BACON & BACON

DE UN INFORME CLÍNICO AL OTRO

Si no fuera pintor, Francis Bacon hubiera sido filósofo. No para discurrir mejor sobre su trabajo, pues el artista siempre ha asegurado con firmeza: «Mis pinturas no han de leerse más allá de lo que se ve», sino por el giro de su espíritu y lo pertinente de sus interrogaciones y cuestionamientos. También por su consumado arte de la conversación, como atestiguan el interés que le dedica y el placer que obtiene. Como sus conocimientos de literatura y de poesía, que sabía compartir haciéndolos familiares.

Curiosamente, hay un filósofo del siglo XVII —al que no leyó— cuyos escritos tienen cierto parentesco con el discurso del pintor, como si le respondieran haciéndole eco. Se trata de resonancias y de filiaciones. Filiación singular, puesto que ese filósofo no es otro que el padre del empirismo, que es además homónimo exacto suyo: Francis Bacon (1561-1626), barón de Verulam, vizconde de Saint Albans. Añadamos, para acentuar la confusión en que se produce esta «curiosidad» y la distancia en el tiempo entre los dos, que el pintor decía, sin presumir de ello, que era descendiente colateral suyo. Lo que nos confirma Michel Leiris, aunque sin aportar ninguna luz sobre sus fuentes: «Francis Bacon, el glorioso filósofo isabelino al que los meandros de la genealogía emparentan con su homónimo actual». Así que, ¿verdadero? ¿Falso? En el fondo, qué importancia tiene puesto que los dos acaban por encontrarse quieran o no. Por desgracia yo no había leído todavía esas páginas de Leiris[2] y no pude comentárselas al pintor; tampoco me había detenido a reflexionar sobre su notable antepasado.

El filósofo, que al final de sus días escribió De historia vitae et mortis, es también autor de un texto inacabado, que permaneció inédito hasta el siglo XX y se publicó por primera vez en 1984[3]: el fortuito descubrimiento de un legajo de unas cincuenta páginas vino a aclarar y establecer una correspondencia entre el trabajo del pintor y el del autor que fue su ancestro.

Se trata de un manuscrito hallado en Chatsworth House, en Inglaterra: De viis mortis et de senectute retardando—, atque instaurandis viribus (Sobre los medios de morir, de retrasar la vejez y de restaurar las fuerzas vitales). Es un texto corto que apareció en francés con un título más tentador: Sur le prolongement de la vie et les moyens de mourir (Sobre la prolongación de la vida y los medios de morir)[4]. A priori, visto el ambicioso título, esperamos que surja de la pluma de Bacon una promesa de inmortalidad. Pero no ocurre nada parecido. O al menos no del todo, puesto que el «pionero del pensamiento científico moderno» se consagra en este breve librito, bastante confuso y compuesto de notas breves, a observar y describir, con diligencia científica, la disolución que con el tiempo se produce en los cuerpos inanimados y consistentes, para de ahí extraer enseñanzas sobre la edad y el devenir de los cuerpos orgánicos. Siguen luego explicaciones sobre los movimientos de descomposición de la materia: frutas espolvoreadas de harina, maderajes recubiertos de vinagre, vino y cerveza sellados herméticamente en botellas con objeto de evitar cualquier alteración. El filósofo, que por cierto fue el primero en hablar de eutanasia (en el sentido literal de «buena muerte»), explora los confines biológicos de la muerte en diversos cuerpos, vegetales, animales y humanos, y de ahí extrae constataciones y aforismos.

Platón, seguido por otros pensadores, ¿no decía que «filosofar es aprender a morir»?

Lo que en ese texto exhumado en 1978 resulta pasmoso son las descripciones y los análisis de los cuerpos, de los que los cuadros del Francis Bacon del «siglo XX» parecen ser ilustraciones y prolongaciones. Más allá de la ironía de la homonimia, parece que el Bacon actual se hubiese entretenido interpretando en imágenes los mortíferos vagabundajes del filósofo. Pero el pintor no pudo conocer ese texto y seguramente ignoraba todo lo referente a las preocupaciones científicas y las ideas biológicas del filósofo. Entramos aquí en lo irracional y en el razonamiento frívolo, pero por qué no… ¿Por qué no ligar las teorías de la materia de uno con los cuadros de la carne del otro? Aunque Bacon no llega a examinar la descomposición de los cuerpos vivos. Fantasía arriesgada, pero divertida. Leamos pues a Bacon el Viejo y contemplemos a Bacon el Joven. O a la inversa. Leámoslos con distanciamiento, sentido poético y una (pequeña) dosis de humor.

