En su taller, a la vuelta de un almuerzo bien regado.
FRANCK MAUBERT: Pasó usted un período de su vida en Marruecos.
FRANCIS BACON: En los años cincuenta tuve un apartamento en Tánger. En 1956 Tánger era una zona franca, internacional y contrabandista. Y eso era divertido. No perteneció a Marruecos de nuevo hasta 1957. Volví por allí con un amigo hace cuatro años para huir de las navidades. En Londres es una época completamente idiota. Vivíamos en un hotel, en el Minzah. E incluso allí habían creído conveniente adornar un gran abeto en medio del patio.
F. M.: ¿Y trabajó, pintó cuando estuvo allí?
F. B.: Muy poco. Me divertía. Salía siempre…
F. M.: Frecuentaba aquella famosa pequeña comunidad de artistas, ¿no?
F. B.: Sí, yo estaba con Peter Lacy. Conocí a un grupo, el grupo que se había creado en torno a Paul Bowles y su mujer Jane… Me gustaban mucho sus libros y me gustaba su cara, sus rasgos, siempre en movimiento, imposibles de capturar. Jane me intrigaba. Estaban rodeados de gente de toda clase, artistas, actrices… Y también eran amigos de Ahmed Yacoubi, un joven pintor.
F. M.: ¿Y Ginsberg?
F. B.: Cuando conocí a Alien Ginsberg le propuse bebemos una botella de champán y me respondió con esta frase maravillosa: «¡No vamos a beber champán en un país pobre!». Él y sus amigos fumaban hachís o tomaban majoun todo el día. Alien Ginsberg, William Burroughs, Brion Gysin, Peter Orlovsky…, todos llevaban siempre mucho dinero encima. (Risas).
En Tánger conocí también a Tennessee Williams, al que apreciaba mucho. Era una persona encantadora, pero tan depresivo… Tenía una mirada tan triste. Se pasaba el tiempo con jovencitos marroquíes y no podía, no quería entender por qué no estaban enamorados de él. Eran prostitutos; uno puede enamorarse de ellos, pero ¡hay que aceptar que te engañan!
Se ríe.
F. B.: Por la noche siempre acabábamos en el Dean’s Bar, que regentaba Dean, mitad inglés, mitad egipcio. Todo tenía tanta gracia, era tan divertido en aquel tiempo… Me gustaba Tánger, la casbah se ha conservado bien y el vino no es tan malo. Desde la desaparición de Jomeini hay muchos iraníes. ¡La colonización ha triunfado! Marruecos es el Canadá del mundo árabe, aunque con menos árboles; {Risas).
Entusiasmado, continúa evocando aquel período.
F. B.: Y a mí me gustan los marroquíes, son una gente encantadora. Adoran el whisky, pero no pueden beberlo. Casablanca es una ciudad triste, prefería Mogador, que después se llamó Essaouira, y su paseo al borde del mar, ese precioso puertecito de pescadores de la costa atlántica al sur de Casablanca. Pero hoy día es un país que, como muchos otros, se ha vuelto demasiado turístico… En aquel tiempo era extraordinario y divertido. Tenía ese aroma de lo prohibido… Al lado de la ciudad vieja han levantado una ciudad nueva: a mi modo de ver, un desastre… Entonces me veía con muchas personas que no eran aceptadas por la sociedad convencional.
Hoy todo ha cambiado. Está más de moda Marrakech, ¿no? Tánger se ha vuelto demasiado sofisticada, demasiado mundana y amanerada. Van allí en jets privados. Todo ha cambiado en Marruecos, quizá hasta los camellos…
Se ríe a carcajadas.
F. M.: Ríe usted a menudo. ¿Por qué?
F. B.: Todo me divierte. Es mejor reírse de todo. Si no, la vida sería de lo más siniestra.
Francis Bacon adopta una voz grave.
F. B.: «That’s all the facts when you come to brass facks: birth and copulation, and death…» [Eso es todo cuando vas directo al grano: nacimiento, cópula y muerte…].
