RESIDENCIA DEL CAOS
Una imagen, la secuencia previa a los títulos de crédito de un film entre la vida y la muerte, El último tango en París. En la penumbra del cine Victoria surge en la pantalla una figura —un cuerpo, ¿el de George Dyer?— como una deflagración. Te sientes inmediatamente atrapado. Experimentas algo físico. ¿Serán las notas desgarradas del saxofón de Gato Barbieri? O quizá, ¿será a causa de ese cuerpo, sólo a causa de ese cuerpo que se retuerce, ese cuerpo enroscado sobre sí mismo que grita su dolor? Colores de sangre y de vida, los de las carnes venenosas de un cadáver maquillado. De un cuerpo desnudo y aislado. Me parece que fue así como descubrí por primera vez una imagen de Francis Bacon. Empecé percibiéndola como tal imagen, antes de captar su aspecto puramente pictórico. Sin duda había visto otros cuadros suyos, en alguna otra parte, antes de recibir un segundo impacto. Fue en la galería Claude Bernard, espacio bajo y sombrío donde experimenté la curiosa sensación de entrar en los cuadros mismos y fundirme con ellos. La pintura encontraba allí toda su intensidad, ejerciendo su poder de apabullar hasta el paroxismo. Como una llamada paralizadora. Era sin duda la manifestación de lo que el propio artista denominaba «the brutality of fact» [la brutalidad de los hechos] cuando hablaba de Picasso.
En adelante, a mis ojos, Francis Bacon iba a encarnar la pintura más que ningún otro artista. Una evidencia. Desde esos tiempos de juventud, su pintura ya nunca me abandonaría. Porque se engancha a ti, vive en ti, contigo. Un tormento que se aferra y no te suelta más. Sus «personajes en crisis generalizada» —crisis moral, crisis física—, como escribe el crítico inglés John Russell, viven a tu lado y te recuerdan sin cesar que la vida es esa cuerda tensa tendida entre el nacimiento y la muerte. Esa vida que te aporta visiones exacerbadas, un vecino de hospital, de asilo, a veces de sí mismo. La pesadilla está cerca: dolores, gritos, un cuerpo replegado sobre sí mismo, concentrado en las contorsiones, en el sufrimiento incluso. El terror se mantiene ahí, instalado en esos personajes que aúllan en silencio. Una crueldad desplegada y visible, revelada por esos hombres tapiados en un cuadro espacial. Siempre es momento de bordear lo atroz, un accidente te reduce a un paquete de músculos abiertos. En la espera, posible, de una resurrección.
Durante la década de 1980, mi trabajo de periodista en la sección de arte de L’Express puso a mi alcance la oportunidad de encontrarme con el artista. Conseguirlo no fue fácil. Tras cursar la petición de entrevista a su galería de Londres, la Marlborough Gallery, tuve que esperar pacientemente durante casi tres años antes de recibir una invitación —remitida por Miss Valerie Beston, a la que el artista llama «Miss B»— con la que ya no contaba. En esas circunstancias, pues, me reuní con Francis Bacon en su taller londinense, en Reece Mews, 7, South Kensington. Seguirían otras visitas. Los primeros encuentros se convirtieron, poco a poco, a lo largo de los años, en conversaciones, diálogos ininterrumpidos, que proseguíamos en París o en Londres, en función de nuestros desplazamientos y nuestros viajes.
Bacon me había advertido: «El timbre no funciona; dejaré la puerta del taller entreabierta». Se accedía a aquel antiguo pajar y vivienda del cochero, situados encima de la caballeriza transformada en garaje, por una escalera estrecha y empinada que era mejor trepar en ayunas. Cosa que, a priori, no molestaba al artista. No era raro, por lo demás, que te diera la bienvenida en el descansillo con una de sus famosas carcajadas y un vaso en la mano. Es un hombre elegante: botines negros de cordones, pantalón de franela gris, una cazadora de cuero, camisa rosa, corbata de punto oscura, y tiene algo de estrella de rock. Los ojos 3 azul claro y los cabellos planchados, de un caoba sabio. Aquel ser tan terriblemente vivo sabía hacerte compartir su agudo sentido de la tragedia y la comedia mezcladas, como uno de sus autores favoritos, William Shakespeare. Francis Bacon también podía dejarte desconcertado con su simplicidad y su lucidez, uniendo con naturalidad delicadeza y violencia, mesura y desmesura.
En mi primera visita, en 1982, Bacon me avisó: «He dormido mal, he tenido ataques de asma». Aun así estuvo de buen humor y mostró una cortesía exquisita. Quedé sorprendido al ver el confort elemental y familiar con que vivía desde comienzos de los años sesenta. Del precario alojamiento inicial, Francis Bacon había conservado los cordajes a guisa de rampa y el suelo de listones de madera. Las tres habitaciones se dividían así: dormitorio-rincón del despacho, cocina-aseo y, por supuesto, el taller, conforme a los clichés aparecidos aquí y allá en la prensa.