En una página al azar, leo: «Bernardino Telesio buscó la causa de la muerte […] en la superfluidez {excessus)… Así, ya que la sangre es la verdadera savia y la irrigación de los cuerpos, y ya que la naturaleza de la sangre depende del hígado, estimó que era evidente que el cuerpo se destruye por esa resecación del hígado». Un Tríptico de 1981, inspirado en la Orestíada de Esquilo, parece la respuesta a esas líneas. Exactamente igual que este otro extracto: «Vemos que los cuerpos sólidos que no son alimentados y que sufren los estragos del tiempo y sus vicisitudes sin verse sorprendidos por la putrefacción están primero tiernos, luego duros y a continuación secos, e inmediatamente después porosos, agrietados, arrugados, podridos, oxidados y, en última instancia, pútridos como si hubieran sido reducidos a cenizas por una combustión aún más sutil que aquella de la que es capaz el fuego, y, finalmente, pasan y, por decirlo así, se van por el aire. Y todo este proceso no es otra cosa que una triple acción, es decir, la atenuación e, inmediatamente después, la fuga de la parte atenuada que quedaba».

Otra visión totalmente baconiana: «Los cuerpos van haciéndose cada vez más huecos y resonantes, o al poco, en algunas ocasiones, a consecuencia del cambio mismo de la superficie de un cuerpo, de lo liso a lo áspero y lo abultado, donde, se observa no tanto la fuga como la emigración […]. Ya que en esos cuerpos que no son apenas porosos, pero que son ligeros, y por ende más compactos, el espíritu no halla pasos ni medios por los cuales levantar secretamente el vuelo, sino que ha de empujar claramente delante de él las partes espesas que ha extendido y modelado, y las rechaza con violencia hacia la superficie del cuerpo, tal como eso se produce en toda podredumbre y también en la herrumbre de los metales».

Muchas de las obras del pintor —Tríptico, de agosto de 1972, y Desnudo femenino de pie ante el marco de la puerta, de 1972, por ejemplo— exhiben cuerpos que se prolongan en manchas. El pintor insiste, y el filósofo también: «En los cuerpos de profundidad o espesor, el movimiento de contracción que llega hasta la superficie del cuerpo queda retenido por su contacto con la materia situada bajo la superficie, salvo en el caso de que ésta sea tan blanda que no impida el funcionamiento […]. No obstante, si los cuerpos no son sólo de escaso espesor sino también estrechos, no solamente se fruncen sino que se vuelven sobre sí mismos a consecuencia del estrechamiento y se retuercen en volutas, como la membrana desecada por el fuego y la quema del papel, en las cuales se pueden fácilmente observar no sólo el fruncimiento sino también el retorcimiento y enroscamiento de una cosa sobre sí misma. Y tal es el verdadero proceso por el que los cuerpos inanimados y consistentes van hacia la disolución».

Con Bacon I, al igual que con Bacon II, nos situamos en una misma agonía crepuscular: «La putrefacción anticipa y se adelanta a la disolución natural, la cual es una misma cosa en los cuerpos inanimados que la muerte causada por la enfermedad en los cuerpos animados, que no aguarda al paso del tiempo, sino que lo intercepta». Ya se habrá comprendido: la familia Bacon cultiva las mismas tierras, trabaja en los mismos campos operatorios, practica las mismas ejecuciones mortales. Más adelante, hay unas pocas líneas que podrían ponerse al pie de los cuadros: «Los cuerpos están colocados de manera que sean agitados; […] en un lugar cerrado […] los cuerpos se exponen desnudos […] en el mismo estado y en el mismo movimiento». Tabla experimental. Exactamente igual que en una pintura de Bacon. Cuando el artista encierra en cajas de cristal al papa Inocencio X o unos cuerpos que fornican, o incluso a sus amigos, no podemos evitar el recuerdo de esas jaulas de zoológico adonde acuden los hombres para observar a los animales. El pintor nos ofrece, para que lo observemos, al hombre, «ese gran simio infeliz», prisionero de su condición. Y sus obras nos fuerzan a aceptar lo peor.

Los Bacon, amantes del azar, grandes experimentadores, contemplan la posibilidad de que haya accidentes; están al acecho de lo raro y de lo nuevo. A su manera, el pintor interpreta la descripción de un proceso. Su experiencia consiste en pintar sin método, en entregarse a su trabajo sin ataduras, buscar lo aleatorio, dar rienda suelta a la espontaneidad. El artista no vacila en violentar su lienzo, en agredirlo; no teme degradarlo, incluso destruirlo, si el resultado no le sirve.