Me gustan estos versos de T. S. Eliot, ¿qué más se puede añadir a eso? Nacemos solos, morimos solos. Y si conseguimos hacer algo entre esas dos cosas, tanto mejor. La vida es la aventura más grande de todas, ¿no?
F. M.: Y la creación…
F. B.:… y la creación. Quizá.
Se marcha; luego vuelve y se sienta pidiendo disculpas.
F. M.: En Francia el Estado suele ayudar y mantener a sus artistas. ¿Qué piensa usted de esas ayudas?
F. B.: No es bueno ahogar a los artistas con ayudas. Eso conduce a lo convencional, al academicismo y, en cierto modo, a una normalización del arte. Y todo el mundo termina haciendo las mismas cosas. Actualmente hay demasiado academicismo: ninguno de esos artistas persistirá, aunque nadie sabe lo que pasará con el tiempo. Sucederá más o menos lo mismo que pasó con toda aquella pléyade de pintores pompiers del siglo XIX.
De repente se subleva, se ofusca, adopta un tono colérico.
F. B.: Aquí, en Inglaterra, a Margaret Thatcher le importan un bledo el arte y las ciencias. Es un escándalo, no da ni un penique para investigación. Eso me molesta.
Se calma al momento.
F. M.: Entonces, ¿qué hace hoy un artista?
F. B.: ¡Oh, muchas cosas! Lo primero que hace falta es estar totalmente de acuerdo con el tema. Es preciso que el tema te absorba por completo. Sino, si no tienes un tema que te roa por dentro, caes en lo decorativo. Se pueden encontrar cosas, sacar temas de los libros, de lo que te rodea, pero eso no basta. Ni aunque conozcas toda la historia del arte desde Egipto hasta nuestros días. Muchas veces eso resulta insuficiente. Yo necesito cosas que me emocionen profundamente. Lo que no siempre funciona.
F. M.: ¿Por ejemplo?
F. B.: Por ejemplo, las imágenes de animales salvajes corriendo. Es algo suntuoso, que me interesa en el sentido de que puede despertarme a una forma de tratar el cuerpo humano. Es algo que me excita, pero que no funciona. ¿Sabe?, es difícil ser artista.
F. M.: ¿Qué es un artista?
F. B.: No hay que tener demasiado ego…
F. M.: Sabemos que usted es uno de los pintores vivos mejor cotizados, y cuando se pronuncia su nombre la gente se pregunta enseguida qué hace usted con su dinero. Y aún se lo puede preguntar uno más cuando ve la gran austeridad con la que vive y trabaja. ¿Qué hace con el dinero?
Francis Bacon, como tantas veces, se ríe a carcajadas y barre la superficie de la mesa con el revés de la mano.
F. B.: ¡Ah, el dinero! ¡Mi dinero! El dinero, ¿sabe usted?, me importa un bledo. ¡No me dedico a la pintura por dinero! Doy bastante. La mayor parte de lo que gano es para mi hermana, y para uno de mis amigos más queridos. {Risas). Mi hermana es nueve años menor que yo y vive en Sudáfrica. Y pago impuestos, ¿sabe?, que aquí en Inglaterra son enormes. Me quitan más de la mitad de lo que gano, pero me importa un bledo. No me parece escandaloso. Hay que ayudar a los hospitales, por ejemplo. Ahora los servicios de salud están cambiando…
F. M.: Dicen que a veces reparte fajos de billetes entre desconocidos, por la calle, de noche…
F. B.: ¿Quién le ha contado eso? Sí, es verdad, ha ocurrido alguna vez, por la noche, en la calle… ¿Qué importancia tiene?
F. M.: De todos modos, con su dinero ayuda también a personas cercanas en dificultades, es generoso…
Se encoge ligeramente de hombros.