En cuanto llego me empuja hacia el rincón del despacho, me ordena sentarme y desaparece en la cocina, de donde regresa con café. Tengo el tiempo justo de fijarme en el cubrecama bordado, recuerdo de una de sus estancias en Tánger, una desvencijada cómoda Luis XIV de Boulle y un canapé de terciopelo descolorido y de estilo improbable sobre el que se amontonan camisas guardadas en sus fundas de plástico de la lavandería. Y, por todas partes, libros y más libros. Escritos de Giacometti, Georges Bataille, Picasso, obras de arte egipcio… Sobre la repisa de la chimenea están las obras completas de Proust en una edición francesa y, en un marco dorado, una fotografía de George Dyer, su compañero, que se suicidó en París en 1971. A la escasa, casi íntima luz del cuarto, el artista lee, duerme y recibe visitas. Detrás de nosotros, un espejo estrellado ocupa todo un paño de pared y devuelve la imagen difractada de los armarios empotrados de la entrada. Sus brillos concéntricos son el rastro de un cambio de humor de mi anfitrión, que un día lanzó un cenicero contra un invitado poco delicado… No me contará más que eso. No insisto.
Conmigo es un hombre afable, atento, accesible, como pocas veces. De vez en cuando asoma un furor secreto.
En el curso de esas conversaciones, cuando, según el momento, había que ir a buscar una botella de vino o unas tazas de café, me arrastraba a la cocina-aseo donde se distinguía un lavabo pintado y repintado, un tendedero encima de un polibán, utensilios de cocina junto a los de tocador… Clavadas en las paredes, reproducciones de sus obras: «Es para vivir con ellas, impregnarme de ellas y, por otro lado, ¿qué otra cosa puedo poner?».
Finalmente, la habitación importante, el taller. El antro. Un lugar protegido con celo. La realidad supera con creces lo que hasta entonces había entrevisto en catálogos y revistas. Cierto que no es el primero ni será el último artista en acumular tantas cosas: una foto del pintor Walter Sickert acompañado de su mujer en su estudio muestra el suelo cubierto de estratos de periódicos y de detritos diversos… Sobre el entarimado de Bacon hay residuos de todo tipo que forman una especie de compost de sedimentos, una costra rugosa: lo opuesto a la limpieza «clínica» de sus cuadros, que sin embargo nacen aquí, y cuya anchura no puede exceder la diagonal de la ventana. Zapatos desparejados, guantes de goma rosa, platos, esponjas viejas, libros abandonados con páginas rasgadas, fotografías arrancadas… y pirámides de pinceles. Se disculpa: «Es que toda mi vida no ha sido más que un vasto desorden».
Regueros de colores —anaranjado, violáceo, amarillo vivo, rosa estridente— corren por el suelo y trepan por la puerta y las paredes. El taller, iluminado por una claraboya en el techo y una bombilla desnuda, no es sino una paleta inmensa. Y una invitación a pintar. Este desbarajuste es el centro mismo de la imaginación pictórica de Bacon. Lo he visto engancharse a un tríptico dedicado al torero Ignacio Sánchez Mejías, muerto en combate, a partir de un poema de García Lorca. Más adelante sabré que sólo conservará el cuadro de la derecha del tríptico. El artista no revela todas sus fuentes, no cuenta sus secretos de fábrica, algunos de los cuales se han descubierto después de su desaparición al investigar los documentos amontonados en su taller.
En una de mis visitas —¿fue en la primera?— le propuse sacarle algunas fotos con una modesta cámara desechable adquirida en el aeropuerto. Son, creo, las únicas fotos que he hecho en mi vida. Él se prestó al juego, se divirtió posando y me permitió sacar algunas indiscretas fotos del lugar. Clichés que no tienen más valor que el testimonial.
Las «conversaciones» que siguen se mantuvieron en francés, lengua que Bacon dominaba con la picardía de un dialéctico antiguo. Reúnen la mayoría de los grandes temas que el artista no dejó de abordar, a los que dio vueltas con obstinación durante toda su vida: el arte, la vida, la muerte, las pasiones, los grandes temas universales…, pero también su trabajo, sus amistades, sus viajes, sus lecturas, el alcohol, Picasso, Giacometti, Velázquez, of course, e incluso su interés por el videoarte… Hablar le divertía. Hablar le excitaba. Hablar era también un arte para él. No dudaba en volver y volver sobre un tema, desmenuzar una idea, cebarse con una palabra para desnudarla mejor, armado de varios diccionarios si era preciso…, predicando, también, a su manera, un discurso sabiamente meditado hasta la más mínima evocación, como si quisiera, una vez más, dejar a la vista sus demonios familiares. Siempre exigente, alguna vez con lagunas. Provocaba —adoraba provocar— y seducía, no sin humor. Entre las charlas grabadas y las notas que tomé durante nuestras entrevistas, he tratado de escoger las frases que expresan mejor la proximidad, sencillez y complejidad —y también la extrema ambigüedad— de un hombre entregado a su pasión, a la pintura.
F. M.