«La acción del espíritu es de tal suerte que si las partes más espesas de la cosa se han relajado o se han vuelto blandas o flexibles, como en los líquidos, el espíritu no sólo se atenúa y reblandece sino que también, a veces, repara o divide o, muy al contrario, une las cosas y las mezcla». Y el pintor responde: «Me esfuerzo por distorsionar la cosa mucho más allá de su apariencia normal; pero al tiempo que la distorsiono quiero obligarla a dar testimonio de la apariencia que es realmente suya».

Carcasa de carne y ave de rapiña, de 1980, con su pieza de carnicería sacrificada, y la Crucifixión, tríptico de 1965, con sus fragmentos de carne despedazada y sus defecaciones, como tantas otras obras, afectan directamente al sistema nervioso. Busto informe sin cabeza, horror de un grito humano, vísceras, cuello prolongado por una boca desdentada… El cuadro se ceba en el espectador, no quiere ahorrarle crudeza alguna y le impone esa violencia como una necesidad. La excitación convulsiva de la carne es extrema. La segunda versión de un tríptico de 1944, realizada en 1988, ataca directamente los nervios. Sus criaturas innombrables traicionan, sobre un fondo de hemoglobina, una capacidad de odio sin contención.

«Las partes exangües en particular —como los nervios, las membranas, las túnicas, las aguas y otras partes semejantes— difícilmente pueden recuperarse una vez que han perdido su flexibilidad, su blandura y su sustancia, y se sumen en la atrofia». Más adelante, este otro pasaje de Sobre la prolongación de la vida y los medios de morir: «Una vez que el espíritu ha emigrado o que ha sido sofocado, las partes individuales regresan a su estado fluido o caótico. Esto se ve en la sangre que, cuando se ha exhalado el espíritu, se disuelve en agua, en posos y en espuma. La misma cosa se produce en la orina». En Bacon, el pintor, se encuentran rastros de fluidos corporales —sangre, esperma, excrementos…—, y esas marcas parecen ser las de un tejido en contacto con el cuerpo. «La naturaleza dulce y pacífica de ese movimiento o de esa agitación se manifiesta en los seres vivos con bastante nitidez en la supuración de los abscesos. Ya que cuando la supuración empieza a producirse, los dolores y los picores que son excitados antes de la lucha del espíritu ahí mezclado, unos dolores que, por simpatía, torturan el espíritu del animal mismo, se calman y se debilitan, y sólo subsisten un suave y ligero dolor y un calor».

Para Bacon el Joven, lo mismo que para Bacon el Viejo, hay un juego de doble sentido, un vocabulario obsesivo. Leamos al filósofo: «En cuanto a los deseos y los apetitos de las partes más espesas y a las acciones fundamentales de su naturaleza, cinco grandes diferencias son dignas de ser señaladas: el reposo, la atracción hacia lo semejante, la huida del vacío, la huida ante un cuerpo contrario y la evitación de la tortura. Cada ser tangible y espeso está marcado pues por una torpeza innata». Los luchadores —cuadro realizado en 1980—, nacidos en la imaginación del pintor y extraídos de los grabados de Muybridge, ignoraban que tenían otro padrino, más antiguo y filósofo.

¿Quién habría osado, antes de Bacon II, exponer la flagrante y cruda realidad de las anatomías enloquecidas, retorcer los cuerpos hasta la repugnancia, entre una violencia muda? Cuatro siglos antes Bacon I escribía en su «Aforismo 6»: «El espíritu que ha escapado deseca el cuerpo; el espíritu retenido lo licúa; pero ni el que ha escapado ni el que permanece retenido lo vivifican ni producen miembros […]. Sale de allí y la masa de la cosa se contrae, se espesa y se endurece». Cuando el pintor interviene sobre un rostro es a la vez el cirujano y el psiquiatra de aquel a quien representa. Lleva a cabo el trabajo de uno y otro de un modo que ni uno ni otro podrá practicarlo nunca. El arte permite esta transgresión; el arte alcanza lo inaccesible. De una manera distinta que su «antepasado», también él experimenta la progresión de los cuerpos.

«Todas las cosas que conciernen a los cuerpos inanimados, a saber: la atenuación, la huida, la contracción, la unión de los semejantes y el resto, son también consideradas como si estuvieran presentes en la carne, la sangre, las membranas, los huesos y la masa entera del cuerpo vivo mientras vive (y esas partes tienen un espíritu mezclado y extendido por todos lados, tal como el que nosotros hemos atribuido a las cosas inanimadas). […] De hecho, después de la muerte toda esta naturaleza continúa y persiste en el cadáver». Pido excusas por haber citado aquí con tanta extensión al filósofo, pero sus palabras me parecen más pertinentes que cualquier otro comentario que se haga de la obra pictórica de Bacon.