F. B.: El dinero es para gastarlo, ¿no cree?
F. M.: De manera que el dinero no le interesa.
F. B.: ¡Claro que sí! ¡Sí, me gusta el dinero! Pero yo no tengo necesidades, invito a los amigos, viajo de vez en cuando. Tengo muy pocos gastos. Me gusta ir a buenos restaurantes. Y comprar ropa, también…
F. M.: ¿Ropa? Pero si casi siempre lleva las mismas camisas y la misma cazadora.
F. B.: ¿De verdad? (Risas). Cuando uno envejece se vuelve tan espantoso que hay que compensarlo con la ropa. La ropa ayuda. El dinero sirve para tener una vida menos imposible.
F. M.: Se encuentra espantoso, pero aun así se ha representado bastante. Todos esos autorretratos…
F. B.: Soy viejo y feo. Y detesto mi cara, igual que me resulta penoso oír mi voz. Es espantosa. Lo mismo que ver fotos de mí mismo. Cuando hacía autorretratos era porque en aquel momento no tenía a nadie más a quien pintar. ¿Sabe usted?, Franck, he perdido muchos amigos. Prefiero a la gente guapa. La juventud lo es todo.
F. M.: De todos modos, tortura usted la belleza…
F. B.: Me gustan las heridas, los accidentes, las enfermedades, todo aquello donde la realidad abandona sus fantasmas… {Risas). Pero bueno, la fealdad puede ser interesante y fascinante, ¿no?
F. M.: La famosa «belleza de los feos».
F. B.: Cuando la mayor parte de las personas considera «espantosa» una escultura, es que no entiende en qué puede ser extraordinaria. Es una cuestión de percepción, de cultura y de sensibilidad. De instinto, más bien. Pero, una vez más, la mayor parte de las personas no siente el menor interés, sobre todo…
F. M.: Parece ser que sus amigos le llaman «Eggs» [Huevos].
F. B.: Eggs! Bacon and eggs! (Ríe). ¿Sabe, Franck?, yo no tengo amigos. Los pintores… A Frank Auerbach ya no lo veo nunca. Lucien Freud, el nieto de Sigmund, ya no quiere verme… No ha querido prestarme su retrato para mi retrospectiva en la Tate Gallery. Me gustan mucho sus trabajos, sobre todo los retratos, pero ya no nos vemos nunca. Las amistades nacen y se deshilachan. Mis amigos están muertos. Y al envejecer cuesta mucho más hacer amistades.
F. M.: ¿Es un solitario?
F. B.: En cierta forma. Voy conociendo gente en los pubs, pero la gente no me quiere.
F. M.: ¿Y la crítica?
F. B.: ¿Qué crítica? (Una pausa; luego, adopta un tono casi jovial). Alguien escribió a propósito de mi pintura: «La carne del reverso de la cara, que mira». Eso me parece bastante ajustado, ¿no?
F. M.: Una cabeza-carne… Dice usted que no es querido, sin embargo disfruta de una notoriedad internacional.
F. B.: No me puedo quejar. Mis cuadros son muy difíciles de vender. Es aberrante la moda de comprar telas para adquirir una identidad. Es verdad, ¿no? A los compradores eso les ayuda a existir. Hoy día la pintura se toma demasiado como una inversión.
F. M.: Ciertos artistas contemporáneos lo han entendido perfectamente y hacen de su trabajo una mercancía.
F. B.: Hoy día todo es tan falso, tan fabricado, tan artificial. Como Schnabel… Cito a Schnabel, pero hay muchos otros. Yo amo la pintura de verdad, la pintura que no miente.
F. M.: ¿Y la pintura de su compatriota David Hockney?
F. B.: Traté mucho a David, pero ya no lo veo nunca, como me ha pasado con los demás. Su exposición en la Tate tuvo mucho más éxito que la mía. Es más halagador, se podía ir a ver con la familia.
F. M.: ¿Y los otros pintores?
F. B.: En la pintura contemporánea no hay nada. Siempre he tenido la esperaba de que salieran jóvenes, pero no hay nada. Lo triste es que hoy en día todo es demasiado académico. Picasso le retorció el cuello al academicismo… En sus retratos, como Dora Maar o Marie-Thérèse Walter, se ve el interior del ser.
