice, sin embargo, que su ánimo es distinto al que aparenta y que no todo está perdido. Las personas cambian de opinión cuando menos se espera. Hay que mantener la esperanza.
—¿Le dijiste que mis cartas nunca fueron fingidas, que Joaquín nunca le fue desleal?
—Le dije eso y otras cosas.
—Entonces es que todavía le dura el rencor.
—No sentí que fuera un hombre rencoroso, pero sí alguien a quien le escuecen sus cicatrices. Habla poco, además, como me habías dicho. Quiero decir, no se explica o no quiere explicarse. Y es difícil llegar a él. No se deja. Superó su crisis personal y no permite que se la revuelvan o se la despierten.
—Fui una ilusa, Elena. Por un momento creí que no todo estaba perdido, que aún podía quedar algún rastro de lo que hubo entre él y yo. Qué tonta. Y qué desconsiderada contigo por meterte en este enredo.
—No te culpes. La vida tiene estas trampas. En cuanto a mí, no lo sientas. Lo hago con todo gusto.
—Fui yo quien le torció la vida. No tuve la comprensión ni la paciencia. ¿Cómo reprocharle ahora que no quiera ayudarme?
—Quizás Néstor no era lo que tú buscabas. O tal vez nunca lo supiste.
—Te agradezco lo que has hecho, Elena, pero creo que debo ser yo quien hable con Néstor, saltando por encima de mi vergüenza.
—Es un mal momento, Clarita. Lo vi confuso. Cuando le dije que Joaquín había disparado al aire, percibí que su semblante se alteraba. Déjale que lo medite.
—No tenemos el tiempo, tú lo sabes.
—¿Has sabido algo más de don Ernesto?
—Ha de estar muy ocupado, moviendo pitas. ¿Qué puedo hacer, Elena?
—Por ahora nada. Sólo esperar. Pero no aquí, en esta casa. Vente a la mía con tus niñas. Te caerá bien. Mis hermanos han de estar allí, esperando a que yo llegue para comer el fiambre. Debo atenderles y tú no adelantas nada quedándote aquí sola. Si el licenciado Solís tiene alguna noticia, nos la hará llegar, no te preocupes.