En las imágenes del pintor, unas manchas representan vómitos, excrementos, que resultan de los espasmos que se escapan del cuerpo humano. Y esas manchas no sólo se escapan, se dejan ir, se desbordan, sino que forman parte del cuerpo del hombre, son sus pujos, su prolongación en cierta forma. Nacen de un movimiento interno y lo deforman, lo conforman, provisionalmente, de otra manera. De un modo distinto. El cuerpo ya no es cuerpo. Se convierte en otro sin dejar de permanecer inmóvil. El cuerpo se licúa, inseparable de lo que de él fluye hasta una estasis. El líquido orgánico deja entonces de progresar; detenido el flujo, se paraliza. En la inmovilidad, ya no sabemos si el cuerpo se animaliza, se mineraliza, se abotarga, con sus excrecencias, sus «gemas». La cara «estropeada» da la impresión de un sufrimiento interior, como una reacción de los nervios, de los músculos, tras una serie de contracciones. Las formas del hombre se deforman, viven en sordina, por otra parte reposan. En esas extensiones, en esa inmovilidad aparente, da la impresión de constituirse otra vida. «Sin embargo la naturaleza de los seres animados tiene alguna cosa en común con la de los seres inanimados y alguna otra que le pertenece como propia. […] Todas las cosas vivas aguantan y sufren pues esa clase de tormento concebido por Mezentius[5]: a saber, que lo vivo perece con el abrazo de la muerte […]», replica el ancestro.

Tanto el filósofo como el pintor experimentan, parten ambos de lo conocido y se dejan guiar hacia lo desconocido y, esperando encontrar algo, hacen probaturas hasta que llega el accidente. Ese «accidente» es al mismo tiempo el «derrapaje» de la materia y el del hombre, su principal sujeto. Tanto para una como para otro, se pasa de lo visible a lo invisible. Buscan sin obtener respuestas. Nunca están satisfechos, juegan con lo imposible. Las pinturas de uno, al igual que las prácticas con pretensiones teóricas del otro, se aventuran por territorios inexplorados y se quedan con apenas unos trocitos de respuestas a sus interrogantes. Los dos Bacon titubean, andan a tientas, se rehacen, siempre insatisfechos, hasta el final, conducidos por su obsesión.

Los cuerpos resbalan, se anudan, se arrugan hasta formar una materia distinta que ya no es del todo un cuerpo. Fragmentos, muñones, miembros atrofiados se fijan, atrapados en un movimiento, en un efecto de torsión. (Según Muybridge. Estudios del cuerpo humano en movimiento. Mujer vaciando un cuenco de agua y niño-paralítico andando a gatas, 1965). Incluso sorprendidos en plena detención, esos elementos de cuerpos vivos aún respiran, como si una circulación invisible moviera los órganos. Los vemos aquí, como equilibristas desplazándose sobre un alambre; allá, como acróbatas, esbozando una gimnasia secreta {Estudio del cuerpo humano, 1970, tríptico). Ya no se reconoce el modelo, la figura es humana, simplemente humana, hecha de carne y de sangre. Interviene Bacon, el cirujano, el carnicero. El que repiensa la anatomía, el que trabaja la carne, el que cuenta toda su plasticidad en su masa, con la medida de un espacio sideral. Esos hombres-carne misteriosos ejecutan sus piruetas de la desesperación en el vacío y evolucionan, atraídos por no se sabe qué imán, en un cielo sin horizonte. ¿Dónde estamos? ¿En qué reino? ¿En qué universo? ¿Dónde debe mantenerse el cuerpo? Se propaga por esos cuadros un onirismo de crueldad (Tres estudios para el cuerpo humano, 1967, por ejemplo), un enigma de drama, un «olor a muerte». El pintor exhibe sus criaturas en toda su brutalidad implacable. Representa su teatro de tragedia sin pathos del mismo modo que el filósofo experimenta sin una pizca de sentimiento.

Y hasta la muerte del filósofo, que podría ser una imagen escenografiada por el pintor: «Me ocupaba con ardor de uno o dos experimentos sobre el endurecimiento y la conservación de los cuerpos, y todo iba saliendo a mi satisfacción cuando, mientras recorría el camino que hay entre Londres y Highgate, me invadió un vómito tan grande que no sé si debo atribuirlo a la piedra, a una indigestión, al frío o a los tres juntos».

F. M.