F. M.: Y… ¿Balthus?
F. B.: Academicismo logrado. Mi preferido es el Tassage de Commerce Saint-André-des-Arts, con el enano…
F. M.: ¿Y qué piensa de los artistas que utilizan el vídeo, esos que llaman «videoartistas»?
F. B.: ¡Ah! Me gustan sobre todo las «videoesculturas» de una artista, belga, creo, Marie-Jo Lafontaine. En particular su trabajo a partir de García Lorca. Recreó el espacio de una plaza de toros con varios televisores. El espectador se encontraba cercado por las imágenes. Me acuerdo también de Victoria; era interesante: dos mujeres que disputaban. Era extraordinaria, añadía un imposible… Y en White Chapel, en 1986, que se titulaba, creo, Las lágrimas de acero: piensas que estás mirando unas caras, pero son ellas las que te ven y te miran fijo.
F. M.: ¿Se puede aprender a ver, a ser sensible y receptivo?
Pone cara de preguntárselo a sí mismo.
F. B.: Es difícil explicar por qué Joyce es un gran escritor. Ulises es su mejor libro, allí ha torturado, triturado, despedazado el idioma… Inventó una técnica, un estilo, que va bastante lejos. Me gustan los que investigan, los que desmontan, los que deshuesan, los que inventan. De ahí mi gran interés por la obra de Picasso. Picasso me gusta muchísimo.
F. M.: ¿Qué le apasiona tanto de Picasso?
F. B.: Todo. Todo Picasso. Como hombre es fascinante. Y su abundante obra, tan imprevisible. Sus esculturas, sus dibujos. Si no llega a ser por él, creo que yo jamás hubiera tocado un pincel.
F. M.: Tiene usted también una verdadera pasión por el arte egipcio.
F. B.: Adoro el arte egipcio. La estatuaria egipcia es algo que nos está gritando de verdad.
Se pone de pie y coge de la chimenea un libro de fotos dedicado a Egipto. Lo abre al azar.
F. B.: La estatuaria egipcia es la más grande del mundo. ¡Mire, mire! Este escriba con los ojos perfilados en verde, por ejemplo: es de un realismo que te salta a los ojos como un estallido. Es lo que querían hacer los surrealistas pero no lo consiguieron. Sólo, tal vez, Picasso ha llegado a ello alguna vez.
Va pasando páginas y se detiene. Se acerca el libro a unos pocos centímetros de los ojos.
F. B.: Es una escultura de madera de sicomoro, la cabeza de un jefe de poblado. ¡Qué fuerza en la expresión! Conocerá también las de Rahotep y su esposa, del Museo del Cairo: son las obras más maravillosas que conozco.
Hojea el libro en silencio; luego continúa.
F. B.: Lo siento mucho, pero sólo la pintura me mueve a intentar hacer alguna cosa, sólo la pintura me incita a expresarme. He probado con la escultura, hace ya tiempo: no salió nada. Nada. ¿Quiere un vaso de vino blanco? Tengo un Chardonnay en la nevera.
Vamos a la cocina-aseo. Coge una botella.
F. B.: ¡Ah! Es un Chablis.
F. M.: ¿Qué le impulsa a seguir adelante?
F. B.: Quiero trabajar hasta que me muera. Hacer las cosas mejor me excita. Hacerlas mucho mejor. Alguna cosa que me emocione…
F. M.: ¿De dónde extrae su energía?
F. B.: No lo sé. No tengo ninguna razón, ¿sabe? Soy optimista por naturaleza a pesar de no creer en nada. Soy una especie de nihilista optimista. ¡Ja, ja, ja!
Se ríe, da media vuelta con la botella de Chablis de Harrods en la mano y sirve las copas.
F. B.: Este vino es un poco dulce, ¿verdad? Es difícil encontrar buenos vinos en Inglaterra. Los hay, pero a precios desorbitados, sobre todo el blanco. Es muy caro, pero bueno… Muchas veces lamento no tener mi apartamento en París. Estaba en la calle de Birague, entre la plaza de los Vosgos y la calle Saint-Antoine. Tenía un cuarto grande en el segundo piso, la luz era buena. Mejor que aquí. Pinto siempre con luz del día. Y adoro la luz de París. La prefiero a la de Londres. Pero ¡allí prefería salir que trabajar! París es, para mi gusto, la ciudad más bella del mundo. Voy de vez en cuando, como he hecho siempre. Le dejé el estudio a Michael Peppiatt. En París me paseo, pero allí conozco muy poca gente. En el mismo inmueble de la calle de Birague, que era muy antiguo, vivía aquel pintor de origen yugoslavo, se llamaba…
Intenta recordar el nombre.
F. M.: ¿Velickovic?
F. B.: Eso es, Velickovic. Tenía un apartamento estupendo. Era encantador, pero sus trabajos no me gustan demasiado. Puede que se inspirase un poco en lo que hacía yo. Pero, por qué no «pillar» de los demás si así se va más lejos… Su mujer era un poco…, ¿cómo lo diría? Intrigante.
F. M.: Creo que Velickovic utilizó flechas, como usted. Ya sabe, como cuando señala una rodilla herida, por ejemplo. Por cierto, discúlpeme, pero nunca he comprendido para qué sirven esas flechas.
F. B.: Es verdad, ya no tienen razón de ser, no es el primero que me lo dice. Esas flechas son una manera de señalar, de subrayar, de insistir. Pero ahora me parecen más bien ridículas. Las encuentro inútiles, igual que usted. Tiene toda la razón. Si se añadiera una flecha al rostro de este escriba, por ejemplo, sería una idiotez. (Me señala la reproducción de un busto en el libro de antigüedades egipcias).
F. M.: Actualmente los pintores que le imitan son multitud.
F. B.: ¿Lo cree de verdad?
Silencio.
F. M.: ¿Pinta por la mañana temprano?
F. B.: Me encanta levantarme hacia las seis, no me cuesta nada, y en Londres la luz de primera hora de la mañana es la mejor.
F. M.: ¿Cómo se desarrolla una jornada de Francis Bacon? ¿Se pone a pintar sólo levantarse?
F. B.: ¡Oh, no! Me tomo mi tiempo, y bebo té, mucho té. Luego paso al cuarto contiguo, al taller. Cuando estoy seguro de algo tengo ganas de ir muy deprisa. Puede tomarme unos días, varios días, unas semanas. Algunos trípticos los pinté en cosa de diez días. Cuando la cosa marcha, es fantástico. Esas cosas nunca se saben. A menudo paro hacia la una y voy a comer al restaurante. Me encanta tomarme mi tiempo para almorzar.
F. M.: ¿Y después?
F. B.: Bueno, por las tardes paseo, me meto en un pub, luego en otro. Y así va pasando el tiempo hasta el anochecer. A veces voy a visitar a un amigo… Si no, paseo sin rumbo fijo. Drift, en inglés lo llamamos drift, un poco como un barco… (Coge un diccionario que tiene siempre al alcance de la mano). Este diccionario me lo dio Sonia Orwell.
F. M.: ¿Deambular?
F. B.: No, no, no es eso exactamente. Es lo mismo que to fool around. Aquí está, es ‘dejarse llevar’, ‘ir a la deriva’. Un poco como he pasado la mayor parte de mi vida. Quizá sea el mejor medio de sobrevivir en nuestro mundo, y quizá, también, de escapar dé la angustia. He pasado toda la vida así, a la deriva.
F. M.: También bebe usted un poco.
F. B.: Sí, me gusta beber. Vino. Comprendo muy bien lo que dice. He bebido toda clase de vinos en mi vida. Sí, bebo; en cada botella hay tanta sutileza. Bebo demasiado. Siempre se bebe demasiado… Y el alcohol no me ayuda nada con la pintura, ¡todo lo contrario!
F. M.: Tengo entendido que esa «deriva» la empezó ya desde la juventud. ¿Ha elegido llevar esa vida, digamos, «caótica»?
F. B.: Me gusta esa palabra, caos. Mi vida… Mi vida no es más que una serie de avatares. Como la de cualquier individuo, ¿no?
F. M.: Quizá un poco más que la de cualquiera.
F. B.: Cuando eres joven eres un poco estúpido.
F. M.: ¿Cómo fue su infancia?
F. B.: Sufría crisis de asma, ¿sabe? Eran desastrosas, con todo el polvo que había en las cuadras. Y no soportaba a mi madre, recuerdo la horrible cabeza de jabalí que ordenaba hacer a los cocineros. Sobre todo odiaba a mi padre.
Parece incómodo, se frota el cuello un rato.
F. B.: No sentía nada por mí, como si yo no existiese. Sólo lo vi llorar cuando murió mi hermano, que tenía catorce años. Pero nunca por mí.
F. M.: Era criador de caballos cerca de Dublín, ¿verdad?
F. B.: Entrenador y criador, pero sobre todo apostaba. Mi madre poseía una pequeña fortuna.
F. M.: De ahí que le guste a usted el juego…
F. B.: Puede ser. Me gusta mucho jugar a la ruleta. Me encanta el azar en todos los terrenos. Pero, de todas maneras, siempre se acaba perdiendo, ¿no?
Silencio; luego continúa.
F. B.: Detesto Irlanda. Nací allí, pero mis padres eran ingleses. Mi padre era protestante y me bautizaron como protestante; en realidad él no era protestante, ni yo tampoco. Me eximo de las religiones.
F. M.: De todos modos, ¿conserva algún recuerdo feliz de la infancia?
F. B.: Quería mucho a mi abuela, era maravillosa, se casó tres veces, daba unas fiestas fabulosas, a las que acudió el Aga Khan. Me acuerdo de las habitaciones con paredes redondas de su casa, Farmleigh. Yo dormía en uno de esos cuartos redondeados.
F. M.: ¿Redondeados como las formas que pinta?
Se encoge de hombros con el brazo pegado al cuerpo.
F. B.: Who knows? [¿Quién sabe?].
F. M.: ¿Cuándo se independizó de sus padres?
F. B.: Es una historia bastante curiosa, escuche. Un día mi padre se enteró de mis preferencias sexuales, y luego, en otra ocasión, me descubrió probándome la ropa interior de mi madre. Yo debía de tener quince o dieciséis años, no mucho más. Se quedó tan asqueado que me puso de patitas en la calle. Y confió mi educación a un amigo. Me daba tres libras al día.
F. M.: ¿Tenía usted conciencia de su homosexualidad?
F. B.: ¿Conciencia? ¡Ja, ja, ja! Me acostaba con los mozos de cuadra, adoraba la compañía de los palafreneros, eso es todo. Era homosexual de pies a cabeza, eso sí.
F. M.: ¿Cómo se vive la homosexualidad a los quince años?
F. B.: Como un hándicap, ¿sabe? No había nada que hacer…
F. M.: Entonces, ¿era difícil?
F. B.: Siempre amaba a personas mayores que yo. Desde esa perspectiva, era un proscrito, y sigo siéndolo. Creo que no soy natural. Eso no es la vida. ¿Sabe?, el amor es una enfermedad dolorosa, penosa, pero es una necesidad.
F. M.: «El amor […] un crimen para el que no se puede prescindir de un cómplice», decía Baudelaire.
Risas.
F. M.: Se dice que le gustan los chicos malos.
Risas.
F. B.: Y los padres de familia. Pero ¿sabe?, también he hecho el amor con una mujer, Isabel Rawsthorne, una mujer muy guapa que fue la modelo de André Derain y amiga de Georges Bataille.
F. B.: ¿Cuáles eran sus ambiciones de niño? ¿Qué quería hacer o ser?
F. B.: ¡Pues nada! Nada en absoluto. No quería hacer nada. Soñar, quizá. ¿Para qué iba a plantearme preguntas a esas edades?
F. M.: Entonces, ¿qué sucedió cuando su padre lo encomendó a ese «amigo»?
F. B.: Quería que me educase. Era un gran seductor de mujeres. Viajamos juntos por Europa. Nos hospedamos en hoteles de lujo y nos instalamos en Berlín. Debió de ser en 1926. En esos momentos era la ciudad más libre del mundo. Y en cuanto a la educación…, me vi metido en el ambiente de El ángel azul.
F. M.: ¿Y qué se hace en Berlín a los dieciséis años?
F. B.: El Berlín de aquella época era difícil, y creo que más adelante influyó en mi pintura sin que yo fuera consciente. Todas las noches recorríamos los mismos bares y cabarets. En la calle había pequeños espectáculos de teatro. Yo no me preguntaba nada. Era maravilloso, me lo pasaba muy bien. Aquello debió de marcarme enormemente. Fueron meses y meses de decadencia. A mí me encantaba. Era muy excitante.
F. M.: Era en plena época del expresionismo alemán.
F. B.: Sí, pero eso a mí no me interesaba en absoluto, nunca he apreciado el expresionismo; es un estropicio, el estropicio de la pintura de la Europa Central. No tuve ningún encontronazo. ¿Quiere un poco más de vino?
Sirve a los dos sin más, brindamos.
F. M.: Lee usted mucho, al parecer.
F. B.: ¡Naturalmente! ¿Puede imaginar la vida sin literatura? ¿Sin los libros? Son una fuente fabulosa, un pozo para la imaginación. Marcel Proust es un cirujano. Con En busca del tiempo perdido hizo verdadera disección.
F. M.: Entre sus contemporáneos, ¿tiene alguna preferencia?
Silencio antes de soltar:
F. B.: Me gustan mucho Louis Aragón y Marguerite Duras. Esta escribió en alguna parte: «Para crear, hay que meter la libertad en prisión».
F. M.: Es una frase… ¿De verdad la cree?
F. B.: Muchas veces sí. No sé, me parece que sí. Marguerite estuvo aquí, ¿sabe?, vino con Sonia Orwell, las dos amigas de Michel Leiris. Sonia tradujo Días enteros en los árboles. Se marcharon las dos a Polonia. Luego se pelearon. No tenían las mismas ideas políticas, creo. Sonia era vecina mía en Londres. Después vendió lo de aquí para alquilarse un piso en París, en la calle Assas, al que yo iba; también Marguerite me invitaba a su casa de la calle Saint-Benoît.
Bacon sirve un vaso de Chablis a cada uno y después prosigue con sus recuerdos.
F. M.: He leído en algún sitio que no le gusta la filosofía. La verdad es que me sorprende.
F. B.: ¿Quién ha dicho eso? ¡Dicen cada cosa de mí!
F. M.: ¿Por qué?
F. B.: Seguramente hablo demasiado.
Risas. Termina su vaso e inmediatamente coge la botella para volver a llenarlo.
F. B.: ¿Un poco de vino?
F. M.: El otro día me dijo: «Existen el nacimiento y la muerte. Entre los dos, está la vida. Y punto, eso es todo…».
F. B.: Sí, así es. Aún añadiría que entre los dos se hace lo que se puede. Pero, de todas formas, cuando me muera estaré encantado si me encuentro con algo, y da igual si ese algo es feo…
F. M.: ¿Cómo definiría usted la pintura?
Responde sin el menor titubeo.
F. B.: Pintar es la búsqueda de la verdad. Pinto sólo para mí. Sólo para mí. Van Gogh casi lo consiguió. En una de sus extraordinarias cartas a su hermano, escribió: «Lo que hago tal vez sea una mentira, pero eso evoca la realidad con más precisión». Se necesita la mentira para llegar a la realidad. La verdad cambia, ¿sabe? La verdad es la mentira. Basta con observar a los políticos, a los economistas… ¿Quién posee la verdad? Nadie posee la verdad de una vez para siempre. Y, además, no merece la pena hablar de la pintura porque, al final, no se dice nada en absoluto. Cuando se habla de pintura siempre me encuentro un poco perdido.
F. M.: ¿Hablaba de ella con otros pintores?
F. B.: En cierta ocasión, hablaba con Giacometti sobre Picasso. Me dijo: «Sí, pero ¿por qué todas esas variaciones?». Yo le contesté: «Sí, pero ¿por qué no?». Es su forma de trabajar. Nadie puede reprochárselo.
F. M.: Es verdad que desde la primera Crucifixión también su trabajo es homogéneo, parece que cave siempre el mismo surco.
F. B.: Sí, no puedo hacer otra cosa, prosigo mi trabajo, la misma obsesión, no puedo hacerlo de otro modo. Pienso que no se cambia nunca. Hasta Picasso, en el fondo, ha hecho siempre lo mismo, a pesar de todas sus épocas, excepto el cubismo. Seguimos nuestro camino. Eso es; eso es lo que me empuja a seguir adelante. Sabemos que eso no es posible. Sabemos que la vida no va a continuar, pero lo aceptamos, no tenemos otro remedio que aceptarlo. Y eso te ayuda, incluso, a vivir.
Risas. Apura el vaso de un trago.
F. B.: ¿Un poco de vino?
F. M.: Giacometti no hizo «variaciones», no obstante, ¿cómo podríamos no admirarlo?
F. B.: Sí. Soy sobre todo un gran admirador de sus dibujos. Sus dibujos son más nerviosos. Cuando se habla de pintura, ¿qué podemos decir? ¿Qué se puede decir de las grandes obras de Velázquez? ¿De los pasteles de Degas? ¿De Cézanne? ¿De las obras maestras de Van Gogh? —Él sí que tocó de cerca la verdad. Con todos los grandes artistas, siempre se trata de un extra. La pintura es una lengua en sí misma, es un idioma aparte. Nadie es capaz de hablar de ella. ¿Y para qué hablar de ella? Mirémosla.
Silencio.
F. B.: Siento una gran admiración por los pasteles de Degas, sus desnudos femeninos, esa mujer de espaldas en la que se perciben los huesos, como una arista bajo la piel.
Llamo su atención sobre un librito dedicado a Giacometti que está apoyado en un estante del dormitorio-despacho donde nos encontramos. Bacon se levanta, da unos pasos, lo hojea y vuelve a sentarse cerca del escritorio. Examina la foto del pintor que hay en la cubierta.
F. B.: Giacometti era un hombre maravilloso. Lo conocí con Michel Leiris. Se me ha olvidado la fecha de su exposición en la Tate Gallery. También era amigo de Georges Bataille y de Isabel Rawsthorne…
F. M.: De quien usted pintó un retrato…
F. B.: Sí. Conocí a Giacometti al final de su vida; me gustaba su rostro bondadoso. Tenía un aire triste, pero él no lo era. Era un hombre de una inteligencia extraordinaria. Hablábamos de todo. De todo, aunque realmente de pintura, no. Tenía esa cualidad que consiste en comprender todos los aspectos de un tema al mismo tiempo, como si diese vueltas alrededor. Después de la guerra yo tenía un amigo que había sacado fotografías de Giacometti en su taller cuando estaba haciendo su Perro…
F. M.: Ese Perro del que decía: «Soy yo. Un día me vi en la calle, como si fuera el perro».
F. B.: Sí, ese aire de tristeza… Pero no estaba tan solo. ¡Ah! Su taller era una auténtica naturaleza muerta.
F. M.: Este taller suyo es un poco así, se parece al de Giacometti.
F. B.: ¡No es tan bonito! (Risas).
F. M.: No puede usted prescindir de la pintura, de la poesía. ¿Y de la música?
F. B.: La música no la entiendo lo suficiente. Oigo la radio, sí, todo lo que ponen, de lo más variado, Pierre Boulez… Pero por la música no siento el amor que siento por la pintura o por la poesía.